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Ayelen

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Relatos publicado por Ayelen

  1. Ayelen
    Nuestra estadía en Humahuaca fue todo lo que me esperaba del Norte argentino. Un pueblito tranquilo, con gente sencilla y serena, fondo de sierras, algo de calor y muchos colores. Llegamos un mediodía, saliendo de Tilcara por la Ruta N°9.
     


     
    Las callecitas de piedra de Humahuaca casi no tienen vereda y son tan angostas que si pasa un auto, uno se tiene que pegar a la pared para darle paso. Los almacenes de barrio, las bajas casitas de adobe, el sonido de la música folklórica sonando de fondo y las ferias de artesanías le daban ese aire tan especial al pueblo.
     


     
    En el centro de Humahuaca hay una placita principal alrededor de la cual y, como ya es tradición, se encuentran el edificio municipal y una iglesia. Justo enfrente de la plaza se levanta una colina, la colina de Santa Bárbara, sobre la cual se encuentra el Monumento a los Héroes de la Independencia, una enorme escultura de bronce que representa el Ejército argentino del norte, en la lucha por la independencia.
     


     
    A sus pies se abre una ancha escalera de finos peldaños que termina en una explanada, donde las artesanías de los lugareños llenan todo de color. Varios puestos ofrecen tejidos hechos a mano que representan alguna situación cotidiana de esa zona: la mujer y el hombre trabajando en el campo, sus viviendas y animales.
     


    Artesanías de Humahuaca
     
     


    Tejedora
     
     
    Vasijas producidas y pintadas a mano, sombreros, carteras y hasta instrumentos musicales autóctonos como el charango y el pezuñero se exhibían y vendían a los turistas.
     


     
    Subiendo estas escalinatas y llegando a la cima de la colina, teníamos una vista panorámica de todo el pueblo, y la gran pared de piedra que se eleva a lo lejos: La Quebrada de Humahuaca.
     


     
    Los primeros días nos quedamos en un camping. Las noches fueron muy, muy frías y a pesar de que la amable mujer que atendía el lugar nos prestó frazadas para taparnos, fue difícil conciliar el sueño. Por eso ya para la tercer noche decidimos pagar una pequeña habitación. Cuatro paredes de concreto protegían mejor del frío que cualquier manta.
     
    Una tarde, Martín me comentó sus ganas de conocer Iruya. Yo no voy a mentirles: no tenía ni idea de que aquel lugar existiera. A pesar de mi ignorancia, Iruya es uno de los principales atractivos turísticos que posee el norte argentino y pronto descubriría por qué.
     
    Nos habían informado que el camino para llegar a este pueblito que sólo queda a 70 km de Humahuaca estaba en muy mal estado y después de mucho meditarlo, decidimos que lo mejor era dejar nuestras cosas en el camping, cargarnos las mochilas y llegar en colectivo. Así que una tarde compramos el boleto en la pequeña terminal de Humahuaca y a la mañana siguiente, MUY temprano y con bastante frío partimos hacia Iruya.
     
    Mientras esperábamos el bus en la terminal junto con varias personas (en su mayoría todos jóvenes viajeros) nos tomamos un chocolate caliente, porque el sol recién empezaba a salir y mis manitos estaban congeladas.
     
    Siendo sólo 70 km y acostumbrada al ritmo de la moto, pensé que en menos de una hora arribaríamos a aquel famoso lugar. JAMAS imaginé que el viaje nos llevaría más de tres horas.
     
    El colectivo tomó la Ruta n°9, asfaltada y avanzó unos 30 kilómetros hasta llegar a una bifurcación, donde tomó la Ruta N° 13, hacia la derecha, internándose de lleno en la puna norteña a través de un ancho camino de tierra.
     


     
    Fuimos saltando en nuestros asientos y zamarreándonos de un lado hacia otro, mientras la ruta asfaltada quedaba atrás y con ella todo rastro de civilización por poco. El camino era infinito. Cada vez que el micro ascendía por una colina, uno podía ver la marca de tierra que seguía y seguía entre colinas y montes.
     


     
    Avanzamos durante largo tiempo atravesando aquella inmensidad y yo estaba deslumbrada. Iba tratando de sacar fotos decentes (que no salieron movidas o el reflejo de la ventanilla) a aquel increíble paisaje. Las colinas y las sierras cubiertas de colores verdes y amarillos apagados y de repente, cada tanto… una humilde casita de adobe que aparecía perdida entre las colinas y el mismo sentimiento que días antes había sentido al ver esas viviendas en el medio de la nada en Salta… ¿cómo c*** vive esta gente acá??!
     


     
    Martin fue el que menos sufrió el viaje, porque apenas habíamos salido de Humahuaca cuando se acomodó en su asiento y se durmió. Yo admito que me entretuve bastante con el paisaje, pero después de unas tres horas arriba de ese micro, ya había comenzado a fastidiarme.
     
    Me sentí aliviada cuando divisé a lo lejos un pequeñísimo conjunto de casitas entre unas grandes colinas y escuché a algunos pasajeros señalar aquello como Iruya. Por fin habíamos llegado.
     
    A medida que el micro se acercaba, todos íbamos con las narices pegadas al vidrio compartiendo en silencio el asombro que nos provocaba ver aquel pequeño pueblito, casi como colgando de la montaña perdido en la inmensa puna.
     


     
    Bajamos del bus cuando se detuvo, justo en la entrada al pueblo, sobre una ancha calle que ascendía en una curva pegada a la enorme pared de montaña. Hacia el otro costado, la huella del paso de un rio que en esa época estaba completamente seco. Sobre este rio, colgaba un enorme puente de hierro que conectaba dos partes del pueblo.
     


     
    Lo primero que divisé, aun antes de bajarme del bus, fue un grupo de simpáticos burros debajo del puente. Imaginen mi emoción cuando al bajar, los burros se acercaron amigablemente en busca de algunas caricias y mimos. Sólo por eso, Iruya ya me había conquistado.
     


     
    Además de burros, había cóndores, y muchos. Una pareja sobrevolaba la sierra más próxima y mas lejos creí divisar un par más, alto en el cielo. Me llené de felicidad.
     
    Sin cruzar el puente, del lado donde nos había dejado el micro, comenzamos el ascenso por esa ancha calle de piedra. Iruya está a 2800 metros sobre el nivel del mar por lo tanto la fatiga se sentía bastante, sobre todo en una subida. Envidiaba a las pueblerina ancianas que iban cargando sus canastos de alimentos y subían como si nada!
     
    El camino terminaba en una plazoleta donde se erigía la iglesia de Iruya y desde donde nacían las callecitas que cruzaban todo el pueblo. Comenzamos a recorrer el lugar y realmente era como estar en otro mundo. Los pueblerinos con sus vestimentas y tradiciones, y la arquitectura de las sencillas casitas de piedra, adobe y paja conservaban algo de la cultura de los pueblos ancestrales con una mezcla de cultura hispana.
     


     
    Ascendimos por un estrecho sendero, por detrás del pueblo, hasta llegar a un mirador desde donde la vista panorámica era fantástica. Desde allí, aunque un poco agitada por el ascenso, pude disfrutar de la vista de todo el pueblo y los inmensos cerros que lo rodean. Montes de colores anaranjados, verdes y violáceos cercaban Iruya.
     


     
    Buscábamos algo para almorzar cuando nos topamos con una importante peregrinación. Varios lugareños caminaban lentamente, llevando delante una imagen de una virgen. Se dirigían caminando hasta la cima de una alta colina, como suelen hacer en cada día festivo de cada santo.
     


     
    Almorzamos unos exquisitos empanados fritos de queso de cabra que fueron una locura y luego continuamos nuestro recorrido. Por las callecitas nos cruzábamos con mujeres de pelo oscuro, con sus típicas y prolijas trenzas, y largas polleras que andaban con paso lento y sin ningún apuro llevando a cuestas grandes bolsos, y hombres arriando algunas ovejas por el camino.
     


     
    Nos alejamos por unas calles angostas hasta donde casi terminaba el pueblo y se continuaba el inmenso paisaje norteño con cerros de los colores más hermosos que puedo recordar. Un perro se nos sumó al paseo y nos acompañó incondicionalmente mientras caminábamos por aquellas empinadas calles rodeadas de sierras.
     


     


     
    Cuando estábamos por regresar puede divisar un grandioso Cóndor. Con sus alas abiertas de par en par y planeando como un rey, esa inconfundible imagen de tan majestuoso animal, sobrevoló el cielo por encimas de nuestras cabezas. Lo seguimos mientas se perdía entre las torres de piedras de las sierras bombardeándolo a fotos.
     


     
    Cruzamos por el puente hacia la otra parte del pueblo donde podíamos tener una vista increíble de los cerros y la iglesia que sobresaltaba. Era la típica foto de postal.
     


     
    Habíamos decidido quedarnos una noche, así que buscamos algún alojamiento y nos sorprendimos de los precios baratos del lugar, a pesar de ser un atractivo tan turístico.
     


     
    A medida que caía la tarde y el sol comenzaba a ocultarse, todo el pueblo comenzaba a brillar. Todas las luces de las calles y de las casas se encendieron y de repente fue lo único que se iluminó en esa inmensidad oscura que cayó sobre nosotros.
     
    Pasamos la noche en la habitación de un hostal, y a la mañana siguiente tomamos nuestras cosas, cruzamos el puente y nos dirigimos a la plaza a esperar el micro que nos llevaría de regreso a Humahuaca.
     
    Si el viaje de ida había sido largo, el de vuelta fue PEOR. Ya conociendo el camino, no estaba tan emocionada sacando fotos y el micro tardo taaaaanto en llegar que creo que el asiento y yo nos volvimos uno. Pero finalmente llegamos para el mediodía a Humahuaca, donde nos esperaba una gran sorpresa: La celebración del día de La Pachamama.
     
     
     


    <<<ANTERIOR *** SIGUIENTE>>>

  2. Ayelen
    Llegar a la provincia de Tierra del Fuego es una gran travesía. Dada su posición geográfica, se debe salir de Argentina y arribar a territorio chileno, luego atravesar la Patagonia chilena, que parece un sitio olvidado en un extremo del mundo, después embarcarse y cruzar el estrecho de Magallanes para encontrarse finalmente con kilómetros y kilómetros de un camino ondulado de ripio. Es un recorrido muy particular.
    Esa mañana, luego de pasar la noche en el volcán de la reserva Laguna Azul, y a sólo pocos minutos de allí, asentadas en el medio de la inmensidad patagónica, nos encontramos con las oficinas del paso fronterizo y con el decepcionante panorama de una gran fila de autos. El trámite se hizo muy largo, al parecer ese fin de semana largo varios habían tenido el mismo plan de escape, y las oficinas de frontera se habían visto desbordadas de trabajo. Fueron tres horas de espera interminable, trámites, papeleos y documentos.
    Cuando al fin obtuvimos el permiso legal para ingresar al país vecino, continuamos por la ruta, cruzándonos en el camino con varios viajantes que también manejaban motos y que saludaban de manera cómplice al pasar. El camino no cambió mágicamente aunque ahora transitábamos por otro país (quizás debo confesar que inocentemente, esperaba encontrarme con algo novedoso..jeje), la estepa patagónica seguía extendiéndose a los costados de la carretera igual de vasta y llana que siempre. La temperatura ahora era aún más baja, ya comenzaba a encimarme ropa, calzas térmicas, sobre calzas de lana, pantalón, camiseta, campera y guantes…sobre la moto, el frio austral comenzaba a ser un poco complicado de soportar.
    La ruta asfaltada continúo hasta que llegamos al embalse en el estrecho de Magallanes. El camino terminaba básicamente en el agua. Varios autos esperaban en fila y justo en la orilla, una gran balsa con sus compuertas bajas aguardaba el ascenso de los vehículos. Arribamos, avanzando sobre la rampa que rugió metálicamente con nuestro peso y ubicamos la moto entre unos autos, sobre la ancha plataforma de la balsa. Mientras algunos vehículos continuaban subiendo, obedeciendo las indicaciones de un operario chileno, dejamos la moto y nos dirigimos a unas escaleras que ascendían hasta la parte superior de la embarcación, a un pequeño balcón desde donde se podía ver el estrecho de Magallanes en su totalidad. El día estaba nublado y gris y corría un viento bastante frio, que arrastraba ese peculiar olor a mar.

    El estrecho de Magallanes, desde la balsa.
    El operario se acercó a nosotros y nos preguntó por el viaje y la moto que había llamado su atención, pero apenas le presté atención. Todo alrededor me parecía tan extraño. Estar a punto de embarcarme para al fin llegar a Tierra del Fuego, el llamado “fin del mundo”… jamás había imaginado en mi vida que llegaría tan lejos, y mucho menos de la forma en que lo haría. Las compuertas se cerraron, y un movimiento brusco indicó el comienzo del viaje. La balsa se movía realmente rápido. Apoyada por sobre la baranda solo miraba maravillada el mar llano extendiéndose delante de nosotros, que se confundía en el horizonte con el cielo gris, mientras que el frio viento me pegaba en la cara. Por sobre el ruido del motor, y el ruido de la balsa rompiendo en el mar, me llegó la voz del chileno que seguía hablando con Martin y le aconsejaba que estuviera atento porque era probable que aparecieran toninas en el agua. Mi emoción llegó a un punto máximo cuando, por entre el oleaje del mar, quizás atraídas por el ruido o por su simple naturaleza curiosa, comenzaron a divisarse veloces manchas blancas.

    Toninas nadando al lado de la balsa
    Las toninas, delfines de llamativos colores blanco y negro, empezaron a aparecer de a pares, nadando velozmente al lado de la balsa, saltando por sobre el agua. Una hembra con su cría nadaba tan rápidamente que prácticamente se movía a la par de la balsa. Jamás había visto a esos bellos animales tan de cerca, y verlos nadar tan armoniosamente al lado nuestro, como dándonos la bienvenida a la isla, me llenó de una emoción que no pude contener y admito que se me escaparon algunas lágrimas de felicidad.

    El cruce duró apenas unos minutos, y cuando menos me lo esperaba, la moto estaba descendiendo de la balsa y llegábamos, al fin, a la isla de Tierra del Fuego, dentro de Chile aun. La alegría se percibía en nuestras caras, que, a pesar del frío y del día gris, no paraban de reflejar sonrisas inmensas de oreja a oreja.

    Descendiendo de la balsa
    Después de varios días de atravesar campos y caminos, finalmente habíamos llegado a Tierra del Fuego, nuestra primera meta en este viaje que tanto habíamos soñado los dos. Delante de nosotros se abría un camino desconocido para ambos, lo que nos llenaba de ansias y curiosidad.

    La ruta seguía asfaltada sólo hasta un pequeño pueblo llamado Cerro Sombrero, donde nos vimos obligado a cargar el tanque de la moto. Desde allí, nos esperaba un largo, largo camino de ripio.

    Camino de ripio, en Chile
    El camino de tierra no fue fácil, porque había mucha piedra suelta y la moto perdía el equilibrio fácilmente, por lo que había que avanzar despacio. Ese día conocí realmente lo difícil que es un camino de ripio y se convirtió en mi primer enemigo de la carretera (luego, se sumarían algunos más…). A pesar de que la moto, con sus cubiertas y demás, está preparada para este tipo de camino, también llevaba mucha carga encima, así que debíamos ser cautelosos. Además era una ruta muy poco transitada, y no había casi ninguna población en las cercanías. A los lados de la ruta, ahora veíamos inmensas extensiones de campos cercados, con pastos verdes ondeándose por el viento. Algunos pequeños arroyos corrían por entre la vegetación y a lo lejos podían verse inmensos cerros, elevándose en el horizonte y comenzábamos a ver las primeras montañas. El camino se fue convirtiendo en un interminable trayecto ondulado, donde cada tanto podíamos divisar alguna casita perdida en el medio de esos campos o algún rebaño de ovejas pastando, pero nada más. La moto vibraba intensamente bajo el irregular suelo y cada tanto resbalaba peligrosamente hacia los costados, haciendo que yo me aferrara a la campera de Martin y cerrara los ojos, esperando la caída, pero por suerte tengo un experto al mando y salimos ilesos de ese trayecto.

    El interminable camino de ripio.
    No recuerdo cuanto tiempo exacto nos tomó cruzar toda esa interminable ruta, pero se me hizo eterno, nosotros dos solos sobre la moto atravesando esos anchos campos en la zona más austral del mundo. Así fue como arribamos al fin al cruce de San Sebastián, donde luego del papeleo, rápido esta vez, volvimos a ingresar a Argentina. Para mi gran alivio, la ruta volvía a ser asfaltada y ahora podíamos ir más tranquilos y relajados.
    Sin embargo, aún nos faltaban varios kilómetros por recorrer hasta llegar a la primera ciudad de la isla, Rio Grande. El viento empezaba a soplar cada vez más fuerte y yo cada vez me hacía más pequeña para acobijarme tras la espalda de Martin. Para hacer la travesía más complicada aún, una fina lluvia comenzaba a caer desde el nublado y gris cielo. La ruta ya dentro de Argentina era mucho más transitada, sobretodo por grandes camiones de carga. Comenzamos a bordear la costa del mar, a pocos kilómetros de la entrada de la ciudad y de repente esa pequeña llovizna se transformó en una lluvia intensa y constante. De a poco empecé a sentir mis pantalones mojados y parte de la campera. Las gotas se acumulaban en el visor del casco y se filtraban hacia adentro, así que ya nada me protegía de estar mojada. El frio viento que nos golpeaba en la ruta empezó a hacerme tiritar, y ya no veía las horas de llegar.
    Empapados de pies a cabeza entramos en la ciudad de Rio Grande. Cuando nos cruzamos con la primera estación de servicio, bajamos en busca de reparo de la lluvia y de un poco de calor. Casi temblando y completamente mojados ingresamos al coffe shop de la estación, para cambiar nuestras ropas mojadas y elevar un poco nuestra temperatura con alguna bebida caliente.

    La ciudad de Rio Grande, en Tierra del Fuego
    Mientas esperábamos que la lluvia cesara, decidimos que luego de semejante día de viaje, lo mejor sería buscar un alojamiento para descansar bien, y al día siguiente buscar un lugar adecuado para acampar y volver a nuestra habitual carpa. Como si de una señal divina se tratara, un grupo de jóvenes se acercó a nosotros, curiosos de vernos llegar en la moto, y se ofrecieron a indicarnos los distintos hoteles de la ciudad. Esa noche conocimos a Gabriel y Melisa, y hasta el día de hoy agradezco ese encuentro.
    Esta adorable pareja era originalmente de Ushuaia, la última ciudad en la isla, pero estaban de paseo por Rio Grande. Amablemente, nos indicaron los distintos hoteles de la zona y luego de visitar cada uno (algo espantados por lo elevado de los costos), llegamos a un lujoso hotel que casualmente tenían una promoción económica de sus habitaciones.
    Aún recuerdo nuestras caras cuando ingresamos a la gigantesca suite del hotel Status. En la habitación se lucían un televisor plasma enorme, calefacción centralizada, elegantes muebles de madera y una cama exageradamente grande. Era muy irónico pensar que la noche anterior habíamos acampado en medio de un gigantesco cráter de un volcán, completamente solos, y que esa noche estábamos en una lujosa habitación de un hotel cinco estrellas que hasta tenía un teléfono en el baño (¡¡en el baño!!). A pesar de que ningún hotel puede superar la belleza de acampar en un lugar al aire libre, admito que esa noche descansamos muy bien.
    Al día siguiente nos trasladamos a un hostel, donde pasaríamos los siguientes días, porque lamentablemente en Rio Grande no hay campings habilitados. Martin debió tomarse unos días para trabajar desde su computadora, así que nos vimos obligados a permanecer en la ciudad más de lo deseado. Rio Grande es una enorme ciudad, mayormente industrial, pero que no posee muchas opciones a la hora de disfrutar de nuevos paisajes o actividades. Para ser honesta, me aburrí bastante.

    Del volcán a una habitación 5 estrellas
    Nuestra siguiente parada, antes de llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, era un pequeño pueblo llamado Tolhuin del que nos habían hablado maravillas. Impaciente, aguardé durante tres días en Rio Grande, hasta que finalmente una mañana juntamos nuestras cosas y retomamos la ruta.
    Relato Anterior:
  3. Ayelen
    Hoy les escribo desde Copacabana, Bolivia, a las orillas del Lago Titicaca. Sentada en la empedrada orilla, y disfrutando de este hermoso día de sol, casi por despedirme de este peculiar país después de recorrerlo de punta a punta y a días de pasar a otro maravillosos país como sé que lo será Perú.
    Sin embargo, prometo hablarles de todas las travesías por Bolivia a su debido tiempo. La última vez que posteé, les contaba de mi llegada a El Calafate, después de la visita a una de las pingüineras más grande de Argentina, en Cabo Vírgenes. Sé que escribí hace apenas unos días, pero la visita al glaciar Perito Moreno me resultó tan impresionante, que no pude contener mis ganas de describirlo, para ustedes.
    Aquella mañana, luego de recorrer unos 300 kilómetros en la provincia de Santa Cruz, desde Río Gallegos, atravesando aquel trecho completamente desértico de la Ruta 40, divisamos un gigantesco espejo de agua del más bello color que haya visto alguna vez. Aquel era el Lago Argentino, sobre el cual se asienta la hermosa localidad de El Calafate, que debe su nombre al fruto de un arbusto muy extendido en la zona, de un intenso color morado con el que se preparan mermeladas, tortas y un sin fin de dulces exquisitos (según una tradición popular, quien come de este fruto vuelve sin duda a la Patagonia, por lo que hay que probarlo!)
    Después de tantos días de nieve y lluvia, de frío y viento constante en la carretera, cuando llegamos ese mediodía a la localidad de El Calafate, no podíamos creer el cálido y hermoso día que nos daba la bienvenida.

    Ingresando a la localidad de El Calafate
    Ingresamos al centro de la ciudad con un sol radiante en el cielo. Sobre la avenida principal se alzaban elegantes restaurantes, pintorescos negocios de venta de toda clase de souvenirs, modernos bares, y enormes ferias de artesanos. El Calafate es una ciudad dedicada verdaderamente al turismo…quizás en exceso, en mi humilde opinión. Muchísimos extranjeros se encontraban disfrutando de aquel hermoso día, haciendo compras o simplemente tomando algo tranquilamente sentados frente a finas confiterías. A medida que avanzábamos lentamente por la calle, podíamos escuchar un sinfín de idiomas, mezclado con la música de algún bar. La gente la estaba pasando bien y se notaba esa energía en el lugar.
    Instalamos nuestra carpa en un camping cerca del centro, y con un excelente humor, contagiado por esa energía tan alegre del lugar, y, por supuesto, porque por primera vez en mucho tiempo volvíamos a disfrutar de un caluroso día de sol, simplemente nos fuimos a caminar. Nos encontramos con una ciudad muy limpia y cuidada, de mucho verde y de hermosas construcciones en piedra y madera que le daban ese toque pintoresco.

    Los simpáticos duendes de las galerías de El Calafate
    A pesar de ello, nuestra intención al llegar a El Calafate, no era permanecer en la ciudad. El principal atractivo allí es el Glaciar Perito Moreno.
    El Glaciar Perito Moreno es el más importante de todos los glaciares que forman parte del Parque Nacional Los Glaciares, gigantesca área de miles de hectáreas que se extiende sobre el sudeste de la provincia de Santa Cruz.
    A la mañana siguiente, dejamos todo en el camping y, más livianos, tomamos la Ruta N° 15 que conecta El Calafate con el Parque, separados por aproximadamente 80 km. La primera parte del tramo fue sumamente aburrida, atravesando extensiones de la ya conocida estepa patagónica, donde veíamos grupos de choiques correteando al costado de la carretera y nuestros amigos los guanacos cruzándose arriesgadamente por delante de nosotros.
    Llegamos así a la entrada del Parque Nacional, donde debimos pagar una entrada de un valor de $50 cada uno (unos 5 U$S aproximadamente, aunque el precio para extranjeros es más elevado). A partir de ese punto, el paisaje cambió de una manera increíblemente abrupta. Lejos de parecerse a los kilómetros anteriores atravesando la estepa patagónica, frente nuestro se abría un frondoso bosque de montaña. El camino se extiende por la costa del Brazo Rico del Lago Argentino, que limita a lo lejos con gigantes cordones montañosos.

    Costeando el Brazo Rico del Lago Argentino
    Aquellos 35 kilómetros fueron realmente increíbles. El camino sinuoso atraviesa montañas cubiertas de bosque, costeando el gigantesco lago con sus imponentes montañas que contrastaban con el celeste profundo del cielo. Yo estaba muy entusiasmada, colgada del hombro de Martin, sacando fotos para retener la belleza de ese paisaje, cuando, con señas (nuestra manera de comunicarnos sobre la moto) Martin me señaló hacia el horizonte, entusiasmadamente. Creyendo que me señalaba las enormes montañas nevadas, asentí sin importancia, pero cuando Martin volvió a insistir presté realmente atención y entonces, lo vi.
    Planeando majestuosamente sobre el lago, casi a nuestra altura, un enorme Cóndor Andino sobrevolaba la zona con sus alas extendidas. ¿Cómo explicarles la emoción que me nació cuando vi aquel hermoso animal a metros nuestros? Casi me tiré de la moto en marcha y atravesé la ruta a zancadas, para poder verlo de cerca. Ni siquiera atiné a sacarle una foto…simplemente me quedé allí maravillada, contemplando aquel rey de las alturas, aquella enorme ave (una de las más grandes del mundo) con sus tres metros de largo sobrevolaba solemnemente, con su imagen reflejándose en el lago. Esa fue la primera vez que vi a este bellísimo animal y fue el momento más maravillosos de todo el viaje… lo puedo asegurar.
    El camino continuaba, hasta una curva, llamada La Curva de los Suspiros, donde tuvimos la primera vista panorámica del glaciar Perito Moreno. Una alfombra celeste de hielo macizo que se extendía infinitamente hasta perderse entre las cumbres nevadas. Con mucho entusiasmo, aceleremos la marcha hasta llegar hasta un gran predio que funcionaba como estacionamiento, junto con unas grandes confiterías. Sólo había algunos autos y micros de turismo.

    La Curva de los Suspiros, primera vista del Glaciar
    En ese punto, nacían las pasarelas que recorrían todo el frente del glaciar a diferentes alturas. Teníamos las opciones de llegar al primer balcón principal caminando (eran cientos de escaleras en subida) o bien tomar una combi, un servicio completamente gratuito brindado por el Parque. Escogimos la segunda opción y tomamos el minibús, que condujo por un camino pasando por entre el frondoso bosque y en pocos minutos descendíamos en la primera estación de todo el recorrido de pasarelas.
    Ansiosos iniciamos el recorrido, casi al trote, por la pasarela de metal que se elevaba unos metros por encima de la vegetación de la montaña. El glaciar se veía desde cualquier punto porque es un evento natural tan gigantesco, de casi 195 km2 que abarcaba todas las vistas panorámicas.
    A medida que íbamos acercándonos hasta el siguiente balcón, nuestra impresión crecía y nos íbamos quedando sin aliento. Al llegar nos apoyamos en la baranda y simplemente nos quedamos sin palabras. El silencio en ese lugar es condición tácita. La gente hablaba en susurros y solo se oía el piar de los pájaros y el susurro del viento gélido. Siendo el Perito un atractivo turístico tan importante y famoso en mi país, toda mi vida escuché hablar de él y vi cientos de fotos…. Pero créanme cuando les digo que nada, absolutamente nada de lo que imaginaba se asemejaba a la realidad.

    El Señor de los Hielos
    El manto de hielo gigantesco que se extendía delante nuestro con su puro color celeste, sus 5 kilómetros de frente y sus más de 60 (!) metros de alto nos dejó sin habla. No podíamos ver el final del glaciar porque se perdía a lo lejos entre los picos de varias montañas que se elevaban contra el cielo.
    A medida que íbamos avanzando por la pasarela, el circuito te acercaba cada vez más al Glaciar y, aunque pensé que no sería posible, el paisaje cada vez era más maravilloso. Creo que lo que más nos impresionaba era la paz infinita que se percibía en ese lugar, que sólo es interrumpida por los pequeños derrumbes que se producen en el frente del Perito. El Glaciar es mundialmente famoso conocido por sus rupturas. Cada algunos minutos uno tiene la suerte de poder apreciar este maravilloso evento natural, donde inmensas placas de hielo se desprenden del frente del glaciar y caen (como en cámara lenta) al Lago Argentino, produciendo un estruendo impresionante. Los visitantes festejaban estos hermosos fenómenos con aplausos y vítores, entusiastas. Es algo increíble, digno de ver alguna vez en la vida.

    Estos inmensos trozos de hielos, quedaban flotando y eran llevados por la corriente del Lago, así que podían verse como mini glaciares a la deriva sobre aquella azul inmensidad.

    Nos sentamos durante varios minutos en un balcón a descansar las piernas y simplemente a disfrutar de esa paz infinita brindada por la naturaleza. En la espesa vegetación que se abría a los costados de las pasarelas, uno podía observar pequeños pajaritos de gracioso copete acercarse curiosos, saltando velozmente de rama en rama.

    En la última pasarela, la más cercana al Perito, se sentía el entorno más helado (igual a esa refrescante sensación que uno siente un caluroso día de verano al abrir el refrigerador de la heladera), y una calma infinita. Un gran barco, que se veía como uno de juguete al lado del monstruoso glaciar, navegaba por el Lago Argentino, acercando turistas a una experiencia más cercana con el Perito. También hay excursiones para caminar sobre el glaciar, una experiencia que seguramente debe ser completamente increíble y quien pueda acceder a los precios, se lo recomiendo totalmente.

    La superficie del glaciar se extendía irregularmente, en suaves picos que a mi, personalmente, me hacía recordar a un gigantesco helado de crema! Con su puro color celeste, y de azul intenso entre las grietas, los rayos de sol colándose por entre las nubes en el cielo, el bosque y las montañas…. Era una postal, realmente.

    Regresamos, descendiendo por las pasarelas, maravillados con aquel lugar, cuando la naturaleza me regaló una segunda oportunidad y nuevamente un hermoso Cóndor Andino apareció en los cielos, planeando en lo alto. Y aquella vez, preparé la cámara y capté algunas bellas fotos de este maravilloso ejemplar que resultó ser una hembra, probablemente buscando carroña. Felicidad absoluta para miii!!!

    Cóndor Andino sobrevolando el lago Argentino
    Regresamos al campamento, donde encontraríamos un tercer pasajero para nuestro viaje, un peculiar oso de peluche al que bauticé como Ruperto, y que nos acompañaría algunos kilómetros, cómodamente sobre la moto. Al día siguiente, los tres nos despedimos de aquel bellísimo lugar y emprendimos viaje para llegar a nuestro siguiente destino.

  4. Ayelen
    Jamás me había sentido tan vívidamente en una película de terror, como cuando paramos aquel atardecer en Bajo Caracoles. Literalmente aquel lugar está conformado por sólo un surtidor de gasolina, un hotel y CUATRO casas, exactamente a escasos metros de la ruta, rodeado de la absoluta nada: tierra, más tierra y unos pocos arbustos.
    Aquel lugar subsiste porque es parada obligada para cargar el tanque y porque cerca de allí se encuentra un atractivo turístico antropológico bautizado como cueva de las manos, del que lamentablemente no puedo hablarles porque no lo visitamos
    En la habitación del cuarto de aquel hotel que nos asignaron para pasar la noche había un gran ventanal por el que uno podía ver la extensa llanura patagónica extenderse hasta el infinito, una vista bastante impresionante. Cuando cayó la noche y todo quedó a oscuras, yo ya esperaba que apareciera algún asesino con una sierra o algo similar, porque era la escena perfecta.
    A la mañana siguiente, nos esperaba una gran sorpresa (no, no había acontecido ningún asesinato), al encontrarnos con un amanecer con una intensa nevada. Afuera todo estaba cubierto de una gruesa capa de nieve. Hasta la moto, que había dormido fuera, estaba blanca y helada. Al preguntar al encargado del hotel (un hombre bastante apático) si eran frecuente ese tipo de nevadas por aquella región, imaginen nuestra resignación cuando nos respondió que por aquella zona nunca nevaba

    La moto cubierta de nieve en Bajo Caracoles
    Esperamos por más de una hora, pero la nevada no aminoraba, ni un poco, por lo que decidimos marcharnos de todas formas. Tendríamos una segunda sorpresa desagradable al descubrir que aquel oso de peluche, pasajero que recogiéramos en El Calafate, Ruperto, había desaparecido. Lo busqué intensamente, pero el oso jamás apareció. Hasta el día de hoy sospecho de aquel sombrío hombre encargado del hotel, pero en nuestra imaginación nos hicimos la idea de que Ruperto era un oso viajero que sólo necesitaba un aventón hasta Bajo Caracoles, y a día de hoy debe seguir viajando por el mundo.
    Nunca antes habíamos viajado por la ruta bajo una nevada, y fue una experiencia casi mágica. A pesar del terrible frío que obviamente empecé a sufrir, los copos de nieve descendían del cielo lentamente, como en una película, haciendo de aquella escena un momento único. Fuimos atravesando esa cortina blanca, hasta dejarla atrás algunos kilómetros más adelante.
    Nuestra siguiente parada obligada al caer la noche fue en la localidad de Gobernador Costa, en un sencillo hotel y al día siguiente continuamos viaje. Era evidente que la noche anterior había nevado sobre la llanura, porque todo a nuestro alrededor estaba cubierto con un blanco manto. Claramente, estábamos llevando la nieve con nosotros.

    La carretera cubierta de nieve
    Estábamos próximos a llegar a nuestro siguiente objetivo: El encantador poblado de El Bolsón, sitio predilecto por los viajeros natos, mochileros y artesanos…. Bueno, por los hippies en pocas palabras
    Habíamos estado viajando meses por la interminable llanura patagónica, asombrosa por su extensión casi infinita, por sus colores, sus curiosos habitantes y su total inmensidad que deja impresionado a cualquier viajante, cuando, de repente, todo explotó de verde.
    Fue casi inmediato. Cuando me quise dar cuenta, viajábamos a través de la ruta rodeada de frondosos pinos que cubrían las cumbres de las montañas en todas direcciones. Respiré hondo dentro del casco, para llenar mis pulmones de oxígeno fresco y de ese peculiar aroma a tierra y hierbas. Sentí que me llenaba de vida y de alegría al ver aquel horizonte celeste, con las montañas apareciendo por todos lados y el verde del bosque.

    Llegando a El Bolsón
    Y nos estaban esperando. Eduardo, el papá de Martin, y Nerina, su mujer, viven en un barrio residencial llamado Las Golondrinas, a escasos kilómetros de la localidad de El Bolsón. Para llegar a su casa, tomamos un empinado camino de tierra, que subía sinuosamente por una pendiente y se internaba en un espeso bosque. Y al fin arribamos a lo que yo llamaría sin lugar a dudas, un pedazo del paraíso en la tierra.
    Situada sobre un extenso terreno de inclinada pendiente que se perdía entre los árboles aledaños, la casa de Eduardo y Nerina se erigía en la cima de una suave colina, rodeada de naturaleza y paz. Mirase por donde mirase el paisaje era simplemente maravilloso. Gigantescos cordones nevados se elevaban a lo lejos y todo estaba invadido de aquel bosque con sus tonos verdes, y también rojos y amarillos, que indicaban que en breve iniciaría el otoño. Allí, el más importante es el Cerro Piltiquitrón, un gigante de roca, a cuyos pies nace El Bolsón.

    Las Golondrinas
    Debo admitir que llegué algo nerviosa a Las Golondrias, pues sería la primera vez que conocería a Eduardo y Nerina, pero fuimos tan bien recibidos por ellos y por sus tres adorables perras: Belcha, Yuri y “La Popi”, que inmediatamente me sentí muy cómoda y en familia…un sentimiento que ya venía extrañando a tantos meses de la partida de mi hogar.

    Tan cómoda me sentí que permanecimos allí por un mes! Jejejeje....un poco abusivo, no? Aunque, honestamente, yo me hubiera quedado a vivir en aquel lugar… simplemente intenten imaginar, despertarse cada mañana con el canto melodioso de decenas de aves distintas, poder apreciar la belleza de los Picaflores Rubí que se pasaban todo el día aleteando cerca de los bebederos dulces que Eduardo y Nerina habían tenido la fantástica idea de instalar en cada ventana de la casa, poder fotografiar las liebres que curiosas se acercaban a olisquear las bellas flores del jardín de Nerina… para mí, eso era un sueño.

    Picaflor rubí

    Liebre patagónica
    Durante el tiempo que permanecimos hospedados en Las Golondrinas, pudimos recorrer algunos de los más bellos lugares cercanos como Lago Puelo, Los Alerces y el mismísimo Bolsón, así que intentaré darles una breve pero detallada descripción de cada lugar para que puedan viajar conmigo por los maravillosos rincones de mi país.
     
    El Bolsón
    Ya había visitado este bello pueblo algunos años atrás, cuando hice un viaje con mi familia y en ambas ocasiones tuve la misma sensación: aquel lugar tiene una energía, una vibra muy especial, quizás proveniente del impresionante Piltiquitrón, y es por ello que es tan elegido por viajantes bohemios.
    Su calle principal se extiende sólo algunas cuadras, cruzando la enorme plaza principal. En el medio de la ancha plaza verde, hay un gran estanque donde viven una pareja de Patos Overos con un plumaje increíblemente tornasolado. También se pueden avistar hermosas aves como el tradicional Tero, o las elegantes Bandurrias. Una de las atracciones más importantes de la plaza es, en realidad, la inmensa feria artesanal que abre un par de días a la semana y donde uno puede encontrar una variada oferta de productos artesanales.

    Patos Overos
    Pero también es importante que les hable de las dos cosas más maravillosas del mundo: La cerveza y el helado artesanal. El Bolsón posee una magnífica fábrica de cervezas que lleva el nombre del pueblo y, si uno quiere degustarlas, puede acercarse al restaurante ubicado a algunas cuadras del centro principal, donde encontrará una variedad increíble de sabores: las típicas rubia, negra y roja, junto con algunas opciones más exóticas, como cerveza con frambuesa, con cerezas, con cassis, con miel, con chocolate y hasta una muy extraña que es la cerveza picante. Además sirven unas pizzas exquisitas!!!
    Y luego de darse esa panzada de pizza y cerveza, nada mejor que ir por el postre a la heladería Jauja, donde sirven los más ricos helados con frutas de la zona (como cafayate) y algunos sabores un tanto más….. “exóticos” como: “mate cocido con tres cucharadas de azúcar” o “Profundo y Contradictorio”. Un kilo de ese helado y una noche de scrabble los cuatro en aquella cálida casa en Las Golondrinas es uno de los maravillosos recuerdos que mantendré siempre en mi mente.
    Hay una sencilla caminata que se puede hacer simplemente a las afueras del pueblo, que nos lleva a una vista panorámica increíble de El Bolsón y sus alrededores, y a conocer la famosa “Cabeza del Indio”, una peculiar formación rocosa que recuerda a un perfil de un hombre.

    Cabeza del Indio, en El Bolsón
    El Bolsón es sencillamente uno de esos lugares que uno no puede dejar de visitar si recorre la patagonia argentina, ya que es un sitio ideal para renovarse de energía, respirar pura naturaleza y quizás hacerse alguna trenza hippie

    Lago Puelo
    A sólo 17 kilómetros de El Bolsón, se encuentra este bellísimo espejo de agua, al que dedicamos un día para recorrerlo. Rodeado de un espeso bosque de copas frondosas y verdes, y de irregulares colinas se encuentra el pueblo, a pocos metros del lago, que lleva el mismo nombre.

    El inmenso Lago Puelo
    El lago, se encuentra ubicado dentro del Parque Nacional Lago Puelo, área de reserva de animales autóctonos como el pudú y el ya mencionado huemul. Además, se caracteriza por poseer una flora única en la zona, ya que es un sitio de transición entre el bosque andino y la selva valdiviana.

    Existen varios senderos para recorrer el Parque, pero lo más impresionantes son las vistas al inmenso Lago Puelo, que realmente parecen postales.
     
    Parque Nacional Los Alerces
    Un día de aquel mes en El Bolsón, decidimos cargar nuestras mochilas e irnos un par de días a recorrer el fabulosos Parque Nacional Los Alerces. Separados por unos 130 kilómetros de El Bolsón, aproximadamente, se llega al Parque tomando la ruta n° 71.
    El Parque Los Alerces es una inmensa área protegida (el cuarto en la lista de los más grandes Parques Nacionales) creada para la protección de fauna y flora autóctona, especialmente para preservar el bosques de alerces o lahuán, una especie de árbol de los más longevos del mundo, los cuales pueden vivir entre 3000 y 4000 mil años! Y llegan a medir hasta 60 metros de altura…impresionante.
    Aquel día, concluimos que la mala suerte era nuestra tercera pasajera en este viaje. Al llegar al Parque nos informaron que tanto los senderos para realizar caminatas dentro del mismo, como los campings habilitados (y en los cuales pensábamos pasar la noche) se encontraban cerrados, debido a que CADA 75 AÑOS, florece la caña de colihue, lo que produce un crecimiento descontrolado de población de ratones que se alimentan de ella y como consecuencia, un aumento de peligrosidad del hantavirus… genial!

    Parque Nacional Los Alerces, Patagonia argentina
    Resignados, decidimos pasar el día recorriendo los caminos principales que se encontraban abiertos. A pesar de este pequeñísimo e imprevisto inconveniente, el recorrido fue espectacular. Ingresamos por un ancho camino de tierra, internándonos entre montañas teñidas de rojo y naranja.

    Los colores del otoño
    Nuestra primera parada fue en el Lago Verde, un gigantesco lago de arenosas playas, rodeado del espeso bosque y vigilado desde las alturas por robustas montañas. Corría viento, por lo que un leve oleaje podía percibirse en la superficie del agua.

    Lago Verde, Parque Nacional Los Alerces
    Al continuar nuestro camino, nos íbamos sorprendiendo aún más de los colores que íbamos apreciando, expandiéndose por entre las montañas. Los árboles, con sus copas encendidas de vivos colorados y anaranjados, cubrían y adornaban las colinas.
    El Lago Verde se comunica, a través del Rio Arrayanes, con el más importante de todos los lagos dentro del parque, El Lago Futalaufquen. Aquel gigantesco lago, limitado lateralmente por enormes y verticales paredes de roca y cortado a lo lejos por verdes cerros, era todo un espectáculo para la vista.

    Lago Futalaufquen, Parque Nacional Los Alerces
    En las orillas, varias especies de patos, como el Macá Gigante, se encontraban alimentándose. Un curioso chucao, una pequeña ave de bellos colores, se acercó tanto y con tanta confianza hacia mí, que literalmente se paseó entre mis piernas, mientras yo lo bombardeaba a fotos.

    Hermoso y curioso chucao
    Las aguas del Lago Futalaufquen eran increíblemente cristalinas, si uno prestaba atención, podía ver claramente el fondo y más allá, el hermoso color verde que lo teñía. Un robusto puente cruzaba el lago, desde donde uno podía tener una vista panorámica alucinante. Aquel lugar era un inmenso paraíso de naturaleza.
    Retomamos la vuelta, deteniéndonos cada algunos metros, porque todo merecía un momento de apreciación. Entre aquel colorido bosque tupido se veían decenas de cursos de agua, arroyos y ríos que discurrían entre la espesa vegetación.

    Vista desde la carretera principal del Parque
    Pasamos la noche en un poblado cercano al Parque, y al día siguiente decidimos almorzar en Epuyén, una bellísima y tranquila localidad patagónica. Ubicado en el valle del Rio Epuyén, aquel lugar es otro pequeño rincón mágico del mundo al que uno no puede dejar de ir.

    Rio Epuyén... corría mucho viento!
    Almorzamos en una confitería vegana, instalada en lo alto de una colina, con grandes ventanales que ofrecían una increíble vista al Rio. A pesar de que un brillante sol radiaba por entre blancas nueves en el cielo, corría un helado viento, pero aquel momento fue mágico, de todas formas.

  5. Ayelen
    Recuerdo que hace unos años atrás, mientras esperaba aburrida en la sala de espera de algún médico del que ya no recuerdo su especialidad, me entretuve ojeando una de esas “revistas del corazón” que siempre están disponibles en una esquina. Me detuve en la entrevista que le hacían a una actriz de telenovelas argentinas, especialmente en el párrafo donde le preguntaban por los lugares del mundo que había visitado, y la mujer, glamorosamente, hablaba de sus viajes por Paris, España, Inglaterra y Estados Unidos. Y cuando la indagaron sobre su lugar favorito, al que volvería, esta actriz respondió llanamente que la ciudad a la que volvería sería Cusco.
     
    No es que fuese fanática de esta actriz, ni nada por el estilo, pero me quedé largo rato con esa entrevista en la cabeza, imaginándome cómo sería esta ciudad peruana como para que esa mujer quisiera volver sólo a ella habiendo viajado por tantos otros lugares. Y por algún motivo siempre pensé en Cusco como un lugar hermoso que algún día… alguuuun día visitaría.
     
    Y ahí estaba
     
    Para mí era algo muy loco saber que estaba punto de conocer realmente aquella ciudad que tanto me había idealizado. La primera parada que habíamos hecho dentro de Perú había sido en la fascinante amazonia peruana, en la ciudad de Puerto Maldonado, y del 1 al 10, la experiencia había sido de un 20! Así que yo ya estaba completamente satisfecha con Perú, pero debo admitir que cuando ingresamos a Cusco me desilusioné un poco al encontrarme con una ciudad de calles algo destruidas y tránsito complicado, igual que cualquier otra. Pero todo cambió cuando llegamos (obviamente) al centro histórico de Cusco.
     
     


     
    Arribamos a la Plaza de Armas casi de casualidad porque nos habíamos perdido, cruzando por una muy estrecha callecita empedrada de casi inexistentes veredas y salimos justo por el lado izquierdo de la Catedral de la ciudad. Enseguida nos abordaron varios vendedores ofreciéndonos diferentes hospedajes y tours y ahí nos preocupamos un poco por el gasto que tendríamos en aquella ciudad.
     
     


     
    La Plaza de Armas, sitio de tanta historia, viejos baldozones y prolijos jardines se encontraba justo en el centro de un torbellino de casitas y casas todas de estilo colonial con tejas naranjas y blancas fachadas que nacían alrededor de la misma y se extendían en altura, invadiendo los cerros aledaños hasta las cimas.
     


     
    Obviamente las calles que rodeaban la plaza estaban inundadas de turistas. De todas partes me llegaban cientos de palabras de diversos idiomas. Frente a la Catedral, junto a nosotros, estacionó un gran bus del que descendieron por lo menos 30 turistas orientales, todos con cámara en mano y caras de asombro ante la enorme y antigua construcción que se elevaba frente a ellos.
     
    Ayudados por un policía local, nos alejamos apenas unas pocas cuadras del centro y tomamos un empinada calle que subía y subía rodeando una sierra, camino a las ruinas de Sacsayhuaman y justo en una curva nacía un camino de tierra que nos llevó directo a “La Quinta de Lala” el único camping que debe existir en todo Cusco.
     
    Oli, una pequeña mujer de tez morena y trato educado nos recibió y acomodó en el camping. Sólo nosotros estábamos con carpa en aquel gran terreno verde rodeado de colinas. El resto de los hospedantes eran 3 o 4 lujosas motorhomes de turistas europeos. “La Quinta de Lala” tenía baño con agua caliente, una pequeña cocina, wi-fi y hasta una pequeña casilla donde había muchos libros para pasar el rato, así que mejor no podíamos estar por 10 Soles cada uno.
     
    La emoción de nuestra llegada a Cusco se me mezclaba con un problema del tipo económico que me venía preocupando desde hacía semanas Mi trabajo como redactora me ayudaba pero no me era suficiente y antes de que terminara el mes siempre me quedaba sin dinero, por lo que Martin debía pagar por los dos. Así que, para mí, era imperioso encontrar otro tipo de ingreso.
     
    Y para ello, imitando otros viajantes que nos habíamos cruzado en el camino, se me ocurrió la “brillante” idea de hacer pan casero relleno para vender por las calles de Cusco. ¿Qué mejor lugar para la venta de comida, que un sitio repleto de turistas? Yo, que soy una soñadora muy voluble, ya me imaginaba como la reina de la panadería haciendo mucho dinero con mis exquisitos panes rellenos de queso, jamón y tomate.
     
    El problema era que nunca había hecho pan en mi vida y además, existía otro pequeño detalle: no tenía horno en el camping. Rápidamente resolvimos ese dilema al descubrir que, en la ciudad, se alquilaban grandes hornos de barro por hora. Así que la mañana siguiente a nuestra llegada, me levanté con el mejor ánimo del mundo y me puse a preparar los panes siguiendo la receta que había obtenido por internet al pie de la letra, con los gramos y segundos exactos. Pero, hubo otro gran dilema que nunca se me pasó por la mente tener en cuenta. La altura a la que nos encontramos, sumado a la baja temperatura de las frescas mañanas en Cusco impidieron que los pancitos amasados levaran correctamente. Vamos… que no levaron ni un centímetro
     
    La frustración que sentí en ese momento fue absoluta y mi sueño de convertirme en una panadera exitosa se esfumó completamente. Aún con los panes sin levar, insistimos en la idea, así que nos montamos a la moto y bajamos hacia la ciudad, conseguimos un horno y horneamos la masa. El resultado (al no levar correctamente el pan) fue una docena de bodoques de masa dura y densa que no se parecían en nada a esos pancitos dorados y esponjosos de las fotos de la receta que tenía Pero ya estaban hechos, así que había que venderlos.
     
    Claro que nunca imaginé que, después de estar buscando la receta perfecta por horas, después de levantarme temprano para medir exactamente cada gramo de los ingredientes y amasar y amasar, y después de todas las vueltas que dimos para encontrar aquel bendito horno... lo más difícil sería salir a vender.
     


    Intentando vender por las calles de Cusco
     
    Suelo ser muy tímida y jamás en mi vida había sido una vendedora. Y ahí estaba, paralizada del miedo con mi bandejita y unos quince panes/roca que vender. Me animé a encarar a dos o tres personas, que apenas si me miraron y se negaron a mis maravillas culinarias y me di por vencida. (Realmente quiero decir que admiro notablemente a aquellas personas que pueden vender lo que sea con simpatía y verborragia).
     
    Desolada, con un desanimo convertido en penosas lágrimas, y una bandeja llena de un mal primer intento, me senté en las escalinatas de la Catedral.. Mientras Martin me animaba a intentarlo nuevamente al día siguiente
     
    Y eso hicimos. A la mañana siguiente ya todo el camping se había enterado de nuestro microemprendimiento porque era difícil ignorar a una chica amasando y llenando toda la cocina de harina. Una simpática alemana nos ofreció a dejar la masa en su motor home, donde la temperatura era más cálida y milagrosamente los panes levaron! Casi triplicando su tamaño. Vamos que se podía!! Los rellenamos con el queso, el jamón y el tomate y bajamos entusiasmados hasta el horno. Esta vez sí me convertiría en la reina de la panadería! Pero un incompetente empleado, encargado del horno arruinó los panes cuando le pareció mejor dejarlos al horno por casi 40 minutos. Una vez más tenía una docena de bollos con una cobertura tan dura que debía utilizar un pico y una pala para partirlo. Pero tenía que venderlos o estaríamos todo el mes masticando esa masa dura como comida.
     


     
    Y aunque no lo crean (yo tampoco podía creerlo) logré vender 5 bellos pancitos. Sinceramente cuando entregaba el pan y me daban el dinero, me daba media vuelta y me alejaba lo más rápido posible, escuchando a mis espaldas el brusco crujir de los dientes de esas pobres personas al intentar morder esa masa…. A todos los que me compraron, realmente lo siento
     
    Aquel día, habiendo recuperado al menos el dinero que había invertido con esas ventas, el ánimo ya era otro, por lo que decidí relajarme y me dediqué a perderme por las calles de Cusco. Y cuando digo perderme no lo digo en un tono poético, realmente me perdí. Tengo un déficit importante en cuanto a la orientación y suelo perderme y desorientarme muy fácil en grandes ciudades, pero allí fue algo que disfruté.
     


     
    Crucé la Plaza de Armas bajo los rayos del sol, atravesé unas galerías y tomé una calle que pasaba por debajo de un robusto arco, hasta llegar a un enorme mercado. Me metí por callecitas que subían empinadamente y salían a otra calle principal con otras plazas y puestos de feria, y seguí rodeando grandes esculturas, cruzando antiguas iglesias y bajando por curiosas escaleras empedradas que corrían como atajos por entre las casitas.
     


     
    De camino al camping, subiendo esa difícil calle, en una de las primeras curvas uno se topaba con una inmensa plaza pelada que sólo era ocupada en el centro por una robusta cruz y hacia el fondo por una iglesia.
     


     
    La vista de Cusco desde aquel mirador era fantástica y me gustaba sentarme y pensar que yo, al igual que aquella actriz argentina de la que había leído, también elegiría a Cusco como mi ciudad preferida para regresar.
     


     
    Quizás por pena, por unirse a la causa o un poquito de ambas, Arthur me compró cuatro panes/piedras cuando regresé al camping. Arthur era un delgaducho y alto muchacho polaco de claros ojos tras unos grandes lentes y tupida barba rubia que le invadía casi toda la cara, y era de esos trotamundos natos, que tienen el pasaporte lleno de sellos de todas partes del mundo. Él viajaba en su combi transformada en una casa, junto a su novia Yana, una bellísima rusa y Rosita, la perra adoptada durante el viaje.
     
    Enseguida nos llevamos bien con los tres, especialmente con Rosita que no paraba de correr enloquecida y como toda cachorra por todo el camping durante horas, persiguiendo a las gallinas de Oli. Una noche, Arthur, con su español-inglés y su simpático acento, nos invitó a tomar algo, por lo que decidimos conocer la noche de Cusco.
     


     
    Primero fuimos a Tiki Bar, donde nos sirvieron unos fuertes tragos en unos rústicos vasos mientras un muchacho de estilo muy rockero, entonaba algunos clásicos con su viola. Aparte de la belleza que irradiaba, Yana era una genio en todos los aspectos. Estudiaba a distancia mientras viajaba y había vivido en cientos de lugares alrededor del mundo. Fue fácil hablar con ella a pesar de alguna que otra traba idiomática, porque era una mujer que había viajado mucho y entendía perfectamente cómo me sentía en cuanto a todo lo que estaba viviendo en éste, mi primer viaje.
     


     
    La noche se tornó más activa cuando nos dirigimos a un segundo bar y tomé el famoso Pisco Soul, preparado con Pisco, la bebida blanca típica de Perú y un huevo batido. Les advierto sobre ella: es un camino de ida. Al primer sorbo me pareció espantosa, pero al terminar el vaso era lo más rico que había probado en toda la noche.
     
    Así terminamos en una pequeña disco, saltando los cuatro al son de una música bailable, completamente descocados y continuando con la degustación del pisco peruano.
     
    Y para concluir la noche, Arthur (quizás… sólo quizás... llevado por los ambiguos efectos del alcohol ) propuso convertirse en guía turístico para llevarnos a recorrer las ruinas del Sacsayhuaman en un tour nocturno.
     
    Así fue como infiltrándonos furtivamente por debajo de barreras cerradas y algunos cercos, recorrimos parte de las ruinas a la luz de la luna y rodeados de un silencio tal que me erizaba los pelos. Vale decir que no veía nada y sólo fui dando tropiezos con rocas mientras íbamos saltando restos de muros y subiendo por antiguas escaleras, pero aun así, la experiencia fue única e inolvidable.
     
    Esa noche me desplomé en la carpa y sólo quería dormir hasta las 3 de la tarde del día siguiente, pero un inesperado mensaje me despertó exactamente a las 8:26 de la mañana. Aquellas dos palabras que conformaban el mensaje me descolocaron del mundo completamente. “Nació Jade”
     
    Recuerdo aún como unos pocos días antes de salir de La Plata, recibí una llamada de Celeste, una de mis tres mejores amigas de la infancia, que con voz tímida y entrecortada me decía que… iba a ser tía!! Durante todo el viaje fui recibiendo fotos de una barriga cada vez más grande y al fin la pequeña Jade, la primera hija de mis amigas más cercanas había nacido.
     
    Había dos cosas que me generaba esto. Primero, por supuesto, una felicidad increíble, una sensación extraña por la llegada de un bebé a nuestro círculo de amigas, algo que era una novedad completa. Y segundo, una gran tristeza por no poder estar allí. Y nuevamente, me vi arrastrada por esas olas de depresión y desesperación que había experimentado ya incluso antes de cruzar a Bolivia.
     
     
    Lo que estaba viviendo era increíble, una experiencia que me quedaría grabada para siempre, pero era difícil para mí obviar el hecho de que también me estaba perdiendo de momentos únicos en la vida de mis seres queridos que no se repetirían. La mudanza con su novio de una de mis amigas, la llegada de este bebé, la dolorosa separación de otra amiga…. Eran todos sucesos críticos, importantes y yo…estaba a miles de kilómetros de ello. Y a esto se le sumaba mi fracaso económico. Concluí que estaba intentando nadar contra la corriente y que todo el Universo me estaba mandando señales de que ya no podía seguir viajando. Llegué incluso a averiguar pasajes de avión desde Cusco a Buenos Aires y le planteé a Martin que ya no podía seguir viajando. Pero son en momentos como esos en los que de verdad valoro tener a este buen compañero a mi lado en este viaje. Martin sólo me abrazó, me dijo que estaba loca y me consoló con sus sabias palabras, calmando un poco mi consternación.
     
    Y a la mañana siguiente, para realmente asegurarse de que seguiría viaje con él, sacamos las entradas para el legendario Machu Pichu
     


     
     
     
    Les dejo el álbum de esta bellísima ciudad, espero que la disfruten tanto como yo lo hice
     
     
     
     
     
     


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  6. Ayelen
    En todos estos meses de viaje, recorrí distintos ambientes: me congelé hasta los huesos con la nieve del sur, caminé por senderos entre bosques de pinos y montañas, acampé sobre las frescas costas de lagos y ríos, me sacié de tanta estepa patagónica infinita y jugué con arena y disfruté del sol a lo largo de anchas playas…. Pero, en lo personal, nada me fascina tanto como la selva. La selva es vida en estado puro. Sonidos, aromas y colores… la selva lo tiene todo!!
    Misiones es la provincia selvática de Argentina, hogar de las increíbles Cataratas de Iguazú. Para llegar a ellas, debíamos atravesar toda la provincia y dirigirnos hacia el este, hacia la ciudad de Iguazú, que limita con Paraguay y Brasil.
    Al ingresar a Misiones, un gigantesco arco nos daba la bienvenida a la Tierra Colorada. Y es que debido a la gran concentración de hierro en la tierra, allí todo se ve rojo… y les puedo asegurar que destiñe. Solo bastó que me bajara de la moto a tomar unas fotos y mis botas estaban completamente rojas y así le siguieron mis pantalones y remeras.

    Pero en fin, una vez que ingresamos a territorio misionero, todo explotó de verde. La vegetación de repente lo invadió todo. Árboles y arbustos, formando un manojo casi impenetrable, se asomaban hacia la ruta en todo el camino hacia Posadas, la capital de Misiones. Y claro que el clima allí es acorde con tanta flora… humedad y mucha. De repente las gruesas camperas que llevábamos encima comenzaron a volverse un poco sofocantes. El calor era bastaaante pesado

    Sólo pasamos velozmente por Posadas para cargar tanque y almorzar algo al paso y seguimos viaje. Estábamos a solos pocos kilómetros de Iguazú y yo era una bola de ansias terribles por llegar. Pero, como siempre, tuvimos algunas demoras en el camino.
    A sólo 60 kilómetros de Posadas, se encuentran Las Ruinas de San Ignacio Mini, que sinceramente yo no tenía ni idea de que existieran, pero nos pareció interesante y aún era temprano, por lo que decidimos hacer una breve parada y ver de qué se trataba.
    San Ignacio es una localidad sumamente tranquila, de anchas calles de tierra. Llegamos después del mediodía, horario de la siesta, como es costumbre en la mayoría de las provincias de Argentina, así que no había absolutamente nadie en las calles.
    Las Ruinas de San Ignacio son restos bien conservados y cuidados de un asentamiento jesuítico, que data del Siglo XVII. No quisiera comenzar un debate político-religioso en esta comunidad que en realidad está dedicada a viajes, pero voy a hacer honestas con ustedes: El sólo pensar que un grupo de personas llegó a estas tierras a imponer sus creencias religiosas a los nativos, me choca un poquito. Y esto sucedía en este sitio hace cientos de años atrás, cuando los jesuitas levantaban aquel poblado con el objetivo de evangelizar a los nativos guaraníes.

    Más allá, entonces, de mi opinión personal, la arquitectura conservada del lugar era realmente impresionante. Grandes columnas adornadas se alzaban varios metros, destacando por encima del verde, por su llamativo color rojo. Las edificaciones de las que sólo quedan restos, estaban construidas con asperón rojo, una roca de la zona que le confiere ese típico color rojizo.

    Aun 500 años después, se podía notar con facilidad la dispersión de las construcciones. Una plaza central alrededor de la cual se alzaban una iglesia, un cementerio, las viviendas y hasta un cabildo. En lo alto de las columnas se podían apreciar bellas adornaciones talladas prolijamente en la piedra, un trabajo admirable.
    Mientras Martin recorría las ruinas con cámara en mano, yo aproveché a sentarme en el pasto, bajo el potente sol que me estaba adormeciendo. Era tal el calor, que no quería ni moverme.

    Seguimos viaje, luego de habernos empapado de un poco de historia sobre las Ruinas de San Ignacio y entonces sí, yo iba emocionadísima, aferrada al hombro de Martin, esperando entrar a Iguazú en cualquier momento.
    Y de repente, y como nos suele suceder, una fuerte lluvia se desató sobre nosotros. No debería haberme sorprendido tanto, semejante selva debe mantenerse de alguna forma. Una cortina constante de agua caía sobre la ruta mientras avanzábamos entrecerrando los ojos detrás del casco y sintiendo como toda nuestra ropa se mojaba en pocos segundos.
    Como la cosa no paraba y se ponía cada vez más intensa, debimos hacer una parada de emergencia. Con la ropa chorreando agua y las botas inundadas, nos detuvimos al costado de la ruta, bajo un techo de una parada de colectivos. Como pudimos e imitando a otro motociclista que también había hecho una parada de emergencia, estacionamos la moto debajo del techo para evitar que se siguieran mojando todo nuestro equipaje.
    Mi humor comenzaba a flaquear…. Tenía calor, estaba toda pegoteada y encima estaba empapada y todas mis cosas estaban mojadas. Pero bueno, aún seguía pensando que en pocos minutos llegaríamos a Iguazú y encontraríamos algún camping u hostal con una buena ducha para poder sacarme todo aquel húmedo viaje de encima.
    Durante varios minutos permanecimos en nuestro refugio, viendo la incesante lluvia caer y esperando. Hasta que finalmente, luego de unos 10 o 15 minutos, de a poco la lluvia se fue convirtiendo en una leve llovizna y decidimos seguir viaje.
    Otra vez sobre la ruta rodeada de la espesa selva, viajamos varios kilómetros más viendo la reciente lluvia caída evaporarse del caliente cemento, formando una densa neblina sobre la carretera. Y entonces…otra vez lluvia. Un nuevo chaparrón cayó sobre nosotros como baldazos de agua. Decidimos seguir a pesar de la lluvia porque sabíamos que estábamos cerca de llegar a la ciudad. Pero la tarde cayó rápidamente y cuando nos quisimos dar cuenta, la noche se nos había avecinado y la ruta estaba cada vez más oscura. Enormes luces nos encandilaban cuando los grandes camiones pasaban al lado nuestro, seguidos de una inevitable ola de agua.
    Entonces, cuando divisamos una estación de servicio al costado del camino, decidimos parar allí. Mojados de pies a cabezas, entramos al coffe shop y nos comimos un chocolate mientras veíamos la lluvia caer y caer sobre la carretera.
    Martin tiró la idea de pasar la noche allí, simplemente armando la carpa en un despejado terreno que había detrás de la gasolinera. Nos dieron el permiso sin problema, pero yo no estaba para nada conforme con la idea. Sabía que estábamos a solo pocos kilómetros de la ciudad y realmente necesitaba una ducha. Pero afuera la noche ya había caído por completo y la lluvia no paraba y no daba señales de parar a la brevedad… así que simplemente tuve que resignarme.
    Y allí, en ese húmedo lugar, bajo la incesante lluvia, toda embarrada, mojada, y sucia… tuve el primero de varios colapsos que tendría desde aquel momento a lo largo del viaje. Sólo imagínense: ya hacía cuatro meses que había dejado atrás mi casa y junto con ello, todas las comodidades a las que uno, en una vida cotidiana, está tan acostumbrado que ni las presiente. Pero en ese momento, donde lo único que quería era una simple ducha, mis nervios colapsaron… habíamos viajado mucho (y sobre todo bajo lluvias o por las noches, el viaje suele tornarse un poco más estresante) ya estaba cansada y de mal humor, y todo se me mezcló. Recuerdo haberme encerrado unos minutos en el baño de la estación de servicio y no salí hasta que recupere la cordura. 
    Así que bueno, con resignación armamos la carpa, a pesar de que todas nuestras cosas (incluidas las bolsas de dormir) estaban húmedas o mojadas, y allí pasamos la noche. Al día siguiente nos queríamos mataaarrr…. La lluvia no había parado… ni un poquito. Sabíamos que estábamos cerca de la ciudad, pero con aquella tormenta no queríamos salir a la ruta. Aún así desarmamos la carpa y simplemente esperamos… y esperamos… y esperamos.
    Pasó el mediodía y la lluvia NO paraba! Me entretuve durante aquellas largas horas rescatando hermosas mariposas que caían por la lluvia y llevándolas a un lugar bajo techo. Como les dije antes, la selva está llena de colores, y ello es gracias en gran parte a estos hermosos animales. Desde que habíamos ingresado no parábamos de ver llamativas mariposas revoloteando por donde uno mirase y de los colores más hermosos de la naturaleza: rojos, azules, verdes, colores tornasolados que se encendían con la luz del sol, todo un espectáculo.

    Súper hartos de tanta espera, nos animamos a salir a la carretera cuando vimos que la lluvia aminoraba un poco. Mojadísimos, entonces, llegábamos POR FIN a la ciudad de Iguazú. La ruta ingresaba a la localidad, donde de a poco comenzábamos a ver enormes carteles publicitarios, y varios hoteles. Sin saber dónde hospedarnos con tanta lluvia, paramos en una oficina de información turística y “casualmente” un hombre se nos acercó ofreciéndonos hospedaje.
    Sin más opciones y sólo pensando que queríamos un resguardo para nosotros y nuestras cosas, aceptamos la oferta de este hombre y lo seguimos. Después de tanto viaje y tanta lluvia, aquella impecable habitación con baño privado, tele, aire acondicionado y una confortable cama, era todo lo que necesitábamos.
    A pesar de estas comodidades, nada nos prepararía para estar TRES días consecutivos encerrados en aquella habitación porque simplemente la lluvia no paraba. Jamás en mi vida había estado tantos días bajo agua, pero supuse que en aquel lugar tan húmedo, aquello era algo normal.
    Al segundo día, y casi caminando por las paredes del hospedaje porque ya no sabíamos más qué hacer ahí encerrados, más que jugar a encontrar gekos en los rincones del hospedaje, aprovechamos unos milagrosos minutos en los que el cielo se abrió y la lluvia cesó y pudimos finalmente recorrer a ciudad.

    Asentada sobre la selva, Iguazú es una gran ciudad de anchas calles y un centro muy concurrido. Enfocado a los turistas, los locales ofrecen productos típicos del lugar como la yerba mate o souvenirs de animales autóctonos como monos y coatíes. Claramente quería comprarme todo, pero siempre debo contenerme en lugares así. Durante la tarde visitamos el “Hito tres fronteras”. Tomamos una larga costanera que bordea el Rio Paraná y llegamos a una cima, desde la cual se puede ver las costas vecinas de Paraguay y Brasil.

    Luego de tres días de lluvia, el clima mejoró parcialmente. Recuerdo que nos despertamos asombrados de sentir el canto de los pájaros y de ver débiles rayos de sol entrando por la ventana. No apresuramos con temor a que aquel bello día durara poco, y fuimos a visitar un lugar recomendado: La Aripuca.
    Sobre la entrada a la ciudad se puede acceder a este curioso lugar que en realidad nace como un emprendimiento de una familia, con el fin de concientizar sobre la conservación de la flora y fauna autóctona.
    El nombre proviene de una trampa utilizada por los nativos guaraníes para cazar, que consistía en un hábil y simple sistema de pequeñas ramas que se activaban cuando un animal pasaba por el lugar correcto, quedando atrapado dentro de una especie de “canasto” hecho con troncos entrelazados. Lo llamativo de este sistema, es que no produce ningún daño al animal, dándole la oportunidad al nativo cazador de soltar la presa si lo cree conveniente, sin herir innecesariamente a un ser vivo.
    De hecho al ingresar a este lugar que consta de varias hectáreas de verde, lo primero que se puede ver es una inmensa estructura, gigante que representa esta antigua trampa. Esta imponente construcción de casi 20 metros de alto, sorprendentemente fue hecha con árboles nativos de la selva de Misiones, rescatados de comercio o talas ilegales.

    Fue una visita corta, pero totalmente recomendable. Sobre la entrada, y a modo simbólico, se encuentra una planta de yerba mate. Antiguamente, la yerba mate era utilizada por los pueblos originarios para elaborar infusiones, y actualmente de ella se obtiene la materia prima para la típica (y genial en varios aspectos) infusión argentina: EL MATE.

    Ya dentro del parque, hay grandes salas con muchísima información fotográfica de la fauna y flora nativa del lugar y su estado de conservación. Y, sin lugar a dudas, poder recorrer aquel lugar acompañado de la armonía del arpa, es una experiencia hermosa.

    Como no podía faltar, en el lugar hay una gran casa de souvenirs, en cuyos jardines colgaron bebederos para picaflores y el lugar está repleto de estas pequeñas aves. Lo mejor de todo? un pequeño puesto de helados artesanales de yerba mate y rosas... sublime!

    Como el clima había mejorado considerablemente, decidimos abaratar costos y mudarnos a un camping. Así, llegamos así al excéntrico camping “La Modista”. Recién allí nos enteraríamos que aquellas intensas lluvias que habíamos sufrido durante tres días, habían sido unas de las peores precipitaciones jamás registradas y que habían provocado la crecida de los ríos, generando inundaciones y destrozos en varios puntos de la provincia… y ahí llegaría una muy mala noticia: como consecuencia de estas lluvias, las Cataratas del Iguazú, estaban cerradas al público.
    (Continuará...  )
    Más fotos de Misiones AQUI!
  7. Ayelen
    Disfrutamos a pleno de nuestra extensa estadía en Las Golondrinas, siendo cómodamente hospedados en la casa de Eduardo y Nerina, visitando los lugares más hermosos que la naturaleza patagónica nos ofrecía, recorriendo diversos parques y sobre todo, aprovechando poder dormir en un colchón. Pero era hora de seguir viaje, aún nos quedaban miles de kilómetros por recorrer y rincones por descubrir, por lo que debíamos seguir la marcha.
    Aquella mañana nos despedimos melancólicamente de Eduardo y Nerina y de sus tres bellas perras y partimos siguiendo la ruta 40 hacia el norte, dejando atrás el bello poblado de El Bolsón. Luego de una rápida parada en Bariloche, continuamos los siguientes 80 Km, hasta llegar a nuestro objetivo, Villa La Angostura.
    Siguiendo la tradición de todas las localidades de la Patagonia argentina, Villa La Angostura tiene ese encanto particular, sus cabañitas de techos en dos aguas y sus negocios de madera, rodeados de pinos y montañas, recuerdan a una ciudad suiza (o al menos, así creo que deben ser los poblados en Suiza  ).
    Después de tanto tiempo durmiendo cómodamente en una cama, había llegado el momento de volver a nuestra querida carpa, por lo que buscamos un sitio adecuado para ello. Llegamos así a un camping municipal, ubicado a orillas del Lago Correntoso. Ingresamos a las extensas playas de tierra con varios pinos y algunas mesitas, completamente desiertas (porque a nadie se le ocurre acampar un helado día de otoño) y armamos la carpa. Aquella sería la prueba de fuego para evaluar nuevamente el colchón inflable con bajas temperaturas. Esta vez, contrario a lo que viviéramos en Ushuaia, decidimos colocar dos aislantes debajo del colchón, para separarlo del suelo, y sobre el colchón una manta polar, que sería nuestra salvación. Sobre ella, dormidos dentro de nuestras bolsas y fue todo un éxito. Aquella noche, a pesar del fuerte y helado viento que soplaba contra la carpa, pudimos descansar calentitos y, desde aquella noche, ese es nuestro sistema para evitar congelarnos con el colchón inflable 

    La vista privilegiada desde mi suite XD
    Al día siguiente, con una mañana fresca y nublada, lamentablemente, decidimos recorrer el poblado. Nuestra idea era poder visitar el Parque Nacional Arrayanes, ubicado en la península de Quetrihué . Para llegar debíamos caminar o bien tomar una embarcación que salía desde la orilla del Lago Nahuel Huapi, pero la verdad es que el día amenazaba con una lluvia inminente y no queríamos desperdiciar así un lindo paseo. Así que simplemente nos limitamos a recorrer la costa del Nahuel Huapi.

    Hermosa vista del Lago Nahuel Huapi, desde Villa La Angostura
    Ascendimos por un sendero que llegaba hasta lo más alto de una colina y desde allí pudimos contemplar la inmensidad del lago, sus bellos colores y las enormes montañas en el horizonte.

    Vista desde lo alto del lago Nahuel Huapi
    Aquella noche el frio fue peor que la noche anterior. Acampando junto al Lago Correntoso, el viento soplaba fuerte y hasta nos fue imposible cenar, porque las temperaturas eran tan bajas que el agua para hacernos unos fideos, nunca llegó a hervir. Con unas pastas duras echadas a la basura y el estómago vacío, nos fuimos a dormir.

    Hacía un frio de locos!
    El objetivo principal de nuestra parada en Villa La Angostura era cruzar a nuestro país vecino, Chile, a través de la localidad limítrofe de Osorno. Estaba ansiosa por desviar nuestro viaje hacia otro país. Si bien, dentro del territorio argentino había conocido lugares increíbles, tenía ganas de conocer otras costumbres, otras formas de vida, otras maneras de pensar…
    Aquella mañana, entonces, levantamos campamento e iniciamos la ruta que nos llevaría hacia el cruce fronterizo. Una vez allí, realizamos el tedioso papelerío y cuando obtuvimos el permiso, comenzamos a viajar por las rutas chilenas.
    Aquel paisaje era completamente distinto al argentino. El gigantesco cordón montañoso cordillerano, que separa físicamente los dos países, retiene la humedad y las lluvias del lado chileno, por lo que allí, todo el ambiente es mucho más húmedo y la vegetación es muchísimo más tupida.
    Atravesando la espesa neblina húmeda, comenzamos a transitar el camino para llegar a la ciudad de Osorno. A pesar de que para ese entonces, ya tendríamos que haber estado acostumbrados, una potente lluvia nos sorprendió en el medio del camino. Aquel clima podía ser más selvático, pero el frio era igual de helado que en la Patagonia argentina, y encima, mojados, la cosa se puso bastante complicada.
    Martin iba disfrutando el viaje, y cada tanto lo escuchaba emitir algún suspiro de asombro ante lo que realmente era un paisaje increíble con montes rodeados de vegetación y a lo lejos enormes montañas envueltas en bruma y cubiertas de verde…. Pero la verdad, es que yo iba hecha un bollito detrás de su espalda, temblando y llorisqueando, sin poder disfrutar absolutamente nada de todo eso.
    Al caer la tarde, llegamos a la ciudad de Osorno. Una ciudad que nos recordó bastante a Bahía Blanca, una localidad bonaerense de nuestro país. Muchas casas, negocios y un día bastante gris provocaron que realmente Osorno no me pareciera la gran cosa. Pero ya caía la noche y debíamos buscar un hospedaje para pasar la noche. Encontramos uno barato, después de largas horas de búsqueda porque nos era difícil explicar qué era un hostel. Evidentemente allí, el concepto de habitaciones compartidas no era utilizado a menudo.
    Nos acomodamos en unahabitación de un hospedajefamiliar y salimos a recorrer en busca de algo para llenar nuestros estómagos. Llegamos a una enorme peatonal con muchísimo movimiento y muchos vendedores ambulantes. Nos cruzamos con un shopping (un “CHoping” como dirían mis amigos chilenos ) y buscamos un local de comida rápida. Y allí conocí al amor de mi vida. Los italianos, son la comida chatarra típica de Chile, que no es más que un hotdog (un pancho, se diría en Argentina), con palta, tomate y mayonesa…. Pero es LA Gloria. Desde aquella noche, quería alimentarme todo el tiempo de esos italianos!

    mmmm.... italianos (con la voz de Homero Simpson)
    Una vez satisfechos, retomamos el camino al hospedaje y cruzamos la gran plaza principal en cuyo centro había un gran estanque con un sistema de aguas danzantes y luces de colores cambiantes que iluminaban armoniosamente la fuente, todo un espectáculo que embelleció un poco la impresión que en principio me había llevado de aquella ciudad chilena.

    Fuente de colores en Osorno
    Desde Osorno debíamos recorrer alrededor de mil kilómetros hasta llegar a nuestro siguiente objetivo: la gran capital de Santiago de Chile. Muy temprano a la mañana siguiente, con el sol apenas asomando, emprendimos camino por la ruta n° 5 que conecta el país de sur a norte. Fue un recorrido reeeecto y laaaargo.

    Rutas de Chile
    Fuimos atravesando sectores con muchísima vegetación tupida que se asomaba hacia la carretera, y luego grandes campos sembrados. A diferencia de la extensa Patagonia argentina, sobre esta ruta veíamos poblados y casas constantemente y muchas de ellas ofrecían comidas típicas de Chile al paso. Recuerdo que lo que más leía eran carteles de “Mote con huesillo”. Intrigada, fui todo el camino imaginando qué clase de comida sería esa.
    Al caer la tarde, debimos buscar un lugar para pasar la noche. Lamentablemente en Chile, las cosas son bastante estrictas y no se nos permitía acampar al costado del camino como en otros lugares. Llegamos a una estación de servicio y preguntamos si nos daban permiso para armar campamento en un descampado contiguo. Tampoco nos aconsejaron acampar allí, pero nos indicaron que a pocos metros se alquilaban unas habitaciones, por lo cual, ya resignados nos dirigimos hacia allí.
    Un adolescente se asomó cuando nos oyó acercarnos con la moto y al preguntarle el precio por una habitación, recuerdo que nos llamó la atención que nos respondiera “1000 pesos chilenos el rato”. Pero aunasí, exhaustos, accedimos, porque lo único que queríamos era recostarnos.
    Cuando llegamos a la “cabañita”, entendimos todo. Aquello no era más que un burdo motel al costado de la ruta, un lugar para quienes quieren pasar un momento…romántico. No hicimos más que reírnos de la situación bizarra, mientras nos asombrábamos del espejo del baño con insinuantes formas y mirábamos con algo de desconfianza las sábanas de la cama. Finalmente dormimos sobre la cama, pero metidos en nuestras bolsas
    Al día siguiente emprendimos los últimos kilómetros y, por fin, luego de dos días de viaje, llegamos a la ciudad de Santiago de Chile.

    La ciudad de Santiago de Chile
    Siempre imaginé que sería una ciudad gigantesca, pero la realidad, nuevamente, superó de manera total mis expectativas. Capital Federal, el centro de Buenos Aires es un poroto al lado de esa inmensa metrópolis.
    Debíamos dirigirnos a una dirección determinada, ya que nos estaba esperando la genial Loretta, amiga de Martin, en su casa. Ingresamos a Santiago justo por el lado opuesto de donde debíamos llegar, por lo que debimos atravesar toooooda la ciudad. Manojo de edificios y edificios, negocios, gente! Mirase por donde mirase aquella enorme ciudad crecía en todas direcciones.
     

    Y autopistas. Por todos lados autopistas que cruzaban la ciudad por encima, sostenidas por robustas columnas, iban y venían comunicando la city de un punto a otro, y por donde los vehículos avanzaban velozmente. Algo mareados y después de varias consultas, finalmente llegamos a la casa de Loretta.
    No recibió una hermosa mujer de rubios rulos y típico y encantador acento chileno, que nos dio la bienvenida con unas buenas cervezas y algo para comer. Nos hospedaríamos en la casa de su novio (o pololo como le dicen allí  ), Daniel Zaterio, un chileno que, así, sin más, sin siquiera conocernos, pero con toda la confianza nos dejaba su departamento unos días… un genio!
    Loretta es otra amante de los vehículos de dos ruedas, y junto a su novio poseen dos inmensas y preciosas BMW, con las cuales nos condujeron hacia el departamento céntrico donde nos hospedaríamos. Pronto descubrí que para los amantes de las motos como lo eran aquellos tres conductores con los que viajaba, esas anchas autopistas se convertían en vertiginosas pistas de carreras. Seguir a Loretta no era tarea fácil porque aquella temeraria muchacha corría a altas velocidades, haciendo rugir el motor de su BMW mientras esquivaba autos y buses… Pero admito que fue divertido.
    Zaterio vive en un barrio llamado Escuela Militar, una zona muy ostentosa ( si no LA MAS ostentosa ) de Santiago, llena de bancos, hombres en trajes y autos lujosos. Irónicamente allí caímos los dos, con la moto atiborrada de cosas cual circo y hechos un desastre después de dos días de incesante viaje…Como que contrastábamos un poquito con el paisaje.
    En Chile es común transitar en moto, pero todas son de último modelo y de la más alta gama, por lo que en poco tiempo nos acostumbramos a que la gente se acercara curiosa o nos mirara pasar sorprendidos con nuestro modelo 89, que debía ser una reliquia para ellos
    Caminamos mucho por las calles de Escuela Militar y a mí me dio la sensación de haber regresado a Buenos Aires. Anchas y limpias calles, llenas de apurados transeúntes muy compenetrados en conversaciones con sus celulares, empresarios desayunando en alguna lujosa confitería con sus laptops, enormes edificios de fina arquitectura… Todo allí rebosaba de riqueza y capitalismo.

    Esculturas del Barrio Escuela Militar, en Santiago de Chile
    Aun así, todo me parecía tan nuevo que iba casi saltando de un sitio a otro, llena de curiosidad. Lo que más nos llamó la atención fue encontrar grandes mercados subterráneos. Como si de estaciones de subtes se trataran, varios metros de negocios y confiterías se extendían por debajo de las grandes avenidas céntricas.
    Una tarde de aquellas, ascendimos con la moto por el cerro San Cristóbal por un camino sinuoso que corría por la pendiente de la colina y finalizaba justo en la cima. Allí, contemplando la vista de aquella enorme ciudad que parecía no acabar nunca, probé finalmente el famoso “Mote con huesillo”: un delicioso y dulce jugo de almíbar de durazno con granos de maíz… muy nutritivo y sumamenterico!.

    Tomando "mote con huesillo" en la cima!
    Unos de nuestros últimos días en Chile, decidimos dedicarlo a visitar la costa, por lo que viajamos unos 123 km, hasta llegar a la localidad de Valparaíso. Acostumbrada a las pintorescas ciudades costeras de Argentina, aquello me impactó un poco, sobre todo la extensa población invadiendo todos los cerros, extendiendo la ciudad en alturas. Muchas personas caminando por las calles, mucho tránsito y mercados por todos lados, la convertían en una ciudad con mucho movimiento. Valparaíso es, en realidad, una ciudad portuaria, por lo que no posee playas.

    Viña del Mar, sin embargo, es conocida por poseer unas encantadoras playas y queda exactamente al lado de Valparaíso, por lo que recorrimos la costa del Pacífico, hasta llegara unos miradores increíbles, donde tuvimos el gusto de observar el atardecer.

    Grandes pelicanos de enormes picos descansaban en las rocas, mientras el sol se ocultaba lentamente tras el mar encendiendo el cielo.

    Bajamos hasta las arenosas playas hasta que la noche cayó en la ciudad y me animé a mojar mis pies en el Océano Pacifico, a pesar del frío.
    La verdad era que habíamos conocido personas de un increíble corazón y una gran hospitalidad como Loretta, Zaterio y sus amigos que nos presentaron y que la ciudad nos ofrecía millones de cosas para recorrerla incansablemente, pero nuestros días en Chile fueron pocos, ya que, por empezar, el cambio de moneda no nos estaba favoreciendo para nada y llevábamos muchos gastos y además, debíamos continuar nuestro viaje.

    Así que una mañana, luego de un abundante desayuno que incluyó mi nueva adicción: La deliciosa palta, nos despedimos de Loretta, Zaterio y "El Cazador" (otro gran amigo de Martin) y emprendimos el regreso a nuestras tierras a través de la provincia de Mendoza.

     
  8. Ayelen
    La provincia de Salta es emblemática del norte argentino y con ella iniciaríamos nuestro itinerario norteño. Siempre había escuchado maravillas del norte, que muchas veces superaban las de la Patagonia argentina. Aun así, durante toda mi vida elegí el sur, por mi afición por los climas más fríos (esto, claramente había sido ANTES de viajar a Ushuaia) pero era momento de darle una oportunidad a este extremo del país y estaba ansiosa por conocer. Arribamos a la ciudad capital de Salta que lleve su mismo nombre, una mañana avanzando velozmente por la ruta 81 desde Formosa. Enormes cerros en el horizonte nos recibían a medida que el camino comenzaba a atravesar zonas residenciales de bonitas casas de campo rodeadas de grandes terrenos verdes.
     


     
    Esta primera imagen de la ciudad me encantó, mucho verde y las casitas perdidas entre las sierras mostraban un paisaje tranquilo y rodeado de naturaleza. Pero, ingenua yo, no me había percatado que eso era sólo “las afueras” de la ciudad. La moto tomó una enorme avenida y repentinamente doblamos en una cerrada curva y justo al dar la vuelta apareció ante nosotros la verdadera ciudad.
     
    Un extenso sinfín de casitas, casas y edificios prolijamente asentados en un plano cuadriculado invadía el enorme valle entre las sierras. La primera impresión se me desvaneció por completo al ver esa gigantesca city. Ingresamos por la amplia avenida y siempre que nos ocurre con cada ciudad que visitamos, en pocos minutos ya estábamos completamente perdidos y desconcertados por el tráfico y el gran movimiento urbano.
     


     
    Preguntamos una y otra vez hasta que finalmente llegamos al camping municipal. Sin lugar a dudas, el camping de Salta, es uno de los mejores (si no, EL mejor) en los que hemos estado. No sólo por su baratísimo precio (8$ argentinos por persona, algo así como 0,80 U$S) si no porque el predio era bellísimo, teniendo en cuenta que encima se encontraba en una ciudad tan grande. Como aquel lugar funcionaba también como balneario, en el centro del camping, en forma de “U”, se abría una gigantesca piscina, que más bien funciona como costa artificial. Como nos encontrábamos en épocas invernales, aquel enorme estanque se encontraba vacío, pero a su alrededor se extendían varios metros de hierba donde uno podía acampar, rodeado de árboles frutales. ¿Lo mejor de todo? LOS BAÑOS. Unas grandes instalaciones con varias duchas de agua caliente las 24 hs, y hasta estaban calefaccionadas! casi lloro de la emoción al ver esas estufas.
     


     
    El centro de la ciudad resultó ser un verdadero quilombo, para ser completamente sincera con ustedes. Anchas avenidas atestadas de autos y colectivos eran cortadas por grandes peatonales, punto de encuentro de vendedores ambulantes y artistas callejeros de toda clase y procedencia. Las calles estaban plagadas de negocios, restaurantes, confiterías y una gran muchedumbre que iba y venía atropellando todo a su paso. Entre la contaminación sonora y visual, terminé completamente desconcertada y hastiada de aquel lugar.
     


     
     
    “La verdad que no entiendo por qué la apodan La Linda…. De linda no tiene nada!” me quejé una y otra vez. Evidentemente el destino pretendía cambiar mi opinión sobre aquella enorme ciudad, cuando a la mañana siguiente de nuestra llegada, la moto comenzó a fallar, por segunda vez en nuestro viaje. Como habíamos temido durante esos meses, la “mala praxis” realizada en la pobre Honda en Ushuaia, acarreó sus consecuencias y la bobina del alternador que había sido reparada manualmente (y en vano) en el Fin del Mundo, terminó por dañarse en aquella ciudad norteña. Necesitábamos de una segunda reparación, y mientras tanto, estábamos allí, atrapados en Salta. Y así estuvimos UN MES.
     
     


     
    Obviamente, después de tanto tiempo instalada en aquella localidad, de a poco comencé a conocer su lado atractivo y la verdad es que la ciudad de Salta terminó conquistándome. Sus grandes peatonales terminaron convirtiéndose en mis paseos habituales, y sobretodo comenzamos a concurrir habitualmente a su gran Mercado Central.
     


     
    Un Mercado Central es el sector “nacional y popular” de cualquier ciudad. Allí se puede respirar las verdaderas costumbres y empaparse (aunque sea un poquito) de la real rutina de los locales, sin adornos falsos turísticos. En este enorme galpón, la venta de frutas, verduras y especias era masiva. Y entremezcladas, sin ningún orden innecesario, entre locales de comidas, se alzaban pequeños puestos de venta de celulares, o artesanías y quizás más allá, algunos comercios de indumentaria económica. Y en un segundo piso, se ofrecían almuerzos típicos de la zona y una gran variedad de platos a precios súper accesibles.
     


     
    A medida que los días pasaban, comenzábamos a descubrir la bella arquitectura antigua característica de la ciudad. Grandes edificios con sus preservadas fachadas prolijamente adornadas, altas columnas y detallada simetría. También descubriríamos que Salta es la sofisticada ciudad donde perros callejeros muy educados andan vestidos por las calles, mostrando prendas de última moda y de tendencia europea
     


     
    Sobre una angosta calle céntrica, en una esquina se levantaba una iglesia muy particular que llamaba la atención por los llamativos colores con los que estaba pintada. La Iglesia San Francisco
     


     
    En Salta hay varias iglesias para visitar, pero además de ellas y de grandes e interesantes museos, una de las cosas divertidas que se pueden hacer allí es ascender al Cerro San Bernardo a través del teleférico. Un riel que avanzaba pesadamente entra robustas columnas de cemento nos llevó en un paseo de unos 5 minutos hasta la cima del cerro. A medida que el teleférico ascendía diagonalmente, comenzábamos a ver la verdadera extensión de la ciudad, que parecía no tener fin. Lo impresionante de aquella vista era ver a lo lejos, gigantescas montañas nevadas que cortaban el horizonte envueltas en disfumadas nubes.
     


     
    Lo mejor del cerro, era el viaje hasta su cima, puesto que allí arriba no había más que algunos puestos de artesanías y una pequeña fuente de agua, dispuesta como en pequeñas cascadas de cemento.
     


     
    Y ahora que menciono las artesanías, para quienes gusten de manualidades hechas por los locales de la zona, Salta es la reina de los puestos de artesanos. Cada fin de semana, en una calle principal del centro, se establecían largos mercados donde los artesanos podían ofrecer sus productos, que iban desde pulseras, anillos y collares rústicos, hasta manualidades con maderas, e indumentaria realizada en lana de llama o guanaco.
     
    Para mi alegría (porque estaba todo bien con Salta, pero después de algunos días la cosa podía volverse un poco aburrida), mi gran amiga Gèlia, la bella catalana que conocí en Iguazú, se comunicó conmigo la segunda semana de nuestra estadía en Salta. Ella también se encontraba en la capital, por lo que, tomándonos un “día sólo de chicas”, nos encontramos para visitar uno de los más lindos lugares que tiene la ciudad, la quebrada de San Lorenzo.
     


     
    A sólo quince minutos en bus, y situado en las afueras del bullicio, más bien en una tranquila zona residencial, se encuentra este hermoso atractivo turístico.
    A pesar de que nunca llegamos a entender con Gèlia por qué se llamaba “la quebrada” ya que nunca descubrimos una quebrada, recorrimos aquel corto pero espléndido sendero que se interna en una tupida vegetación selvática bordeando un pequeño arroyo que desciende desde grandes cerros.
     


     
    Con largas ramas de árboles de las cuales colgaban verdes barbas de líquenes, cerrándose sobre él, el arroyo discurría, en algunos tramos sólo como un fino hilo de agua y en otros como dos o tres canales de algunos metros de ancho, por entre grandes rocas que fuimos saltando y rodeando a medida que nos internábamos en la selva, y a medida que íbamos hablando de todo un poco y criticando a los hombres… ya saben, esas cosas que solemos hacer las mujeres cuando nos juntamos. La quebrada de San Lorenzo es un lugar hermoso para reconectarse con la naturaleza…. Y para criticar hombres.
     


     
    Peeeeeero, más allá de sus atractivos arquitectónicos, sus interesantes iglesias y museos, sus paseos en teleférico y cualquier otra característica que pueda tener Salta, no hay absolutamente nada que se compare con su increíble gastronomía. Y no estoy hablando de sofisticados platos de gourmet, estoy hablando de las riquísimas humitas (una preparación de granos de choclo y queso) y de las exquisitas empanadas salteñas. TODOS los días comíamos empanadas que comprábamos en la esquina del camping o de algún local en el centro. De carne, pollo o queso siempre acompañado de su salsa picante para agregarle a gusto, fue nuestro menú diario. Y cuando nos enteramos que en la ciudad se realizaba el 47° concurso de la empanada salteña fuimos los primeros en asistir a darnos la panzada de nuestras vidas.
     


     
    Sobre la enorme playa de estacionamiento de un gran supermercado había decenas de stands participando en la competencia, donde, por pocas monedas, uno podía comer cuanta clases de empanadas quisiera…. Creo que habré engordado unos cuantos kilos sólo ese día.
     


     
    Para cuando la moto regresó reparada, lista para correr nuevamente por las rutas, nosotros ya llevábamos varias semanas instalados en aquel camping y ya éramos casi clientes vitalicios del lugar. Desde nuestra pequeña carpa-hogar vimos decenas de viajantes de todas partes, llegar y partir a medida que los días transcurrían. Hippies artesanos que arribaron a Salta haciendo dedo en el camino, europeos que llegaban con sus grandes motorhome, y familias enteras viajando en alguna camioneta eran los viajeros más comunes que veíamos. Sin embargo de entre todos ellos, una pareja nos llamó la atención inmediatamente. Betina y Federico viajaban en un utilitario en cuyo costado podía leerse “Viajando estamos… de Ushuaia a Alaska”. Estos dos que nos superaban en locura habían arrancado de Buenos Aires hacía varios meses también y rápidamente se creó un agradable lazo entre los cuatro.
     


     
    Junto a ellos, y casi en el mismo nivel de locura, también conocimos a una excéntrica pareja de franceses, ambos ya jubilados que un día decidieron vender todas sus posesiones, comprarse una gran casa rodante y salir a recorrer el mundo, así… sin más. ………… estaban recorriendo Argentina hacía ya diez meses!
     
    Y esta es la parte que aprendí a disfrutar del viaje, porque les aseguro que suelo ser un poco tímida y no muy sociable a veces, pero a medida que uno conoce gente con tanta buena onda, es imposible no generar amistades a lo largo de todo el continente.
     
    Fueron justamente dos daneses que conocimos en aquel camping, que viajaban en una lujosa motorhome, que nos recomendaron visitar el Parque Nacional El Rey, a pocos kilómetros de la capital. Luego de tantos días instalados en Salta, y a pesar de ya haberme acostumbrado a sus cálidos días, sus frías y lluviosas noches, a su baño con estufa y a las empanadas, ya teníamos una próxima meta, por lo que un día nos despedimos de nuestros nuevos amigos prometiéndonos cruzarnos quizás en algún otro país de Latinoamérica, y emprendimos viaje nuevamente por la ruta.
     


     
     
     


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  9. Ayelen
    Ya habíamos estado en la gran y alborotada ciudad de Salta y ya habíamos visitado la verde Reserva El Rey, pero queríamos recorrer los áridos paisajes de sierras de colores que uno relaciona inmediatamente cuando se habla del Norte argentino.
    Por eso, fijamos nuestro siguiente objetivo en el pequeño poblado de Cachi.
     
    Para llegar, debíamos tomar la ruta provincial 33 y recorrer 110 Kilómetros que discurren entre enormes montes. Iniciamos una mañana con un cielo celeste y limpio sobre nuestras cabezas. Ya a los pocos kilómetros debimos hacer una breve parada para despojarnos de algunas ropas, porque el calor comenzaba a sentirse bastante y uno se empezaba a sofocar un poquito bajo el casco y las robustas camperas
     


    Iniciando el camino hacia Cachi
     
    La ruta, afortunadamente bastante tranquila y casi sin nada de tránsito, comenzó bordeando unos finos brazos de un arroyo que se dividía como hilos y corrían entre pálidas piedras (esta vez el arroyo corría por un costado del camino, y no lo atravesaba por completo como en El Rey! ) Los cerros cubiertos de tupidos arbustos bajos de color verde brillante le daban vida al paisaje.
     


     
     
    El camino empezó a volverse más sinuoso a medida que ascendíamos por aquellos grandes cerros, comenzábamos a transitar la famosa Cuesta del Obispo. Curvas y contracurvas obligaban a la moto a disminuir la velocidad cada pocos metros, y yo cabeceaba una y otra vez, golpeándome torpemente todas las veces contra el casco de Martin… TODAS las veces.
     


     
    Con el sol del mediodía radiante en el cielo, encontrábamos escasos segundos de alivio sólo cuando pasábamos por alguna curva donde el mismo cerro proyectaba su sombra. Ningún árbol alto se veía sobre aquel horizonte.
     


    Sombritaa
     
    Fuimos avanzando por el camino, que cada vez se volvía más empinado mientras subía por las sierras, y la vegetación fue cambiando de a poco. Los arbustos de aquel verde brillante ahora eran reemplazados por arbustos secos o de colores más apagados. Ya podíamos ver algunos típicos cardones elevándose sobre los riscos de los cerros.
     


     
    El motor de la moto zumbaba, mientras avanzábamos prácticamente en diagonal por aquel camino que subía y subía por las sierras, girando en las decenas de curvas que cortaban el paso a cada instante. El calor y el gran esfuerzo comenzaban a recalentar la moto, por lo que debíamos detenernos a hacer pequeñas pausas para darle un respiro a la pobre Honda.
     


     
    Tomamos una última gran curva que tenía un importante pendiente bastante empinada, y de repente del otro lado nos encontramos con una vista impresionante. Grandes cerros se expandían hacia el horizonte, cubiertos de un manto de hierba verde. Soplaban brisas calientes que corrían entre las desnudas ramas de algunos arbustos y mecían largos pastos amarillos. Desde allí teníamos una impresionante vista panorámica del camino serpenteante que corría por entre los montes, perteneciente a la Cuesta del Obispo.
     


     
    En aquel punto terminó el camino asfaltado y nos esperaban largos kilómetros de un seco camino de tierra. A nuestro paso íbamos levantando una gran polvareda que me obligó a cerrar el casco cuando empecé a sentir un peculiar crujir entre mis dientes.
    El camino que comenzaba a descender, discurría por entre las sierras, adaptándose a sus irregulares formas. Lo impresionante era ver el efecto aterciopelado de las hierba que cubría aquellos enormes cerros, realmente daban ganas de tocarlo!
     
     


     
    Y aún más sorprendente era poder ver en las altísimas cumbres de algunos cerros, acúmulos de nieve. Trazos de un blanco puro resaltaban notoriamente con el verde paisaje. La nieve nos seguía a todas partes!
     


     
    Con solemne lentitud fuimos descendiendo por la desprolija ruta que hacia tambalear un poco la moto, hasta que finalmente volvimos a la apreciada horizontalidad. Una llanura extensa de tierra y arbustos que terminaban a lo lejos en la hilera de sierras que cortaban el horizonte era nuestro nuevo paisaje, que formaban parte del Parque Nacional los Cardones.
     
     


     
    Atravesamos grandes hectáreas realmente minadas de cardones. De gran tamaño, estos señores con sus brazos al cielo se alzaban de a cientos sobre todo el llano. Sus grandes púas servían de refugio para insectos y aves.
     


     
    Finalmente, para cuando el sol a comenzaba a ocultarse, arribamos a Cachi. Un pueblito de lo más lindo que nos enamoró rápidamente.
     
    Cachi sería el primer verdadero poblado norteño que visitaríamos. En él, su arquitectura, sus costumbres y su gente mantienen vivo el espíritu autóctono que lamentablemente hemos perdido en las grandes capitales argentinas.
     


     
    Para coronar aun más nuestra visita, llegamos justo para el Torneo de Trompo y Bolita. No sé cuántos de ustedes reconocerán estos tradicionales juegos, pero para nosotros ver que aquellos pasatiempos, con los que nuestros padres jugaban, aún están vigente en aquella pequeña localidad nos llenó de emoción.
     


     
    Sobre la plaza principal se habían dispuesto varias canchas y los competidores participaban con sus propias canicas, en distintas categorías dependiendo de su edad. Desde pequeños novatos hasta adultos expertos formaban parte del torneo. Mientras las personas se agolpaban alrededor de las pequeñas canchas para ver las competencias, otros practicaban esperando su turno con los trompos. Me quedé boquiabierta al ver la habilidad de ciertos niños con ese pequeño juguete, lo hacían saltar y girar a su antojo.
     


     
    Animando el torneo, y dándole el toque musical, un grupo de chicos, realmente muy jóvenes se encontraban tocando música folclórica en una esquina. Armados con instrumentos típicos, como el acordeón interpretaron durante todo el mediodía diversos temas.
     


    Bombo con la Bandera Wiphala, de los pueblos originarios
     
    El niño que tocaba las cuerdas realmente la rompió (otra expresión argentina que significa que hizo un espectáculo buenísimo). Primero con el violín y luego con una especie de guitarra pequeña (o charango) que nunca había visto en mi vida. Unos grandes los peques.
     
     


     
     
    Sobre la misma plaza principal se encontraba la iglesia y el Museo Arqueológico Pío Pablo Díaz. Este interesante museo fue creado por los mismos vecinos de Cachi, con la intención de conservar los cientos de restos arqueológicos que aún hoy en día se encuentran distribuidos por toda la zona.
     


     
    El museo construido siguiendo la línea de las construcciones norteñas, está hecho de adobe, techos de caña y barro y pisos de arcilla cocida. No es gigante, pero entre todas las salas que se van conectando uno puede pasar y recorrer un periodo de 10000 años. Comenzando por restos arqueológicos de la época de cazadores y recolectores, el desarrollo de las diversas regiones, hasta el periodo inca y la llegada de los españoles.
     


     
    Los restos de recipientes con forma de animales perteneciente a pueblos originarios, o las vasijas delicadamente adornadas son sólo algunas de las cosas que se pueden ver expuestas. Un trabajo realmente valioso de conservación del pueblo de Cachi.
     


     
    Otro sitio interesante que visitar, sin dudas es la pequeña capilla, también sobre la plaza principal. La Iglesia San José de Cachi se construyó a mediados del Siglo XVII, y nuevamente conserva la arquitectura de la zona, al ser construida de adobe. Lo más llamativo de esta pequeña iglesia es su techo hecho de madera de cardón.
     
     


     
    Sobre un gran cerro próximo al poblado, se encuentra un gran cementerio desde donde se puede tener una hermosa vista panorámica del lugar. Las pocas manzanas de Cachi se establecen sobre un valle y se ve enmarcado de estos grades cerros. Hermosa vista.
     


     
    Desde Cachi decidimos ir hacia otra localidad muy turística y conocida por sus grandes viñedos, la localidad de El Cafayate. Para ello deberíamos retomar un camino familiar: La Ruta 40. Nos esperaría un gran dolor de trasero :ohmy:
     


     
     
    Mira el album , aqui!
     
     
     
     


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  10. Ayelen
    “Bolivia te curte”*
     
    Estas tres palabras, dichas por uno de los tantos viajeros que nos cruzamos en el hostel de Humahuaca, en Jujuy, Argentina, me quedaron grabadas en la mente. Era la frase que coronaba la larga lista de opiniones y consejos que veníamos recibiendo de todos quienes ya habían visitado este país. Estábamos algo confundidos porque, por un lado había personas que hablaban maravillas de Bolivia y por otro, viajeros que tenían una opinión no muy buena… Pero, con Martin siempre coincidimos en que lo mejor es ver la realidad de un lugar con tus propios ojos, y no dejarse llevar por comentarios de terceros, por lo que intentamos llegar a este país vecino con una postura neutral.
     
    Así que allí estábamos, ese mediodía a punto de cruzar hacia Villazón, la ciudad fronteriza de Bolivia. Había mucha gente, muy poco orden, y TODOS estaban apurados por pasar, por lo que el trámite fue rápido pero bastante confuso con papeles yendo y viniendo, documentos, firmas y sellos por todos lados. Este desorden en la aduana nos traería sus penosas consecuencias cuando quisiéramos salir del país, pero ya les contaré eso.
     


    Y llegamos a Bolivia
     
    Villazón es una ciudad puramente comercial. Las calles estaban invadidas de negocios uno al lado de otro, la gente se atropellaba en las calles, los autos y buses tocaban bocina a cada instante atascados en el tráfico y, por si esto fuera poco, vendedores ambulantes se paseaban con grandes carros vendiendo jugos de frutas. Todo ese movimiento y esa bulla constante me terminaron por aturdir a los pocos minutos de haber ingresado al país.
     
    En aquel lugar tuvimos nuestro primer encuentro con las “mamitas”, las típicas mujeronas de Bolivia vestidas con sus tradicionales polleras largas, sus sombreritos negros y sus largas trenzas. Las mamitas son las que mandan, ellas se encargan de los negocios, de sus hijos e incluso del campo, como veríamos más adelante, e imponen bastante respeto.
     
    Esquivando la multitud y el tráfico, dejamos atrás Villazón y tomamos la ruta hacia el norte. El camino de a poco se fue tornando más inhóspito hasta que sólo quedamos nosotros. Nosotros y las sierras. Colinas enanas y otras más altas cubrían todo el paisaje en todas direcciones. Bolivia es prácticamente un país fundado sobre las sierras por lo que nos esperaban muchas pendientes y caminos sinuosos.
     


     
    Cada tanto nos cruzábamos con alguna comunidad que vivía en aquellos desérticos parajes. Sencillas casitas de adobe, con su bandera boliviana ondeando y una pequeña iglesia.
     


     
    La ruta 14 estaba en perfectas condiciones en ese tramo y era evidente que era una construcción nueva. Subía y bajaba por las sierra, se introducía en túneles cavados en la montaña y rodeaba grandes paredes de piedras. Mientras corríamos sobre el asfalto los rebaños de ovejas o llamas levantaban al unísono sus orejas y nos miraban pasar atentos, mientras una solitaria mamita, sentada a unos pocos metros de ellos, bajo el sol, los vigilaba.
     
     


     
    Viajamos unos 90 kilómetros aquel mediodía hasta que llegamos a Tupiza, una pequeña ciudad por la que se accedía cruzando un puente sobre el rio Tupiza. La idea de Martín era desviarnos en aquel punto por la Ruta 21, camino que, según habíamos averiguado, toman los transportes públicos hasta Uyuni. Pero cuando la empleada de la gasolinera en la que paramos nos comentó que por aquella ruta esa misma semana habían volcado tres camionetas por el deplorable estado en el que se encontraba… cambiamos de idea.
     
    Así que, luego de almorzar algo rápido en Tupiza, continuamos por la ruta donde veníamos atravesando el mismo paisaje de colores anaranjados y verdes.
     
    Caída la tarde, subimos por una sierra particularmente alta y justo al rodearla en la cima, tuvimos nuestra primera imagen de la ciudad de Potosí, cientos de casitas que se expandían como las ramas de un árbol por entre aquellas desérticas sierras, a los pies del enorme Sumaj Orcko, palabras quechuas que significan Cerro Rico.
     


    El Sumaj Orcko
    El ingreso fue bastante difícil porque Potosí es un laberinto. Diagonales que nacen en cualquier punto, callecitas que se cortan o terminan en un gran paredón. Y tráfico. Mucho tráfico. Las combis que servían como transporte público nos pasaban a centímetros y las motitos se nos cruzaban por todas partes. Además nunca había visto calles tan empinadas en mi vida! Mientras tratábamos de ubicarnos, subíamos por esos empedrados caminos y yo me agarraba de la campera de Martin cuando nos quedábamos atascados en el tráfico, tan inclinados que sentía que en cualquier momento la moto se despegaba del piso y se daba vuelta.
     
    Dimos un sinfín de vueltas y volvíamos siempre al mismo lugar hasta que nos dimos por vencidos y terminamos parando en un hostal de mala muerte, del cual prefiero no describir detalles porque podría herir la sensibilidad de algunos.
     
    Potosí es una ciudad muy antigua, que se mantiene intacta desde la época colonial. Mientras caminábamos por sus súper angostas veredas, de altas y delgadas casas de techos de teja con pequeños balcones y colores pasteles, nos íbamos cruzando con antiguos edificios y viejísimas iglesias de altas torres.
     


     
     


     
    Subimos y bajamos esas empinadas calles adoquinadas durante toda la tarde del día siguiente, siempre vigilados por el enorme Cerro Rico que aparecía en cada esquina, elevándose sobre la ciudad.
     


     
    Visitamos el mercado, obviamente, donde las mamitas vendían insistentemente su mercancía llamándonos la atención constantemente “cómpreme... cómpreme, señor…”. Algunas mujeres ancianas, con sus pieles marcadas por gruesas arrugas bajo el tradicional sombrero comían sentadas al lado de bolsas de condimentos o verduras, y otras mucho más jóvenes se paseaban por el mercado con sus largas trenzas y sus robustos cuerpos tras las polleras.
     


    En el mercado de Potosí
     
    Esa misma noche, nos sorprendió cruzarnos con un espectáculo un tanto inusual para nosotros en una plaza cercana al hospedaje, un concurso de mamitas y cholitas. El lugar se encontraba repleto de gente, con una banda musical sonando a todo volumen, una tarima, una presentadora y un solemne jurado de gente que ni conocía.
     
    Nos arrimamos en el momento en que eran llamadas una por una a las mamitas. Bellas mujeres vestidas con sus tradicionales trajes iban bailando al ritmo de la música entonada por el conjunto, ondeando sus coloridas polleras.
     


     
    Sus camisas adornadas con enormes y brillantes piedras, sus costosos sombreros y sus prolijas trenzas se paseaban alrededor del público que aplaudía y vitoreaba con cada presentación.
     


     
    Luego siguieron las cholitas y el público masculino, sobre todo, estalló en éxtasis. Estas jóvenes y preciosas niñas con sus trajes entallados, cortas polleritas y altas botas fueron mostrándose al jurado mientras bailaban rítmicamente la cumbia tradicional de Bolivia.
     


     
    A la mañana siguiente, lo que temía ocurrió: Martin comenzó a insistir sobre realizar el famoso tour hacia las minas de Potosí. Yo aún recordaba a aquel viajero que nos cruzamos en Humahuaca hablándonos sobre ese recorrido, y me retumbaban en la cabeza las palabras oscuridad, angosto, ahogarse, claustrofobia, difícil…. Realmente no tenía ni la más mínimas de las ganas de vivir una experiencia traumática como esa.
     
    De muy mala gana terminé aceptando y esa misma tarde, una pequeña y algo destartalada combi nos recogió junto a unos 4 franceses que harían el tour con nosotros. La guía era una mujer oriunda de Potosí, que al principio poco se percató de nuestra presencia lo que aumentó notablemente mi mal humor.
     
    Nuestra primera parada fue en un pequeño almacén. Allí, la guía nos mostró los preciados tesoros que los mineros compran antes de una jornada laboral. Por empezar, las famosas hojas de coca. Es muy común observar a los pobladores de esas zonas de gran altitud mascar hojas de coca continuamente (que nada tiene que ver con consumir cocaína) ya que poseen activos, los alcaloides, que, entre muchos efectos, generan una vasodilatación que mejora la respiración e irrigación sanguínea. Para extraer al máximo estos activos de la hoja de coca, los pobladores suelen mascar bicarbonato o extracto de plátano. Simplemente se introducen unas hojitas dentro de la boca, en las mejillas y la mantienen allí, cada tanto masticándolas.
     
    El siguiente elemento era el alcohol. Nos sorprendió ver que lo que la guía nos mostraba no era una bebida alcohólica… era alcohol, puro. De ese que uno utiliza para limpiarse las heridas. Y nuestras caras fueron épicas cuando, sin mucha duda, la guía le dio un gran trago a esa botellita.
     
    Y por último, la dinamita. Utilizada para volar trozos de rocas de la mina, llevarlos al exterior y realizar la extracción de la plata en laboratorios, la dinamita era comprada como si fueran caramelos. Potosí es el único lugar en el mundo en el que se puede comprar este explosivo de forma libre.
     
    Nuestra siguiente parada fue para colocarnos las ropas adecuadas para ingresar a la mina. Unas altas botas y unos cascos con linterna completaban el traje. Me sentía disfrazada y claramente no quería estar ahí.
     


     
    Y así, partimos rumbo a la mina. La combi fue haciéndose paso a través de aquellas angostas y empinadas calles tocando constantemente bocina (sin desacelerar en ningún momento) para que las personas saltaran fuera de su camino. Dejamos atrás la ciudad y comenzamos a ascender por un destruido camino de tierra que llegaba justo a la entrada de la mina. La combi iba moviéndose de un lado hacia otro y si miraba por la ventanilla podía ver la altura que íbamos ganado y lo peligrosamente cerca que estábamos del borde. Pensé que íbamos a morir antes de llegar a la mina.
     


     
    Pero llegamos al asentamiento, sanos y salvos. Desde aquella altura se podía apreciar toda la enorme ciudad de Potosí. Pequeñas casillas de adobe y paja que eran utilizadas como bodegas de almacenamiento se extendían en fila hasta la entrada a la mina.
     


     
    Cuando vi esa pequeña abertura en la roca, tan a oscuras, mis nervios se dispararon. No sabía qué c*** estaba haciendo ahí y no quería saber NADA con meterme por ahí.
     
    Sin mucho preámbulo encendimos las linternas de nuestras cabezas e iniciamos el recorrido. Respiré hondo, antes de meter de lleno mis pies en un enorme charco a la entrada y me metí a la mina tras Martin.
     


     
    Siguiendo las vías utilizadas para sacar las rocas en carros, fuimos avanzando un poco a los tropezones hacia el interior de la mina, hasta que la luz de la entrada desapareció y quedamos en la completa oscuridad, sólo iluminados por nuestras linternas.
     


     
    Caminamos en silencio durante varios minutos, esquivando algunas estalactitas que colgaban del techo, hasta que el camino comenzó a descender. Era bastante aterrador mirar por sobre el hombro y no poder ver absolutamente nada.
     


     
    El camino fue complicándose lentamente. En algunos tramos el techo era tan bajo que teníamos que avanzar agachados y esquivando las vigas de madera que atravesaban de lado a lado el túnel.
     


     
    La temperatura empezó a aumentar a medida que bajábamos y repentinamente comenzamos a sentir ese fuerte y sofocante hedor que invadió todo. Provenía del sulfato de cobre que se formaba como una rugosa espuma sólida por encima de nuestras cabezas, en el techo. Era difícil respirar con ese ambiente tan pesado y con tanto polvo suspendido en el aire, pero uno se termina acostumbrando.
     


     
    Nos cruzamos con un minero trabajando. La verdad que no puedo decirles a edad que tendría aquel hombre porque ese trabajo insalubre lo había demacrado. Las jornadas laborales de los mineros podían extenderse hasta doce horas. Doce horas de trabajo físico extremo colocando dinamita o levantando enormes rocas, sin ver un rayo de sol y respirando todos esos gases y polvo. Era realmente chocante.
     
    Seguimos el recorrido, con la guía delante que nos fue llevando cada vez más profundo en la mina, hasta que llegamos a un tramo donde debimos trepar unas altas y precarias escaleras de maderas por un estrecho hueco. Una vez arriba, continuamos el camino hacia una bóveda excavada en la piedra donde visitamos a El Tío.
     


     
    Cuando los españoles llegaron a estas tierras y se encontraron con esta mina de plata, rápidamente sometieron a los indígenas de la zona a trabajar en la explotación minera. Tomando la idea de que existía un Dios en el cielo, a lo largo de los años ambas culturas se fueron mezclando hasta elaborar la creencia de que, bajo la tierra se encuentra El Diablo, a lo que los indígenas llamaban El Tío. Esta creencia ha perpetuado a través de los años y actualmente, El Diablo o El Tío es aquella figura a la que los mineros adoran y llenan de regalos a cambio de una buena jornada laboral.
     
    En aquel sector de la mina a la que nos había llevado la guía se levantaba esta aterradora figura, que hacía muchísimos años habían levantado los primeros en explorar la mina. Esta figura de tamaño más grande que un humano se encontraba sentada, con sus ojos brillantes y sus grandes y puntiagudos cuernos. De él colgaban coloridas serpentinas y en su falda y sobre su cabeza se amontonaban las hojas de coca que los mineros ofrendaban. También algunas botellas de alcohol y varios cigarrillos se encontraban dispersos alrededor de El Tío.
     


     
    Bastante abrumador era esa imagen, tanto que me costaba mirarlo fijo a la cara, porque realmente daba miedo. Nos sentamos alrededor de Él, para recuperar el aliento, mientras la guía contaba la dura vida de los mineros y, más sorprendente aún, de los niños que a muy temprana edad, debido a su pequeña estatura, comienzan a trabajar arrastrando grandes carros o ayudando a los mineros. Es normal en Potosí el trabajo infantil en la mina.
     
    Antes de emprender la retirada pasamos por un peculiar trayecto donde el sulfato de cobre se aglomeraba en cúmulos de un brillante color turquesa que colgaban del techo de la mina.
     


     
    Después de casi dos horas caminando por aquel oscuro y estrecho túnel, comenzamos el regreso que, supongo que debido a la ansiedad de todos por salir, se hizo mucho más rápido.
     


     
    Una vez fuera de aquel lugar, fue muy bueno volver a respirar aire puro. Despeinados y cubiertos de polvo, retornamos al hotel. A pesar de que había estado tan negada en hacer aquel recorrido, al final tengo que admitir que fue una gran experiencia.
     
     
     
     
    (*expresión que significa que te endurece, te fortalece mediante experiencias sufridas)
     
     
     
     
     
    Mira todas las fotos del Álbum Potosí, aqui!
     
     
     
     


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  11. Ayelen
    Nuestra parada inaugural en Bolivia había sido en Potosí, donde habíamos realizado aquel tour ingresando a las escalofriantes minas de Potosí. Una experiencia tan interesante como chocante.
     
    Potosí también fue escenario inicial de interacción con el pueblo boliviano, de costumbres tan distintas y, a la vez, tan similares a las nuestras. Nuestra primera impresión fue que Bolivia era un país que mantenía mucho sus tradiciones, legado de algunos de los pueblos indígenas que habían sobrevivido a la “colonización” europea. De a poco comenzábamos a conocer el ritmo de vida de esta gente. Quizás algo cerrados, de pocas palabras, lo cual complicaba bastante la comunicación a pesar de hablar el mismo idioma, con mucha historia encima y muy arraigados a sus raíces.
     
    Dejamos Potosí y partimos rumbo a Uyuni. Uno de los principales puntos turísticos que habíamos planeado visitar dentro de Bolivia era justamente el inmenso Salar de Uyuni, parada casi diría obligada para cualquier viajero.
     
    A partir de ese momento empezamos a sufrir lo que sería el calvario de las rutas de Bolivia. Contrariamente a lo que había sido el primer tramo que transitamos hacia Potosí, las rutas que tomaríamos desde aquel punto nos traerían muchos dolores de cabeza.
     


     
    A esto se le sumaría otro inconveniente: conseguir gasolina. En Bolivia, la gasolina es subsidiada por el Estado, y existe una norma que obliga a las gasolineras a vender sin subsidio, o sea, a un precio más elevado, a los vehículos de patente extranjera. O, lo que era aún peor, en algunos lugares directamente se prohíbe la venta a extranjeros. Nos volvimos locos con Martin recorriendo todas y cada una de las gasolineras en Potosí pidiendo, casi rogando que nos vendieran gasolina, a un precio más elevado aunque sea, porque necesitábamos llenar el tanque. Era bastante frustrante encontrarse con un NO rotundo y seco y la poca voluntad de los empleados de las estaciones de servicio, tanto que terminaban poniéndolo de mal humor a uno.
     
    Al final, pudimos cargar tanque en la última estación de servicio de la ciudad y tomamos la ruta. Los primeros kilómetros fueron tranquilos, con un día soleado, y un viento fresco golpeándonos de lleno, mientras avanzábamos por entre aquel pardo paisaje ondulado. Pero luego comenzaron los trechos en malas condiciones o directamente donde no había asfalto y teníamos que avanzar cautelosamente sobre tramos de tierra muy descuidados. Cada vez que volvíamos a tomar la ruta pavimentada suspiraba aliviada pero me duraba poco porque sólo algunos metros más adelante, el camino se volvía de tierra y piedras.
     


     
    Junto a insultos varios hacia el camino saliendo desde mi casco, recorrimos unos 200 kilómetros, hasta que en una curva tuvimos la primera vista del salar, que se veía desde lejos como un gran manto completamente blanco que se abría detrás de la ciudad, erguida sobre una desértica llanura.
     


     
    Y cuando digo desértica, es porque realmente no había nada más que las siluetas de cordones montañosos a lo lejos y la ruta que iba descendiendo por la sierra, se metía de lleno en aquella planicie y finalizaba en la entrada a la ciudad.
     
    La ciudad de Uyuni vive, obviamente, del turismo. En el centro, sobre una ancha peatonal sólo se pueden ver restaurantes, hoteles, agencias de viajes que ofrecían diversos tour hacia el salar, y extranjeros por doquier. Más allá el pueblo es simplemente un manojo de casillas e irregulares callecitas.
     
    Nos hospedamos en el alojamiento más económico que pudimos encontrar (Nosotros ya sabemos que el precio de alojamientos y comidas es proporcional a la cantidad de europeos que se encuentren en la zona ) y descansamos.
     
    A la mañana siguiente nos esperaba una mañana celeste y hermosa, así que con todo el ánimo descargamos la moto y nos fuimos rumbo al Salar. Con vehículo propio se puede acceder unos metros dentro del Salar, siempre teniendo mucha precaución ya que el lugar es realmente enorme y es mejor no internarse sin un guía porque es muy fácil perderse. Escuchamos tantas historias escalofriantes de familias enteras que habían sido encontradas sin vida dentro de aquel enorme lugar porque se habían perdido, que estábamos bastante advertidos al respecto. Existen tour de dos o tres días que te llevan con camionetas especiales y en donde acampas en aquel basto paraíso blanco, pero, como suele suceder, el precio excedía a nuestro presupuesto viajero.
     
    Así que salimos entusiasmados, dejamos atrás las calles pavimentadas y tomamos un ancho camino de tierra que salía de la ciudad y recorría unos 20 kilómetros hasta el Salar.
     
    Después de tantos meses de viaje y habiendo recorrido casi tres países, por lo general uno se acostumbra a transitar por caminos que no son de lo mejor, con tramos de tierra o piedras…o hasta arroyos enormes atravesándolo. Pero aquel recorrido desde Uyuni hacia el Salar nos hizo sudar como ningún otro.
     
    El camino no era de tierra, si no que parecía hecho de una especie de arcilla consolidada, donde se marcaban grandes huellas de camiones y autos que estaban peligrosamente cubiertas de una película de arenilla que el viento iba soplando, por lo que era muy difícil seguir algún surco y mantener el equilibrio dentro de él. Pero lo peor de todo fue el tramo interminable de “serrucho” o “calamina” como le dicen en Bolivia. Estas pequeñas y continuas ondulaciones en el terreno fueron una tortura.
     
    Fuimos dando incesantes tumbos, cortos y bruscos durante 30 o 40 minutos sin parar. El estrepitoso ruido de los metales y plásticos de la Honda vibrando violentamente, mezclado con el rugido del motor me hacía pensar que en cualquier momento empezaríamos a perder partes de la moto por el camino. Llegué a sentir que todos mis órganos se habían desprendido dentro de mí y estaban mezclándose como en una licuadora y tenía quizás un pulmón en lugar del estómago y el hígado en el pecho.
     
    Mientras sufríamos sobre la moto, enormes camionetas 4x4 nos pasaban por al lado como si nada y yo, admito, que los veía pasar con un odio y una envidia que no podía contener. Pero al fin, con todos los órganos en su lugar, aunque algo doloridos después de tanto traqueteo, arribamos a un pequeñísimo y lúgubre pueblito que atravesamos hasta que oficialmente estuvimos dentro del Salar de Uyuni.
     


     
    Aquel lugar sí que es deslumbrante. Avanzamos sólo algunos metros hasta donde vimos un grupo de personas y camionetas estacionadas, pero ya se podía sentir la inmensidad de aquel paisaje blanco infinito.
     
    Recorrimos unos metros sobre la moto, alejándonos lo suficiente como para que todo alrededor fuera blanco. Blanco total que se cortaba en una línea súper recta y luego, el cielo completamente celeste.
     


     
    Siempre corroborando, por encima de nuestros hombros, que aún podíamos divisar el pueblo como referencia para la vuelta, fuimos avanzando por la huella marcada de las camionetas hasta un punto al que llaman “El ojo del Salar”.
     


     
    En aquel punto, a sólo pocos kilómetros de haber ingresado, se formaba una pequeña laguna de irregular contorno. Lo llamativo era ese burbujear continuo que se podía ver en la superficie, como si se estuviera preparando algún brebaje maléfico. Según pudimos escuchar de pasada de un guía que estaba allí con un contingente de turistas, se trataban de los gases retenidos bajo la sal, que se escapaban por aquel punto.
     


     
    Nos animamos a seguir un poco más hasta el famoso hotel de sal. Levantados con macizos ladrillos hechos de sal, el hotel se encontraba… no sé ni cómo indicar, digamos que se encontraba en algún punto de esa nada absoluta, junto con un enorme escultura del Dakar también realizada en sal, con motivo del paso de los competidores por aquel lugar, el año anterior.
     


     
    Se puede ingresar al hotel, donde en un enorme hall principal circular, se exhiben diversas figuras todas realizadas en sal. Dentro del salar hay varios hoteles en funcionamiento pero aquél es famoso por ser el primero en asentarse en aquel inhóspito paraje y hoy en día funciona más como un punto turístico para visitar y no como alojamiento.
     


     
    Caminar sobre ese suelo donde curiosamente se formaban geométricas figuras hexagonales o pentagonales que se repetían por tooooooooooooodo el salar, mientras un viento fuerte arrastraba la sal y enredaba mis pelos, invadido todo de un silencio total, era como estar en algún extraño sueño de esos donde uno no reconoce donde está “el arriba y el abajo”.
     


     
    Es tan inmenso aquel lugar, con el horizonte tan alejado y blanco, que se puede aprovechar para explotar la creatividad y jugando con la perspectiva pueden conseguirse fotos muy graciosas.
     


     
    Recorrimos sólo unos pocos kilómetros más, siempre cerca del hotel, disfrutando esa total libertad de correr por donde queríamos sin seguir ningún camino marcado. Dimos algunas vueltas mientras la sal crujía bajo las ruedas de la moto y el viento fresco nos golpeaba de lleno, y luego emprendimos el regreso.
     


     
    Recién en ese momento caí en cuenta que deberíamos recorrer el mismo terrible camino que habíamos hecho para llegar y lo lamenté mucho. Y sí, fue bastante difícil. Nuevamente pasamos por toda esa calamina que terminó por obligarme a cruzar los brazos con fuerza sobre mi estómago para intentar disminuir el traqueteo en esa zona y el dolor punzante que había empezado a sentir en los riñones.
     
    Para empeorar la vuelta, el camino repentinamente se había llenado de grandes y pesados camiones que nos pasaban velozmente, llenándonos de arenilla y escupiéndonos piedras. Veía con temor pasar esas enormes ruedas tan cerca nuestro que instintivamente me inclinaba hacia el lado opuesto pensando que si llegábamos a perder el equilibrio en ese camino desastroso nos íbamos de lleno debajo de los camiones.
     
    Pero afortunadamente ninguna de esas tragedias que mi mente inventa sucedieron y llegamos al pueblo sanos y salvos aunque completamente exhaustos de tanta tensión. Ya podíamos tildar el Salar de Uyuni de nuestra lista de lugares a conocer.
     
     


     
     
     
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  12. Ayelen
    Una de las cosas que fui aprendiendo mientras viajábamos interminables horas sobre la moto, fue entablar profundas conversaciones conmigo misma.
     
    Al principio eran ansiosas ideas y miedos que se amontonaban, de manera desordenada y sin sentido, expectante a todo lo que sería aquel viaje. Pero con el transcurso del tiempo, en mi mente ya se iban formando conversaciones claras, tal y como las tendría con una amiga.
     


     
    Ahora que lo pienso, viajar tanto tiempo sobre la moto, sin pronunciar ni una palabra y sin poder comunicarme con Martin (más que a los gritos o con señas), fue algo así como una gran terapia personal. Porque al fin y al cabo, terminé convirtiéndome en mi amiga, mi confidente. Dentro de mi cerebro iba entablando larguísimas conversaciones sobre diversos temas: la última gran experiencia que había vivido durante el viaje, recordando algunos roces personales con personas antes de salir, o bien imaginando cómo sería el reencuentro con mi mamá.
     
    Digo que fue una terapia porque tener todo ese tiempo para poder analizar y ordenar ciertas ideas me sirvió mucho para llegar a conclusiones que luego aplicaría en mi vida. A veces me sumergía tan profundo en mis pensamientos que no prestaba atención al paisaje que íbamos atravesando, lo cual no era tan malo en algunos momentos, como, por ejemplo, cuando hicimos los 650 km hasta llegar a Nasca.
     
    Aquel paisaje era diferente, sí…. Pero divertido, mmmno.
     
    El departamento de Ica cubre casi toda el área del Desierto costero del Perú. Arena y médanos, arena y médanos, arena y médano durante horas! El viento que corría por la ruta arrastraba granitos de arena que golpeteaban en el casco a medida que avanzábamos. Pocos vehículos sobre la carretera, un sol fuerte en un cielo despejado y un paisaje desértico mirase para donde mirase fueron nuestra compañía sobre esos eternos kilómetros.
     


     
    Incluso llegue a dormitarme, entrando en esa especie de trance en la que uno siente que su cuerpo simplemente decide dejar de responder meintras la mente lucha continuamente para mantener los ojos abiertos. Un par de violentos golpes contra el casco de Martin cuando el sueño me vencía, fueron suficiente para despabilarme.
    En el último tramo antes de ingresar a la ciudad de Nasca, la ruta discurre por entre unas hoscas colinas de tierra y piedras, completamente desnudas y si ningún rastro de vegetación. Y entonces llegamos finalmente.
     


     
    La entrada de Nasca es algo desprolija, con mucho movimiento y confusa. A los costados de una ancha avenida se levantaban casillas, comercios e industrias, que, junto con el desierto de arena que nacía justo por detrás de ellas, le daban un aire como de ciudad apocalíptica
     
    Seguimos una estrictas indicaciones que nos brindaron desde el centro de información turística y, tras alejarnos varios kilómetros por la carretera Panamericana, llegamos al km. 462, donde se abría un camino de tierra que se internaba en la vegetación desértica.
     
    Fuimos atravesando campos de espinas hasta que finalmente llegamos al recomendado Ecolodge Wasipunko. Este centro turístico está ubicado en el medio del desierto, y abarca varias hectáreas de pura vegetación y enormes árboles. Para mi alegría, allí todo se volvía un poquito más verde y lleno de vida.
     


     
    Olivia es una mujer refinada y de una calma interior enorme, y nos recibió como si nos hubiera estado esperando. Nos ofreció una de sus cabañas, todas muy pintorescas y con cómodas camas que llegaron a tentarnos, pero decidimos quedarnos con nuestra tienda.
     
    Mientras nos guiaba por los diversos sectores del EcoLodge, un área de descanso y lectura o un gran restaurante donde tomaríamos el desayuno (incluido en el precio) a la mañana siguiente, un enorme y espléndido pavo real nos seguía con sus ornamentales plumas desplegadas.
     


     
    Armamos campamento en un área rodeada de árboles, mientras la luz del sol que ya comenzaba a ocultarse se colaba por entra las ramas y las hojas. Olivia nos había informado que esa noche tendría invitados especiales, un contingente de europeos que llegarían simplemente para degustar la especialidad del Ecolodge: La Pachamanca.
     


     
    La Pachamanca es un típico plato de Perú. Consiste en la cocción de diversas carnes y vegetales típicos andinos, como la papa, el camote, el choclo y la yuca, con el calor de piedras precalentadas, acomodadas en un hoyo cavado directamente en la tierra. De ahí su nombre quechua: Pacha= tierra, manka= olla. Algo así como olla de tierra.
     
    Mientras Olivia nos describía el plato, no podíamos evitar que se nos hiciera agua la boca, después de haber pasado tantas semanas a base de arroz y fideos. Y creo que fue muy evidente en nuestros rostros, porque esa misma noche, Olivia se escabulló de sus invitados y nos sorprendió con una enorme olla de arcilla con Pachamanca. “Para que prueben un poco...” nos dijo mientras nos guiñaba un ojo. La combinación de sabores, el dejo a ahumado, y todo acompañado con una salsa de quesos y huancaína fue un increíble festín para nuestros paladares… nunca me voy a olvidar de esa noche
     
    La verdad era que no estábamos muy convencidos de hacer el famoso vuelo por sobre los conocidos geoglifos de Nasca, pero una vez más, estando en aquel lugar, nos parecía una picardía dejar pasar aquella experiencia. Por eso, al día siguiente fuimos hasta el pequeño aeropuerto de Nasca. La sala principal, atiborrada de locales de ventas de pasajes y de vendedores hambrientos nos mareó bastante, pero finalmente conseguimos nuestros pasajes por U$D80 cada uno, más U$D25 por impuestos.
     
    Luego de esperar una hora aproximadamente, y después de ver unas cinco veces el mismo documental de bajo presupuesto de las supuestas poblaciones andinas que se repetía una y otra vez en las pantallas de la sala de espera, nos llamaron para que nos acerquemos a la pista.
     
    Viajaríamos en una pequeña avioneta junto con otra pareja de europeos que estaban de vacaciones. Cuando vi la avioneta y lo frágil que parecía, comencé a arrepentirme un poquito de hacer ese vuelo.
     


     
    Una vez arriba, con los heatset bien colocados (pesaban un poco y podían ser algo incomodos), el piloto y el copiloto se presentaron e informaron entonces el inicio del vuelo.
     
    El avión carreteó varios kilómetros por la pista hasta que con un leve sacudón elevó sus ruedas y antes de que pudiera notarlo ya estábamos en el aire. Tomé la cámara de fotos, entusiasmada, porque era la primera vez que viajaba en avioneta, y apoyé mi frente contra la ventanilla.
     


     
    De repente empecé a sentir un ligero revoltijo en mi estómago y mis brazos comenzaron a pesarme. Mientras la avioneta tomaba altura y las casitas se hacían cada vez más y más pequeñas, tenía la sensación de que mi cabeza se inflaba como un globo. Con movimientos leves, porque todo me mareaba, y dando por hecho que la altura me había afectado la presión, le alcancé la cámara a Martin y le encomendé la tarea de fotografiar los geoglifos :zsick:
     


     
    Mientras sobrevolábamos Las Pampas de Jumana, el desierto de Nasca, podía ver la enorme extensión de esa zona tan árida extendiéndose hacia el horizonte como un manto de tierra clara y un poco de vegetación esparcidas.
     


     
    Por los heatsets, de repente escuchamos la voz del copiloto que nos señalaba el primero de todos los geoglifos que veríamos. Les aseguro que al principio no es fácil ver las figuras, pero una vez que se visualizan son realmente sorprendentes.
     
    Lo primero que divisamos, entonces, fue un conjunto de líneas rectas y un trapezoide. Claro que son figuras sencillas, pero cuando se toma conciencia que son líneas de aproximadamente 15 km. perfectamente rectas, es imposible no quedar boquiabierto y la cabeza comienza a llenarse de preguntas.
     


     
    Luego, el copiloto nos señaló una segunda figura, mucho más asombrosa por su forma más humanoide. El Astronauta, u “hombre lechuza” se encuentra trazado en la pendiente de una colina y, en mi opinión, es un tanto tenebrosa con sus grandes ojos. Más bien parece un dibujo hecho por un niño de cinco años, pero de unas dimensiones de 40 mts. Es la única figura que se encuentra sobre una colina, el resto las veríamos todas en la llanura.
     


     
    La avioneta se inclinaba hacia un costado y daba toda una vuelta por sobre el dibujo, y luego repetía el recorrido, pero inclinada hacia el otro costado, de manera que los cuatro pasajeros pudiéramos observar bien. Con cada inclinación, yo sentía que el cuerpo me pesaba cada vez más y me hundía en el asiento. Pero no quería descomponerme allí arriba, por lo que intenté distraerme con el siguiente geoglifo.
     
    Uno de los más impresionantes para mí, con sus suaves curvas, sus correctas proporciones, y su enorme cola en espiral, El Mono de unos 135 m. Mientras la avioneta se posicionaba de un lado y del otro, y el desayuno se revolvía amenazadoramente dentro de mí, pensaba lo que debió haber sentido la primera persona que por simple casualidad descubrió estas increíbles imágenes. Porque desde la tierra es imposible percibirlas. Estos geoglifos pertenecen a la cultura Nasca, y datan del período prehispánico, hace 1500 años, pero fueron descubiertas recién en 1939, sobrevolando la zona.
     


     
    Luego siguieron El Colibrí, con una distancia de 66 metros entre los extremos de sus alas, y el impresionante Pájaro Gigante, una figura que muestra un gran pájaro con un largo cuello en zigzag, de 300 mts. de largo y 54mts. de ancho.
     


     
    Por último, sobrevolamos las figuras de Las Manos, y El Árbol. Están casi pegadas a la carretera Panamericana, lo que constata que nadie se había percatado de estas figuras en el momento que se construyó la ruta.
     


     
    El motivo de que toda una cultura se movilizara y trabajara minuciosamente en estas enormes figuras que son sólo observable desde los cielos es aún hoy un gran enigma. Con una rápida búsqueda por internet se pueden encontrar diversas hipótesis que hablan de cuestiones astrológicas, lo relacionan con deidades o hasta con seres de otros planetas. Pero la verdad es que “Las líneas de Nasca” siguen siendo uno de los grandes misterios arqueológicos y poder ser testigo de semejante huella dejada por la humanidad fue una gran experiencia.
     
    Cuando la avioneta aterrizó sobre la pista, mi malestar había disminuido, aunque aún me sentía bastante mareada. Tambaleando, bajé y pise suelo firme bastante aliviada. La experiencia fue genial y muy recomendada, pero la próxima procuraré ir con el estómago vacío
     


     
     
     
     
     
    Interesante, no?? Mirá el resto de las fotosss!
     
     
     
     
     
     
     
     


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  13. Ayelen
    Ya iniciaba el mes de julio para cuando nosotros comenzábamos a recorrer la última provincia de Argentina. Era el quinto mes de viaje marcado en mi calendario y estábamos por cumplir con nuestra segunda meta: Recorrer desde Ushuaia (el extremo sur del país, lo que fue nuestra primera meta) a La Quiaca (extremo norte).
     
    Para esa altura sentía unas ansias muy particulares porque ya tenía ganas de salir del país, dejar atrás mi territorio y ver qué pasaba del otro lado
     
    Sinceramente no recuerdo quién fue el que nos aconsejó conocer el Parque Provincial Potreros de Yala, pero aquella fue nuestra primera parada en Jujuy, en aquel parque que conserva gran parte de la biosfera de Yungas, o selva de montaña, del norte argentino.
     


    Camino a Parque Potreros de Yala
     
    Nos llevó un largo tiempo llegar porque tomamos un camino de montaña que en un punto se encontraba cerrado debido a un derrumbe, por lo que no nos quedó otra que volver sobre nuestros pasos y hacer una graaan vuelta para finalmente llegar al parque.
     


     
    Potreros de Yala se encuentra a una altura promedio de 2300 metros sobre el nivel del mar, o sea, muy alto sobre los cerros. Y eso quedó claramente demostrado en el largo trayecto que tuvimos que hacer de continuo ascenso por un camino de tierra que tenía las curvas más cerradas que tuvimos que cruzar.
     
    Esquivando piedras sueltas y tragando algo de tierra fuimos subiendo con cautela (aunque yo nuevamente tenía muchos nervios por temor a una caída ) hasta que finalmente nos metimos en lo profundo del parque y llegamos al sitio de acampe.
     


    Zona de acampe en Potreros de Yala
     
    A esa altura y con el sol ocultándose, ya comenzaba a sentir el frio y a prever una noche complicada. Sólo a pocos metros de nuestra carpa, el terreno bajaba hasta abrirse en una enorme laguna, una de las cuatro que se hallan dentro del parque. Las montañas a lo lejos terminaban de enmarcar el impresionante paisaje que teníamos delante de nosotros. Y era todo nuestro, porque no había nadie en aquel lugar.
     


     
    Como lo había sospechado, la noche fue complicadita. El frío nos obligó a recoger unos leños y armar una fogata para darnos un poco de calor. Cerca del fuego estaba de maravillas, pero me alejaba unos pasos y me congelaba Pensé seriamente en llevarme un leño prendido a la carpa, pero podría ser medio suicida así que simplemente nos bancamos el frío como pudimos. Metidos en las bolsas de dormir como orugas en sus capullos y lo más cerca el uno del otro para darnos calor, pasamos la noche.
     
    A la mañana siguiente desde temprano ya había claridad, pero el sol, oculto tras los altos cerros, aún no se podía ver y hacía un frío terrible, que conllevó a que me levantara de mal humor… como casi todas las mañanas. Por suerte Martin ya me conocía después de cinco meses viajando juntos y prendió la fogata antes de que me despertara, por lo que no me despegué de ella hasta que el solcito salió.
     


    Fríiiooo..
     
    Después de un rápido desayuno, bajamos y rodeamos la enorme laguna hasta llegar a la orilla opuesta, donde unos caballos salvajes pastaban tranquilamente. Y luego realizamos una pequeña caminata por un sendero marcado entre desnudos árboles.
     


     
    A cada paso podíamos ver decenas de pequeñas aves que se escabullían por entre los grandes pastos. Y es que este Parque es una gran reserva de aves autóctonas, por lo que pude fotografiar distintas especies de cerqueros, una ratona muy gritona y muchas aves cerca de los estanques de agua, como el tero real.
     


     
    El sendero que tomamos nos llevó a otra enorme laguna, en cuyas orillas un grupo de vacas se paseaban tranquilamente. Se incomodaron un poco con nuestra presencia y no les gustó mucho que me acercara a un ternerito que no se alejaba de su mamá.
     


     
    Sobre la orilla opuesta se alzaba una pequeña casilla que según tengo entendido es el centro de información para turistas, pero se encontraba cerrado. Increíble lugar para vivir!
     


     
    Volvimos por el sendero hasta nuestro hogar de plástico a desarmar las cosas y continuar viaje. No había ni rastros del frio de aquella mañana y el sol ya empezaba a levantar la temperatura considerablemente. Bajar del parque fue más difícil que subir. El peso de la moto, el camino malo más la gravedad no fueron buena combinación y mientras descendíamos terminamos nuevamente en el piso ya para ese momento había perdido la cuenta de las caídas. Terminé bajando a pie el camino hasta tomar nuevamente la carretera.
     
    Así que, el Parque había estado muy bonito y todo, pero yo me sentía ya algo decepcionada. Las imágenes que yo tenía en la mente de la provincia de Jujuy eran de cerros de colores, calor, y coyas…… donde estaba todo eso??
     
    Fue por eso, que, cuando después de unas horas avanzando por la Ruta 9, cuando el paisaje comenzó a volverse más árido y empezamos a ver cerros teñidos de rojos y anaranjados casi me tiro de exaltación de la moto. Cámara en mano fui fotografiando todo el camino que en sólo unos kilómetros se volvió exactamente como imaginaba Jujuy.
     


     
    Cada imagen que captaba con mi cámara (y que también guardaba en mis recuerdos) parecía un cuadro. El celeste profundo del cielo y los colores de los cerros que iban desde el bordo, rojos, anaranjados y verdes que se mezclaba. Les puedo asegurar que es un paisaje precioso y que no tienen ningún desperdicio.
     


     
    Llegamos entonces con un sol radiante al primer pueblito turístico que se encuentra sobre la ruta: Purmamarca.
     
    Purmamarca tiene la típica arquitectura de todos los pueblitos que visitaríamos a lo largo de Jujuy. Callecitas de tierras o adoquinadas con casitas de adobe pintadas de pasteles colores. Una plaza central con los edificios principales a su alrededor (una iglesia, la municipalidad y una comisaría).
     


    Las calles de Purmamarca
     
    Llegamos casualmente para una feria de tejidos, y decir que la plaza estaba repleta, es poco Decenas de turistas se movían por entre las callecitas como hormigas enloquecidas, comprando y comprando lo que la gente local les vendía en pequeñas ferias alrededor de toda la plaza.
     


    Tejedoras
     
    Con tanto movimiento turístico crecen los precios hasta las nubes, por lo que cuando averiguamos por un hospedaje casi morimos de un infarto Todo muy lindo con Purmamarca pero entre la cantidad de turistas y los elevados precios, se nos fueron por completo las ganas de permanecer ahí. Así que dimos algunas vueltas y antes de que caiga el sol, volvimos a la moto, para llegar al siguiente pueblo.
     
    Sólo 20 kilómetros nos separaban de Tilcara. También turístico pero muchísimo más tranquilo y más económico por lo que estábamos mucho más contentos.
     


    Camino a Tilcara
     
    No fue difícil encontrar un lugar para quedarnos (el pueblito es pequeño), así que ya para la nochecita teníamos la carpa armada en un camping: un extenso terreno sólo a pocas cuadras de la plaza principal.
     
    Voy a sincerarme con ustedes, cuando llegamos al norte yo estaba aliviada… “ al fin dejamos atrás el frio!” pensaba feliz…….. Terrible error. No sé de dónde saqué que en el Norte Argentino hacía calorrrr! :confus:
     
    De día el clima era ideal, solcito, cielo abierto celeste, pajaritos cantando… pero ni bien el sol se ocultaba la temperatura descendía drásticamente. La primera noche nos sorprendió un terrible frío. Para colmo para esa época una ola polar estaba atravesando todo el país. No puedo explicarles cuánto sufrimos por las noches… realmente creo que fue peor que en el sur.
     
    Era tal el frio que conciliar el sueño era tarea difícil. El cuerpo se me congelaba y me despertaba cada hora y media casi tiritando y no importaba cuánto me pegara a Martin para robarle su preciado calor! La temperatura había descendido tanto por la noche que a la mañana siguiente la botellita de agua que llevamos siempre con nosotros estaba CONGELADA. No miento.
     
    Al día siguiente fui muy feliz cuando el sol salió y empezó a hacer calor (cosa que no sucede muy a menudo XD ). Aprovechamos el día para recorrer los alrededores del pueblo. El paisaje que nos ofrecía ese humilde pueblito, con sus enormes montañas de fondo de hermosos colores violetas y morados era espectacular.
     


     
    Cuando empezó a caer la tarde nos queríamos morir! No queríamos saber NADA con pasar una noche congelados otra vez en la carpa. Así que nos juntamos con unos chicos que también estaban acampando (y sufriendo las bajas temperaturas al igual que nosotros) y decidimos que lo mejor era directamente no dormir y levantar la temperatura corporal con alcohol (una excelente idea ).
     
    Así que sin mucho meditarlo nos fuimos a la plaza a buscar algún lugar abierto. Tilcara tiene mucha vida nocturna. A pesar del frio, gente abrigada salía a las calles y los bares se encontraban llenísimos. La música folclórica proveniente de las peñas inundaba el pueblo de sonidos.
     
    Llegamos a uno de los mejores lugares que he visitado en todo el viaje: La Peña de Chuspita. El pequeño barcito estaba llenísimo. Ya no había mesas vacías, por lo que debimos acomodarnos en un rincón, donde podíamos, mientras en el escenario unos grandes hacían el show. Un joven con la viola que era un genio, un pibe (joven) de no más de 14 años tocando el bombo y Chuspita, un hombre de rasgos norteños bien marcados, tez oscura y marcada al sol, poncho y gorro de lana.
     
    Chuspita, con charango en mano, interpretaba unos temas folclóricos que obligaban hasta al más tímido a mover el pie al ritmo del bombo. La gente estaba exaltada: gritos de júbilo, aplausos y brindis por todos lados llenaban el pequeño lugar de una calidez que era justo la que se necesitaba esa fría noche.
     


    La Peña de Chuspita
     
    Una moza corpulenta pasaba por entre el pequeño espacio de las mesas llevando bandejas de cervezas y jarras de vino, hasta que la llamaron a participar arriba del escenario. Los cuatro artistas interpretaron un “tinku”, una música folclórica típica del norte en cuyo baile se representa la lucha que se llevaba a cabo por una mujer, en la época de los pueblos originarios. La moza tomó un sicus (un instrumento musical de viento) y tocó de tal manera que quedé fascinadísima.
     
    El ritmo contagioso de esta música movida y la buena onda del lugar, mezclado con los sonidos exquisitos de los instrumentos autóctonos convirtió esa noche en una de las mejores. Obviamente no queríamos saber nada con volver a nuestras gélidas carpas, así que nos quedamos encerrados en el bar todo lo que pudimos.
     
    Y cuando digo todo lo que pudimos me refiero a que nos quedamos aun cuando ya habían cerrado y la moza ya se había ido a su casa. El famoso Chuspita oyó nuestra triste historia del frío que estábamos sufriendo y nos invitó a quedarnos cuanto quisiéramos allí. Así que las horas pasaron en aquel bar, que de a poco se fue vaciando, hasta que sólo quedamos nosotros, tomando cervezas, brindando por las historias de viaje de cada uno de los que estábamos presentes y evitando el frío.
     
    Cuando ya sentimos que habíamos abusado demasiado de la hospitalidad de Chuspita, regresamos al camping siendo las 4, 5 de la mañana, con una temperatura que confirmamos rozaba los diez grados bajo cero (no exagero) y con algo de alcohol en nuestras venas que teníamos esperanzas, nos ayudara a conciliar mejor el sueño.
     
    Cuando llegamos a la carpa no podía creer lo que veía. Sobre el techo se había formado una gruesa capa de hielo! Era como meterse a dormir en un Iglú! Llene una botella de plástico con agua hirviendo que metí dentro de la bolsa de dormir y que me sirvió para calentar un poco mis pies y traté de dormir. Sólo lo conseguí cuando salió el sol y la carpa al fin levanto un poco la temperatura. Nunca había disfrutado tanto del calorcito
     
    Sólo 45 kilómetros nos separaban de nuestro próximo destino, por lo que sin mucho apuro, una mañana tomamos la Ruta 9 para llegar hasta Humahuaca, rogando que la malvada ola polar no nos siguiera también hasta allí.
     


     
     
     
     
     
    No es el video que yo grabé, pero es una muestra de los buenos shows de Chuspita:
     


     
     
     


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  14. Ayelen
    El camino desde el pueblito de Cachi hasta la turística localidad de El Cafayate por la Ruta 40 fue sencillamente un calvario. Nuestras pobres cachas quedaron a la miseria después de aquel día Fueron sólo 140 kilómetros, pero el camino es tan difícil de transitar, con tramos de arena o piedras sueltas, que nos llevó todo el bendito día. PERO, vale la pena cada dolor muscular porque el paisaje que se atraviesa es espléndido.
     


     
    Sobre aquella inmensidad de desnudos montes de tonos rojizos y altos cardones de puntiagudas púas, fuimos avanzando desde temprano, levantando una nube de polvo a nuestro paso. El camino de tierra con grandes baches o desnivelado en varios sectores nos obligaba a ir a la velocidad de un caracol.
     


     
    La ruta 40 corre por estos áridos parajes de bajos arbustos y cada tanto, para mi absoluto asombro podíamos divisar alguna humilde chocita perdida entre los cerros. Casitas construidas de adobe y paja se cocinaban bajo el ardiente sol de ese mediodía, mientras sus ocupantes seguramente se encontraban varios kilómetros más adentro, haciendo pastar sus vacas o sus llamas. Me costaba imaginar el tipo de vida que llevaban esas personas, viviendo en aquel lugar tan inhóspito, donde estoy segura que ni si quiera llega algún tipo de servicio… uno está muy acostumbrado a las comodidades de las grandes ciudades.
     


     
    En el kilómetro 4380 aproximadamente de la Ruta 40 nos encontramos con un espectáculo natural formidable: La Quebrada de las Flechas. En este tramo, el camino asciende por una gran pendiente y a los costados se levantan unas peculiares formaciones rocosas de hasta 50 metros de altura. Desde la tierra y completamente inclinados como si el viento las hubiera soplado, emergen estas grandes estructuras de capas apiladas de piedra, que recuerdan al hojaldre.
     


     
    Una vez que se asciende por el camino, desde lo alto la vista es maravillosa. El cordón de cerros que muestran este llamativo fenómeno geológico se eleva diagonalmente como una gigantesca ola petrificada. Una creación de la naturaleza que sólo se ve en este punto del camino y que deja sin habla a cualquiera que tenga el honor de apreciarlo.
     


     
    Continuamos por la “divina” ruta 40, que en algunos sectores se volvía particularmente complicada, sobre todo donde la fina tierra se había acumulado sobre el camino y debíamos atravesar esos grandes vados de arena con cautela para no perder el equilibrio. Después también tuvimos kilómetros y kilómetros de “serrucho” (así llamamos al camino cuando presenta continuas ondulaciones) e íbamos rebotando sobre la pobre Honda. Y así fueron cinco insoportables horas de viaje hasta que finalmente llegamos a Cafayate, agotada, con las piernas doloridas y sin trasero.
     
    Como no soy guía turística, ni trabajo para empresas de viajes, les voy a ser muy honesta: Cafayate no fue lo que nosotros imaginábamos, de hecho no nos gustó. Mucha gente se ha ido encantada con aquel lugar, pero luego de haber estado un par de días en el tranquilo y tradicional pueblito de Cachi, llegar a una localidad dedicada mayoritariamente al turismo, con cientos de negocios, mucho movimiento de extranjeros y bulla constante fue algo decepcionante.
     


     
    Quizás suene bastante hipócrita de mi parte, porque en definitiva también soy turista, pero personalmente creo que ciertos lugares pierden el encanto cuando lo explotación turística es masiva.
     
    Para finalizar la noche, llegamos a un camping bastante atestado de acampantes y motorhomes y tuvimos la desgracia de armar carpa al lado de un “adorable” vecino que quería compartir su molesta música con todos allí presentes, y tenía el volumen de su vehículo a tope. Mi instinto asesino estaba a punto de aflorar en cualquier instante.
     
    Pero estábamos tan agotados de la travesía que habíamos tenido aquel día, que a pesar del bullicio, pudimos dormir sin problemas.
     


    Viñedos de Cafayate
     
     
    A la mañana siguiente decidimos hacer una pequeña visita a unas recomendadas ruinas que se encuentran a sólo 55 km. de la ciudad. Le dimos un descanso a la moto y le quitamos las valijas y todo nuestro equipaje que la pobre llevaba encima y así, más ligera tomamos la ruta hacia las Ruinas de Quilmes.
     
    Los Quilmes fueron una tranquila población de indígenas que vivió en aquellas extremas tierras en el siglo X D.C. Construyeron sus asentamientos sobre las laderas de empinados cerros, edificando sus viviendas, represas y habitaciones de almacenamiento.
     
    Lamentablemente este pueblo fue perseguido y diezmado por los españoles, quienes en un acto atroz, cuando lograron conquistarlos, obligaron a toda la población, ancianos, mujeres, hombres y niños, a dirigirse A PIE, sin comida y sin agua, desde aquel lugar, hasta la provincia de Buenos Aires, unos mil kilómetros. Obviamente la mayoría de ellos murió en el camino de hambre, sed o agotamiento y así terminaron por aniquilar a este pueblo… triste historia, no creen?
     
    Desde la ruta, se abre un ancho camino de tierra que termina en una pequeña garita donde luego de pagar una entrada de no mucho valor, uno ingresa al territorio de lo que alguna vez fue la población de los Quilmes.
     
    Una simpática familia de llamas que se encontraban justo al lado de la entrada a las ruinas nos dieron la bienvenida y, aunque algo desconfiadas, me permitieron que las fotografiara. Hasta pude acercarme bastante a la pequeña cría que descansaba tranquilamente a los pies de su madre. Reto a cualquiera a no reírse a ver las caras de estos graciosos animales. Son geniales!
     


     
    El recorrido de las ruinas está a cargo de un guía que, sin ningún costo adicional, transita con un grupo de visitantes los primeros metros del terreno, narrando la historia de los Quilmes y explicando qué se ve en las ruinas. Así, aquellos bajos muros de adobe que sobresalían de la seca tierra y se podían ver multiplicados por toda la ladera del cerro, formaba parte del techo de las construcciones, ya que el resto de la vivienda se encontraba por debajo, enterrado.
     


     
    A medida que uno comienza a ascender por los estrechos caminos que cientos de años antes utilizaban los Quilmes para trasladarse por entre sus casa, se tiene una vista más panorámica y se puede apreciar la inmensidad de lo que fue el territorio de los Quilmes. Sólo un pequeño sector está expuesto al público y a estudios arqueológicos, pero si uno prestaba atención, muchos metros más allá se podían distinguir los restos de las viviendas, cubiertos de arbustos y cardones, que se extendían hasta el horizonte.
     


     
    Subimos casi hasta la cima del cerro, y hasta pudimos entrar a los restos de aquella viviendas, donde mi imaginación estallaba recreando lo que debían ser aquellas pequeñas casas de barros y techo de paja y la vida de los Quilmes. Y aunque busqué con sumo detenimiento no pude encontrar los restos de puntas de flechas o jarrones que el guía informó que era común encontrar aún por entre las ruinas.
     


     
    Empapados de historia volvimos a la ciudad vitivinícola de Cafayate y al día siguiente, dispuestos a seguir viaje, tomamos la Ruta 68 para atravesar uno de los más increíbles caminos de todo el viaje: La Quebrada de Las Conchas.
     
    Siempre ubicados dentro de los Valles Calchaquíes, una extensa área de valles y montañas que se encuentran compartidos por la provincia de Salta, Tucumán y Catamarca, la Quebrada de Las Conchas es un área natural con una belleza paisajística incomparable.
     
    Con un día bastante caluroso que entibiaba el aire mientras avanzábamos por la ruta, iniciamos este trayecto y a los pocos kilómetros ya comenzamos a ver las formaciones rocosas que hacen famoso el camino. Enormes estructuras que asemejaban a castillos (De hecho, creo que así los llaman) sobresaltaban por su geoforma y su llamativo color rojo.
     


     
    Hacia el fondo, grandes cerros se levantaban mostrando una mezcla de tonalidades, entre el verde apagado de la vegetación y algunos anaranjados y rojizos debido al óxido de hierro de las rocas.
     


     
    Estas grandes formaciones fueron el resultado de la continua erosión y dentro de ellos se abren angostos pasillos por los que uno puedo introducirse. Los intensos rayos de sol se colaban por entre las rendijas de estos túneles y todo se iluminaba con un rojo intenso.
     


     
    La ruta avanzaba por este desértico paisaje, bordeando el Río de Las Conchas y cada algunos kilómetros aparecían estas grandes formaciones, que se han bautizado con nombres como Sapo, Fraile, Las Ventanas, dependiendo de la imaginación de los visitantes… pero hay dos formaciones que uno no puede perderse. La Primera de ella lleva el nombre de El Anfiteatro.
     


     
    El Anfiteatro es una gigantesca estructura rojiza, con altísimas paredes que se abre en forma de U. Es increíblemente imponente. Uno ingresa por un pasillo angosto formado por estos grandes murallones de roca y a sólo unos metros, esta estructura se abre, formando una enorme habitación circular rocosa donde la acústica es perfecta. De hecho, grandes artistas musicales de la música folclórica argentina han brindado recitales en aquel extraño lugar.
     


     
    Aquellas enormes murallas que formaban El Anfiteatro mostraban una superficie trazada por años y años de erosión, ya que en aquel lugar corrían grandes arroyos de agua dulce. Y su característico color rojizo contrastaba con el limpio cielo celeste, formando un gran espectáculo de colores.
     


     
    Algunos kilómetros más adelante, se halla otra formación (para mi gusto personal, la mejor de todas) llamada La Garganta del Diablo.
     
    Esta enorme formación de características similares a El Anfiteatro, también se muestra con altas paredes de roca que formando un pasillo por el cual uno ingresa, pero a pocos metros se levantan naturales y altos escalones de piedra, como de dos metros, algunos más, algunos menos, que uno debe ir trepando para llegar al fondo de La Garganta del Diablo.
     


     
    Sosteniéndonos de los recovecos y sobresalientes que ofrecía la irregular superficie de la roca, fuimos “escalando” hasta llegar a un punto más alto, desde donde se podía apreciar una vista increíble de aquella enorme formación.
     


     
    Las serpenteantes vetas de sus rocas también evidenciaban el paso del agua por aquel lugar. Era increíble imaginarse que cientos de años atrás, aquello era una enorme cascada por donde el agua corría, siendo todo aquello tan desértico en la actualidad.
     


     
    Por sobre las repisas de piedra que sobresalían de estas sólidas paredes, nacían algunos arbustos y emergían algunas ramas más llamativas que estaban atestadas de claveles del aire, plantas parásitos.
     
    Bajar fue más difícil que subir, porque aquellos escalones eran bastante empinados y había que prestar atención a cada paso pero finalmente regresamos al lado de nuestra moto que nos esperaba aparcada fuera de La Garganta y continuamos camino.
     


     
    Finalizamos así, el trayecto de Las Quebradas de Las Conchas y emprendimos camino hacia la última provincia que visitaríamos antes de dejar el país: Jujuy
     
     
     


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  15. Ayelen
    Si son como yo y la Historia nunca fue su fuerte entenderán lo desconcertada que estaba cuando empecé a investigar un poco por las redes sobre las antiguas culturas que habían habitado las tierras peruanas. Mi conocimiento (muy pobre) se limitaba a la civilización Inca, pero de repente fui desasnada y empecé a conocer otras culturas anteriores e incluso contemporáneo a los Incas! Lo más nombrado en las redes fue la cultura Moche, tan interesante como macabra debido a sus curiosas costumbres de realizar sacrificios humanos
     
    La cultura Moche se estableció principalmente en el norte de Perú, en lo que hoy conocemos como el departamento de Trujillo. Aquella sería una de nuestras últimas paradas antes de dejar atrás el territorio peruano.
     
    En el trayecto desde Lima hasta Trujillo nos esperaban kilómetros y kilómetros de una desolada carretera que corría (por suerte para nuestro mínimo entretenimiento) paralela a la costa del Pacífico. Fuimos atravesando varios poblados pesqueros y hasta debimos pernoctar en una playa completamente solitaria que nos cruzamos al atardecer.
     


     
    Armar la carpa frente al mar puede sonar a plan romántico increíble, pero la verdad es que se tornó bastante complicado luchar contra el fuerte viento que corría mientras armábamos el campamento. Sin embargo, a pesar de que yo estaba convencida que íbamos a ser arrastrados por un ventarrón con carpa y todo en medio de la noche, logramos dormir y descansar bastante bien.
     


    Acampando en las playas del norte de Perú
     
    Al día siguiente emprendimos camino y unos kilómetros antes de ingresar al departamento de Trujillo, el paisaje fue cambiando paulatinamente. Ya nos veíamos tantos médanos con arena dorada volando por doquier al soplar los vientos. En su lugar se levantaban suave colinas verdes y algunos campos.
     


     
    Unos diez kilómetros antes de la capital de Trujillo, en la entrada al departamento se encuentra el Valle Moche, sitio donde se alzan las enigmáticas Huaca del Sol y de La Luna.
     
    Para serles honestas, no tenía idea con lo que me iba a encontrar en aquel sitio. Sólo llevaba conmigo las recomendaciones de varios para que visitáramos aquellas ruinas pero nada más, y creo que fue justamente eso lo que llevó a que quedara deslumbrada con aquellos restos arqueológicos.
     
    El Valle Moche es un sencillo pueblo sin mucha urbanización, rodeado de colinas y algunos campos verdes. Para llegar a las ruinas dimos varias vueltas porque el lugar parecía un pueblo fantasma, aunque lo que en realidad pasaba era que a esa hora de la tarde, con el sol radiante y fuerte en el cielo, muchos buscaban el reparo en sus casitas o quizás dormían siesta. Llegamos a un predio donde debíamos adquirir las entradas. Allí se encontraba el museo de la cultura Moche, exhibiendo todos los objetos encontrados en las ruinas que visitaríamos. Recuerdo que tenía un estacionamiento de por lo menos 75 plazas, enorme y estaba completamente vacío, me pregunto si realmente alguna vez se llenará porque en ese momento la visión de un lugar repleto y bullicioso me parecía imposible.
     
    Así que, entrada en mano, seguimos las instrucciones y algo dubitativos llegamos al sitio arqueológico. Junto con dos mujeres más, armamos un pequeño equipo que fue guiado por una mujer local a través de las ruinas. La guía nos explicó que en aquel vasto territorio de varias hectáreas que antiguamente habían pertenecido a la civilización Moche, existían dos templos enormes, La Huaca de Sol y La Huaca de La Luna. Los restos arqueológicos que visitaríamos serían de este último, ya que la Huaca del Sol aún estaba siendo investigada por los especialistas. Ambas construcciones estaban separadas por varios kilómetros, en donde estaba asentado el núcleo urbano de clase media alta.
     
    Ascendimos una alta colina a través de unas escaleras armadas y entramos al primer escenario, perteneciente a La Huaca de La Luna.
     


     
    Los Moche tenían una forma muy particular de organizarse. Durante el período del primer gobierno habían levantado enormes muros y habían construido el Templo de La Luna, que se considera el edificio de religión. Una vez terminado aquel mandato, los Moche rellenaban cada rincón del templo y prácticamente lo enterraban, expandían los límites del templo unos metros más y volvían a construir nuevamente La Huaca de La Luna, sobre los restos enterrados. Esto le confiere a La Huaca de La Luna la famosa forma de “pirámide truncada” que tanto nos mencionaba la guía.
     


     
    En aquel Templo, los investigadores habían descubiertos tres pisos superpuestos, pertenecientes a tres períodos de gobernación distintos. En el paseo, se ingresa por el segundo piso de los restos arqueológicos. En varios sectores se puede apreciar excavaciones que muestran restos de muros y habitaciones enterrados, que pertenecen al período anterior. Es realmente llamativo ver cómo se han conservado las ornamentaciones talladas en los murales de estas construcciones, así como los colores utilizados que, según se ha estudiado, fueron extraídos de minerales.
     


     
    La imagen de una cabeza roja de grandes ojos y dientes afilados se repetía a lo largo de todos los muros. Aquel simpático hombrecito era Ai apaec, más conocido como el Dios Degollador. Éste era el Dios que veneraban los Moches, ya que era su protector en las batallas y proveedor de alimentos.
     


    Mmm... que dientitos!
     
    Como mencioné algunas líneas más arriba, La Huaca de La Luna era considerado el templo religioso y allí se llevaban a cabo los espeluznantes sacrificios humanos. Cabe mencionar que sólo yo estoy poniéndole este tinte aterrorizador, porque la verdad es que, al parecer, los Moches se sentían honrados de sacrificarse para su Dios (aunque yo insisto en que deberíamos preguntarle a alguno si realmente estaba tan feliz )
     
    Primero se entablaba una lucha entre guerreros, el ganador era aquel que podía permanecer en pie, con su arma en mano y el que caía era considerado perdedor. Una vez que concluía la lucha, el abatido era despojado de sus ropas y su armamento y llevado por el mismo ganador hacia un sector del templo donde se cree que era “preparado” para el sacrificio, quizás suministrándole alguna sustancia alucinógena para minimizar la traumática situación.
     
    Luego era trasladado a un santuario donde era degollado. Sobre el altar que se intuye funcionaba para el sacrificio, existen unas canaletas donde al parecer corría la sangre del sacrificado. Todo esto se producía dentro del Templo y fuera de la vista de la población. Los únicos que podían presenciar esto, eran los sacerdotes.
     


    Altar de sacrificio
     
    Fuimos conducidos por la guía hasta un piso superior, que pertenecía al último templo construido en la Huaca. Allí se podía contemplar mejor la altura de los grandes muros adornados y el arduo trabajo de los constructores de estas magnificas decoraciones que tallaban un patrón continuo con ínfimas imperfecciones.
     


     
    Los Moches utilizaban muchas simbologías, de las cuales algunas se han podido deducir, como dibujos de guerreros, o figuras de animales. Sin embargo existen cientos más que siguen siendo un misterio, como el gran mural llamado Mural de Los Mitos, con decenas de figuras, y sin ningún significado aparente.
     


    El Mural...
     
     


    ...Y su esquema
     
    Hacia un costado en aquel tercer piso nacía una ancha rampa que bajaba hasta un enorme patio al aire libre que era concurrido por la gente del pueblo y al cual los sacerdotes se asomaban cuando debían comunicar sus predicciones.
     
    Desde aquella altura se tenía una vista panorámica que ayudaba a imaginarse aquella enigmática civilización. Desde las alturas se podían ver los trazados de lo que había sido la organización urbanística y más allá se levantaba la Huaca de Sol que continúa siendo investigada. Aunque aún no hay mucha información sobre ésta, se sabe que aquel era el templo de política, donde se llevaban a cabo tareas de administración y era utilizado como vivienda de la alta sociedad moche.
     


     
    Con una entrada de precio accesible, una guía completa y sin el hostigamiento de cientos de desesperados turistas, el recorrido de las ruinas arqueológicas de La Huaca del Sol y de La Luna es, sin lugar a duda lo que más recomiendo del norte de Perú.
     
    Después de tantos kilómetros recorridos, tantos nuevos amigos hechos en el camino, tantos desafíos (Como vender panes rocas en Cusco ), y después de tantas maravillas vistas en las tierras peruanas, saber que nos faltaban pocos kilómetros para dejarlas atrás me generaba una nostalgia horrible
     
    Pero aún nos faltaba un punto más por recorrer. No queríamos irnos de Perú sin haber disfrutado de al menos una de sus playas del Norte, de las que tanto habíamos escuchado hablar.
     
    Entonces, recorrimos unos 600 kilómetros por la Ruta Panamericana Norte atravesando grandes extensiones de campo verde y altos montes hasta arribar a la localidad de Máncora.
     


     
    Máncora es un pequeño pueblo que se levanta a los costados de la Ruta, a pocos kilómetros del límite con Ecuador, y en los últimos años su fama ha crecido por ser la playa elegida por cientos de surfers peruanos y extranjeros.
     
    Siendo una típica localidad de playa esperaba un insoportable movimiento y barullo turístico, pero la verdad es que era un pueblo súper calmo y tranquilo. De anchas calles completamente de arena que conducían a unas preciosas playas, fuimos paseando por Máncora hasta que nos topamos con un camping donde decidimos parar unos días.
     


     
    Los siguientes dos o tres días los dedicamos a dormir hasta tarde, pasear por las playas y comer la mayor cantidad de helados de Lúcuma Dolcetto que pudiéramos, para irnos con la mejor impresión de Perú.
     


    Sobre las calles paralelas a la Ruta, Máncora estaba atestada de ferias de productos artesanales, locales de ropa de surf, tiendas de accesorios y, sinceramente, lo quería todo, aunque mis bolsillos se negaban. Una vez que nos metíamos al pueblo por angostas vereditas de concreto que pronto desaparecían bajo la arena, ya no se veía tanto movimiento y reinaba una tranquilidad agradable.
     


    Boludeando en Máncora
     
    Por las tardes, cuando el calor aminoraba un poco, solíamos caminar por las playas, mientras el sol comenzaba a bajar y los surfistas se divertían con las últimas olas del día. Máncora funciona además como un centro pesquero, por lo que también se podía ver desde la playa la enorme flota de barcos pesqueros que se bamboleaban sobre el oleaje mientras eran custodiados por grandes fragatas que planeaban en el cielo.
     


     
    La vida en Máncora era tan diferente a lo que estoy acostumbrada. Claro que todos tenemos responsabilidades y preocupaciones de toda índole, pero en Máncora se respiraba otro aire, allí no existían horarios, ni embotellamientos ni gente apresurada y estresada corriendo de un lado hacia otro, realmente fue fantástico pasar nuestros últimos días allí.
     


    Hasta él parece relajado!
     
    Al tercer día, con una tristeza que no recordaba haber sentido antes, desarmamos campamento y volvimos a la ruta. Después de casi un mes recorriendo Perú era momento de decirle Adiós (o quizás un “Hasta Pronto!”) y seguir con la aventura.
     
    Ecuador nos estaba esperando y quién sabe las cosas que viviríamos allí.
     
     


    El perro peruano que nos despedía!
     
     
     
     
    Y ésta fue nuestra última parada en Perú, no dejen de entrar a ver las fotos.... o el perro de allí arriba les aparecerá a la noche para atormentarlos ¬¬
     
     
     
     
     
     
     
     
     


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  16. Ayelen
    Hoy les voy a contar sobre el lugar que menos me gustó. Así es… siempre me preguntan por la playa que me pareció más linda, el país que más me agradó o el lugar más paradisíaco donde acampamos… pero nadie parece importarle que en el viaje también hubo momentos no muy gratos.
     
    Como no pretendo venderles ningún paquete turístico, sino más bien contar mi aventura sin tabúes, me gustaría poder hablarles de este lugar taaaan particular, ubicado en las costas ecuatorianas. De todas formas, vale aclarar que, si bien Montañita fue nuestra primera estadía dentro de Ecuador y no fue de mi entero agrado, todo el recorrido a través de este país fue fabuloso.
     
     
    Las tierras de Ecuador son espectaculares por donde se las vea. Playa, sierras, selva… todo al alcance, con mil cosas para hacer y gente de lo más linda
     
    Después de nuestra última noche en Máncora, aún en Perú, tomamos la carretera 1N que nos llevaría directo a la ciudad fronteriza Zarumilla.
     
    Pasaporte por aquí y por allá, papeles que iban y venían, documentos de la moto, seguro, bleble hasta que final y oficialmente estuvimos dentro de Ecuador. Nos esperaba una carretera rodeada de plantaciones de bananas y vegetación verde brillante.
     


     
    La primera parada la hicimos en la concurrida y gran ciudad de Machala. Disfrutamos de un cómodo y espacioso colchón y de un merecido baño caliente en un hotel y al día siguiente simplemente seguimos camino.
     
    Cruzamos la ciudad de Guayaquil y lamentablemente decidimos seguir. Digo lamentablemente porque luego nos enteraríamos que Guayaquil es una gran ciudad de arquitectura muy bella y llamativa, con cientos de atracciones para visitar. Será para la próxima
     


     
    Al llegar la noche, acampamos en un acostado de la ruta, en un predio que pertenecía a una gasolinera. Pedimos permiso y armamos nuestro humilde campamento. Cuando la noche cayó, la gasolinera cerró y nos quedamos sumidos en un silencio y una oscuridad compelta. Para ese entonces ya habíamos adquirido la costumbre de ver alguna película o serie en la computadora, porque ya estábamos acostumbrados que, cuando caía el sol no había mucho por hacer, más que resguardarnos en la carpa.
     
    A la mañana siguiente, temprano, Martin me despertó tan eufórico como siempre suele estar a las mañanas (algo que suele molestarme un poco), y desayunamos sentados al lado de nuestra casa/ carpa. Recuerdo que me llamó la atención ver algo grande…muy grande, recostado muy alto sobre las ramas de un árbol. Cuando advertimos que era una enorme iguana, muy tranquila tomando solcito, caímos en cuenta que estábamos en Ecuador.
     


     
    Entonces, después de dos largos días de viaje llegábamos finalmente a Montañita. No recuerdo exactamente quién o quienes nos recomendaron aquel lugar, pero me gustaría recordarlo
     
    Estéticamente hay lugares peores, claro está. Al arribar a Montañita nos encontramos con un pequeño pueblo de menos de 20 manzanas. Nace al costado de la ruta y sólo tiene 7 calles perpendiculares a la carretera y 3 paralelas, antes de terminar en playas sobre la costa.
     
    Lo primero que hicimos, como siempre, fue buscar un alojamiento. Y encontramos un camping con un gran terreno, parcelas para carpas delimitadas y techadas y una cocina compartida. Todo lo que necesitábamos.
     
    El día estaba completamente gris. Un manto blanco de nubes impedía que los rayos de sol llegaran a Montañita, pero aun así la temperatura era bastante agradable. Comenzamos a caminar por las calles adoquinadas cubiertas de arena del pueblo y al principio yo iba bastante entretenida con los grandes negocios de ropa, los locales de souvenirs y los puestos de artesanías. Pero entonces, empecé a notar que eso era todo el pueblo. Uno al lado del otro se amontonaban negocios, hospedajes de todo tipo, bares, boliches, y sobre esos negocios, más hoteles o bares. Ni siquiera sé dónde vivía la gente de ese lugar, porque nunca vi casas, hogares. Montañita es un lugar…ficticio, creado exclusivamente para el turista.
     


     
    Al parecer el bom de Montañita se debe a que sus playas presentan el escenario perfecto para competencias de surf, por lo que en los últimos años es el sitio predilecto por los amantes de este deporte. Además, con tanos negocios, Montañita tiene ofertas de trabajo constantemente, por lo que es elegido por los viajeros como el sitio perfecto para parar, juntar dinero trabajando de mesero, cocinero, promotora (…lo que sea) y seguir viaje con unos buenos dólares en los bolsillos.
     


     
    Con esto, empecé a barajar la posibilidad de sumarme a esa idea y buscarme algún trabajo temporal que pudiera ayudarme económicamente. Así fue como conocimos a nuestros compañeros del camping. La cantidad de personajes que albergaba aquel hospedaje era increíble. Ramiro y Sara, una pareja compatriotas nuestros, argentinos, que ya hacía varios días que paraban en Montañita buscando empleo; Noelia, una chilena que vivía recorriendo el mundo; Roberto, un chileno chef vecino de carpa, y varios colombianos y peruanos.
     
    Al día siguiente el clima estaba exactamente igual. Nublado y gris. Sin embargo, esa mañana nos esperaba una sorpresita inesperada. Aquel viernes era el inicio de un fin de semana largo para los ecuatorianos, y por lo menos el 45 % de la población parecía que había elegido Montañita para disfrutar de sus días de descanso.
     
    Cuando salí de la carpa, aquel día, de repente me vi rodeada de nuevas carpas, varios autos estacionados en el predio del camping y muchos grupos de jóvenes por todos lados, eufóricos por arrancar su fin de semana… jmm para una antisocial malhumorada como yo, aquello no pintaba un buen panorama.
     
    Como la anciana quejosa que soy, me fui maldiciendo a todos los que habían llegado con su barullo y su música bailable a todo volumen, y me crucé a comprar algo para el desayuno. Entonces, a los costados de un estuario que cruzaba la ruta de lado a lado y que terminaba en el mar, vi algo que cambió por completo de humor.
     
    Una por aquí, y dos más por allá… tres….no! toda una gran familia de iguanas descansaban sobre troncos y piedras, a la vera de aquel arroyo cubierto de una alfombra de musgo. Me acerqué tanto a ellos, que si estiraba mi mano podía tocarlos, aunque su mirada me advertía que fuera inteligente y no lo hiciera.
     


     
    Sin embargo, me permitieron hacerles toda una sesión fotográfica desde todos los ángulos que quise. Un macho enorme y corpulento, se mostraba un poco incómodo, estirando el pliegue debajo de su mandíbula amenazadoramente.
     


     
    El naranja de sus patas resaltaba con el verde del lomo, cubierto además por diminutas plantas acuáticas que se le acumulaban en su cresta, producto del último baño que se habría dado en el agua.
     


     
    Aquello cambió por completo mi día, y ya no me importó más el ruido, los adolescentes descarrilados o la música carnavalesca que escuché durante todo el día.
     
    Al caer la tarde, terminamos de comprender por qué Montañita es tan deseado y tan nombrado por la juventud ecuatoriana. Cuando el sol se ocultó, aquel pueblo ficticio de repente se convirtió en un pueblo de fiesta.
     
    Curiosos, nos acercamos a las calles céntricas y de repente encontramos un enorme festival montado en las calles. Un mar de gente, la mayoría jóvenes (sobre todo europeos y norteamericanos) se amontonaban en las puertas de bares y discos, desde donde se podía escuchar a todo volumen música del tipo reggaetón o cumbia.
     
    Sobre las calles y uno al lado del otro se apostaban puestos de tragos, donde podías pedir el trago que se te antojara. La gente bailaba en las calles, en los boliches, en las terrazas de los hospedajes y hasta la playa se había iluminado.
     
    Montañita es tierra de nadie, no sólo el alcohol es moneda corriente, aquella noche vimos correr mucha droga de todo tipo, y a medida que transcurrían las horas, el ambiente comenzaba a ponerse más pesado.
     
    Regresamos temprano a las carpas, pero la música estridente de cada boliche se mezclaba en el aire como una sola nota ruidosa y molesta y fue bastante complicado conciliar el sueño. Ni hablar de los rezagados que volvieron a las 5 de la mañana completamente ebrios y gritando al camping, despertando a todos.
     
    Si tu idea de viaje es irte con amigos al descontrol total, claramente te recomiendo Montañita. Sin embargo, entenderás que para mí, que deseaba conocer lugares y costumbres nuevas, aquello me parecía un espanto, un lugar armado sólo para extranjeros de fiesta.
     
    Con otro día nublado, Montañita se estaba tornando un lugar que ya nada tenía para ofrecernos. Por lo que aquel día, junto con nuestros amigos Ramiro y Sara decidimos visitar unas playas vecinas que nos habían recomendado.
     
    Caminamos costeando la ruta solo unos minutos y llegamos a una iglesia, construida sobre el borde de un acantilado y desde allí descendimos hasta el pueblo de Olón.
     


     
    Como si hubiéramos cruzado a otra dimensión paralela, Olón era exactamente lo opuesto a Montañita. Un pueblito (esto sí era un pueblo, con residencias) de desprolijas callecitas y plazas, con una de las playas más hermosas de todo ecuador.
     
    Una ancha planicie de arena blanca y una maraña de selva y vegetación. Los cuatro llegamos a la costa felices y emocionados en el momento en que el sol, que hacía varios días no veíamos, nos daba la bienvenida.
     


     
    Allí no había jóvenes ebrios, con música, ni mujeres “perreando”… toda la playa para nosotros y una paz inmensa. Eso era exactamente lo que quería.
     
    Caminamos largas horas sobre la playa y nos pegamos un chapuzón antes de volver a Montañita nuevamente. Al día siguiente nos despedimos de nuestros amigos y partimos hacia Puerto Lopez.
     


     
     
     

     
     
     
     
     
     
     
     


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  17. Ayelen
    Estábamos sólo a pocos kilómetros de traspasar, literalmente, la Cordillera de los Andes… así de increíble como suena sería el Paso Garibaldi. Este tramo de la carretera, es el único que atraviesa la gigantesca cadena de los Andes fueguinos, el tramo austral y final de la extensa cordillera.
    Salimos de Tolhuin con muchísimo, muchísimo frío. Yo llevaba puesta prácticamente toda la ropa que podía caberme encima (realmente parecía un muñequito rechoncho) y, sin embargo, el viento helado en pocos segundos sobre la ruta ya me había congelado el cuerpo. Pero definitivamente, quien se llevaba la peor parte era Martin. A pesar de llevar puestos unos abrigados guantes especiales, el frío viento que le pegaba de frente comenzó de a poco a congelarle las manos, y puedo asegurarles que eso, en pocos minutos llega a doler. Por ello, sólo unos pocos kilómetros más adelante, exactamente justo antes de ingresar al Paso Garibaldi, nos vimos obligados a detenernos al costado de la ruta. Descendimos de la moto, frotándonos enérgicamente las manos, para generar algo de calor, en un lugar donde había sólo una pequeña casilla rodeada de campos de agricultura. En ese momento noté pequeñísimos copos en mi cabello, una leve nevisca comenzaba a caer desde el cielo, y la verdad es que no sabía si emocionarme por ser la primera “nevada” del viaje o largarme a llorar porque eso significaba que hacía mucho frío.
    Cuando pudimos elevar al menos un poco la temperatura de nuestros cuerpos, quisimos volver a la marcha y fue en ese momento, cuando la tragedia aconteció: la moto no arrancaba. Martin intentó una, dos, tres, cuatro, cinco veces… y la moto no encendía, como si su batería estuviese completamente muerta. La cara de Martin expresaba una mezcla de angustia y asombro y yo, simplemente estaba parada al lado completamente desconcertada y sin saber qué hacer. Hasta ese momento, la pequeña no nos había fallado y me costaba creer que justo en ese momento surgiera algún problema…tan cerca de llegar. Estuvimos minutos que fueron realmente eternos bajo esa lluvia de agua nieve que caía lentamente, intentando hacer todo lo que estaba a nuestro alcance, pero no hubo caso, la moto no quería arrancar. La desesperación empezaba de a poco a invadirnos, cuando divisamos a unos metros un grupo de hombres en la ruta. Sin más, Martin se acercó a pedirles ayuda y de inmediato se dispusieron a empujar con fuerza. Cuando el motor volvió a rugir sentí un alivio incomparable. Corriendo de felicidad, me monté a la moto y comenzamos el cruce por la cordillera.
    El frío seguía siendo espantoso, como podrán imaginar, pero el paisaje que comenzábamos a ver delante de nosotros era tan increíble que opacaba todo lo demás. La ruta se desplegaba de forma sinuosa bordeando las montañas, en un recorrido de curva y contracurva. Hacia un costado, teníamos el formidable cordón andino, que nacía a pocos metros de la carretera, y se elevaba varios metros imponentemente. Todas las montañas estaban completamente tapizada de verde solo hasta el pico, que ya se encontraba cubierto de nieve. Del otro lado, a medida que íbamos subiendo en altura por el ondulante camino, comenzaba a formarse un filoso precipicio, y la vista era cada vez más impresionante. El frondoso bosque se extendía revistiendo todo de un verde intenso y bordeaba un gigantesco espejo de agua, el Lago Escondido.

    Paso Garibaldi
    Admito que iba tiritando sobre la moto, mientras el gélido viento nos pegaba, pero aún así tomé coraje para sacarme un guante e intentar filmar con mi celular apenas unos pocos minutos de ese increíble recorrido. Les puedo asegurar que mis dedos se congelaron en cuestión de segundos.

    El bosque entre las montañas
    Con tanto espectáculo surgiendo continuamente a mi alrededor, no estaba prestando atención a un grave problema que sucedía simultáneamente en ese momento: la moto seguía fallando. Sólo después de algunos minutos sobre el camino, empecé a notar que avanzábamos a una velocidad demasiado lenta para estar transitando por una ruta. Seguíamos doblando una y otra vez en curvas, bordeando montañas y más montañas con el bosque tupido extendiéndose por entre ellas, cuando pasamos un paraje turístico y Martin decidió rendirse y detenerse a un costado de la carretera. Cuando me bajé de la moto, con el tono más desolador que alguna vez escuché me dijo que la moto no estaba funcionando correctamente, estaba perdiendo potencia, y de seguir así, no llegaríamos a Ushuaia, corriendo el riesgo de quedar varados en medio de las montañas y el frío, por lo que era preferible resguardarse en aquel complejo y llamar un remolque.
    Empujamos la moto hasta el estacionamiento y buscamos reparo del frío en un pintoresco restaurant construido en aquel lugar, probablemente para los esquiadores que visitan la zona en épocas invernales. Ni el mismo calor de una gran estufa a leña pudo mejorar nuestro ánimo. Fue el almuerzo más triste que puedo recordar, me era imposible asimilar que después de tanto recorrido, y estando tan cerca de llegar, la moto hubiera fallado así. Para empeorar la situación, la señal de comunicación era muy débil en ese lugar, por lo que tampoco podíamos comunicarnos con la empresa aseguradora de la moto, para pedirles que nos envíen una grúa de emergencia. Y fue en ese momento, que agradecí haber conocido en Río Grande a Melisa y Gabriel. Esta joven pareja que curiosamente se nos había acercado cuando nos vio llegar sobre la moto a la estación de servicio, era nuestra única salvación, siendo ellos las únicas personas que conocíamos en Ushuaia. Le enviamos un mensaje de texto, que era lo único que nos podía comunicar dada la mala señal del lugar, a Gabriel y éste de inmediato se encargó de llamar a la grúa y organizar todo para el “rescate”.
    La espera no fue muy larga, y en poco tiempo un robusto remolque ingresaba a la playa de estacionamiento del paraje. Atrás del mismo, llegaban Gabriel y Melisa en su auto. Saludé agradecidamente a eso dos extraños que sin problemas se habían acercado a ayudarnos, aun sin conocernos! La moto fue subida a la grúa, y Martin fue con ella, mientras yo me subí con todo el equipaje al auto de los chicos.
    Recuerdo los siguientes kilómetros perfectamente por todos los sentimientos encontrados y totalmente opuestos que sentí. Por un lado, atravesar esa ruta, con las montañas abriéndose paso y el frondoso bosque tapizando todo el paisaje era increíble. Pegada a la ventanilla del auto, mis dos ojos no me alcanzaban para contemplar tal maravilla natural y la emoción que sentía por llegar a Ushuaia iba aumentando en mi pecho. Pero por otro, cuando miraba hacia atrás, veía el camión de remolque y en el asiento del acompañante a un muy apesadumbrado Martin. Yo sabía lo mucho que le disgustaba entrar a la ciudad en remolque, y no en la moto como lo habíamos soñado y eso no dejaba de angustiarme.

    La entrada a Ushuaia
    Así, sólo pocos kilómetros más adelante ingresábamos a Ushuaia. La ciudad, en mi opinión, se lleva todos los adjetivos de belleza que conozco. Cientos de casitas se extienden sobre las costas del canal Beagle, y son rodeadas por el gigantesco cordón de montañas de los Andes fueguinos, que se eleva imperiosamente en el horizonte, dándole a esa imagen digna de una postal, un aire realmente magistral.

    Andes Fueguinos
    Mientras el auto ingresaba a la ciudad, tomando transitadas calles, las enormes montañas que se elevaban en el horizonte se reflejaban en el vidrio del auto, y para mí, que iba con la nariz pegada a la ventana, todo se veía en cámara lenta, como en una película. Estaba completamente maravillada con el paisaje y con el hecho de que finalmente habíamos llegado….A pesar de todo, habíamos llegado.

    La ciudad de Ushuaia
    La moto y todo nuestro equipaje fueron resguardados en la casa de Gabriel y Melisa, era domingo y deberíamos esperar al día siguiente para buscar un taller mecánico. Yo estaba exaltadísima y quería recorrer todo inmediatamente, y a pesar de que Martin aún estaba con su orgullo golpeado, nos encaminamos hacia la zona céntrica de la ciudad para buscar hospedaje.
    La ciudad de Ushuaia es bastante particular por varias características obvias que saltan a la vista de inmediato, y una de ellas, es su ubicación al pie de las grandes montañas, por lo que muchas calles son extremadamente empinadas, y las viviendas y negocios se construyen adaptándose a esta inclinación. La calle principal céntrica de la ciudad recorre paralelamente el largo de las montañas algunas cuadras, y las calles que la cortan bajan en pendiente hasta la costa del Beagle.
     

    Ushuaia es, obviamente, una ciudad muy turística. Sobre la avenida principal se alzan pintorescos negocios, todos los cuales mantienen el mismo estilo de construcción alpina y que ofrecen una alta gama de productos que van desde abrigadas prendas hasta pequeños adornos, todo dedicado al turista consumidor. También nos cruzamos con muchos restaurantes y confiterías, y alojamientos de demasiadas estrellas para nuestro reducido presupuesto de viajante. A pesar de la baja temperatura de ese día, las calles estaban abarrotadas de personas de un sinfín de nacionalidades: ingleses, franceses, rusos, japoneses, brasileros…. un verdadero popurrí de culturas.
    Los precios del lugar sinceramente nos escandalizaron un poco, puesto que no beneficiaba en nada nuestra moneda local, pero era perfecta para quienes llegaban con dólares. Al ver a refinadas señoras extranjeras con gruesas camperas atiborradas de bolsas de compras, supimos que nuestra estadía allí probablemente sería muy costosa.
    Luego de buscar y consultar en todos los hostels que nos cruzamos, nos decidimos por el Hostel Yakush, lugar que recomiendo totalmente. Amplias habitaciones, un lugar en común con cómodos sillones y libros, un comedor que se encontraba en un primer piso, sobre una esquina con grandes ventanales que daban justo al centro y, lo más importante, una buena calefacción continua. De este modo, aquel día de tantas emociones, pronto finalizaba.

    Construcciones alpinas iluminadas por las noches en el entro de Ushuaia
    A la mañana siguiente a primera hora, recorrimos gran parte de la ciudad en busca de un taller mecánico. Nos creímos afortunados al descubrir un taller oficial de Honda, la marca de la moto y plenamente confiados, trasladamos a la pequeña allí. Los mecánicos prometieron examinarla y comunicarse con nosotros en cuanto hubieran detectado la falla. Aún recuerdo que cuando nos fuimos del taller, dejando la moto allí, sentía un muy mal presentimiento…y todos saben que el sexto sentido de una mujer no se debe poner en duda.
    Aún así, no permitimos que esto nos desanime nuevamente, y recorrimos durante largo tiempo toda la costanera de la ciudad. El Beagle estaba realmente calmo ese día. Sobre el puerto se hallaban ancladas decenas de veleros y algunos barcos, mientras que escandalosas gaviotas sobrevolaban las embarcaciones. A lo lejos se elevaban altos riscos montañosos, con sus cumbres cubiertas de nieve.

    Veleros en el Canal del Beagle, Ushuaia
    El paisaje se reflejaba en el agua, y realmente parecía una pintura hecha por algún hábil artista. Inflamos nuestros pulmones con el frio aire austral y permanecimos largos minutos contemplando aquel lugar que nos era tan intrigante y emocionante a la vez.

    El puerto de Ushuaia
    Martin se dedicó a trabajar los siguientes días en las comodidades que ofrecía el Hostel, lo que me dio vía libre a mí para recorrer el centro y embelesarme con tantas chucherías que no podía comprar. Recuerdo vívidamente esa primera tarde que salí a caminar sola, con mis auriculares y música, sin poder dejar de sonreír y sintiendo esa felicidad pura que se siente cuando uno viaja. Repentinamente grandes copos blancos comenzaron a caer desde el cielo. Me detuve en seco en medio de la calle y levanté mi vista hacia el cielo, mientras un murmullo de entusiasmo general comenzaba a escucharse por las calles. Los miles de turistas, emocionados con esa inesperada nevada, comenzaban a sacar fotos y a filmar con sus celulares. La nieve rápidamente comenzó a acumularse en las calles y sobre los vehículos y yo estaba simplemente deslumbrada. Con mi música favorita sonando en mis oídos, caminé lentamente por las calles, mientras la nieve se acumulaba en mis cabellos. Para alguien que vive en zonas con épocas de nevadas, esto puede parecerle exagerado, pero para mí, que pocas veces había visto nevar, fue una experiencia casi mágica y un momento que perdurará por siempre en mi memoria.

    La nevada en la ciudad
    Recibimos noticias de la moto esa misma tarde. Al parecer todo se debió a una falla eléctrica que no permitía la recarga de la batería, pero nos aseguraban que el problema estaba resuelto. Completamente aliviados y felices, salimos velozmente hacia el taller, y regresamos con la moto, creyendo ingenuamente que nuestro viaje se normalizaría a partir de ese día, pero la ilusión nos duraría muy poco.
  18. Ayelen
    Hola nuevamente a todos.
     
    Lamento haber estado ausente estos últimos largos meses, pero han sido tiempos ajetreados. Martin y yo retornamos a nuestra ciudad en Febrero del año pasado y volver a la rutina diaria fue un poco costoso.
     
    Pero bueno, regresar también es parte de un viaje y a pesar de que es algo algo de lo que no se habla mucho, para nosotros regresar fue un gran desafío. Después de tantos meses viviendo el día a día y sorprendiéndonos constantemente con nuevos destinos, volver al estudio, al trabajo y a todas esas cosas de una vida sedentaria puede significar un gran esfuerzo.
     
    Retornar a casa no es fácil, sé que los viajeros me comprenderán. Los primeros días uno se siente realmente exaltado y lleno de alegría, ya que se reencuentra con sus amigos y su familia, y vuelve a dormir por fin en su propia cama y a ducharse con agua calentita.
     
    Pero con el paso de los días cuando ya visitaste a toda tu familia, cuando ya contaste tus anécdotas más de 35 veces y las preocupaciones por encontrar un trabajo, por pagar cuentas o por dar exámenes comienzan a atormentarte, como en mi caso, es inevitable sentirse invadido por oleadas de melancolía
     
    Creo que cada uno maneja la sensación de volver como puede. En mi caso me dedique de lleno a la Universidad y a volver a reintegrarme en el mundo laboral. Muchas veces me encuentro soñando despierta con los lugares por donde anduvimos con la moto. Cualquier mínimo estimulo como un aroma particular, una canción o un sabor me traen constantemente recuerdos de la experiencia de viajar por Sudamérica, la más grande que he vivido hasta ahora.
     
    Sin embargo, no quiero ponerme dramática y prefiero evitar las lágrimas. Durante todos estos meses hemos aprendido a volver a la rutina, pero lo que me lleva a mí a seguir contenta es pensar que este regreso no significa el fin de un viaje. Digamos que simplemente nos tomamos una pausa.
     
    Ahora bien, no siempre regresar es malo. Hoy estoy regresando a este maravilloso sitio que me abrió las puertas de un nuevo mundo hace ya casi dos años. Para mí es un placer compartir mi historia con viajeros como ustedes y leer de sus propias aventuras. Así que hoy vuelvo a contarles sobre el resto del viaje y de los países que visité para revivir una vez más y con mucha felicidad mi experiencia de viajar.
     
    La última vez que escribí, les contaba sobre la estadía en Ecuador. Así que retomemos:
     
    Ecuador es un país impresionante. Ya habíamos conocido las peculiares playas negras de Mompiche, nos habían sorprendido las noches de fiestas en las calles de Montañitas y habíamos visto a escasos metros las ballenas de Puerto López. Sin embargo, puedo asegurarle que la experiencia más maravillosa que me regaló ese país fue ver de a una gigantesca tortuga de mar.
     
    Fue en una de las noches húmedas que pasamos en Mompiche, mientras preparábamos unos insulsos fideos para una rápida cena antes de ir a la carpa, cuando nos cruzamos con un viajero en la cocina del camping.
     
    Aquel muchacho era argentino también, por lo que la complicidad fue inmediata. Como solía suceder con todos los aventureros que nos cruzábamos por el camino, nos presentábamos contando sobre los lugares que habíamos visitado, y pasándonos consejos.
     
    Es así como escuchamos hablar por primera vez de este lugar llamado Portete. El viajero argentino tenía planeado ir a Portete en los próximos días ya que había escuchado de una organización llamada Equilibrio Azul que se dedicaba a la conservación local de las tortugas marinas y que aceptaban voluntarios por escasos días para realizar patrullajes nocturnos en busca de tortugas que salieran del mar a desovar en las playas.
     
    Mis ojitos brillaron ante la posibilidad de ver a estos animales en semejante acción, y Martin reconoció enseguida el próximo destino.
     
    Así fue como al día siguiente desarmamos campamento y provistos de un mapa mental con las indicaciones del compañero patriota para llegar a Portete, dejamos atrás el pequeño pueblo costero de Mompiche.
     
    Portete no se encontraba muy lejos de allí. Sólo debíamos retomar la ruta principal y volver a desviarnos hacia la selva unos kilómetros más adelante. Lo que este compañero argentino se olvidó de mencionar fue un pequeño detalle que nos tomó por sorpresa. El camino que debíamos tomar finalizaba bruscamente en el mar. Nos encontramos desconcertados con el asfalto metido de lleno en el agua, una pequeña construcción al costado y unos botecitos meneándose con la marea.
     
    Sólo unos pocos metros más adelante, sobre el mar se levantaba una gran isla verde: Portete. Si bien la información de que Portete era una isla nos hubiera sido útil, pronto descubrimos que aquella única construcción que se encontraba al lado del camino era un estacionamiento donde podíamos dejar la moto durante los días que visitáramos la isla.
     



     

    Coordinamos los días y el precio con el dueño del estacionamiento y tomamos solo algunas cosas para llevarnos con nosotros. Mientras descargábamos lo esencial, dos pequeños y flacuchos niños se nos acercaron a trote ofreciéndonos exaltadamente su bote para cruzarnos hacia la isla.
     
    Con el temor que le tengo al agua, que mi vida dependiera de un niño no era una idea que me encantara, pero pronto descubrí que aquel pequeñín podía hacer el tramo con los ojos vendados. El día estaba nublado, y una fina llovizna caía desde el cielo mientras el viento húmedo hacía tambalear el precario botecito que maniobraba con precisión el muchacho que no tendría más de 12 años.
     



     
    En menos de 5 minutos, el bote encalló en la playa de Portete y descendimos cargados de nuestras mochilas y carpa. Sólo había algunos pescadores y otro bote-transporte con un grupo de jóvenes visitantes en la playa. Desde allí nacía un camino de arena húmeda que contrastaba con el césped verde que cubría toda la isla, escoltado por flacas palmeras.
     
    Mientras caminábamos por la arena, siguiendo las indicaciones del niño que nos había transportado para llegar hasta el refugio de la Fundación Equilibrio Azul, nos cruzábamos esporádicamente con sencillas viviendas elevadas sobre pilotes para protegerlas de mareas altas.
     



     

    Llegamos a lo que suponemos que era la “calle principal” porque contaba con una escuela, un almacén y viviendas un poco más amontonadas, hasta que finalmente encontramos el refugio, una sencilla casucha de madera con un amplio jardín adelante. Nos recibió un muchacho alto de largas rastas y acento que delataba inmediatamente que nada tenía que ver con aquel lugar.
     
    Voluntario oriundo de Reino Unido, el joven Dean nos hizo pasar a la pequeña casilla donde paraban los voluntarios oficiales y sin mucho preámbulo le explicamos que queríamos participar de las salidas nocturnas. Evidentemente tenían este tipo de visita extranjera voluntaria de forma diaria, porque no fue algo que lo sorprendiera mucho a nuestro amigo de rastas. Coordinamos para vernos esa misma noche y nos despedimos para buscar algún lugar donde armar carpa.
     
    Llegamos así, guiados por los vecinos del lugar, a la casa que una joven compartía con su padrastro. De entre todas las humildes casitas que copaban la isla Portete, debo admitir que esa casona de dos pisos llamaba bastante la atención. Estaba ubicada justo al final de una solitaria calle de arena que se introducía por entre las palmeras y los pastos y era vecina de unas pocas casillas.
     
    La muchacha y su padre habían armado en la esquina de su terreno un sector con cocina, baño y parcelas para los acampantes. Éramos los únicos allí, así que teníamos todo a nuestra disposición. Coordinamos precio y días de estancia, cruzamos unas cordiales palabras con los dueños del lugar y salimos al trote a la playa a buscar un lugar donde saciar el hambre voraz que sentíamos. Entre una cosa y otra habíamos perdido por completo la noción del tiempo y el reloj ya marcaba las 2 de la tarde y nuestros estómagos rugían famélicos.
     
    Encontramos un rústico bar/restaurante sobre la playa, frente al mar donde un grupo de amigos comían un plato repleto de cangrejos, a los cuales machacaban a mazasos. Pedimos el menú marítimo del día y disfrutamos de sentarnos un momento después del trajeteo.
     

    Honestamente el día no acompañaba. Quizás con un poco de sol, Portete podría verse como el mismo paraíso. Pero aquella tarde unas nubes grises se amontonaban en el cielo y esa molesta llovizna no paraba de caer.
     
    Con los estómagos felizmente llenos, decidimos hacer un rápido paseo por la orilla de la playa antes de volver a la carpa. Desconozco si Portete es un sitio muy turístico, y de ser así claramente no estábamos en temporada alta porque no nos cruzamos con ningún turista.
     



     

    En aquella caminata simplemente éramos nosotros y el mar. Hacia el costado opuesto se levantaba altas palmeras y podíamos distinguir algunas que otras casillas de los nativos del lugar, pero no había ningún rastro de turismo, lo cual, pese a quedar como ermitaños, nos hacía muy felices.
     
    Ya estábamos por pegar la vuelta en nuestra solitaria caminata playera, cuando distinguimos a unos 15 metros más adelante una figura alta y delgada con largas rastras que nos pareció familiar. Efectivamente, allí adelante se encontraban Dean, de Equilibrio Azul con otras tres personas y algunos niños. Todos parecían muy interesados en algo que se encontraba tendido sobre la arena.
     

    A medida que nos fuimos acercando, aquello que se encontraba sobre la arena comenzó a tomar forma ovalada y oscura….como un gran caparazón. El corazón me dio un vuelco en el pecho: ”ESO es una tortuga!!!” le grité exaltada a Martin, mientras apuraba la marcha sobre la arena húmeda de la playa de Portete.
     



     
    Cuando Dean nos vio, agitó sus manos enérgicamente para llamar nuestra atención. A medida que nos acercábamos, pude confirmar que claramente aquello se trataba de una tortuga, una enorme tortuga golfina, moviendo perezosamente sus patas traseras, para tapar los huevos que acababa de desovar a plena luz del día!!!
     
    Las tortugas comúnmente salen por la noche a depositar sus huevos sobre la playa, en un hoyo no muy profundo que cavan y tapan una vez depositados los huevos. Que esta hermosa tortuga hubiera salido durante el día era algo sumamente extraño y una oportunidad única en la vida.
     



     
    Cuando llegamos al lado del animal que con sus últimas fuerzas terminaba su trabajo materno sin darle mucha importancia al público presente, me quedé sin palabras para expresar lo que sentía. Estaba a escasos centímetros de una gran tortuga golfina, siendo testigo de un fenómeno tan bello como la puesta de sus huevos! Era como estar viendo una película…pero no, no lo estaba viendo a través de una pantalla… yo estaba ahí! Me sentía como atrapada en un sueño.
     



     

    Dean estaba igual de emocionado que yo, con una sonrisa constante y tomándole fotos a la bella madre desde diversos ángulos. La señora tortuga terminó de cubrir con mucho esmero sus huevos y lentamente emprendió el regreso al mar.
     



     

    Pausadamente, la golfina fue dando hoscos aletazos en la arena y moviendo de a pocos centímetros su pesado cuerpo. Cada pocos metros se detenía, exhausta de la larga travesía que había realizado, y luego volvía a retomar la marcha.
     



     

    Nunca olvidaré el sonido de la tortuga arrastrándose sobre la arena pesadamente, y el golpeteo de sus aletas sobre la playa. Finalmente llegó hasta donde las olas se deslizaban sobre la arena. Al contacto de la espuma marina, la expresión de la golfina pareció cambiar: había logrado su objetivo, había logrado lo que instintivamente la llevo a sobrevivir a pesar de todas las amenazas: la perpetuación de su especie.... la Naturaleza es increíble
     



     

    En solo dos pasos más, la tortuga se internó de lleno en el mar, y la vimos desaparecer entre las olas. Y ahora debíamos encargarnos de los huevos. Portete, como me explicaban los chicos de Equilibrio Azul mientras desenterraban suavemente el reciente nido, es el sitio predilecto por varias especies de tortugas marinas para desovar. Sin embargo, allí los huevos corren riesgos. A veces por las mismas personas son pisoteados o los perros callejeros se los comen.
     

    Es de público conocimiento que las tortugas marinas son especies en peligro de extinción. Los ejemplares adultos son amenazados por la basura arrojada al mar, las redes de los pescadores y las astas de las embarcaciones que suelen lastimarlas e incluso provocarles la muerte. Por ello, la tarea de Equilibrio Azul es preservar cada puesta de las tortugas que llegan a aquellas playas.
     

    Para ello, si la tortuga desova lejos del centro urbano, los chicos dejan los huevos en su lugar, y simplemente rodean el nido con una red para evitar a los perros. Si la tortuga desova muy cerca del poblado, como era el caso de aquella tortuga golfina, los huevos son trasladados con mucho cuidado a lo que ellos llamaban “vivero”.
     



     

    Los viveros son parcelas de 2 metros por 4, que se encontraban apostados sobre la playa y cercados con vallas de madera y redes. Cada vivero se encuentra dividido en cuadriculas, donde son trasladados los nidos para su protección.
     



     

    Los chicos de Equilibrio Azul desenterraron con suma precaución el nido cavado por la tortuga golfina hasta llegar a los huevos. Con suavidad fueron retirándolos de la arena y los colocaron en un recipiente de plástico. 105 huevos!!! Fueron los contados.
     



     



     

    Una vez que se retiran todos los huevos, se mide el ancho y la profundidad del nido con exactitud y con estas medidas se produce una réplica del nido lo más exacta posible en una de las cuadriculas del vivero. Se depositan en el nido construido los huevos y se vuelven a tapar. De esta manera se trasladan a los viveros y se asegura su total eclosión.
     



     

    El trabajo de los chicos de Equilibrio Azul realmente es impecable y la dedicación y pasión que ponen en cada una de estos rescates es completamente admirable.
     



     

    Durante la noche y tal como habíamos arreglado, nos acercamos con Martin al refugio y desde allí junto con dos personas más, nos dirigimos hacia la playa. Obviamente pocas luces iluminaban el pueblo. Solo unas pobres luces se veían desde el interior de las casillas… pero la playa se encontraba a oscuras, iluminado únicamente por la blanca luz de la luna.
     

    Recorrimos de punta a punta la playa unas dos o tres veces, iluminando con luces rojas (la luz de las linternas puede asustar o despistar a las tortugas) pero sin ningún hallazgo exitoso. Martin, cansado, se volvió al camping antes de finalizar el patrullaje y yo me quedé hasta el final.
     

    No vimos nada inusual durante la noche, pero la verdad que después de haber sido tan afortunada en ver una tortuga en plena luz del día y apreciarla por completo, no me disgusté. En cambio me entretuve hablando con la chica que guiaba el grupo, una ecuatoriana local que vivía en Portete y divirtiéndome con sus anécdotas.
     

    Cuando el patrullaje terminó, retorné al camping. Me acompañó durante un trecho la guía y luego caminé los últimos metros sola, alumbrando con la débil luz de la linterna el camino. No había absolutamente nadie a mi alrededor. Podía escuchar claramente cada ola rompiendo contra la playa, los cientos de sonidos de los distintos insectos a mi alrededor y mis pasos apresurados sobre la hierba.
     

    Llegué completamente exhausta a la carpa, donde Martin dormía tranquilamente. Aquel había sido un día largo y con muchas emociones… me dormí a los pocos segundos y descansé como un bebé.
     



     
     
     
     
     

    Regresé!! con ésta, que fue una de las mejores experiencias que viví durante el viaje En nuestro próximo encuentro, les contaré sobre una de las capitales más bellas que visitamos: Quito!
    Mientras, no dejen de ver las fotos de esta bella tortuga en el álbum completo!!!
     
     
  19. Ayelen
    Al dejar atrás la ciudad de El Calafate, el paisaje se vuelve inhóspito repentinamente, pero deslumbrante de belleza. Los apagados colores de la Patagonia se extienden al costado de la ruta con sus marrones, verdes y amarillos, para contrastar con el aguamarino del extenso Lago Argentino, el cual fuimos bordeando mientras avanzábamos veloz y solitariamente por la ruta 11, que nos conectaría nuevamente con la ruta 40.
    Sólo unos pocos kilómetros más adelante nos topamos con el cruce y tomamos nuestra meta principal, que rodea el extremo este del Lago Argentino, hasta que finalmente lo dejamos atrás, quedando envueltos nuevamente en la vasta estepa patagónica. Corría un viento helado, pero ya no hacía tanto frío como en las zonas más australes, y eso me dejaba disfrutar plenamente del paisaje.
    Aproximadamente 40 kilómetros más adelante, otro gran Lago hacia su aparición a lo lejos, mostrándose como un gigantesco espejo de agua cristalina escoltado por las infaltables montañas nevadas, teñidas de un azul que se mezclaba con el celeste limpio del cielo. La Ruta 40 comenzaba a costear el gigantesco Lago Viedma en ese tramo, en el medio de aquel desierto patagónico. A medida que el contador de millas corría en el tablero de la moto, las montañas que cortaban el horizonte a lo lejos, se volvían más puntiagudas y llamativas. Sobre todo, nos llamó la atención casualmente a los dos, ver un gigantesco conjunto de filosas cumbres a nuestra derecha, donde una cima en particular destacaba por su altura y sus imponentes picos.

    El Lago Viedma
    Tengo grabado ese corto tramo de la ruta como el viaje que más disfruté después de haber sufrido tanto frío sobre la moto. La ruta completamente solitaria y sólo nosotros dos, corriendo sobre el asfalto acompañados de aquel hermoso paisaje de la Patagonia argentina. Nuestra emoción aumentó cuando nos desviamos hacia la ruta 23, tomando una pronunciada curva, y nos direccionamos exactamente hacia donde nacían esas gigantescas sierras de picos como agujas.

    Camino a El Chaltén
    Cuanto más nos acercábamos, aquella imperiosa montaña se elevaba lentamente sobre el horizonte, y por detrás de ella se abría un abanico de nubes que le daba un aspecto aún más impresionante y nos hacía sentir pequeñitos ante semejante expresión de la naturaleza. El nuevo camino nos llevó hacia casi el limite montañoso del país, internándose entre grandes paredes de roca y entonces, pocos kilómetros antes ya pudimos divisar el pequeño asentamiento de casas: llegábamos a El Chaltén, y aquellos picos puntiagudos que nos había deslumbrado formaban, nada más ni nada menos, que la cumbre del cerro Fitz Roy.

    Primera vista de la localidad de El Chaltén
    Establecida dentro del Parque Nacional Los Glaciares, se encuentra esta pequeña y completamente preciosa villa turística. Su calle principal con un enorme boulevard de césped, sus casitas y negocios y, enmarcando la vista, la puntiaguda cima del cerro. El cerro Fitz Roy, en realidad se llama cerro “Chaltén”, al que debe su nombre el pueblo, y proviene de los Tehuelches, pueblo originario que habitó esas tierras, y significa “montaña humeante”, puesto que como mayormente se encuentra rodeado de nubes y bruma, fue erróneamente considerada en un principio por este pueblo como un volcán.

    La calle principal de la localidad
    El Chaltén es la capital del trekking, lugar famoso y predilecto en el mundo por miles de turistas amantes de largas caminatas por la naturaleza. El medio ambiente que rodea a esta pequeña localidad, con sus empinadas cumbres, bosques patagónicos rodeando arroyos, fauna y flora autóctona, lo convierten en el sitio ideal para practicar esta actividad.

    De todas las opciones que teníamos para realizar en los breves días que nos quedamos en aquel mágico lugar, elegimos visitar el Lago del Desierto, a aproximadamente 40 kilómetros de El Chaltén. Debimos tomar un camino de ripio, que iniciaba a pocos metros del mismo camping donde estábamos acampando.
    Al principio, el camino no ofrecía nada nuevo. Avanzábamos sobre la moto, costeando la ribera del Rio de las Vueltas, que discurre entre bajos arbustos y pálidos pastos amarillos, hasta desembocar en el ya mencionado Lago Viedma. Sin lugar a duda, los gigantescos cordones montañosos son los que más resaltan en aquel paisaje. Si se observa con atención, pueden vislumbrarse formaciones glaciares entre sus valles, que forman parte de la lista de glaciares pertenecientes al Parque Nacional.

    Camino al Lago del Desierto
    A medida que nos íbamos internando en el camino, la vegetación comenzaba a ser más abundante, hasta convertirse en un verdadero bosque de lengas y ñires, y el caudal de agua que nos acompañaba a nuestra derecha, ahora era un ancho canal que corría con fuerte corriente. Tuvimos la suerte de ver uno de los habitantes del bosque, un hermoso zorrino que se cruzó muy campante en el camino y al que pude fotografiar.
    Realmente el camino de ripio se llenó de vida en pocos minutos. A nuestro alrededor se alzaban cerros, tapizados de árboles con sus copas de colores verdes, naranjas y rojos, mientras el Río de las Vueltas corría ruidosamente con su agua cristalina saltando por entre las rocas, cuesta abajo. Nos detuvimos unos minutos, en un sitio particularmente hermoso, donde el rio descendía en una pequeña cascada, entre grandes rocas rodeadas de vegetación. El agua era increíblemente azul, y su espuma puramente blanca se alborotaba ruidosamente cuando la corriente golpeaba contra las rocas.

    Río de las Vueltas
    Llegamos finalmente, al cabo de algunos minutos de viaje, al Lago del Desierto que, claramente de desierto no tiene nada. Un gigantesco estanque de agua, de colores azules y verdes se abre entre las montañas y el bosque, extendiéndose hasta orillas rocosas y, más allá, el perdiéndose entre el bosque y las montañas. Un paisaje increíble.

    Lago del Desierto
    Recorrimos la playa, rodeaba de altos árboles, mientras el sol se reflejaba en el agua. El lago esta contenido por dos cordones montañosos que se abrían en el horizonte, para darle paso a enormes montañas nevadas. A escasos metros de allí, comienza un corto pero difícil sendero hacia el Glaciar Huemul, al que decidimos llegar.
    Como pertenece a terrenos privados (sí, la verdad que no entiendo aún como hay terrenos privados dentro de un Parque Nacional…) se paga una entrada de un valor insignificante que sirve simplemente para mantener algunos servicios. Motivados, ya que nos habían informado que el Glaciar Huemul es uno de los más bellos de la región, iniciamos la caminata.

    Sendero hacia el Glaciar Huemul
    El glaciar debe su nombre a un pequeño ciervo llamado huemul que habita en los bosques aledaños ocupando varias hectáreas que fueron designadas para su protección. Es muy difícil verlos, aunque alguna que otra vez, algunos afortunados caminantes han tenido el placer de toparse con estos bellos animales. No fue mi caso
    Al principio la caminata me pareció súper fácil y avanzamos confiados y de buen humor varios metros, caminando sobre una superficie plana. El sendero corría por entre los árboles de aquel mágico bosque, que de a tramos se cerraba sobre nuestras cabezas oscureciendo el día para luego volver a abrirse, dejándonos contemplar el celeste cielo.
    De improvisto, el sendero comenzó a ponerse un poco “inclinado”, y fue cuando debimos comenzar a subir. Yo, que ingenuamente creía que aquel iba a ser una caminata fácil, comencé a sudar y a hiperventilarme al subir los hoscos escalones que se marcaban por entre las raíces de los árboles. Es de mucha ayuda llevar consigo un bastón o bien una fuerte rama que nos ayude en este tramo. El paisaje también cambia, sectores de árboles marrones y secos, y otros de charcos y hielo conservado entre los arbustos van apareciendo a medida que uno avanza por el sendero.
    Después de recorrer esos 3 kilómetros que nos llevó algo más de una hora, llegamos al tramo final que nos exigiría aún más esfuerzo, al subir una pendiente particularmente empinada. Y así, con la lengua hacia afuera y los pulmones trabajando con todo, llegamos a un claro donde tendríamos nuestro premio.
    Hacia delante, se podía apreciar el gigantesco Glaciar Huemul, descansando entre dos grandes montañas. Aquella masa de hielo, que siempre me recordó a la crema helada por su color y su textura, pero que en realidad es una sólida manta congelada, se extendía en forma triangular por entre las grietas de rocas grises de las montañas que la escoltaban. Hacia el horizonte se podían ver los picos nevados de otras montañas vecinas.

    El Glaciar Huemul
    Avanzamos unos metros más por aquel claro y el paisaje se hizo aún más bello, cuando descubrimos la Laguna Huemul, donde discurre el hielo que se descongela del glaciar con el mismo nombre. La laguna, contenida en un estanque natural de piedra, estaba teñida de un bellísimo color esmeralda, debido a los minerales provenientes del glaciar. Lo más atractivo de aquel paisaje eran los colores que resaltaban: los verdes y rojos del frondoso bosque, el celeste del glaciar, al agumarino del lago, el gris metal de las montañas.

    El Glaciar y La Laguna Huemul
    Hacia nuestras espaldas, el lago discurría como un pequeño arroyo, cuesta abajo por entre rocas y se perdía entre el bosque.

    Martín (siempre más osado y aventurero) comenzó a caminar, esquivando rocas y arbustos, por la cumbre de una de las paredes que contenían el estanque de agua y yo (para no quedarme atrás en la aventura) comencé a seguirlo. Aquella muralla de piedra se elevaba algunos metros y con un poco de vértigo, avanzamos lentamente, pasito a pasito, por aquella angosta cima.
    Llegamos justo al inicio de la pared súper empinada de una de las montañas que contenían el gigantesco glaciar. Desde aquella altura, podíamos ver el lago con su precioso color en toda su extensión. Y a nuestro costado, varios metros más allá, teníamos una vista más de cerca de aquel gigante congelado.

    La Laguna Huemul y su precioso color esmeralda

    Martin (que ya pasa de ser un aventurero a un loco ) estaba empeñado en llegar hasta el glaciar y tocarlo. Y esta vez, no lo seguí. Él sin embargo, se aventuró a través de la inclinada pared, saltando gigantescas rocas y avanzando hasta acercarse bastante al glaciar. Yo simplemente lo observaba de lejos, pensando que en cualquier momento lo iba a ver rodar y caer al vacío. Sin embargo, el camino se tornó bastante dificultoso para él por lo que regresó, sano y salvo, aunque decepcionado de no haber podido llegar al glaciar.

    Martin (pequeñiiiito) intentando alcanzar el glaciar
    Desde aquel privilegiado lugar, podíamos contemplar los dos Lagos (el Huemul y el del Desierto) y era increíble ver sus colores contrastando, entre aquel collage verde y rojo del bosque.

    La Laguna Huemul y El Lago del Desierto
    Cuando el sol comenzó a caer, comenzamos el retorno hacia la localidad de El Chaltén.
    Entre sus casitas pintorescas y sus negocios dedicamos al turista, el que más destaca es, sin lugar a dudas, La Cervecería, restaurant bar con una hermosa ambientación y unas deliciosas cervezas caseras. Esa noche nos dimos el lujoso gusto de tomarnos unas cervezas en aquel cálido lugar y degustar unos increíbles sorrentinos con salsa de hongos…. Aun lo recuerdo y se me hace agua la boca! Si algún día deciden visitar este bello pueblo, además de estas caminatas no pueden perderse las delicias culinarias de este buen lugar.
    A la mañana siguiente, después de pasar una noche algo fresca (para esa altura comenzaba a acostumbrarme a dormir con los pies completamente congelados dentro de la bolsa), el cielo estaba celeste y limpio, salvo en la cumbre del cerro Chaltén, la cual, como ya dije, siempre se encuentra rodeada de densas nubes. Entonces, juntamos campamento y nos marchamos.

    Personalmente, no puedo explicar qué fue exactamente… quizás la belleza y la particularidad de aquel pueblo perdido entre los cerros, o sus increíbles paisajes al realizar las caminatas por entre los bosques típicamente patagónicos, o la extraña magia que rodea al cerro Chaltén… pero aquel lugar me dejó una sensación muy especial, muy diferente a todos los demás sentimientos que me han generado los diferentes sitios que hemos visitado. Me fui de allí, prometiéndome a mí misma volver en algún momento, a visitar nuevamente esos increíbles picos puntiagudos, coronados de nubes.

  20. Ayelen
    Hay un pequeño secretito mío que no recuerdo haberles mencionado pero que comenzó a pesar bastante en todo este trayecto costero que ya habíamos iniciado desde Máncora, Perú.
     
    Si dividiera el viaje de acuerdo a su clima y paisaje, podría decir que la primera parte, hacia el Sur de Argentina fue completamente de nieve y frío atroz. Sin embargo, ahora comenzábamos a viajar por ciudades costeras: mar, sol y arena.
     
    Claro que, si bien me gusta más la montaña, no tengo ningún problema con disfrutar de unos días de playa. El tema está en el agua. Le tengo mucho miedo. Mucho.
     
    Como la disyuntiva del huevo o la gallina, no sé si le tengo miedo al mar por no saber nadar o si no sé nadar porque le tengo miedo al agua. El tema es que mientras Ayelen toque fondo con sus piecitos, está todo bien…pero cuando eso no sucede, se precipita la catástrofe
     
    Aun así, cuando llegamos a Puerto López, en la provincia de Manabí, después de haber recorrido sólo unos 50 kilómetros aproximadamente desde Montañita por la Ruta del Spondylus (llamada así por este simpático animalito marino en peligro de extinción de las costas ecuatorianas), lo primero que hicimos fue buscar una agencia que nos ofreciera un tour para ver las ballenas.
     


     
    Aquí les traigo otro secretito que descubrí en el viaje, que, en realidad me lo hizo notar Martin, no importa el pánico que me genere las alturas, las profundidades o los climas extremos… si hay un animal de por medio soy capaz de hacer lo que sea. Eso es lo que llaman pasión.
     
    Por lo que no me importaba cómo, pero si podía ver de cerca a estos grandes animales por primera vez en mi vida, lo iba a hacer a toda costa.
     
    Puerto López es un pueblito sencillo y tranquilo. A lo largo de la playa presenta una ancha costanera donde se acumulan puestitos de comidas rápidas y comidas marítimas. En una plaza central, frente a una iglesia, se encuentra la estatua de una ballena saltando que representa el atractivo principal de la ciudad.
     


     
    La ballena Jorobada viaja desde la Antártida y llegan a las costas ecuatorianas para la reproducción y cría. Con su último trabajo en la programación de unas aplicaciones para celular, Martin compró dos tickets para realizar al día siguiente el tour para observar las ballenas (amo a este hombre ).
     
    El tour incluía una parada para hacer snorkel y observar la vida marina y eso me alarmó de entrada . Sumado a la ansiedad que me generó el hecho de que pronto vería a estos animales tan grandiosos por primera vez en mis 27 años, claramente aquella noche no pude pegar un ojo, en el patio de un Hostel que funcionaba como camping donde armamos la carpa.
     
    A la mañana siguiente, aunque el día estaba nublado y gris, partimos hacia el puerto y nos embarcamos en una lancha junto con otras treinta personas, en dirección mar adentro, en busca de las ballenas.
     


     
    Todos nos colocamos unos divinos chalecos fluorescentes que no parecían poder conservar mucho mi vida cuando miraba hacia la profundidad del mar, a medida que avanzábamos.
     
    Contando la excursión en lancha en Paracas, Perú, este sería mi segundo viaje en una embarcación y a pesar del miedo al agua, la sensación del viento salobre en la cara, la espuma del mar alborotándose con el paso de la lancha y el fresco del mar, me llenaban de una exaltación extraña.
     


     
    Nos adentramos durante algunos minutos en el mar, pasando por grandes estructuras rocosas de irregulares formas, cubiertas de vegetación y hogar de aves marinas que nos veían pasar, acostumbradas seguro a la visita continua de los humanos.
     
     
    Llegamos entonces al sitio donde el guía anunció por unos parlantes que sería el lugar propicio para observar a la ballena jorobada. La lancha contaba con una terraza superior, donde se encontraba la cabina de manejo, y cuando el guía pronunció la frase: “quien se anime a subir, puede hacerlo”, yo me abalancé sin pensarlo y pasando por encima de todos hacia la escalerita que se encontraba a un costado.
     
    Con el barco meciéndose de un lado para otro por el oleaje, y el mar abajo mío, me sentía como en la película Misión Imposible subiendo por las escaleritas…pero todo sea por ver mejor a las ballenas!
     
    Me acomodé en el frente de la embarcación, a un costado del centro de manejo donde se encontraba el capitán, aferrándome a las barandas mientras el barco se mecía bruscamente. Un par más se animaron a seguirme hacia la cubierta y la lancha siguió el recorrido, lentamente, a la búsqueda de alguna cola que se asomara por encima de las olas.
     
    No pasó mucho hasta que una figura gris plateada se asomó a sólo pocos metros de la embarcación. Una Ballena Jorobada hembra se paseaba tranquilamente, seguida de cerca por su pequeña cría. Ni siquiera pude mover un solo músculo de mi cuerpo para intentar enfocar al animal con mi cámara al menos…. Sólo contuve la respiración con un grito ahogado y la felicidad entera me recorrió el cuerpo.
     


     
    Nuevamente me atrapaba esa sensación extraña de verme en un lugar donde jamás pensé que estaría, viviendo esa experiencia increíble de estar tan cerca del animal más grande del planeta tierra.
     
    La embarcación se acercó cautelosamente hacia los animales, mientras yo me había olvidado por completo de sostenerme e iba dando tumbos por toda la cubierta, tratando de tomar la mejor captura de la ballena.
     


     
    Madre y cría se alejaron lentamente, asomando sus lomos para resoplar con fuerza y expulsar un gran chorro de agua. Si prestábamos atención, podíamos ver la joroba que le da el nombre al animal con sus verrugas, y su piel como plástico brillando con cada salida.
     


     
    Habremos seguido a la madre por unos 30 minutos, donde traté de tomar las mejores fotos, aunque los nervios, la emoción que brotaba por mis ojos y el movimiento de la lancha no me ayudaron mucho.
     
    Después admito que me sentí un poco mal porque realmente creo que acosamos a esa pobre madre, hasta que logró librarse de nosotros y seguir su camino en compañía de su pequeño.
     
    El guía nos pidió que bajáramos nuevamente para continuar con la excursión. Mi felicidad era incontenible y me radiaba por todos los poros de mi ser, tal es así que me había olvidado por completo la parte del snorkel. De hecho estaba tan contenta, que la misma adrenalina minimizó aquel miedo al agua.
     
    La lancha se acercó a un islote rocoso, donde flotaba una enorme boya. Según el guía, podríamos ver muchos peces en ese sector, y nos repartió a todos un equipo de snorkel.
     
    Aquello se veía bastante profundo, y no voy a negarles que me entró un poco de miedo, por lo que primero lo mandé a Martin. Por unas escaleras, las personas comenzaron a bajar al mar. Todos parecían muy felices de estar en el agua, y lo estaban disfrutando… así que me dije: ”no puede ser tan malo”.
     
    Martin me esperaba en el agua, dándome ánimos para bajar, así que confiada me ajusté el salvavidas, me acomodé el snorkel y me tiré desde el tercer escalón de la escalera, directo al agua.
     
    En el mismo momento que mis piecitos descubrieron que bajo de ellos no había nada, la desesperación me invadió por completo. Quienes padezcan algún tipo de pánico, supongo que me entenderán.
     
    Cual gato cuando lo meten al agua, me aferré con uñas y dientes al pobre de Martin, mientras las palpitaciones me subían a mil, y mi agitación me impedía respirar con normalidad…digamos que casi lo ahogo a él también, pobre.
     
    Hasta que el mismo Martin me hizo calmar, haciéndome notar que no me hundirá porque tenía el chaleco. Aún así, la sensación era bastante fea. Estar ahí flotando, sin poder mantenerme en equilibrio, porque el oleaje me hacía mecer hacía un lado y otro, me parecía espantoso.
     
    Martin se hundió bajo el agua y se fue cerca de la boya, dejándome aferrada al ancla de la lancha, a la que estaba agarrada como si de eso dependiera mi vida entera. A unos metros volvió a surgir y me llamó entusiasmado, alegando que tenía que ver lo que había bajo el agua.
     
    Claramente no quería saber nada con soltarme de lo que me mantenía segura, pero la insistencia de Martin (y el deseo de dejar de hacer el ridículo delante de las personas) me llevó a soltarme y sumergir mi cara en el agua. Y entonces, todo cambió.
     
    Un mundo nuevo se abrió ante mí. Si bien podía ver el fondo muuuy lejos, en lo profundo (más de lo que deseaba), la cantidad de peces de todas las formas y colores que me rodearon en ese instante fue increíble.
     
    Un cardumen de pequeños peces se movía al unísono, mientras otros amarillos y negros más grandes nadaban alrededor de la boya. Unos azules se me acercaban tanto que podía hasta contarles las escamas. Me olvidé por completo de la boya, del ancla y de todo y me sentí como La Sirenita.
     
    Después de tantas emociones, aquel día dormí como un pequeño bebé. Hasta compartí mi bolsa de dormir con un simpático vecino del camping, que, como si fuera su propia casa, se metió en la carpa en medio de la noche y se acurrucó a mis pies.
     


     
    Nuestro siguiente objetivo se encontraba a unos 350 kilómetros de Puerto López, aproximadamente. Traducido a horas eso significaba unos 4 o 5 horas hasta llegar a Mompiche, un pueblo costero de cálidas aguas que nos recomendaron muchos durante nuestra estadía en Puerto López.
     
    Pero sólo a unos diez kilómetros desde donde estábamos, iniciaba El Parque Nacional Machalilla, una de las principales atracciones turísticas de Ecuador, con playas que han clasificado como las mejores del mundo.
     


     
    Así que montamos la moto y salimos hacia Los Frailes, la playa principal del Parque. A pocos kilómetros entonces, un camino se abría desde la Ruta del Spondylus y se internaba en la vegetación. A los tumbos llegamos a un gran predio que funcionaba como estacionamiento, y que era la entrada a la playa.
     
    El día estaba completamente nublado (no estábamos teniendo mucha suerte con el clima en Ecuador), pero aun así el calor era bastante pesado, ideal para que nos sacáramos las pesadas ropa de moto y corriéramos al agua. Que fue lo que hicimos, literalmente.
     


     
    Ese chapuzón renovador en Playa Los Frailes fue la salvación. Las anchas playas de Los Frailes estaban casi desiertas y poca gente se bañaba, supongo que porque el día no ameritaba mucho.
     
    Sin embargo, el paisaje era inolvidable. Agua cristalina, cálida playa de arena blanca y el inicio abrupto de verde vegetación cubriendo los médanos en las alturas. Sólo estuvimos algunos minutos allí y luego de una ducha en las geniales instalaciones del lugar, para quitarnos la arena y la sal, continuamos viaje más frescos.
     


     
    Los paisajes de Ecuador son únicos. La Ruta del Spundylus de a ratos costea el mar, que se continua infinito hasta el horizonte, y en otros tramos se interna más hacia el continente, atravesando campos de extraña vegetación y llamativos colores.
     


     
    Con el atraso de la visita fugaz a las Playas Los Frailes, el día se nos acabó antes de lo planeado, por lo que debimos pasar la noche en un pequeño pueblito que, de casualidad, nos cruzamos por el camino.
     


     
    Recuerdo esto perfectamente porque fue una de esas ocasiones con suerte que disfrutamos escasa pero agradablemente a lo largo del viaje: Después de buscar y preguntar precios (que se nos hacían escandalosamente elevados), nos decidimos por un sencillo hotel que se ubicaba justo al final de una calle, exactamente frente al mar. Sólo estábamos nosotros hospedados porque claramente, no estábamos viajando en temporada alta, por lo que la mujer que atendía el lugar dejó que nos instaláramos en una de sus mejores habitaciones, al precio de una común.
     
    La habitación tenía un balcón que daba al mar. Un sueño. Aquella tarde estaría gris y casi melancólica, en aquel desierto pueblo, pero la vista hacia la costa rocosa, era impagable. Dormir con el rugir del mar y la brisa fresca fue nuestro regalo merecido después de tantas noches en carpa.
     


     
    A la mañana siguiente nos dimos el gusto de desayunar en el balcón, mientras contemplábamos los cientos y cientos de pelicanos pasar, con ágil vuelo, rozando la superficie del mar, de un lado a otro. Sí, esa mañana estábamos de buen humor, así que continuamos camino satisfechos y completamente preparados para que Ecuador nos siguiera sorprendiendo.
     
     


     
     
     
     
     
    Más fotos de este maravilloso país, aquí!
     
     
     
     
     
     

     
     


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  21. Ayelen
    Hay varias preguntas que se fueron repitiendo a lo largo del viaje, de quienes nos vamos cruzando por el camino: ¿De dónde vienen? ¿Cuántos kilómetros llevan hechos? ¿Cuánto tiempo? Y ¿Cuál fue el lugar que más les gustó? Para responder ésta última, no tengo ni un dejo de duda: mi lugar favorito en Suramérica es la Reserva Madre de Dios, en la amazonia sur de Perú.
     
    Decir que aquel lugar, en el corazón de la selva peruana me fascinó, me queda chico.
     
    Sin embargo, cuando ingresamos a Perú, ni siquiera sabíamos de la existencia de este lugar. Después de todas las complicaciones que se nos presentaros para salir de Bolivia, por un documento extraviado y muchas corridas, sumado a todos los roces que veníamos teniendo hasta el momento con el país, honestamente llegamos a la frontera con un mal humor importante.
     
    Y para esta altura del viaje, en consecuencia de ello, había aprendido una lección muy importante, el trato que se recibe del otro mientras se viaja, es crucial.
    Nunca me gustó relacionarme directamente con personas. Sé que puedo sonar como una ermitaña, pero la verdad es que siempre preferí tratar con animales. En este viaje aquello fue una gran prueba para mí, porque quisiera o no, tendría que contactarme con otros seres humanos, y fue entonces cuando aprendí que cuando se viaja, sobretodo en otros países donde no se conocen las costumbres, los ritmos de vidas (ni decir si no hablamos el mismo idioma), uno depende mucho de la relación con otras personas y se encuentra más vulnerable o sensible a la actitud de los demás
     
    Unas palabras de ánimo o, por el contrario, unas palabras hoscas o agresivas pueden marcar una diferencia sustancial. El mal trato, la poca voluntad de darnos una mano o simplemente que pasaran de nosotros durante nuestra estadía en Bolivia, habían terminado por desgastar nuestro ánimo. Pero cuando ingresamos finalmente a Perú, y el empleado de aduana nos dio la bienvenida con una sonrisa, su trato fue tan cordial que tenía ganas de abrazarlo. Así que, ya lo saben, si alguna vez se cruzan con un viajero, eviten la mala onda, a veces un simple saludo y una sonrisa pueden hacer sentir más cómodo a un extranjero de lo que parece.
     


     
    Aun así y antes de continuar, es importante que aclare que esta sensación que me quedó de Bolivia fue transitoria. Luego, y viéndolo desde un punto de vista más distante, entendí que cada país puede ser un mundo completamente distinto a lo que se está acostumbrado y, algo muy importante que también aprendí es que lo que uno considera que esta bien o dentro de los parámetros de “normalidad” no es universal. Bolivia es un país sumamente interesante, al cual admiro por mantener tan vivas las costumbres de los pueblos que antiguamente habitaban estas tierras (algo que no se ve mucho en Argentina) y que posee una historia y una cultura muy rica. Uno sólo debe entender que es el invitado y debe adaptarse.
     
    Entonces, entramos a Perú. Sólo avanzamos unos 130 kilómetros hasta que llegamos a Puno, la ciudad peruana ubicada a orillas del Lago Titicaca. Siempre que ingresábamos a un país nuevo, yo sentía las mismas cosquillitas en la boca del estómago, una mezcla de ganas de conocer todo y algo de incertidumbre, y así me sentí durante los primeros kilómetros.
     


    Puno
     
    Nos detuvimos en Puno únicamente para hacernos de un valioso mapa carretero que nos guiara por aquellas nuevas rutas (que enseguida notamos que eran muchísimo mejores que las de Bolivia). En el centro de turismo nos llenaron de folletos y así, con nuestros bolsillos llenos de información seguimos viaje.
     


     
    En este tramo hay que admitir que el paisaje es un tanto desértico. Sólo extensos y llanos campos se extendían a nuestro alrededor y cada tanto debimos atravesar algún que otro pueblito. Pero no pudimos avanzar mucho porque una inminente tormenta se formó en el cielo con grandes nubesotas negras y amenazadores relámpagos.
     
    Nos detuvimos en una gasolinera, donde nos ofrecieron un cuartito que tenían improvisado con cama y todo, para no pasar la tormenta en la carpa (amo a los peruanos ). Esa noche, mientras el cielo rugía y el viento soplaba con fuerza colándose por los cientos de recovecos de nuestra precaria habitación, y con linterna en mano chequeamos la información que nos habían brindado en Puno y fue entonces cuando descubrí la existencia de Tambopata. Con sólo ver un par de fotos quedé emocionadísima y esa lluviosa noche cambiamos nuestra ruta planeada: Antes de ir a Cuzco, haríamos un desvío hacia la selva.
     
    Y por Dios que valió la pena.
     
    Con sólo desviarnos unos pocos kilómetros en dirección este, el paisaje cambió radicalmente. Ahora avanzábamos por una sinuosa carretera, la Ruta 30C , que corría por un valle escoltado por unas montañas eeeenoormes tapizadas de una vegetación aterciopelada color verde musgo.
     


     
    Fue tan sorprendente aquel brusco cambio de paisajes que Martin y yo estábamos exaltados señalándonos las cumbres más altas o las particulares formas de los riscos (a los gritos, porque somos muy pobres para acceder a cascos con intercomunicadores ). En el cielo, las nubes se desplazaban pesadamente, rozando las puntas de aquel enorme cordón de roca.
     


     
    Y cuando aún no podíamos salir de nuestro asombro, la cosa se puso muchísimo mejor. De repente ella hizo su aparición, con toda esa energía que la caracteriza: La selva explotó delante de nosotros.
     


     
    Las enormes montañas antes apenas tapizadas con unos bajos arbustos, de repente estaban invadidos de una tupida selva que se apoderaba de todo, desde a base hasta la cima. Las lianas y las ramas de los árboles, las largos pastos y las matas se asomaban sobre la carretera como reclamando territorio.
     


     
    Y las aves! Oh! ¿Cómo explicarles…? La emoción…. La emoción que sentí en mí cuando escuche aquellos cantos de aves que jamás en mi vida había escuchado fue lo más hermosos que viví en mis 27 años.
     


     
    Las oropéndolas cruzaban volando por delante de la moto, con su intenso color negro y su cola amarilla radiante, y a lo lejos un grupo de guacamayos azules se amontonaban en la copa de un árbol haciendo un barullo estruendoso.
     


     
    La humedad se volvía bastante sofocante a medida que nos internábamos en la selva, y las chaquetas comenzaban a pegársenos a la piel. Pero yo estaba tan maravillada que ni ese calor me molestaba.
     
    El viaje hasta la Reserva Madre de Dios nos llevaría dos largos días atravesando la amazonia peruana. La primera noche nos detuvimos a unos metros de un arroyo que corría por entre un extenso llano rocoso.
     


     
    A la mañana nos azotó una densa lluvia selvática que nos mantuvo prisioneros dentro de la carpa hasta casi el mediodía.
     


     
    El segundo día, armamos campamento en un claro que se abría al costado de la ruta y que terminaba abruptamente en una caída vertical de algunos metros de alto. Inmediatamente después comenzaba la selva, como una maraña de lianas, arbustos, y verde que nacía por todos lados. Unos roncos rugidos provenientes del interior de la selva nos sorprendieron en aquel lugar y nos animamos a bajar algunos metros para descubrir que era una gran familia de cerdos salvajes alimentándose en un pantano.
     


    El tercer día de viaje arribamos finalmente a la ciudad de Puerto Maldonado, capital de la región, situada en medio de la espesa selva. Algo sofocados y luego de algunas indicaciones, tomamos el corredor turístico Isuyama-Bajo Tambopata que se aleja de la ciudad y se interna directamente en la Reserva Madre de Dios. Este camino comenzaba siendo de piedras y luego se convertía en una verdadera pista de obstáculos de barro y grandes charcos. Con la moto cargadísima, la situación se volvió algo tensa, sobre todo cuando debíamos cruzar endebles puentecitos de madera que cruzaban pequeños arroyos.
     


     
    Al costado de este corredor turístico fuimos cruzándonos con diversos campings o alojamientos que integran la Red de Conservación del Bajo Tambopata, pero con uno u otro nos encontrábamos con algún impedimento: o no tenían agua, o los precios de alojamiento superaban nuestro presupuesto. Frustrados llegamos hasta casi el final de esta carretera, donde al querer girar para pegar la vuelta nos fuimos de lleno al piso.
     
    Ya estaba bastante de mal humor, con MUCHO calor y con un gran moretón en la rodilla, cuando finalmente y retrocediendo algunos kilómetros nos cruzamos con el lugar PERFECTO.
     
    El Parayso es, técnicamente hablando, una de las Áreas de Conservación Privada (ACP) de la Reserva Madre de Dios que están incluidas en esta Red de Conservación que nombraba antes. Son 16 hectáreas de este bosque amazónico que pertenecen a una bella familia y que se encuentra abierto al público, con el objetivo de conservar y recuperar los bosques.
     
    Percy Balarezo es el responsable de esta iniciativa, y él nos recibió cordialmente cuando arribamos con la Honda. Ese hombre tiene una calma y una paz interior tan perceptible que en el mismo momento que me saludó sonriéndome con una bonachona sonrisa que le ocupó casi toda la mitad de su cara, mi mal humor se esfumó automáticamente.
     
    Y junto a Percy, apareció un increíble personaje, saltando de rama en rama y curioso de nuestra llegada. Un simpático mono solitario que vivía por los alrededores saltaba de un lado para el otro extasiado por nuestra presencia. Cuando lo vi aparecer por entre las copas de los árboles casi se me cae la mandíbula de la sorpresa que me llevé. Aquel pequeñín tan simpático y curioso se acercó con tal confianza que hasta pude tomarlo de la mano y mi felicidad era tan, pero tan grande que hubiera podido saltar por entre las copas de los árboles igual que él.
     


     
    El Parayso se encuentra a la altura del kilómetros 4,6 del corredor turístico, sobre la costa del río Tambopata, y Percy había construido varios bungalows sobre un risco que se elevaba sobre el río. Nos permitió armar la carpa en la galería de entrada de uno de ellos y utilizar el baño, al precio del camping (obviamente hospedarse en el bungalow tenía otro costo).
     


     
    Hacía muchiiiisimo calor y la humedad era pesadísima. Y todos los que me conocen saben que odio el calor. Pero aquel lugar era tan increíble, tan lleno de vida que ni siquiera eso podía opacar mi alegría.
     
    Si existe el edén en algún sitio…. Claramente es allí. Un débil sendero de tierra cercado por altos árboles y arbustos conectaba las construcciones, inmersas en el bosque y mientras uno caminaba, decenas de veloces lagartijas de colores verdes y amarronados se escondían rápidamente entre la hojarasca.
     


     
    Por las mañanas mientras una espesa bruma emergía de la tierra y se desplazaba sobre el rio, uno podía recolectar naranjas directamente de los árboles frutales que Percy tenía en el terreno y hacerse un vitamínico desayuno natural y los atardeceres en aquel lugar, con el sol ocultándose y bañando de una intensa luz el rio, eran la gloria.
     


     
    Cuando caía la noche todo quedaba a oscuras, pues la electricidad no llega hasta estos lares, por lo que sólo nos alumbrábamos con algunas velas que Percy nos alcanzaba. Y así cenábamos, a la luz de las velas, oyendo la melodía de cientos de grillos alrededor y deslumbrándonos con el reflejo de la luna sobre el río que corría delante de nosotros. Una noche, además, tuvimos la sorprendente visita de unos monos nocturnos. Toda una familia de pequeñas bolas de pelos de largas colas pasó frente a nuestras narices brincando por los árboles y esa noche casi ni podía dormirme de la dosis de felicidad que tenía en mi
     
    El Parayso hace honor a su nombre.
     
    Habíamos planeado quedarnos sólo dos noches, pero aquel lugar rebosa de tanta belleza natural y la calma que se respira allí es tan única, que extendimos un tiempo más nuestra estadía porque sabíamos que difícilmente volveríamos a pisar un sitio similar a aquel.
     


     
    Solíamos visitar la ciudad de Puerto Maldonado aunque yo sufría muchísimo esas visitas porque estábamos tan lejos que debíamos manejarnos con los “toritos”. Este transporte no es más que una moto reformada, en cuya parte trasera tiene una estructura cubierta, con un asiento para dos. A modo de taxi, estos pequeñas moto/autos invadían las calles de Puerto Maldonado y era lo más económico que podíamos tomar para ir de un lado a otro. Cuando volvíamos por el corredor turístico yo creía que iba a morir en cada curva. Los toritos van a toda velocidad, dando tumbos y casi saltando sobre el camino y yo iba aferrada con uñas y dientes al asiento sintiendo que iba a salir propulsada en todo momento.
     


     
    Frente a Parayso, cruzando el corredor turístico se abría un angosto sendero que el propio Percy había abierto entre las matas, con un machete, y que nos invitó a recorrerlo.
     


     
    Corriendo lianas y ramas fuimos avanzando por el sendero, algo despreocupados hasta que un grito ahogado de Martin al ver que una enorme serpiente amarilla y naranja (nunca olvidaré esos colores) de metro y medio se deslizaba tranquilamente justo por el medio de sus pies, nos puso alerta de que debíamos estar atentos a cada pisada.
     


     
    Al regreso de la caminata un aliviador chapuzón en el río era la mejor manera de finalizar un caluroso día.
     


     
    Irme de Madre de Dios me costó muchísimo. Sé todo eso de que “hay que seguir viaje” y “nos queda mucho por recorrer”, pero la conexión que tuve con aquel lugar fue algo que nunca había sentido. Agradecí enormemente a Percy por permitirnos disfrutar de toda esa naturaleza y de alojarnos y prometí volver algún día.
     
    Y no tengo la menor idea de que algún día regresaré a aquel Parayso porque sin lugar a duda, la Reserva Madre de Dios ocupa el primer lugar en mi lista de mejores lugares del viaje.
     


     
     
     
    No dejen de ver el resto de las fotos que escogí para compartir con ustedes de este PARADISÍACO lugar en el mundo!
     
     
     
     
     
     


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  22. Ayelen
    Cuando recuerdo el camino que debimos atravesar para llegar al Parque Nacional El Rey, mi pequeña contractura crónica del cuello se ríe maliciosamente de mí
     
    Habíamos sido aconsejados por un matrimonio danés que conocimos en el camping municipal de Salta para visitar este salvaje Parque, donde habían visto una gran cantidad de animales. Sólo ese comentario fue suficiente para mí para armar las valijas. Sin embargo hubo un pequeñísimo detalle que estos adorables amigos no nos dijeron: hacer el camino con las cuatro ruedas de una motorhome como la de ellos, no es lo mismo que hacerlo con dos, como las de nuestra moto.
     


     
    Salimos de Salta una mañana, y sólo a unos pocos kilómetros, tal y como nos habían informado, se encontraba lo que sería el camino a tomar para llegar al Parque. Al costado de la carretera se abría un ancho camino de tierra que bordeaba campos de pastura y varios asentamientos rurales.
     
     


     
    Hasta ese momento, el camino, a pesar de ser de tierra, era tolerable y estaba en buen estado. A sólo pocos minutos de viaje, dejamos atrás el sector poblado, y el camino comenzó a rodearse de tupida vegetación. Doblando en curvas y más curvas, fuimos avanzando tranquilamente y disfrutando del paisaje selvático que de repente nos había rodeado.
     
     


     
    No recuerdo ya cuantos kilómetros habíamos avanzado del trayecto, cuando de repente nos topamos con un arroyo que cruzaba de lado a lado el camino. Y no me refiero a un fino arroyito… esto era un verdadero canal de agua, de 10 o 15 metros de ancho, no muy profundo, pero con el fondo cubierto de rocas de todos los tamaños
     
    Si yo hubiera estado manejando la moto, probablemente hubiese pegado la vuelta en ese mismo instante (Sí, lo sé… soy una cobarde ), pero Martin estaba al mando y claramente no se iba a dejar amedrentar por un simple arroyito. Analizó con detenimiento el camino que podía tomar mirando a través de la cristalina corriente, mientras yo, asomándome sobre su hombro lo bombardeaba a preguntas desesperadas: “¡¿Estás seguro que vamos a poder pasar?! ¿Y si nos caemos? Se nos van a mojar todas las cosas! ¿Y si buscamos otro camino?!” (Sí, lo sé… soy muy molesta XD ). Finalmente puso primera y avanzó hacia el arroyo, haciendo caso omiso a mi miedo. La moto se metió de lleno en el agua y comenzó a avanzar dificultosamente por entre las rocas que cedían ante su peso. La Honda flaqueó primero hacia un lado y después hacia el otro, mientras yo me aferraba con uñas y dientes a la espalda de Martin quien terminó metiendo los pies completamente en el agua para mantener en pie a la moto y evitar que cayéramos de costado.
     


     
    El motor rugía mientras se forzaba por atravesar aquella superficie rocosa y finalmente llegamos a la otra orilla… sanos y salvos. El agua caía a chorros desde los plásticos laterales de la moto, pero lo había logrado perfectamente. Yo suspiré aliviada y aunque aún estaba bastante tensa, continuamos el camino.
     
    El sendero continuó haciéndose paso entre la espesa vegetación y fuimos avanzando a los tumbos sobre aquella carretera de tierra y rocas. Cuando de repente, ¡oh, sorpresa! Otro vado atravesando el camino. Igual de ancho que el anterior, con su fondo más rocoso aún. Nuevamente Martin se paró en seco sobre la orilla y luego de meditarlo por algunos segundos, avanzó cautelosamente sobre la corriente de agua, ayudando con sus pies a que la moto llegara a la otra orilla. Yo cerré los ojos mientras sentía que la moto se resbalaba hacia un lado y hacia otro y esperaba la caída, pero afortunadamente, la moto cruzó por segunda vez la corriente.
     
    Ascendiendo por empinadas lomadas y avanzando entre cerradas curvas, continuamos viaje, mientras el sol comenzaba recién a bajar. Y entonces, cuando apareció ante nuestros ojos el tercer vado yo no podía creer nuestra suerte. Ya no quería saber más nada con el Parque, sólo no quería caerme al agua y romperme las rodillas contra las rocas o que me aplastara la moto. Pero el amante de la aventura, el señor Martin, avanzó confiadamente. La moto tambaleó mientras avanzaba sobre aquellas inestables rocas que cubrían el fondo del arroyo y una vez más, airosa, llego a la orilla opuesta.
     
    Y así continuamos el camino, cada algunos kilómetros y para arruinar aún más mis nervios nos cruzábamos con algún arroyo rocoso que atravesaba el camino. En total fueron SIETE. Siete divinos y bellos vados que debimos cruzar con mucha dificultad, donde la moto se portó como una campeona, pero donde la tensión por una posible caída terminó por agotarnos a ambos.
     
    Cuando al fin cruzamos el último arroyo, el sol ya estaba casi oculto entre el monte frondoso que nos rodeaba. Nos dio la bienvenida un agradable guardaparques que no salía de su asombro, jamás había visto una moto por aquellos lados, porque claramente el camino NO está hecho para motos.
     
    Nos habíamos internado varios kilómetros campo adentro, y en aquel lugar de suaves montes, sólo se podía ver, hacia un lado del camino las oficinas de los guarparques y hacia el otro, el predio destinado para el acampe.
     
    Junto con el sol se desvaneció la calidez que habíamos disfrutado durante todo el día y la temperatura descendió en cuestión de minutos. Rápidamente armamos la carpa, inflamos el colchón y luego de calentarnos un poco junto a una pequeña fogata que otros visitantes habían armado, nos metimos en nuestras bolsas para pasar la noche. Fue una noche complicada, con mucho frio y algunos piecitos helados. Pero, para la mañana siguiente, nos despertamos con un radiante sol y un día completamente despejado.
     
    Al salir de la carpa, me encontré con la mirada recelosa de una pomposa pava de monte. Estaban por todas partes: rodeando la carpa, husmeando en un motorhome que teníamos como vecino, sobre las mesas del camping y se mostraron sobretodo bastante atraídas hacia nuestra mochila de comida. Con su singular cacareo y sus llamativos ojos color rojos, se paseaban por todo el terreno en busca de algo para el buche.
     


     
    Dentro del Parque Nacional El Rey hay muchos senderos para realizar, con variada dificultad y cada uno lleva su tiempo. El Parque es una de las más grandes reservas del norte argentino y en él habitan cientos de especies nativas, entre ellas, el más característico, el Tapir.
     
    Enorme herbívoro de prominente nariz, el tapir es un animal tranquilo pero escurridizo. Yo lo recordaba muy bien de mi trabajo voluntariado en el zoológico de mi ciudad, donde cada tanto me cruzaba a su recinto y le rascaba el cuello durante algunos minutos, cosa que adoraba que le hicieran. Para poder observar alguno debíamos ir despacio y sin hacer ruido.
     


     
    Emprendimos un sendero, entonces, hacia la “cascada de los lobitos”. El sendero iniciaba detrás de las oficinas de los guardaparques y continuaba introduciéndose en la espesa vegetación de la reserva. Sobre el camino todo era verde, una alfombra de hierbas cubría todo el sendero, y a los costados nacían bajos arbustos entre delgados árboles de tortuosas ramas que también estaban cubiertas de un brillante musgo.
     


     
    En el camino fuimos descubriendo la gran biodiversidad del lugar. Una variada flora nacía en cada rincón con hojas grandes y aplanadas o delgadas y afiladas. En los troncos muertos caídos sobre el camino que debíamos saltar, vivían gran variedad de hongos de todas formas y colores que nacían entre el musgo que allí lo invadía todo.
     
    Sólo bastaba detenerse un segundo y agacharse hacia la vegetación para encontrarse con todo un mundo. Mariposas de todos los tamaños revoloteando entre las flores, orugas de llamativos colores alimentándose de las hojas de alguna planta y hormigas laboriosas haciéndose camino entre las raíces de los arbustos.
     


     
    Cruzamos algunos arroyos y avanzamos a través de aquella húmeda vegetación, hasta que de repente el camino fue cambiando de aspecto y nos encontramos con un gran claro, donde la vegetación dejó de ser tan selvática para transformarse en flora más de llanura. Algunos pantanos se hallaban rodeados de arbustos espinosos y yo sabía que era el lugar perfecto para los tapires. Con los oídos y la vista agudizada, avanzamos lentamente y en silencio a la espera de alguno de estos maravillosos animales. Pero nada apareció.
     


     
    Finalmente el camino se introdujo nuevamente en un monte de espesa vegetación y descendimos por unos escalones de piedras y troncos hasta llegar a una pequeña cascadita que formaba un gran estanque de agua.
     


     
    En aquel lugar rodeado de los más puros sonidos de la naturaleza, se sentía una verdadera calma. Nos tomamos unos minutos para descansar y almorzar algo y, luego, emprendimos el regreso al campamento. En el camino continuismos cruzándonos con algunos insectos de los más llamativos.
     


     
    Y algunas arañas que dejaban mensajes un tanto escalofriantes con sus telas de araña.
     


     
    Regresamos al campamento un tanto desilusionados porque no habíamos podido ver ningún tapir, pero allí nos esperaban toda clase de aves que se habían juntado al atardecer en busca de algo para alimentarse. Las ya conocidas pavas de montes ahora estaban acompañadas de las elegantes chuñas de patas rojas, y también algunas urracas vigilaban todo desde las altas ramas de los árboles.
     


     
    Pasamos una segunda noche fría, y a la mañana siguiente a pesar de que dudamos muchísimo si irnos o quedarnos, nuestra falta de provisiones nos obligó a marcharnos. Mientras preparábamos la moto, yo ya había comenzado a prepárame mentalmente del camino que nos esperaba y de aquellos dificultosos cruces.
     


     
    Cuando iniciamos nuestra vuelta, cruzamos el primer vado y sólo a unos pocos metros tuvimos la gran suerte de poder ver al fin, un grupo de tres o cuatro tapires jóvenes al costado del camino, metidos entre la vegetación. Nos sorprendió tanto ese inesperado encuentro, que ni reaccionamos a tomar la cámara de fotos. Sólo pudimos admirarlo por unos segundos, antes de que huyeran miedosos, introduciéndose en el monte.
     
    Nos tomó unas largas horas regresar por aquel camino y con ansiedad fui contando para mis adentros cada uno de los vados, hasta que finalmente cruzamos el séptimo. Fue una travesía bastante difícil que nos dejó agotados, pero al menos nos íbamos del Parque El Rey felices de haber visto a los tapires.
     


     
     
     


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