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Ayelen

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Relatos publicado por Ayelen

  1. Ayelen
    Pasamos varios días en el pueblo de Humahuaca, en Jujuy, por lo que inevitablemente le tomé un cariño muy especial a este rincón norteño Como Martín debía trabajar utilizando una conexión a internet, nos mudamos del camping a un hostel ubicado a una cuadra de la plaza central. El Hostel Humahuaca tenía unas geniales camas, una cocina y un gran patio interno.
     


     
    A los pocos días de nuestra llegada, aquel lugar se convirtió en el punto de encuentro de viajeros que iban y los que volvían. En nuestra larga estadía allí, conocimos personas de todas las nacionalidades: brasileros, suizos, españoles y argentinos, obviamente, que viajaban hacia el norte o iban hacia el sur. La cocina se trasformó en el sitio de reunión donde uno escuchaba las anécdotas más disparatadas de todos los rincones del mundo. Muchos viajeros que ya regresaban de su paso por las ruinas de Machu Picchu en Perú, o aquellos que habían recorrido Bolivia nos llenaron de consejos para cuando llegáramos a estos destinos y a mí me llenaron de una ansiedad terrible por cruzar la frontera
     
    Recuerdo una noche en particular, donde todos quienes nos hospedábamos en el hostel hicimos una cena comunitaria y con todo el espíritu festivo que reinaba en nosotros, nos fuimos a una de las peñas de Humahuaca, donde una pareja de músicos interpretaba temas folclóricos con guitarra y bombo. Entre cervezas y brindis y dos suizos intentando bailar una chacarera, pasamos la noche más loca y divertido que puedo recordar (aún con baches borrosos ) de Humahuaca.
     


     
    Sin embargo si hay algo que me quedará grabado en mi mente por siempre, fue el festejo del Día de La Pachamama.
     
    Cada primero de Agosto, se realiza en toda la región norteña este singular rito, como agradecimiento a La Pachamama, la Madre Tierra, entregándole ofrendas como comidas y bebidas alcohólicas y pidiendo por las futuras cosechas.
     
    Los festejos habían iniciado la noche anterior, donde los vecinos de Humahuaca repartieron entre todas las casas y los negocios, incienso de aromáticas vegetales que se recogen directamente de las zonas aledañas. También se comienza a festejar con mucho, MUCHO alcohol.
     


     
    A la mañana siguiente todas las calles de Humahuaca estaban inundadas de ese aroma dulzón porque en todos lados el incienso era prendido para sahumar las casas, espantar los malos espíritus y atraer la buena suerte.
     
    Nos acercamos a la plaza principal cerca del mediodía, que estaba llena de gente y música, porque había una orquesta tocando sin cesar desde temprano.
     


    Los músicos en la plaza principal
     
    Habían quitado algunas baldosas y directamente en la tierra subyacente, habían cavado un pozo de algunos centímetros de profundidad. Todo alrededor estaba cubierto de papel picado de todos los colores y varias serpentinas, que representaban la festividad y las cosas buenas. Había muchos elementos y simbología que amablemente me fueron explicando cuando pregunté por ellas, curiosa.
     


     
    Los billetes de plata representaban el pedido de la buena economía para las familias, y como parte de las ofrendas dadas a La Pacha, se encienden cigarrillos que se clavan en la tierra y se esparcen hojas de coca y tiras de lana de colores.
     


     
    También había bebidas alcohólicas y comidas típicas preparadas en vasijas. En el borde del pozo se clavan cuchillos que evitan que los malos espíritus enterrados salgan.
     


     
     
    Una larga fila se había formado alrededor del agujero, y una mujer iba organizando todo el ritual. De a par, los pueblerinos (y algún que otro turista desubicado que lo único que quería era una estúpida foto… lo que me pareció una falta de respeto horrible) iban acercándose al pozo, se arrodillaban ante él y luego de persignarse comenzaban con el ofrecimiento de los regalos a La Pachamama.
     
    Mientras rezaban y pedían, iban echando al pozo un puñadito de papelitos de colores, un chorro de alguna bebida alcohólica como vino, agua bendita, y luego, juntaban un poquito de tierra y la esparcían dentro del pozo. Una vez que finalizaban con el pedido, sus cabezas eran cubiertas con papel picado.
     


     
    Desde temprano habían comenzado y de a poco, todas las personas de Humahuaca se fueron acercando a la plaza para realizar su agradecimiento a la Madre Tierra. Por detrás de las personas, mi cabeza curiosa asomaba cada tanto porque me llamaba la atención tantos colores alegres y tantos regalos a esta deidad que adoran los pueblerinos del Norte. Era especialmente llamativo ver cómo se habían mezclado estas tradiciones indígenas con simbolismos cristianos, como la persignación, el agua bendita o el rezo de un “Padre nuestro”.
     
    Ya caída la tarde, y cuando todos quienes quisieran participar se hubieran acercado, el pozo estaba prácticamente tapado. Para finalizar, la pareja que organizaba el ritual se arrodilló frente al agujero y luego de hacer sus pedidos, terminó por ofrendar los últimos elementos que se encontraban y vaciaron las vasijas de comidas.
     


     
    Taparon el pozo con la tierra que sobraba y luego, prolijamente fueron apilando en espiral todas las botellas de bebidas alcohólicas que habían utilizado y cubrieron todo con decenas de serpentinas de colores. Estoy segura que La Pacha había quedado completamente satisfecha con todas las ofrendas.
     


     
    Pasaron los días, los viajeros que se habían juntado en el hostel siguieron su camino y el lugar quedó casi vacío y en paz. Cada tanto algunos que otros llegaban y en su estadía en Humahuaca los veíamos hacer una excursión a un lugar al que llamaban Cerro de los 14 colores. Volvían tan deslumbrados con aquel lugar que en poco tiempo despertó en nosotros una gran curiosidad.
     
    Pocos días antes de dejar Humahuaca entonces, decidimos ver qué era eso tan maravilloso con tantos colores y nos dirigimos hacia aquel lugar siguiendo las indicaciones del encargado del hostel.
     
    Debimos salir del pueblo, por un camino secundario de tierra, que en un principio estaba en buen estado, lo que nos llenó de alivio (que pronto se esfumaría). Debíamos recorrer sólo 25 km. hasta la Serranías del Hornacal, el nombre real de este cerro de tantos colores.
     
    La carretera se interna de lleno en tierras de nadie. Fuimos atravesando campos desolados y agrestes, hasta que empezamos a ascender por entre los cerros. Humahuaca ya casi ni se veía mientras subíamos por aquel camino de curvas y curvas. Cuando superamos los 4000 metros sobre el nivel del mar, la cosa se puso bastante fresca y hubo que para a subirse la campera hasta el cuello y ponerse unos abrigados guantes.
     


     
    La vista desde aquella altura era realmente impresionante, con esas enormes cierras naciendo en todas direcciones, pero el camino comenzó a tornarse muy malo. Y no había nadie a kilómetros a la redonda. La moto fue traqueteando y esquivando baches, pero lo peor de todo eran los trechos con serrucho. Yo iba rebotando sobre la moto y fue tanto el golpeteo de mi cabeza contra el casco que terminó provocándome una jaqueca horrible.
     
    Pero a pesar de aquel camino, al cabo de una hora, hora y media, finalmente llegamos a la cima de una colina donde se abría una explanada y nos detuvimos. El paisaje que teníamos adelante, el famoso Cerro de los 14 colores fue una de las cosas más HERMOSAS que vi en mi vida e intentaré de la mejor manera posible, describirla como se merece.
     


     
    La planicie donde dejamos la moto terminaba en una cuesta que descendía algunos metros y luego se continuaba unos tres kilómetros hacia otro barranco. Algunos metros más adelante nacía este gigantesco cordón montañoso teñido de un intenso color violáceo que resaltaba completamente entre las bajas colinas marrones de la puna.
     


     
    En todo su largo, el Hornacal mostraba una geometría zigzagueante con betas de colores claros y oscuros que se intercalan como una explosión de color. En aquel lugar reinaba un silencio absoluto, a pesar de que junto a nosotros habían algunas personas más… pero es que aquel paisaje que uno se encuentra de frente, te deja sin habla.
     


     
    Contrastando con el celeste cielo, los colores profundos de aquella sierra resaltaban llamativamente, como si estuviese encendida en llamas! Rojos, rosados, lilas y violetas se continuaban con colores más claros como anaranjados, amarillos y grises hacia un extremo. Y eran impresionantes sus llamativas vetas en V que se repetían indefinidamente a lo largo de aquella enorme pared, y sus crestas puntiagudas… que daba la sensación como si de repente la montaña hubiera explotado y hubiera quedado petrificada en ese instante.
     
    Descendimos por la pendiente, a pesar de ver a la gente regresar casi sin aliento, y nos acercamos aún más al cerro. Martin decidió continuar hasta el final del camino, y yo prefería sentarme en la ladera de aquella colina a contemplar completamente absorta aquel paisaje.
     


     
    Mientras un fresco viento corría por entre las harban cercas que se mecían a mi lado, y algunas hormigas ya comenzaban a investigarme, trepando por mis zapatilla, me quedé durante varios minutos, tratando de tragarme por los ojos aquel espectáculo de colores que la naturaleza… que La Pacha, me regalaba. Intenté contar las bandas de colores y para mi fueron más de 14.
     


     
    Hacia la derecha, el Hornocal mostraba unas vetas curvadas como un pincelazo, con el mismo juego de colores. Lo enorme y gigantesco de aquella sierra, sus colores y belleza hacían sentir a uno completamente insignificante.
     


     
    Permanecí alrededor de una hora, escuchando “los sonidos del silencio” como quien diría, y disfrutando de aquello hasta que Martin regresó y emprendimos el regreso hacia la moto. A aquella altura y subiendo esa pendiente tan inclinada, mis pulmones casi colapsan, y llegué a la moto casi sin aliento.
     
    Contemplamos una vez más el cerro, porque para hacerlo aún más maravilloso, a medida que el sol se escondía y la luz pegaba en otro ángulo, uno podía ir descubriendo más colores sobre el Hornocal, y el contraste de las sombras en las vetas era magnífico.
     


     
    Regresamos por el mismo camino, mientras caía la tarde y luego de esquivar una familia de vicuñas que se nos cruzaron. Avanzamos con cautela descendiendo toda esa altura que habíamos escalado a la ida, mientras se me revolvía el estómago por el rebote continuo sobre ese camino ondulado.
     


    Vicuñas cruzando la puna
    Cuando nos faltaban algunos kilómetros aún para recorrer, vimos a lo lejos una gran manta de una ancha nube blanca y pomposa que se propagaba entre las colinas. Asombrados, nos detuvimos a sacar fotos de aquel paisaje y luego continuamos la marcha. Lo que no nos imaginábamos era que aquella enorme nube era en realidad una terrible helada que había bajado hacia Humahuaca. Lo descubrimos en el mismo momento en que nos metimos de lleno en aquella nube. Frío y mucho. Ya no sabía si mi cuerpo me temblaba por el camino en mal estado o por el abrupto cambio de temperatura que sufrimos llegando al pueblo. Llegamos al hostel con las manos entumecidas y estalactitas cayendo de nuestras narices.
     


    Nube helada :S
     
    Después de casi dos semanas en aquel pueblito que conquistó una parte de mi corazón, nos despedimos de Humahuaca con algo de melancolía y recorrimos los últimos 170 kilómetros hasta llegar a la ciudad norteña de La Quiaca, donde se encuentra el paso fronterizo con Bolivia.
     


    Camino a La Quiaca
     
    La Quiaca es una típica ciudad de frontera y para ser sincera, no es muy pintoresco como lo habían sido todos los pueblos de Jujuy que habíamos conocido, por lo que decidimos recorrer unos 17 kilómetros más hasta llegar a un pequeñísimo y humilde poblado, llamado Yavi.
     
    Yavi es un verdadero rincón inhóspito del mundo. El pueblito, muchísimo más pequeño que Humahuaca consiste solamente en una gran avenida principal de tierra, con no más de diez callecitas que la cortan en perpendicular. Sencillas casitas de adobe y paja, separadas por bajos muros de piedras apiladas conformaban Yavi, rodeado de colinas pardas y vegetación seca.
     


    Pueblito de Yavi, en Jujuy
     
    Esa noche, hospedados en un hostal, mientras escribía para esta página, terminé divagando por los archivos de mi computadora y me puse a ver fotos de mis amigos, y de mi familia. Yo creo que eso, sumado a la atmósfera algo melancólica de aquel perdido pueblito en que nos encontrábamos, de repente estrujó un poco mis sentimientos. Ya hacía casi medio año que había dejado mi ciudad y que no veía a mi familia y seres queridos Y también estaban todas las ansias y expectativas que venía acumulando por dejar mi país. Estábamos a horas de salir de Argentina y visitar lugares completamente desconocidos para mí, donde no sabía con lo que me iba a encontrar ni lo que me esperaría y eso me generaba algunos nervios y miedos.
     
    Toda esa mezcla de sentimientos se encontraron esa noche y (esto puede sonar algo estúpido), cuando me metí en la ducha para darme un baño relajante y descubrí que el agua salía helada… fue la gota que rebalsó el vaso y por tercera vez en el viaje, me quebré. Sentada en el inodoro, no pude contener el llanto que me brotó por todos lados. Sé que la imagen puede ser muy patética, pero hoy me abro y soy completamente honesta con ustedes, porque esto también es parte del viaje.
     
    Necesité esos largos minutos de descarga :crying: hasta que finalmente vi cómo salía un poco de vapor por encima de la cortina del baño y pude darme un baño caliente y relajante. Unas palabras de Martin complementaron el baño y logré reponerme de aquel quiebre. Debíamos continuar viaje.
     
     
    A la mañana siguiente, empacamos nuestras cosas y viajamos nuevamente hacia La Quiaca.
     
    Cuando salimos, aquel 19 de febrero, no teníamos ni idea de cuánto tiempo íbamos a viajar, o cuánto íbamos a soportar, pero allí estábamos. Habíamos recorrido casi 15000 kilómetros dentro de nuestro gigantesco país, recorriéndolo de punta a punta, de Ushuaia a La Quiaca. Nuestra primera meta había sido cumplida y estábamos tan felices y orgullosos de eso que no caíamos en la realidad
     
    Ahora debíamos ir por nuestra siguiente meta: recorrer Suramérica. Así que aquella tarde, con muchos nervios, impaciencia, ansiedad y emoción dijimos adiós a nuestro querido país, y cruzamos hacia Bolivia
     
     


     
     
    Mira todas las fotos de los hermosos paisajes de Jujuy!
     
     
     
     
     


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  2. Ayelen
    Aun desconozco quién fue el irónico que bautizó como La Paz a la capital de Bolivia, porque de pacífica no tiene nada. Haber sobrevivido al tráfico de aquella ciudad fue claramente la prueba que necesitábamos superar para saber que podemos sobrevivir en cualquier parte del mundo sobre la moto.
     
    Llegar a La Paz desde Cochabamba nos tomó un día entero. Para ser sincera, ya estábamos bastante saturados del paisaje serrano. Desde el norte de Argentina veníamos empachados de sierras y montañas. Por eso, cuando ya pasado el mediodía ante nosotros se abrió un gran e inhóspito desierto, nos sorprendimos bastante.
     
    Nos faltaban pocos kilómetros para llegar a La Paz, pero la noche se nos avecinaba y de antemano habíamos decidido acampar al costado del camino. Pero este nuevo paisaje nos complicaba las cosas. Hacia los costados de la ruta se extendían varios kilómetros de tierra seca hasta toparse muy a lo lejos con unos enormes cordones montañosos, en el horizonte. Y no había nada, ni un árbol, ni un monte, ni un trecho con césped donde armar la carpa. Solo tierra y más tierra colorada que se levantaba en una molesta nube cada vez que pasaban pesados camiones a toda velocidad por la ruta.
     
    El sol ya comenzaba a ocultarse cuando nos cruzamos con un pobre camino marcado hacia un costado de la ruta que se internaba en este árido desierto y terminaba unos kilómetros más adelante, donde se elevaba un pequeño grupo de no más de 20 o 30 humildes casitas.
     
    Sin muchas opciones tomamos el camino decididos a encontrar un sitio para armar la carpa en aquella comuna. Nos internamos entre las casitas de adobe y paja, sintiéndonos en un pueblo fantasma, porque no había absolutamente nadie en las calles.
     


     
    Como siempre, yo ya había comenzado a impacientarme y a refunfuñar porque nuestra idea parecía haber fallado, cuando repentinamente se apareció ante nosotros una pequeña niña de 12, 13 años, de tez trigueña y rasgos bolivianos. Abrigada con un gorro de lana, porque la tarde comenzaba a ponerse cada vez más fría, se acercó a nosotros con una sonrisa gigante, como si nos hubiera estado esperando y se presentó como Trifonia. En sus brazos llevaba un bulto que mecía enérgicamente y al arrimarme a ella descubrí un pequeñísimo bebe de apenas días envuelto en aquella gruesa cobija, su pequeña hermanita.
     
    Al contarle que veníamos viajando desde muy lejos y necesitábamos un lugar para pasar la noche, sin dudarlo nos dijo que podíamos acampar en el patio de la escuelita del pueblo, ya que al ser fin de semana estaba cerrada. Nos acompañó hasta la escuela (que quedaba solo a una cuadra y media porque aquel lugar era realmente muy pequeño) y entramos a un patio de cemento a través de un gran portón. La pequeña escuelita se levantaba en una esquina, y en la otra, una parroquia, mientras que la mayor parte del patio era ocupado por una cancha de futbol.
     
    Tras Trifonia apareció su hermana que le seguía en edad, Roxana, acompañada de una más pequeña aun que llevaba de la mano.
     
    Mientras comenzábamos a armar la carpa, las tres niñas nos miraban asombradas y no nos creían cuando les decíamos que aquel iglú de plástico era “nuestra casa”. Y cuando inflamos el colchón… se armó toda una revolución. De repente nuestra carpa se había convertido en uno de esos juegos inflables que se alquilan para los cumpleaños de los niños, cuando las tres se metieron y comenzaron a saltar y a rebotar de un lado para otro. Temía un poco que el colchón no llegara a sobrevivir a la invasión, pero verlas tan maravilladas con algo que para nosotros era tan banal y hasta pasaba desapercibido, me generaba un sentimiento de complicidad.
     


     
    Trifonia, Roxana y Camila eran diferentes a mí y a los niños que conozco. Tenían sus pieles curtidas por el sol, las plantas de sus pies acostumbradas de andar descalzas por la tierra y sus mejillas quemadas. Ellas iban a la escuela durante todo el día, pero también ayudaban a sus padres en la venta de productos en la feria del pueblo más próximo, cuidaban la vaca de su abuelo, prácticamente criaban de sus hermanitas como una madre y tenían demás tareas de adulto. Y ahí estaban, fascinadas con una carpa, a carcajadas.
     
    En ese instante, me di cuenta de que teníamos algo en común. Cuando uno crece y se convierte en “adulto”, hace un gran sacrificio a cambio: termina perdiendo la inocencia. Con las vivencias cotidianas, la rutina de un trabajo, del estudio, preocupaciones sin sentido, es difícil prestar atención a ciertos instantes mágicos que suelen pasarnos desapercibidos. Viajar tiene un poco eso de volverse niño nuevamente. Todo es nuevo, todo es un estímulo. En una calle abarrotada de cualquier ciudad que visitáramos, donde la gente corría con sus preocupaciones en la mente, nos asombrábamos con cosas que para los demás ya forman parte del paisaje habitual. Una veja cúpula de una iglesia, un bello esténcil pintado en una arruinada pared, una enorme montaña elevándose entre edificios… como aquellas tres niñas, nosotros nos íbamos fascinando con esas cosas que para los demás pasaban inadvertidas.
     
    Se ve que la noticia de que dos extraños habían llegado al pequeño pueblito en una moto se propagó rápidamente, porque ya para cuando el campamento estaba armado y la noche había caído, varias cabecitas de niños comenzaban a asomarse curiosos por el portón de la escuela.
     


     
    En pocos minutos éramos el centro de atención de varios niños que se acercaban tímidamente a ver a estos dos que venían de tan lejos. Hasta la madre de las cuatro niñas se acercó preocupada buscando a sus hijas que se habían instalado en la carpa y no querían saber nada con salir de allí.
     
    Como uno de los niños sabiamente nos advirtió, la noche fue bastante fría en el pueblito (que descubrimos que se llamaba Calacota Baja) y nos despertamos varias veces en mitad de la noche, tiritando.
     
    Más temprano de lo que hubiéramos querido, la pequeña Roxana se acercó a la carpa a despertarnos y a traernos con Kola Quina (una gaseosa de cola artesanal). Nos ayudó a desarmar campamento y después de dejarle un anillito y algunas hebillas de pelo de regalo, nos despedimos de ella quien nos saludó con su mano desde una esquina y con lágrimas en los ojos, hasta que tomamos la ruta nuevamente.
     
    Aquel encuentro con estas tres pequeñas me había dejado algo embobada y risueña, pero todo se esfumó cuando ingresamos a La Paz.
     


     
    Nos habían advertido de varias cosas en cuanto al comportamiento de las personas que conducían en aquella enorme ciudad y una tras otra, fueron sucediendo. La entrada a La Paz no es más que una ancha avenida de mano y contramano por la que transitan autos, camiones, motos, buses y combis. Los vendedores se pasean por entre los vehículos con sus mercaderías en un acto algo suicida, y nadie respeta ni una norma de tránsito.
     
    Y sobre todo hay algo que termina estresando por demás toda aquella situación: los bocinazos constantes. Los “pi-pi” no paran de sonar ni un momento y llega un punto que ya pierden el sentido inicial porque ya todos están tan acostumbrados a que suenen constantemente que nadie los toma como un sonido de advertencia.
     
    Las combis llenas de pasajeros se mandaban por CUALQUIER lado, mientras uno hombre colgado de la puerta abierta, con medio cuerpo afuera gritaba con cantito el destino de cada línea. Por segundos carriles inventados, pasaban combis tras combis a toda velocidad, inclinadas con la mitad del automóvil metida en la banquina de tierra. Y cuando querían ingresar al carril real directamente le daban un manotazo al volante y se metían. Nada de perder el tiempo con una luz de giro ni mucho menos voltearse para ver si, por esas casualidades, alguien viene detrás!! Cada vez que algo así sucedía Martin debía clavar con fuerza los frenos y yo me estampaba contra su espalda.
     
    Y los semáforos realmente están de adornos. Si uno se para en rojo, inmediatamente es aplastado por una ola de bocinazos y maldiciones de parte de los conductores, mientras te pegan el vehículo atrás amenazadoramente para que avances. Ahí reinaba la ley de la selva, el más grande tenía el poder.
     
    Nos atascamos en un enorme embotellamiento, ya que un camión le había arrancado todo el lateral a una combi, como si fuera una lata de sardinas. Un accidente que dadas las condiciones de tránsito que reinan en aquel lugar, debe ser habitual.
     
    Una vez que salimos de aquel atascamiento, la avenida se transformaba en una autopista que comenzaba a ascender por entre unos cerros, bordeaba una colina urbanizada hasta la copa y de repente aparecía La Paz ante nuestros ojos.
     


     
    Creo que es una de las ciudades más enormes que vi a lo largo de este tiempo y su dimensión me impresionó bastante. Desde aquella altura podíamos ver algunos manojos de edificios agrupados por aquí y por allá en lo que serían los puntos más céntrico de la ciudad, y luego todo, absolutamente todo hasta donde los ojos pudieran ver, estaba invadido de casas y casitas bajas que se aglomeraban una junto a la otra y ocupaban todo el valle, las pendientes de las sierras y sus cimas. TODO.
     
    Una vez que ingresamos a la ciudad propiamente dicha, el caos disminuyó bastante y fue mucho más tranquilo y organizado de lo que nos imaginábamos. Dimos varias vueltas hasta que finalmente nos topamos con un hostel construido en una edificación muy antigua (como todo allí) de varios pisos. Todas las paredes de las habitaciones servían de paño blanco para los viajeros que en un arranque artístico dejaban su huella…. Había dibujos y frases muy hippies.
     


     
    Para activar la circulación en nuestras piernas después de tantas horas sobre la moto, nos fuimos a dar una vuelta caída la tarde. Aun siendo una enorme e importante capital, La Paz conserva (quizás en minoría) esa imagen tradicional de Bolivia, con las mamitas fácilmente detectables por sus vestimentas y largas trenzas, los mercados populares y las ferias.
     


    Sus 800 mil habitantes invadían en ese momento las calles, retornando a sus hogares después de la jornada laboral y a medida que la noche caía las sierras comenzaban a iluminarse como un árbol de navidad.
     


     
    La urbanización de la ciudad es bastante peculiar, con anchos puentes que cruzan de lado a lado las autopistas, pero que continúan por encima de calles y sobre los cuales se elevan grandes edificios comerciales. La ciudad está establecida en varios niveles, sobre estos puentes y en las cimas de las sierras conformando lo que sería “El Alto” al cual se llega a través de diversas líneas de telesféricos.
     


     
    Entre tantos edificios céntricos y calles grises uno puede encontrar algunos recovecos llamativos y bonitos como una pequeña peatonal que estaba a pocas cuadras del hostel, del estilo colonial con las fachadas de las casas pintadas de llamativos colores.
     


     
    O la importante Plaza Murillo, ubicada en pleno centro de La Paz, plaza de cientos de años, testigo mudo de todo el crecimiento del país, y de los principales acontecimientos históricos de la ciudad.
     


     
    Una tarde tomamos una gran avenida principal céntrica, que me recordó mucho a las típicas avenidas del microcentro porteño, salvo que en esta ciudad se podía ver una enorme montaña nevada entre las columnas de edificios. Como dije antes, ahí reinaba la ley de la selva: Cruzar las calles era todo un riesgo y uno tenía que estar atento a los buses, las motos que pasaban por la banquina en contramano, la turba de personas que te arrastraba o te chocaba sin piedad. Una ciudad bastante… ciudad.
     


    Las benditas combis que eran mayoría entre los vehículos que circulaban por la ciudad, paraban donde querían, así atascaran todo el tránsito y por encima de los bocinazos se podía escuchar el grito de los hombres desde las ventanas de estos minibuses, haciendo que la gente corriera de un lado hacia otro buscando aquel que la llevara a destino.
     
    Cruzamos una zona universitaria y llegamos a un enorme parque verde situado en pleno corazón céntrico, rodeado de edificios. Dentro del parque había diversas áreas recreativas y hasta habían construido un pequeño estadio y un mercado de comidas.
     


     
    Dentro del mercadito, había varios puestos, desde donde morrudas mujeres cocinaban en grandes ollas, mientras te invitaban a los gritos a pasar. Largas tablas estaban dispuestas como mesas donde te sentabas donde había lugar, codeándote con algún otro comensal.
     
    Aunque desde Sucre era más selectiva con las comidas, probamos una comida típica de Bolivia, el famoso Pique macho, en aquel mercado. Con arroz, y papas (cosas infaltables en cualquier comida boliviana) junto con verduras y carnes salteadas, este plato era una mezcla variada de todos los sabores.
     


     
    Cruzando aquel parque y subiendo por unas pasarelas que se elevaban por encima de la ciudad, se llegaba a un parque infantil, donde la vista me recordaba a una maqueta, con los edificios prolijamente armados y las casitas a los lejos sobre las sierras, rellenando el paisaje.
     


     
    Sólo estuvimos un par de días en aquella bulliciosa y concurrida ciudad y para mí, ya había sido más que suficiente y ya estaba ansiosa de continuar nuestro camino. Lo que no sabía es que Martin tenía planeado hacer El Camino de la Muerte.
     
     
     
     
     
    Mira! :O
     
     
     
     
     


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  3. Ayelen
    Cuando salimos de Rio Grande corría un viento tan violento que estuvimos a punto de regresar, y postergar la salida. Las ráfagas producían un fuerte rugido ensordecedor mientras avanzábamos velozmente sobre la ruta que nos llevaría al pueblito de Tolhuin, y a pesar de estar resguardada detrás de la espalda de Martin, sentía el viento golpear contra el casco y debía hacer fuerza para mantener la cabeza erguida. La potente corriente de aire nos golpeaba de costado y cuando teníamos que pasar algún camión, Martin debía calcular bien la velocidad de la moto, porque si bien el camión nos resguardaba momentáneamente,cuando lográbamos adelantarnos, la fuerza del golpe era de tal magnitud que llegaba a correr la moto de carril. Por suerte, la carretera fue cambiando de dirección de manera que luego de algunos kilómetros, el viento comenzó a golpearnos desde atrás, y la situación mejoró notablemente.
    Creo que ese fue el primer tramo donde realmente comencé a sentir el verdadero frío de Tierra del Fuego. A pesar de llevar ropa cobijada, el viento helado se colaba y me llegaba casi hasta los huesos. En vano, trataba de encogerme sobre la moto, para intentar mantener el calor de mi cuerpo, mientras restregaba mis manos enguantadas. Afortunadamente, fueron sólo pocos kilómetros hasta la llegada a la entrada de Tolhuin. Un arco de madera con el nombre del pueblo nos daba la bienvenida, al costado de la ruta. A ambos lados del arco, se erguían dos extrañas figuras que representaban antiguos aborígenes de la zona, los Selk´nam, vestidos con típicos trajes de rituales, donde se destacaban enormes máscaras de troncos de árboles, en forma cónica, una imagen un poco lúgubre, realmente. Una ancha calle asfaltada ingresaba a la pequeña villa que se encontraba establecida en extrañas pendientes y comenzaban a verse pequeñas casillas y algunos negocios. El día estaba nublado, gris y fresco y sólo unas pocas personas se encontraban en ese momento en las calles, lo que le daba un aspecto un tanto triste y desolado al poblado.
    Siguiendo esa calle principal, pasamos una plaza, un hospital y una escuela y tomamos una empinada pendiente que desembocaba en el gran Lago Fagnano (o Lago Khami, como lo llamaban los selk´nam), en cuyas orillas se encontraba el camping en donde nos instalaríamos, un camping bastante extravagante, debo confesar. El lago de un precioso color azul, se abría inmensamente delante de nosotros y al otro lado se podía ver un cordón de gigantescas montañas, pertenecientes a la cordillera Argentina.

    Lago Fagnano
    Un simpático hombrecillo de canosos bigotes corrió a nuestro encuentro al vernos ingresar. Su nombre era Roberto, y era el dueño del camping Hain. Lo primero que nos llamó la atención al ingresar al llano terreno, fueron unas estructuras cónicas de madera, armadas sobre el césped. Luego supimos que estaban construidas para armar la carpa dentro de ellas, porque el viento en aquella zona, sobre todo al lado del lago, era bastante intenso. También había en el camping una pequeña casilla de madera, con unas rústicas mesas y lo más importante: una agradable estufa a leña de la cual no me separé en todo el día.

    Chozas de madera para construir dentro las carpas
    Roberto había levantado cada una de esas construcciones con sus propias manos, con la particularidad de haberlo hecho reciclando cada extraño objeto que encontraba, o que los temporales visitantes del camping le dejaban. Así, podían verse molinos de vientos, muñecos o ciertas esculturas extrañas dispersas en todo el terreno.

    El Camping Hain
    Luego de armar la carpa dentro de estas estructuras piramidales de madera que resultarían ser una gran idea, nos fuimos directo a la casilla donde Roberto ya nos había prendido la estufa. Al ingresar, noté inmediatamente que ese pequeño lugar era lo más especial de todo el camping: como si de una tradición se tratase, cada viajante que había pasado por allí, dejaba su inscripción en un trozo de leña, y lo clavaba a las paredes.

    El refugio del Camping
    Así, las cuatro paredes de aquella pequeña casilla y hasta el techo, se encontraban completamente recubiertas de tablas y tablitas con diferentes leyendas en decenas de idiomas. Aquel lugar parecía más bien un rústico santuario donde cada visitante dejaba su huella. Uno podía leer pequeñas frases con algún tinte poético, o los nombres de viajeros que habían llegado al camping, ya sea caminando, en bicicleta, de a grupo, solos, en pareja, de países latinoamericanos y de Europa.

    Los mensajes de los viajantes
    Esa noche, a pesar de dormir dentro de una de esas chozas de madera, con una buena carpa con buena aislación térmica y con bolsas de dormir diseñadas para temperaturas extremas, pasamos bastante frio, pero debíamos resignarnos a ello, si queríamos seguir viajando hacia el extremo sur del país. A la mañana siguiente Roberto nos habló de una caminata que iniciaba cerca del camping y que costeaba una laguna, llamada Laguna Negra, dentro de la Reserva que lleva el mismo nombre. Nos aconsejó que fuéramos hasta el final del recorrido, donde nos encontraríamos con los grandes diques de troncos construidos por castores. Como ya imaginarán, con sólo escuchar que podríamos ver castores, ya estaba arrastrando a Martin hacia la caminata.
    Antes de salir, Roberto nos sugirió que, para ver aparecer estos grandes roedores, destruyéramos maliciosamente alguno de sus diques, quitándole uno o dos troncos. Confieso que me pareció una idea terrible, y que no creí absolutamente para nada que haciendo esto, pudiéramos ver alguno de estos animales. Sin embargo, emprendimos el trekking, caminando por la empedrada orilla del lago Fagnano, hasta llegar al cartel que indicaba el comienzo de la Reserva Laguna Negra. El día estaba bastante fresco y corría un helado viento, pero al menos, para nuestro alivio, había salido el sol ese mediodía.

    Reserva Laguna Negra
    Un débil sendero de tierra ingresaba en un extenso bosque de lengas y ñires, delgados y altos árboles con sus copas de un verde claro que se elevaban desde el suelo formando un intrincado laberinto. De sus ramas colgaban barbas de líquenes que se mecían débilmente cuando soplaba el viento.

    Barbas de líquenes
    El sendero comenzaba bordeando un barranco, donde de un lado se extendía este bosque, y del otro se podía ver la Laguna Negra, entendiéndose hasta las montañas que se alzaban a lo lejos.

    Laguna Negra
    El camino continuaba rodeando grandes extensiones de turbas, que son profundos depósitos de musgo. Debido al clima frio, y a la falta de ciertas bacterias, los restos vegetales no terminan de descomponerse del todo en esa zona, y se convierten en una gran “esponja” que se ha ido acumulando a lo largo de miles de años, algunos llegando a medir hasta diez metros de profundidad. Les puedo asegurar que caminar sobre las turbas es un tanto desagradable. El pie se hunde con cada paso, y brota agua, por lo que uno termina mojándose, no es una sensación muy agradable.

    Depósitos de Turba
    Atravesamos parte del bosque, deteniéndonos cada tanto a sacar fotos, o simplemente a contemplar la tranquilidad y el silencio de aquel lugar, cortado sólo por el silbido del viento que soplaba por entre los árboles.

    Bosque de lengas y ñires
    Cruzamos arroyos y un frágil puente de madera hasta que finalmente llegamos a los grandes estanques formados por las castoreras. Estas sólidas construcciones, formadas por cientos de ramas y troncos, prolijamente roídos y colocados por estos laboriosos animales, cortaban el paso del agua de costa a costa, generando inmensas lagunas, que terminaban inundando las zonas aledañas. Mientras el camino ascendía por entre el bosque, al costado íbamos viendo estos estanques, formados a diferentes alturas, como en escalera y contenidos por estos robustos diques.

    Castoreras
    La verdad es que, a pesar de que amo estos y todos los animales, el paisaje no era muy alentador, porque las inundaciones afectaban visiblemente aquellos bosques nativos. Debido a la “gran” idea de un ser humano, el castor (que no es un animal autóctono de Argentina) fue introducido, y al no tener un depredador, se ha ido reproduciendo descontroladamente y sus inmensas construcciones generan mucho daño al ecosistema de esa zona.

    Parte del bosque nativo inundado
    Aun así, no podíamos dejar de asombrarnos de estas grandes castoreras, que eran tan sólidas que uno podía pararse encima tranquilamente. Lamentablemente, a pesar de ir lentamente, intentando no hacer ruido y atentos, no vimos ningún castor en las proximidades. Llegamos al final del recorrido y decidimos volver, bastante decepcionados. Martin insistía en hacerle caso a Roberto, y quitar algunos troncos de una de las castoreras, pero yo me negaba. Me parecía una idea absurda y hasta llegué a burlarme de él, diciéndole que los castores no iban a aparecer solo por eso.
    Cuando finalmente me rendí y accedí a la idea, me senté cerca de la orilla de uno de estos estanques, ofuscada y suponiendo que íbamos a estar largo rato allí esperando para nada, mientras Martin caminó haciendo equilibrio sobre la castorera más cercana, y quitó un par de troncos de la misma. Un pequeñísimo hilo de agua comenzó a correr por encima de la construcción y Martin volvió corriendo a mi lado, ansioso. Abrí la boca para decirle que no se ilusionara, en el mismo momento en que mis ojos divisaron una pequeña cabeza flotando por sobre el agua, nadando hacia nuestra dirección. Mi sorpresa fue tal, que no me salían las palabras! Efectivamente como había dicho Roberto, allí venia nadando un castor.

    Y apareció el castor
    Nos quedamos inmóviles y completamente sorprendidos, mientras aquel bello animal con su extravagante cola plana aparecía flotando lentamente a escasos metros nuestros. El castor observó la pérdida y permaneció algunos minutos, cortando algunas ramitas que flotaban a su lado. Obviamente le saqué miles de fotos en todos los ángulos posibles y lo filmé mientras memorizaba la gran lección de nunca más subestimar los consejos de un pueblerino.

    Hermoso castor
    Cuando el pequeño animalito dio por terminada su tarea, emprendió la marcha y nosotros también. El sol ya comenzaba a ocultarse, y la temperatura descendía rápidamente, por lo que nos apresuramos a volver al refugio a prender la estufa a leña, aunque nuestra emoción era tal por haber visto aquel animal tan extraño para la fauna nativa de argentina, que ni siquiera notamos el frío.

    Volviendo de la Reserva
    Habíamos decidido partir al día siguiente del pueblo de Tolhuin para llegar a Ushuaia, pero la mañana siguiente nos esperaba con un clima extremadamente frío y fuertes vientos. Sabiendo que sobre la moto eso significaba mucho sufrimiento, nos quedamos un día más en el camping Hain. Aprovechamos el día para recorrer el lago Fagnano hacia el otro extremo que no habíamos visitado aún.
    Caminamos por la costa cubiertas de pequeñas piedras de distintas formas, tamaños y colores, y junté algunas que me llevaría de recuerdo. El viento que corría provocaba un peculiar oleaje en el agua, pero aun así, el paisaje frente nuestro era bellísimo. El lago con su cristalino color azul se extendía hasta el horizonte, donde se alzaba la imponente cordillera, cortando el cielo celeste.

    Bellísimo paisaje del Lago Fagnano
    Nos llamó la atención ver a lo lejos, sobre el lago, una extensa y espesa neblina que se dirigía lentamente hacia la costa, pero restándole importancia, continuamos nuestro paseo. Caminamos largo trecho, hasta llegar a un altísimo risco, donde terminaba la playa empedrada, y al que bordeamos hasta llegar a una pequeña cascadita.

    Cascadita
    Al emprender el regreso al camping, esa extraña bruma que veíamos acercándose sobre el lago, llegó hasta nosotros, y comprendimos que no era ni más ni menos que viento. El viento más poderoso que sentí en mi vida.
    Caminar esos metros con esas ráfagas en contra fue realmente exhaustivo. Jamás había imaginado que el viento podía soplar tanto! Avanzábamos casi empujando el ventarrón a cada paso, que no cesaba ni un segundo en soplar, y hasta era difícil respirar porque se sentía exactamente como una pesada manta que te cubría toda la cara. Cuando logramos llegar al refugio, casi riéndonos de la extraña situación que acabábamos de pasar, sentía el cuerpo totalmente cansado, y estaba completamente asombrada…nunca me voy a olvidar de ese momento.
    Luego de esos días en Tolhuin, y con una mañana un poco más despejada, decidimos desarmar campamento y por fin, emprender los últimos kilómetros que nos separaban de nuestra gran y principal meta: Ushuaia, la ciudad más austral del mundo. Para llegar debíamos atravesar un camino de montañas, el Paso Garibaldi y yo ya me estaba preparando para pasar frío. Antes de marcharnos y de saludar y agradecer a Roberto por la estadía, siguiendo la tradición de los viajeros, buscamos una leña cortada, escribimos nuestros nombres, la fecha y la clavamos en una de las paredes del refugio, como símbolo de nuestro pasar por aquel lugar tan mágico.

    Nuestra huella
    Cuando tomamos nuevamente la ruta hacia Ushuaia, estábamos ansiosos, algo nerviosos y sobre todo felices… pero lamentablemente, nada nos prepararía para el desafortunado inconveniente que sufriríamos con la moto, sólo unos pocos kilómetros más adelante.
  4. Ayelen
    El clima no nos estaba acompañando desde nuestro arribo al país de las iguanas, pero de todas formas, aquel cielo completamente gris y blancuzco no disminuía en nada la temperatura. El calor pesado comenzaba a hacerse sentir en esta etapa del viaje.
     
    Habíamos dejado atrás Puerto López y luego de una rápida visita a la Playa Los Frailes considerada una de las más bonitas de la región, nos dirigimos a otra playa famosa de la costa ecuatoriana: el pequeño poblado de Mompiche.
     
    La Ruta del Sol o La Ruta del Spondylus como ya les mencioné antes, es una de las más conocidas y turísticas de Ecuador, ya que recorre toda la costa del Pacífico, conectando los pueblos y ciudades marítimas más importantes.
     
    Es una carretera completamente fascinante. En tramos recorre kilómetros y kilómetros de densa jungla que se amontona como dos murallas verdes a los costados del camino, cerrándote la visión. Lianas, palmeras y helechos por doquier tapizan desprolijamente los montes ecuatorianos. Y de repente y sin aviso, te encontrás con que el paisaje se abre inmensamente cuando la carretera se desvía hacia la costa. En esos trechos, la selva quedaba a un lado y hacia el otro, el inmenso mar que rugía con fuerzas contra la costa nos acompañaba durante el viaje.
     


     
    A sólo unos 370 km de Puerto López, al costado de la Ruta del Spondylus, se abría un sencillo camino que se internaba por entre la vegetación, en dirección al Pacífico, donde un cartel indicaba el ingreso a Mompiche. Con algo de recelo, tomamos aquel desvío y, efectivamente, en sólo unos pocos minutos, arribábamos al poblado, seguidos por la mirada curiosa de los pueblerinos.
     
    Pequeñísimo y súper sencillo, Mompiche parecía salido de alguna película sombría de Hollywood. Allí debía haber no más de 100 casitas o chocitas construidas en bambú o madera con techo de paja, distribuidas en pocas manzanas sobre la rivera del mar. Callecitas de arena trazadas sin ninguna cuadrícula se abrían desprolijamente por entre las cabañas y terminaban sobre una construcción, tipo rompeolas, hecha con rocas y hormigón, que separaba el poblado del mar y lo protegía de las altas mareas.
     


    Algunas casitas sobre las playas de Mompiche
     
    El camino que tomamos para ingresar se convertía en una especie de avenida principal ancha dentro del poblado, rodeada de algunos hospedajes y sitios para comer, y finalizaba en la costa.
     
    Como no podía ser de otra forma, el día estaba nublado y cerca del mar soplaba una brisa refrescante. Con el estómago crujiendo, antes de buscar hospedaje almorzamos en un restaurante al final de la calle principal. El menú económico incluía (sin falta) arroz y papas. Si pretenden viajar por Suramérica y alimentarse barato, sólo espero que les guste el arroz y las papas… y el pollo. Aunque en este caso, estando en un poblado cuya actividad económica principal es la pesca, obviamente en mi plato reposaba una buena rebanada de algún tipo de pescado.
     
    Desde nuestra mesa teníamos una vista panorámica de toda la costa de Mompiche. Se veía tan tranquila y desolada. Probablemente el día no era el ideal para tomar sol, por lo que aquel paisaje se veía bastante inhóspito, a pesar de que, luego, descubriríamos muchos turistas parando en el pueblo.
     


     
    Sólo unas cuantas embarcaciones reposaban sobre la costa, donde los pescadores acomodaban sus redes y anclas, realmente no supe distinguir si volvían o se preparaban para embarcar. Y todo este contexto rodeado de una espesa vegetación selvática que nacía justo detrás del pueblo y llegaba hasta la costa en acantilados.
     


     
    Terminamos instalándonos en un pequeño camping que, sinceramente, sólo era el patio delantero de una sencilla familia. Un poco más apretujados de lo que hubiera deseado, pero un buen lugar para armar la carpa, al fin y al cabo. Para colmo, hacia la tarde unos negros nubarrones se formaron sobre la playa y una tenue llovizna comenzó a caer desde el cielo. Para esa hora entendimos la practicidad de aquella muralla de hormigón porque la marea crece muy rápido en Mompiche y donde antes podíamos ver varios metros de arena blanca, ahora todo estaba cubierto por el mar.
     
    Al día siguiente, el cielo seguía cubierto, pero al menos no llovía. Así que, nos cargamos algunas cosas y, mochila en hombro, salimos a caminar por las playas de Mompiche. Por entre las pesadas nubles blancas que cubrían el cielo, cada tanto se colaba un tenue rayo de sol que nos mostraba un mar de un color esmeralda paradisíaco.
     


     
    Desde la avenida principal hacia la derecha, la playa se continuaba solitaria cercada por el muro de piedras, desde donde el cual nacía el pueblo con algunos restaurantes y posadas. Hacia la izquierda seguía varios metros hasta que era cerrada por un acantilado cubierto de vegetación. Nos dirigimos lentamente hacia allí, donde parecía más tranquilo.
     
    Debimos atravesar una gran cantidad de botes y embarcaciones sobre un trecho de la playa, donde los pescadores preparaban sus redes para adentrarse no sé cuántos metros hacia el mar. Varios perros buscaban entre los botes algunos restos de pescados desechados que pudieran servir para llenar sus estómagos, mientras que enormes pelicanos y hábiles gaviotas competían por lo mismo.
     


     
    Llegamos hasta donde finalizaba la playa. Más allá se podía continuar atravesando grandes rocas y piletones naturales. El mar estaba completamente planchado, como solemos decir. Esto significa que no había casi olas… parecía una piscina! Corrimos al agua en busca de un buen chapuzón refrescante y disfrutamos de las aguas templadas de Ecuador. Hasta tomé algunas clases de natación con Martin, aprovechando la inusual calma del mar.
     


     
    El sol apenas se dejó ver durante el resto de la tarde, pero aquel lugar es fantástico aun en días nublados. Algunos surfers se internaban en busca de olas pequeñas que les sirvieran para practicar, mientras veíamos a lo lejos los botes pesqueros alejarse hacia el horizonte.
     


     
    Hacia la noche, el pueblo apenas se iluminaba con algunos faroles sobre las calles y desde los negocios de comidas ya comenzaba a sentirse el típico aroma a fritura y pescado. Aquella noche sólo comimos unas porciones de famosas “salchipapas” un plato (o comida chatarra) más bien típico de Perú, que claramente no es más que salchichas y papas fritas…. Bien saludable.
     
    Mientras paseábamos por las callecitas de arena de Mompiche, recuerdo que un tumulto de gente y algo de exaltación llamó mi atención. Una niña sostenía en sus manos una enorme langosta que algún pescador había atrapado con sus redes. Pobre bicho.
     


     
    Un argentino que conocimos en el camping nos habló de unas playas que sólo se encontraban a pocos kilómetros de Mompiche, famosas por su arena negra. También nos comentó de una isla ubicada cerca de allí donde un grupo de personas trabajaban en el rescate de tortugas marinas. Completamente entusiasmados con estos nuevos destinos, nos fuimos a dormir. Mientras nos acomodábamos en la carpa esa misma noche, un inusual intruso con sus grandes pinzas trató de escabullirse dentro! Ya se nos habían metido varios insectos, algunos gatos y hasta perros habían intentado colarse a la tienda…pero jamás imaginé que un cangrejo quisiera dormir con nosotros.
     


    El pequeño intruso, agarrado in fraganti intentando entrar a la carpa!
     
    Al día siguiente tomamos el camino que nos había indicado el argentino para llegar a las playas negras. Debíamos caminar sobre la costa principal de Mompiche hasta el punto donde habíamos parado el día siguiente y tomar un camino que se abría paso por entre la vegetación.
     
    Atravesamos la jungla plagada de molestos mosquitos (nota mental: NUNCA olvidarse de repelente en estos lugares). Recorrimos algunos metros hasta que dejamos de escuchar el rugir del mar y sólo percibíamos nuestros pasos chapoteando en aquella mezcla de arena y barro que era el camino.
     


     
    El canto de algunos grillos, el débil piar de algunos pajaritos y luego un silencio abismal mientras atravesábamos la selva. El camino se desviaba finalmente hacia la ruta, por lo que había que costear un largo trecho la carretera hasta que llegábamos a la entrada de una cantera. Unas enormes maquinas cortaban el paso, pero ya nos habían informado que podíamos atravesar el camino.
     


     
    Cruzamos una gran planicie donde se acumulaban montañas y montañas de tierra oscura que probablemente aquellas maquinas hubieran juntado y el camino terminaba en un alto barranco. Desde allí tuvimos la primera visión de El Ostional como llaman a la playa negra. Desde aquella altura admito que no advertí nada diferente, aquella era otra playa más.
     
    Bajamos por un empinado caminito. Caminamos, caminamos y sudamos, hasta que finalmente llegamos a la playa negra.
     
    Allí el mar estaba un poco más bravo, con grandes olas. De hecho unos chicos (los típicos surfistas) llegaron detrás de nosotros con sus grandes tablas en busca de grandes olas. Sin embargo ahí la atracción principal no era el mar, si no la arena. Arena negra, con matices más claros sobre la orilla que bañaba el mar y más oscura hacia donde nacía la vegetación.
     


     
    Caminamos descalzos disfrutando la sensación de esta arena suave, de granos más finos que, en realidad, es producto de la erosión de rocas volcánicas. La arena blanca se encuentra formada por diminutos trocitos de conchas y crustáceos marinos, pero allí la arena no era de origen orgánico.
     


     
    Completamente solos en aquel lugar tan extraño (a excepción de los surfers), buscamos un sitio donde acomodar nuestras cosas y disfrutamos de un almuerzo a base de sándwiches, nuestro alimento principal en todo el viaje.
     


     
    Inmediatamente me llamó la atención ver pequeñas manchas azules sobre la arena, como cordones sinuosos a lo largo de toda la playa. Al inspeccionar mejor, descubrí que eras pequeñas medusas, de tentáculos azules que no me animé mucho a tocar porque ya he tenido malas experiencias con medusas de pequeña como para agregarle un condimento a mi pánico al agua. (De hecho, menos mal que no lo hice, ya que investigando por la red descubrí que, al parecer, eran pequeños ejemplares de la medusa azul Fragata Azul, cuya picadura puede provocar graves lesiones)
     


     
    Pero, sin lugar a duda, los personajes más divertidos que aparecieron en la playa fueron los cangrejos ermitaños. Estos pequeñitos que utilizan conchas de caparazones vacíos como hogar comenzaron a aparecer de a montones, escabulléndose a toda prisa hacia un lugar más seguro y alejados de nosotros.
     


     
    Nos entretuvimos durante la tarde haciéndonos baños de arena negra (es difícil quitarla después) y persiguiendo cangrejos anaranjados que salían de sus escondites y corrían a toda velocidad por la playa.
     


     
    Para la caída del sol, un bote pesquero llegó desde el mar arrastrando una enorme red. Varios pescadores aparecieron en ese momento en la playa y ayudaron a la embarcación a subir a la playa y a sacar la pesada red del mar.
     


     
    Al regresar a Mompiche, atravesando nuevamente la jungla, y como aún teníamos luz del día, decidimos adentrarnos más en la playa principal, por aquel sector de rocas y piletones naturales.
     
    Saltando inmensos peñascos cubiertas de corales y metiendo los pies en los cálidos piletones (con cuidado de no pisar los cangrejitos que asomaban cautelosos desde sus escondites), llegamos hasta el final de la playa donde un gran risco cubierto de árboles y jungla impedía seguir avanzando.
     


     
    Sobre la irregular pared rocosa del acantilado que nacía enfrente de nosotros y sobre las ramas de los árboles que se asomaban en altura, toda una gran y bulliciosa familia de piqueros patiazul descansaba y disfrutaba de los últimos rayos de luz del día.
     


     
    Entre estas aves de llamativas patas celestes que resaltaban sobre el fondo gris del acantilado, también descubrimos algunas fragatas que por primera vez veía descansando en alguna rama y no alto en el cielo, planeando con sus enormes alas abiertas y esa figura típica y oscura que forman al planear.
     


     
    Volvimos al camping cuando la marea empezó a subir y apuramos el paso porque no tenía ninguna intención de quedarme atrapada en aquel sitio con el agua hasta el cuello. Aquella noche preparamos una sencilla cena y aprontamos todas las cosas para poder partir rápido a la mañana siguiente. Mompiche había sido una gran parada dentro de las costas de Ecuador, pero la verdad era que no podía pensar en otra cosa que no fueran las tortugas de Portete que iríamos a visitar el día siguiente.
     


     
     
     
     
     
    Más fotos sobre este lugar tan especial con sus arnas negras, en Mompiche
     
     
     
     
     
     
     
    jejeje! son muy simpáticos
     

     
     
     
     
     


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  5. Ayelen
    Desde que era pequeña me gustaron mucho, mucho los animales, a decir verdad son mi gran pasión. Cursé unos tres años la carrera de Ciencias Veterinarias y luego me aboqué de lleno a estudiar Biología con orientación en Zoología, trabajé como voluntaria en el Zoológico de mi ciudad, La Plata, y también en algunas veterinarias. Por eso, cuando llegamos a la ciudad de Puerto Madryn, esa tarde, no podía controlar mi emoción. La fauna marítima de ese lugar es única y estaba ansiosa por visitar todos sus puntos de avistaje.
    La entrada a la ciudad es hermosa. La carretera comienza a descender en una gran curva, atravesando la estepa y la ciudad emerge en el horizonte con sus grandes edificios, en el medio de aquel desierto patagónico. Puerto Madryn es una ciudad preciosa, su calle principal se extiende a lo largo de toda la costa y cuenta con diferentes comercios, mayormente dedicados al turismo. Tiene algo especial que la diferencia de otras ciudades costeras que conocía.

    Las playas de Puerto Madryn
    Fuimos directo a conocer las playas. No estamos viajando en temporada de mayor auge turístico, por lo que tenemos a nuestro favor encontrar estas zonas bastante tranquilas y no tan pobladas, además el clima estaba bastante fresco, así que las playas estaban vacías. Unos siete metros de arena blanca y luego, el imponente mar azul. Permanecimos varios minutos en silencio, sólo contemplando ese paisaje digno de una postal, que nos daba la bienvenida.

    Planeábamos acampar, por lo que terminamos en un camping que queda en un extremo de la ciudad, bastante alejado del centro, pero que nos aseguraban conexión wifi, algo infaltable para que Martin pudiera trabajar. Armamos por segunda vez la carpa, y sin más, salimos a recorrer los alrededores de esa zona. La calle principal ascendía hasta ese extremo, donde se alzaba un gran monumento, y varios chicos aún disfrutaban los últimos rayos de sol con sus patinetas y rollers, aprovechando la inclinación de la calzada. Vimos el atardecer desde ese privilegiado punto alto de la ciudad. A medida que el sol se escondía, las luces de todo Puerto Madryn comenzaban a encenderse, y se reflejaban en el mar… fue un espectáculo hermoso.

    El atardecer
    A la mañana siguiente, tuve mi momento personal ya que Martin se quedó trabajando, así que recorrí toda la costanera desde el camping hasta el centro de la ciudad. En el cielo no se veía ni una sola nube, estaba completamente celeste y el sol radiante, aunque corría un poco de viento fresco que te obligaba a usar una campera.
    Llegué a la playa, me saqué las zapatillas y enterré mis pies en la cálida arena. Me tomé un momento para tirarme en la orilla y quedarme sola ahí, ya que no había nadie, mirando perdida el horizonte azul, casi sin poder creer que estaba ahí, y sin poder creer lo que había comenzado a vivir. Hacia menos de una semana que había dejado atrás prácticamente toda mi vida, no sabía cuánto tiempo iba a estar viajando, a dónde iría y mucho menos qué haría cuando regresara, pero aun así nada de eso lograba opacar la felicidad y emoción que sentía de estar ahí, en ese preciso momento.

    Caminé sin rumbo fijo durante largo tiempo, por la orilla del mar, desde un gran muelle situado en el centro, esquivando los manojos de algas que llegaban a la orilla arrastrados por la corriente, sacando fotos a pequeños tesoros que iba encontrando (una pinza de cangrejo, una alfombra de caracoles pequeños de varios colores, una pareja de gaviotas) y jugando con perros vagabundos corriendo en la orilla.

    Caracoles de colores!
    Horas más tarde, después de disfrutar esa tarde de soledad, me reencontré con Martin que, por el contrario, no había tenido un buen día porque el wifi no estaba andando bien como esperábamos. Esa noche, decidimos hacer algo diferente, y fuimos a cenar a la playa. Nos internamos en la oscuridad, guiados con una linterna, y nos acobijamos del viento bajo un árbol que crecía a unos metros de la orilla. Encendimos el mechero portátil que llevamos, y nos cocinamos unos fideos a la luz de la luna… todo muy romántico jejeje!
    A la mañana siguiente fuimos en busca de un hostel, porque era necesario tener acceso fácil a internet. Aprovechamos a recorrer el centro de la ciudad, colmado de propuestas turísticas, sobretodo de empresas de excursiones, que ofrecían travesías para ver lobos marinos, elefantes marinos, pingüinos y toda la fauna que habita en el lugar. Pero la vedad es que los precios excedían de nuestro presupuesto, así que lo dejamos pasar. Luego de algunas consultas en varios hospedajes que no terminaban de convencernos, llegamos al Hostel Yuliana. Yo, que venía con mi mala experiencia del hostel anterior en Bahía Blanca, realmente llegué al lugar muy escéptica, pero mi postura cambió en cuestión de segundos. El hostel contaba con un amplio living comedor, de grandes ventanales con prolijas mesas, un televisor de uso común y dos habitaciones grandes con 5 camas cucheta dispuestas ordenadamente. El lugar estaba buenísimo, nos recibieron muy bien y aprendí que los hostel en verdad pueden ser lugares geniales para hospedarse.
    Más tarde, ese mismo día, nos fuimos con la moto a recorrer las playas más alejadas. Bajamos por unos médanos y nos quedamos el resto de la tarde descansando en la arena. Martin hasta se animó a meterse al agua y tanto insistió que terminé acompañándolo… el agua estaba he-la-da!

    Llanura patagónica, en las afueras de la ciudad
    Para mi gran lamento, no llegamos en el momento justo para el avistaje de ballenas. La ballena franca austral llega a la costa de Puerto Madryn en mayo, iniciando su etapa de reproducción y cría. Entre septiembre y octubre se pueden ver a las hembras con sus crías, pero ya para diciembre, las ballenas migran nuevamente. Sé que es un gran espectáculo verlas, pero tendría que quedar pendiente para una segunda visita. De todas formas, el tercer día de nuestra estadía en Puerto Madryn, visitamos la Península de Valdés.

    Camino a la Península de Valdés
    Para llegar a la Península de Valdés hay que dejar atrás la ciudad, y recorrer unos 80 km de pura Patagonia, con el espejo de mar de lejos, hasta encontrarse con la entrada a la península. Obviamente tuvimos que pagar una tarifa para ingresar, cosa que genera cierta antipatía en mí, ya que considero que estas reservas naturales deberían ser abiertas y gratuitas a todo el público. Una vez allí, el paisaje que teníamos adelante era realmente hermoso. El camino, ahora de ripio, iba atravesando la llanura pampeana, con sus colores verdes, amarillo y marrón, que contrastaban con el azul intenso del atlántico. Al recorrer unos pocos kilómetros, nos cruzamos con un edificio de información, donde se podía recorrer un pequeño museo con afiches explicativos de la fauna de la zona, y solicitar un mapa de la reserva. Kilómetros más adelante, llegábamos a Punta Pirámides, área de lobos marinos de un pelo. Seguimos las instrucciones del camino aun de ripio, hasta llegar a un llano donde dejamos la moto, y caminamos unos 20 metros hasta el final de un alto risco, limitado por vallas. Desde allí arriba, se podía observar varios metros abajo, una amplia plataforma de roca que daba al mar, donde descansaban los lobos marinos. En ese mirador soplaba un viento muy fuerte, pero eso no impidió que sacara cientos y cientos de fotos a esos bellos animales.

    La mayoría de los lobos se agrupaban para tomar el solecito, plácidamente sobre la costa, con algunas posturas realmente extravagantes, mientras que unos pocos se encontraban nadando en el mar. Había muchas crías que se comunicaban con sus madres a través de unos extraños y fuertes gritos roncos. Son animales realmente hermosos con su pelaje de diversas tonalidades de marrones, brillando al sol y sus largos bigotes… no me alcanzaban los ojos y no me podía despegar de la cámara!

    Lobos marinos
    Después de varios minutos de sacar fotos y observar cada movimiento de esos grandes animales, seguimos camino hacia Puerto Pirámide, la única población dentro de la península. Es un poblado poco extenso, de 500 habitantes, con una gran calle principal que finaliza en una amplia playa.
    Almorzamos ahí, tarea que se nos complicó bastante, porque el viento soplaba muy fuerte, así que los sándwiches terminaron condimentados con arena, y luego, deambulamos lentamente al costado de la orilla, y continuamos más allá, donde la arena terminaba y comenzaba la superficie rocosa. Se formaban algunos estanques, en las depresiones de las rocas, donde se veían cangrejitos blancos y pequeñas ostras oscuras, aglomeradas en el fondo. El agua era increíblemente transparente, podíamos ver perfectamente el fondo de arena, y la gran profundidad en algunos lugares, y más allá, hacia el horizonte, el agua se veía de un hermosos azul intenso. A pesar del viento, nos animamos a meternos al mar, aprovechando esos estanques de agua artificiales que se formaban en el suelo de roca, aunque sinceramente no duré mucho en ella, porque estaba helada y por mi absurdo temor a que algún cangrejito se me prendiera del pie! El viento soplaba cada vez más fuerte (volviéndose algo realmente molesto), y la tarde iba cayendo cuando emprendimos el regreso al hostel.

    Puerto Pirámide
    La verdad es que queríamos quedarnos más días para terminar de recorrer toda la gran península y disfrutar de las bellas playas de la ciudad, pero aun nos quedaban muchos kilómetros por delante hasta llegar a Tierra del Fuego, y la inminente llegada del otoño nos obligaba a apurarnos si queríamos evitar la temporada fría en el sur. Así que luego de esos cuatro días disfrutando de esta bella ciudad, y luego de despedirnos de su mar azul, cargamos nuevamente la moto y emprendimos otra vez el viaje por la ruta 3.

    Más fotos de Puerto Madyn en mi álbum:
     
  6. Ayelen
    Una de las grandes ventajas que tenemos Martin y yo en este viaje, es que contamos con todo el tiempo del mundo Como no tenemos una fecha de regreso establecida, tenemos la libertad de viajar tranquilos, sin apuro y de poder recorrer todos los lugares que tengamos ganas de conocer. Es por esto que un día surgió la idea de conocer Las Cataratas de Iguazú, un increíble lugar al este de mi país, en la parte selvática que, obviamente, no podíamos dejar de visitar. Claro que esto implicaba atravesar toda la Argentina a lo ancho, porque estábamos exactamente en el extremo opuesto. En el camino pasamos por varias provincias, pero sin lugar a duda, aquella que más nos cautivó fue la provincia de Corrientes.
    Una de las cosas que me motivó a salir de viaje fue sentirme realmente atrapada en una burbujita mientras existía todo un mundo a mi alrededor que desconocía por completo, y eso mismo me pasó con esta provincia. Nunca pensé en Corrientes como una provincia muy relevante… pero que equivocada que estaba! Sus paisajes y su absoluta paz nos cautivaron tanto que permanecimos varias semanas recorriéndola.
    Llegamos a la capital de Corrientes, que lleva su mismo nombre, a través de un enorme y macizo puente de gruesas columnas que cruza todo el ancho del enorme Rio Paraná desde la provincia de Chaco. Arribamos una tarde con un nublado cielo amenazante sobre nosotros (raro, no?) pero nos encontramos con una ciudad tan linda que nuestro ánimo no se derrumbó por el mal clima.

    Encontramos un club de pesca situado a orillas del Rio Paraná y allí armamos campamento. La idea era pasar solo una noche y continuar viaje al día siguiente, pero al final terminamos quedándonos allí unos 3 días porque el lugar es hermoso. Además, para mejorar nuestros ánimos, al día siguiente el cielo mostraba un cálido sol, así que luego de tantos meses de frío era momento de disfrutar de un poco de calor.

    Recorrimos la costanera de la ciudad de Corrientes que bordea el inmenso río y paseamos por sus calles, pero la verdad es que la mayor parte del tiempo nos quedamos en aquel tranquilo lugar verde, simplemente disfrutando de la naturaleza, y fotografiando aves (mi mayor hobbie).

    La segunda noche allí, decidimos ir al cine. Cuando vivíamos en nuestra ciudad, La Plata, teníamos la costumbre de ir al cine cada tanto y, aunque suene un poco banal lo que voy a decirles, aquel sencillo gesto de hacer algo que antes era rutinario para nosotros, fue todo momento que valoramos y disfrutamos después de tantos meses fuera de nuestras costumbres
    Durante nuestra breve estadía en la ciudad de Corrientes, muchas personas con las que hablamos nos recomendaron un lugar que parecía tener todo lo que buscábamos: Paso de La Patria era el lugar de las playas, la tranquilidad y naturaleza.
    A través de la Ruta 9, solo tuvimos que recorrer unos pocos 35 kilómetros, hasta que pudimos ver la indicación de la supuesta entrada hacia el poblado de Paso de La Patria. Tomamos aquel camino de tierra y comenzamos a travesar grandes hectáreas de campos verdes. Preguntamos un par de veces a algunos pobladores que nos cruzábamos si estábamos bien encaminados, porque aquel desértico camino nos desconcertó un poco. Pero aún así, luego de algunos kilómetros, comenzamos a ver algunas casitas y finalmente llegamos a una zona más residencial situada exactamente sobre las costas del rio.
    Como nos habían indicado, en aquella localidad reinaba la paz. Más tarde supimos que en realidad nos habíamos equivocado de camino e ingresamos por la vieja entrada, pero fue lo mejor, porque de esta manera llegamos a una punta del poblado, mucho más tranquila y donde solamente había casas de veraneo.

    Armamos carpa sobre la tibia arena, a escasos metros del río y eso realmente fue el paraíso. Los atardeceres en aquel lugar son únicos. El sol escondiéndose tras el horizonte del Rio Paraná, coloreando el cielo de tonos rojizos, mientras se escuchaban los últimos cantos del día de los pajaritos… era un regalo único de la naturaleza.

    A lo largo de toda la playa se pueden descubrir algunos barcitos y hasta una escuela de kitesurf. Sobre la calle que da hacia el río podíamos ver ostentosas casonas de veraneo, que realmente tenían una vista envidiable desde sus balcones, y algunos hoteles. Sólo unos pocos metros más adelante comenzaba el poblado con casa de residentes establecidos y un pequeño centro con algunos restaurantes y negocios.
    Las noches fueron todo un espectáculo, con una gran luna reflejándose en el calmo río y un cielo pintado de millones de estrellas, bajo el cual estábamos sólo nosotros dos, la carpita y la moto. El ulular de los búhos era lo único que irrumpía en el calmo silencio de las noches en Paso de la Patria.

    Los días que permanecimos en aquel lugar, no hicimos NADA. No hubo nada de paseos por la ciudad ni cine... simplemente pies descalzos sobre la arena, momentos de lectura y descanso total. Hasta pudimos ver un elegante lobito de mar que se paseaba tranquilamente por el rio, probablemente dirigiéndose hacia su madriguera.

    Cuando nos fuimos de aquel lugar lo hicimos por el camino correcto, y recién entonces descubrimos una gran ciudad con mucho poblado y negocios, pero como siempre, prefiero la tranquilidad y la soledad
    Nuestro siguiente y último destino dentro de la provincia de Corrientes fue la pequeña localidad de Ituzaingó. Llegamos allí con la intención de conocer la gigantesca Represa de Yaciretá, una hidroeléctrica que alimenta a varias poblaciones de Argentina.
    Recorrimos más de 100 kilómetros y llegamos al pequeño poblado. Aquella localidad fue construida para los empleados europeos que se establecieron en Corrientes para trabajar en la construcción de la enorme represa, por lo que es un organizado barrio de prolijas casas exactamente iguales unas con las otras y centros comerciales delimitados en el centro de Ituzaingó. Recorrimos algunos campings en busca solo de agua caliente, pero al encontrarnos fuera de temporada, eso no fue posible. No hubo más opción que aguantársela y bañarse rapidito con agua fría.

    Pero al final, acampamos en un gran camping de mucho verde y altos árboles, donde sólo estábamos nosotros. El camping contaba con una bajada directa a la costa del rio. Nunca imaginé que las playas de un rio podrían ser tan bellas como las playas del mar, pero caminar sobre aquella ancha costa de arena, al atardecer para mí fue un momento único.

    Mientras el sol se ocultaba tras la espesa vegetación que se continuaba con las playas, algunas pequeñas embarcaciones, pesqueras probablemente, iniciaban el regreso a las orillas.

    Durante las noches aparecían las simpáticas lechuzas vizcacheras, listas para la caza, y se las podía ver de a montones, sobrevolando por nuestras cabezas o en algún punto alto, acechando.

    Visitar la represa es un tour completamente gratuito y aunque debo confesar que en un principio me parecía una idea de lo más aburrida, pronto descubrí un sitio muy interesante por conocer.

    Desde un edificio de la represa, situado en el centro de Ituzaingó, partía una combi que nos llevaba hacia Yaciretá junto con una guía, completamente gratis. El edificio disponía de un pequeño recorrido informativo para hacer, donde se mostraban desde los antiguos pueblos originarios que habitaron la zona y la fauna y flora del lugar hasta la construcción paso a paso de la represa, y toda la explicación detallada de su funcionamiento.

    Tomamos la combi hacia el mediodía, junto con otras personas y una guía, pobladora oriunda de Ituzaingó. El mini bus tomó un camino restringido solo para las visitas y para las personas que trabajan en la represa y en poco tiempo llegó a la inmensa construcción.
    Aquella enorme y maciza barrera de cemento, atravesaba el río de costa a costa, y contra ella golpeaba fuertemente el oleaje produciendo un ensordecedor estruendo. Ingresamos, llevados por la guía hace la sala central, donde se encontraban los generadores de electricidad a partir del paso controlado del agua. Una construcción realmente impecable y admirable.

    Después de una resumida explicación del funcionamiento de las turbinas por parte de la guía, nos dirigimos hacia el lado exterior, donde se podían ver las enormes compuertas que contenían la fuerza del agua, aunque esta terminaba por sobrepasarla un poco en cada golpe que daba contra la represa y caía brutalmente hacia el otro lado, haciendo un gran ruido.

    Para alterar lo menos posible la fauna ictícola del río (aunque semejante construcción seguramente haya perturbado bastante todo el ecosistema de la zona) la represa dispone de un sistema de “ascensores” para los peces que migran en época reproductiva, en los que se los recogen de un lado de la represa, y se los transporta hacia el otro lado mediante elevadores… bastante interesante, no creen?
    Antes de dejar atrás la provincia, quisimos conocer los esteros del Iberá, porque la verdad es que Corrientes se caracteriza claramente por estos húmedos ambientes que se extienden sobre su territorio, de abundante vegetación y variada fauna. Intentamos acceder a una reserva, pero el camino, para hacerlo en moto, estaba muy malo. Con barro y muchos baches, la moto dio sus tropiezos varias veces hasta que decidimos volver. Estaba muy entusiasmada por ver reptiles y mamíferos de la zona, pero queríamos salir ilesos del lugar.

    Así que, lamentablemente nos quedó pendiente la visita a los esteros, pero también nos sirvió para confirmar que Corrientes tiene muchas cosas más que la convierten en una provincia llena de vida y belleza. Continuamos nuestro gran viaje velozmente por la ruta, ansiosos por llegar a nuestro próximo destino, la provincia de la tierra colorada Misiones.

  7. Ayelen
    Como ya mencioné en algún momento, toda esta aventura de viajar fue algo completamente nuevo para mí. Jamás había sobrepasado los límites de mi país en mis 26 años y apenas conocía algunas regiones cercanas. Contrariamente, Martin ya tenía experiencia en el asunto, ya había viajado por varios países vecinos y hasta vivió bastante tiempo en el extranjero, por lo que él era mi cable a tierra, por así decirlo, cuando no sabía cómo manejarme en ciertas situaciones.
     
    Más allá de que cuando uno viaja, naturalmente todo es desconocido: paisajes, lugares, costumbres, personas… Para mí también significaba adaptarme a esta temporal vida nómade, acostumbrarme a los continuos cambios, a no desesperar ante cualquier eventualidad, a tener paciencia y persistencia.
     
    Sin embargo, aunque suene raro, cuando un viaje se prolonga durante tanto tiempo, también se genera cierta rutina. Fue en ese momento cuando me di cuenta que la rutina, eso de lo que tanto nos quejamos y de lo que nos queremos desprender a toda costa, es sencillamente parte de nuestra naturaleza humana. A pesar de movernos continuamente había cosas que ya hacíamos automáticamente como por inercia: armar y desarmar la carpa, acomodar las cosas en el lugar exacto sobre la moto, parar cada dos horas y media a descansar y tomar agua… Fueron cosas que aprendimos e incorporamos. Al igual que prepararnos antes de entrar a una ciudad capital.
     
    Ya nos había pasado con algunas grandes ciudades de Argentina, nos había pasado al ingresar a La Paz, en Bolivia…. Pero no permitiría que nos volviera a pasar cuando llegáramos a Lima. Tomé todas las precauciones posibles para no perdernos y marearnos en esta ciudad que, sabía, debía ser gigante.
     
    Es por eso, que al pisar Lima, entrando por modernas autopistas, nos manejamos como si conociéramos el lugar de punta a punta.
     
    Había buscado exhaustivamente en internet, hasta obtener las direcciones de los hostels más económicos que pude encontrar. Y tuvimos suerte de que todos se encontraban por la misma zona: el ostentoso barrio de Miraflores.
     


     
    Llegamos en pocos minutos, gracias a las perfectas indicaciones que fuimos siguiendo a lo largo de toda la autopista y a pesar de que se nos complicó conseguir un lugar para resguardar la moto (el hostel donde nos hospedamos no tenía cochera), para la tarde ya estábamos instalados en una cómoda habitación.
     
    En Miraflores hay un hostel cada dos cuadras. Y cerca de donde nos hospedábamos había una enorme plaza de bellos jardines que era el territorio de un centenar de gatos. Gatos y gatos por donde mirase, en los bancos, tirados en el césped tomando sol, sobre los árboles. SI, para una amante de los felinos como yo, aquello era el paraíso <3
     


     
    Unas pocas cuadras más adelante, se abría un gigantesco acantilado, bordeado por prolijas callecitas de paseo empedradas y canteros y escoltado por una hilera discontinua de edificios de todos los tamaños y colores. Cuando nos asomamos pudimos ver una larga playa y un mar embravecido que sólo se atrevían a probar algunos surfistas.
     


     
    Hacia los costados, la ciudad se extendía en la cima de este acantilado, asomándose edificios entre manojos de árboles y vegetación.
     


     
     
    Caminamos muchísimo aquel día. Aún recuerdo cómo me ardían las plantas de los pies una vez que volvimos al hostel. Incluso visitamos el famoso Parque del Amor, que ya fue mencionado en otro relato de esta misma página, llamativo por su gran escultura de una pareja besándose, realizada (leería más arde) por un artista peruana, y a la que llaman “El Beso”.
     


     
    Por la noche un amigo de Martin que venía siguiendo nuestro itinerario y nos esperaba en Lima, pasó a buscarnos por el hostel. Augusto se ganó mi respeto desde el primer minuto que lo conocí y nos invitó a una deliciosa cena.
     
    Los contextualizo: nuestras comidas se reducían a económicos menúes que se servían en cualquier sucucho al costado de la ruta (riquísimos, no hay que negarlo, pero repetitivos en arroz y papa) y en cenas que nos hacíamos gracias a nuestra sencilla “cocina-móvil”: una ollita y un mechero con los que nos hacíamos fideos…. O más arroz.
     
    Por eso, cuando entramos a aquel restaurante Chifa, donde se respiraba un aire muy ceremonial, con enormes mesas circulares acomodadas prolijamente frente a grandes ventanales y elegantes meseros atendiendo, y vimos esa exquisita comida, fue imposible no amar a Augusto.
     
    El Chifa es una opción gastronómica altamente recomendada para quienes quieran viajar a este bello país sudamericano. Es el resultado del cruce de dos culturas: la china y la peruana. Las tradiciones culinarias traídas por los inmigrantes chinos a este país en el siglo XIX, fue adaptándose y evolucionado, tomando muchas cosas de la gastronomía peruana (conocida a nivel mundial por sus exquisitos platos) transformándose en una combinación exquisita de sabores y aromas.
     
    La mesa donde nos sentamos les puedo asegurar que era grande, pero fue tanto lo que nos pedimos que no cabían en ella los platos! Fideos salteadas en salsa de soja y verduras; carne de cerdo agridulce; arroz chaufa (arroz frito, verduras y tortilla de huevo); verduras al wok…. Lo recuerdo y aun se me hace agua la boca.
     
    Después de todo lo que habíamos caminado aquel día y luego de aquella majestuosa panzada gracias a nuestro amigo, la cama de dos plazas del hostel fue el mejor final para aquel día y dormí plácidamente como un bebé.
     
    Al día siguiente aprovechamos un bus que pasaba exactamente frente al hostel y que gratuitamente nos llevaría al centro mismo de la ciudad de Lima.
     
     


     
     
    Voy a ser honesto con ustedes, esta parte de Lima, definitivamente no se encuentra en mi lista de los lugares más lindos visitados. Su plaza central, la Plaza Mayor de Lima, ubicada en pleno centro histórico, posee algo de encanto. Pero, por lo demás, se parece exactamente a las callecitas de pleno microcentro bonaerense, en Argentina, por lo que no fue algo que me llamó mucho la atención.
     


     
    Con el cielo completamente tapado de un suave gris, y sin un rastro de cielo celeste, el único brillo del día provenía de una colorida muestra artística que se exponía en la plaza. Unas estructuras, similares a árboles habían sido pintados por diversos artistas de la ciudad y se exponían sobre los jardines.
     


     
    Frente a la plaza la majestuosa Catedral de Lima se erigía con sus dos torres de paredes trabajadas que contenían grandes campanarios.
     


     
    En Lima También conocimos a Germán, muy amigo de Augusto. Germán nos conoció un día que Augusto nos presentó e inmediatamente nos ofreció hospedaje en su departamento para ahorrar los gastos de hospedaje. De manera totalmente desinteresada y con el único objetivo de brindarle una mano a estos dos viajeros, una persona que acababa de conocernos nos abría las puertas de su casa y es algo que me llenó de asombro y gratitud.
     
    Nos dio algo de pena dejar el hostel en Miraflores que nos había cobijado durante un par de días, pero en vista de lo que podríamos ahorrar, nos fuimos sin dudarlo al departamento de German. Él vivía en un gran piso, en una zona aún más bonita y tranquila, de grandes y atractivas residencias y prolijos jardines.
     
    Desde su balcón podíamos ver ese particular cielo gris y blancuzco que Augusto y German nos contaron que llamaban “panza de burro” por su color grisáceo. Siempre es así en Lima, y nunca se ve un cielo celeste, lo que me pareció un tanto triste, para ser sincera.
     
    Lima fue el único lugar de todo Perú donde realmente nos dimos el lujo de probar de todo. Como ya conté, nos habíamos deleitado con la comida Chifa, pero los premios al mejor postre de la historia se lo lleva sin lugar a dudas el helado de lúcuma. Esta fruta de cáscara verde y brillante y carnosa por dentro que recuerda a un aguacate por su gran y redonda semilla, es utilizada para hacer postres de todo tipo y helados. Su gusto parece más bien como a alguna fruta seca, como nuez y sólo crece en Chile y en Perú. La vida es injusta.
     
    En Lima comí helado de lúcuma en todas sus presentaciones: artesanal, en palito, con chocolate, con caramelo…. Comí lúcuma hasta que me salió por las orejas y si hubiera podido resolver el problema del congelamiento me hubiera comprado una caja repleta de esos helados!
     
    Con German y Augusto también nos atrevimos al ceviche. Este plato de pescado cocido sólo con jugo de limón, que se preparaba junto con cebollas, camote o yuca y granos de maíz. Además el plato venía con una pizca de salsa de lo más picante que te subía rápidamente la temperatura corporal. Al menos teníamos un vaso de fresca chicha morada para calmar el ardor.
     
    Así, a pesar de haber permanecido pocos días en Lima, no podíamos quejarnos: le dimos todos los gustos a nuestras tripas, visitamos viejos amigos y yo, personalmente me fui con dos nuevas amistades forjadas.
     
    Ya faltaban pocos kilómetros para recorrer dentro de Perú, por lo que aquella mañana gris, como siempre, nos despedimos de nuestros amigos y partimos de Lima hacia las costas del norte.
     
     


     
     
     
     
     
     


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  8. Ayelen
    ¿Quién, en su sano juicio, tendría ganas de tomar una carretera que es conocida mundialmente como “El camino de La Muerte”??? Ya para esa altura del viaje, había comenzado a dudar de la cordura de Martin. Nos metimos a investigar en internet y las cosas que aparecían relacionadas con esta mítica ruta iban de trágicas a catastróficas: Trechos del camino derrumbados completamente, camiones accidentados, colectivos llenos de pasajeros que caían por el precipicio sin sobrevivientes, y un número de víctimas fatales que hacían honor a su nombre .
     
    Pero, estando en La Paz nos acercamos a un centro de información turística y la novedad que allí nos dieron a Martin lo llenó de decepción y a mí de un gran alivio.
     
    El famoso camino de La Muerte o Camino a Los Yungas (su nombre real) es una carretera conocida mundialmente por su alto número de accidentes. Y es que era la única vía que comunicaba los pequeños pueblos establecidos en las yungas de Bolivia, con el “mundo exterior”. Los pobladores de estos sitios no tenían más opción que subirse a esos destartalados y colmados buses que, con esa imprudencia que ya conocíamos y últimamente habíamos padecido de los conductores bolivianos, se mandaban por ese terrible camino . Son kilómetros y kilómetros de una vía de tierra y piedras, angosto al punto de permitir el paso de un solo vehículo en varios trechos, que asciende hasta los 4650 metros de altura y no tiene, claramente, nada de banquina. Son conocidos los accidentes que diariamente ocurrían en él. Vehículos desbarrancados, choques en curvas, caída libre a varios metros de altura. El camino de la muerte se ha cobrado más de miles de muertes! Claramente no me inspiraba ni una pizca de confianza.
     
    Pero resulta que el último gobierno boliviano consideró que esto era una locura y realizaron una nueva carretera, asfaltada y señalizada que une entonces los pueblos de esta zona con La Paz. De esta manera, el Camino de La Muerte actualmente (y lamento decepcionar a quienes ya se estaban apuntando para realizar esta aventura) sirve sólo para turismo. Únicamente grupos de bicicletas contratadas como excursión y motos pueden transitar por él.
     


    Ya no sonaba tan temerario, pero de igual forma una mañana nos encaminamos hacia aquella experiencia. A sólo pocos kilómetros de haber salido de la caótica ciudad de La Paz todo cambiaba abruptamente. El ruido constante de las bocinas y los motores de los vehículos y el murmullo de la gente que colmaba las calles urbanas fue reemplazado por un silencio total y los altos edificios pegados uno al lado de otro, ahora eran grandes colinas de suaves bordes que se elevaban hacia un cielo completamente limpio.
     
     


    Alejándonos de La Paz
     
    A medida que íbamos avanzando sobre el camino y éste ascendía, las sierras aumentaban en tamaño hasta convertirse en imponentes montañas de picos altos y blancos por las nevadas. El clima de montaña y nieve también comenzaba a sentirse en ese punto a pesar de que iba completamente abrigada y con varias capas de ropa encima.
     


     
    Una tras otra nos pasaban camionetas con varis bicicletas acopladas en su portaequipajes, y dentro de ellas, se podían ver nerviosas y ansiosas caras (mayoritariamente de europeos) por iniciar el tour.
     
    Compartía esos nervios, pero a diferencia de ellos, no estaba ansiosa por lanzarme a aquel mortífero camino, más bien estaba algo asustada. Nunca me gustó pasar por caminos de tierra o en mal estado con la moto. Las deplorables carreteras de Bolivia ya habían devastado mi psiquis pero habíamos tenido que pasarlas porque no había otro camino. Ahora, ELEGIR hacer El Camino de La Muerte era algo que a mi mente le parecía muy contradictorio, dado mi rechazo hacia cualquier ruta que no sea asfaltada.
     


     
    Con algo de resignación y animándome a “seguir la aventura” llegamos hasta una bifurcación del camino, donde un cartel amarillo indicaba el comienzo de la ruta. Pero, ya de antemano supe que, claramente, aquel trecho que estábamos por iniciar no iba a ser en nada parecido a aquellas historias que habíamos leído por internet donde motoristas contaban sus penosas experiencias por el Camino de La Muerte. El propio cartel, en inglés y castellano con una bicicleta pintada nos daba la bienvenida. Ya todo era completamente turístico, del Camino de La Muerte real y peligroso probablemente ya no quedara nada. Si hay algo que aprendí en este viaje es que todo lo que no sea turístico jamás te dará la bienvenida amablemente.
     


     
    El Camino de La Muerte, entonces, se abría hacia un costado de la ruta, internándose entre medio de grandes paredes de roca cubiertas con cortinas de lianas y helechos. Este angosto camino de tierra, corría zigzagueante, como una serpiente haciéndose paso por entre la espesa yunga. Aun así, puedo asegurarles que estaba en mejor estado que las rutas bolivianas oficiales que habíamos cruzado.
     


     
    Y lo mejor de todo el camino: la increíble vista que se obtiene desde cualquier punto del trayecto. Apenas habíamos hecho unos kilómetros y costaba creer que del otro lado de esa maleza hubiera una moderna ruta asfaltada que nos llevara a La Paz, porque sentía que nos habíamos transportado de repente a otro lado del mundo. Probablemente este sentimiento también se debiera a que aquel paisaje de montañas enormes cubiertas de selva espesa no tenía nada que ver con el monótono paisaje altiplano que habíamos estado viendo desde que entramos a Bolivia.
     


     
    Mientras algunas bicicletas nos pasaban velozmente, nosotros en cambio, decidimos ir tranquilos, disfrutando de la selva de montaña, con la neblina cubriéndolo todo varios metros por encima de nuestras cabezas.
     


     
    Como un enorme tajo abierto, el Camino de La Muerte cortaba el verde de las montañas mientras ascendía sinuosamente. Yo mantenía los ojos bien abiertos detrás del visor del casco, para intentar retener todos aquellos recuerdos fotográficos (lo que indica lo bueno que estaba el camino, porque de lo contrario, no hubiera podido disfrutar de aquel paisaje) y recordé la leyenda que nos habíamos cruzado mientras navegábamos en busca de información. Aquel camino había sido construido por prisioneros paraguayos, tomados por los bolivianos en la guerra por el Chaco. A pesar de que Bolivia no salió victoriosa de este enfrentamiento, cientos de paraguayos fueron obligados a trabajar arduamente en aquella carretera, y todo el rencor y odio por parte de los prisioneros terminó maldiciendo aquel camino durante los siguientes años.
     


     
    No era una bonita historia para recordar, y la verdad que en aquel momento, siendo nosotros solos los únicos que transitábamos por aquel lugar (con alguna que otra bici pasándonos esporádicamente) costaba creer que aquel bello sitio estuviera maldecido. Pero, si me imaginaba las mismas situaciones vividas en la ciudad, aquel sitio se me volvía un infierno. Al ver esas altas y vertiginosas laderas, e imaginarme un colectivo repleto de mujeres, hombres y niños rodar hasta el fondo, un escalofrío me corría por el cuerpo y la idea de una maldición ya no me parecía tan ridícula.
     
    Kilómetros tras kilómetros al costado del camino se elevaban cruces de todos los tamaños y formas, indicando el sitio exacto donde una persona había perdido la vida. Suele ser común cruzarse en cualquier ruta con estos símbolos, pero la cantidad que vimos en El Camino de La Muerte nos recordaba que, por una maldición o no, aquel lugar había representado algo mucho más oscuro en la población boliviana, que sólo un camino aventurero para turistas como lo era en la actualidad.
     


     
    Fuimos avanzando siguiendo la tradición antigua de conducir por la izquierda, porque años atrás, los conductores de los autos, camiones y autobuses debían poder sacar la cabeza por la ventanilla y asegurarse de que todas sus ruedas se mantuvieran dentro del camino al pasar a otro coche de frente o cuando el ancho se reducía peligrosamente.
     
    En nuestras paradas, cuando encontrábamos algún llano al costado de la ruta, podía entretenerme fotografiando toda la flora que nacía tímidamente por entre la enorme maleza selvática. De las grandes y rectas paredes de las montañas caían largas lianas y algún que otro hilo de agua como pequeñas cascadas se colaban por entre las rocas.
     


     
    El enorme valle tapizado de vegetación se abría a los pies de estas montañas que no dejaban de emerger hacia el horizonte ocultando sus picos tras la húmeda niebla.
     


     
    No todo el trecho fue perfecto, tuvimos que pasar por enormes lodazales que se atravesaban de lado a lado, o cruzar pegados al precipicio porque el ancho del camino no permitía otra cosa (no podía creer cómo hacían los buses antes para pasar por ahí). Pero fuimos avanzando tranquilos, sin prisa hasta que llegamos a una pequeña comuna donde un enorme cartel le daba la bienvenida a los ciclistas y los felicitaba por haber hecho el temerario Camino de La Muerte…….. vamos, me parece admirable lo de estos chicos, pero aquello ya era algo muy exagerado…
     
    Continuamos unos kilómetros más hasta llegar a un cartel que nos indicaba que ya estábamos cerca de arribar a Coroico, el poblado al que llega el Camino de La Muerte.
     


     
    Llegar al centro de Coroico implicaba ascender por una calle empedrada que se encontraba inclinada en un ángulo que a simple vista parecía físicamente imposible de tomar (¿Por qué todas las ciudades de Bolivia tienen estas calles imposibles?! ) Mientras ascendíamos y yo me agarraba a Martin de donde podía, ya podíamos ver casitas apareciendo por entre la selva, y después algunos hoteles, algunos comercios hasta que al fin llegamos a la plaza central de Coroico, esta pequeña ciudad situada en el medio de la selva.
     


    Coroico estaba en lo alto de una de estas montañas, por lo que llegar ahí significó introducirnos de lleno en esa neblina pesada y pegajosa (típica de la selva) que fuimos viendo desde abajo durante todo el camino. Todo a nuestro alrededor estaba húmedo, las calles peligrosamente resbaladizas y el barro acumulado en todos los rincones. Como habíamos llegado más temprano de lo previsto, barajamos la posibilidad de volvernos ese mismo día, pero cuando una fuerte lluvia empezó a caer sobre Coroico, cambiamos de opinión.
     


     
    Nos hospedamos en un hotelucho simple pero con la suerte de contar con una ventana en la habitación que daba a la plaza. Ya tener una habitación con ventana nos parecía un verdadero lujo, y si encima tenía esa vista no podíamos quejarnos, a pesar de que la neblina y la llovizna constante opacaban un poco la belleza de la ciudad selvática.
     


     
    Al día siguiente, emprendimos la retirada. Esta vez volveríamos por el camino nuevo, asfaltado para hacerlo más práctico y rápido. Pero no fue tan fácil como creíamos (de hecho, fue peor). Ya salir de Coroico fue bastante complicado porque debido a la lluvia incesante del día anterior, todas las calles empedradas del pueblo estaban cubiertas de barro, lo cual suponía ir resbalando de vereda a vereda mientras descendíamos por esa empinadísima calle, como si nos hubiéramos lanzado a un tobogán acuático con moto y todo.
     


     
    Salimos de aquel barrial, y nos internamos nuevamente en la selva tomando una carretera de tierra que por suerte estaba seca, y sólo unos kilómetros más adelante mi amado asfalto apareció. Seguía manteniendo esa belleza paisajística de ir atravesando la selva, pero claramente el camino nuevo se llevaba todos los premios con el asfalto en perfectas condiciones, todas las señalizaciones adecuadas y las banquinas al borde del risco.
     


     
    Pero de repente todo empeoró. Por empezar, nuestros compañeros de rutas ya no eran los inofensivos ciclistas, ahora teníamos enormes camiones de dieciocho ruedas arrastrando pesados conteiners a una velocidad completamente imprudente y volándonos los pelos cada vez que nos pasaban. Y a esto se le sumo una densa neblina que había comenzado a descender desde los picos de las montañas. De repente no se veía NADA, todo era blanco y borroso.
     


    Niebla en la carretera
     
    Martin fue avanzando con cuidado por la carretera, pero allí éramos los únicos con cautela porque esta niebla parecía no importar para los camioneros, que, sin ningún problema nos pasaban… en curvas… sin ver a diez centímetros por delante….
     
    No soy una persona muy religiosa, pero en aquel momento le recé hasta a Shiva cada vez que tomábamos una curva porque temía encontrarnos un camión de frente a centímetros nuestro! Y nosotros que pensábamos que el día anterior habíamos hecho el Camino de La Muerte…?? ESE era el verdadero camino de LA muerte!
     
    Cuando al fin superamos la neblina, recobré el aliento ya que ahora podíamos ver nítidamente al menos. Desde aquella altura, podíamos ver los picos de las enormes montañas asomándose apenas por entre una densa masa de niebla que cubría todo desde aquel punto para abajo.
     


     
    Finalmente descendimos hasta tomar el camino por el que habíamos llegado al inicio del Camino de La Muerte, donde el paisaje de aquellas robustas montañas enormes y grises nos volvió a maravillar como el día anterior. Retornamos a La Paz en busca de nuestro equipaje que había quedado guardado en el hostel para continuar viaje hasta Copacabana, la última ciudad que visitaríamos antes de dejar Bolivia.
     
     


     
     
     
     
     
    Aquí están las demás fotos de este increíble y mítica carretera, no dejes de mirarlas porque son realmente hermosas!
     
     
     
     
     
     


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  9. Ayelen
    Después de haber estado varios días recorriendo las rutas de nuestro país vecino, Chile, volvimos a nuestras tierras a través de la provincia de Mendoza. Para ello, debíamos atravesar nuevamente la enorme Cordillera de los Andes.
    A medida que nos acercábamos hacia el cruce limítrofe, ya podíamos ver los picos nevados de las montañas emergiendo desde el horizonte. El camino que debíamos tomar se llama Paso de los Libertadores o túnel del Cristo Redentor. A una altura de casi 3200 metros, el camino se extiende unos 3 kilómetros en forma de zigzag a través de toda la pendiente de una enorme montaña cordillerana. Por ello aquella carretera también es llamada “Los caracoles”, ya que las condiciones del camino obligan a los conductores a transitar lentamente la cuesta montañosa.

    Un total de 29 curvas muy cerradas y seguidas, conforman el sinuoso camino que comenzamos a ascender, exigiéndole al máximo al motor de la pobre Honda, que avanzaba cargadísima pero audazmente por el blanco camino cubierto de nieve. A medida que escalábamos la montaña a través de Los Caracoles, el paisaje se iba abriendo, mostrándonos toda la belleza de la cordillera, mientras respirábamos el gélido aire andino.

    Bordeando el filoso risco, esquivando cargados camiones y avanzando por entre túneles construidos por entre la misma roca de la montaña, logramos finalmente llegar al otro lado e ingresar nuevamente a Argentina.

    El paisaje era bastante inhóspito. La carretera avanzaba, atravesando la llanura de tierra, escoltada por montañas de diversos tamaños y colores. Y en el medio de aquel paisaje tan peculiar, nos cruzamos con una de las más curiosas formaciones rocosas de Argentina: El Puente del Inca.

    Rodeado de un diminuto poblado de apenas 130 habitantes, aquella formación geológica de 50 metros de largo y 30 de ancho, cruza cual puente el caudal del Rio de las Cuevas, y preserva vertientes naturales de medicinales aguas termales. Aquel monumento natural se ha formado a lo largo de los años a partir de la acción de éstas aguas minerales, las cuales tiñen la roca de unos intensos colores anaranjados y verdes, dándole a aquella vista un aspecto más bien de cuadro pintado por algún artista abstracto.

    Existen varias leyendas sobre este sitio, sobre todo porque debe su nombre a que se cree que las antiguas civilizaciones descendían a este sitio, en busca de la acción medicinal de estas termas. La que más me gustó de todas las que leí, cuenta que antes de la llegada de los españoles a América, el heredero al trono del imperio Inca enfermó gravemente, por lo que, aconsejado por sus sabios, su padre, el emperador inca juntó a sus mejores guerreros y se trasladaron en caravana hasta estas vertientes medicinales. Luego de varios meses de difícil travesía, los guerreros junto con el emperador y su moribundo hijo llegaron a la orilla de un gigantesco y torrentoso río, y observaron que justamente en la orilla opuesta se encontraban las salvadoras aguas medicinales. Los guerreros, sin dudarlo, entrelazaron sus brazos y piernas los unos con los otros para formar un sólido puente humano que permitió al rey cruzar el río y llegar por fin a la única salvación de su hijo. Cuando el soberano volteó su vista para agradecer a sus guerreros, estos se habían petrificado, formando así en majestuoso Puente del Inca.
    Continuamos nuestro viaje, y en pocas horas dejábamos atrás la inmensa cordillera, para ingresar nuevamente en la estepa patagónica (seguramente ya están tan cansados como yo de que les mencione la llanura patagónica, pero es la reina de Argentina )

    Llegamos finalmente, para la caída de la tarde a la localidad de Uspallata, un pequeño pueblo de montañas y dueño de algunas ruinas jesuíticas. Instalamos la carpa en un camping que parecía abandonado, y sólo nos recibieron unos adorables gatos y un francés quien, junto a su guía argentino, estaban iniciando un recorrido por el norte argentino en bicicleta.
    Aquel francés se acercó a invitarnos una copa de vino que orgullosamente había adquirido en el pueblo, ya que, Mendoza junto con otras provincias aledañas de Argentina son famosas por sus viñedos y por su producción de exquisitos vinos a escala mundial. Mientras brindábamos (les aseguro que sólo tome una copa) el francés nos mencionó un camino que él mismo, junto a su compañero recorrerían al día siguiente, que era de ripio y ascendía 3000 metros sobre el nivel del mar, atravesando montañas y bruma. Para muchos puede sonar bastante peligroso, pero para Martin es suficiente para elegirlo como siguiente destino. Y como él es el piloto, yo lo sigo
    Así que, bien… a la mañana siguiente juntamos campamento y nos dirigimos hacia el paso de Villavicencio, el cual iniciaba exactamente en un desértico claro, donde se alzaba una gigantesca cruz, llamada Cruz de Paramillo. En el camino pasamos al francés y a su amigo pedaleando como locos al costado de la ruta, y en pocos minutos llegamos a un increíble llano donde efectivamente se encontraba una cruz y el horizonte se recortaba entre montañas, entre las cuales podía observarse a lo lejos la pared sur del imponente Aconcagua.

    Algo desconcertados pues el camino no está muy bien señalizado, y varias opciones se abren en aquel punto, elegimos un ancho camino de ripio, luego de una rápida consulta al GPS del celular.
    En un principio, aquel camino no parecía ser nada del otro mundo, hasta que llegamos a un punto en lo alto, en el que a nuestros pies se abría un gigantesco valle de grandes cerros forrados de frondoso bosque, y se podía ver el interminable camino de tierra bajar sinuosamente por la ladera de los montes. Una espesa bruma blanca acompañaba aquel paisaje.

    Con un traqueteo constante sobre la moto, fuimos avanzando por ese camino de tierra y piedras que bordeaba el precipicio. Hacia abajo, un gran y atemorizante vacío se abría paso entre la vegetación, provocándome algo de vértigo. A medida que descendíamos la bruma se hacía más leve y unos pequeños rayos de sol se filtraban, haciendo brillar aquel espectacular horizonte tan lleno de verde.
    Ese camino sinuoso que se abre a través de la quebrada es llamado el “camino de un año”, ya que tradicionalmente los pobladores decían que estaba formada por 365 curvas, pero esto no es del todo cierto, ya que realmente son 270 las curvas que la tortuosa carretera marca por entre los cerros.

    Luego de varias horas, manejando cuidadosamente por aquel camino, llegamos al final del recorrido, donde se encuentra el antiguo y refinado Hotel Villavicencio. Hoy, sitio de interés para quienes quieran recorrer sus increíbles jardines.

    El Hotel de Villavicencio fue construido en 1940, y funcionó durante años como hospedaje de personas de la alta sociedad del país y extranjeros, quienes disfrutaban de los lujosos aposentos, las canchas de tenis y sobretodo, de los maravillosos baños termales, principal atractivo de este bello lugar escondido entre los cerros.
    Entre bellos jardines que yo imaginaba repleto de flores en años anteriores, se abrían elegantes piletas, donde el agua termal llegaba desde las sierras conducidas por canaletas a través de la vegetación.

    Desde aquel viejo hotel de bella fachada que parecía detenido en la historia, condujimos hasta llegar a la capital de Mendoza. Una bella ciudad que mantenía las singulares acequias, finas canaletas a lo largo de todas las cuadras céntricas para llevar agua a todos los sectores.
    Nos hospedamos en la casa de Leo, un viejo amigo de Martin y durante nuestra corta estadía en la ciudad de Mendoza, visitamos su plaza principal donde se levanta un enorme monumento dedicado a San Martin, un gran prócer de nuestro país. También visitamos el zoológico de la ciudad, con su exclusiva ubicación sobre uno de los cerros más altos y llamativos de la ciudad.

    Nuestra siguiente provincia era San Juan y hacia allí nos dirigimos una mañana. Los caminos son realmente maravillosos e ideales para recorrerlos sobre la moto. El viento nos golpeaba fuertemente y montes cubiertos de verde se abrían hacia los costados a medida que avanzábamos por la ruta 40.
    Llegamos así a un peculiar pueblito, llamado Jáchal, rodeado de inmensos campos de agricultura. Era alegre ver como los pueblerinos, sobre todo los niños se nos acercaban curiosos o nos saludaban mientras avanzábamos por las empedradas calles.
    En Jáchal realizamos una pequeña travesía, bordeando la costa del Río Jáchal. Recomendada por los mismos cuidadores del camping donde nos habíamos instalado, una mañana partimos hacia la llamada Garganta del Diablo de dicho Rio.
    A solo pocos kilómetros de alejarnos del pueblo, el paisaje se vuelve hermoso. Entre grandes paredes de piedras de veteados colores, se abría un paisaje de claros colores marrones y verdes por el cual discurrían pequeños brazos del rio, como delgados arroyos.

    Llegamos a la Garganta del Diablo, donde un cañadón de 30 metros de alto conducía un trecho del río varios metros. Era muy llamativo el particular color del agua, aquel verde aguamarina turbio corría ruidosamente por entre las rocas.

    Sólo unos pocos metros más adelante, el Río formaba un inmenso estanque que contenía algunos islotes, que realmente parecía un espejo, porque las enormes montañas de alrededor se reflejaban nítidamente sobre la superficie.

    Nuestro principal objetivo al visitar la provincia de San Juan fue, en realidad, conocer el misterioso Valle de La Luna, Parque Nacional conocido mundialmente por su superficie que recuerda a la superficie de la luna, por lo que una mañana, como ya era habitual, recogimos nuestras cosas, nos despedimos del pequeño pueblo de Jáchal y marchamos hasta este mágico lugar.

     
  10. Ayelen
    Mi nombre es Ayelen, es un nombre de origen mapuche que significa “Diosa de la alegría”, y, si bien intento hacerle honor la mayoría del tiempo, admito que suelo tener un carácter bastante fuerte. Vivo en la ciudad de La Plata, una ciudad universitaria muy bella, ubicada al sur de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Estudio Biología, tengo muchos amigos, una linda familia y una gata preciosa llamada Luna. En definitiva, no puedo quejarme de la vida que llevo. Sin embargo siempre hubo algo que nunca había hecho: VIAJAR.
    Lo deseaba constantemente, pero siempre tenía el mismo inconveniente: cuando tenía dinero, no tenía el tiempo, y cuando disponía del valioso tiempo, no contaba con el dinero. Por eso, cuando mi novio, Martin, me propuso viajar con él y recorrer Latinoamérica, supe que era una oportunidad que no podía dejar pasar, aunque me costara unos cuantos sacrificios. Fue una decisión difícil para mí, ya que el viaje requeriría de mucho tiempo, así que me vi obligada a dejar el trabajo que tenía hacía cuatro años, cancelar mi contrato de alquiler, mudar mis cosas a la casa de mis padres (gata incluida ), dejar la universidad en pausa… en fin, decidí “quemar naves” e iniciar esta aventura. Valdría la pena.

    Los últimos preparativos antes de partir
    La particularidad de este viaje es que nuestro medio de transporte es una moto, una Honda Transalp modelo 89. Sí, la moto tiene casi mi edad, y es una reina en la ruta.
    Sólo podemos llevar lo esencial. La moto tiene dos valijas laterales donde guardamos nuestra ropa, un baúl donde llevamos herramientas y demás accesorios para la moto, mochilas con comida y utensilios de cocina, carpa, bolsas de dormir y aislantes. La pobre va realmente cargada, y así es como se convirtió en nuestro hogar en los últimos meses. Nos costó muchas horas de organización, muchas cuentas a realizar, algo de ahorro, trámites finales… pero al fin, a mediados de febrero, la moto fue cargada e iniciamos este increíble viaje que hoy me dispongo a compartir con ustedes.
     

    Nuestra pequeña
    Esa mañana cuando me desperté, el cielo estaba bastante nublado, y la humedad era realmente insoportable, lo que es normal para esa época en la ciudad de La Plata. Pero a pesar de la gris advertencia climática que se abalanzaba sobre nuestras cabezas, decidimos marcharnos. Fue un momento que no me voy a olvidar nunca, ya que la mezcla de nervios, ansias, y temor que se experimentan al iniciar un viaje es única. Me sorprendió no sentir melancolía al ver cómo dejábamos atrás la ciudad en la que había vivido los últimos 7 años, y a la cual no tengo idea cuando regresaré.
    Viajar en moto es una experiencia muy particular, quienes lo hayan hecho me entenderán y quienes no, intentaré transmitirles de la mejor manera lo que se siente.
    En una moto, uno es parte del vehículo. Uno es el parabrisas, las puertas, ventanas y demás carrocería a la que estamos acostumbrados si nos movemos en cuatro ruedas, por eso, sobre una moto, estas en estrecho contacto con el medio ambiente que se recorre. Dicho de otra manera (quizás menos poética), no hay nada que te proteja de lluvias, nevadas, vientos o eventuales caídas, como aprendí en este tiempo. Aun así, esta característica, que en climas hostiles pueden tornarse un verdadero calvario, también suma el extra de orgullo y satisfacción que uno siente cuando logra recorrer varios kilómetros y llegar finalmente a destino, porque les aseguro que no es lo mismo viajar 5 horas en la comodidad y calidez de un auto, que hacerlo arriba de una moto. Supongo que esa cualidad de SENTIR el viento golpeándonos, el aroma de la tierra cuando atravesamos grandes plantaciones, los pájaros volando al costado de la ruta, la lluvia mojándonos, la nieve congelándonos, la carretera pasando veloz debajo nuestro, sentir todo sin ningún límite que te separe del exterior, esa sensación de libertad es lo que más me gusta de viajar en moto y lo que más disfruto.
    Mi papel en este viaje es de copiloto y con ello corro con grandes ventajas, ya que no tengo que estar necesariamente concentrada en manejar, y tengo mucho tiempo para hablar conmigo misma. Porque eso es básico: a menos que tengas esos costosos cascos con intercomunicadores (cosa que no es nuestro caso); viajar en una moto te deja mucho tiempo para pensar y créanme, puede ser tedioso al principio, pero se ha convertido en una gran terapia personal.
    Fue entonces que el 19 de febrero iniciamos este viaje, hace ya casi cuatro meses. Nuestra meta inicial era llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, y lo haríamos viajando a través de la ruta 3, carretera que nace en el Obelisco de la Capital Federal de Buenos y finaliza en Bahía Lapataia, Tierra del Fuego, siendo un total de 3 mil km. interrumpidos únicamente en un punto: el estrecho de Magallanes. Es una ruta tradicional muy conocida y muy elegida por viajeros.
    Saliendo de La Plata, el paisaje va dejando atrás su apariencia de ciudad para convertirse en campo, extensas llanuras de pastura para agricultura y ganadería, donde cada tanto se divisa algún grupo de vacas u ovejas pastando. Ese sería nuestro paisaje durante los siguientes días.

    Los campos de Buenos Aires
    Los primeros kilómetros dentro de la provincia de Buenos Aires fueron bastante moviditos. Viajamos en dos ocasiones bajo una cortina de lluvia constante, tuvimos nuestro primer problema técnico con la moto, al romperse el sistema de trabavolante que posee por seguridad, y mi primera experiencia con un hostel, con el hostel de la ciudad de Bahía Blanca, para ser más precisa, dejó mucho que desear (ya está incluida en mi lista negra), por lo que uno podría concluir que claramente empezamos con el pie izquierdo.

    La primera tormenta que atravesamos en el camino
    Pero, frente nuestro se abría un mundo nuevo, lleno de lugares por descubrir y personas por conocer, experiencias por vivir, y eso nos daba el suficiente ánimo para seguir.
    Nuestra primera parada a pasar la noche fue aproximadamente a 300 km. de nuestro punto de partida, en la pequeña villa turística y balnearia Costa del Este, donde nos esperaban Pablo, el hermano de Martin y su novia Rita con unas ricas pizzas caseras. A pesar del cansancio que pesaba sobre mí por todo lo estresante de un primer día inicial de viaje, recuerdo haberme ido a dormir muy feliz esa noche. Era una sensación rara, después de haber estado años sumida en una rutina, sabiendo exactamente que me deparaba cada monótono día con el trabajo y las clases de la universidad, de repente no saber dónde íbamos a estar ni qué nos íbamos a encontrar en los siguientes días, donde todo podía pasar, me llenaba de una exaltación extraña y alegre.

    Costa del Este
    Los siguientes dos días, fuimos alojados en el departamento céntrico del padrino de Martin, Eddy, y su mujer Vivi, en la inmensa y ruidosa ciudad de Mar del Plata. Personalmente no es mi lugar favorito, pero debo admitir que es una city muy importante. Miles de propuestas culturales, teatros, cines, grandes peatonales con arte callejero, negocios, restaurantes ofreciendo diferentes delicias marítimas como plato principal, conforman el gran y MUY concurrido centro de la ciudad costera. También posee una costanera muy bella, entre altos edificios y hoteles glamorosos y extensas playas que conforman el conocido balneario turístico de la ciudad, un lugar muy lindo para salir de noche a tomar alguna cerveza o comer algo.

    Mar del Plata
    Recién al quinto día de haber iniciado el viaje, éste se pondría realmente animado y más interesante. Después de la parada obligada a pasar la noche en la ciudad de Bahía Blanca, dejamos atrás al fin la provincia de Buenos Aires, para ingresar a la provincia de Río Negro.
    El paisaje comenzó a cambiar de a poco. Ahora veíamos un poco menos verde, colores más apagados, arbustos más pequeños… de a poco íbamos adentrándonos en la famosa estepa pampeana. Nunca imaginé que sería tan aburrida! Prendida a la parte de atrás de la moto, me mantuve atenta hacia cualquier movimiento, quería ver aves nuevas o algún que otro animalito corriendo al costado de la ruta…. Pero nada. Luego de los primeros cien kilómetros realmente me resigné, fue un trayecto muuuy aburrido. Pero por suerte, el clima comenzaba de a poco a acompañarnos (aunque sería por poco tiempo) y ese día viajamos sin lluvia, al menos.

    La Patagonia
    Caída la tarde, llegábamos a la ciudad de La Grutas, buscamos un camping y rápidamente corrimos a la playa para aprovechar los últimos rayos de sol. Bordeadas por grandes paredes de piedras de diversas formaciones, producto de la erosión del agua misma, se encuentran las playas, a las que uno accede bajando por escaleras construidas entre las formaciones rocosas. Aun había gente bañándose y pescando, a las cuales nos unimos haciendo una pequeña caminata al costado de la orilla. Después de tantas horas de viaje, pisar la arena descalzos y correr entre las pequeñas olas que rompían era nuestra recompensa.

    Las Grutas
    Una rápida compra en un supermercado y al camping. Aun me da vergüenza recordar que apenas si sabía cómo armar una carpa, pero en poco tiempo la que sería nuestro hogar dulce hogar en los siguientes meses estuvo lista, con colchón inflable y bolsas, y tuvimos nuestra primer cena: unos deliciosos sándwiches.

    Las playas de Las Grutas
    A la mañana siguiente, emprendimos la marcha, luego de desarmar y guardar todo en su lugar como un rompecabezas, y tomamos nuevamente la ruta 3. Después de 150 km. de pura Patagonia pasando velozmente a nuestro alrededor, pasamos a la provincia de Chubut y de repente el paisaje se llenó de vida. Podíamos ver pequeñas aves, las martinetas correr entre los bajos pastos al costado de la carretera. Después empezaron a aparecer choiques (que son parientes lejanos del avestruz, mucho más pequeños y de plumaje gris) y muuuuchos guanacos observándonos pasar desde los montes. Al fin el paisaje se volvía interesante y yo era feliz!

    Guanacos
    Junto con los pequeños animalillos que le pusieron un poco de onda al paisaje, también apareció un fuertísimo viento. Ya habíamos sido advertidos de los fuertes vientos de esa zona de la Patagonia, pero realmente nos tomó por sorpresa. Si bien, en mi privilegiado lugar de la moto no me choco con el viento totalmente, porque Martin es quien maneja y es él quien, pobre, tiene que luchar contra las ráfagas de frente, tampoco es que voy encerrada en una burbuja y les aseguro que el viento soplaba realmente fuerte. Íbamos prácticamente a 45 grados y pasar camiones era una odisea, así como cada camión que nos pasaba de frente hacia la dirección contraria suponía un golpazo de viento. No hace falta aclarar que confío en las habilidades para manejar de mi novio, porque de otra manera hubiera muerto de pánico al notar como el viento nos arrastraba de un lado para otro.
    Finalmente, llegamos a nuestro siguiente destino. Un cartel al costado de la ruta nos indicaba que pocos kilómetros delante se encontraba Puerto Madryn. Paramos antes, en un mirador que se encontraba en lo alto. La ruta luego iba bajando hasta llegar a la inmensa ciudad que desde el mirador se veía completamente. Varios jotes de cabeza colorada nos daban la bienvenida planeando en lo alto.

    Jote de cabeza colorada planeando en lo alto en la entrada de Puerto Madryn
    Lo primero que se me vino a la mente era cómo semejante ciudad podía alzarse en el medio de la nada misma?? La estepa patagónica se extendía en todas direcciones, modificando apenas su relieve con ciertas ondulaciones, pero tan árida y opaca como había sido el paisaje en los últimos días, y de repente era cortado por esa gran ciudad, a la orilla del Atlántico.

    La ciudad de Puerto Madryn, vista desde el mirador
    Nos subimos a la moto y emprendimos los últimos kilómetros para entrar a la ciudad ansiosos. Martin trabaja en Informática y tendría que trabajar en unos proyectos, lo que suponía quedarnos varios días en Puerto Madryn, así que yo tendría tiempo de recorrer, conocer y sacar fotos. Además, muy cerca de de allí se encuentra la gran península de Valdés, famosa por sus áreas de lobería, elefantes marinos y avistaje de ballenas. Mi pequeña bióloga interior estaba deseosa de verlo TODO.
    Habíamos iniciado nuestro viaje con algo de mala racha, pero de a poco, nos íbamos encontrando con mejores aires y aun nos faltaban muchas cosas por vivir.

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  11. Ayelen
    Después de recorrer más de 600 kilómetros, desde Ushuaia hasta Rio Gallegos, atravesando toda la Isla de Tierra del Fuego en un agotador viaje que nos llevó más de doce horas y en el que casi muero de hipotermia sobre la moto, lo único que realmente yo quería era dormir eternamente en una cama calentita .
    Sin embargo, a la mañana siguiente, muy a mi pesar, me levanté temprano (odio levantarme temprano ) porque Gerardo y Adriana, los amigos de Martin quienes amablemente nos hospedaban en su casa, prometieron llevarnos a un lugar especial. La verdad era que no teníamos intenciones de quedarnos más de una noche en la ciudad de Rio Gallegos, pero cuando nos hablaron de Cabo Vírgenes, extremo final de la parte continental argentina y asentamiento de una gigantesca pingüinera, no pudimos negarnos.
    La moto merecía un buen descanso, por lo que ese día quedó resguardada en el patio trasero de la casa de esta pareja y fuimos los cinco (nosotros, los amigos de Martin y su pequeño hijo) en auto hasta aquel alejado lugar. Después de la exhaustiva travesía realizada el día anterior, no quería saber nada con seguir viajando, pero es cierto que viajar cómodamente estirada en el asiento trasero de un auto no se compara a viajar en moto.
    Ese día, la ciudad se levantaba con nosotros. Aun estando alejados del centro, varias personas comenzaban con su rutina y las anchas calles de tierra de aquel barrio de Rio Gallegos se llenaron de movimiento.
    Lamentablemente el camino para llegar hasta Cabo Vírgenes es… sencillamente, espantoso. Siendo un lugar tan hermosos como conocería al llegar, es una verdadera pena que no se asfalte o que, al menos, no se mantenga. Dentro del auto íbamos dando tumbos de un lado hacia otro, mientras avanzábamos lentamente. Lejos había quedado ya la ciudad, y atravesábamos infinitas extensiones de campos.
    Aproximadamente 140 kilómetro separan la ciudad del cabo, de los cuales sólo 20 son asfaltados. Fueron tres interminables horas en las que por la ventana del auto, en continuo traqueteo, sólo veíamos una alfombra verde extendiéndose hacia el horizonte, pero al fin arribamos pasado el mediodía.

    El Atlántico bañando las costas de Cabo Vírgenes
    Lo primero que se aprecia al llegar a aquel realmente inhóspito lugar, es una vasta extensión de apagados colores que finaliza abruptamente en un barranco y algunos metros abajo, se observa la inmensidad del atlántico bañando las orillas. Anchas playas desiertas se extienden a lo largo de toda la costa. Corría un viento muy fuerte que rugía en los oídos y mecía frenéticamente los bajos arbustos que creían sobre el suelo. Cabo Vírgenes el punto más austral del área continental de América, en ella se encuentra La Reserva Natural Cabo Vírgenes, área protegida donde se encuentra una de las pingüineras más importantes de las costas del Atlántico. La zona alberga una colonia de pingüinos de Magallanes de aproximadamente 250.000 individuos.

    El faro de Cabo Vírgenes
    Entre algunas suaves colinas del terreno se pueden apreciar algunos edificios pertenecientes a la armada del país y oficinas gubernamentales, pero lo que más sobresalta sobre aquel paisaje de tonos amarillos y verdes, es el faro de franjas negras y blancas, y una peculiar confitería llamada “Al fin y al Cabo”, donde según me han contado, preparan unas deliciosas tortas, que, lamentablemente no pude probar porque estaba cerrada.
    Un pequeño cartel indica el comienzo en el kilómetro 0 de la Ruta 40, la famosa ruta argentina, elegida por centenares de viajeros, que bordea la Cordillera de Los Andes en toda su extensión hasta finalizar en el extremo norte del país en un pueblo norteño llamado La Quiaca, y que era nuestro próximo camino a tomar. Luego de haber cumplido nuestra primera meta de llegar al fin del mundo, Ushuaia, nuestra siguiente meta sería recorrer esta popular carretera.

    El inicio de la Ruta 40
    Unos kilómetros más alejados de aquel punto, se encuentra instalada la Reserva de Cabo Vírgenes. Un sendero de piedras, delimitado por vallas, se abre a través de estos bajos arbustos que invaden grandes extensiones, y marca el recorrido por esta gran reserva. Sólo habíamos caminado unos pocos metros, cuando vimos el primer simpático pingüino. Recostado en un cómodo hueco a modo de nido, a los pies de uno de estos arbustos, descansaba tranquilamente.

    Y así como descubrimos a este pequeño, a medida que avanzábamos sobre el sendero, empezamos a observar cientos y cientos de pingüinos esparcidos entre los matorrales, y al costado del camino.

    Hasta eran fotogénicos !
    Anidaban bajo estos bajos setos, que estaban tapizados de pequeñísimas plumas blancas y compartían el territorio con diferentes aves y liebres patagónicas que se podían ver alejándose a saltos, a lo lejos.

    Liebre Patagónica
    Muchos pingüinos eran jóvenes que estaban en pleno cambio de plumaje y se podía notar la diferencia de plumas sobre sus lomos. Completamente inofensivos, estas bellas aves permitían que uno se acerca a escasos centímetros de ellos, pero rotaban la cabeza de un lado a otro a modo de advertencia si alguien quería tocarlos (si… no me pude contener e intenté acariciar a más de uno ).

    La mayoría se encontraba en pareja, y era muy gracioso oírlos vociferar, con su cuello extendido y sus alas abiertas. Y ni hablar de verlos caminar brutamente en fila hacia las playas.

    El sendero finalizaba en lo alto de este risco que rodeaba la costa, en un balcón que daba al mar. Desde allí seguimos viendo más y más pingüinos, reunidos sobre la orilla, junto a algunas gaviotas cocineras. Poder verlos tan de cerca e internarme en su ecosistema, fue una experiencia que llenó mi corazoncito de bióloga y me dejó completamente satisfecha de contacto animal.

    Partimos del cabo, con el sol ocultándose y tiñendo el cielo de tonos rosados sobre aquellos campos eternos. A la mañana siguiente dejábamos atrás Rio Gallegos e iniciábamos la ruta 40, sobre la Honda.

    Durante todo ese último tiempo, varios viajantes con los que nos habíamos cruzado, sobre todo con aquellos que viajaban en moto, nos habían advertido de las adversidades de la ruta 40. Siempre decían que era una ruta desértica y que el peligro radicaba justamente en que existían tramos de kilómetros y kilómetros de la misma NADA. Y tenían toda la razón.
    Nuestro primer recorrido por la de la Ruta 40 fue realmente atravesar kilómetros de absoluta nada. Lo único que yo podía ver desde la moto eran médanos y médanos de tierra extendiéndose hasta el horizonte, algunos pocos pastos…. Y nada más. Además, varios tramos de la ruta se encontraban en reconstrucción y todo el tiempo, carteles enormes de DESVÍO nos obligaban a tomar maltrechos caminos de ripio (otra vez mi archienemigo aparecía en acción), y esto nos demoró muchísimo.

    El desolador inicio de la Ruta 40
    Fueron varias horas de ese aburridísimo paisaje, pero a medida que nos íbamos acercando a nuestra próxima parada, el ambiente fue cambiando. Desde la ruta, podían verse emerger a lo lejos gigantescas montañas blancas, completamente nevadas, pertenecientes al cordón andino. Aún se veían extensiones ondulantes de tierra, pero cuando bordeamos un inmenso lago de color aguamarino, el paisaje cambió por completo. Como un gran espejo, el inmenso lago cortaba con aquel monótono horizonte marrón y sobre él se levantaban las enormes montañas.

    Llegábamos así a nuestra siguiente ciudad por conocer: El Calafate, hogar del increíble Glaciar Perito Moreno.
  12. Ayelen
    Copacabana fue, sin lugar a dudas, la ciudad más bonita que visité de toda Bolivia. Sus casitas al pie de las sierras, sus coloridos mercados y sus espectaculares atardeceres en el Lago Titicaca la colocaron en el puesto número uno de las ciudades bolivianas en el mismo momento en que llegamos.
     
    Sin embargo llegar a Copacabana nos tomó más de un día. Habíamos dejado atrás la transitada ciudad de La Paz esquivando combis, vehículos y peatones y maldiciendo un poco aquel insoportable tráfico. La ruta, aunque menos transitada, igual se nos tornó bastante estresante por las maniobras (algo maliciosas) de algunos conductores que nos encerraban o nos pasaban casi rozando las valijas laterales de la moto.
     
    Por eso, con el sol cayendo, y ya teniendo la primera vista del Lago Titicaca, Martin completamente harto y exhausto de estas situaciones extremas, decidió que lo mejor era detenernos y pasar la noche a orillas del lago.
     
    Entre algunas casitas de pescadores que se alzaban a ambos lados de la ruta, había un llano rodeado de altos árboles en la costa donde armamos campamento y pasamos la noche.
     


    Acampando a orillas del Lago Titicaca
     
    No habíamos llegado a Copacabana aún, pero ya estábamos a las orillas del Lago Titicaca y el paisaje que teníamos delante difería bastante del altiplano boliviano. Al costado de un raído muelle descansaban algunos botes que se mecían con la corriente y que luego fueron ocupados por personas que llegaban (hasta familias enteras) se subían en ellos y cruzaban al otro lado, apresurados por la llegada de la noche.
     


     
    A la mañana siguiente fuimos despertados por una familia de patos que se había reunido ruidosamente a desayunar en el lago
     


    Patos en el Lago Titicaca
     
    Continuamos camino, ascendiendo por una sierra verde que nos regaló una vista panorámica increíble de aquel espejo de agua azul que se abría en un enorme valle. Los contrastes de colores hacían brillar de manera muy especial todo aquel lugar.
     


     
    Descendimos de aquella sierra y llegamos hasta un embarque. Copacabana está ubicada en una península dentro del Lago Titicaca, pero el acceso terrestre pertenece a Perú, por lo que, para llegar desde Bolivia se debe cruzar en balsa hacia la orilla opuesta. Cuando vimos “la balsa” que nos tenía que trasladar, me arrepentí de no haber tomado nunca clases de natación. Largas tablas se apilaban en tres niveles y de alguna manera eso flotaba y era una embarcación. Nos alivió un poco ver un gran colectivo sobre la balsa que cruzaría con nosotros, si eso no hacía que se fuera derecho al fondo, nos daba algo de confianza.
     


    Embarcandonos para cruzar el lago
     
    La embarcación fue avanzando con lentitud mientras blancas gaviotas revoloteaban alrededor en busca de algo para comer.
     


     
    El azul brillante del lago era lo que más me fascinaba, y mientras el viento me zumbaba en los odios, fui fotografiando todo el paseo.
     


     
    Cuando finalmente llegamos al otro extremo debimos pagar al balsero y un poco desorientados le preguntamos por el camino a seguir para llegar a Copacabana. Evidentemente el colectivero que venía con nosotros no tenía ganas de esperar, y sin previo aviso encendió el colectivo y empezó a descender de la balsa marcha atrás. Cuando Martin vio el colectivo venírsele encima aceleró rápidamente, pero las ruedas se trabaron en las rotas tablas de la balsa, por lo que el balsero debió saltar y empujar la moto para evitar que muriéramos aplastados por un colectivo. El balsero le gritó algunas barbaridades al colectivero que también contestó agresivamente y se marchó sin más. Con el corazón palpitándonos a mil, continuamos la ruta…. Hermosa bienvenida
     
    Sólo pocos kilómetros más adelante, cruzando por entre las sierras llegábamos finalmente a Copacabana. La ciudad baja en desnivel hacia la costa del lago y crece hasta los pies de los montes. Nos dirigimos directo a la playa y siguiendo las indicaciones de algunas personas a quienes preguntamos, bordeamos el lago, alejándonos un poco del centro y llegamos a un camping. Hacía tiempo que no acampábamos en un camping oficial!
     


    El pueblo de Copacabana
     
    El dueño del lugar nos recibió amablemente y con toda la buena onda, lo cual, después de tantos roces con los bolivianos, era algo que nos alegraba bastante el ánimo. Aquel lugar era muy tranquilo y era exactamente lo que buscábamos, estábamos decididos a quedarnos a descansar un par de días.
     
    En nuestro primer paseo por la ciudad, nos llevamos una gran sorpresa al descubrir que el 70% de los turistas o viajeros que llegaban a Copacabana eran argentinos. No podía evitar sentirme un poquito más cerca de mi casa cuando escuchaba algún “chee, boludo…mira que copado este laagoo!”
     


     
    Una de las construcciones que más llaman la atención de Copacabana es la Basílica de Nuestra Señora de Copacabana, la virgen más venerada de toda Bolivia. Como tal, es muy común ver multitudinarias peregrinaciones que llegan desde todos partes del país hasta aquella iglesia. Aquel fin de semana podíamos ver familias enteras que llegaban con sus autos a un ritual muy curioso donde se adornan los vehículos con flores, colores, guirnaldas y son bendecidos por un cura, para protegerlos de los accidentes en las vías… lo cual me parecía una excelente idea, ya que no exagero cuando digo que las carreteras de Bolivia son realmente peligrosas.
     


    Basílica Nuestra Señora de Copacabana
     
    La catedral destaca por su diseño tan contrastado con las humildes y coloniales edificaciones del pueblo. Pero había leído por ahí que justamente fue construida por lo españoles, allá por el 1580 de esta manera tan llamativa para opacar la cultura Aymara, el pueblo originario que habitaba esas tierras, e imponer el cristianismo.
     


     
    Como decía al principio, los atardeceres en Copacabana son dignos de un cuadro pintado al óleo. El cielo se tiñe de colores rosados y se esfuman como pinceladas, mientras el Lago Titicaca calma sus aguas y todo parece detenerse. Las balsas apenas se mecen en la orilla y algunos turistas dan un último paseo por la costa, porque, eso sí, las noches en Copacabana se tornan muy frías.
     


     
    Y entonces, cuando cae la noche, el pueblo se llena de movimiento y luces. Porque recordemos que Copacabana es uno de los puntos más turísticos de Bolivia. Restaurantes, bares y confiterías abren sus puertas, llenan las calles de músicas y de empleados a tiempo completo (por lo general viajeros…. Viajeros argentinos ) que suelen acosarte cada 10 pasos para convencerte de entrar a tal o cual bar. Entre las calles, más adentro del pueblo, se levantan ferias donde uno puedo conseguir de todo, como ya veníamos acostumbrados en Bolivia.
     


     
    Uno de los últimos días que nos quedábamos en Copacabana y también en Bolivia, fuimos a caminar por la orilla del lago, hacia el lado opuesto de la ciudad. Sólo se levantaban algunas pocas casitas y luego todo era arena, piedras y el inicio de una sierra que cerraba el extremo del Titicaca.
     


     
    Mientras mojaba los pies en el helado lago, y Martin se echaba una siesta bajo la sombra de un árbol, hacía un pequeño análisis en forma de conclusión de aquel gran país que pronto abandonaríamos.
     
    Bolivia quedaría marcada como mi primera experiencia de viaje fuera del país. Y como todo primer intento, había tenido sus altibajos. Al principio me había chocado bastante la forma de ser de sus habitantes y me había molestado mucho. Pero de a poco, uno va adaptándose como el invitado que es, a las “reglas de la casa” y, a fin de cuentas, yo podía identificarme en algo con Bolivia. Yo también actuaba bastante cerrada, recelosa y hasta algo tímida con todo esto nuevo que se me presentaba…. Quizás es como dicen: lo que te molesta de lo demás es lo que uno mismo no tiene resuelto, y sólo había que aceptar y entender cada situación en particular.
     


     
    Me abrumaba un poco pensar que, después de tantas cosas vividas en los últimos 5 meses, el ascenso por Latinoamérica recién iniciara y, no voy a mentirles, con aquellos colapsos que había tenido, también comenzaba a dudar de si realmente tenía las agallas para hacer aquel viaje
     
    Pero sólo bastaba alzar la vista y ver ese maravilloso lugar donde estaba para saber que si aquello era la recompensa de todos los tropiezos que podía tener en el camino, bien valdría la pena
     


     
    Al día siguiente desarmamos la carpa, nos despedimos de los demás acampantes (argentinos ) y encaramos para el paso fronterizo a Perú. Está de más describir la emoción que teníamos por cruzar a este país, después de todo lo que habíamos escuchado hablar de él. Pero, la emoción duró bastante poco al llegar a la frontera y encontrarnos con una larga fila de autos esperando. El paso estaba cerrado, porque los empleados estaban ALMORZANDO . Bueno, con los últimos vestigios de paciencia que aún nos quedaban esperamos hasta que finalmente todo se puso en movimiento y en pocos minutos ya estábamos esperando a ser atendidos en ventanilla para tramitar la salida de Bolivia.
     


    Nos vamos de Copacabana...o eso creíamos..
     
    Un policía de la aduana se acercó a nosotros en ese momento y con poca amabilidad nos pidió los papeles de ingreso al país. Le entregué todos los papeles que tenía en la mano, y manteniendo la misma postura arrogante los revisó uno a uno. Sin mirarme me los devolvió diciendo que esos no eran los papeles. Me puse pálida como una hoja…. ¿cómo que no eran? ¿De qué papeles me estaba hablando entonces?? Nerviosa, revisé todos mis bolsillos, billetera, cartera, en busca de ese “papel”… pero nada. Como habíamos hecho el cruce de Argentina a Bolivia simplemente con el documento de identidad, no teníamos un sello en el pasaporte. Entonces recordé lo desorganizado y confuso que había sido el ingreso, desde La Quiaca y supe de inmediato que el incompetente de la aduana nunca nos había dado ningún papel.
     
    Como era una de nuestras primeras salidas del país, para mi aun todo era confuso, que los papeles de entrada, de salida, de la moto, los sellos, las firmas…. Y evidentemente nunca había notado que no me habían hecho entrega del documento de ingreso al país.
     
    Cuando escuché al oficial de la aduana amenazarnos con que debíamos pagar una multa de 300 bolivianos CADA UNO (algo así como 120 DOLARES) por evasión de aduana, entré en desesperación y comencé a revolver las mochilas y las valijas de la moto en busca de ese $#@& papel! :eek: No podíamos pagar semejante suma de dinero, no con las monedas contadas como las teníamos para continuar nuestro viaje!
     
    El desagradable hombre nos dijo que la única opción que teníamos era viajar hasta La Paz, y dirigirnos al edificio de Migraciones para hacer la denuncia y pedir un duplicado. Pero, aclaró, si no estábamos registrados en el sistema, no podrían hacernos el duplicado y deberíamos pagar la multa.
     
    La amargura me cayó como un balde de agua helada. Le pedimos al oficial si no podían comunicarse en aquel momento con Migraciones de La Paz para verificar si estábamos o no en el sistema, lo cual nos ahorraría tiempo y plata. Pero el “adorable” hombre se negó a hacerlo. Sinceramente tenía ganas de destrozarles todas las oficinas y cortarles las gargantas a todos y cada uno allí adentro.
     
    Resignados y tragándonos toda la bronca, no nos quedó otra que volver “con el caballo cansado” de regreso al camping, donde nos recibieron sorprendidos, pero consolándonos con unas pizzas caseras hechas al horno de barro.
     
    Al día siguiente, nos despertamos a las 6 de la mañana! (me hicieron levantar temprano ) y nos tomamos una combi hasta La Paz. Hasta ese momento siempre nos habíamos manejado con vehículo propio, pero esta vez experimentaría en carne propia el famoso transporte público que tanta mala fama tiene en Bolivia.
     


    Camino a La Paz
     
    La combi se llenó hasta explotar (realmente me hacía recordar a esos pequeños autitos de las caricaturas del cual comienzan a salir decenas de payasos), e iniciamos el camino hasta La Paz. En cada curva que doblaba mientras avanzábamos por las sierras, yo sentía que las ruedas laterales quedaban en el aire y me aferraba al asiento mientras me estampaba contra la ventanilla. Pero supongo que estaba bastante somnolienta y en menos de lo que esperaba, ya estábamos en La Paz.
     
    Yo pensé que no volvería a aquella ruidosa ciudad, pero allí estábamos nuevamente. Nos tomamos otra combi que a las tres cuadras se detuvo por completo por una falla y terminó dejándonos a pie. En medio de aquel centro, en hora pico, fuimos cuasi corriendo entre la multitud de personas y cruzando por entre combis y vehículos hasta que, con la lengua afuera, llegamos a las oficinas de Migraciones.
     


    Las calles de La Paz
     
    Una muy estirada mujer nos atendió y antes de que pudiéramos explicarle por completo el motivo de nuestra presencia, nos cortó bruscamente diciendo que aquello era “evasión de aduana y que debíamos pagar una multa de 300 bolivianos”. La calma se me fue desquebrajando por dentro , pero Martin, más centrado, le explicó que debíamos hacer la denuncia y el duplicado y que no íbamos a pagar la multa.
     
    La mujer nos envió hasta la policía turística, que quedaba alrededor de 15 cuadras más abajo, así que salimos corriendo (sólo teníamos una hora antes de que Migraciones cerrara ), llegamos al destacamento, realizamos la denuncia y con todos los papeles correspondientes regresamos.
     
    El colmo máximo fue cuando el hombre que nos atendió en Migraciones, apenas al escucharnos decirle que veníamos a pedir el duplicado del papel de ingreso, tomó una ficha de un cajón y simplemente nos la dio para que completáramos nuestros datos. Ni chequeó en el sistema, ni siquiera miró las copias de la denuncia
     
    Sello y volvimos a Copacabana.
     
     
     
     
     
     
     
     
    Entrá a mirar el álbum
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     


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  13. Ayelen
    Más allá de todos los paisajes que nos habían asombrado y encantado hasta aquel momento en la Patagonia argentina, una de las mejores caminatas que realizamos en El Bolsón, fue la del Cajón del Azul: Un enorme río, al que llaman Río Azul, encajonado por altas paredes de piedra, rodeado de bosque nativo. De sólo imaginarme aquel paisaje, me llenaba de ansías para arrancar la excursión. El día anterior, debimos dar aviso a las oficinas de turismo, ubicadas en la plaza central de El Bolsón, donde nos registramos y nos brindaron un práctico mapa. A lo largo de un extremadamente largo sendero (de varios días de caminata) se encuentran diferentes refugios en los que uno puede pasar la noche, por lo que decididos a ello, nos equipamos con comida y las bolsas de dormir.
    Partimos una mañana entonces, desde Las Golondrinas en la moto, hasta llegar a un conocido paraje, llamado Chacra de Wharton, a aproximadamente 15 kilómetros. Allí debíamos dejar la Honda, ya que no se puede avanzar más en vehículo.
    Abrigados porque el día estaba bastante fresco, iniciamos la caminata. No les voy a mentir, fue un sendero muy cansador para mí y difícil, pero voy a intentar no adelantarme. Iniciamos descendiendo por un empinado camino marcado hoscamente en la tierra, hasta continuar con una senda más ancha, rodeada de un bosque de cipreses y cohiues. Y desde ese punto, comenzamos a subir.

    Paso a paso, íbamos ascendiendo a través de la pendiente que se internaba en aquel espeso bosque, siguiendo las flechas indicativas pintadas en las rocas o en los troncos de los árboles. A medida que avanzábamos, escuchábamos más cerca la turbulencia de un poderoso río, y eso nos animaba a seguir. La verdad es que yo debía detenerme cada algunos pasos para oxigenarme, porque el camino en aquel punto fue muy exigente. Para aumentar “la aventura”, a mi querido novio, no se le ocurrió mejor plan que salirse del camino principal, internándose en el bosque. Como ya les dije, está un poquito loco
    Al principio, ir haciéndonos paso entre la maleza, corriendo ramas y saltando raíces fue bastante divertido y emocionante… pero a medida que avanzábamos y nos internábamos más, la cosa comenzó a ponerse un poco complicada. Algunos metros más adelante nos cruzamos con lo que parecía ser un viejo camino, marcado débilmente en el suelo, y comenzamos a seguirlo, suponiendo que nos llevaría nuevamente a la senda principal.
    Aquello se puso realmente abstracto cuando comenzamos a avanzar por el borde de una vertical pendiente, con una peligrosa caída, varios metros hacia debajo de mucha vegetación. Casi que debía ir trepando, sosteniéndome de fuertes raíces para no rodar cuesta abajo. Ya bastante molesta con Martin porque ya aquello se estaba tornando demasiado para mi, decidimos desviarnos por segunda vez de aquel viejo camino y, afortunadamente, salimos al sendero principal.
    Sin más locuras, porque realmente se corre el riesgo de perderse en aquel laberinto de árboles, continuamos el ascenso por aquel camino de tierra y piedras, hasta llegar al responsable del estruendoso sonido que escuchábamos a lo largo del camino. Delante de nosotros, se abría un violento cauce de agua, una rama del Rio Azul, que descendía rápida y violentamente por entre gigantescas rocas claras.
    Un no muy confiable puente hecho de sencillas maderas se tambaleaba peligrosamente por sobre aquel caudal de agua. Aquel había sido el único medio para pasar por encima del brazo del Rio, pero (quizás quitándole un poco la aventura al camino, hay que admitir) un robusto, sólido y mucho más seguro puente de acero se había construido a su lado. Martin no dejó de quejarse de lo mucho que afectaba el sendero aquel puente, pero yo lo transité feliz y tranquilamente

    Continuamos el camino, que ahora bordeaba aquel sonoro caudal de agua cristalina. A medida que íbamos ascendiendo, por entre las copas de los árboles podíamos ver aquel brazo hacerse más angosto, escoltado por enormes paredes de piedra. El agua corría vertiginosamente saltando por entre las piedras y golpeando violentamente al caer.

    Luego de casi dos horas de continua travesía, llegamos al primer paraje del sendero, el refugio La Playita. En esta parte, el camino descendía sinuosamente hasta llegar a una cabaña situada en unas playas pedregosas, donde el agua corría más lenta y tranquilamente. En aquel lugar se puede acampar, comer algo o pasar la noche dentro del refugio, pero simplemente nos limitamos a recorrer las orillas, caminando por sobre hoscas piedras y continuamos la travesía. Sé que en épocas veraniegas, la gente suele bañarse en esas playas, pero esa idea estaba lejos de ser concretada para nosotros aquel fresco día.

    Aun nos restaba una hora más de ardua caminata por entre el bosque de grandes y altos pinos, en un tramo del mismo, debimos subir, escalando unos escalones realizados con gruesos troncos adheridos a una vertical pared de tierra.

    A medida que avanzábamos íbamos descubriendo algunos arroyos que cruzaban el bosque y a nuestro costado íbamos observando como el Rio Azul (ya habíamos conectado con él, a través del brazo) comenzaba a encajonarse en un abrupto cañadón, por entre el cual el agua corría rápidamente, arremolinándose en algunos sitios.
    Las paredes de aquel cajón se aproximaban cada vez más, a medida que continuábamos la caminata, hasta que llegó un punto que increíblemente ambas paredes estaban sólo separadas por apenas 80 cm. Un sencillo puentecito, hecho con algunos troncos conectaba ambas márgenes, pero uno podía saltar prácticamente de un punto al otro.

    Si se miraba hacia abajo, a 40 metros más o menos se podía ver el caudal el Rio Azul haciéndole honor a su nombre, ya que el agua realmente tiene un precioso color azul, a veces aguamarina cuando le pegan los rayos de sol, que no dejaba de deslumbrarnos.

    Cruzado aquel singular puente, un cartel nos indicó que sólo faltaba poco para llegar al refugio del Cajón del Azul. Apuramos la marcha hasta encontrarnos con una llanura, cubierta de campos de pastura. Unas vacas nos dieron la bienvenida en la tranquera e ingresamos al refugio. Como todos los refugios de aquel lugar, también podíamos pasar la noche allí, pero a pesar del cansancio y el agotamiento que sentíamos en nuestras piernas, una vez que recuperamos el aliento, con Martin decidimos seguir unos kilómetros más, aprovechando los últimos vestigios de luz del día, al siguiente refugio: El Retamal.
    Ni bien comenzamos a caminar los últimos tramos hacia nuestro objetivo, me arrepentí rotundamente. Aquellos últimos metros, había que hacerlos por entre altos árboles, tomando una difícil pendiente que ascendía varios metros. Con las rodillas casi temblándonos, llegamos a la cima, completamente exhaustos y desde allí, vislumbramos el siguiente refugio. Ingresamos a un extenso y verde campo con una sencilla casita ubicada en el medio. Un imperioso cordón de montañas rodeaba todo el paisaje.

    Un joven nos dio la bienvenida y nos indicó el lugar de la casa que podíamos utilizar, una cálida habitación con mesas y sillas tapizadas de lana de oveja y una pequeña cocina.
    Cansados y hambrientos por aquel arduo esfuerzo que nos llevó la caminata de todo el día, nos preparamos unos fideos y nos fuimos a dormir. En la parte superior de aquella habitación, un altillo servía de dormitorio, donde varios colchones se encontraban dispersos en el suelo. Recuerdo haberme metido dentro de mi bolsa de dormir y simplemente me desmayé.
    A la mañana siguiente, temprano, decidimos comenzar el retorno. El sendero sigue mucho más allá, llegando incluso a un glaciar, llamado Hielo Azul, pero no llevábamos la suficiente comida y ropas para pasar muchos días más en el bosque, por lo que había que volver.
    Sin embargo, antes de tomar el camino de vuelta, el encargado del refugio nos aconsejó que visitáramos un lugar, ubicado en altura, llamado Paso de Los Vientos.
    Sinceramente, mis pobres piernecitas no querían saber más nada con seguir subiendo, pero a pesar de mis quejas, aquello valió totalmente la pena. Fuimos avanzando a través de un sendero que ascendía internándose en el bosque, el cual crecía atravesando el camino. Debimos ir esquivando ramas, corriendo hojas y saltando raíces. El rocío de la mañana había humedecido toda la vegetación y pronto terminamos nosotros también completamente mojados, al ir rozando con todo el follaje que se interponía en el camino.
    El camino llegó hasta el comienzo de unas altas colinas que fuimos ascendiendo por entre grandes rocas, y cuando al fin llegamos a la cima nos quedamos anonadados. A nuestro alrededor se abría un gigantesco valle tapizado de bosque y más allá todo estaba rodeado de grandes montañas.

    En aquel lugar reinaba la absoluta paz y el silencio. Realmente uno se sentía muy insignificante al lado de tal abrupto paisaje.
    Permanecimos varios minutos allí, llenándonos de aire puro y contemplando aquel paisaje maravilloso. Me senté sobre la sima de una de las más altas colinas y me quedé simplemente maravillada. Aquella ardua caminata, realmente había valido la pena. Aquel lugar era increíble!

    Descendimos nuevamente al refugio El Retamal, tomamos nuestras mochilas y emprendimos el regreso a El Bolsón.
    Antes de llegar al Refugio del Cajón del Azul, en el cual no habíamos parado el día anterior, nos desviamos, curiosos de seguir una indicación en un desprolijo cartel de madera que indicaba el camino al “nacimiento del cajón”.
    Solo unos pocos metros más adelante descubrimos, efectivamente, el sitio exacto donde el río comenzaba a correr por entre el nacimiento de grandes rocas que más adelante se convertirían en el Cajón del Azul.

    El agua increíblemente cristalina saltaba por entre las rocas y se escurría cuesta abajo con fuerza. Se podía ver el fondo rocoso de tan transparente que era el agua.

    Un precioso Martin Pescador, un ave típica de la zona, famosa por sus habilidades en la pesca, sobrevolaba el rio en busca de alimento. Era la primera vez que veía a este precioso animal en persona

    Retomamos otra vez el camino y regresamos por sobre nuestros pasos hacia la moto. El camino de vuelta creo que fue peor que el de ida, si tengo que serles sincera, pero al final, llegamos cansados pero felices al reencuentro con nuestra querida Transalp.

     
  14. Ayelen
    Pareciera que visitar Perú y no ir a Machu Picchu es algo así como ir a un cumpleaños y no comer la torta, digamos. Machu Picchu se convirtió en uno de esos lugares a los que, alguien que se jacte de ser viajero, tiene la obligación de ir.
     
    Claramente todo esto me parece muy exagerado porque puedo asegurarles que Perú esta atestada de ruinas arqueológicas que nada tienen que envidiar a Machu Picchu. Incluso supe de ruinas de mayor tamaño y más impresionantes que están inmersas entre montañas y selva (se debe caminar durante 5 días para llegar a ellas ) en el corazón de lo que alguna vez fue el extenso territorio inca.
     
    Pero toda la atmosfera que rodea a Machu Picchu su aire místico y aventurero y sentíamos que si no pisábamos aquel incaico lugar, no estaríamos completos. Incluso llegar a Machu Picchu ya era todo un misterio para nosotros. No entendíamos bien hasta dónde podíamos llegar con la moto, o cuánto tendríamos que hacer a pie. Por eso fuimos preguntando a otros amigos viajeros que nos fuimos haciendo por el camino y que ya iban más adelantados y organizamos la excursión. A lo largo de este relato iré dándoles algunos consejos a quienes quieran visitar las legendarias ruinas de Machu Picchu tal como nos los dieron a nosotros y que puede facilitar su viaje.
     


     
    Lo primero que se debe hacer es comprar la entrada (claro está). Esto se puede hacer a través de la página del gobierno de Perú ( http://www.machupicchu.gob.pe/ ) o bien directamente en Cusco.
    CONSEJO N° UNO: Si bien la idea de pagar con tarjeta en cómodas cuotas a través de internet puede sonar tentativo, sé de muchas personas que tuvieron problemas con la página a la hora de efectuar la compra. La página es muy lenta, se traba con facilidad y es difícil efectuar la compra, por lo que es mucho mejor adquirir las entradas directamente en Cusco, donde también se puede pagar con plástico.

    Ahora bien, tenemos diversos “tipos” de entradas:
    Sólo el ingreso a Machu Picchu: 128 Soles (40 USD aproximadamente)
    Ingreso a las ruinas de Machu Picchu + Museo: 150 Soles (50 USD aproximadamente)
    Ingreso a las ruinas de Machu Picchu + el ingreso a la montaña HuaynaPicchu: 152 Soles (50 USD aproximadamente)
    Ingreso a las ruinas de Machu Picchu + ingreso a la montaña MachuPicchu: 142 Soles (45 USD aproximadamente)

    Además hay dos franjas horarias para las visitas a la montaña de HuaynaPicchu. Si compramos la entrada que incluye la escalada de esta montaña debemos optar por el grupo G1, donde tenemos que ingresar a la montaña de 7:00 a 8:00 o el G2, con horario de 10:00 a 11:00.
     


     
    Como hay cupos limitados para el ingreso a las ruinas, es recomendable sacar las entradas con tiempo. De hecho en la página del gobierno de Perú, se puede chequear la disponibilidad de cupos para la fecha que queramos. Por lo general, para cualquier tipo de entrada, sacándola desde Cusco se consigue con 3 o 4 días de anticipación. El problema radica en conseguir la entrada que incluye la visita al HuaynaPicchu, porque se suelen llenar los cupos de inmediato por lo que conviene adquirir la entrada con dos o tres meses de anticipación, mínimo . Esto supone el condicionante de estar en Machu Picchu el día exacto para el cual sacamos la entrada, porque no se puede cambiar la fecha una vez adquirida.
     
    Como Martin y yo no queríamos depender de una entrada, optamos por comprar en Cusco entradas para las ruinas que incluían la visita a la montaña MachuPicchu, y planeamos viajar para estar el día anterior en Aguas Calientes o Machu Picchu Pueblo.
     


    CONSEJO N°2: No importa para qué fecha saquen la entrada, procuren calcular bien el tiempo que tarden en llegar a Aguas Calientes, dependiendo del transporte con que lo hagan y estén un día antes, por lo menos.

    Ese era nuestro plan, pero un repentino dolor de muelas que atacó a Martin y una obligada visita a Urgencias nos atrasó un día . Así que, con un día de retraso, salimos de Cusco rumbo nuevamente a Ollantaytambo, y desde allí tomamos el camino recomendado hacia Santa María. Llegamos con la última luz del día al pueblo y, a pesar de que aún nos faltaban algunos kilómetros hasta Santa Teresa (la última ciudad más cerca de Machu Picchu a la que se puede llegar en vehículo) desde ese punto el camino se convierte en ripio y hacerlo de noche iba a ser un suicidio. Por lo que nos alojamos en un hotel y pusimos nuestras alarmas a las 5 de la madrugada. Teníamos entrada para Machu Picchu al día siguiente, y aun nos faltaba recorrer bastante para llegar.
     
    Aquel día fue muy largo y completamente agotador. Por eso mismo recomiendo que hagan toda esta loca travesía de llegar a Machu Picchu con tiempo y NUNCA el mismo día que tienen para ingresar a las ruinas . Salimos con los primeros rayos de sol y tomamos el camino de ripio.
     


     
    Alguna vez escuché que a todo ese tramo lo llaman “El camino de la Muerte II” y la verdad es que es bastante acertado ese mote. La carretera deja en pocos minutos Santa María atrás y comienza a ascender por unas grandes montañas hasta que la altura se vuelve realmente vertiginosa. La niebla de la mañana que se desplazaba pesadamente por entre los picos, le daba un toque un tanto lúgubre a la situación, aunque no dejaba de ser un paisaje impresionante.
     


     
    Y así arribamos, antes del mediodía a Santa Teresa. El camino continúa sólo hasta una Hidroeléctrica y allí finaliza, por lo que hay que comenzar a caminar. No estábamos seguros de encontrar estacionamiento para dejar la moto en aquel lugar, por lo que nos pareció más seguro dejar la Honda en un camping de Santa Teresa.
    CONSEJO N°3: Desde la Hidroeléctrica se debe caminar 10 km hasta Aguas Calientes, y si bien es un trayecto recto sin muchas dificultades, siempre es mejor ir lo más liviano posible y llevar una botella de agua.

    Como cada minuto que pasaba era un minuto menos en Machu Picchu, decidimos tomarnos un taxi desde Santa Teresa hasta la Hidroeléctrica, porque además la idea de agregarle 6km más a los ya 10km obligados que deberíamos caminar, nos parecía un tanto agotador. El taxista sumó unos 3 turistas más (europeos) al taxi para aligerar los gastos e hicimos el último tramo hasta la Hidroeléctrica.
     
    Ya sobre el taxi comencé a preguntarme por qué habíamos dejado nuestras vidas en manos de aquel joven y despreocupado taxista que sin ningún problema, con una música folclórica estridente que sonaba de unos arruinados parlantes, hacía doblar aquel destartalado taxi a toda velocidad por las curvas de la carretera que corría a gran altura por entre la ladera de las montañas Dando fuertes tumbos llegamos a la Hidroeléctrica, que no es más que eso… una Hidroeléctrica en el medio de la nada.
     
    Allí nacen las vías del tren que llegan hasta Aguas Calientes, por lo que simplemente hay que seguirlas. (Este trencito simpático que te lleva hasta Aguas Calientes, evitándote la caminata no baja su precio de los 100USD… )
     
    En los primeros metros de las vías hay varios puestos apostados, que recomiendo aprovechar si no se hicieron de agua o comida porque luego la cosa se pone bastante desolada.
     
    Como dije antes, la caminata no es difícil y la verdad que uno la termina disfrutando porque el paisaje que se atraviesa es sencillamente fantástico. Cruzamos un viejo puente y seguimos por las vías mientras delante nuestro nacían unas grandes montañas cubiertas de selva enmarañada e impenetrable.
     


     
    Por momentos, la humedad se volvía un tanto sofocante, y creo que hubiéramos hecho varias paradas a descansar si no hubiéramos tenido el apuro de entrar a Machu Picchu ese mismo día.
     


     
    Caminar 10 km parece poco, pero se termina haciendo un poco largo. Hasta que finalmente llegamos a la base de una enooooooorme y descomunal montaña, donde un paisano sentado tranquilamente en una silla te recibía la entrada. Cuando supe que debía subir esa gran montaña que tenía frente a mi quise salir corriendo
     


    CONSEJO N°4: Desde Aguas Calientes salen combis que por poco dinero te llevan hasta la cima y verdadera entrada al Machu Picchu. Recomiendo 100% estas combis aunque sea sólo de ida para después bajar a pie si se quiere economizar más.

    Subir esa montaña a través de unas destartaladas escaleras realizados en la ladera terminó por confirmarme lo que venía sospechando desde que inicié el viaje: Odio, realmente ODIO subir caminos empinadas. Sólo diré que maldecí a todo el mundo mientras mis adoloridas piernas subían escalón por escalón
     


     
    Nos tomó más de una hora llegar hasta la cima, donde se encontraba la verdadera entrada a las ruinas. Llegue bañada en sudor, con las piernas temblando y casi sin responderme y completamente sedienta. En la entrada, como en todos estos sitios explotados turísticamente, había un gran y pomposo restaurante, un local de venta de souvenirs y baños. Y muchísima gente.
     
    Si algo terminó de empeorar mi humor fue ver los precios de las cosas. Ok, entiendo que todo es muy turístico y que las cosas allí me salgan ridículamente caras… pero ya cobrar por entrar a los baños???
     
    Finalmente para cerca de las 12 del mediodía después de una ajetreada mañana, ingresábamos a las ruinas de Machu Picchu.
     
     


    CONSEJO N°5: Los cuidadores del lugar suelen tener poca paciencia y no van a dudar en echarte a patadas si es necesario. Recomiendo no meterse por lugares en los que no esté permitido. Recibí una agresiva y exaltada llamada de atención cuando inocentemente me subí a un bajo murallón para sacarme una foto.

    Una vez allí, admito que mi mal humor se me despejó automáticamente porque la primera imagen con la que uno se choca al entrar, suele dejarte atónito. A pesar de haber visto las ruinas de Machu Picchu tantas veces en revistas y fotos, estar ahí realmente llega a erizarte los vellos de la nuca.
     


     
    Dejando de lado el hecho de que todo allí esta restaurado (es decir, no es que uno toca exactamente una pared que fue testigo de la vida de los incas, sino una reconstrucción de la misma), las ruinas y el paisaje se acoplan de tal manera que uno se siente entrar a otro mundo. A aquella altura, unos 2500 msnm, la vista panorámica es una de las más espectaculares que apreciamos en todo el viaje. Las montañas son más bien delgadas y terminas en suaves picos redondeados, como si fueran dedos gigantes elevándose desde la tierra, y todo está cubierto de un manto verde frondoso que se mezcla con las nubes blancas que se desplazan sobre las sierras.
     
    Machu Picchu agrupa diversas construcciones arqueológicas. Por un lado veíamos los ya conocidos balcones de cultivo, hacia el sur, y luego se encontraba el área de residencia, donde moraban los incas, y donde también hay diversos restos de templos religiosos.
     


    CONSEJO N°6: Este consejo puede ser un poco obvio, pero como en todas las ruinas incaicas de Perú, es preferible contratar un guía o, si no se pueden dar ese lujo (como nos pasaba a nosotros), leer sobre los lugres antes de visitarlos porque de lo contrario creo que no se aprecia la historia y la riqueza del lugar al 100%.

    Por caminos empedrados marcados sobre el césped, fuimos internándonos entre las trabajadas paredes sobrevivientes, atravesando conjuntos de casas y llegamos a un gran predio que era el sector agrícola conformado por balcones de cultivo dispuestos en las pendientes de todas las bajas colinas del terreno.
     


     
    Habíamos llegado fuera del horario de ingreso a la montaña MachuPicchu, pero honestamente no lo lamenté porque después de haber caminado 10km y luego de haber subido esas interminables escaleras, no quería saber más nada con subir NADA Aunque no conocí nadie que no haya salido fascinado de subir ambas montañas y aseguran que la vista es más increíble... así que, al que le guste caminar, se lo recomiendo.
     


     
    Subiendo y bajando por aquel laberinto de ruinas y turistas, llegamos a una colina que exhibía en su cima, la famosa piedra Intihuatana, uno de los objetos más estudiados que al parecer se relaciona con los conocimientos astronómicos incaicos.
     


     
    Luego de algunas horas recorriendo Machu Picchu, nos desorientamos un poco porque el lugar es lo bastante grande como para que uno termine mareado pero puedo recorrerse tranquilamente por completo en pocas horas.
     
    Llegamos incluso a visitar el puente del Inca, caminando a través de un débil sendero de tierra que se metía entre la vegetación y dejaba atrás la ciudad de Machu Picchu y que luego se convertía en un angosto camino, por la ladera de una montaña con una caída bastante importante.
     


     
    Después de un día muy largo y lleno de emociones distintas, nos tiramos en el césped, simplemente a contemplar aquella maravilla del mundo. Sin decirlo explícitamente, sabíamos que éramos muy afortunados de poder pisar aquel suelo y estábamos completamente satisfechos por ello
     


     
    Nos despedimos de Machu Picchu con la caída de la tarde y encaramos los últimos kilómetros (que por suerte fueron pocos) hasta llegar a Aguas Calientes o Machu Picchu Pueblo. En lo personal, quedé encantada con este pequeño y particular pueblito.
    CONSEJO N°7: Dediquen un día a recorrer este hermoso poblado, establecido tan perdidamente en medio de la selva y atravesado curiosamente por las vías del tren.

    El pueblo de Aguas Calientes es algo que nunca vi en otro lado (por lo menos no en Sudamérica). Rodeado de enormes paredes verticales de montañas, con un arroyo que corre velozmente y pequeños puentes que lo cruzan para comunicar un lado y otro del pueblo, Aguas Calientes se levanta como un manojo de pequeñas viviendas y cientos de locales dedicados sólo al turismo (hoteles, restaurantes, bares, comercios).
     


     
    A simple vista parece una ciudad algo desprolija, con tanta vegetación selvática naciendo por doquier y con una urbanización descontrolada, atravesada por calles adoquinadas sin dirección aparente y en diversas pendientes. Pero entonces podemos encontrar la belleza del lugar en los murales de bronce en tres dimensiones que cubren las paredes de un pasillo, o los monumentos al Inca con un enorme cóndor en su hombro, o en ese curioso hecho de ver pasar un tren por medio de un pueblo.
     


     
     
     


     
    Al caer la noche, el pueblo se llena de vida, con cientos de idiomas, culturas y personas entremezclándose en ese rincón perdido del mundo y luces de colores tintineantes que adornan las calles. Pasar un día o más en Aguas Calientes no tiene desperdicio alguno.
     


     
    La vuelta hacia Santa Teresa fue más rápida que la ida. Debimos retomar el camino de 10 km hasta la hidroeléctrica, donde nos cruzamos con varios turistas entusiasmados y algunos amiguitos peludos por el camino
     


     
    Una vez que llegamos a Santa Teresa buscamos la moto y, sin más, tomamos la ruta para seguir nuestro viaje por aquella tierra incaica.
     
     
     
     
     
     
     
    Tanta belleza arqueológica en este álbum! No dejen de pasar a relojearlo
     
     
     
     
     
     
     


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  15. Ayelen
    Desde Parque Ischigualasto, recorrimos sólo unos pocos kilómetros hasta pasar a la provincia de La Rioja. Viajamos durante todo el día hasta el anochecer, cuando arribamos a la capital de la provincia. Como toda gran ciudad, ingresar fue bastante complicado, con mucho tránsito y movimiento en sus calles.
    Llegamos a un Hostel, a pocas cuadras del centro, bastante cansados y con la idea de acostarnos pronto a dormir, pero nuestros planes cambiaron un poco, cuando un grupo de hombres que se alojaban también allí nos invitaron a comer un asado con ellos (un asado!!… pueden creerlo???). Cuando uno de aquellos tres personajes se me acercó con un vaso de fernet (una típica bebida alcohólica argentina) y me invitó a unirme a ellos, claramente supe que habíamos llegado al lugar correcto Así que aquella noche se nos extendió más de lo que planeábamos, pero terminamos con nuestros estómagos llenos y felices.

    Plaza principal en La Rioja
    Permanecimos algunos días en La Rioja, y luego retomamos viaje para pasar a Tucumán, la provincia vecina. Luego de dejar atrás la ciudad, de a poco nos fuimos internando nuevamente en la calma de la carretera, atravesando grandes campos verdes con sierras en el horizonte.
    Al atardecer, comenzamos a buscar algún lugar paraarmar la carpa, y casualmente, luego de pasar un pequeño pueblito, vimos un cartel sobre la ruta que decía: ”campingÍndigo”. Asíque nos adentramos en el campo, por un ancho camino de tierra en mal estado hasta que llegamos a la sencilla entrada de una casa.

    Inciertos, bajamos de la moto e ingresamos al camping. Allí conoceríamos al personaje más extravagante de todo el viaje. Ante nosotros se presentó Eber, un peculiar hombre que vivía en aquella casa junto a sus hijos y su esposa. Eber había construido con sus propias manos su hogar y en aquel inmenso terreno había levantado un pequeño refugio, en el cual albergaba a acampantes. Este hombre nos apabulló bastante, porque era de aquellas personas que no paran de hablar ni un segundo y no terminaba una idea, que ya comenzaba con otra. En solo 5 minutos nos contó sobre su vida de peluquero en Estados Unidos, opinó sobre política, nos contó la historia del camping, de su mujer, de su pelea con un extranjero y no sé cuántas cosas más que ya he olvidado.

    Quedamos un poco desconcertados por la arrolladora presentación de Eber, pero decidimos quedarnos y pasar la noche. A pesar de que este hombreestaba un poquito loco, realmente había hecho un increíble trabajo con aquel refugio. Tenía una sala principal que era atravesada por un arroyito (así de bello como se oye), dondetambién había una cocina y una genial mesa de ping pong, en la que jugamos algunos intensos partidos con Martin. En un piso superior, estaban los dormitorios que disponían de camas y frazadas. Como la amante de las series policiacas que soy, realmente creía que Eber tenía algún tinte psicótico en su personalidad y que podría aparecer durante la noche y matarnos con sus tijeras de peluquero, pero dormimos bien! XD

    Al día siguiente seguimos camino. Ya dentro de la provincia de Tucumán, la ruta nos fue llevando por entre grandes cerros cubiertos de vegetación, por entre los cuales cada tanto veíamos correr algunos arroyos de cristalina agua. Además de los ya conocidos guanacos, ahora algunos burros y asnos levantaban sus grandes orejas, al costado del camino cuando pasábamos cerca de ellos. Nos encaminamos hacia las cumbres calchaquíes, que debíamos pasar para llegar hasta la localidad de Tafí del Valle, en Tucumán.

    Ya era tarde cuando comenzamos a ascender por entre las cumbres. El camino sinuoso bordeaba grandes cerros y allí vimos por primera vez los cardones. Decenas y decenas de cardones, por donde mirara, se elevaban con sus brazos hacia el cielo y sus amenazadoras espinas.
    No nos faltaba mucho para llegar al punto más alto del trayecto, cuando Martin decidió parar en un llano y acampar allí para pasar la noche. Faltaba tan poco para llegar a Tafí del Valle y en esa altura corría un viento tan frío, que para ser sincera la idea me pareció horrible y me puse de muy mal humor. Pero entonces supe que en realidad aquella había sido una parada de emergencia: oportunamente el cable del embrague de la moto había comenzado a cortarse y sólo “pendía de un hilo”, debíamos detenernos antes de que se soltara del todo y a la mañana siguiente, con luz, Martin le haría un arreglo provisorio para al menos llegar a Tafí.

    Desde aquel llano teníamos una vista privilegiada. Podíamos ver el camino que habíamos recorrido y las cumbres calchaquíes, cubiertas de cardones. Un par de burros se alejaron miedosos cuando nos vieron bajar de la moto, y nos observaron desde lejos mientras armábamos la carpa. Por entre los bajos arbustos que nos rodeaban corría un viento muy, muy fuerte, por lo que debimos amarrar la moto por miedo a que las ráfagas la voltearan durante la noche.

    A la mañana siguiente fue toda una odisea guardar la carpa, porque el viento era tal que nos volaba todo. Casi con las cosas en el aire, empacamos todo como pudimos y comenzamos el último trayecto del camino. Creíamos que sería sencillo y en pocas horas estaríamos arribando a Tafí del Valle… pero fue un poco más complicado que eso.
    Ya desde que habíamos arrancado, pudimos ver desde lejos una gran y espesa neblina estancada sobre el camino. Justo en un lugar llamado Infiernillo (nunca un nombre más exacto para ese momento) nos adentramos de lleno en aquella neblina húmeda.
    A varios metros de altura, y dentro de aquella helada nube la temperatura comenzó a descender drásticamente. Sólo podíamos ver a escasos dos o tres metros por delante de la moto, luego todo era neblina. Con sumo cuidado fuimos avanzando por la carretera mientras una molesta llovizna se agolpaba en los visores de los cascos empeorando aún más la visión. Martin debió levantar el visor de su casco porque decía que no veía nada, pero, para colmo, el casco que llevaba en ese momento ya estaba bastante destartalado y el visor no permanecía en alto, y con cualquier movimiento se caía. Por lo que yo tenía que sostenerle el visor desde atrás para que el pudiera ver y ….no morir en el camino, básicamente.
    El frio era tal que de repente comencé a notar que la humedad de la neblina que se acumulaba en los visores de los cascos y en nuestras ropas estaba congelada! :S Teníamos una fina capa de hielo sobre los cascos y sobre las camperas. Aquello se estaba tornando bastante heavy.
    Así como el hielo se formaba en nuestras ropas, también se estaba formando sobre el asfalto, y eso volvía el camino bastante resbaladizo y muy peligroso. Cuando pudimos divisar entre aquella neblina una pequeña casita, al costado de la carretera, Martin decidió parar y preguntar si no nos podíamos resguardar allí mientras pasara aquella molesta lluvia. Pero el hombre que viví allí nos aconsejó que siguiéramos camino, porque nos faltaba muy poco para llegar a Tafí del Valle y según él, aquella nevada recién comenzaba
    Atentos, fuimos avanzando por el camino. La neblina y la llovizna de a poco se fueron convirtiendo en copos de nieve, hasta que finalmente nos encontrábamos viajando bajo una nevada por segunda vez yasí descendimos por el camino hasta llegar a Tafí del Valle.

    Yo solía tener una contractura en la base del cuello, sobre la espalda que cada tanto me molestaba, pero con este viaje, aquella contractura ya se me está haciendo crónica. Con el stress de ese terrible camino, cuando legamos a Tafí del Valle casi no podía mover la cabeza. Martin tenía la cara roja, por el frío que le había pegado de lleno al ir sin el visor.
    Estábamos completamente desconcertados ante aquel clima… siempre creí que en el norte de mi país haría calor… no podía creer que una intensa nevada estuviera cubriendo todo de blanco a nuestro alrededor. Cuando llegamos a un hostel (porque ya sabíamos que era imposible acampar bajo esas condiciones), la dueña del lugar nos recibió con una noticia increíble: En Tafí del Valle solo nieva dos o tres veces por año y nosotros acabábamos de llegar con la primera nevada… una tan intensa que no se tenía registro de algo así en 35 años….  wiiii!
    Tafí del Valle realmente es una localidad muy bella. Me recordó a los pueblos patagónicos con su avenida principal empedrada y sus negocios pintorescos…. Y por la nieve. Cuando salimos a recorrerla al día siguiente, todo estaba blanco. Era realmente extraño ver grandes cardones que uno relacionaría con sitios áridos, llenos de nieve entre sus espinas. Las plazas, los bancos, los árboles, las calles, todo estaba nevado.

    Hicimos una travesía con la moto recorriendo un alto cerro que se encuentra cerca de Tafí, pero no fue tan bueno como creíamos. La nieve había hecho que el camino de tierra se convirtiera en una peligrosa carretera embarrada. Si bien el paisaje desde aquella altura era increíble porque podíamos ver grandes montañas blancas y a sus pies extensos campos y casitas pertenecientes a Tafí, yo iba más atenta al camino porque la moto se tambaleaba todo el tiempo.

    Hasta que en un momento terminamos cayéndonos. La moto perdió el equilibro en un tramo realmente embarroso y nos caímos de lado. Levantar esa pesada moto no fue tarea fácil, y logramos enderezarla gracias a la ayuda de un chico que justamente pasaba por allí, también en su moto. Embarrados y algo golpeados regresamos al hostel. Para levantar un poco los ánimos esa noche fuimos a cenar una típica comida a un restaurante de la zona: quesadilla con tomates y aceitunas y un estofado de llama.

    Luego de disfrutar tres privilegiados días de Tafí del Valle nevado, continuamos nuestro viaje hacia San Miguel de Tucumán, la capital de la provincia.
    En este viaje que estamos haciendo solemos cambiar de situaciones extremas de un día para otro, y en este punto pasó eso. El camino que va desde Tafí del Valle hacia San Miguel, atraviesa enormes montañas cubiertas de una espesa y húmeda selva. Aquella mañana habíamos estando jugando con nieve, y para la tarde un calor sofocante nos envolvía mientras el camino sinuoso atravesaba la selva.

    Para mí era maravillosos aquel espectáculo verde y no paraba de saltar de la moto cada vez que veía algún ave de llamativos colores volar por encima de nuestras cabezas. Ese camino fue uno de los mejores que hemos hecho, sin lugar a dudas. Sobre las grandes montañas tapizadas en verde se dispersaba una tenue neblina, mientras el camino de miles de curvas atravesaba la selva que se cerraba sobre él.

    Llegamos a San Miguel de Tucumán y al instante supimos que estábamos entrando a una gran ciudad cuando un colectivo casi nos arrolla cuando ingresábamos por una avenida principal. Después de la paz que habíamos disfrutada en aquel pueblito nevado, llegar a una ciudad es un cambio muy drástico.
    Nos instalamos en una gran y antigua casona que funcionaba como hostel y permanecimos algunos días en la ciudad de la Independencia. Lo mejor de aquel lugar, como lo serían las próximas provincias norteñas, era sin duda, su gastronomía. Aquel 25 de mayo (día patrio en Argentina) decidimos festejarlo como se debe comiendo una típica comida nacional: Empanadas y locro servido en pan casero.

    Recorrimos mucho el centro de grandes edificios y negocios de la ciudad, pero lo mejor fue ascender con la moto al cerro San Javier. Un gran cerro con una vegetación típica de selva de montaña. Grandes árboles se cerraban sobre nosotros mientras avanzábamos por el sinuoso camino junto a algunos ciclistas. En cada parada que hacíamos a medida que ascendíamos, la vista panorámica era mejor que la anterior. Hacia un lado se podía ver las miles de casitas que conformaban la gran ciudad de San Miguel, mientras que a nuestras espaldas el horizonte se perdí entre grandes cerros verdes.

    Después de disfrutar de las exquisiteces culinarias y los paisajes de Tucumán, seguimos viaje. Pero esta vez, haríamos un pequeño cambio de planes: en lugar de seguir camino hacia el norte, decidimos hacer un pequeño desvío hacia el este del país y visitar una las de maravillas naturales del mundo: iríamos camino hacia las Cataratas de Iguazú.

    Mira el álbum! Aqui :
  16. Ayelen
    Luego de dejar atrás Puerto Madryn esa mañana a fines de febrero, el viaje por la ruta en moto se tornó realmente eterno. Kilómetros y kilómetros de Patagonia, costeando el Atlántico por la Ruta 3, atravesando la provincia de Chubut. Había que estar atento al camino porque los guanacos, que ahora se veían bastante de a grupos, se atrevían a cruzar la ruta sin medir peligro alguno. Más de una vez Martin se había visto obligado a pisar los frenos, cuando estos curiosos animalitos saltaban la cerca de los campos y cruzaban a trote en frente nuestro. También podíamos ver choiques, pero estos eran más cuidadosos y con sólo escuchar el ruido de un vehículo acercándose, corrían alejándose y agitando las alas de una forma realmente muy graciosa.

    La Ruta 3
    Pasamos frente a las entradas para ir a las reservas de Punta Tombo y Cabo Dos Bahías, loberías y pingüineras que recomiendo completamente visitar aunque yo no tuve el honor, y luego de casi 350 km. recorridos, llegamos a la ciudad de Comodoro Rivadavia. Si me había llamado la atención ver emerger la ciudad de Puerto Madryn en medio de la nada, esto fue aún más sorprendente. Entre las bajas colinas de la Patagonia eterna y al pie del cerro Chenque, un cerro muy alto que se destaca completamente de cualquier otro por su altura, nace esta gran ciudad.
    Yo nací y me crié en Buenos Aires, una provincia cuyas localidades se encuentran una al lado de otra, son kilómetros y kilómetros de urbanización, es algo que pareciera que nunca se termina. Supongo que por eso, estas grandes ciudades que se encuentran en el medio de algo tan inmenso y desolado como lo es la llanura patagónica me llaman tanto la atención. El hecho de pensar que uno sale de esa ciudad y se encuentra de repente con esa gran llanura de…. nada! me generaba una sensación extraña… como de “desprotección”. En Buenos Aires puedo caminar cientos de cuadras y no me voy a encontrar de repente con un desierto así! Pero comenzaba en entender que esas sensaciones que me provocaba cada lugar nuevo visitado, también era parte de salir de esa burbujita en la que sin darme cuenta, me había acostumbrado a vivir.
    Martin había vivido sus primeros años de niñez en esta ruidosa y poblada ciudad, así que hicimos un pequeño recorrido, trayendo algunos recuerdos de sus primeros años. Por entre las calles y los altos edificios, se podía ver, a lo lejos, el cerro Chenque, y yo no podía despegar mi vista de esa gran pared de roca que se elevaba en el horizonte.

    La ciudad de Comodoro Rivadavia
    Después de un par de horas recorriendo la ciudad, decidimos avanzar solo unos kilómetros más por la ruta para acampar en el pueblo de Rada Tilly, un lugar que nos recomendaron y realmente fue lo mejor que pudimos hacer. Rada Tilly es un pueblo de bellas y elegantes casas, de una población quizás de clase media alta, que se extiende sobre la costa del Atlántico. Un lugar muy tranquilo y encantador. Llegamos a un camping y, como ya se había convertido en tradición, luego de armar la carpa, fuimos a recorrer las playas. El atardecer comenzaba a extenderse sobre la costa, tiñendo el cielo de unos colores pasteles que nunca antes había visto. Un naranjado, rosado y después un celeste que se iba oscureciendo se extendían sobre nuestras cabezas mientras caminábamos por la húmeda arena, en la orilla.

    Rada Tilly
    A la mañana siguiente, luego de probar unas mediaslunas en una panadería de la zona (las mejores mediasluna de mi vida! ) seguimos viaje por la ruta. Pasábamos a la provincia de Santa Cruz. Cada vez faltaba menos para llegar a nuestro primer objetivo: Tierra del Fuego. Santa Cruz es la última provincia de la parte continental de Argentina. Para llegar a la isla de Tierra del Fuego, el camino obligado atraviesa territorio chileno, por lo que (aunque suene complicado y absurdo), para llegar hasta allí, uno debe salir de Argentina, entrar a Chile y luego volver a ingresar a mi país. A pesar de esto, las ansias iban en aumento. Como también el frio. Ya sobre la moto, debíamos empezar a abrigarnos bastante porque comenzaban a sentirse las bajas temperaturas australes. El paisaje comenzaba a tornarse más verde. Podíamos ver las extensas llanuras tapizadas con pastos verdes, desplazando un poco ese horizonte algo desértico al que veníamos acostumbrados. Aunque aún se mantenían los bajos arbustos y los colores amarillos, verdes y marrones, típicos de la Patagonia.

    Provincia de Santa Cruz
    Este tramo del viaje también fue bastante aburrido. Pasadas dos horas, quizás tres sobre una moto en marcha, debo confesar que la cosa comienza a ponerse incómoda. Las rodillas empiezan a molestar, y ni hablar de la parte de nuestro cuerpo que apoya sobre el asiento. Por eso, cada tanto debíamos parar al costado de la ruta a estirar las piernas. Fue en una de estas paradas que descubrimos un gran estanque al costado del camino, con varias poblaciones de aves acuáticas de la zona. Nos quedamos un tiempo, contemplando los rosas flamencos australes que compartían el lugar con patos barcinos y patos overos. Allí veríamos por primera vez a los cauquenes, que luego nos cansaríamos de ver a lo largo de todo el trayecto que nos quedaba por delante.

    Estanque al costado de la ruta
    Esa noche acampamos en un camping en la localidad de Comandante Luis Piedra Buena. El camping, ubicado en una isla rodeada por el rio Santa Cruz, era un lugar realmente bello, con un paisaje hermoso, pero lamentablemente repleto de gente. Para quien ama la naturaleza y disfruta de la tranquilidad y la calma, una muchedumbre así, con música fuerte y ruidos, puede tornarse un poco fastidioso. Aun así, acampamos y a la mañana siguiente, como ya se había tornado rutina, desarmamos la carpa y seguimos viaje. Solo estábamos a pocos kilómetros de Rio Gallegos, nuestra siguiente parada.

    Camping Isla Pavón
    Rio Gallegos es la capital de la provincia de santa Cruz, por lo que no nos sorprendió encontrarnos con una ciudad gigantesca y extensa en todas direcciones, con autopistas y constante movimiento. Aunque llegamos temprano, casi al mediodía, la verdad que tanto bullicio típico de una ciudad grande, nos quitó las ganas de pasar el día allí, quizás encerrados en un hostel, por lo que nos dirigimos a un centro de información turística para que nos indicaran algún camping o algún lugar agreste para acampar. Fue así como conocimos la Laguna Azul, una laguna ubicada en el cráter de un volcán inactivo.

    Apenas unos escasos kilómetros antes del puesto de frontera para pasar a Chile, se encuentre la reserva geológica Laguna Azul. Hay un sencillo y casi invisible cartel al costado de la ruta que indica la entrada por un camino de tierra. Tan poco visible el cartel que de hecho lo pasamos de largo y tuvimos que retomar la ruta para encontrar la entrada. El camino de ripio, entonces, nos llevaba unos kilómetros, adentrándonos en la estepa hasta llegar a un llano, que funcionaba como estacionamiento. Había algunos autos y personas alrededor. Intrigados, porque no veíamos nada a nuestro alrededor más que la misma llanura de siempre, dejamos la moto y tomamos un pequeño camino, que rodeaba unas bajas lomas. Y ahí lo vimos… frente nuestro se abría un gigantesco cráter con laderas de pendiente bastante pronunciada, y diez metros abajo se podía apreciar la hermosa laguna azul. El paisaje nos dejó anonadados

    Reserva Laguna Azul
    Había varias personas abajo, disfrutando del sol al costado de la laguna. Bajar fue bastante complicado. Había varios senderos muy estrechos marcados a lo largo de las laderas, pero se tornaban muy inclinados en algunos tramos, o resbaladizos cuando se debía pisar sobre piedras.
    Una vez abajo, el volcán, inactivo hace ya miles de años, nos mostraba un paisaje increíble y paradisíaco. Una alfombra verde se extendía por el cráter y en el medio, la laguna con su característico color azul marino intenso. Varios grupos de patos y cauquenes disfrutaban de la tarde, mientras que otras pequeñas aves revoloteaban sobre el agua. A nuestro alrededor se levantaban esas imponentes paredes de piedra, altísimas que cortaban el cielo celeste.

    El atardecer
    El lugar es realmente increíble, sin embargo, notamos que claramente, era un lugar que la gente elegía para pasar la tarde, pero no había ningún indicio alrededor que nos indicara que allí se pudiera acampar. Sin embargo, tampoco había nada que indicara lo contrario, así que decidimos esperar que la tarde cayera, para armar la carpa cuando la gente se hubiera marchado del lugar. Fue así como nos quedamos toda la tarde tirados en el pasto, viendo como de a poco, el sol se escondía tras los acantilados del volcán, y las personas poco a poco iban regresando a sus autos y abandonaban la reserva.
    Cuando ya no había más que un pequeño grupo de jóvenes en todo el gigantesco lugar, Martin decidió acercar la moto, por sobre la ladera, a un lugar donde al menos pudiéramos verla desde allí abajo (obviamente era imposible bajarla por esos caminos angostos e inclinados). Y yo me quedé sola, allí abajo, con la bolsa de la carpa y las mochilas.
    La completa calma y la profunda tranquilidad que reina en cada rincón de ese lugar son increíbles. Lo único que se escuchaba era el continuo graznido de los patos que aún permanecían al costado de la laguna y me miraban curiosos al pasar. Cuando las últimas personas abandonaron el cráter, me vi completamente sola en ese lugar y fue algo realmente intenso. Aproveché los últimos minutos de luz para comenzar a armar la carpa, sabía que Martin iba a tardar en volver porque subir y bajar esa ladera era difícil y llevaba su tiempo. Además, al contrario de lo que ocurría las primeras veces de acampe, ya tenía mucha más práctica en el armado y desarme de la carpa.

    Terminé de armar el campamento con los últimos vestigios de sol que se deslizaban por las altas pendientes y me senté en el suelo, maravillada con el lugar donde había llegado. Una pareja de liebres salió de su escondite en ese momento y corrió hacia la laguna y confieso que me sentí por un instante como Alicia en el país de las maravillas.
    La oscuridad empezó a inundar la laguna, y yo ya empezaba a fastidiarme porque Martin aun no volvía. Podía ver desde allí abajo la luz de la moto que iba y venía. ¿Qué está haciendo con esa moto? Pensaba, indignada de que se tardara tanto y se hubiera perdido ese atardecer. De repente la oscuridad lo invadió todo y me vi realmente en el medio de una profunda negrura. Aunque la oscuridad suele hacer más tenebroso todo, en este lugar eso no ocurría. Aun se podían escuchar los patitos en la laguna, y yo ya me había hecho con la linterna cuando al final vi aparecer a Martin bajando por la pendiente.
    Cuando llegó estaba pálido, sudado de pies a cabezas y casi temblando. Nervioso, me explicó que tratando de acercar la moto lo más cerca posible del precipicio para que pudiéramos verla, se le fue de control por la piedra suelta y la pendiente y casi se le va por el acantilado!!!! Hubiera sido una fantástica historia y el fin de este blog contar cómo mi viaje había terminado porque mi novio había tirado la moto a un volcán… pero por suerte, con ayuda de esas últimas personas que se retiraban del lugar que justo pasaron por donde él estaba, y que lo ayudaron a empujar la moto, pudo dejarla en un sitio seguro. Se notaba que la había pasado mal y le tomó unos minutos recuperar el aliento… se había asustado realmente mucho
    La noche se extendía maravillosamente sobre nuestras cabezas y de repente pudimos ver un cielo completamente estrellado. Uno que está acostumbrado a vivir en luminosas ciudades que ocultan vilmente este fenómeno, realmente queda impactado al ver este espectáculo. Se podía ver perfectamente la vía láctea extendiéndose de manera infinita, como un manojo de miles y miles de pequeñas y grandes lucecitas, tintineando armoniosamente sobre el azul oscuro y profundo del cielo de la noche. Permanecimos los dos boquiabiertos, con la mirada hacia el cielo, queriendo guardar ese recuerdo para que quedara eternamente en nuestra memoria.
    El frio comenzaba a hacerse sentir, y nos obligó a resguardarnos en la carpa. Y ahí pasamos la noche, en medio de ese lugar casi mágico, regalo de la naturaleza, completamente solos, rodeados solo de patos y liebres.
    A la mañana siguiente procuramos levantarnos temprano, para desarmar la carpa y guardar todo, antes de que las primeras personas llegaran a visitar el lugar. El amanecer en ese lugar es igual de hermoso que el atardecer. Desarmamos lentamente las cosas, y emprendimos la subida hacia la moto.

    Justo antes de marcharnos, vimos aparecer un guanaco en lo alto del acantilado, a unos metros nuestro y escuchamos su peculiar llamado por primera vez. Nunca antes había escuchado un guanaco y hacen un sonido completamente raro, como cósmico, con un eco agudo extraño.
    Como si de un saludo de despedida de ese lugar tan especial se tratase, el guanaco vociferó varias veces. Lo saludé agitando mi mano, antes de subirme a la moto y seguimos viaje. Debimos atravesar el territorio chileno y luego embarcarnos en una balsa que cruzaría el estrecho de Magallanes para al fin llevarnos a Tierra del Fuego. Nuestra primera meta estaba cerca de ser cumplida.
  17. Ayelen
    Con la moto funcionando correctamente, todas nuestras preocupaciones se disiparon rápidamente esa mañana. El clima parecía acompañar nuestro humor aquel día, con un sol radiante en un limpio cielo celeste. Era la primera vez que disfrutábamos de un día soleado en la ciudad de Ushuaia, porque desde nuestro arribo, siempre la habíamos visto con un cielo gris y nublado, con lluvia o nevisca.
    Les parecerá una broma, pero la moto finalmente recorrió cinco cuadras, y volvió a morir. Nuestra frustración fue total. Sin otra opción, la moto regresó taller y nosotros volvimos cabizbajos al hostel, a la espera de una prometida respuesta por parte de los mecánicos, que nunca llegó. Vimos el esplendoroso día, desde la ventana del hostel, con una amargura que quería expresarse en llanto, pero que yo contenía con fuerza.
    A pesar de sentirnos muy a gusto en aquel hostel, al día siguiente decidimos mudarnos a un camping, para abaratar los costos, porque con el futuro incierto que teníamos delante por la falla de la moto, no sabíamos cuántos días más deberíamos quedarnos en Ushuaia. Llegamos así al camping El Andino, establecido en las afueras de la ciudad.

    Cartel con las distancias desde Ushuaia
    Para acceder al camping, debíamos tomar una empinada calle de tierra, al pie de la montaña, hasta llegar a una planicie, donde se alzaba un robusto refugio de dos pisos. En tiempo pasado, El Andino, había sido el principal centro de esquí de la ciudad, convocando a esquiadores de todas partes del mundo. Sin embargo, el aumento de la población, con la consecuente expansión de la ciudad, generaba en la actualidad el calor suficiente para impedir que la nieve caída se acumulara sobre la pista luego de cada nevada, por lo que sólo se encontraba en funcionamiento el sector de acampe. La antigua pista de esquí que supo ser un centro de atracción turístico importante, ahora sólo era una ancha y larga ladera de tierra y pasto.
    Hacia un costado de la pista, se alzaba un pequeño bosque, donde ya se encontraban instaladas algunas carpas. Elegimos un lugar apropiado, aunque era difícil, puesto que las nevadas anteriores habían dejado el suelo completamente mojado, pero igual armamos la carpa.
    Recuerdo que tan ingenuos los dos, nos metimos en nuestro hogar de plástico sorprendidos de que no hiciera tanto frío y creyendo realmente que íbamos a pasar una buena noche…....
    Eran aproximadamente las tres de la mañana cuando el mismo frío me despertó. Mi cuerpo estaba completamente helado. Me volteé lentamente sobre la bolsa para ver que Martin también estaba despierto y casi tiritando, podía ver la tibia bruma saliendo de su boca. Así fue como aprendimos que Ushuaia no es un buen lugar para acampar y que los colchones inflables no son muy buena opción para temperaturas muy bajas, ya que el aire dentro de ellos se termina helando y les puedo asegurar que se siente como dormir sobre una tabla de hielo. Les aconsejo que si pretender acampar sobre estos cómodos colchones, se aseguren de colocar algo entre él y la bolsa, para aislarse, más adelante les contaré la solución que nosotros encontramos para ello.
    Era tal el frío que por más que frotaba mis pies, no podía generar nada de calor. Fue la noche más larga que sufrimos hasta el día de hoy, y la que me hizo aprender a valorar una estufa. Al día siguiente, decididos, nos mudamos a unas pequeñas casillas rodantes que se encontraban dentro del camping y de las que disponían para albergar gente. Un buen colchón, unas gruesas mantas y un generador de calor eléctrico fueron el paraíso para nosotros después de esa terrible noche.

    Nuestro hogar transitorio en Ushuaia
    Sin la moto, nos era difícil realizar alguna actividad en Ushuaia, puesto que muchos sitios importantes para visitar se encuentran a varios kilómetros a las afueras de la ciudad, y un transporte de excursión es exageradamente muy costoso. Por lo que ese mediodía solo pudimos realizar una pequeña caminata que era accesible, a la que llamaban el camino al glaciar.
    Iniciamos subiendo por la empinada ex pista de esquí, desde el camping. Desde allí arriba, se podía ver toda la ciudad extendiéndose hasta las costas del Beagle, y aunque casi se me colapsan los pulmones por subir esa empinada pendiente, la vista era increíble.

    La ciudad desde la cima de la pista de esquí
    Una vez allí arriba, debíamos tomar un sendero de tierra que se internaba en el bosque que rodeaba la montaña, donde ya la nieve había comenzado a acumularse con las nevadas. A lo lejos se alzaban enormes picos blancos que resaltaban entre el tupido bosque verde.

    Hacia el sendero del glaciar
    Sólo recorrimos unos pocos kilómetros esquivando tramos de barro y fotografiando solemnes Chimangos, que nos observaban pasar desde lo alto de los árboles, hasta toparnos con un camino asfaltado que ascendía por la montaña desde la ciudad. Tomamos aquella carretera, caminando por un costado, intentando entrar en calor con cada paso porque, ya no hace falta decirles, hacía mucho frío.

    Chimangos observándonos pasar desde lo alto de un árbol
    El camino terminaba en una gran planicie, que funcionaba como estacionamiento. Allí había algunas confiterías, un sistema de aerosiilas, y un centro de información turística. Nada de eso estaba en funcionamiento por encontrarnos fuera de temporada, pero aun así, muchos turistas se encontraban en el lugar. El sendero del glaciar comenzaba allí, como un ancho camino cubierto de nieve, que ascendía por la pendiente de la montaña. Hacia los costados del sendero se alzaban altos pinos de frondosas copas, y más allá comenzaban a verse las montañas vecinas.

    El sendero del glaciar
    A medida que ascendíamos, veíamos cada vez más y más nieve. Mis zapatillas no tardaron en empaparse con cada paso, enterrándose algunos centímetros en aquel suelo blanco. Varios turistas que recorrían el sendero junto a nosotros se detenían a jugar con la nieve, algunos más osados se tiraban por la pendiente nevada, sentados sobre algún plástico, y hasta nosotros nos divertimos unos instantes haciendo nuestro propio muñeco de nieve.

    Nuestro muñeco de nieve
    En el último tramo, el sendero se fue convirtiendo en camino súper angosto y peligrosamente empinado. Es momento de que confiese que suelo ser un poco miedosa ante estas travesía, por lo que fui aferrándome con uñas y dientes en estos últimos metros de camino, porque realmente temía resbalar y rodar cuesta abajo cual avalancha.

    El angosto sendero
    Llegamos así al final del sendero del glaciar, donde no había ningún glaciar y nos sentimos un poco estafados al respecto. Sin embargo desde aquella cima, el paisaje era abrumador. Las montañas se abrían hacia los costados, con sus altas paredes de piedra cubierta de nieva, en el medio y a lo lejos se podía ver toda la ciudad como pequeños puntitos, luego el inmenso canal del Beagle y a lo lejos más montañas, para variar.

    La ciudad desde lo alto
    Volvimos esa noche después de haber estado todo el día caminando sin parar, con los músculos de las piernas doloridos, pero satisfechos. Ya en nuestra pequeña casilla recibimos la esperada llamada del taller, que nos traería más angustia que alegría. Según los mecánicos, el problema se hallaba en la bobina de la moto, estructura que se encuentra dentro del motor y que genera la energía eléctrica necesaria para el buen funcionamiento del vehículo. Esto era una muy mala noticia para nosotros, puesto que el repuesto de esta pieza ni siquiera estaba en el país, debía ser pedido al exterior con una demora de 45 dias!! Y ni hablar del costo extra que representaba comprar un repuesto original. Dada estas condiciones, procedimos al plan B, y buscamos la manera de reparar la pieza en lugar de reemplazarla. Buscamos así a un especialista en el tema y luego de quitar la bobina (cosa nada fácil, puesto que se debe abrir el motor, con las complicaciones que esto implica), la llevamos al taller adecuado para su reparación.
    Al igual que nuestro ánimo, los siguientes días fueron nublados, con mucha lluvia y nevadas y frío…mucho frío. Creí que Martin iba a enloquecer en algún momento, puesto que nos la pasábamos encerrados en nuestra casilla sin poder hacer mucho y sin ver rastro alguno de sol. Llegamos al punto de replantearnos seriamente quedarnos en Ushuaia a pasar el invierno antes de continuar, puesto que la situación ya se había tornado bastante desoladora.
    Sólo un par de días bastaron para tener en nuestro poder la bobina reparada. En el taller fue colocada nuevamente en la moto y ya bastante cansados de aquella angustiosa situación, esperábamos que todo se solucionara al fin. Imaginen la frustración (que ya rozaba la rabia) que sentimos cuando la moto continuó fallando, aun con el repuesto reparado correctamente. El problema se encontraba en otro sitio: El regulador de voltaje. Esta pequeña estructura, del tamaño de mi mano, forma parte también del circuito eléctrico de la moto, y es el que recibe la energía eléctrica generada en la bobina y la envía hacia la batería. Sí, luego de dos semanas en Ushuaia, aprendimos perfectamente todo el circuito eléctrico de la moto. A esa altura, sinceramente, sólo quería matar a cada uno de los mecánicos que no sólo nos habían hecho perder tiempo y dinero, sino que, además, habían alterado innecesariamente una parte original y sana de la moto.
    El repuesto, obviamente, no se encontraba en Ushuaia, por lo que debimos pedirles a mis padres, que viven en Buenos Aires, que hicieran la compra y nos la enviaran por correo. Eso significaba más días de espera en aquella congelada ciudad.
    Realizamos entonces, una segunda caminata por un sendero llamado Laguna Esmeralda, que nos había recomendado cada ciudadano de Ushuaia. El día estaba terriblemente gris, pero aun así, nos arriesgamos a emprender el sendero, que nacía a un costado de la ruta, varios kilómetros antes de la entrada a la ciudad. El camino iniciaba bastante bien, un ancho sendero de tierra que se internaba en el frondoso bosque, con algo de barro debido a las nevadas, pero nada muy difícil de esquivar. Sólo pocos kilómetros hasta salir a un llano atestado de la agradable turba, que debimos atravesar. Con cada paso, el pie se hundía cada vez más en esa húmeda esponja vegetal, dando esa sensación de hundirse en arenas movedizas, realmente algo bastante desagradable para mí.

    Mi archienemiga: La Turba
    Aun así, frente nuestro se abría un paisaje hermoso, a pesar de que el cielo nublado y una leve neblina a lo lejos le proporcionaban un tinte sombrío. El camino, completamente embarrado y resbaladizo, se marcaba de forma sinuosa por entre la baja vegetación austral, mientras que hacia un costado, un delgado arroyo bajaba por entre las rocas y a lo lejos se alzaban grandes montañas. Si alguna vez visitan Ushuaia, no dejen de hacer este recorrido, pues la Laguna Esmeralda que se encuentra justo al finalizar el sendero, detrás de unas lomadas, es un estanque de agua de un bellísimo color aguamarina que contrasta con el paisaje que lo rodea y las enormes montañas de una manera increíble.
     

    Camino a la Laguna Esmeralda
    Sin embargo, el clima no nos favoreció básicamente desde que dejamos la ciudad de La Plata, bajo una tormenta, por lo que realmente no nos sorprendimos cuando una fuerte nevada se desató sobre nosotros justo cuando llegábamos al final del camino. Sólo vimos la Laguna Esmeralda tras una cortina de nieve espesa que caía fuertemente desde el cielo. La nieve que el primer día me había emocionado, ese día terminó por irritarme terriblemente.

    Huyaaaamooss!
    Regresamos a nuestra pequeña casilla del camping con barro hasta las rodillas, completamente mojados y tiritando de frío. Afortunadamente, una llamada telefónica desde Buenos Aires cambiaría nuestro ánimo. El repuesto de la moto arribaría a la ciudad al día siguiente. En ese momento, las nubes se disiparon en el cielo, permitiendo el paso de unos pocos rayos de sol y un hermoso arcoíris se formó por sobre encima de la ciudad de Ushuaia, quizás sería una señal de que nuestra suerte cambiaría.

  18. Ayelen
    Entonces, los pongo en contexto: habíamos llegado a Iguazú, Misiones llevando con nosotros una terrible tempestad que obligó a cerrar el Parque por el que habíamos atravesado toooodo el país de oeste a este
     
    Fueron tres días de intensas lluvias que no paraban ni un segundo, donde estuvimos encerrados en la habitación de un alojamiento. Fue tan grande la cantidad de agua que cayó, que el río Paraná desbordó y provocó graves daños. La fuerte corriente se volvió tan poderosa que terminó por arrancar las robustas pasarelas de metal que posee el Parque en algunos sectores y por ello, el lugar estaba cerrado hasta nuevo aviso. Sí, realmente había sido una tempestad bastante grande.
     


    Lluvia en Iguazú
     
    Con esta agradable noticia llegábamos al camping “La Modista”. Después de tres días encerrados en una habitación, una vez que cesaron las lluvias, lo único que queríamos era disfrutar de un poco de sol y verde. Y habíamos llegado al lugar correcto. El camping se encontraba en un extremo, donde la ciudad terminaba y allí realmente uno se sentía en el medio de la selva. Pero la verdad era que este lugar no era más que el patio trasero de la casa de un matrimonio bastante excéntrico. La mujer, una señora mandona y charlatana, con un carácter bastante fuerte, y el hombre (Richard, como pedía que se lo llame) un hombre bastante loco, para ser sincera. Nos recibieron agradablemente, sin antes señalarnos todas y cada una de sus puntillosas reglas que iban desde no tocar instrumentos, no llevar niños ni mascotas hasta no fumar cualquier clase de hierba en el sector de la cocina. A pesar de sentirnos un poco apabullados con tantas normas, nos instalamos cómodamente en “La Modista”.
     


    Flora del camping en Iguazú
     
    No teníamos más opción que aguantar allí hasta que el Parque reabriera sus puertas porque no nos iríamos sin visitar las Cataratas de Iguazú bajo ningún punto de vista. Por suerte conocimos a los demás acampantes del lugar y al instante hubo mucha buena onda entre todos y se creó un grupo genial. Esteban era un talentoso artesano de Corrientes y hacía más diez años que viajaba por Latinoamérica, yendo y viniendo, vendiendo sus preciosas artesanías (yo caí en la tentación y no pude evitar comprarle algo ), y viajaba con la preciosa Gèlia, una catalana que luego de recibirse de medicina, decidió salir a viajar y ya tenía en su haber varios kilómetros y diferente rincones del mundo recorridos.
     
    Además el camping, a pesar de sus dueños que podían volverse bastante pesados con sus reglas (llegaron hasta a echar a un pobre artesano que osó ponerse a tocar su guitarra una tarde) era un lugar hermoso y lleno de vida. Mirase por donde mirase uno podían encontrar grandes tesoros.
     


    Naturaleza en acción en el camping "La Modista"
     
    El jardín donde se armaban las carpas estaba invadido de enredaderas y enormes plantas de bellas flores. Mariposas de todos los colores revoloteaban cada mañana sobre nuestras cabezas mientras recolectábamos algunos frutos como pomelos o limones de los árboles para prepararnos un buen desayuno.
     


    Mariposas en el camping en iguazú
     
     
    Un sendero de piedras descendía unos metros hasta un rústico quincho, donde había unas grandes maderas a modo de mesadas (debíamos procurar no apoyar ollas calientes sobre el mantel de la señora y no quemárselo porque pasaba a revisarlo todas las noches), y una sencilla cocina a leña. A día de hoy cada vez que siento ese dulzón olor a leña quemada me transporto inmediatamente hacia Iguazú.
     
    El sendero continuaba descendiendo algunos metros hacia otro quincho perdido entre la maleza de donde colgaban unas hamacas y donde también habían algunas mesadas. Aquel lugar se convirtió en mi oficina de trabajo donde me sentaba todas las tardes a escribir en mi computadora.
     
     


    Mi oficina en la selva
    En definitiva, la naturaleza allí lo invadía todo. Altos árboles atacados de enredaderas, troncos caídos tapizados de aterciopelado musgo verde y hongos, enormes flores rojas colgando de sus tallos, zumbantes avispas haciéndose un festín con ellas… hasta cuando uno iba al baño podía sentirse un poco observado por los pequeños gekos que se acercaban a la luz del techo para alimentarse de algunos insectos.
     


    Un geko cenando en el baño del camping
     
    Luego de algunos días allí instalados, oímos la noticia que tanto esperábamos: El Parque estaba abierto sus puertas al público nuevamente. Lamentablemente un sector del recorrido había sido dañado por la creciente y no se podía acceder a la famosa Garganta del Diablo, diría yo que el principal espectáculo de Las Cataratas, y tardarían meses en repararlo, pero aun así, una mañana salimos temprano con todas las recomendaciones de nuestro “amigo” Richard.
     
    En media hora estuvimos con la moto en el ingreso al Parque Nacional Iguazú. Por suerte, el clima supo que ya había sido demasiado malvado con nosotros y ese día nos regaló una mañana con sol y ni una nube negra amenazadora en el cielo. Al ingresar al Parque me sentí como si estuviera entrando a un importante zoológico.
     


    Ingreso al Parque Nacional iguazú
     
    Grandes calles adoquinadas bordeadas de un prolijo jardín nos conducían hasta una estación de tren. Se puede ir caminando hasta el comienzo de las pasarelas que recorren las Cataratas, pero el servicio de tren es gratuito y más rápido. Y cómodo.
    El tren de pequeños vagones con asientos enfrentados avanzó por entre los rieles que se internaban en aquella inmensa selva. Verde y más verde por todos lados, con algunas aves revoloteando entre sus hojas y el delicioso aroma a tierra que llenó mis pulmones.
     


    Viaje en tren!
     
    Una vez que descendimos del tren, comenzamos el camino hacia el circuito superior, el primero que habíamos planeado recorrer. Junto con un gran (GRAN) grupo de personas, comenzamos a ascender las escaleras metálicas y a caminar lentamente por las pasarelas de metal. A medida que nos acercábamos hacia aquel espectáculo, el clima se volvía más húmedo, y los insectos más abundantes (IMPORTANTE: llevar repelente!) y de apoco, podíamos notar el impresionante rugir de agua.
     


    Sendero hacia las pasarelas
     
    Y entonces, en el primer balcón de la pasarela tuvimos nuestra primera vista de aquel sensacional paisaje. Enmarcado por una tupida vegetación, ante nosotros se abría un enorme claro en el cual estaban las impresionantes Cataratas de Iguazú. Aquella primera imagen emociona a todos, sin excepción. Debido a la crecida, la corriente era bastante poderosa, con la peculiaridad de que el agua se veía de un color marrón oscuro.
     


    Primera vista de Las Cataratas
     
    Más adelante, la vista se volvía más panorámica y entonces se podía aprecia toda aquella media luna de escalones por el cual el agua caía con tanta fuerza que erizaba los pelos. El constante ruido del agua golpeando poderosamente contra el fondo tapaba cualquier bulla producida por los exaltados visitantes.
     
    Intentamos recorrer más el circuito pero había un pequeño detalle que no habíamos tenido en cuenta: la gente. El Parque estaba repleto de turistas . Las pasarelas eran un manojo de personas que se atascaban en cada balcón y cientos de cámaras en alto tirando constantes fotos. Empujones, apretones, la situación se volvió bastante insoportable, por lo que un poco malhumorados decidimos volver al principio y recorrer algún lugar menos transitado. Estábamos algo decepcionados pues pensamos que aquello sería similar a nuestra visita al Glaciar Perito Moreno, donde la paz y tranquilidad era absoluta, pero aquello era un quilombo* (palabra típica argentina que hace referencia a lío, embrollo, caos, etc. )
     
     


    Las Cataratas desde el circuito superior
     
    Entonces nos dirigimos rápidamente hacia el circuito inferior, donde había visitantes, pero en menos cantidad y menos apretados. Las pasarelas se internaban en la selva, por encima de la vegetación y yo me iba asomando cada tres pasos porque quería fotografiarlo todo.
     


    Pasarelas del Parque
     
    Sobre el camino, la selva tupida se cerraba en lo alto con las copas de sus delgados árboles y varias lianas colgaban de ellos. Sobre la rama de uno de estos árboles tuvimos la increíble suerte de ver un elegante tucán arasari fajado. Con su pecho amarillo brillante y su faja colorada nos observó pacientemente pasar desde las alturas.
     


    Arasari Fajado
     
    Desde el circuito inferior, la vista es diferente, ya que se puede apreciar la verdadera altura de esta poderosa caída de agua. Las pasarelas bordean el rio Paraná y se puede ver la orilla opuesta, donde la vegetación es tan espesa que todo parece un sólo manojo de hojas verdes.
     


    Vista desde el circuito inferior
     
    En el camino más mariposas de tantos colores y formas se nos cruzaron que yo parecía una loca corriendo de lado a lado de la pasarela. Hasta pudimos ver un tucán grande con sus llamativos colores y su enorme pico resaltando en aquel verde paisaje.
     


    Tucán grande
     
    El sendero llegaba hasta sólo escasos metros de la poderosa caída de agua y entonces venía la parte más divertida del recorrido: mojarse de pies a cabeza La cortina de agua caía fuertemente golpeando contra la pasarela, salpicando fuertemente. Sólo bastaba con acercarse unos metros, para sentir el poder de las cataratas cayendo encima de uno. En pocos minutos todos estábamos mojados. La cámara inclusive, pero fue increíble y súper divertido, y la verdad que un refrescante baño no venía mal con el día tan caluroso y pesado
     


    Mojándonos un poquito en Las Cataratas
    Para ese entonces, ya era el mediodía, así que decidimos hacer una pausa para almorzar antes de seguir el recorrido. Dentro del Parque hay un sector con baños, una enorme confitería, un restaurante (donde te cortan la cabeza) y varias mesas y sillas para descansar. Y allí, a la espera de algo para el estómago están ellos. Sin lugar a duda, los personajes más famosos de todo el Parque: los pícaros coatíes. Confiados a más no poder, estos simpáticos animalitos de larga cola anillada se acercaban tanto a uno que si quería podía tocarlos sin problemas. Y estaban por todos lados!
     


    Los confianzudos coatíes
     
    Ya habíamos sido debidamente advertidos por un montón de personas acerca de estos pequeños ladrones. “Cuiden su comida” “No dejen nada a su alcance”. Siempre que había escuchado estos consejos, me habían parecido muy exagerados, con sólo ver a estos adorables animales uno no puede creer que sean tan bandidos.
     
    Pero lo son.
     
    Nos sentamos en un banco aun emocionados, viendo todos los coatíes a nuestro alrededor y dejamos nuestra preciada bolsa con nuestros humildes sandwichitos que nos habíamos preparado para el almuerzo. De repente, la bolsa se hundió literalmente en el banco Desconcertados Martin y yo nos miramos, mientras la bolsa volvía a hundirse por segunda vez y entonces descubrimos un coatí sinvergüenza debajo del banco, metiendo sus atrevidas garras por entre las rendijas y robándose nuestra comida!!
     


    Tiene una carita tan tierna, pero son tan atrevidos!
     
    Con un rápido manotazo tomé la bolsa pero fue bastante tarde, aquel malvado ladrón salió corriendo contento con un enorme sándwich entre sus fauces. Aún estábamos sorprendidos por el robo, cuando otro de estos atorrantes se asomó por el respaldo del banco, por encima de mi hombro y tomó con sus garras la bolsa!! Y mientras me lo quitaba de encima, otro más ya estaba a punto de saltar al banco, mientras tres más estaban a la espera alrededor de nuestros pies. Almorzar fue bastante complicado… así que si pretenden ir, no subestimen las advertencia. Estos animales son de terror!
     


    Urraca común, también acechando nuestro almuerzo
     
    Espantando a las patadas y manotazos a los coatíes, terminamos rápidamente nuestro almuerzo antes de que fuera robado y decidimos realizar un sendero dentro del Parque llamado Sendero Macaco.
     


    Sendero Macaco, totalmente recomendado
     
    El sendero era un débil camino de tierra marcado sobre el suelo y cubierto de vegetación selvática. Avanzamos sin parar (Honestamente no por la emoción, sino porque si parabas eras violentamente comido por mosquitos ) por entre la espesa vegetación, saltando algunos troncos o esquivando largas lianas que colgaban de las copas de los árboles.
     


    Comunidad de hongos en el hueco de un tronco muerto, en el Sendero Macaco
    Mariposas de tornasolados colores se cruzaban en el camino y hasta un tranquilo Lagarto Overo se dejó fotografiar sin problemas mientras tomaba sol sobre el pasto.
     


    Lagarto Overo tomando solcito
     
    El sendero recorre la parte alta y baja de una pequeña cascada y si bien es corto, es completamente recomendable por toda la fauna y la exquisita flora que se puede ver.
     


    Desde lo alto de la cascada
     
    Si uno prestaba especial atención hacia el cielo cerrado por la selva, era capaz de ver traviesos monos caí saltando con ágil gracia de árbol en árbol.
     


    Mono caí en la copa de los árboles
     
    Ya caída la tarde y a pocas horas del cierre del Parque, decidimos retomar el circuito superior que habíamos abandonado. La mayoría de los visitantes ya habían abandonado el lugar y el circuito era todo nuestro, para nosotros dos y eso fue increíble.
     


    La poderosa caída del agua
     
    Con tranquilidad pudimos recorrer el circuito hasta llegar a la enorme vista panorámica de aquel espectáculo tan increíble de la naturaleza. Nos detuvimos varios minutos, apoyados sobre la baranda contemplando y sintiendo la poderosa energía del agua. Nos preguntábamos que habrá sentido el primer hombre que descubrió las Cataratas, porque la cierto es que es un espectáculo imponente.
     
    Entre la bruma que se formaba por la humedad, un marcado arcoíris se formaba por encima de la espesa selva y se perdía en el cielo. Otra postal del viaje que quedará por siempre grabada en mi mente.
     


    Increíble paisaje...no?
     
    Mientras unos Jotes de Cabeza Negra secaban sus alas sobre los árboles, el sol comenzaba a ocultarse y a teñir todo de un brillante amarillo.
     


    Jote de Cabeza Negra
     
    La corriente del agua corría velozmente por entre grandes y oscuras piedras y caía provocando una espesa espuma que se mezclaba con la bruma. La verdad es que no queríamos irnos más de aquel lugar, que (sin miles de turistas agolpándose) es INCREIBLE.
     


    La felicidad!
     
    Regresamos al camping exaltados y tan satisfechos que las lluvias que cayeron esa noche no opacaron nuestro humor. Permanecimos sólo un par de días más en Iguazú a la espera del regreso del buen clima y una mañana soleada partimos con rumbo a nuestro país hermano Paraguay.
     


    Un nuevo pasajero
     
     


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  19. Ayelen
    Cuando quisimos comprar las entradas para visitar Machu Picchu, en la ciudad de Cusco nos encontramos con la sorpresita de que había un conflicto en la hidroeléctrica que se encuentra sobre el único camino que conduce a las míticas ruinas, y que a raíz de ello, la carretera se encontraba cerrada al paso en señal de protesta.
     
    No sabíamos cuanto tiempo iría a durar este corte de ruta, y si bien nos encantaba estar en el camping “La Quinta de Lala” y nos divertía ver a Rosita, la cachorra, correr a las gallinas todas las mañanas, decidimos que lo mejor sería aprovechar ese tiempo indeterminado con el que contábamos para visitar algunas otras ruinas.
     
    Así nos hicimos de un paquete de dos días con cuatro entradas para visitar las ruinas del Valle Sagrado al módico precio de 70 Soles cada uno.
     
    El Valle Sagrado está establecido a pocos kilómetros de Cusco, entre los pueblos Pisac y Ollantaytambo. Posee ciertas características que lo han convertido desde la época incaica en un lugar especial para la agricultura, por su geografía y su clima, y en la actualidad en uno de los puntos turísticos más bellos e interesantes para recorrer en Perú.
     
    Salimos una mañana con la moto cargada, prometiéndole a Olivia que volveríamos al camping de Cusco en un par de días y nos dirigimos rumbo a las ruinas. He aquí un pequeño resumen da cada una de ellas:

    Ruinas de Pisac:

    Estaba muy inmersa en mis pensamientos, mientras dejábamos atrás Cusco y nos metíamos de lleno en aquel enorme valle tapizado de verde vegetación con el cielo celeste y brillante a través de la ruta, cuando de repente tuvimos nuestra primera imagen de Pisac. Sólo 30 km separan esta ciudad de Cusco, cosa de la que no estaba informada, por lo que me sorprendió encontrarme tan pronto con nuestra primera parada.
     


     
    Apostada sobre la costa del rio Vilcanota, el pueblo de Pisac se extiende como un largo cordón, separado de una gran pared de cerros de picos puntiagudos y onduladas laderas por kilómetros de cuadriculados campos de cultivos.
     
    Cruzamos el rio por un puente e ingresamos a Pisac a través de irregulares calles de piedra que nos hicieron tambalear un poco sobre la moto. El camino cruzaba parte de la ciudad y después seguía a la par de un pequeño arroyo que corría por entre algunas rocas, antes de comenzar a ascender por la ladera de una de las sierras.
     
    Y justo después de subir ese ancho camino de curvas cerradas, nos encontramos de frente con las ruinas arqueológicas de Pisac. Las pendientes de las sierras que se levantaban frente nuestro, estaban prolijamente trabajadas en anchos escalones de cultivo. Y a los pies de estas colinas y en algunos otros puntos, en distintas alturas, se agrupaban restos de construcciones de piedras.
     


     
    Pisac fue un gran asentamiento incaico, con una superficie que abarcaba más de 4km cuadrados. Obviamente lo más llamativo de estas ruinas son los anchos andenes de cultivo realizados sobre las pendientes de las colinas.
     


     
    Subimos la sierra por un camino lateral a los balcones, hasta llegar a la cima, donde la vista era asombrosa.
     


     
    Las altas paredes de piedra que contenían los escalones de cultivo eran bien mantenidas, y hasta se podían apreciar hoscas escaleritas hechas con láminas de rocas.
     


     
    Siguiendo marcadas y antiguas callecitas uno podía transportarse de un punto hacia otro, pasando por los restos arqueológicos sobrevivientes, que habían sido diferentes barrios dentro de la antigua zona de Pisac. También se podían apreciar restos de acueductos, puentes y hasta un cementerio. Fuimos metiéndonos entre las ruinas de casas, de las cuales sólo quedaban en pie sus paredes de roca, y atravesando algunos túneles que cruzaban las colinas de lado a lado.
     


     
    Lo que me gustó de Pisac : Es una de las más grandes e imponentes ruinas de fácil acceso para visitar, y son mantenidas en excelente estado. La vista desde los ruinas es increíble, ni el mejor semipiso de lujo de cualquier ciudad podría superar la vista que tenían los incas desde sus hogares.
     


     
     
    Lo que no me gustó : Tener que subir las escaleritas XD Dios mío! los incas debían tener unos músculos en las piernas superdesarrollados para subir y bajar esas colinas diariamente.

    Ollantaytambo:

    Después de estar un par de horas recorriendo las ruinas de Pisac, volvimos a la ruta y nos encaminamos hacia Ollantaytambo, que se encuentra en la punta opuesta a Pisac dentro del Valle Sagrado, a unos 50km.
     
    Y así llegamos a las que, en lo personal, fueron las mejores ruinas que visitamos. Entramos al pueblo, atravesamos una gran plaza principal y cruzamos un corto puente que nos llevó hasta un extremo, donde se levantaban las ruinas. Al igual que en Pisac, las ruinas de Ollantaytambo estaban conformadas por los enormes balcones de agricultura y varias aglomeraciones de construcciones en distintos puntos. Pero, estas ruinas eran más ostentosas y las enormes paredes que aún se mantenían de pie, estaban construidas con enormes trozos de rocas prolijamente pulidas y trabajadas. Esto es porque Ollantaytambo fue un centro espiritual y militar, además de agrícola.
     


     
    Al pie de las sierras, en una planicie se encontraba la entrada a las ruinas, junto con un predio de ferias donde se vendían diversas artesanías. Ya dentro de la zona de las ruinas, lo primero que se puede apreciar es el sector ceremonial, donde hay diferentes estructuras que conformaban fuentes de agua que servían para el culto de Unu, deidad del Agua. Aun fluye agua de ellas!
     


     
    Hacia ambos lados de esta planicie se levantan varias sierras. Comenzamos el ascenso de una de ellas a través de los anchos balcones de cultivo. Hicimos varias paradas donde nos sorprendía ver la delicadeza con que estaban trabajadas y pulidas esas grandes paredes macizas, sobretodo en el llamado Templo de las Diez Ventanas.
     


     
    A medida que el sol bajaba, bañaba todo de un cálido amarillo, haciéndolo todo más mágico y bonito aún. Sin embargo, aquel lugar fue sitio de ejecuciones y grandes batallas de resistencia contra los españoles. Ollantaytambo revela su lado agresivo a través de sus restos de grandes murallas y de varias torres de vigilancias.
     


     
    Sobre la colina opuesta, podíamos distinguir una construcción un tanto particular, compuesta de tres bloques superpuestos en cada balcón, con ventanas. El Centro Pincuylluna servía como depósito agrícola.
     


     
    Pero si estas grandes ruinas me habían asombrado por su belleza, el pueblo me deslumbró aún más. El pueblo de Ollantaytambo está como detenido en el tiempo, los pobladores viven manteniendo las costumbres de sus antepasados. Obviamente todo tiene un tinte turístico, y alrededor de la plaza principal hay varios restaurantes y bares, así como locales de viajes y tours. También está lleno de hoteles y hospedajes.
     


     
    Pero si uno se adentra por las callecitas, se siente como viajar en el tiempo. Las angostas calles, o mejor dicho los pasillos empedrados que se abrían entre las casitas corrían hasta el final del pueblo, donde nacían las sierras y los canales de riego llevaban agua a todos los rincones del pueblo, como huellas intactas del legado de los antiguos habitantes de la zona.
     


     
    Cerca de las ruinas, existe un gran predio que sirve de estacionamiento y pedimos permiso para armar carpa allí en un rincón y pasar la noche, para visitar las últimas dos ruinas al día siguiente.
     
    Lo que me gustó de Ollantaytambo : Las ruinas son impresionante, pero aconsejo a quien vaya que se tome el tiempo para visitar el pueblo que, para mí, fue uno de los más bellos que recorrimos en Perú.
     


     
    Lo que no me gustó de Ollantaytambo : Aquel pueblo vive del turismo, por lo que es inevitable que éste termine contaminando todo lo genuinamente pintoresco del lugar, y además los precios de hospedajes y de la comida es un tanto elevado.

    Moray

    Cuando llegamos a Moray, realmente quedé desconcertada. Esperaba encontrar ruinas similares a las de Pisac y Ollantaytambo, con esos típicos escalones de cultivo enormes sobre la ladera de las colinas, pero, en vez de eso nos encontramos con balcones de cultivos circulares. Sobre un valle, se podía ver un balcón circular dentro de otro, con una circunferencia cada vez más pequeña, en descenso.
     


     
    Al parecer, el motivo por el cual los incas habían realizado estas extrañas estructuras era la investigación de distintos tipos de riego y cultivo de diversos vegetales. De esta manera, en la parte más alta se plantaban aquellas hortalizas que precisaban más agua y en la parte inferior aquellas que no requerían de tanta cantidad.
     


     
    Caminar por aquellos restos arqueológicos, subiendo y bajando por las viejas escaleras de roca, provocaba que en pocos minutos uno entrara en calor. Pero en aquella altura (unos 3400 metros sobre el nivel del mar) el clima era bastante fresco, sobre todo porque no muy lejos de allí se podían ver unas enormes montañas con sus picos completamente nevados.
     


     
    Lo que me gustó de Moray : Sin lugar a duda es algo distinto para visitar y para admirar el ingenio y las habilidades de los Incas.
     


     
    Lo que no me gustó de Moray: A diferencia de las otras ruinas, los balcones circulares es lo único que hay para ver en aquel sitio, y al estar alejada de cualquier pueblo, se convierte en una visita muy rápida.

    Chinchero

    Llegamos a nuestra última parada antes de regresar a Cusco, con la caída de la tarde. Tengo que admitir que ya estaba bastante cansada de ver ruinas y ruinas y llegamos un poco desganados a Chinchero.
     
    Aun así, entramos al pueblo, y subimos una empinadísima calle adoquinada que conducía a una plaza, donde había sólo una iglesia. A esa altura y para no agitarse demasiado, recomiendo caminar despacio y disfrutar de artesanías y textilería inca que se ofrece en los puestos apostados a lo largo de la calle.
     
    Desde la plaza pudimos apreciar las ruinas arqueológicas, dentro de las cuales lo que más destaca, sin lugar a dudas, son los restos del palacio inca, con grandes murallones.
     
    Pero además, nos llamó la atención ver mucha gente en la plaza, un tanto… “alegre” Cuando preguntamos, nos informaron que acabábamos de llegar para el final de una gran festividad, donde los habitantes de Chinchero se reúnen a tomar sus típicas bebidas alcohólicas, a entonar melodías y bailar. Por lo que quedaba de la fiesta, supongo que debió haber sido muy buena y lamenté habérmela perdido.
     
    Sólo nos separaban 30 km de Cusco, pero nos detuvimos unos kilómetros antes, y acampamos en un bello bosque al lado de un arroyo.
     


     
    Lo que me gustó de Chinchero : La plaza con su iglesia colonial del Siglo XVII, es una postal. Y las ferias!! Las recorrería por horas, aunque tenga que subir esas empinadas calles otra vez!
     
    Lo que no me gustó de Chinchero : Esto es más bien una crítica a nuestra organización, mu hubiera gustado no dejar Chinchero para lo último, ya que fuimos algo cansados y realmente vale la pena recorrerlo con tiempo y ganas.
     
     
     
     
     
     
    Y como ya es tradición, adjunto aquí el albúm para que vean el resto de las fotos! Ninguna tiene desperdicio!
     
     
     
     
     
     


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  20. Ayelen
    En Bolivia, comer es un ritual que se lleva a cabo las 24 hs del día. Las calles céntricas de las ciudades que íbamos visitando siempre estaban invadidas de olores provenientes de todos los recovecos imaginables. Las mamitas sentadas sobre grandes bolsos cerca de sus puestos de verduras comían en silencio generosos platos de picante de gallina (guiso de arroz, salsa y porciones de pollo), en algún cuartito ambientado como restaurante, jóvenes de largas trenzas negras servían a los hombres el menú del día, y cada 20 pasos nos cruzábamos con algún carrito donde se vendían hamburguesas o salteñas (empanadas hechas con masa de maíz).
     
    Los aromas a frituras, guisos y sopas se mezclaban y me invadían las fosas nasales ni bien ponía un pie en la calle. Al principio admito que me revolvía el estómago salir a las 9 de la mañana en busca de algún yogurth o fruta para un desayuno liviano y cruzarme a la mayoría de los bolivianos comiendo esos abundantes platos pero uno se acostumbra…como todo.
     
    Claro que todo este nuevo escenario culinario nos llamaba la atención y fuimos probando todo lo que llegaba a nuestras manos (y todo lo que nos infundía algo de confianza). Si algo nos fascinaba era esa gran paleta de colores que encontrábamos en todos los mercados populares.
     


    Mercado popular de Sucre
     
    Había fruta que jamás había visto en mi vida! Grandes y jugosas, verdes con espinas negras, amarillas con pincelazos rosados. Las ensaladas de frutas se sirven mezcladas con yogurth y frutas secas, y existen jugos de todas las combinaciones posibles. Y hasta nos arriesgamos a comer en un KrustyBurguer de la vida real
     


    Existe! y está en Bolivia
     
    PERO, aquí les dejo un consejo que seguramente muchos de ustedes, viajeros de años, ya conozcan a la perfección, pero que, para novatas como yo, fue toda una lección de vida: JAMAS se debe abusar de la comida de otro país… o podrá traer sus penosas consecuencias.
     
     
    Así mi estómago decidió hacer huelga un día entero en Sucre, a pocos días de haber arribado, convenciendo de lo mismo a mis intestinos y me pasé todo el día bajo las sábanas, descompuesta, encerrada en la oscura habitación del hostel
     
     
    Sin embargo, para los días posteriores, y ya más recuperada, finalmente pudimos recorrer las calles de la llamada Ciudad Blanca de Bolivia.
     


    Catedral Metropolitana de Sucre
     
     
    Como todas las ciudades de este país, establecidas entre las sierras, las calles de Sucre eran un reto a mis piernas. Anchas calzadas que se habían apoderado casi por completo de las veredas subían y bajaban en pronunciadas pendientes y cruzaban toda la ciudad. Sobre las colinas que rodeaban el centro, se podían ver más casitas, entre la escasa y seca vegetación, reflejo de que la ciudad seguía ganándole terreno a las sierras.
     


     
     
    Mientras caminábamos esquivando personas y autos en esta ciudad llena de tanto movimiento y vida, íbamos descubriendo la atractiva arquitectura de Sucre.
     
     


     
     
    Los departamentos de dos o más pisos que se elevaban a diferentes alturas todos con sus techos de teja anaranjada y sus fachadas pintadas de blanco, y esos diminutos balcones de trabajados hierros negros y las antiguas iglesias de ladrillo le daban un aire colonial al sitio.
     


    Capilla de la Virgen de Guadalupe, Sucre, Bolivia
     
    El interior de La Catedral Metropolitana es sencillamente precioso, con sus columnas de colores pasteles y trabajados mármoles, elegantes faroles colgando de aquel alto techo y ese silencio total, solemne, casi incómodo que invade siempre estas grandes construcciones.
     
     


     
     
    En Sucre nos cruzamos por primera vez con unos personajes increíbles: Las Cebritas. Creo que era un proyecto del Estado, donde para concientizar a la población del uso de las sendas peatonales, contrataban jóvenes que, disfrazados de cebras simpáticas se paseaban por las calles de la ciudad indicando a cada peatón y a cada auto cuándo parar y cuándo avanzar. Al principio me parecieron graciosas y originales, pero cuando una se atrevió a pegarnos una calco del tamaño de la palma de mi mano con la frase “Soy un infractor” en el parabrisas de la moto, cuando estaba estacionada en la vereda a la espera que nos abrieran el garaje del Hostel…. Comenzaron a caerme mal
     


     
     
    Al igual que esas cebras, en Sucre vi muchas cosas que me parecían tan extrañas, como el “Dinófono” o la venta de agua en bolsas, y rápidamente sentí que me estaba perdiendo muchas cosas curiosas del mundo exterior.
     


     
     
    Una tarde en particular Martín decidió subir una de las más empinadas calles de toooda la ciudad para llegar a un mirador superior. Fuimos caminando por esas vereditas de 40 cm de ancho cuesta arriba hasta llegar a una enorme plazoleta, escoltada por una iglesia y una escuela.
     


     
     
    Aunque la subida costó, la vista desde aquel punto valía realmente la pena para apreciar la ciudad blanca de América. Todas las casas de Sucre, con sus paredes blancas y tejados de color ocre invadían aquel valle entre las sierras y aún más allá en las cuestas de las mismas, dispersándose hacia el horizonte.
     


     
     
    Estuvimos unos 4, 5 días en aquella bonita ciudad (si no la más bonita de Bolivia) hasta que seguimos viaje. Habíamos decidido ir hasta Santa Cruz de Las Sierras, una gran urbe al Este de Bolivia. Analizando nuestro mapa carretero, única guía que llevamos porque no usamos GPS, habíamos notado que, a pesar de que Sucre y Santa Cruz son dos de las ciudades más importantes del país, la carretera que las unía estaba marcada como “camino secundario”, lo cual no era muy alentador, pero de igual forma nos lanzamos esa mañana hacia la ruta… ¿qué tan malo podía ser…?
     
     
    Nunca un camino me estresó tanto sobre la moto. Ahora, que ya ha pasado un tiempo y veo las fotos, noto el bellísimo paisaje que fuimos cruzando, pero la verdad es que, en aquel momento lo que menos pensaba era en el paisaje.
     


     
     
    Al principio dejamos atrás la ciudad sin mayores inconvenientes, siempre un poco complicados con el tráfico mal combinado con esas calles tan empinadas, pero en poco tiempo estuvimos fuera de Sucre, internándonos en aquel ya conocido paisaje de sierras desnudas y brisas frescas. La ruta estaba asfaltada hasta que comenzamos a cruzar esos baches de tierra y piedras, que cada vez eran más frecuentes y más largos, hasta que finalmente nos vimos corriendo sobre un camino completamente destruido, lleno de pozos y piedra suelta, sin banquina ni aleros protectores a varios metros de altura
     


     
     
    La geografía no ayudaba mucho. El camino tenia muchísimas curvas cerradas y debíamos tocar bocina antes de tomarlas para advertirle a cualquier posible conductor que viniese de frente porque el ancho de la vía no era suficiente para el paso de dos vehículos.
     
     
    A esto debemos sumarle los enormes camiones y, hay que decirlo, la verdad es que Bolivia no se destaca por ser un país donde se maneje muy bien. A medida que íbamos subiendo por aquellas sierras, la tensión también aumentaba. La moto resbalaba continuamente al pasar por esas grandes piedras que atravesaban la carretera y yo cerraba con fuerza los ojos esperando la caída.
     
     
    Con los nervios de los dos al filo, comenzamos el descenso de las sierras, lo cual era peor, porque al ir en bajada es difícil detener la moto si llega a resbalar. Así llegamos hasta la entrada de un pueblo, donde por supuestos arreglos, el camino se encontraba bloqueado, y (yo aún no lo puedo creer) el desvío se encaminaba ni más ni menos que por el cauce de un arroyo. Quiero aclarar que no era que un canal de agua atravesaba el camino… si no que el camino que debíamos tomar ERA un arroyo
     
     
    Enormes camiones iban y venían convirtiendo todo en un barrial y en un continuo camino de grandes charcos y resbaladizo barro. Martin fue avanzando con precaución sobre aquel complicado camino, mientras yo había decidido bajarme de la moto y caminar al lado, metiendo los borcegos en 5 cm de agua y tierra y maleza.
     
     
    Nos detuvimos a almorzar en un pequeño restaurante de aquel pueblito del que ya ni recuerdo el nombre, en medio de la nada, con mis pelos desordenados, un ojo latiéndome y mi sistema nervioso a punto de colapsar.
     
     
    Lo peor era que aún nos faltaba bastante por recorrer y no sabíamos cómo sería el camino que nos esperaba. Con toda la tarde por delante aún, seguimos por aquella peligrosa carretera, mientras enormes camiones nos pasaban a toda velocidad y sin ningún atisbo de vértigo, levantando una molesta nube de tierra y piedras. También teníamos que ir MUY atentos en cada curva, porque autos y camionetas se adelantaban sin importar las reglas básicas de manejo, por lo que nos pasó varias veces tomar una curva y encontrarnos de frente con un automóvil. Entre bocinazos y palabras que no puedo recrear en este medio saliendo de mi casco fuimos avanzando durante todo el día, pero recorriendo sólo pocos kilómetros.
     


     
     
    Y entonces, como para hacerla más completa, el cielo de repente se nubló y comenzó a llover. Debimos detenernos en un pequeño poblado de solo pocas casas levantadas al costado de la ruta, al resguardo de un techo de chapa de una pequeña construcción.
     
     
    Cuando la lluvia disminuyó continuamos para encontrarnos con un camino de tierra muy fina tipo arcilla. Al menos parecía bien consolidado y no tenía baches e imperfecciones, pero a medida que íbamos avanzando notamos que la lluvia estaba convirtiendo todo en una pista peligrosamente resbaladiza. Y cuando la moto dio el primer resbalón violento, en aquella carretera a no sé cuántos metros de altura sobre las sierras y sin ninguna protección que nos evite caer al vacío, decidimos que había sido suficiente aventura por un día y no podríamos seguir avanzando en esas condiciones.
     
     
    Volvimos unos metros hacia atrás, que nuevamente los hice a pie porque ya no podía soportar más la tensión de sentir que nos podíamos caer de la moto en cualquier momento, hasta regresar a ese pequeño conjunto de casitas donde habíamos parado a aguardar que cesara la lluvia y armamos un pequeño campamento en un baldío.
     


     
     
    Aquel día había sido bastante agotador, y mientras armábamos la carpa bajo una fina lluvia que no paraba de caer desde el cielo gris, tuve que canalizar todo en un llanto silencioso porque de alguna manera me tenía que descargar.
    Bolivia realmente me estaba costando.
     
    “Bolivia te curte”
     
    Esas palabras que me había dicho aquel viajero desconocido en Argentina no paraban de retumbar en mi cabeza y le daba la razón por completo. La verdad que estaba bastante angustiada, extrañaba bastante mi casa y mis “comodidades”, y todos aquellos inconvenientes me estaban jugando una mala pasada…. Ya no sabía si realmente servía para este tipo de viajes.
     
     


     
     
     
     
    Dejemos el drama y entrá a ver el resto de las fotos
     
     
     
     
     
     


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  21. Ayelen
    Cuando escuchamos el rugir del motor y las agujas del medidor de electricidad conectado al regulador de la moto se movieron frenéticamente, Martin y yo suspiramos aliviados. Sabíamos que nuestra gran odisea por la falla de la moto, había llegado a su fin.
    Nos fuimos del taller al que ya no queríamos volver nunca más, luego de que Martin le dijera unas cuantas palabras a los mecánicos que cabizbajos aceptaban el reto en silencio. Lamentablemente nos iríamos de Ushuaia con una pieza que ya no era la original y que se había tocado en vano… más adelante, aquello nos pasaría factura.
    Para nuestra gran sorpresa y alegría, después de tantos días de lluvias y nevadas, esa mañana el cielo estaba limpio y celeste, acompañando un radiante sol. Existe una frase que dice: “si no te gusta el clima en Ushuaia, simplemente aguarda unos minutos…” refiriéndose al clima completamente cambiante de la ciudad, así que nos apresuramos a aprovechar ese hermoso día, ahora que contábamos con nuestro vehículo.

    Sale el sol en Ushuaia
    Lo que más deseábamos desde que habíamos pisado aquel suelo austral, era llegar hasta el Parque Nacional Bahía Lapataia, donde finaliza la famosa ruta 3, que habíamos tomado desde Buenos Aires para llegar a Tierra del Fuego. Sin demoras, nos abrigamos con gruesas camperas y tomamos el camino que nos llevaría hasta la entrada de la reserva. Estar nuevamente sobre la moto me llenó de un gran entusiasmo, mientras dejábamos atrás la ciudad. Ahora veíamos grandes extensiones de campos, alguna que otra casita perdida entre el paisaje y a lo lejos comenzaban a elevarse nevados picos de enormes montañas grises, tapizadas de un frondoso bosque.

    Camino a Bahía Lapataia
    Con ese horizonte acompañándonos, recorrimos 20 kilómetros hasta tomar un camino de ripio que atravesaba un bosque de lengas y coihues hasta llegar a una planicie despejada. Un robusto cartel indicaba el final de la ruta 3. Unos metros más atrás se abría la extensa Bahía, que no es más que un brazo del canal del Beagle que se escurre en ese sitio.

    Llegamos al final de la Ruta n° 3
    Tomamos unas pasarelas de maderas que llegaban hasta un balcón que daba exactamente frente a la extensa bahía. Desde allí se podían observar a lo lejos cerros que la enmarcan y las distintas islas que forman parte de la Reserva. Soplaba apenas una suave brisa helada que mecía los largos pastos amarillos que nacían en la orilla, y arrastraba pequeñas olas sobre la superficie del agua. Pomposas nubes blancas cruzaban el celeste cielo, hasta llegar al gigantesco cordón de montañas nevadas, en el horizonte.

    Bahía Lapataia
    Continuamos el trayecto, internándonos en un bosque de delgados y altos árboles que nacían al costado del camino. Los rayos de sol se colaban por entre sus frondosas copas verdes y se veían como dorados hilos que llegaban hasta la tierra. Si observábamos en silencio y con atención podíamos ver pequeños pajaritos que saltaban de rama en rama sobre nuestras cabezas, siguiéndonos curiosos por el camino.

    Nos desviamos del sendero, para descender hasta la orilla empedrada de la bahía donde una familia de patos nadaba tranquilamente. Nos tomamos una breve pausa para almorzar sobre la costa, y durante las siguientes horas recorrimos Lapataia por diferentes senderos. El Parque Nacional es un sitio bellísimo y muy extenso, cuenta con senderos de diferentes dificultades, así como también como zonas de acampe. Lamentablemente no contábamos con mucho tiempo para recorrerlo en toda su extensión.

    Familia de patos nadando en la bahía
    Pasado el mediodía y repentinamente, el cielo se nubló por completo. Como ya dije, el clima es verdaderamente muy cambiante en Ushuaia, así que nos vimos obligados a volver antes de que la nevisca cayera sobre nosotros. Una última sorpresa nos depararía el camino cuando, saliendo de la reserva, unos simpáticos zorros colorados nos cruzaron el paso y se acercaron amigablemente a la moto (probablemente en busca de comida). Una leve nevisca comenzó a caer desde el gris cielo, mientras dejábamos atrás la bahía, pero volvíamos completamente satisfechos.

    Bellos zorros colorados en el camino
    A la mañana siguiente el clima parecía agradable, con pocas nubes sobre el cielo, por lo que sin perder tiempo armamos la moto. Después de esas movidas dos semanas, dejaríamos la tierra del fin del mundo.
    No voy a mentir, a pesar de todo lo vivido con la moto, me generó cierta nostalgia dejar atrás aquella ciudad de grandes montañas. Mientras avanzábamos decididos por la ancha avenida que nos sacaría a la ruta, con nuestros abrigos y todo el equipaje encima de la moto, le di el último adiós… o el Hasta Pronto. Había sido genial conocer a Gabriel y Melisa, quienes se convirtieron en buenos amigos y nos hicieron el aguante en cada día de nuestra estadía y siempre se me quedaría grabado en la memoria esas mañanas en las que veíamos nevar desde la ventana de la cocina del hostel mientras desayunábamos. Las exhaustivas caminatas por aquellas empinadas calles que me dejaban sin aliento, el festejo de San Patricio en el irish bar Dublin, con las cervezas de color verdes y la gente disfrazada, el extenso muelle y sus escandalosas gaviotas, nuestro pequeño hogar en el camping donde pasamos tardes nevadas con las frazadas hasta el cuello viendo algunas películas, y los paseos nocturnos en el auto de Gabriel por el iluminado centro de la ciudad escuchando aquel tema de Lorde, Royal, que de aquí en más, sé que cada vez que lo escuche, me traerá recuerdos de esta bella ciudad de hielo… Ushuaia se quedaría grabada en mi mente por siempre.

    Nos vamos de Ushuaia   
    Y el viaje de ese día, también.
    Teníamos decidido atravesar toda la isla de Tierra del Fuego, pasar Tolhuin y Rio Grande, embarcarnos y arribar a la parte continental del territorio argentino, hasta Rio Gallegos. Debíamos recorrer ¡600 Kilómetros!, haciendo la misma ruta que utilizamos para la ida, por lo que debíamos aprovechar al máximo la luz del día.
    En el paso Garibaldi, el cielo comenzó a cerrarse y gigantescas nubes grises lo cubrieron todo sobre nuestras cabezas. Nos detuvimos a sacar las fotos que no habíamos podido sacar al ingresar a la ciudad, mientras yo aprovechaba a buscar calor en el motor de la moto que calentara mis congeladas manos.

    Regresando por el Paso Garibaldi
    Las siguientes horas de viaje puedo jurarles que fueron bastante difíciles para mí. El clima se puso muy, muy frío. Apretando los puños fuertemente dentro de los bolsillos de mi campera, trataba de pegar mi cuerpo a la espalda de Martin, para evitar que las frías ráfagas se colaran por debajo de mi abrigo. Se escuchaba el fuerte rugir del viento en el casco mientras avanzábamos por la ruta y yo podía sentir claramente como la temperatura de mi cuerpo iba descendiendo poco a poco.
    Pasamos velozmente por el camino de ingreso a Tolhuin y en unas horas también dejábamos atrás la ciudad de Rio Grande. Una vez que realizamos el trámite de aduana para ingresar a territorio chileno, empezamos el peor trecho de todo el viaje: el maldito y eterno ripio.
    Yo soy una persona que prefiere el clima frío, para ser honesta con ustedes. Nunca me gustó el verano, el calor y la humedad, y siempre preferí el frío…. Hasta ese día.
    A pesar de llevar varias capas de ropa encima, dos pares de medias, gruesos borcegos y abrigada campera, sobre la moto nada parecía importar. El viento penetraba cada capa de ropa y llegaba hasta mi piel. Para ese entonces, después de tantas horas viajando desde aquella mañana, comenzaba a sentir mis piernas entumecidas y el frío no mejoraba la situación. Procuraba no moverme, porque sentía cada músculo congelado y moverme me provocaba dolorosos calambres.
    Además no podíamos avanzar muy deprisa en ese difícil camino, por lo que nunca antes nada se me hizo tan eterno como aquel día. Cada vez que miraba por sobre el hombre de Martin lo único que veía era ripio y más ripio. Fue una verdadera tortura. El viento gélido se filtraba por entre las rendijas del casco y llegó un punto en que ya no podía ni hablar de tanto que tiritaba. Sólo cerraba los ojos, apoyaba la cabeza sobre la espalda de Martin y pedía por favor que el camino terminara de una vez. Pero eso parecía nunca suceder!! Mi sufrimiento llegó al punto tal que no pude evitar comenzar a llorar dentro del casco, porque realmente ya no lo soportaba más… sí, les puedo asegurar que fue bastante difícil.

    Después de algunas horas que se me hicieron eternas llegábamos al embarque, en el estrecho de Magallanes. Para ese entonces, yo estaba casi adormecida o mejor dicho, aletargada detrás de la espalada de Martin. Ya caía la tarde, y varios autos aguardaban la llegada de la balsa. Me bajé lentamente de la moto, con espasmos que hacían temblar mi cuerpo de pies a cabeza. Comencé a caminar en círculos sobre la estrecha vereda al costado de la gran avenida que finalizaba sobre el agua. Estoy segura que los conductores de los vehículos que formaban fila habrán imaginado que estaba loca, pero lo único que intentaba era generar un poco de calor en mi cuerpo.
    Como eso no funcionaba, Martin y yo ingresamos en un bar de mala muerte que se encontraba frente al mar. Un anciano detrás de un robusto mostrador se mostró muy simpático cuando ingresamos e inmediatamente nos ofreció todas sus mercancías, sin embargo, cuando le dijimos que sólo buscábamos reparo del frío, nos dio la espalda con una mueca amarga en su rostro.
    Nos acercamos a una estufa, en la que chispeaba una pequeña llama y, aun temblando, empecé a sacarme el abrigo y el casco. Martin me tomó por los hombros en ese momento, y me miró asustado. Mi rostro pálido como un papel, con oscuras ojeras y labios fuertemente morados marcaban claramente el frío que estaba sufriendo. Seguramente mi cara daba un poco de impresión, porque el mismo dueño del local que antes nos había ignorado de mala gana, al verme, rápidamente cruzó el bar a zancadas y me encendió la estufa al máximo. Cuando sentí el calor del fuego, volví a la vida.
    Pocos minutos después, la barca llegaba a la orilla del estrecho de Magallanes, y nuevamente nos embarcábamos hacia la costa opuesta. Hicimos los trámites aduaneros (recuerdo que la mujer que nos atendió nos miraba horrorizada mientras nos preguntábamos cómo podíamos circular en moto esa noche tan fría) y finalmente ingresamos a Argentina.
    Los últimos kilómetros los recorrimos ya caído el sol. La noche se cerró sobre nosotros, con una oscuridad que inundaba todo, y que sólo era cortada por el haz de luz que nacía del faro delantero de la Transalp. No es nuestra costumbre viajar de noche, pero debíamos llegar a Rio Gallegos y no teníamos otra opción más que avanzar.
    Haciendo el último esfuerzo por soportar el helado frío sobre la moto, sentí un gran alivio cuando divisé a lo lejos varias lucecitas, pertenecientes a Rio Gallegos. Ingresamos a una gran avenida, ahora sí iluminada por altos alumbrados. Nunca había estado tan, pero tan feliz de llegar a una ciudad.
    Nuestro sufrimiento fue recompensado por la pareja amiga de Martin, Gerardo y Adriana, quienes nos esperaban para hospedarnos en su casa, con un buen baño caliente y una rica comida casera. Puedo asegurar que esta difícil vivencia me marcó… aún hoy sigo sosteniendo que no me gusta el calor extremo, pero nunca más voy a decir que prefiero el frío.
    Próximo relato de mi viaje
  22. Ayelen
    Viajar no es lo mismo que estar de vacaciones.
     
    A lo largo de todos estos meses de viaje, muchas personas cercanas, me han “envidiado sanamente”, otras tantas no se cansan de decirme que debo disfrutar TODO y pareciera que no puedo emitir queja alguna, algunas incluso han cuestionado mi situación laboral dejándome entrever, entre sus cuidadosamente seleccionadas palabras, que lo que en verdad querían era tildarme de holgazana o vaga por no tener a cuestas ciertas responsabilidades.
     
    Aprendí a no explotar de ira con el tiempo ante estos comentarios (que afortunadamente siguen siendo una minoría entre mi circulo intimo) porque, entendí que es difícil tener un solo punto de vista. Pero a veces me gustaría hacerle entender a todas estas personas lo que realmente significa VIAJAR.
     


     
    Viajar ha significado para mí adaptarse. Desde el primer momento que realmente tomé la decisión de iniciar esto (no cuando soñé, o me imaginé viajando, si no cuando REALMENTE me dije: “Es ahora o nunca”) comprendí que para tomar la decisión, debía hacer muchos sacrificios. Desde el primer momento, fue difícil.
     
    Fue terriblemente difícil decidir dejar mi trabajo, aquello que representaba lo estable, lo seguro en mi vida, porque simbólicamente era lo que estaba a punto de abandonar (todo lo estable y seguro) para lanzarme completamente “en bolas” (como diríamos en Argentina) a algo totalmente desconocido. Fue aún más difícil comunicarles mi decisión a mis padres, que creyeron que yo había enloquecido cuando les dije que iba a dejar todo y me iba a ir de viaje… en moto! Y fue muy duro y triste sostener mi decisión a pesar de no tener su aprobación en un principio. Imaginarán también lo difícil que fue cuando comenzó a acercarse la fecha de partida, despedirme de mi familia y de mis amigos sin saber cuándo volvería a verlos….. Nada de eso fue fácil… y aquello era sólo el comienzo.
     
    Después vendrían las demás complicaciones, propias de un viaje de esta magnitud: Las horas interminables de viaje que terminan agotándote y poniéndote de mal humor; soportar los fríos extremos sobre la moto y las tormentas más fuertes; llegar a una ciudad desconocida y lidiar con el tráfico y el tumulto y perderse mil veces; pasar noches de frio en una carpa helada; enloquecer realmente cuando el dinero no alcanza; pasar días acampando sin una bendita ducha; soportar los roces de una convivencia donde te ves la cara las 24 hs. del días con la misma persona; añorar las cosas cotidianas más banales como un baño caliente, o una almohada cómoda…
     
    Y así podría seguir horas. Pero… a pesar de todo eso, debe existir una razón que supere toda esa mierd* para que yo siga aun viajando… a miles de kilómetros de mi hogar y no haya regresado a los dos días de haber partido, llorando desconsoladamente.
     
    Y la razón es que…. Todo vale la pena.
     
    Viajar no me ha hecho ni mejor ni peor persona… ni siquiera creo que me haya cambiado como muchos suponen. Ha sido y es, simplemente una experiencia… una aventura y por lo tanto, las cosas malas, hasta los peores en las que uno realmente toca fondo, como las cosas más bellas forman parte de esa experiencia. Y uno aprende a vivirlas como tal. No todo es perfecto como para que se me envidie, porque hay que ser consciente de que se viven muchos momentos feos, y tristes. Tampoco puedo pensar que soy una “mal agradecida” por mis quejas porque esto lo busqué yo, y es algo que yo me esforcé por lograr, nadie me lo regaló. Y por último, nadie sabe cuántos dolores de cabeza le trae a un viajero el hecho de subsidiar su viaje y las miles de maneras que se encuentran para hacerlo.
     
     
    Viajar no es para todos y no es “bueno o malo”. Es una experiencia, con todo lo que ese concepto conlleva y todo SUMA.
     
     
    Fui procesando todos estos pensamientos aquella noche que acampamos en un baldío, aledaño a unos campos de unas casitas en el medio de las sierras bolivianas. La lluvia no cesaba y yo sufriendo de insomnio, veía como las gotas se iban filtrando de a poco por las costuras de la carpa y se acumulaba agua bajo el colchón inflable. Por debajo de aquel golpeteo incesante contra el techo de la tienda, escuchaba la leve respiración de Martin que dormía plácidamente. En aquel preciso momento estaba en crisis. Hacía seis meses que estaba moviéndome de aquí para allá, despertándome cada día en un lugar diferente, extrañado las comodidades básicas que uno (erróneamente) piensa que son universales. Los caminos de Bolivia (quienes hayan viajado por este país, me entenderán), sumado al cansancio del viaje y la dificultad para comunicarnos con los bolivianos me habían superado… había explotado.
     
     
    Pero esa misma noche ha sido una de las más importantes de este viaje, porque entendí que yo estaba allí por mis propias decisiones y que aquello que estaba viviendo era una gran experiencia y era algo que siempre había querido hacer.
     
     
    Tendría que adaptarme o volverme a mi casa. Decidí adaptarme.
     
     
    A la mañana siguiente (ya más repuesta de aquel quiebre emocional) debimos extender todas nuestras cosas bajo el sol y esperar que se secaran. Habíamos abandonado la idea de seguir viaje hacia Santa Cruz porque ya habíamos sufrido bastante los malos caminos por lo que no tuvimos más opción que regresar sobre nuestros pasos nuevamente hasta Sucre.
     


    Secando ropas y lágrimas
     
     
    Volver a hacer todos esos kilómetros por la ruta en mal estado, con tramos de tierra y piedra suelta no significaba el mejor de los panoramas, pero no había otra salida y debía comenzar a ver las cosas de una manera más positiva si quería sobrevivir a aquella experiencia de viajar.
     
     
    Quizás por ese nuevo pensamiento adoptado o porque ya estaba resignada, pude esta vez, disfrutar un poco más del paisaje a mi alrededor. Al menos ya no llovía, y aunque el cielo estaba completamente tapado por enormes nubes grises, el día se mantuvo seco.
     


    De regreso a Sucre
     
     
    Como si viviéramos una especia de deja vú ingresamos por segunda vez a Sucre y esta vez debimos hospedarnos en un pequeño cuarto y no en el hostel, para alivianar un poco los gastos de aquellas idas y vueltas. Al día siguiente sin perder más tiempo, salimos rumbo a Cochabamba. Lamentablemente Santa Cruz quedaría para otro viaje.
     
     
    Salimos confiados porque el hombre que atendía el hospedaje último donde estuvimos nos había dicho con total seguridad que todo el camino desde Sucre a Cochabamba estaba completamente pavimentado… y claramente no fue así
     
     
    En un principio el camino es todo lo que uno espera de una ruta, perfectamente asfaltada, bien señalizada, con la correspondiente protección hacia los costados, debido a la altura que íbamos atravesando. Genial. Yo iba sonriente dentro del casco, sorprendida de que eso de que “si tienes pensamientos positivos te ocurren buenas cosas” funcionara en verdad . Y además los paisajes que íbamos atravesando eran realmente extraordinarios. Una tras otras se elevaban grandes sierras que se superaban en tamaño, cubiertas de poca vegetación agreste, y alguna que otra casita perdida, con sus correspondientes campos trabajados.
     


    Camino a Cochabamba
     
     
    Y entonces, después de unos cuantos kilómetros de felicidad el pavimento de repente terminó y nos encontramos de frente con un antiguo camino que subía por entre las sierras. Completamente empedrado, de lado a lado.
     


    Caminito empedrado
     
     
    Sólo cerré los ojos, acordándome de toda la familia del aquel hombre del hospedaje de Sucre, y resoplé con fuerza.
     
     
    Comenzamos a ascender precavidamente por la ruta empedrada. Las piedras, colocadas prolijamente sobre la tierra, parecían trabajadas con sus superficies tan lisas y suaves. Aun así, era un trayecto complicado. Los protectores al borde del camino habían desaparecido y a medida que ascendíamos en altura, comenzaba a sentirse un poco el vértigo. De a tramos el camino se angostaba tanto que sólo permitía el paso de un vehículo, por lo que había que manejar con precaución en las curvas porque aún temíamos del boliviano al volante.
     
     
    Con un traqueteo continuo, recorrimos varios kilómetros hasta que la tarde comenzó a caer y decidimos acampar bajo un puente, sobre una especie de playa que se formaba al costado de unos delgados hilos de un arroyo que corría por aquella zona.
     


    Atardecer en el campamento
     
     
    A la mañana siguiente nos esperaba un largo, laaargo camino empedrado. Seguíamos y seguíamos ascendiendo por entre las sierras, hasta que ya podíamos ver algunas nubes desde arriba y sólo se observaban las cimas de las colinas brotando por toda aquella interminable extensión de verde. En cada curva que la moto se acercaba cautelosamente al borde de la ruta, me asomaba por sobre el hombre de Martin y observaba esa abrupta y alta caía.
     


    Subiendo por las sierras
     
     
    Luego llegó el momento de descender. Con paciencia y cautela, avanzamos a 60 km/h por aquel irregular camino, temblequeando sobre la moto hasta que, al final del camino, dimos con un pequeño y encantador pueblito, asentado en un valle entre las sierras.
     
     
    Descendimos de la moto, siendo curiosamente observados por un grupo de niñas que salían de una escuela y dimos unas vueltas por las calles de tierra del lugar, para estirar un poco las piernas.
     


     
     
    Ya nos faltaba poco para llegar, así que nos relajamos e hicimos los últimos kilómetros ya sobre camino asfaltado. De a poco comenzábamos a ver mayor cantidad de casitas al costado del camino, hasta que se fue convirtiendo en una verdadera comuna con negocios, grandes fábricas y finalmente estábamos en la entrada a Cochabamba. La ruta se volvió una ancha calle concurrida y simplemente guiados por nuestro instinto (porque la señalización es muy pobre) nos fuimos metiendo en el corazón de la ciudad.
     
     
    Tomamos algunas calles mientras preguntábamos a quienes nos podían guiar y de repente, no sé cómo exactamente nos vimos metidos en medio de una ENORME feria.
     
    Los puestos donde se vendían vestimentas, sombreros, equipos electrónicos, celulares, frutas y verduras invadían las calles y la gente corría de un lado hacia otro como las hormigas cuando uno pisa sin querer un hormiguero. Era tanto el movimiento, la gente chocándose y cruzándose por delante de la moto sin siquiera mirar, las bocinas de los autos sonando continuamente que nos sentimos espantados, atrapados en ese caos.
     
     
    Finalmente sobrevivimos y pudimos salir de aquel embrollo. Nos hospedamos en un hotel (ya para esa altura nos era difícil encontrar un hostel) y salimos a buscar algo para comer. Nos sorprendió notar que a pesar de que para nosotros era temprano (aproximadamente las 9 de la noche) todos los restaurantes o locales de comidas rápidas se encontraban cerrando. Terminamos en una pizzería y contando las monedas pudimos comprar dos porciones de la pizza más aceitosa que probé en mi vida.
     
     
    Al día siguiente, con luz natural y más movimiento en las calles, descubrimos que sin planearlo realmente, nos habíamos alojado en el casco viejo de la ciudad. A pocas cuadras del hotel, nos cruzamos con la plaza principal, la plaza 14 de Septiembre, ubicada en pleno centro antiguo.
     


    Plaza 14 de Septiembre en Cochabamba
     
     
    Mientras algunos vecinos del barrio se reunían a tener sus rutinarias conversaciones, y hombres y mujeres trajeados pasaban velozmente hacia sus trabajos, un grupo de personas congregadas en la plaza, justo en el centro, al pie de “La columna de los Héroes” (un alto mástil con un enorme cóndor de bronce en lo alto) celebraban ciertas tradiciones bolivianas, con música folclórica, exposiciones de típicas comidas y diversos juegos antiguos de niños. Como invisible espectadora, veía toda esta incesante actividad y me preguntaba cómo sería la vida de cada una de esas personas, en qué estarían pensado preocupadas, cuáles serían sus historias de vida….
     


     
     
    Hacia una esquina de la plaza se erguía una fuente de agua, donde tres bellas mujeres, talladas espaldas con espaldas y con largos vestidos que las cubrían hasta los pies, mostraban una leve sonrisa en sus rostros.
     


    Fuente de Las Tres Gracias
     
    La Fuente de Las Tres Gracias estaba justo enfrente de la catedral Metropolitana de San Sebastián que ocupaba todo el ancho de una calle con una galería adornada con altos y delicados arcos. Hacia lo alto, la torre de reloj de la catedral era el sitio elegido por las palomas para anidar.
     


    Catedral San Sebastián
     
     
    Si caminábamos por unas callecitas y tomábamos una avenida principal del centro histórico, llegábamos hasta una zona más moderna, con grandes edificios y varios restaurantes, donde la avenida se hacía doble y por el medio de la misma se extendía un ancho boulevard con jardines decorados. La avenida se abría en una rotonda, que funcionaba como una plaza de las banderas.
     


    Abrazando a mi bandera
     
     
    En Cochabamba nos esperaba Eduardo, el padrino de Martin que visitamos en Mar del Plata al inicio de nuestro viaje. Eduardo nos invitó a su casa y fuimos cálidamente recibidos por él y Mariana, su hija. Fuimos a cenar varias noches consecutivas a su casa. Estar en ese ambiente familiar fue más que un alivio para mí a todos los altibajos que venía viviendo.
     
     
    Nuestro último día en Cochabamba lo dedicamos a ascender con la moto la Colina de San Pedro, sobre la cual se alza el gigantesco Cristo de La Concordia, la imagen de Jesús más grande del mundo (incluso más grande que el famoso Cristo Redentor de Brasil). Con más de 40 metros de altura, aquella enorme figura se eleva con los brazos abiertos hacia la increíble vista panorámica de toda la ciudad.
     


    Cristo de La Concordia
     
     
    Sobre la colina había varios negocios así como también un museo, pero lo mejor, sin lugar a dudas, era aquella increíble vista de la ciudad limitada por esas enormes paredes montañosas a lo lejos.
     


     
    Aquella fue la última imagen que tuvimos de aquella hermosa ciudad antes de seguir nuestra ruta, hacia la capital de Bolivia.
     
     
     
     
    Nos seas tímido y entrá a ver el resto de las fotos
     
     
     
     
     
     
     


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  23. Ayelen
    El Valle de La Luna (como es mundialmente conocido) o Parque Nacional Ischigualasto, su verdadero nombre, es un rincón en mi país que realmente impresiona y asombra por sus peculiares e insólitos paisajes, tan interesantes como extraños.
    Ubicado en el norte de la provincia de San Juan, en el límite con La Rioja, el Parque Nacional es conocido a nivel mundial por sus características geológicas y paleontológicas. Aquel desértico paisaje, desprovisto casi por completo de vegetación, con sus contrastados colores y sus realmente extrañas formas en la roca esculpidas por la erosión, es un interesante lugar desde el punto de vista científico ya que es el único que conserva, plasmado en su geografía, todo el período triásico, que se puede observar “por capas” en las grandes formaciones rocosas.
    Para llegar a él, debimos tomar un desvío que se abría al costado de la ruta 40 y que se internaba en la llana estepa, perdiéndose en el horizonte.

    Por la Ruta 40, camino al Parque Ischigualasto
    A medida que avanzábamos cautelosamente por el camino, me comenzaron a invadir algunos escépticos sentimientos sobre aquel lugar porque a nuestro alrededor no se veía nada. Y cuando digo nada, es nada…. Solo un llano horizonte amarillo y unos pocos arbustos. Además no vimos ningún otro vehículo viajando por aquel desvío por lo que más de una vez dudamos de haber estado dirigiéndonos en la dirección correcta
    Pero, luego de algunos kilómetros, el camino giró en una curva y encaramos lo que parecían unas pequeñas construcciones, a lo lejos. Efectivamente, allí estaba establecida la base y el único centro dentro del parque. Sólo había una pequeña oficina informativa, un museo y una confitería en el medio de la nada, básicamente.
    “¿Esto es el Parque Ischigualasto?” pregunté yo con bastante desconfianza. Y así era.
    Detrás de las oficinas de información, se encontraba el área de acampe, en donde unos quinchos de caña servían como resguardo del fuerte viento que soplaba por aquella zona, sobre todo a la noche.

    Zona de acampe en Parque Ischigualasto
    Mientras armábamos nuestra carpa el sol comenzaba a esconderse, bañando todo aquel inhóspito paisaje de un brillante dorado y encendiendo las quebradas que cortaban un poco con la plana monotonía del horizonte.

    Atardecer en Valle de la Luna
    Si uno se asomaba, subiéndose a lo alto de alguna de las colinas que rodeaban el predio, podía ver las miles hectáreas del parque extendiéndose hasta el horizonte. Una familia de liebres patagónicas salía de su guarida para una última comida antes del anochecer o quizás para otras actividades nocturnas.

    Liebres patagónicas
    Fue en aquel momento, a vaaarios kilómetros del pueblo más cercano, que nos dimos cuenta de un pequeñísimo detalle: nuestras provisiones se habían acabado y no teníamos nada que comer. Por suerte aquel centro disponía de una confitería, como ya mencioné, así que compramos unas empanadas y aquella noche especial, en Ischigualasto, acampando solitos en aquel gigantesco silencio, cenamos acompañados de un vino tinto de San Juan… la verdad es que no soy muy amante del vino, pero aquel tinto, de una de las zonas de los viñedos más exquisitos de Argentina, no podía rechazarse.

    Vino y empanadas
    Al caer la noche, una gigantesca luna brillante apareció en el oscuro cielo y junto con ella, y para mi asombro y felicidad, nuestros vecinos se hicieron presente: unos adorables zorros grises.
    Aprovechando una de las últimas noches de luna llena, en las oficinas de información nos ofrecieron hacer una excursión nocturna guiada por el Parque. En aquel momento, ya cansados de viajar todo el día, nos negamos, pero la verdad es que nos arrepentimos. Así que bien, recomiendo hacer esa excursión bajo la luz de la luna llena a quienes tengan el placer de visitar aquellos parajes.
    A la mañana, entonces siguiente realizamos la excursión diurna por el parque. La única manera de poder recorrerlo, es formando una caravana de vehículos (por lo que hay que tener uno propio…o sumarse al de alguien), encabezada por un guía. No se puede ingresar por medios propios. Antes de partir pude entretenerme largo rato, fotografiando más zorros que con curiosidad y confianza se acercaban a tan sólo pocos metros del campamento.

    Zorros grises
    La caravana comenzó a avanzar lentamente por aquel inhóspito Parque, mientras nosotros cerrábamos el paso en último lugar, avanzando sobre la moto. A medida que transitábamos por la huella prolijamente delimitada sobre la rojiza tierra, el paisaje comenzaba a mostrarnos hoscas formaciones de rocas de afilados ángulos.
    Algunas formaciones llamaban más la atención que otras, por su tamaño y sus extrañas estructuras, que habían inspirado imaginativos nombres con los que se los llamaban. Así llegamos a la primera parada de la excursión, “El Gusano”. Una alargada estructura de rocosa que, con mucho amor, podía asimilarse a un gusanito gigante. Fue genial cuando el guía nos mostró un resto fósil de una planta, similar a un helecho, adherida delicadamente a la maciza roca.
    La segunda parada, sin embargo, fue la que me cautivó y la que realmente despertó mi interés por aquel peculiar parque. Llegamos a la zona del Valle Pintado o Valle de La Luna, al que debe su nombre popular el parque. Asomados desde lo alto de una colina, hacia abajo y extendiéndose por todo el terreno, podía verse un hermoso y raro paisaje que no parecía del planeta tierra. Decenas de colinas de diferentes tamaños ondulaban el terreno, y cada una estaba teñida con franjas de distintos tonos de grises y tintos de arcilla y arena. Millones de años atrás, en aquel desértico lugar, había existido una gran cuenca de agua, que fue la que moldeó delicadamente aquel sinuoso horizonte.

    Valle de La Luna
    Sólo algunos pocos metros más adelante, continuando con el recorrido, llegamos a otras grandes y llamativas figuras. “La Esfinge” que realmente se parecía a la original de Egipto, se alzaba contra el cielo celeste y parecía imposible creer que la naturaleza hubiera sido su única creadora.

    La Esfinge
    La llamada “Cancha de Bochas” era otro gran espectáculo, producto de la actividad geológica, estructuras finamente redondeadas cual pelotas (su nombre deriva de un juego de pelota tradicional en Argentina) de distintos tamaños se encontraban dispersas en un área completamente plana. Era asombroso ver la perfección con las que algunas de estas rocas, de oscuro coloración, mostraban en su esférica silueta.

    Cancha de Bochas
    Durante el último tramo del recorrido que dura aproximadamente 3 horas, visitamos las estructuras más impresionantes. Hicimos una parada en “El submarino”, donde una gran plataforma rocosa con dos torres que se sostienen como si la gravedad no les afectara en absoluto, se asemejan al perfil de un gran submarino.

    El Submarino
    Y la siguiente forma fue la típica del Parque Ischgualasto, y con la cual se lo representa en fotos y postales, el famoso “Hongo”. También en ella se puede apreciar una maciza piedrota elevándose majestuosamente, con sus extraños ángulos.

    El Hongo
    Hacia el horizonte, es imposible dejar de notar la gran pared barrera roja como la sangre que limita el Parque Ischigualasto con su vecino, el Parque Talampaya, situado en la provincia de La Rioja. A medida que el sol comenzaba a caer y los rayos pegaban de lleno sobre aquella quebrada ésta parecía prenderse fuego al brillar su color rojo.

    Pared rojiza que limita al Parque Ischigualasto con el Parque Talampaya
    Ya para el tramo final del trayecto, la caravana tomó el camino de salida, que discurría por el costado de esta gran pared colorada, atravesando diversos paisajes de grises y secuenciales ondulaciones, o redondeadas lomadas claras y violáceas. Todo aquel recorrido realmente parecía habernos transportado a algún otro planeta, porque en ningún otro lado pude ver un paisaje si quiera similar al que apreciamos esa tarde sobre la moto.

    Los extraños paisajes del Parque
    Regresamos famélicos a la estación base del parque y fuimos directo a la confitería a comer más empanadas. Con la panza llena, de repente comenzamos a sacar cuentas y hacer cálculos y notamos con un poquito de pavor que sólo nos quedaban escasas monedas en nuestros bolsillos y aun debíamos pagar el costo por la noche del camping.
    Sin ningún cajero automático cerca y ninguna posibilidad de pagarlos por otros medios, la verdad es que debo confesar que decidimos huir de aquel lugar a hurtadillas. Con tranquilidad, pero apresuradamente juntamos campamento y antes de que el sol se escondiese, debimos abandonar el Parque Ischigualasto como dos bandidos escapando de la ley.

    jeje... no es muy simpático?
  24. Ayelen
    Cuando uno piensa en Perú, inmediatamente lo relaciona con la civilización Inca y sobretodo con Machu Picchu. Aquella típica foto de Machu Picchu que repetimos una y otra vez en este blog (esa… la de la montaña más grande a la derecha, una más pequeña a la izquierda, nubes de fondo, y un valle minado de prolijas ruinas con el césped prolijamente mantenido y brillante) es la que inmediatamente se nos viene a la mente. Sin embargo, y sin por ello desmerecer este legendario sitio arqueológico, Perú es un país que esconde maravillas naturales que están a la altura de cualquier ruina arcaica.
     
    Ya me había llevado una gran sorpresa al descubrir el lado amazónico de este país, visitando la reserva Madre de Dios en plena selva peruana (aconsejo humildemente que no dejen de ver las fotos de ese sitio increíble!). Por lo que la Reserva Nacional de Paracas sería mi segunda sorpresa en este país que, con cada kilómetro recorrido, me convencía de que era mucha más que sólo ruinas y civilizaciones desaparecidas.
     
    Como todos estos sitios que tuvimos la suerte de visitar, llegamos a Paracas porque alguien nos recomendó visitar la reserva (no recuerdo quién fue exactamente, pero...se lo agradezco). Paracas, al igual que Nasca, se ubica dentro del departamento de Ica, lo que suponía que haríamos esos 200 km que separan una localidad de otra, atravesando el inhóspito desierto que cubre casi todo aquel departamento peruano.
     


     
    Ventarrones de arena nos azotaron durante todas las horas de viaje por la carretera Panamericana Sur. De hecho, Paracas significa “lluvia de arena”, por la velocidad que alcanzan los vientos en la región y la molesta cantidad de arena que arrastran a su paso. Atravesamos el desierto caliente, de dunas rojizas hasta que comenzamos a notar más asentamientos y movimientos de camiones en la ruta.
     
    Finalmente visualizamos un enorme arco que nos daba la bienvenida a Paracas, así que nos desviamos a la izquierda, encarando para la costa del Pacífico e hicimos unos diez kilómetros hasta llegar.
     
    No tuvimos que recorrer mucho para notar de inmediato que aquel balneario es uno de los sitios de veraneo elegidos por la clase media alta de Perú. Las ostentosas casas de dos pisos y enormes ventanales frente al mar, los distinguidos hoteles de monumentales entradas, y las casas quintas de veraneo se levantaban a ambos lados de ancha carretera y nos hacían sentir un poco…. “pequeñitos”, llegando sobre nuestra moto, sudados y largando arena hasta por los oídos.
     
    Nos detuvimos unos instante en el centro de la bahía, para poder ver el mar después de tanto desierto. No podían faltar los negocios de venta de artesanías y recuerdos, los restaurantes de comida marítima y las agencias de tours amontonadas en la pequeña plaza principal que estaba pegada al muelle. Tampoco podía faltar el vendedor acosador que nos siguió por toda la plaza ofreciéndonos una excursión a unas tal Islas Ballestas. Intentamos apartarlo sin darle mucha importancia hasta que mencionó que estas islas eran el hogar de una gran cantidad de fauna marina y terminó ganándose dos clientes. Hacía cinco minutos que acabábamos de llegar y ya teníamos dos tickets para abordar a la mañana siguiente una lancha hasta las islas….. ¿ ?!
     
    Con el sol cayendo, buscamos hospedaje y, teniendo en cuanta el alto nivel de los turistas de esa zona, optamos por la opción más económica: acampar en la reserva.
    La Reserva Nacional de Paracas comprende un área de aproximadamente 300 mil hectáreas. La mayor parte de estas hectáreas son de agua marina, dentro de las cuales están las Islas Ballestas, y el resto corresponde a puro desierto y playas.
     
    La entrada a la reserva sólo se distingue entre la inmensa nada misma de arena, por
    una pequeña garita de seguridad, donde los guardaparques nos cobraron S/15 cada uno por el ingreso al parque y por acampar esa noche.
     
    Aprovechamos los últimos rayos de sol y nos adentramos en el árido desierto, a través de un maltrecho camino que en ciertos sectores parecía de concreto bueno, pero en otros estaba agrietado e intransitable. Aun así, llegamos hasta la Playa Roja.
    Su nombre proviene obviamente de la coloración rojiza que muestra la arena, como resultado de la gran actividad volcánica que miles de años atrás se producía en aquella zona.
     


     
    Llegamos justo para la caída del sol, en el momento donde todo comenzaba a teñirse de ese anaranjado profundo y las sombras de las aves acuáticas que aún se alimentaban en la costa se proyectaban como largos trazos oscuros por toda la playa.
    Un par de gaviotas grises miraban atentas desde el acantilado hacia la costa, en busca del último bocado del día, mientras que cinco o seis gaviotas de cabeza gris correteaban por entre las ondulaciones en la arena.
     


     
    Corría mucho viento, pero las olas rompían lejos de la costa y sólo llegaba, con el impulso, una espesa alfombra de espuma que cubría toda la superficie escarlata de la playa roja.
     


     
    Dentro del Parque hay varios sectores para acampar, pero elegimos el que se encontraba más cerca de la salida, porque al día siguiente debíamos estar temprano para realizar el tour por las islas.
     
    Acampamos en una playa inmensa, bajo unos frondosos arbustos que nos servían como reparo del viento. Desde donde nos encontrábamos apenas si podíamos ver el mar, pero lo escuchábamos rugir con fuerza, mientras una numerosa familia de flamencos rosados se preparaba para pasar la noche. Cenamos unos fideos (junto con una adorable familia de ratones que se nos acercaron en busca de algo para comer) y pasamos la noche.
     
    Apenas estaba amaneciendo cuando debimos levantarnos, desarmar campamento y dirigirnos al muelle de Paracas. Con los ojos todavía entrecerrados llegamos a la plaza, donde ya varios turistas que se embarcarían con nosotros estaban haciendo fila. Un pueblerino se entretenía alimentando a unos gigantescos pelicanos, de manera que posaran con su impresionante bolsa extendida para la foto.
     


     
    En menos de media hora ya estábamos todos sobre una gran lancha con los chalecos salvavidas puestos y camino a las Islas Ballestas. La embarcación corría a toda velocidad por encima del oleaje del mar y nos salpicaba constantemente agua salada, lo que terminó de despertarme.
     


     
    La primera parada la hicimos cerca de un enorme barranco de arena, que se encontraba sobre la costa. Sobre la pendiente de aquella gigantesca montaña de arena se podía distinguir un extraño dibujo.
     
    El Candelabro, se lo llama a este geoglifo de 180 metros de largo, que se vincula con las Líneas de Nasca que habíamos visitado el día anterior. Y, al igual que ellas, tanto su origen como el motivo de por qué semejante figura se realizó en ese sitio, aún es un misterio.
     


     
    Seguimos viaje durante unos 20 minutos, hasta que pudimos comenzar a divisar unas enormes masas rocosas que se levantaban sobre el mar. Las Islas Ballestas conforman un gran número de formaciones puramente rocosas, desprovistas de cualquier tipo de vegetación y hogar de varias especies de aves marinas.
     


     
    Fue bastante impresionante descubrir que esa alfombra gris y blanca movediza que cubría los primeros islotes a los que nos acercamos no era más que una aglomeración de cientos y cientos de aves, una al lado de la otra.
     


     
    El barco disminuyó la marcha y comenzó a acercarse lentamente a las islas. Los piqueros peruanos nos dieron la bienvenida. Con más de 4 o 5 lanchas acercándose cada mañana y cada tarde a la isla, estos animales están tan acostumbrados a la presencia humana que ni se mosquearon cuando la lancha comenzó a transitar por entre las islas.
     


     
    La erosión en toda esa zona había convertido a aquellas islas en un asombroso espectáculo arquitectónico natural. Robustos arcos de roca maciza se alzaban por encima del océano, y oscuros túneles atravesaban las islas de lado a lado.
     


     
    Soplaba un viento bastante frio, pero ni el rugir de aquel ventarrón, ni el ruido del oleaje golpeando contra el barco superaban el ensordecedor barullo de las decenas de cantos y llamados de todas las aves que se amontonaban en las cúspides de las islas.
     


     
    Entre los piqueros peruanos que antes mencioné y los elegantes pelicanos, tuvimos la suerte de ver una familia de pingüinos de Humboldt, una especie amenazada que vive en el océano Pacífico.
     


     
    Bandadas de aves revoloteaban sobre nuestras cabezas, cuando la lancha giró, rodeando un gran islote rocoso y allí, ante nosotros, aparecieron los reyes de los mares. Cuatro lobos marinos descansaban plácidamente, acomodados sobre las rocas.
     


     
    Siendo un área protegida para estas familias de aves migratorias, no está permitido bajar a las islas, lo cual era una lástima porque lo único que quería hacer en ese momento era lanzarme contra esos lobos marinos y dormir abrazada a ellos bajo el sol.
     


     
    El viaje continuó, bajo una oleada de flashes y “clickes” de cámaras fotográficas, mientras pasábamos por debajo de arcos rocosos, esquivando pequeños islotes que emergían del océano por todos lados. Los piqueros peruanos copaban la mayor parte de las islas, pero de pronto también comenzamos a ver unas simpáticas aves oscuras de peculiar “bigote” blanco y largo, los zarcillos. El llamativo color rojo de sus picos y patas y sus mejillas amarillas contrastaban notablemente con el gris rocoso de las islas.
     


     
    A cada metro que avanzábamos íbamos descubriendo más y más familias de lobos marinos esparcidas por todos los islotes. Realmente generaba envidia verlos durmiendo tan cómodos y pacíficamente.
     


     
    Ya iniciando la vuelta, el guía que viajaba con nosotros nos indicó el sector de puntas guaneras. Las aves de la Reserva de Paracas son aves guaneras, es decir que sus heces (el guano) es utilizado y comercializado (MUY comercializado, aunque no lo crean) como fertilizante natural. Al ver la cantidad inmensurable de aves que habitan esa zona, no es difícil imaginar el gran negocio que se puede hacer con sus hermosos desechos.
     


     
    Una de las principales aves guaneras de Paracas, y al que veríamos antes de retornar, es el guanay, de pecho blanco y llamativo ocular rojo.
     


     
    Retornamos pasando nuevamente bajo aquellas arcadas de piedra, justo a tiempo antes de que muriera de hipotermia porque el frío y el poco abrigo que había llevado no habían sido la mejor combinación para esa mañana.
     


     
    Descendimos de la lancha, algo mareados después de tanto tambaleo y volvimos a la moto que nos esperaba en el muelle de Paracas, lista para seguir viaje.
     
     


     
     
     
     
     
     
     
    Mucha vida en las Islas Ballestas.... y mucho guano también! Mira el resto de las fotos... no te las vas a querer perder
     
     
     
     
     
     
     


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  25. Ayelen
    El plan era el siguiente: Queríamos llegar a Paraguay porque su ciudad limítrofe, Ciudad del Este, es famosa por sus precios rebajados y era necesario un cambio de cubiertas para la moto. Atravesaríamos Paraguay y volveríamos a entrar a Argentina por la provincia de Formosa, para recorrer el Norte.
     
    Aquel día el calor era especialmente sofocante. Dentro del casco me sentía como un pollo al horno! Pero mientras avanzábamos velozmente por la ruta, el viento fresco nos daba un alivio. Sólo a pocos kilómetros de la ciudad de Iguazú, se encuentra la ciudad brasilera Foz de Iguazú. Para llegar a Paraguay, primero deberíamos pasar por allí. Cruzamos sin problemas las fronteras brasileras, pero cuando llegamos al límite con Paraguay todo fue un CAOS. :zsick: De repente estábamos atrapados en un amontonamiento de autos, bocinazos por todos lados, camiones que se nos tiraban encima y pequeñas motos que como moscas se metían por todos lados, cualquier recoveco era suficiente para ellos para pasar velozmente sin miramientos. Mientras hacíamos la fila para cruzar la frontera, todos los autos que pasaban a nuestro alrededor nos hacían señas para que pasáramos por un costado, esquivando aquella larga fila. Fue tal la confusión del momento y tan grande la insistencia de los conductores que finalmente nos hicimos paso por un costado y sin más ingresamos a Paraguay…. Terrible error cometimos.
     
     


    Hacia Paraguay
     
    En fin, avanzamos, esquivando enormes buses repletos de personas, tratando de no chocar a nadie porque la gente se cruzaba por cualquier lado, mientras las pequeñas motos que funcionaban como taxis, llevando pasajeros, nos pasaban a centímetros (de hecho, una nos chocó en la valija trasera… ). Y además de todo este quilombo, en cada esquina, éramos prácticamente acosados por 5, 6 sujetos que nos rodeaban y en cualquier idioma (francés, inglés, español o chino mandarín) nos ofrecían alojamiento, estacionamiento para la moto, tours y un sinfín de cosas… todo aquello era bastante estresante.
     
    Nos detuvimos unas horas en Ciudad del Este para hacer el cambio de cubiertas de las ruedas de la moto, probamos los típicos chipá, unas masas saladas, y para la tarde ya seguimos viaje.
     


    Los famosos chipá paraguayos
     
     
    Corríamos sobre la ruta, ya alejados de aquella caótica ciudad, y rodeados de campos y algunas que otras casitas, cuando de repente un policía al costado de la carretera nos hizo señas para que nos detengamos. Desde ya debo aclararles que los policías suelen ponerme MUY nerviosa, por lo general son personas que poseen un poder que no saben usar y la impunidad en ellos es total (sin ofender a nadie). Este policía, con todo su aire engreído comenzó a pedirnos todos y cada uno de nuestros papeles: carnet de conducir, seguro de la moto, documentos del vehículo, documentos personales de ambos… todo. Al ver que llevábamos todo en regla, el señor policía pareció un poco decepcionado. Ya estaba por dejarnos ir, cuando nos pidió el papel para transitar por el país. En la confusión de la entrada y no me pregunten POR QUÉ, pero nunca habíamos hecho el trámite correspondiente y no teníamos ningún papel encima.
     


    Ruta paraguaya
     
     
    Nos hicieron bajar de la moto y nos metieron en una pequeña casucha donde se encontraba el jefe que miro y remiró nuestros documentos. Sin decirnos ni una palabra y sin siquiera levantar la vista hacia nosotros anotaba no sé qué cosas en su libreta y mis nervios estaban a punto de hacerme estallar un ojo . Comenzaron a preguntarle a Martin cómo podían arreglar este asunto (…claramente hablaban de un soborno) porque estábamos ilegales dentro del país. La cosa se tornó bastante fea para mí, cuando dos policías se llevaron a Martin detrás de aquella casilla y cerraron la puerta tras él. Además, para hacer más turbia toda la situación, los policías que se quedaron conmigo se comunicaban en su idioma, guaraní entre ellos y yo no entendí nada. Después de quince minutos que para mí fueron eternos, Martin salió y rápidamente nos fuimos. Toda la plata que acabábamos de cambiar a guaraníes (la moneda paraguaya) ahora reposaba en el bolsillo del señor policía.
     
     
    Con una amargura que no podía contener y comenzaba a brotarme como lágrimas , recorrimos unos pocos kilómetros y nos detuvimos a acampar al lado de una estación de servicio, siendo ya de noche. Empezamos a preocuparnos porque realmente estábamos en falta y sin ese papel podían pararnos en cualquier momento y podríamos meternos en un problema más grave, habíamos escuchado que hasta podían sacarnos la moto! Decidimos entonces regresar sobre nuestros pasos y hacer el trámite en Ciudad del Este. Para ello deberíamos levantarnos antes del amanecer para evitar ser detenidos otra vez por algún policía.
     


     
    A la cinco de la mañana y antes de que saliera el sol, desarmamos campamento y salimos viendo el amanecer. Semidormidos, retrocedimos por la ruta completamente desolada. Cruzamos nuevamente por esa casilla donde el día anterior nos habían detenido y se encontraba completamente cerrada, para nuestro alivio. Ya estábamos por cantar victoria, porque nos faltaban pocos kilómetros para llegar a Ciudad del Este, cuando en el horizonte, vimos un auto de la policía carretera al costado de la ruta y un robusto policía uniformado con un traje mostaza nos hacía señas para detenernos. El nudo q sentí en el estómago en cuestión de segundos subió a mi garganta y ya nos imaginaba presos en alguna comisaría de Paraguay, telefoneando a mi mamá para que viniera a rescatarnos. Pero entonces, cuando ya habíamos aminorado la marcha y nos estábamos orillando al costado de la ruta, el policía vio nuestra patente argentina y sin mucha importancia hizo un pequeño ademán con su mano para que continuáramos nuestro camino. El alivio que sentimos en ese momento fue enorme! Nos reímos durante largo rato hasta q llegamos a Ciudad del Este, hicimos la fila como correspondía, el trámite necesario y ahora sí, legales y con todo en orden, nuevamente tomamos la ruta hacia el Oeste… por segunda vez.
     
    Fue tan amarga esa experiencia policíaca que realmente ya no nos apetecía mucho seguir en Paraguay, por lo que durante todo el día no hicimos más que avanzar sobre la ruta. Pasamos por la capital de Paraguay, Asunción, una gigantesca ciudad donde el caos se duplicó, y continuamos nuestro viaje hasta que el sol se ocultó. Llegamos a la frontera con Argentina de noche y en pocos minutos ya estábamos nuevamente en nuestro territorio, en la provincia de Formosa.
     
    Hicimos noche, acampando en la ciudad fronteriza de Clorinda, ya dentro de Argentina y al día siguiente seguimos viaje hacia la ciudad capital de la provincia que lleva el mismo nombre. Ya nos estamos acostumbrando a las sorpresas que nos viene dando este viaje, y la ciudad de Formosa fue una de ellas.
     


    La ciudad de Formosa
     
    Formosa es una prolija y cuidada ciudad, de grandes avenidas y mucho verde. Las plazas y los parques le brindan una belleza única a las ciudades. Situada sobre el Rio Paraguay, la costanera de Formosa era un precioso paseo para hacer por las tardes. Con una fuente de colores y música ambiental, las vistas sobre aquella costanera eran únicas.
     


    Costanera de la ciudad de Formosa
     
    La primera noche la pasamos en un hotel. Una ducha caliente y un bendito colchón era lo que necesitábamos para recobrar fuerzas. Ni hablar del desayuno que tuvimos la mañana siguiente. Tomé todo lo que pude de ese preciado desayuno y lo guardé como mi tesoro.
     


    Mi tesoro!!
     
    Los siguientes días volvimos a nuestra carpita, y nos instalamos en un gran parque ubicado a las afueras de la ciudad.
     
    Aprovechamos nuestra visita a Formosa para descansar un poco y hacerle algunos cariños a la moto. Llegamos así al taller de Carlos, un tipo capo (otra expresión argentina, que significa genio) que nos atendió… bah, atendió a la moto de maravillas.
    Además de mecánico, Carlos fue nuestro guía turístico y junto a él recorrimos sobre la moto toda la costanera de la ciudad. Debido a las crecidas de los ríos debido a la última tempestad, el agua había sobrepasado bastante las costas de la ciudad, por lo que el paisaje era bastante impactante.
     


     
    Sobre las orillas, entre altos pastos podían verse garzas y garcitas alimentándose de algunos insectos o pequeños peces, con sus patas sumergidas en el agua.
     


     
    Nuestro último día en la ciudad de Formosa, lo dedicamos a recorrer una localidad muy recomendada por Carlos, La Herradura. Nuevamente las inundaciones no nos permitieron disfrutar por completo del lugar, pero sin lugar a dudas se trata de un sitio con mucha naturaleza floreciendo en cada rincón y mucha tranquilidad.
     


    La Herradura, Formosa
     
    Sobre la costa de aquel pueblo, podía verse como las crecidas habían inundado parte del parque aledaño, y se podían ver bancos de plazas completamente bajo el agua.
     


     
    Aun así, las grandes plantas acuáticas flotando sobre el agua y el radiante día nos brindaron un paisaje maravilloso para disfrutar aquella tarde.
     


     
    Luego de aquella veloz visita a La Herradura, continuamos nuestra ruta, atravesando la provincia de Formosa. Nuestra última parada antes de dejar la provincia fue en un pequeñísimo poblado, perdido en el mapa, en el que acampamos como siempre solemos hacer, al costado de una estación de servicio. Aquel pueblito al costado de la ruta, con sus callecitas de tierras y sus sencillas casitas realmente tenía un aspecto algo aterrador, pero no era NADA comparado con los insectos que en él habitaban.
    Cuando descubrí una enorme chinche de agua, camino al baño, y vi sus grandes pinzas y su tamaño (como la palma de mi mano) me metí en la carpa, cerré todo perfectamente y no quise salir hasta el amanecer.
     
     


    Linda chinche de agua
     
    A la mañana siguiente continuamos nuestro camino. Pocos kilómetros delante nuestro se encontraba el paso hacia nuestra siguiente provincia, Salta, con la que iniciaríamos nuestra travesía por el Norte Argentino.
     


     
     
     


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