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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    Un tour perfecto iniciado en Bruselas en dirección al norte de Bélgica incluía las más increíbles ciudades de Flandes, la histórica región neerlandesa del país en la que me estaba adentrando en un intento por conocerla.
    Había pasado de recorrer la parte francófona del reino para sumergirme un poco más en las urbes flamencas, de las que tanto había leído y visto fotos de ensueño. Gante había sido la primera, y a pesar de la lluvia que no cesó en un día entero, dejó a mis ojos y a mi cámara más que pasmados.
    Los albergues juveniles en Bélgica son la mejor opción de alojamiento. El precio no cambiaba mucho de una ciudad a otra. Por unos 20 euros conseguí una cama al estilo tetris y un voluptuoso desayuno que pocas veces había visto en los hostales europeos.
    Era difícil dejar ir la mañana cuando se amanece en un sitio tan cálido. Pero a 50 kilómetros de Gante otra histórica ciudad flamenca aguardaba con sus calles empedradas por mí. Así que caminé a la estación central y cogí el siguiente tren a Brujas, a donde llegué 30 minutos más tarde pagando solamente 6 euros de pasaje.
    El hostal Lybeer no era muy diferente a los albergues de Bruselas y Gante. Un edificio antiguo, instalaciones modernas y cómodas, pero con decoraciones tradicionales de la Bélgica flamenca. Y lo mejor de todo, un afable recepcionista que me dio la bienvenida en español.
    Mi intento de seguir hablando francés en Bélgica se vio totalmente frustrado. El chico, en efecto, conocía el idioma. — No hables francés en Brujas —no tardó en decir—. En esta ciudad nació el movimiento en contra de los franceses, así que no es muy bien visto hacerlo, aunque hayan pasado ya varios siglos.
    El neerlandés es el idioma oficial, aunque el inglés y el español funcionaban a la perfección para él. Además, después de muchos años de haber vivido en Bolivia, era obvio que el chico extrañaba la lengua castellana.
    La mañana parecía bastante tranquila, tanto dentro como fuera del albergue. La llovizna no dejaba muchas ganas de pasearse por las rúas centrales, y nada mejor para acompañar el clima que una taza de café caliente con galletas.
    Mientras me senté en la sala común a leer y tomar un bocadillo, esperando a que la lluvia cesase, el encargado del hostal me invitó a participar aquella noche en la beer night que celebrarían en el hostal. Una cata de las más famosas cervezas belgas para sumergirse de forma tradicional en el arte de la bebida más consumida en Bélgica (después del agua, claro está).
    Para ese entonces, nadie se había asomado por los pasillos del hostal, y sin huéspedes que me acompañasen en una noche de birras, decidí confirmar mi asistencia un poco más tarde.
    Alrededor del mediodía la lluvia por fin paró, y fue momento de salir a recorrer Brujas, la ciudad flamenca más famosa en el mundo.

    Durante los últimos años, Brujas (Brugge o Bruges) ha adquirido una gran afluencia turística debido a su divulgación como el destino más pintoresco de Bélgica. Al igual que ciudades como Ámsterdam o Estocolmo, ha pasado a ser apodada “la Venecia del norte”, debido a la gran cantidad de canales presentes en la ciudad.

    Muchos de los rincones de Brujas me trajeron fácilmente a la cabeza las postales de Ámsterdam. Pero Brujas, como toda Flandes, tiene su esencia arquitectónica propia, que la distingue de los Países Bajos, reino al que perteneció durante varios siglos.

    Una de las piezas arquitectónicas únicas en Flandes, que la diferencian de los Países Bajos, son los beguinajes flamencos, a los que pronto llegué en el sur del casco viejo.

    Los beguinajes son complejos arquitectónicos que a nadie asombrarían. Un conjunto de casas con un patio central, en medio del cual se yergue una capilla de ladrillo que no parece más espectacular que cualquier otro templo cristiano.

    Lo interesante de los beguinajes, y lo que los llevó a estar inscritos en la lista de Patrimonios de la Humanidad por la UNESCO, es la historia que resguardan.
    Los beguinajes fueron comunidades autónomas de mujeres cristianas (llamadas beguinas) que surgieron en el norte de Europa en el siglo XII. Su labor no era solamente orar por Cristo, sino ayudar a los pobres, desamparados, enfermos, ayudar a la comunidad.
    Su autonomía fue tanta que eran capaces de vivir valiéndose por sí mismas, sin la ayuda de la Iglesia ni de los hombres. Es más, con el paso de los siglos, cuando el movimiento se expandió por toda Europa, rechazaron muchos de los dogmas eclesiásticos, al grado de darse la libertad de partir del beguinaje cuando quisieran para poder casarse y seguir con sus vidas.
    Esto les costó la persecución de la iglesia católica, quienes quemaron a varias de las beguinas en la hoguera, acusándolas de herejía. El movimiento así acabó refugiándose en la zona de Flandes, donde permanecen hasta hoy las últimas comunidades beguinas aún en funcionamiento.
    Hoy han perdido su sentido religioso, aunque siguen apoyando a las mujeres desamparadas, madres solteras, viudas, y hasta la actualidad, la presencia de hombres en sus aposentos no está permitida. Puede decirse así que las beguinas fueron precursoras de los movimientos feministas desde la lejana Edad Media.
    La mañana seguía refrescando, y aunque el cielo se tapizaba todavía con nubes, parecía que la lluvia ya no me amenazaba mi día.

    Los canales al sur del centro histórico me llevaron hasta el Minnewaterpark, un parque famoso por ser considerado el más romántico de la ciudad. Aunque sin personas en sus bancas ni hojas en sus árboles, a mi vista no parecía el mayor atractivo de Brujas.

    Así que seguí un poco más al norte, donde da comienzo el verdadero casco viejo. Y a su entrada me recibió el Red lights district.
    Como la mayoría de las ciudades neerlandesas, las ciudades flamencas también gozan de una apertura sexual envidiable por los países cristianos. Y aunque el distrito de las luces rojas de Brujas no tiene aparadores con prostitutas ni clubes sexuales como sucede en Ámsterdam, las vitrinas dejan entrever aquella libertad que atrae a tantos turistas.

    Pero los penes de chocolate no son las únicas esculturas que figuran por las calles del centro. Es bien sabido que el chocolate belga es de los mejores del mundo, y vaya que puede encontrarse en múltiples formas.

    Las confiterías daban paso del Red light district a las calles empedradas del centro, donde los comercios empezaban a abrir sus puertas a los turistas que a diario llegan a Brujas.
    Fuera a pie bajo la llovizna o en un paseo a caballo, una tarde en la ciudad flamenca más famosa es algo de lo que muchos no quieren perderse.

    La imagen de Les Schtroumpfs, mejor conocidos como Los Pitufos, seguía recordándome la importancia que tienen para los belgas sus tiras cómicas, de las que se sienten muy orgullosos. Fueran murales de TinTin en Bruselas o peluches de estos enigmáticos seres azules tras las vitrinas de Brujas, no puede negarse que Bélgica ha sabido competir contra Estados Unidos y Japón en el mercado de los cómics.

    La cerveza es sin duda otra de las buenas tradiciones belgas que ningún turista quiere pasar por alto (al menos aquellos que sí beben alcohol). Y en medio del casco antiguo la Brouwerij De Halve Maan es la mejor opción para sumergirse en el mundo de esta bebida.
    Es la cervecería con más antigüedad en Brujas. Nacida en 1856 y habiendo pasado por ya seis generaciones de la misma familia, la fábrica de la Media Luna es donde se elabora la Brugse Zot, la cerveza local con una alta fermentación de malta.

    Todos los días se ofrecen visitas guiadas, ya que se trata de un verdadero museo de la cerveza. Pero con la beer night que me esperaba en el hostal, preferí reservar mi sobriedad hasta llegada la noche.
    Los puentes y malecones de Brujas en los que pronto me vi inmerso la convirtieron sin lugar a dudas en una verdadera Venecia del norte, o al menos la Venecia de Bélgica.

    La increíblemente baja altura de terreno flamenco logró conectar a Brujas de forma natural con el mar, ya que de seguirse sus canales uno puede toparse con un pequeño puerto enclavado en la costa norte.
    Y aunque el mar no es el principal atractivo de Brujas, sus canales y sus puentes medievales vaya que lo son.

    Los edificios de ladrillo forman también parte esencial del paisaje de Flandes. El Site Oud Sint-Jan es un claro ejemplo de ello. Un antiguo hospital que hoy funciona como museo y centro de congresos.

    Desde su patio central el campanario de la iglesia de Nuestra Señora de Brujas se asomaba en toda su majestuosidad. Al igual que el resto de las ciudades flamencas, Brujas es una ciudad de las torres.

    La siguiente en aparecer en escena fue el campanario de la Catedral de San Salvador, el edificio religioso más antiguo de Brujas, datado de la Edad Media. Hogar de una obra de Miguel Ángel y de tumbas medievales, es quizá el edificio más visitado de la urbe.

    La belleza que me rodeaba había hecho algo imperceptible a mis ojos hasta entonces. En Brujas no hay palomas. Todas las ciudades europeas (de hecho, todas las del mundo) tienen un común denominador: palomas surcando sus cielos, defecando sobre la acera, sobre los coches, sobre la gente. Pero no en Brujas, una ciudad limpia y libre de heces en sus calles.
    La leyenda cuenta que hay dos halcones en lo alto del campanario de la catedral, mismos que con su furia espantan a las palomas del perímetro del casco antiguo. Verdad o mentira, nunca había pensado que los mejores guardianes de una ciudad podrían ser un par de aves.
    A pesar de la bellísima fachada gótica de la catedral construida a través de casi cuatro siglos, lo que más me maravillaba hasta entonces de Brujas era un simple paseo por sus calles.

    Cuando el cielo se despejó y el sol apareció, el malecón se empezó a colmar de visitantes ansiosos por un paseo en barca. Navegar por los canales de Brujas es casi tan emocionante como hacerlo en una góndola veneciana.

    Y aunque el invierno todavía se hacía presente en las copas deshojadas de los árboles, los pequeños brotes verdes en algunas ramas anunciaban con regocijo la cercanía de la primavera.

    El curso del agua y las pasarelas que lo orillaban me llevaron hasta la plaza central, rodeada por edificios públicos y el Ayuntamiento, un hermoso edificio casi renacentista.

    Tras las viejas fachadas de la plaza sobresalía en su magnitud el campanario de Brujas, la torre más alta de toda la ciudad, que domina su horizonte desde casi cualquier punto geográfico del centro. Pero antes de dirigirme al corazón urbano, decidí tomar el rumbo contrario, donde el centro histórico se vacía de turistas en su zona noreste.

    El barrio se convirtió poco a poco en un vecindario residencial y tranquilo. Muchas de las casas a mi costado parecían desvanecerse con el parecido a las del resto. Pero escondían un secreto poco perceptible. Ventanas falsas.

    En alguna época, el Reino de los Países Bajos cobraba impuestos por cada ventana que tuviera una casa, así como por la anchura de su superficie. Eso llevó a muchas personas a construir casas largas y ajustadas, y además, a pintar ventanas falsas en sus fachadas. Así, seguían luciendo igual de bonitas, pero el gobierno no podía cobrarles un tributo por ello.
    Al final de las calles residenciales me topé con el río que rodea al casco viejo de Brujas. Y a sus orillas, los campos verdes me regalaron el mejor obsequio de mi viaje a Bélgica, los molinos de viento.

    Muchos se esmeran en viajar hasta las carreteras de Holanda para encontrarse con estas pintorescas maravillas históricas. Pero pocos saben que Bélgica fue parte del mismo reino, y por tanto, los molinos de viento son una magnífica herencia de su vecino del norte.

    Me sorprendió darme cuenta que los turistas no llegan a esta parte de la ciudad. No muchos quieren alejarse del centro histórico. Pero llegar hasta aquellos rincones valió mucho la pena.

    Caminé de vuelta al corazón de la ciudad, hasta toparme con la plaza del Mercado, el núcleo central de Brujas.

    Aunque la explanada ya no alberga mercados callejeros como lo hacía en los tiempos antiguos, sigue siendo un punto de encuentro de turistas y locales, y sobre todo, sigue estando rodeada de maravillosos edificios que ponen en alto a toda Flandes.
    El palacio provincial es el vivo ejemplo. Un ayuntamiento que sirvió de inspiración para otros palacios gubernamentales de Bélgica, como el propio ayuntamiento de Bruselas.

    Pero la joya de esta plaza es el Belfort, el campanario de Brujas, la torre más alta de la ciudad que para entonces dominaba un potente y azul cielo.

    Aunque el centro histórico de Brujas en su totalidad está nombrado como Patrimonio de la Humanidad, el Belfort forma parte de un patrimonio en específico, los campanarios de Flandes y el norte de Francia.
    Los campanarios enlistan un importante conjunto de torres que sirvieron como vigilancia y lugares de anuncios públicos en las ciudades medievales de esta zona de Europa. No solo su arquitectura es imponente, sino el importante servicio que prestaron a la comunidad local.

    Tomé la vía Steenstraat hasta volver al hostal, no sin antes tomar un almuerzo en un buen restaurante de pasta. Cuando me dedicaba a trabajar un poco en el albergue, los huéspedes y el recepcionista se aparecieron en la sala, invitando a todos a unirse a la beer night.
    Con casi todos los invitados de aquella noche inscritos, provenientes de Holanda, Argentina, Uruguay, Chile, Suiza y Australia, no pude negarme a una cata de cerveza. Después de todo, nunca se sabe si algún día volvería a Bélgica. Y por solo 12 euros me gané el derecho de probar un tercio de vaso de cinco cervezas diferentes, para al final elegir una botella de la que más me hubiera gustado.
    Cai fue el encargado de la clase, un puertorriqueño criado en Nueva York cuyo amor por la cerveza lo había llevado hasta Brujas para convertirse literalmente en un docente de la bebida fermentada.
    La primera lección fue aprender a beber una cerveza en Bélgica. A diferencia de muchos países, en Bélgica cada cerveza tiene su propio vaso, con su propia forma y su propia etiqueta. Así que nunca veremos a nadie bebiendo directamente de la botella (a menos que tomen una cerveza barata y comercial).

    La segunda lección fue saber el significado de la figura de cada vaso. El fondo de vidrio sirve para carbonatar la cerveza, con mucha espuma. Los novatos creemos que una cerveza no debe llevar espuma. Un experto belga siempre nos dirá lo contrario. Además de todo, nunca se bebe la cerveza entera, y siempre se deja una minúscula cantidad en el fondo del vaso, ya que la mayoría no está filtrada.

    La tercera lección fue aprender a pedir una cerveza en un bar belga. La señal universal en este país es alzar el meñique al mesero. Eso quiere decir algo así como “otra ronda por favor”.
    ¿Y qué hay sobre un brindis en Bélgica? Un simple “cheers” o “santé” puede bastar. Pero si queremos sentirnos flamencos la frase correcta es “up ye mulle!”, que quiere decir algo como “¡en tu cara!”.

    La cátedra consistió en probar cinco de las cervezas más conocidas en Bélgica:
    La Duvel, quizá de las más famosas que pude probar. Es una cerveza rubia con un sabor afrutado, perfecta para comenzar nuestra cata.
    La Or Val, una de las más antiguas de Bélgica. Una cerveza ámbar con un bajo porcentaje de alcohol, de 6.2% para ser exactos.
    La Westmalle Trappist, una cerveza tres veces fermentada, lo que la hace aún más fuerte. Su 9.5% de alcohol sin duda nos hizo a todos entrar en tono, que pasó de una noche de aprendizaje a una verdadera fiesta.
    La Chimey Blue, cerveza oscura hecha en frutas con un 9% de alcohol. Es la única de las cervezas que también se sirve en draft.
    La Hoegaarden, considerada la cerveza belga blanca, doblemente fermentada, con un sabor dulce de cítricos y hierbas que la hizo la mejor para cerrar nuestra clase.
    Luego de cinco buenos tragos y de una hoja de mi libreta llena de importantes notas de aprendizaje, Cai nos dio a elegir una botella de la cerveza que más nos hubiera gustado. La mayoría se inclinó por la Westmalle, quizá en búsqueda de un estado etílico avanzado. Yo por mi parte me incliné por la Chimey Blue, que se convirtió inmediatamente en mi favorita.

    La clase entera acabó en un bar local a pocos pasos del hostal, donde la música y más cerveza terminaron por enloquecernos. Como he dicho antes, en algunos países podremos necesitar cinco cervezas para sentirnos alegres. Pero cuando se trata de cervezas belgas, alemanas o checas, uno o dos vasos son más que suficientes.
    El beso de una argentina con un chileno, la pelea entre un belga y un suizo y un par de estudiantes locales que me invitaron a probar más y más cervezas hicieron de aquella una noche interesante.
    Y la resaca nos levantaría a todos con un tremendo dolor de cabeza, con el que tuvimos que empacar para desalojar el hostal a buena hora.
    Los australianos, Andrew y Mark, al igual que yo seguirían su camino hacia el norte. Y con un olor a alcohol todavía expidiendo de nuestros cuerpos, nos dirigimos a la central de trenes para nuestra próxima aventura.
  2. AlexMexico
    Luego de algunos meses en Europa es común que muchas ciudades dejen de sorprender a uno como lo hicieron la primera vez. Si bien la monotonía no es muy característica de las metrópolis europeas, el cambio entre una y otra puede no parecer tan radical después de todo.
    Sin embargo, mi arribo a Bélgica tuvo una ventaja. Fue justo después de visitar Marruecos, dos países abismalmente distintos. Aunque una cosa tenían en común: un lluvioso invierno.
    “El meadero de Europa” no me había perdonado mucho hasta entonces. Pero según mis amigos, fuera invierno o verano, la lluvia no cesaba en lugares como Bélgica.
    Pero había varias cosas que me incitaban a quedarme. La calidez de su gente, su delicioso chocolate, su exquisita cerveza y la comodidad de los hostales juveniles en el que había reservado mis noches por venir.
    Otra buena ventaja fue la facilidad que me ofreció la red ferroviaria belga para desplazarme por el país. Por tener menos de 26 años, podía coger un tren a cualquier estación por solo 6 euros. Sin duda, el país donde más barato pude moverme en tren.
    Con su excelente servicio de transporte y sus cortas distancias, no me costó mucho salir temprano de mi hostal en Bruselas rumbo a su estación central, luego de otro excelente desayuno, mucho más voluptuoso que en el resto del continente.
    Se sentía increíble por fin tener la libertad de coger el tren que yo quisiera a la hora que yo quisiera, sin la presión que ejerce el tiempo cuando no podemos permitirnos perder nuestro viaje.
    Fue así como tomé un tren con dirección al oeste, a 60 kilómetros de la capital belga. Y solo 40 minutos más tarde llegué a la central de Gante, una pequeña y bella ciudad en la zona flamenca del país.
    Bélgica fue elegida como la sede de la Unión Europea y de muchas otras organizaciones internacionales, gracias a la neutralidad con la que se ha comportado durante las últimas décadas.
    No obstante, es un país bastante dividido, donde la rivalidad entre francófonos y neerlandeses puede notarse en cada rincón del reino.
    Aunque Valonia, la región sur de Bélgica de habla francesa, tiene varios atractivos que me interesaba visitar, no quería perderme un chapuzón en Flandes, la histórica región norte que nació en gran parte por su hermano del norte, los Países Bajos. Después de todo, 9 meses viviendo en Francia me dejaban ganas de visitar lugares con otro idioma y otro estilo.
    Bruselas fue el vivo ejemplo de un país bilingüe y binacional. Pero Gante, en el corazón de Flandes, me permitiría ver otro lado de la moneda.
    Si algo me gusta de tomar trenes en Europa, es que siempre la terminal está justo al lado del centro histórico de la ciudad. Así, no fue necesario tomar ningún transporte para llegar a mi hostal, y con mi mochila al hombro caminé algunos minutos adentrándome en su casco viejo.
    Aunque la historia de Flandes está estrictamente ligada al Reino de los Países Bajos y su tradición protestante, la arquitectura y trazo de sus calles no me recordaban mucho a Ámsterdam, el mejor ejemplo de una ciudad neerlandesa.

    Pero definitivamente, la nomenclatura de sus vías me traía a la mente a Holanda. Kortrijksepoortstraat, Lange Violettestraat, Burggravenlaan y un sinfín de nombres más, hicieron que mi paseo en Google Maps y el centro de Gante fuera una caminata más en la capital neerlandesa.
    En una de aquellas rúas empedradas, un aparador llamó mi atención. Una pila de mapas colgados, globos terráqueos, brújulas, relojes, libros, diccionarios y diarios me invitaron a entrar a una tienda de viajes.

    Gante es el lugar donde menos esperé hallar aquel negocio. La tienda de NatGeo en Madrid me había emocionado. Pero aquel pequeño comercio local le daba a los viajes un aire todavía más emotivo y genuino.
    Seguí caminando por la misma calle hasta cruzar uno de los canales que dividen a Gante, lo cual deja a su centro histórico literalmente en una isla. Y una vez allí, llegué hasta la puerta del hostal Backstay, justo frente a la Universidad de Gante.
    Gante se distingue en todo el país por ser una ciudad estudiantil. Y aunque su universidad no es la más antigua de Bélgica, es una de las de mayor prestigio, al menos en su parte flamenca.
    El hostal es así más allá de un alojamiento. En su planta baja, el café-bar ofrece a sus clientes un excelente deal. Por 5 euros la hora, los jóvenes pueden trabajar y usar las instalaciones, además de poder beber café ilimitado y algunos bocadillos. El plan perfecto para cualquier estudiante que por allí se pase.
    En ese mismo café me senté a esperar. Mi check-in no llegaría hasta dentro de unas horas. Y con la lluvia que había empezado a caer afuera dudaba mucho en salir de paseo.
    Pero solo había reservado una noche en Gante, y aunque la ciudad es pequeña, no podía esperar tanto tiempo a que la lluvia parase.

    Viajar con un paraguas no era mucho de mi agrado, y con el viento que a veces azota algunas ciudades europeas, lo mejor era siempre coger mi abrigo y mis botas todoterreno. Aún así, caminar con la cabeza abajo no es mi parte favorita de visitar una ciudad.

    No poder sacar la cámara bajo las gotas de agua es también una enorme patada en el trasero. Pero ante monumentos como la iglesia de San Nicolás, ni el agua podía detenerme a sacar una foto.

    La iglesia es uno de los monumentos de mayor antigüedad en Gante. Su construcción se remonta a la Baja Edad Media, en el lejano siglo XIII, cuando suplió a un viejo templo que se erguía en su lugar.

    Los alrededores de la iglesia fueron ocupados por muchas décadas por los comerciantes locales, que convirtieron a la plaza en un famoso punto central de la ciudad. Y hoy, la torre y su destacado estilo gótico dominan el horizonte medieval de Gante desde donde se le pueda observar.

    Flandes es casi una provincia de los Países Bajos, y al igual que estos, su superficie se encuentra por debajo del nivel del mar. Es por ello que las ciudades flamencas, como Gante, poseen una multitud de canales que drenan el agua que entra por el mar y algunos ríos. El río Lys es el encargado de cortar a Gante en varias pequeñas islas, casi al estilo de Ámsterdam.

    Cuando me disponía a continuar mi paseo fotográfico, la lluvia enfureció, avisándome que era tiempo de volver a un refugio.
    No tenía el tiempo suficiente de volver al hostal. Para entonces mi ropa entera estaría empapada. Así que un restaurante de pizza fue la mejor opción para calentarme y saciar mi apetito del almuerzo. Vaya si ahora creía que Bélgica era el verdadero meadero de Europa.

    Tras la satisfacción que la comida italiana siempre es capaz de dar, me vi forzado a volver corriendo al hostal. La lluvia parecía no estar jugando conmigo, y lo que menos quería era pescar un resfriado.
    No fue sino hasta las 3 de la tarde que el sol se asomó con algunos escasos rayos por encima de las nubes. Y fue mi única oportunidad de conocer Gante de forma tranquila.

    Volví caminando en dirección hacia el centro de la isla, justo donde había fotografiado a la iglesia de San Nicolás. Ya que a sus espaldas, otra inmensa torre llamó la atención a mis ojos, que por fin podían elevarse hacia el cielo sin miedo a que las gotas entraran tras mis pestañas.

    El campanario de Gante (llamado Belfort en neerlandés) a diferencia de la torre de San Nicolás, no se usó nunca para fines religiosos. Sirvió más bien como torre de vigilancia y almacén de la tesorería del municipio.

    Múltiples campanas han pasado por su cúspide, cuya función principal a lo largo de los siglos fue la de anunciar la hora o dar avisos a los habitantes de la ciudad. Pero la campana más famosa es la llamada campana Roland.
    Roland se ha convertido en todo un símbolo heroico para los belgas. Incluso es el principal personaje del himno de Gante, que pide a sus habitantes que luchen por su tierra.
    Flandes fue dominada varios años por el imperio español, y fue Carlos V quien ordenó la destrucción de Roland, para tratar de socavar así el espíritu independentista. No obstante, los flamencos salieron adelante, y hasta hoy Gante y Roland forman parte del orgullo nacional.

    No es de extrañarse así que el campanario de Gante se haya ganado el título de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Aunque de hecho, forma parte de un patrimonio multinacional, los campanarios municipales de Bélgica y Francia, que condecoran la independencia cívica de Flandes y la zona norte de Francia, e incluye los campanarios estilo “beffroi” que prestaron un servicio público en cada ciudad.

    Justo enfrente del belfort, una tercera torre me llamó a sus pies, concluyendo el conjunto de las tres torres medievales que dominan el horizonte de Gante.
    En esta ocasión era la catedral de San Bavón, la sede de la diócesis católica de Gante y principal construcción religiosa de la urbe.
    Aunque parte de su fachada estaba en restauración, la gran altura de su campanario tentando a los truenos con los que el cielo amenazaba, me llamaron a su interior sin pensarlo un minuto.

    La catedral alberga algunas obras de artistas de renombre, como Rubens, Otto van Veen y los hermanos Hubert y Jan van Eyck.
    En ella se coronó al emperador Carlos V, marcando un hito en la historia del Sacro Imperio Romano Germánico y el Imperio Español, que pusieron su dominio en Flandes con éxito durante varios años.

    Los detalles interiores y exteriores de la iglesia mezclan un estilo barroco, gótico y románico, que dan al triple conjunto medieval de Gante una exquisita visión.

    Poco a poco me alejé de las plazas centrales del casco viejo, permitiéndome perderme en las calles empedradas que se rodeaban por simétricos edificios de vivos colores.

    Peor ninguno de sus colores me cautivó tanto como el momento en que llegué al callejón del grafiti.

    En una ciudad con tal número de estudiantes universitarios, era imposible evitar que un callejón de poco atractivo se convirtiera en toda una obra de arte.

    Los artistas callejeros se dieron a la tarea de embellecer esta pequeña rúa que une a dos de las calles peatonales del centro de Gante, lo cual por supuesto resalta entre sus bellos edificios de una historia imperial.

    El sol comenzó a penetrar poco a poco aquel callejón, iluminando sus vivos colores todavía más. Y antes de que la lluvia comenzara de nuevo, tomé un par de fotos y seguí mi camino.

    La calle Hoogpoort me llevó hasta el Muelle de las Hierbas, en la rivera del río Lys que corta el plano central de Gante en una pequeña isla.

    Desde el diminuto puente se aprecia una pequeña Ámsterdam de edificios simétricamente compuestos, sobre cuyo reflejo en el agua se estacionaban algunas barcas con fines de transporte.

    Gante forma hoy parte del Reino de Bélgica. Pero sus tierras bajas, canales y arquitectura estirada de ladrillos no hacen más que pensar en los Países Bajos.

    Son ciudades como esta lo que pone a Flandes más cerca de Holanda que de su verdadera nacionalidad. Sea como sea, Gante me mostraba una cara de Bélgica que era la que estaba más entusiasmado por conocer.

    Al cruzar el puente llegué a una pequeña plaza empedrada, donde el antiguo mercado de pescado de la ciudad resguarda hoy la oficina de turismo.

    No había mucho que preguntar en ella, ya que justo enfrente se erguía otra de las grandes joyas de la ciudad, el Castillo de los Condes de Gante.

    Como en muchos condados de la región, los Condes de Gante no quisieron quedarse atrás, y decidieron mostrar a sus ciudadanos y a los enemigos el poder con el que gobernaban el Gante medieval.

    El castillo de uno de los sistemas de defensa mejor conservados de Bélgica, cuya muralla está casi intacta, lo que le cuesta miles de visitas de turistas cada año.

    Es posible visitar su interior. Con su torre del homenaje, la residencia condal y una gran colección de instrumentos de tortura, el castillo es otro gran ejemplo de las grandes fortalezas medievales en Europa.

    Con un puñado de negras nubes en el cielo, decidí volver al hostal, no sin antes pasar por una calórica cena y una buena cerveza en una de las tantas boutiques del centro.

    Bélgica comenzaba a gustarme cada vez más, pero sin duda su cerveza me tenía con la cabeza en otro mundo.
  3. AlexMexico
    Una semana en Marruecos pasó flotando sobre mi calendario. Cuando menos lo esperaba, me encontraba trabajando en la terraza del hostal en Fez, donde pasé mi última noche en el país que me había mostrado una cara muy distinta de los viajes de mochila a los que me había enfrentado hasta entonces.
    Aquella misma tarde, un taxi compartido me llevó hasta el aeropuerto internacional de Fez, donde por fortuna Ryanair había abierto rutas desde hacía ya varios años, abriendo las puertas de África a los mochileros de Europa.
    La aerolínea de más bajo costo me llevó de vuelta al viejo continente en un cansado e incómodo vuelo, donde una niña no paró de llorar, y donde los abarrotados asientos rechinaban en cada pequeña turbulencia que atravesábamos.
    Mi vasta experiencia comprando vuelos en Europa parecía no haberme enseñado las lecciones suficientes hasta esa noche de invierno, cuando me di cuenta de que el aeropuerto Charleroi no era el aeródromo principal de Bruselas, sino una pequeña pista de aterrizaje a una hora de distancia de la ciudad.
    Así, el dinero ahorrado en la adquisición de aquel vuelo barato se fue a la basura con los 17 euros que debí pagar para llegar a la capital belga, donde tenía ya reservadas dos noches en el hostal Van Gogh, en el centro de la metrópoli.
    Pisar de nueva cuenta el suelo europeo no fue tan gratificante como pensaba. Mis deseos de volver al frío y húmedo invierno que se vivía eran escasos. Pero la animada vida de una ciudad como Bruselas me invitó a pensar lo contrario, y sentirme agradecido de volver a lo que ya sentía como mi segunda casa.
    Aunque a más de 700 kilómetros de Lyon, donde entonces estaba viviendo, Bruselas me cobijó como si fuera un miembro local. Con el limpio francés de sus habitantes, la hospitalidad con la que me recibieron en un albergue juvenil, el calor de un café espresso con galletas y las deliciosas papas fritas que aguardaban por mí al siguiente amanecer.
    Si bien mi primera mañana no pude evitar extrañar los desayunos marroquíes, con su mantequilla casera, sus crepas, sus huevos con pimienta y su té de menta, el desayuno en el hostal Van Gogh me dejó más que satisfecho, y listo para empezar mi primera jornada en Bélgica, la primera vez que pisaba aquel diminuto pero importante país de Europa occidental.
    La mañana era nublada, nada raro para mi primer día. Había ya sido advertido de que Bélgica es la bañera de Europa, donde la lluvia parece no cesar a lo largo de todo el año.
    El distrito del pequeño Manhattan a unos pasos del hostal me dejó entrever la moderna cara de Bruselas, lo que en realidad cumplía el estereotipo que se esbozaba en mi mente sobre aquella zona metropolitana.

    La capital de un país, la capital de un reino, pero sobre todo, la capital de Europa, donde los miembros de la Unión Europea decidieron establecer su sede, debido a la política neutral de Bélgica.
    No obstante, aquel pequeño país ha sido la disputa de varias naciones del viejo mundo durante siglos. No por nada se ganó el apodo de “el campo de batalla de Europa”.
    Pero como una de las naciones más jóvenes del occidente europeo, parece haber sido el lugar perfecto para desarrollar a Zentropa (el centro de Europa).
    Al lado del pequeño Manhattan, un barrio lleno de edificios de hormigón y rascacielos, da comienzo el centro histórico de la ciudad, que aunque algo pequeño comparado con otras capitales, sigue luciendo con orgullo su encanto que le ha valido el reconocimiento de la UNESCO.

    Los edificios del gobierno local y construcciones como el Teatro Real de la Moneda muestran que Bruselas es digno de admiración en comparación con sus ciudades hermanas.

    La arquitectura neoclásica y hasta haussmaniana de sus calles centrales me dejaron ver una Bruselas que no esperaba.

    Pero perdido algunos pasos bien adentro, una imagen flamenca de Bruselas me llevó a lo que mi mente esperaba.

    Aquel es el perfecto contraste de una dura realidad que ha enfrentado Bélgica desde su fundación. La división de un país en dos: Flandes y Valonia.
    Históricamente, Bélgica formó parte del Reino de los Países Bajos desde su nacimiento. Sus provincias solían ser llamadas “los Países Bajos del Sur”.
    Su situación geográfica la llevó a adoptar una gran influencia de las naciones circundantes, como Alemania, pero sobre todo, de Francia.
    Aunque los Países Bajos pertenecieron al rey Carlos V de España por mucho tiempo, el reino batalló para separarse de ellos, hasta que lo logró, convirtiéndose en los actuales estados de Países Bajos y Bélgica.
    Pero Bélgica heredó un enorme desafío: una comunidad bilingüe y dos tipos de identidades nacionales: la francófona y la flamenca.
    Flandes, la región norte del país, es una rica e industrializada zona proveniente de la cultura neerlandesa, donde se habla el flamenco, un dialecto del neerlandés.
    Valonia, en cambio, conforma el sur del país, una región católica de habla francesa que ha combatido contra su rival desde el nacimiento del nuevo reino.
    Bruselas es el punto intermedio entre ambas regiones, y es la ciudad bilingüe por excelencia, donde la batalla entre el flamenco y el francés va más allá del idioma. Como bien me dijo un amigo, todos en Bruselas hablan francés. Pero si de verdad quieres ser exitoso en esta ciudad, es imperativo hablar el flamenco.
    Si bien algunos imponentes edificios denotan una fuerte influencia de la vecina Francia, algunas de las mayores joyas de Bruselas nacieron completamente de Flandes.

    Prueba de ello es la Grand Place, el Patrimonio de la Humanidad que pone a Bruselas en el mapa del mundo.

    El palacio gótico del Ayuntamiento domina la explanada que marca el centro nuclear de la ciudad, con su enorme torre puntiaguda que recuerda al nacer del medievo tardío.

    Pero sus alargados edificios con altos ventanales y fachadas en detalles dorados son la viva herencia del esplendor de Flandes.

    Y no cabe duda que aquella mansión negra que hoy alberga al Museo de Historia de Bruselas es un ícono que pocas veces se encontraría en otra ciudad de Europa.

    La Grand Place es el lugar donde una vez al año se tienden las coloridas alfombras de flores que presumen a Bélgica ante el mundo entero. Y es el lugar donde los grupos de turistas se aglomeran en su paseo por la capital europea.

    Para huir un poco de aquellos tumultos que se empezaban a formar, decidí caminar un poco hacia el norte, hacia un viejo edificio que los miembros del hostal me habían recomendado.
    No tenía nada de especial, Una fachada cualquiera y un frío interior residencial. Pero subir a su estacionamiento era gratis, desde el cual se tenía una hermosa vista de la ciudad.

    Claro que con la lluvia y una niebla que había empezado a caer, la panorámica no era tan bella como me habían contado. Y con el mal humor que suele generarme el exceso de agua, fue momento de bajar y hacer algo de tiempo en un café.

    Bruselas era como estar de vuelta en Francia. La gente andando por sus calles, hablando con el mismo acento al que ya me había acostumbrado, bebiendo un espresso, comiendo patatas fritas en un cono, escuchando rap franco-árabe, entre bonitos edificios que contrastan con los grafitis de las tribus juveniles modernas.

    Incluso su catedral, la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula, tiene un cierto parecido con la catedral de Notre Dame de París desde cierto ángulo.

    Pero había varias cosas que separaban por mucho a Bélgica de su hermana del sur. Y poco a poco empezaría a descubrirlas.
    Cuando la lluvia paró un poco, avancé hasta el parque Mont des Arts, una verde explanada de jardines ingleses ante cuyos pies se extiende el centro de Bruselas.

    Orillado por los bellos edificios flamencos, que ya desde entonces comenzaban a enamorarme, es el lugar donde algunos artistas callejeros intentan ganar algunos euros entreteniendo a los turistas.

    Pero ante todo, es el lugar desde el que se aprecia mejor la antigua cara de Bruselas, que a pesar de la lluvia me dejó un exquisito sabor de boca.

    Al otro lado del parque, la iglesia de Santiago da comienzo a otro de los importantes barrios de la ciudad.

    Detrás de él, el Palacio Real de Bruselas apareció como otro imponente castillo europeo que sigue siendo la residencia del monarca, el rey Felipe de Bélgica.

    Hay veces que los turistas olvidan que Bélgica sigue siendo una monarquía. Pues bien, el Palacio Real le recuerda a todos que una familia real sigue al frente del país como jefes de Estado.

    Pero se trata de una monarquía parlamentaria, como la mayoría de las modernas monarquías europeas. Y su cámara de representantes parlamentarios está justo al frente del palacio, dejando en claro la identidad democrática del país.

    La avenida que nace de los jardines reales me llevó hacia la otra cara de Bruselas. El moderno y más conocido rostro de la metrópoli: su barrio europeo.
    Los edificios que acogen a las distintas instituciones de la Unión Europea hacen de Bruselas la verdadera Zentropa. Una especie de Ginebra en la cara occidental del continente.

    La concentración de la administración europea ha impulsado también la economía local hacia las nubes, haciéndola una de las ciudades más prominentes.
    Sin embargo, la política internacional le ha valido a Bruselas enemigos inconformes con el sistema, lo que la ha llevado a estar en el foco rojo del terrorismo durante los últimos años, sobre todo después del atentado del 2016.
    El parque Leopoldo se encuentra en el medio del quartier européen, y es uno de los varios pulmones que permiten a Bruselas respirar.

    Tras él, un moderno edificio de cristal alberga la sede del parlamento europeo.

    En realidad, Bruselas es una de las tres capitales de la Unión Europea, ya que las sesiones plenarias de llevan a cabo también en Luxemburgo y Estrasburgo, esta última siendo la sede oficial del parlamento.

    Mi caminata por la cara más internacional de Bruselas fue linda. Pero para mí había llegado la hora de probar algo más local.
    No había mejor forma de empezar que acudiendo a un supermercado. Si el viento me había arrastrado hasta Bélgica debía probar su chocolate y su cerveza.
    Existen múltiples confiterías a lo largo de la ciudad, pero un chocolate de marca local podía saciar ese apetito. Y una barra de Côte d’or rellena de coco fue sin duda una excelente elección.

    En cuanto a la cerveza, mi tarde estaba apenas por empezar. Las cervecerías locales me ofrecían una cantidad gigantesca de opciones, ante las cuales no sabía cómo reaccionar. Así que dejé que mi intuición me guiara y cogí una botella de Westmalle tripel, que disfruté de vuelta en el hostal al no saber si beber alcohol en la calle era algo permitido en aquella ciudad (luego sabría que lo es).

    Después de un almuerzo precedido por un buen aperitivo con cerveza, salí a dar una última ronda por las atracciones que la ciudad aún tenía para mí.
    La primera escala me llevó de vuelta a cruzar el centro histórico, dejando al desnudo los frescos que ponen en alto a la historieta belga, un país donde los cómics son tan importantes como en Estados Unidos o Japón.
    Las bandes dessinées franco-belgas se han ganado el amor del público alrededor de todo el mundo, con títulos como Ásterix el galo, Los Pitufos y el simpático Tintin, a quien descubrí bajando la escalera de incendios al costado de una vieja construcción.

    Muy cerca de allí, un niño de bronce que sostiene su miembro para dejar salir el orín sobre el asfalto se llevaba la admiración de multitudes de turistas.
    El Manneken Piss se ha convertido en una de las principales atracciones de Bruselas, y también forma parte de la lista de las figuras más decepcionantes en el turismo mundial, junto con La Sirenita de Copenhague.

    La estatua no es nada maravilloso. Un pequeño de 65 centímetros de alto de cuyo pene sale agua creando una fuente que da la idea de estar chorreada de orines.
    Pero la fama del niño se debe más bien a la cantidad de leyendas que lo rodean, o al mismo simbolismo del que se le ha dotado durante los años. Hoy el Manneken Piss representa al espíritu liberal de los belgas, lo que le ha ganado ser el objeto más fotografiado de todo Bruselas.

    A unos pasos, cerca de la Grand Place, otra leyenda rodea a un Jesucristo recostado sobre un retablo de bronce. Aquel que toque su brazo se dotará de buena suerte, y tendrá la fortuna de volver a Bruselas.

    Junto al Manneken Piss y a la Grand Place, otro monumento ha hecho de Bruselas un símbolo mundial, y aunque bastante lejos del centro histórico, no podía irme sin tomar al menos una fotografía.
    Se trata del Atomium, la imagen más moderna de Bruselas. Una estructura de más de 100 metros de altura que representa a un cristal de acero.

    Lo que se construyó para permanecer seis meses durante la Exposición de Bruselas de 1958 se ha mantenido en pie como una verdadera atracción hasta nuestros días, y se ha convertido en la Torre Eiffel de la capital belga.
    De vuelta en mi hostal, la noche apenas empezaba a caer, y yo arreglaba otro de mis tantos reencuentros en Europa.
    Dos años atrás, Víctor había llegado a mi ciudad natal en México para conocer el mejor carnaval del país. Y un mes más tarde, viajamos juntos a la zona arqueológica de El Tajín, donde compartimos una tienda de campaña para disfrutar dos noches de un festival de electrónica en medio de la antigua capital totonaca.
    Ahora yo estaba en Bruselas, la ciudad que lo vio nacer. Y en muestra de su agradecimiento, se ofreció a mostrarme la vida nocturna de la capital.
    Tomé así el tram hacia la estación Churchill, al sur de la ciudad, a unos pasos de donde él vivía con sus padres y su hermano gemelo.
    Una voz en los altoparlantes del tranvía me hicieron saber que dos estaciones estaban cerradas de manera indefinida. Pero a pesar de las sirenas de la policía que se oían en la calle, no me levanté de mi asiento y seguí de largo hasta mi destino.
    Víctor me recogió fuera de la estación y me llevó a su casa, a donde su cuñada arribaba al mismo tiempo que nosotros.
    —Hay una alerta de ataque terrorista —nos hizo saber rápidamente—. Encontraron a un hombre que se pasó tres semáforos en rojo y que en su coche llevaba tres bombonas de gas. Está identificado por la policía como un radical. No sé ustedes, pero yo no pienso salir de casa esta noche.— finalizó con seguridad.
    Víctor volteó a verme, sintiéndose culpable de que aquella noche, mi fin de semana en Bruselas, una alerta como aquella se lanzara al público, en una ciudad que normalmente suele ser pacífica.
    — No te preocupes —me dijo—. No dejaré que te quedes en casa hoy, seguro que no pasará nada.
    Con la confianza en él y en mí, accedí a salir. No podía perderme la noche de Bruselas por un solo hombre que manejaba con gas en su automóvil.
    Me llevó entonces a cenar, tras lo cual nos vimos con su mejor amigo, Antoine, en el bar Celtica, un pub local donde se ofertaba la cerveza Brugs a un euro.

    Aquella cerveza rubia era casi igual de buena que la Westmalle que había probado en la tarde. Pero pagar tan solo un euro por ella la hacía todavía mejor.
    Con los éxitos de Stromae sonando al fondo, Antoine y Víctor se acercaron a mí con un tarro de cerveza de barril. —Haremos un cul sec —me dijeron—. Será tu bienvenida a Bruselas.

    El cul sec (literalmente “culo seco”) significa beber el vaso entero de alcohol de un solo trago. Todo bien cuando se trata de un shot de tequila, pero pasar medio litro de cerveza de barril por mi garganta no fue una tarea con la que pude lidiar.
    Con el cerebro congelado tras un fallido intento de cul sec, ambos me sacaron del bar para llevarme al Café Delirium, la mejor cervecería de Bruselas.

    El elefante rosado de Delirium ha cobrado fama internacional, sobre todo por ostentar el récord Guiness como el bar con la carta de cerveza más grande del mundo.
    Cuando el barista me dio el menú, el peso me llevó a dejar caer los brazos sobre la barra. Aquello no era una carta, era una verdadera guía de cervezas provenientes de todos los rincones del mundo.
    ¿Cómo podría elegir una cerveza? ¿Una sola marca entre más de dos mil opciones?
    —Dame una cerveza local —le dije al oído—. La que quieras y que sepas que está buena.
    Una Tripel Karmeliet fue la elegida por el empleado, tras la que siguieron un par de pintas más que me dejaron casi en las nubes.

    Si Francia es la capital del vino, Bélgica lo es con la cerveza. Y beber cerveza en Bruselas no se compara con hacerlo en ninguna otra parte del planeta.

    Lo que un par de cervezas suele hacer conmigo en México no tiene comparación con lo que lograron en el Delirium. Es por ello importante conocer el porcentaje de alcohol presente en cada botella. La cerveza mexicana al lado de la belga parece ser solo agua fermentada.
    Así fue como me vi obligado a rechazar la siguiente invitación de Víctor, quien quería llevarme a un tercer bar a beber absenta, la bebida prohibida de Europa que tiene más de 80% de alcohol.
    —Si haces eso conmigo acabaré con un coma etílico en un hospital —. Así que lo mejor para ambos fue dar por terminada la noche y evitar peores consecuencias.
    Agradecido con Víctor por aquella introducción a la vida nocturna de Bruselas, volví a mi hostal para descansar y tratar de dejar salir el alcohol de mi cuerpo. Al otro día debía tomar un tren con dirección norte, para adentrarme en los aposentos de la Bélgica flamenca.
  4. AlexMexico
    Hacía ya mucho tiempo que no disfrutaba de la grata experiencia de tener un cuarto de hotel para mí solo. Aunque solo fue por una noche, un baño caliente en mi ducha privada y una cálida y reconfortante cama me dejaron listo para el resto de mi viaje.
    A 355 kilómetros al sur de Marrakech, aquella mañana desperté con una increíble vista desde mi balcón, desde el que se apreciaba el valle del Dadès, uno de los principales ríos de Marruecos.

    Bajé muy temprano a desayunar con Bom y Aleena, las dos chicas con las que el día anterior había comenzado un tour por el sur de Marruecos, que hasta entonces nos había deleitado con montañas nevadas, un castillo bereber, una ciudad sede de los mejores estudios de cine de África y, por supuesto, con el famoso tajín como el platillo principal de cada día.
    A nuestra mesa se unieron un par de chicos georgianos (sí, de un país llamado Georgia que se encuentra en el Cáucaso).
    Mi primera sorpresa fue encontrar por primera vez en mi vida a ciudadanos georgianos viajando como mochileros. Es muy bueno de vez en cuando toparse con gente diferente, y aquel desayuno era el mejor ejemplo con dos georgianos, una rusa y una coreana junto a mí.
    Pero mi mayor sorpresa fue enterarme de que Bom había cambiado de cuarto con aquellos chicos. La razón, era que el chofer de nuestro tour se había pasado toda la noche haciéndole bromas pesadas, diciéndole que si no se acababa la cena dormiría con ella en su cama.
    La incomodidad de Bom era evidente. Decía ni siquiera estar segura de haber entendido el inglés de aquel viejo hombre cuando externó sus “chistes”, tras los cuales siempre reía y acababa recalcando que todo era un juego.
    Aleena y yo le hicimos saber que no la dejaríamos sola con él, y que si algo llegase a pasar durante el resto del tour veríamos por ella en cualquier momento.
    Fue normal entonces que los tres volviésemos un poco perturbados al interior de la camioneta, donde el chofer ya nos esperaba para seguir nuestro camino.
    Antes de dejar el hotel, un miembro del personal se acercó a la camioneta, preguntando si alguno de nosotros había cambiado de habitación, ante lo que todos nos quedamos en un incómodo silencio.
    La señorita solo deseaba saber el paradero de una toalla, ante lo que Bom respondió diciendo que ella había cambiado con los georgianos y había dejado la toalla en la otra habitación.
    Nada más pasó después. Pero el silencio del chofer (algo bastante raro en una persona tan parlante) dejó entrever lo engorroso del momento.
    Hicimos una rápida escala en otro hotel del valle, donde recogimos a Rafa y Silvia, la pareja madrileña que también formaba parte de los pasajeros del tour.
    Su cara de fastidio delató la mala noche que habían pasado, lo que sumó todavía más incomodidad a la atmósfera que se vivía en el vehículo.
    Ambos habían pagado dinero extra a su agencia de viajes en España para que los colocara siempre en buenos alojamientos a lo largo del tour. Vaya sorpresa que se llevaron al descubrir que su hotel estaba todavía en obras negras en buena parte del complejo. Su habitación no tenía calefacción ni agua caliente y las paredes olían a una tremenda humedad a causa de la pintura fresca.
    No tardaron en hacerle saber a su agente la inconformidad que los colmaba en aquel momento. Y aunque nuestro chofer no tenía la culpa de mucho, no dudaron en poner su queja también con él, lo que no parecía tan conveniente después de lo vivido con Bom.
    El descontento duró algunos minutos, necesarios para externar nuestras quejas.  Pero sabíamos que aquel viaje a Marruecos era una experiencia única en nuestras vidas, y debíamos aprovecharla al máximo si queríamos guardar un bonito recuerdo de ella.
    Así, poco a poco fuimos dibujando una sonrisa en nuestros rostros, mientras dejábamos que los paisajes al otro lado de la ventana nos siguieran asombrando más y más.

    A orillas de la carretera varias colinas de poca altura iban pasando ante nuestros ojos. El panorama pasaba a tonos cada vez más rojizos, donde hasta las casitas parecían estar hechas con la arcilla del suelo.

    Aquella autopista es uno de los trechos más famosos para los turistas que se pasean por Marruecos, incluidos los cientos de personas que lo hacen a bordo de una casa rodante.
    Marruecos está dotado con estacionamientos y campamentos para casas rodantes a lo ancho y largo de su territorio. Nunca creí que aquel país estuviera tan preparado para aquel tipo de viajeros; en ese campo nada tiene que envidiarle a lugares como Estados Unidos, Noruega o Argentina.

    Muchos de aquellos excursionistas pasaron la noche en un parking a orillas de la carretera, muy cerca de donde nuestro chofer se detuvo y nos dio unos minutos para fotografiar las Gargantas del Dadès.

    Todos los paisajes que habíamos cruzado formaban parte del valle homónimo. Pero unos kilómetros río arriba el relieve se apilaba en una especie de garganta, con formaciones geológicas que parecían venir de otro planeta.

    La mañana apenas comenzaba y los pocos rayos del sol que podíamos alcanzar los aprovechábamos al máximo para calentarnos de pies a cabeza. Había huido del frío en Europa para pasar algunos días más cálidos en Marruecos. Pero al parecer su invierno no era nada de lo que había imaginado.
    Pasamos una hora más en la carretera, que casi todos tomamos para dormir un poco más. Tras 70 kilómetros al este llegamos a un pueblo llamado Tinerhir, ubicado en medio de otro valle, esta vez atravesado por el río Todra.

    La ubicación de la población hacía bastante lógica, pues aquella parte del valle estaba inundada por un oasis de verde vegetación, lo que permitía a los lugareños cultivar su superficie para su propio autoconsumo.

    El chofer descendió por las colinas hasta lo más bajo del valle, donde un guía nos esperaba para mostrarnos el pueblo.
    Nos llevó en una caminata por el medio del oasis, donde los canales artificiales de agua ayudan a los campesinos a regar sus plantaciones de sorgo, flores y otros vegetales que sustentan la alimentación de buena parte de la población.
    El verde vivaz de sus suelos contrastaba mágicamente con el paisaje de Tinerhir al fondo, cuya mayoría de edificaciones están hechas principalmente de arcilla.

    Nos adentramos así en las curvilíneas calles del pueblo, que no distan mucho de las típicas postales marroquíes.

    Las mezquitas y los gatos parecían ser parte esencial de la vida en en Tinerhir, como bien había podido ya notar en muchas otras ciudades de Marruecos.

    El guía nos explicó que varias casas en la zona habían quedado completamente abandonadas, debido a la migración de muchos habitantes a las grandes ciudades. Eso convertía a Tinerhir en un pueblo casi fantasma.
    Pero para conocer lo que queda de la vida en aquel lugar, nos llevó hasta la tradicional casa de una familia local, donde tocó la puerta y nos invitó a quitarnos los zapatos para poder entrar.
    Aleena decidió quedarse en el pórtico y esperar por nosotros. Los demás en cambio nos sentimos felices y bienvenidos con un té de menta que nos ofrecieron como cortesía.

    El matrimonio que allí vivía se dedicaba a la confección de tapetes y mantas marroquíes, hechos con estambre de lana de camello original.

    Los vivos colores de las mantas son extraídos de elementos naturales encontrados en el mismo valle. Así, el rojo se obtiene de la henna, el verde de la menta, el amarillo del azafrán y el azul del índigo.

    La atención de la familia y del guía parecían estupendas, hasta que lo inevitable llegó. El hombre comenzó a pasarnos uno por uno los tapetes, preguntándonos cuál nos gustaba para decirnos el precio “especial” por el que nos los podía ofrecer.
    No gracias —es todo lo que salía de nuestras bocas—. Ni siquiera podríamos llevar algo tan grande en el avión.
    Como era de esperarse, la insistencia de ambos no se detuvo, y nos siguieron pasando más y más tapetes, que seguíamos dejando en el suelo a manera de rechazo.
    Cuando el hombre se dio por vencido, se paró y nos llevó hasta la salida. Cerró la puerta tras nosotros y supimos que se había enfadado por no haber logrado ninguna venta.
    Ahora entendíamos la razón por la que Aleena se había quedado fuera. Había anticipado bien lo que sucedería, y no era su intención atravesar una batalla más con un feroz vendedor marroquí, que tanta mala fama tienen.
    El guía nos llevó de vuelta al coche, en el que manejamos unos pocos kilómetros río arriba y aparcamos en la entrada de las Gargantas de Todra, el desfiladero más alto de todo el valle.

    Aunque el sol golpeaba fuerte sobre nuestras cabezas, al introducirnos al callejón del desfiladero un frío viento empezó a azotarnos con suavidad, lo que nos forzó a volver al coche y coger nuestros abrigos.
    A diferencia de las Gargantas del Dadès, esta garganta se trataba de un verdadero cañón, tallado por el ensanchamiento del río Todra hace ya varios miles de años.

    Lo más curioso de aquel complejo paisaje lo encontramos al fondo del pasadizo. Entre un montón de rocas en el suelo, el agua brotaba como la fuga de una tubería. Ese era el nacimiento del río Todra.

    Parecía increíble como un curso de agua tan largo como el Todra, que bañaba los cultivos de toda una ciudad, diera comienzo en una filtración tan diminuta, en el medio de un paisaje tan árido como aquel.

    El chofer nos pidió volver para llevarnos al restaurante donde tomaríamos el almuerzo, en una terraza justo al lado del río Todra.
    Esta vez quiero algo diferente —me dije —. Algo que no sea tajín. Llevaba comiendo aquel plato todos los días desde mi llegada a Marruecos.
    Así que opté por la galia, sugerencia que el mesero mismo me dio. Pero al llegar el plato a la mesa supe que me esperaba más de lo mismo. La galia no era nada más que tajín con huevo. Nada feo, debo decir. Pero comer todos los días lo mismo a cualquiera le puede aburrir.
    Apenas con la digestión en curso nos vimos forzados a volver al auto. Teníamos dos horas y media de carretera por delante y si queríamos disfrutar de nuestra última tarde en el tour debíamos apresurarnos para llegar a tiempo.
    El silencio y el sueño se adueñaron del viaje, que nos llevaba hasta la punta este de Marruecos, casi en la frontera con Argelia.
    A diferencia de las ciudades imperiales, en esta zona del país el cielo estaba casi siempre despejado, libre de lluvias torrenciales, pero aún con algo de frío invernal.
    Mientras más avanzábamos el paisaje se hacía más y más árido. Hasta que el suelo rocoso y las montañas rojizas se transformaron en una capa de arena que lo cubría todo. Habíamos llegado a Merzouga, la entrada al desierto del Sahara en esta parte de Marruecos.

    Una vez rebasados los Montes Atlas y los valles de los ríos en el centro del país, Marruecos se convierte en una sábana interminable de arena desértica. Merzouga es un pequeño poblado localizado en el límite entre los valles y el desierto de dunas, lo que lo convertía en el mejor punto culminante para nuestro tour.
    Dejamos a la pareja de españoles en un hotel, a donde los recogeríamos la siguiente mañana. Al resto, el chofer nos llevó a otra especie de hostal, que era el campamento base para muchas de las agencias turísticas.
    La razón de ello es que el hostal está ubicado justo al lado del comienzo de las dunas, el lugar perfecto para un establo de camellos.

    Dejamos nuestras mochilas en un cuarto y el chofer nos presentó con Amar, quien sería nuestro guía y compañero a partir de entonces.
    Amar era dueño de su propia agencia de turismo en Merzouga, y también poseía un grupo de camellos. Era así como nos llevaría a dar un paseo por las dunas, en medio de las cuales pasaríamos una noche durmiendo bajo las estrellas del Sahara.

    Alguna vez en mi vida me había montado ya en un caballo. Pero hacerlo sobre las jorobas de un camello sería algo totalmente nuevo.

    Por supuesto, una silla y una barra de metal hacen la tarea más fácil para acomodarse encima de su lomo. Pero al ponerse en pie y comenzar su andar por la arena, sus tambaleantes movimientos nos dejaron a todos con el trasero adolorido.

    La caravana comenzó por allí de las 5 de la tarde, cuando el sol todavía estaba en su apogeo, deslumbrando el paisaje frente a nosotros con las dunas iluminadas y un cielo potentemente azul.

    Amar tomó la delantera, y comenzó a caminar subiendo y bajando las dunas, como si aquello no significara un arduo trabajo físico para él. Yo había subido un par de dunas en mi vida, y vaya que es una labor agotadora.

    Con una cuerda tiraba de los tres camellos que nos llevaban a bordo. Aleena al frente, Bom en medio y yo detrás de todos, dejando ante mi vista una improvisada pero verdadera caravana del Sahara.

    Aunque un vistazo atrás bastaba para advertir que la civilización de Merzouga estaba a solo unos pasos, era lindo engañarnos mirando solo hacia delante, con nada más que el desierto más grande del mundo frente a nosotros.

    A unos kilómetros al este se encontraba la línea fronteriza con Argelia, tras la cual el Sahara se extiende hasta la costa del mar Rojo, abarcando un territorio casi igual de inmenso que los Estados Unidos de América.

    Era difícil creer que estábamos solo en el preludio de lo que parecía ser un infinito lienzo de arena. Y donde las dunas parecían no terminar, nuestro campamento apareció escondido entre ellas, casi una hora después de haber salido de Merzouga sobre los camellos.

    Amar guió a nuestros peludos amigos hasta la orilla de nuestro campamento, que se componía por unas diez tiendas cubiertas en gruesas mantas de lana de camello. Incluso contaba con un baño improvisado cubierto de las mismas telas. Son las típicas casas de los pueblos nómadas bereberes.

    Amar mismo nos contó que nació en una familia nómada del desierto. Su identificación oficial de Marruecos tiene una fecha y un lugar de nacimiento aleatorios; la verdad sobre su llegada al mundo sigue siendo una incógnita incluso para él mismo.
    Aprovechando el sol que todavía se ponía sobre el cielo, Amar nos invitó a sentarnos sobre una mesita redonda que había colocado en el medio del campamento. Era la hora de tomar el té, lo equivalente en el mundo árabe a beber una cerveza o un café con los amigos.

    Mi bufanda pasó a ser un excelente turbante que cubrió mi cabello de los rayos solares, tal como los verdaderos bereberes protegen su cabeza.

    Aunque cuando el sol poco a poco comenzaba a alejarse, el turbante sirvió más bien para abrigarme del fresco del desierto, que durante la noche llega a ser bastante crudo.

    Al desviar nuestra mirada hacia arriba vimos a un grupo de personas que subían la duna. La puesta de sol estaba por comenzar, y estando en el desierto del Sahara era algo que ninguno de nosotros se podía permitir perder.

    Con todo nuestro esfuerzo comenzamos el ascenso, que sobre la arena resbaladiza fue bastante duro para quienes no estábamos acostumbrados. Por supuesto que para Amar fue solo pan comido.
    La escalada fue más fácil sin nuestros zapatos puestos. Además, sentir la arena del Sahara bajo los pies era simplemente una oportunidad única.

    No se podía determinar si había una verdadera cima. La forma irregular y a la vez perfecta de las dunas nos invitaban a todos a caminar por todo lo alto, dejando nuestras huellas hundidas al pasar.

    Desde allí pudimos ver otros campamentos que se erguían alrededor, colmados de turistas que como nosotros, ansiaban vivir la experiencia de dormir en medio del desierto.

    Las dunas de Merzouga son también uno de los sitios preferidos para los amantes de los boogies y los coches 4x4, que pueden ser fácilmente rentados en la ciudad.
    Las vistas desde lo alto eran maravillosas. Y aunque del lado oeste (por donde se ponía el sol) se asomaban las siluetas de Merzouga, el lado este no ofrecía más que la infinidad del desierto, a donde todos preferimos mirar.

    Una frontera, un desierto, el comienzo de un continente entero estaba frente a nosotros. Y la idea de saber dónde estábamos no nos dejaba de regocijar.

    Antes de que el sol se ocultara por completo, bajamos de vuelta al campamento, donde Amar preparó una de las tiendas para la hora de la cena.
    El menú no fue una sorpresa. Un enorme plato de tajín acompañado de pan árabe y té de menta. Aunque Aleena, Bom y yo estábamos ya cansados del tajín, debo aceptar que comerlo en un campamento bereber en el desierto hizo de aquel el mejor tajín de mi viaje.

    Fuera de la carpa, la noche había caído sobre el campamento, y una profunda oscuridad lo inundó todo.
    Amar prendió una fogata en medio de las tiendas y nos invitó a recostarnos a su lado, ayudado con el calor de un montón de mantas que apiló sobre la arena.
    Los cuatro nos quedamos callados por un instante, no haciendo nada más que mirar al firmamento, donde las estrellas comenzaron a brillar una por una conforme avanzaba el reloj.
    Nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad, y fue posible ver cada vez más figuras en el espacio. Por un momento mi mente se transportó a otra dimensión, una color azul marino rodeada por figuras diminutas y brillantes.

    No me había dado cuenta, pero lo que estaba viendo frente a mí era la Vía Láctea. Una figura nebulosa que nunca había podido presenciar, no con la contaminación lumínica de las ciudades modernas.
    Capturar aquellos cuerpos celestes con nuestra cámara era un desafío casi imposible. Pero nos conformamos con disfrutar de su sola presencia.
    El frío nos heló a todos de pies a cabeza, y decidimos volver a nuestras tiendas para acobijarnos bien. Las mantas de lana de camello eran una maravilla, y no había duda de por qué los bereberes habían domesticado aquel animal como su mejor amigo.
    La siguiente mañana Amar nos despertó al amanecer para recoger nuestras cosas y montarnos nuevamente sobre los camellos.

    La mañana era mucho más fría que la noche que habíamos pasado en nuestras tiendas. Pero los rayos que apenas nos iluminaban desde el este poco a poco nos hicieron entrar en calor.

    Con los ojos entreabiertos y nuestras sombras reflejadas en las dunas, llegamos a Merzouga luego de una hora de caminata.

    Desayunamos algo en el hostal donde Amar nos dejó con sus camellos, a quien agradecimos fielmente con una buena propina que se tenía bien merecida.
    Nuestro chofer nos recogió a los tres y al par de españoles, que contrariamente al día anterior lucían ahora muy contentos con la noche que pasaron en su campamento en las dunas.
    Aleena y yo nos bajamos en la comunidad de Er-Rachidia, donde nos despedimos del grupo y tomamos un autobús hacia la ciudad de Fez, donde pasaría una noche más antes de tomar mi vuelo de vuelta a Europa.
  5. AlexMexico
    Mis días y noches en Marruecos habían sido hasta ahora bastante satisfactorias, a pesar de la lluvia, el frío y la cantidad de azúcar en el té de la que nadie me había advertido.
    Fes y Marrakech, dos de las cuatro ciudades imperiales del reino, demostraron con creces lo que las había hecho grandes, y lo que las había puesto en el mapa aun tras la invasión de Francia y España durante el protectorado.
    No me cabía duda de por qué ambas figuraban como los destinos más turísticos de todo Marruecos, donde incluso en invierno enormes filas de mochileros llegan día tras día a las puertas de sus aeropuertos.
    Mi última noche en Marrakech no fue la excepción. Con el cuarto comunitario para mí solo, el riad Dar Radya me regaló un muy placentero sueño, mismo que necesitaba conciliar bien para seguir con mi aventura el siguiente día.
    Muy temprano, a las 7 de la mañana, desperté para comer mi último gran desayuno en el riad. Los huevos con pimienta, las crepas marroquíes con mantequilla y el té de menta en aquel hostal hicieron despertar mi cuerpo y mi paladar cada día que pasé bajo su ornamentado techo. Y aquella mañana lo hice junto a Bom, una chica coreana que también había madrugado.
    El encargado nos invitó a ambos a coger nuestras mochilas y nos condujo al exterior. Bom sería mi compañera de viaje en una nueva travesía que estaba a punto de emprender.
    La tarde anterior había preguntado al anfitrión sobre los tours que tenía disponibles para viajar hacia el este del país, una zona remota a la cual es algo complicado viajar con las compañías de autobuses.
    Me ofreció el paseo más famoso y atractivo, aquel que la mayoría de los turistas toman para disfrutar de Marruecos.
    Así, pasaría tres días a bordo de una van conociendo las montañas, los pueblos y los cañones del sureste de Marruecos, para terminar nada más y nada menos que en la entrada al desierto del Sahara.
    En una calle cerca de la medina se estacionaba una van blanca, que tenía una pinta de ser bastante vieja, pero en buen estado después de todo. El encargado del hostal nos invitó a subir, tras lo que nos deseó un excelente viaje.
    No tardó en llegar Alena, una joven rusa ojiazul cuyo inglés era ya bastante difícil de entender. A todos se sumaron Rafa y Silvia, una pareja de madrileños que parecían estar celebrando su retiro del mundo laboral.
    Nuestro chofer subió y nos dio los buenos días. Se presentó con un extraño nombre en un acento poco entendible, tratando de cambiar del inglés al español en empatía con los pasajeros.
    Sin más que esperar, emprendimos el viaje, que comenzó con un atasco de tráfico a las afueras de Marrakech.
    El día había comenzado fresco, como era normal en las mañanas de Marrakech. Pero parecía que podía despejar en el transcurso de la mañana.
    Tomamos la salida de la carretera al sureste de la ciudad, rodeada de paisajes llanos tras los que poco a poco la ciudad se fue fundiendo.
    La música árabe que el conductor había colocado de hecho nos arrulló a todos. Madrugar no era algo de lo que nos sentíamos muy felices, pero era la única forma de aprovechar el día entero.
    Luego de algunos minutos la camioneta comenzó a zarandear, llevándonos de un lado al otro en nuestros asientos y haciéndonos despertar de un breve pero conciliador sueño.
    Al abrir nuestros ojos el paisaje frente a nosotros se había transformado por completo, y una cadena montañosa de enorme magnitud se había hecho presente en el suelo bajo el que conducíamos.

    Habíamos entrado a los Montes Atlas, la cordillera que atraviesa Marruecos de este a oeste hasta encontrarse con la costa del Atlántico.
    La mayoría de los turistas viajan a Marruecos en busca de palacios árabes y de un paseo por las dunas del desierto más grande del planeta. Pero pocos se imaginan que entre aquellas dos maravillas, algo tan imponente como los Atlas se atraviesa en su camino.

    Los picos nevados en el horizonte nos hacían difícil de creer que de verdad nos encontrábamos en el norte de África, a pocos kilómetros de la ciudad roja y sus antiguas residencias reales.

    El chofer hizo una parada para permitirnos bajar y fotografiar la panorámica que se extendía bajo nosotros. Habíamos ya alcanzado cierta altura, y al poner un pie fuera el frío del que tanto había huido en Europa volvió a mi cuerpo como mil puñaladas en mi piel.

    Pero enfrentarse al helado viento merecía la pena, con tan magnífica postal que ni siquiera en Europa había podido tener aún.

    Las agencias de turismo de Marrakech ofrecen todas ese mismo trayecto. Era normal entonces que el 90% de los coches frente y tras nosotros fueran camionetas, cada una con un grupo de turistas deseosos de admirar los Atlas y sus blancas cimas.

    Todos juntos nos introdujimos al paso Tzi Ntichka, la carretera que atraviesa las montañas y que lleva al lado desértico de Marruecos.

    Las curvas se fueron haciendo cada vez más pronunciadas, y cuando menos nos dimos cuenta, estábamos manejando sobre la nieve.

    De hecho, nuestro guía nos contó que existen dos estaciones de esquí sobre las montañas, que entonces estaban abiertas para el deleite de los amantes del invierno.
    Un cielo tupido y nublado se posaba sobre nosotros; pero su trato fue el mejor al no soltar su furia sobre el grupo de turistas que ni con la lluvia se detendría de admirar la belleza de aquel valle.

    Nos detuvimos en un mirador al lado de la carretera, el más alto de toda la cordillera, tras el cual la autopista comienza a descender.
    El viento había cesado un poco y nos regaló así el mejor comienzo de nuestra jornada juntos por el sureste marroquí, donde los Atlas eran apenas una muestra de su esplendor.

    Cuando el coche comenzó el descenso el paisaje no tardó en cambiar. El suelo se teñía de un rojo cobrizo, pero las nubes no dejaban de aparecer.
    Pronto comenzó a llover. Menos mal que fue tras dejar las montañas atrás, pensamos todos. Pero nuestra siguiente escala no demoró en aparecer. Y la lluvia parecía no detener a los guías, que debían cumplir con un itinerario si querían recibir su pago.
    Sin paraguas ni el equipo adecuado para la lluvia, fuimos casi obligados a bajar del automóvil. Los madrileños no parecían estar muy contentos. Pero era eso o quedarnos en el coche y perdernos de un atractivo más del tour.
    Yo por mi parte me cubrí con mi capucha, y traté de ignorar la fría agua que caía sobre nosotros. El clima no es algo que podamos cambiar y no iba a permitir que arruinara mi viaje.
    En la entrada de un pueblillo nuestro chofer nos presentó con un guía local. Un hombre proveniente de una tribu bereber que era capaz de hablar árabe, inglés, francés y español.
    Cubierto con su chilaba, la lluvia parecía no afectarle en lo absoluto. Protege la cabeza del frío en invierno y del sol en el verano —me hizo saber—. Al final del viaje todos aprenderíamos del buen uso que se puede hacer de una chilaba en aquellas remotas tierras.

    Nos llevó hacia la parte trasera de un montón de casitas de arcilla, tras las cuales tuvimos una primera vista del ksar de Ait Ben Haddou.

    “Ksar” es una palabra utilizada en el Magreb, el norte y noroeste de África, para designar antiguas ciudades fortificadas construidas en oasis a lo largo del desierto. Es lo equivalente a un castillo en el mundo árabe.

    El Magreb estuvo habitada mucho antes de las invasiones árabes y musulmanas por los bereberes, tribus nómadas que vagaban por el desierto.
    Durante la Edad Media, muchas de estas tribus fueron convertidas al Islam, aunque adoptaron una visión muy particular de ella, diferente a la de los pueblos árabes.
    Fue en esta época cuando construyeron los ksar a lo largo de la franja norte de África. Ait Ben Haddou es uno de los mejores ejemplos de ello.

    Aunque la zona parece bastante seca, incluso con la lluvia que no cesaba para entonces, Ait Ben Haddou se encuentra junto al paso de un río, que proveía a la población de cultivos y palmerales, mismos que custodiaban desde lo alto de la fortaleza.

    Tras cruzar un puente, el grupo y yo nos adentramos en la ciudadela, cuyas calles laberínticas no distan mucho de las ciudades medievales europeas.

    Aunque claro está, la construcción de las mismas y su arquitectura poseen un estilo abismalmente distinto a la Europa del medievo.
    La totalidad de las casas del ksar están construidas con adobe, bajo las cuales todavía viven algunas familias, que se dedican sobre todo a la venta de artículos turísticos.

    Esas familias tienen la obligación, por ley, de respetar la arquitectura y trazado de la ciudad, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, como una de las mejores muestras de fortalezas bereberes en toda África.

    El lodo que caía de las propias paredes hacía muy fácil resbalar por aquella ciudadela. Yo, a diferencia de mi grupo, fui muy bien equipado con mis botines de senderismo, resistentes a todo terreno. No era muy agradable ver cómo los tenis se estropeaban con la abrupta combinación del agua con la arcilla.

    El ksar está tan bien conservado que ha sido elegido por múltiples estudios cinematográficos como escenario de películas que retratan los paisajes de África y Medio Oriente. Es el caso de La Momia, Alejandro Magno, El Gladiador, Babel e, incluso, algunos capítulos de Juego de Tronos.
    La lista de películas que han pasado por sus muros son exhibidos en una de las tiendas turísticas en el camino principal.

    El recorrido culminó en la cima del cerro sobre el que está construido la ciudad, donde se posa el antiguo granero que sustentaba a toda una población que bien supo defenderse por varios siglos en este remoto pero hermoso paisaje.

    El guía nos bajó hasta la entrada del pueblo, donde le dimos las gracias y una propina por su excelente traducción. Haber conocido Ait Ben Haddou había sido una experiencia maravillosa, pero haber estado en contacto con un verdadero bereber era sin duda mucho más excitante.

    El chofer nos encontró junto a su camioneta. Pero antes de volver a su interior, era ya hora del almuerzo. La lluvia había cesado y estábamos ansiosos por sentarnos en un buen y cómodo lugar donde también nos pudiésemos secar.
    Nos llevó a un restaurante local con el que, por supuesto, su agencia tenía un convenio. Bom, Alena, los madrileños y yo nos sentamos alrededor de una de las típicas mesas marroquíes y ordenamos nuestros platillos.
    La mayoría ordenó tajín, el platillo nacional de Marruecos. Yo, un poco cansado del tajín (luego de tres días de haberlo almorzado), preferí inclinarme por el omelette bereber.

    El plato en el que me lo dieron cubierto me hacía pensar que se trataba, en efecto, de una nueva especie de tajín. Pero al alzar la tapa resultó ser una tortilla de huevo con especias y verduras. Nada del otro mundo.

    Antes de volver al coche, donde sabía que pasaríamos al menos un par de horas sentados, pedí al chofer usar rápido el baño del restaurante.
    Lo que me encontré en su interior fue algo bastante insólito. Un hoyo en el suelo sobre una plataforma de porcelana que me hizo pensar que se trataba de una especie de mingitorio público.
    Pero un rollo de papel a su costado, un cesto de basura y un par de plataformas que parecían estar hechas para colocar los pies, descifraron su misión como letrina del restaurante.

    Los rumores sobre ello no habían aparecido hasta entonces. Algo curioso, sin duda. Pero difícil de utilizar para un occidental como yo. Aunque al evitar el contacto físico con la superficie parecía no ser del todo antihigiénica, además de respetar la postura natural del cuerpo humano.
    Marruecos seguía manifestando sus sorpresas, y nuevamente a bordo del carro, las joyas del desierto empezaron a aparecer tras las ventanas.

    Pocos kilómetros adelante llegamos a Ouarzazate, la ciudad capital de la provincia homónima, que habíamos recorrido ya por varias horas.
    El chofer se detuvo justo frente a la Alcazaba de Taourit, antigua fortaleza que protegía la población.

    La escala fue rápida, pero significativa. La ciudad es conocida como la puerta del desierto, ya que desde allí el paisaje circundante se torna todavía más árido.
    Pero la razón por la que muchos de los tours paran en Ouarzazate es por ser considerada la meca del cine en Marruecos.
    Los Atlas Estudios han dado cobijo a diversos estudios cinematográficos internacionales, en los que se han rodado filmes como Ásterix y Cleopatra, La Guerra de las Galaxias, El Gladiador y La última tentación de Cristo.
    La ciudad cuenta con un museo del cine, al que muchos turistas deciden entrar por un precio extra. Nosotros, sin muchas ganas de recorrer un museo a pie, decidimos seguir de largo hasta nuestro destino final de aquel día.

    Nos adentramos entonces al Valle del Draa, el río más largo de Marruecos que forma por su cauce un enorme valle rodeado de montañas bajas.

    Aún con la presencia del agua, el paisaje se hacía cada vez más árido. Para ese entonces el cielo se había despejado a medias y los rayos del sol calentaban la superficie.

    Antes del ocaso arribamos al pueblo de Zagoria, junto al Valle del Draa, donde dormiríamos aquella noche.
    El pueblo lucía ya un poco de verde vegetación en sus alrededores que daba algo de vida a aquel paisaje tan rojizo.

    El chofer dejó a la pareja madrileña en un hotel junto a la carretera principal y Alena, Bom y yo fuimos llevados a otro hotel de la zona, donde también durmió el conductor.
    Nunca esperé que el tour nos diera una habitación privada en un hotel tan lujoso. Una cama king-size para cada quien, con baño privado, un balcón con vista al valle, una piscina en la terraza y un restaurante decorado con coloridos tapetes bereberes, en el que tuvimos una cena totalmente pagada.

    El menú fue el de siempre, una sopa harira y un plato de tajín. Menos mal que por la tarde había decidido almorzar algo diferente.
    Bom y yo nos quedamos charlando con el resto de los viajeros que habían tenido la fortuna de hospedarse en nuestro mismo hotel, hasta que el sueño nos venció y nos llevó a la cama.
    Al otro día nos esperaba otra larga y cansada jornada por los valles, que nos llevaría a la verdadera entrada al desierto.
  6. AlexMexico
    La eterna búsqueda del clima perfecto de la que muchos viajeros somos víctimas había ya comenzado a patearme el trasero después de mis primeros dos días en el norte de África.
    Era fácil creer que pasar una semana en Marruecos a mediados de febrero sería el antónimo ideal al crudo frío europeo que me hacía desear quedarme en cama todo el día, aunque el reloj marcara las horas de un ilusorio sol que se asomaba solo a veces entre los cielos helados.
    Pero mi chaqueta, que se había ya convertido en mi mejor amiga, debió acompañarme cada uno de mis días al sur del Mediterráneo. Tal parecía que los marroquíes gozaban también de un frío y lluvioso invierno.
    Bajo esa etérea y fastidiosa lluvia tomé un autobús nocturno en la terminal rodoviaria de Fez, no sin antes contender una vez con los marroquíes, que insistían en ayudarme con mi mochila en busca de un par de monedas, que al no recibir les hacía explotar en cólera entre un arsenal de insultos en árabe que mis oídos afortunadamente no podían descifrar.
    El elevado volumen de la música bereber que el chofer dejó escuchar desde los altoparlantes durante las primeras horas del trayecto trajo a mi mente aquellas melodías evangélicas que apaciguaron el peor de mis viajes una noche de diciembre en la frontera norte de Guatemala. Pero a diferencia de aquel repugnante autobús, esta vez el conductor se dignó a brindarnos un arrullador silencio, que me dejó dormir hasta nuestro arribo a Marrakech.
    La puntualidad de sus servicios me había impresionado bastante, para ser sincero. Aunque a decir verdad, la antelación de nuestra llegada a las 5:30 de la mañana no era lo más conveniente para un viajero como yo.
    Me vi entonces obligado a tomar un taxi hasta la medina, el centro antiguo de Marrakech y la zona donde se aglomera la mayoría del turismo. Aunque claro que a esas horas de la madrugada, el vacío en sus calles era más que aterrador.
    Al igual que en el centro de Fez, la medina de Marrakech es una zona completamente peatonal. Por tanto el taxista me dejó en la entrada principal a los souks, los mercados callejeros, que para ese entonces estaban todavía cerrados.
    Esta vez creí haberme anticipado bien ante la falta de un plan de internet en mi móvil, y tenía descargado el mapa que me llevaría hasta la puerta de mi hostal. Pero las calles de las medinas árabes son siempre un laberinto que solamente los locales saben atravesar.
    No pasó mucho tiempo para que un hombre se acercara ofreciéndome ayuda. Pero mis anteriores experiencias con los marroquíes me dejaban en claro que aquel sujeto solo me ayudaría a cambio de algunos dirhams, por lo que me negué ante su oferta.
    Soy policía de seguridad —me dijo—. Dime el nombre de tu riad y te llevo a él. Su chaleco fluorescente parecía ser real, y lo dejé guiarme hasta la entrada del hostal.
    Cuando creí haber conocido a un honesto funcionario que me habría ofrecido al fin ayuda verdadera, su mano extendida frente a la puerta me indicó que todo había sido un engaño. El chaleco no era más que un señuelo para camuflar su identidad, y al igual que la mayoría del resto, esperaba dinero a cambio.
    El encargado del hostal abrió la puerta y me dio la bienvenida. El señor pregunta si le darás alguna moneda —me hizo saber—. Me dijo que era un policía, no tengo por qué darle algo a cambio. —repliqué. Aunque parezca rudo, es así como muchas cosas funcionan en Marruecos.
    Tras el manifiesto enfado en la cara de aquel hombre, cerramos la puerta y me refugié por fin del frío que bañaba el exterior. Y ya que sabía que podría hacer mi check-in hasta pasado el mediodía, pedí al encargado poder dejar mis cosas y descansar un poco en la sala común del hostal, a lo cual contestó mostrándome el camino al cuarto compartido, donde cordialmente me permitió tomar mi cama y hacer el check-in después de descansar algunas horas. La hospitalidad de muchos marroquíes parecía ser, después de todo, algo de admirarse.
    El Dar Radya fue otro claro ejemplo de lo placentera que puede ser una estadía en un típico riad marroquí. Su patio central con mesas de té y una fuente en la que se bañaban las aves; los cuartos con ventanas dobles de madera y tapetes de mosaicos; el baño en colores rojizos y un lavabo de azulejos en motivos geométricos.

    Cada detalle de aquel riad parecía estar planeado a la perfección para hacer sentir a sus huéspedes en un histórico Marruecos. Y sumado a la amabilidad de su personal la experiencia no podía ser mejor.
    Un té de menta es siempre una buena forma de empezar el día. Y ya que el cielo me sonreía mucho más que la noche anterior, salí nuevamente a caminar por las laberínticas calles de aquella metrópoli magrebí.

    Marrakech es una ciudad más nueva que su hermana Fez, en el norte, de donde yo había llegado esa mañana. Mientras Fez fue fundada por una dinastía árabe, Marrakech, situada más bien al sur del actual país, nació gracias a una dinastía bereber, llamados los almorávides.
    La imagen contemporánea de Marruecos y el Magreb (el noroeste africano) suele resumirse en un solo concepto: países árabes.

    Pero es necesario hacer algunas diferencias. Los árabes son un pueblo (actualmente aceptados como una etnia) que originalmente provienen de la península arábiga, y que poblaron el Medio Oriente y el norte de África durante la propagación del Islam en los siglos VII y VIII.
    Y aunque puede decirse que casi todos los árabes hablan la lengua árabe, no puede decirse que todos los árabes practican el Islam. Así también, no puede decirse que todos los pobladores de los países árabes pertenecen a la etnia árabe ni hablan tal idioma.
    Antes de que los árabes se expandieran llevando consigo el Islam, el norte de África estaba ya habitado por tribus nómadas, conocidas como bereberes, hablantes de lenguas bereberes.

    Venta de tapetes bereberes típicos.
    Su presencia a lo largo del Sahara se remonta a siglos antes del nacimiento de Cristo, aunque las duras condiciones del desierto más grande del mundo los obligaron a moverse constantemente de un lado a otro.
    No obstante, fueron capaces de establecer verdaderas ciudades en algunas de las regiones mejor adecuadas para su supervivencia. Marrakech es uno de los mejores ejemplos, nacida como una urbe bereber e invadida siglos más tardes por los sultanes árabes que hasta hoy gobiernan Marruecos.
    Se puede decir entonces que los dos principales pueblos que habitan hoy el Reino de Marruecos son los árabes y los bereberes, siendo el árabe y el bereber las dos lenguas oficiales del país, y cuyos ciudadanos son libres de profesar la religión que deseen. Aunque claro, el islam es el dogma predominante.

    Mujeres usando su hiyab típico árabe, y detrás un hombre usando su jellaba típica bereber.
    La medina es el lugar donde se establecieron los primeros pobladores de la ciudad durante la Baja Edad Media. Los souks de Marrakech son los más grandes del país, y es la mejor forma de sumergir a los turistas como yo en estos típicos y laberínticos mercados callejeros del mundo árabe.

    Otro elemento bastante característico de estas ciudades son los hammam, los baños árabes o turcos que se heredaron de la cultura romana tras su desaparición.

    Los otomanos y las culturas islámicas prosiguieron estos rituales de limpieza en baños públicos, que hasta el día de hoy están divididos para hombres y mujeres. Es la versión árabe de las saunas, que le valen a Marruecos una buena parte del turismo que reciben.
    No tardé mucho tiempo para darme cuenta de algo. Casi la totalidad de los edificios y paredes en la medina eran de color rojizo. La causa, es que están construidas con arena roja, característica de la zona donde se emplaza la ciudad.

    Es por ello que Marrakech se ha ganado el título de “la ciudad roja”. De hecho, cualquiera que viaje por Marruecos se dará cuenta que cada ciudad tiene un color predominante en sus construcciones, ya que por órdenes de los gobiernos locales toda nueva edificación debe respetar el material y el color tradicional para conservar su matiz único.

    La medina está amurallada todavía en su mayor parte, y como es de esperarse, su extensión es bastante grande.
    Pero toda caminata por la medina culmina de forma perfecta en la plaza de Yamma el Fna, el corazón de Marrakech donde desemboca la densa red de callejuelas.

    La plaza de forma irregular está rodeada por tiendas, restaurantes y cafés que ofrecen la mejor vista de la ciudad con sus terrazas. Pero lo mejor de Yamma el Fna se encuentra sin duda al nivel del suelo.

    Conforme va avanzando el día, comienza a llenarse de comerciantes y artistas de todo tipo. Mujeres que pintan con henna, vendedores de jugos de naranja o de pociones afrodisíacas; malabaristas, músicos, encantadores de serpientes, contorsionistas; vendedores de fruta, pescados, tapetes persas, joyería, juegos de té, lámparas mágicas.

    La lista va creciendo conforme el sol va avanzando hacia el oeste. Pero como bien me habían dicho, lo mejor de Yamma el Fna llega tras el ocaso. Por ello decidí seguir mi camino y dejar que me sorprendiera al caer la noche.
    Al oeste de la plaza una larga calzada peatonal ofrecía paseos turísticos en carruajes, que se estacionaban junto a uno de los parques públicos que dan comienzo a las modernas avenidas, donde el tránsito de coches empezaba a aparecer en la ciudad.

    Al fondo, la torre de la mezquita Kutubía dominaba el paisaje, haciendo notar su presencia como el ícono más representativo de Marrakech.

    Como dije antes, la ciudad fue fundada por los almorávides, en una localización estratégica para las caravanas que cruzaban el Sahara hacia la África negra.
    Pero de la época almorávide no queda nada en Marrakech, ya que años después de su llegada fueron invadidos por los almohades, otra dinastía bereber proveniente de las montañas del este.
    Los almohades dieron a Marrakech su primera gran época de esplendor, y en el siglo XII su primer califa, Abd Al-Mumim, mandó a construir la mezquita Kutubía, que se cuenta que en su época era de las mayores en el mundo islámico.

    Sus muros están construidos, al igual que el resto de la ciudad, con la arena rojiza que rodea a la urbe, presumiendo sus arcos de herradura por los que es un deleite atravesar para todo occidental como yo.

    Su alminar (como se le conoce a las torres de las mezquitas) es la construcción más alta de Marrakech, y aunque ha perdido ya buena parte de su ornamentación original, continúa imperando con su poder sobre la metrópoli roja.

    Marrakech es quizá la ciudad más turística y visitada en todo el país. No fue extraño entonces que mi amiga Daniela, que entonces salía con un chico marroquí, se encontrara aquel día en la misma ciudad que yo, a más de 9000 kilómetros de nuestro hogar en México.
    Encontrarme con ella mientras tomaba un café frente a aquella imponente mezquita fue sin duda una experiencia extraordinaria. Pero mejor aún en compañía de un local como Zakaria, su novio marroquí que nos ofreció a ambos mostrarnos lo mejor de la ciudad.
    Al oeste de la mezquita, Zakaria nos llevó a La Mamounia, un verdadero palacio-hotel que permite visitas gratuitas a los turistas.

    El terreno fue heredado al príncipe Al Mamoun en el siglo XVIII como regalo de bodas por parte de su padre. Pero fue hasta 1923 cuando se decidió inaugurar un lujoso hotel en lo que alguna vez fue un oasis protegido dentro de las murallas de Marrakech.

    Entrada al hotel La Mamounia.
    Numerosas celebridades son las que se han hospedado en sus opulentas habitaciones. Desde políticos tan renombrados como Winston Churchill y el general Charles De Gaulle, hasta artistas como Charles Chaplin, Edith Piaf, Yves Saint-Laurent y Elton John.
    La máxima expresión de la arquitectura árabe y andaluza parecía encontrarse al interior de aquel suntuoso hotel.

    Esculturas de arabescos, techos con madera tallada en la mejor calidad, fuentes de mosaicos mudéjar y lámparas de cristal que iluminaban el interior del edificio simplemente a la perfección.

    La presencia del agua en sus fuentes y estanques no podía pasarse por alto como en cualquier otra construcción del mundo árabe. Pero sin duda en una forma muy diferente a como lo hacían los riads que mi bolsillo podía pagar.

    Detrás del hotel, ocho hectáreas de jardines se extendían con un acervo de especies vegetales que contrastaba idealmente con el naranja de sus muros. Palmeras, cactus, olivos, naranjos y bugambilias, donde los pájaros se posaban para hacer al ambiente inclusive más sublime.

    Con su cava de vino, spa, chefs de renombre, suites imperiales y códigos de etiqueta, La Mamounia nos dejó en claro que Marruecos no tiene nada que envidiarle a los países occidentales en cuanto a turismo de lujos se trata.

    Pasadas las horas la lluvia comenzó a caer otra vez sobre nosotros, así que decidimos que era tiempo de comer.
    Zakaria nos llevó a un buen restaurante por un almuerzo típico marroquí: sopa harira y tajín. Ambos platos me parecían dignos de todo paladar, pero después de cierto tiempo no sabía si me llegarían a aburrir.

    Y para para la digestión, un buen vaso de té nos reconfortó a ambos lados de la mesa, antes de volver al coche y seguir nuestro tour por la ciudad roja.

    Zakaria tomó una carretera, que parecía estarnos llevando fuera de la ciudad. En realidad, nos dirigíamos a la Palmerai, la zona norte de Marrakech, donde un oasis de palmeras parece ser el lugar que ha atraído a millonarios a construir sus nuevas residencias.

    Camellos en el Palmerai.
    Aunque a decir verdad, no todos son precisamente millonarios. Aunque Marrakech es una de las ciudades más caras de Marruecos y ha incrementado sus precios inmobiliarios durante las últimas décadas, comprar un riad en su interior sigue siendo mucho más barato que un apartamento en Europa o Estados Unidos. Es por ello que se ha convertido en la ciudad que atrae a más extranjeros en todo el país.
    Al volver al centro antiguo de la ciudad, cometimos el grave error de atravesar la muralla de la medina en el coche. Si bien, gran parte de ella es peatonal, algunas calles están habilitadas para el tránsito automovilístico. Pero la circulación en su interior es simplemente nefasto.
    Esquivando a los peatones y serpenteando en tal laberinto de rúas, tardamos casi media hora en salir para hallar un estacionamiento.
    Para entonces, la noche había caído, y Yamma El Fna se había animado como toda una fiesta citadina que amenazaba con parar hasta pasada la medianoche.

    En el medio de la plaza nos encontramos con un amigo de Zakaria. Daniela y yo, deseosos de comprar souvenirs, supimos que debíamos aprovechar la oportunidad de estar con dos marroquíes, quienes podrían negociar por nosotros los precios de los productos.
    Cualquiera diría que los latinoamericanos están acostumbrados a regatear. Pero los comerciantes marroquíes han pulido ese arte mucho más que nuestros ancestros.
    Así, Zakaria y su amigo consiguieron una lámpara para Daniela y un tarbush para mí, ese típico sombrero rojo que usaba el mono de Aladino en su cabeza.

    Para disfrutar de una vista panorámica de Yamma El Fna, subimos a la terraza de uno de sus múltiples cafés, donde un café con leche y un té de menta fueron una excelente forma de culminar nuestra jornada.

    Al otro día Daniela y Zakaria ya habían armado su plan. Así que me tocó visitar el resto de Marrakech por mi cuenta. Esta vez, decidí conocer los verdaderos palacios de los que había gozado la metrópoli en su época de esplendor.
    Marrakech fue la capital imperial durante los siglos XVI y XVII, cuando la tribu árabe de los saadíes invadió la ciudad y la convirtió en una de las más prominentes y pobladas del mundo árabe, atrayendo a grandes artistas y pensadores.
    Una de las construcciones más emblemáticas de esta era es el palacio El Badi, mandado a construir por el sultán Ahmed al-Mansur.

    Lo que puede visitarse hoy de aquel palacio son solo sus ruinas y su bien conservado jardín central. Pero según algunos cronistas, se trataba de una verdadera maravilla del mundo islámico.

    Contaba con 360 habitaciones, cuyas paredes y techos estaban recubiertos con oro traído desde la mítica ciudad de Tombuctú, que el propio sultán había ya conquistado.

    No hace falta decir que los patios estaban adornados con estanques y fuentes tras los que se sembraron filas de naranjos, que me trajeron a la mente los palacios nazaríes de Andalucía en España.

    De hecho, los planos de El Badi se basaron en los de la Alhambra, la joya de la arquitectura musulmana en la península ibérica, que por suerte se conserva mucho mejor que aquel en Marrakech en el que posaba mis pies.

    La gloria del palacio no duró mucho más de cien años, tras los cuales una nueva dinastía árabe (la que gobierna hasta ahora Marruecos) subió al trono, y llevó todos sus tesoros hasta Mequinez, la que sería la nueva capital del reino.
    Pero para mi fortuna también es posible admirar un palacio mucho más reciente. En el antiguo barrio judío se encuentra el Palacio de la Bahía, el mejor conservado de Marrakech.

    Entrada al palacio de la Bahía.
    Si bien en el siglo XIX Marrakech ya no era la capital, un visir de la corte real (asesor del sultán) mandó a edificar este inmenso palacio para su uso personal.

    Su intención era hacer el palacio más grande jamás construido, y aunque nunca gozó de ese título, logró captar a la perfección la esencia de la arquitectura islámica y marroquí en un solo lugar.

    Aunque el hotel La Mamounia me había mostrado ya buena parte de lo que es un palacio marroquí, La Bahía se trataba de uno de verdad, en donde un miembro de la realeza había pasado parte de su vida.
    A pesar de haber quedado en desuso como residencia cuando el visir falleció, se yergue todavía en excelentes condiciones. El brillo de los mosaicos, la textura del cedro tallado y el matiz de los colores en cada uno de sus muros siguen pareciendo sumamente nuevos.

    El harén es simplemente exquisito, con un patio interior en el medio del cual se posa una fuente, y alrededor del que vivían las concubinas del visir, quien además de ello tenía cuatro esposas.

    Satisfecho con haberme por fin sumergido en una verdadera monarquía árabe, almorcé en las calles cercanas a la medina, para después continuar hacia la zona nueva de Marrakech.
    Esta área es llamada la ville nouvelle, que como en todas las ciudades marroquíes, fue construida por los franceses durante los años del protectorado en el siglo pasado.

    Aquí se encuentran las grandes avenidas, hoteles, centros comerciales, tiendas, los edificios del gobierno local y, sobre todo, las modernas casas y apartamentos donde moran los actuales habitantes de la ciudad.

    Es en esta zona donde se encuentra uno de los principales y más nuevos atractivos de Marrakech: el jardín Majorelle.

    Durante los años del protectorado de Francia y España en Marruecos, el pintor francés Jacques Majorelle estableció su pequeño taller en la ville nouvelle.
    Alrededor del mismo, decidió mandar a plantar uno de los más bellos y cuidados jardines botánicos de la ciudad, que además de poseer una amplia gama de plantas y arbustos, se decora con vivos colores en sus muros, macetas y ornamentos que dejan en claro que aquel sitio perteneció a un pintor.

    Pero el color más predominante es el azul, que el mismo artista creó y que hasta hoy lleva su nombre: color azul Majorelle.

    En los años sesenta la propiedad pasó a manos del famoso modista francés Yves Saint-Laurent, quien amplió el acervo botánico y convirtió el antiguo taller en una sala de exposición de arte islámico

    Enamorado de los jardines y palacios marroquíes, decidí que era momento de volver a mi riad y cenar en Yamma El Fna un buen plato de pescado con calamares y berenjenas, que saciaron mi apetito para la hora de dormir.
    Los siguientes días me esperaba otra cara de Marruecos. Una cuyos paisajes se colmaban menos por la realeza, y mucho más por la naturaleza de un país entre el océano, las montañas y el desierto.
  7. AlexMexico
    4 meses y medio en Lyon habían roto ya varios estereotipos de Francia en los que creía fielmente antes de llegar. Enumerarlos en una lista podría llevarme horas. Que los franceses no toman su ducha, que París es la capital de la moda, que usan los mejores y más exquisitos perfumes en el mundo…
    Los tiempos han cambiado, y Francia ya no es lo que quedó impregnado en la mente del vulgo. Aunque conserva buena parte de su identidad, no se ha salvado de la influencia comercial del mundo globalizado.
    Y esa influencia no solo proviene de los Estados Unidos y su cultura capitalista. Francia es un país que desde mitad del siglo pasado ha recibido una importante cantidad de inmigrantes del Magreb, la zona norte y noroeste de África, cuyos países fueron parte del imperio colonial francés.
    Los inmigrantes magrebíes siguen, de hecho, llegando todos los días a territorio francés. Y aunque muchos de ellos lo hacen de forma ilegal, su adaptación resulta un poco más fácil, sobre todo por la facilidad que representa el idioma.
    No obstante, el origen árabe y su fuerte religión hace a los magrebíes fácilmente distinguibles del resto de los franceses, y la dura realidad, es que muchos no se han acoplado del todo a su modo de vida, lo que provoca cierto grado de rechazo y discriminación.
    Pero caminar por las calles de Lyon y las ciudades galas hace imposible no sentirse atraído por una cultura tan particular como la magrebí. Sus restaurantes y su cuscús, sus bares de shishas, su té de menta y su exótica y moderna música rap. Las mujeres que aún en Europa usan su hiyab, sus toscos y grandes rasgos físicos, su extraño pero exquisito idioma, su elegante forma de escribir el alifato de derecha a izquierda.
    Todo ello hizo prácticamente imposible resistirme a comprar uno de los varios económicos vuelos que salen de Francia hacia Marruecos, el destino del Magreb que tiene más conexiones a Europa a través de las aerolíneas de bajo costo. Esto último ha convertido a Marruecos en el país más turístico de África, donde ya no es difícil encontrar una multitud de mochileros que llegan día con día a sus aeropuertos.
    Ryanair, una de las aerolíneas de menor costo en Europa, ofrecía un vuelo a la ciudad de Fez desde el aeropuerto de Saint-Étienne, a 60 kilómetros de Lyon. Y su menudo precio me convenció de cruzar al sur del Mediterráneo en mis vacaciones de febrero, cuando las escuelas de Francia tienen dos semanas de asueto.
    Los vuelos de Ryanair son el sueño de todo mochilero, capaces de llevarlos por toda Europa y destinos cercanos por precios ridículos. Pero no se puede esperar una buena calidad del servicio.
    El avión despegó con 40 minutos de retraso, y un bebé que no paró de llorar en todo el trayecto a solo tres asientos junto a mí hizo de aquel un vuelo sumamente difícil.
    Pero el aterrizaje suavizó el estrés. La fachada que recibe a los pasajeros al aeropuerto de Fez es una particular probada a la arquitectura árabe que da una perfecta bienvenida. Aunque por alguna razón, uno de los policías no me permitió tomarle una foto.
    Desde Francia había sido ya advertido de lo difícil que podría ser tratar con los marroquíes. Y mi primera batalla la enfrenté solo algunos minutos después de llegar, cuando debía cambiar mis euros por dirhams, la moneda local. Había escuchado ya que Marruecos es un destino barato, y comprar 2 mil dirhams me parecía suficiente para toda mi estadía (y de hecho lo fue).
    2 mil dirhams es muy poco. Compra 3 mil —me dijo el vendedor, quien insistía en que no sería suficiente—. Gracias, pero no quiero más—repliqué.
    Traté de ser educado, pero su insistencia era tanta que tuve que dejarlo hablando solo. Hasta que se decidió a aceptar mis euros y darme el efectivo. Ahora sabía que los marroquíes no serían nada fácil.
    Aunque Marruecos es barato, había contactado con Anouar, un chico de Couchsurfing que había aceptado hospedarme por algunas noches en Fez. Pero desde nuestro primer mensaje algo me dio un mal presentimiento sobre aquel chico.
    Un día antes de mi viaje, le había enviado un WhatsApp para confirmar mi llegada. Pero hasta la siguiente mañana no había recibido respuesta. Una vez en el aeropuerto, rápidamente me encargué de conectarme a una red wifi, solo para corroborar que Anouar no había respondido aún. Incluso marqué a su teléfono, dispuesto a pagar por lo que sería una costosa llamada internacional. Pero tampoco hubo respuesta.
    Sin hacer coraje alguno por otra mala experiencia con un marroquí, decidí moverme por mi cuenta. Pregunté entonces a un policía por la parada del bus, a lo que contestó que no existía ninguna, y que la única manera de llegar a la ciudad era tomando un taxi.
    Descubrí entonces lo que la mayoría de los marroquíes buscan siempre: el dinero. Intentar hacer al turista gastar lo más posible para dejar un buen derroche económico en su país.
    Caminé hacia donde mis instintos me guiaron. La parada no existía visualmente, pero el bus, en efecto, sí existía. Y por solo 4 dirhams conseguí viajar al centro de la ciudad, a diferencia de los 200 que normalmente cobra un taxi.
    Yo era el único extranjero a bordo, pero los primeros minutos de viaje me hicieron sentir como en casa. Si bien el vetusto autobús era bastante feo, un grupo de pasajeros no paraba de reír en su parte trasera. Y aunque no entendía una palabra del árabe que emanaban sus bocas, una sonrisa es un símbolo universal que siempre es capaz de contagiar alegría.
    Pero las cosas cambiaron más tarde, cuando un par de policías subieron al bus pidiendo los tickets a los pasajeros. Aquel grupo que tanto había reído fue detenido por los gendarmes. Al parecer no habían pagado su boleto.
    Los gritos vinieron de todos lados. Hombres, ancianos, señoras, policías y hasta el chofer gritaban frases ininteligibles para mi oído. Cuando al fin se calmaron los alaridos y los pasajeros bajaron forzados por los oficiales, llegamos a la central de trenes de Fez, donde descendí para decidir cuál sería mi siguiente paso.
    Nuevamente con wifi, reservé una noche en un hostal ubicado en la medina de Fez, la zona más vieja de la ciudad, poseedora de la mayoría del turismo. Los 75 dirhams (7 euros) que debía pagar por cada noche con desayuno incluido, me convencieron inmediatamente de que Marruecos se trataba de un país bastante barato.
    Cogí así un taxi a la entrada de la medina de Fez el-Bali. Se trata de la zona medieval de Fez, el área peatonal más grande del mundo, declarada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad y rodeada completamente por una muralla.
    El chofer me dejó en la puerta Bab Bou Jeloud, la principal entrada a la medina en su parte occidental, por donde a toda hora cruzan cientos de personas locales y turistas.

    La primera puerta construida data del siglo XII, y daba acceso a la calle Tala’a Kebira, el principal souk de la medina, palabra que designa los mercados callejeros del mundo árabe.
    Bab Bou Jeloud es uno de los mejores ejemplos de la arquitectura árabe, con sus tres puertas en arco de punta, un techo almenado y ambas fachadas cubiertas en mosaicos con motivos geométricos, con el azul como color predominante.

    Desde su fachada exterior me fue posible avistar la torre de la madraza de Bou Inania, una de las principales universidades en la medina de Fez que también funciona como mezquita, fundada en la Edad Media por la dinastía Marinid, que gobernó Marruecos del siglo XIII al XV.

    La “puerta azul” era también el mejor ejemplo de la atmósfera que colma las ciudades marroquíes. Muchedumbres yendo y viniendo, comerciantes y restauranteros gritando a las orillas del pasillo principal, el altavoz de una mezquita llamando a sus fieles. Y en medio de todos, los turistas como yo que llevaban su mochila al hombro. Así que antes que nada, decidí adentrarme en aquel laberinto amurallado para encontrar el hostal donde pasaría la siguiente noche.
    Mi intuición me había hecho reservar un hostal muy cerca de la puerta azul, facilitando mi acceso a la medina, ya que no hay manera de llegar más que caminando. El taxista me explicó qué camino tomar.
    Pero al tocar la puerta del riad, uno de los empleados salió para decirme que ya no tenía cupo en sus habitaciones compartidas. Se ofreció a llevarme a otro hostal cercano, perteneciente al mismo propietario. Acepté sin más remedio.
    Llegamos así al riad Dar Hozor, a solo unas calles delante de la puerta azul. Las camas en habitaciones compartidas estaban aún disponibles, y la calidad del alojamiento y de su personal parecía igual de buena. Además de todo, respetaron el precio por el que reservé.
    Los riads son antiguas casas típicas de las ciudades marroquíes, que ahora sus dueños han hecho funcionar como alojamiento.

    Vista desde la terraza del riad Dar Hozor.
    Lo atractivo de los riads no es solo su bajo precio (mucho más bajo que los hoteles que se encuentran fuera de las medinas) sino el edificio mismo, que conserva la arquitectura propia del reino.

    La estructura de las casonas posee siempre un patio central, normalmente cuadrado o rectangular, donde el agua suele estar presente en fuentes y pequeños estanques. El techo puede ser descubierto o cerrado para proteger al patio de la lluvia. Así, muchas veces las aves tienen libre ingreso.

    El comedor, la sala y las mesas de té son los espacios comunes que suelen compartir los huéspedes y empleados. Además de todo, los muros suelen ser ornamentados con azulejos y motivos geométricos típicos del antiguo Marruecos que hacen al huésped poder sumergirse totalmente en la cultura local.

    Los cuartos de la antigua casona funcionan ahora como habitaciones de alojamiento, con cómodas camas, baños privados, conexiones eléctricas y de internet, todo lo necesario que supera los estándares de muchos alojamientos baratos en otros países.
    Mi riad fue mi mejor primer acercamiento a Marruecos. Y con la ayuda de sus empleados, que me proporcionaron un mapa de la ciudad, salí a dar un primer paseo por la medina.
    Abrir el mapa de papel en medio de Fez no era precisamente lo que estaba planeando. Mis rasgos occidentales y mi nulo árabe eran suficiente para hacerme ver como un turista. Y lo que menos precisaba era más marroquíes acercándose a mí.
    Así que para no perderme, decidí tomar una de las calles principales de la medina, Tala’a Sghira, la más amplia de toda la zona medieval.

    La avenida está orillada por cientos de comerciantes, que ofrecen todo tipo de productos. Textiles, frutos, carne, plantas curativas, vajillas de té, mantas de lana de camello, aparatos electrónicos, tubos de shishas.

    Las ciudades marroquíes son también famosas por poseer una enorme cantidad de gatos callejeros, superando por mucho a los perros ambulantes, comunes en el resto de las grandes metrópolis del planeta.

    El ruido de los transeúntes y comerciantes se adornaba aún más con el sonar del altavoz que llamaba a los fieles musulmanes a acudir a la mezquita. Más tarde me enteraría que existen cinco horas al día en que un practicante del Islam debe acudir a la mezquita a rezar, o en su defecto, hincarse a rezar en el lugar en el que esté. El llamado de la mezquita es la forma de hacerles saber que es tiempo de rezar a Alá.

    Torre de una típica mezquita en la medina de Fez.
    Marruecos es una monarquía constitucional, cuya ley no se basa en la sharia, es decir, la ley de derecho islámico. Así, puede decirse que es un país laico donde cada persona es libre de predicar la religión que le plazca. Sin embargo, el 99% de sus habitantes se autodenominan musulmanes, siendo el rey de Marruecos el máximo representante del Islam en el país.
    Pero a diferencia de lo que la gente cree, en Marruecos no es obligatorio la práctica islamista. Las mujeres, por ejemplo, pueden conducir, no están obligadas a usar el hiyab, tienen derecho a divorciarse y no se les puede obligar a casarse. Los homosexuales no son perseguidos por la ley, la educación básica no obliga a los niños a aprender el corán y, por lo tanto, acudir a una mezquita, no es una obligación, sino más bien una práctica cultural.

    Una mujer camina con su típico hiyab por las calles de Fez.
    Marruecos es el país árabe y musulmán que otorga, quizá, más libertades a sus ciudadanos. Sin embargo, existe todavía mucha represión por parte de la sociedad, que tiene mucho más que ver con el arraigo cultural ligado al islamismo que con las leyes dictadas por la constitución.
    Aún así, al oír el altavoz proveniente de la mezquita, la gente que vi en las calles no se hincó en ningún momento a rezar. La mayoría prefirió seguir con sus deberes diarios y sus oficios. Algunos, por otro lado, acudieron rápidamente a la mezquita, muchos de ellos a la mezquita Qarawiyyin, la más grande de la medina.
    Qarawiyyin resulta ser también una antigua madraza, que funciona hasta hoy como una universidad. La mezquita de Qarawiyyin está inscrita en el Libro Guiness de los récords, como la universidad más antigua todavía en funcionamiento. Fue fundada en el año 859 durante el reinado de la dinastía idrísida, considerada creadora del estado marroquí.

    Entrada a la mezquita de Qarawiyyin.
    La universidad es famosa por los estudios de la lengua árabe y de la religión musulmana, lo que convierte a Fez en una ciudad estudiantil por excelencia, y es considerada el foco religioso y cultural de todo Marruecos.
    Lamentablemente las mezquitas no permiten el ingreso a personas no musulmanas, por lo que tuve que conformarme con ver a los fieles poner y quitarse los zapatos en la entrada principal. Y aunque pensé que todos acudirían con sus típicas y mejores vestimentas árabes, no es raro ver tenis Nike o Adidas, hombres con gorras deportivas en sus cabezas, pantalones de mezclilla y gafas Ray Ban. La globalización ha llegado a todos los rincones del mundo.

    Comencé a caminar de vuelta a mi riad antes de que la noche cayera sobre la ciudad. Esta vez tomé la Tala’a Kabira, paralela a la otra gran avenida.
    Entre la cantidad de callejones y decenas de tiendas a mi alrededor, de repente me vi perdido en medio de la vía. Mi cara era rápidamente interpretada por los locales, que siempre se acercaban a ofrecerme ayuda.

    Calle de Tala'a Kabira.
    Me hablaban en inglés, luego en español. Por último intentaban en francés. La mayoría de los marroquíes son bilingües de nacimiento, con el árabe y el bereber, o el árabe y el francés, como sus primeras lenguas. El español es el idioma más aprendido por los estudiantes, siendo uno de los países con el mayor número de personas que lo aprenden en el mundo entero.

    Pero la ayuda de los locales no parecía ser genuina casi nunca. Luego de unos minutos de entablar una charla (en la que casi siempre eran ellos quienes tomaban la palabra sin dejarme hablar) terminaban por pedirme un par de monedas a cambio de llevarme hasta mi hostal. Así que refusé todo intento de auxilio de su parte.

    Un misterioso hombre en la vía Tala'a Kabira.
    Las ofertas no se limitaban a guiarme por la medina. En más de cuatro ocasiones aquella tarde varios hombres se acercaron a ofrecerme marihuana. ¿Quieres fumar amigo? Tengo hachís —me decían—. A lo que siempre me negué, no por miedo, sino por falta de interés.
    Hubo quien incluso me invitó a su casa para fumar un par de pipazos. Sin duda Marruecos es el destino ideal para los amantes del cannabis, que se dice, es de la mejor calidad.
    Antes del ocaso me vi nuevamente en mi riad. Y para calmar el hambre, acudí a un restaurante típico marroquí, con cojines tejidos en motivos geométricos y sus características mesas de té redondas.

    La sugerencia del chef fue el tajín, el plato tradicional de Marruecos y de buena parte del norte africano. Es una mezcla de alimentos estofados, que normalmente incluyen verduras y carne de pollo, ternera o cordero, y se sirven sobre un recipiente especial de barro barnizado que se cubre con una tapa cónica que mantiene el vapor.
    Mi elección por el tajín kefta (con carne picada) fue una genial alternativa para la cena, con la que volví a cama para descansar luego de una larga jornada  que había comenzado en la lejana Francia aquella mañana.

    Pero mi susurrante sueño fue súbitamente interrumpido cerca de las 5 de la mañana, cuando el primer llamado de la mezquita se hizo escuchar en sus altavoces. Vaya si los musulmanes eran más estrictos que los cristianos. Nunca vi a un cristiano comenzar sus rezos a las 5 de la mañana, pensé.
    Ya que el personal del hostal apenas se alistaba para servir el desayuno, decidí tomarme el tiempo de comprar mi boleto a Marrakech, que al parecer la compañía no vendía online, lo que me obligaba a acudir directamente a la terminal de buses.
    Salí para enfrentarme a una fría y lluviosa mañana. Había decidido pasar mis vacaciones en Marruecos porque la gente me había dicho que sería mucho más cálido que quedarse en Europa. Ahora veía que Marruecos no era solo un pedazo de desierto junto al Mediterráneo.

    Ubicada fuera de la medina, para llegar a la estación de buses atravesé la muralla y caminé por la moderna carretera que me llevó hasta la Gare routière.

    La medina desde fuera podía fácilmente pasar por un castillo medieval europeo, a no ser por las columnas de las mezquitas que se asomaban en lo alto de sus muros.

    Buena parte de la ciudad moderna a extramuros de la medina fue construida por los franceses durante la época en que Marruecos fue un protectorado de Francia.
    Fue entonces cuando Fez dejó de ser la capital del reino, siendo desplazada por Rabat. Ambas, junto con Mequinez y Marrakech forman las cuatro ciudades imperiales de Marruecos, que en algún momento de la historia fueron las capitales del reino.
    A pesar de la historia que Marruecos tuvo con Francia y España en el pasado (del que también fue protectorado y que aún conserva dos ciudades autónomas en el norte del territorio marroquí) , sus relaciones exteriores han mejorado bastante.
    Y es por ello que muchos marroquíes todavía hablan francés y español, aunque no sean lenguas oficiales del reino. No obstante, gran parte de la educación superior se imparte todavía en francés.
    Luego de comprar mi boleto a Marrakech para aquella noche, volví al hostal completamente empapado. Desalojé la habitación, colgué a secar mi ropa y tomé mi desayuno, que debo admitir, logró sorprenderme más de lo esperado. Un huevo estrellado, una pizca de pimienta con especias, un trozo de pan salado marroquí, mantequilla, un jugo de naranja y un té de hierbabuena me hicieron empezar bien mi día, a pesar de que la lluvia parecía no cesar.
    Antes de seguir andando me detuve frente a la puerta Bab Bou Jeloud. Mi amigo Alex, de Londres, me había dado el nombre de un amigo que había hecho hace un año durante su viaje a Fez.

    Encontré así a Abdellatif, un joven chico que trabajaba en uno de los restaurantes en la entrada de la medina. Ambos reconocimos nuestras caras al cruzar miradas, y aunque sólo nos habíamos visto en fotografías que Alex intercambió con nosotros, fue un alivio al fin poder conocer de primera mano a un marroquí.
    Pronto me invitó a beber un té de menta, que hubiera sido mucho mejor sin tal cantidad de azúcar (razón que muchos creen la culpable de la horrible dentadura que poseen muchos marroquíes).

    Me senté a su lado para conocernos un poco. Abdellatif no hablaba francés, pero su inglés era mucho más fluido que el del resto de los locales. Y parecía contento de poder practicarlo conmigo.
    Vivía cerca de la medina, donde rentaba un cuarto. Estudiaba química en la Universidad de Fez, facultad con mucho mayor prestigio que la de su natal Agadir, en la costa atlántica. Fue gracias a Abdellatif que resolví muchas de mis dudas sobre Fez y su particular cultura, a la que poco estaba acostumbrado en el mundo occidental.

    Luego de una hora de charla, y una vez harto de que sus colegas intentaran venderme una costosa jellaba (túnica tradicional bereber) seguí caminando para conocer, esta vez, la parte exterior de la medina.

    Muchas de las casas al otro lado de la muralla no cambiaban mucho que digamos. Aunque no todas datan de la misma época medieval, el gobierno hizo un buen trabajo al lograr conservar la arquitectura típica y el color de la ciudad.

    Algunos jardines, como el Jardín Jnan Sbil, todavía se presumen como recordatorio de cuando Fez fungía como la capital del Reino de Marruecos.

    Incluso algunos edificios que fueron construidos para la familia real funcionan hoy como edificios del gobierno local.

    La tarde y la lluvia dejaron mis pies agotados luego de algunos minutos de caminata con mis botas. Así que busqué refugio en la terraza de un restaurante.
    Fuera de la medina los menús parecían menos turísticos que en el interior. Una sopa harira, hecha a base de tomate y legumbres, fue una magnífica entrada, a la que siguió un plato de cuscús con pollo, que ni con todo mi esfuerzo pude terminar.

    Sopa harira, típica para romper el ayuno en el ramadán.
    Saciado mi apetito, volví a la medina, ya con la lluvia menos densa en el ambiente, para comprar algunos souvenirs y perderme nuevamente en sus calles y souks.

    Las ropas de lana de camello, el cuero y la metalurgia son algunos de los productos mejor producidos en Fez, que cuentan incluso con sus plazas exclusivas donde se elaboran dentro de la medina.

    Pero poco se podría esperar que un turista como yo volviera a Europa con algo tan grande en su equipaje. Así que una lámpara diminuta y un vaso de colección fueron suficiente para satisfacer mis necesidades de compra.

    Al volver al riad, dos misteriosos hombres aguardaban de pie en el callejón, interceptando por completo la entrada al hostal. Fui y volví, con un mal presentimiento sobre ellos. Pero parecían no esfumarse, y sentía sus miradas encima.
    Entonces caminaron hacia mí, y otro más apareció del lado contrario. Voy a ser asaltado, pensé rápidamente. Y bajo la oscuridad que había ya invadido la medina, me resigné a no ofrecer resistencia y dejar que se llevaran lo que tuvieran que robar.
    Pero una vez más mis instintos fallaron, y los tres pasaron de largo, dejándome solo en el callejón. Caminé rápido hasta la entrada del riad, donde me resguardé hasta cercana las 20 horas, cuando debí caminar a la estación central y tomar mi bus.
    A la siguiente mañana visitaría otra de las capitales imperiales de Marruecos, un reino bastante distinto a lo que me había ya acostumbrado en la Europa imperial.
  8. AlexMexico
    La mejor manera de lidiar con el frío en Europa tenía una sola respuesta para mí: viajar.
    Las temperaturas no dejaban de descender recién comenzado el 2017, y si bien el invierno no es mi temporada favorita para viajar, no me quedaba más remedio para escapar un poco de mi rutina en Lyon.
    Así pasé un fin de semana en Toulouse, la ciudad rosa de Francia, que me regaló tardes soleadas en bicicleta por sus calles adoquinadas y fachadas de rojizos ladrillos, junto con mi amigo Benjamín, a quien había conocido en México.
    Pero antes de volver a Lyon, era imperativo hacer una escala a 100 kilómetros al este de Toulouse, en un pequeño pueblo de Occitania que creí que difícilmente me enamoraría más de lo que Toulouse había ya hecho.
    Aquel lunes, cuando todos los franceses volvían a su rutina normal de trabajo, yo había logrado pasar mi clase para el siguiente viernes. Con un día libre más, cogí el primer tren matutino hacia Carcassonne, y di las gracias a Benjamín por haberme hospedado por dos confortables noches.
    La estación central de Carcassonne era bastante pequeña, lo que me daba a entender la minúscula magnitud del pueblo, del que poco había leído en el pasado.
    Antes de salir y enfrentarme a la fría mañana exterior, tomé mi ya rutinario croissant con un café y un jugo de naranja, lo que se había vuelto mi típico desayuno francés.
    A solo unos pasos de la estación, el Canal du Midi volvió a aparecer frente a mí.

    Aunque poco sorprendente para los ojos de un hombre contemporáneo, el Canal du Midi fue la obra de ingeniería más revolucionaria del siglo XVII, ya que logró conectar por vía fluvial al océano Atlántico con el mar Mediterráneo.
    Las embarcaciones fueron el principal transporte en el mundo hasta la llegada del ferrocarril en el siglo XVIII, y aunque el Canal du Midi no se compara con la magnificencia del Canal de Suez o el Canal de Panamá, fue el precursor de estos, y por ello es hoy una atracción turística declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Aunque el Canal du Midi y sus esclusas me regalaban el reflejo de un hermoso cielo azul, no era aquello lo que me dejaría atónito aquella mañana, y con certeza no era lo que me había llevado hasta los rincones de ese pueblo del sur francés.
    Atravesé el centro de la ciudad baja, lleno de tiendas y comercios que apenas comenzaban a abrir sus puertas al público. En un sitio como aquel, un lunes por la mañana no tenía en absoluto la misma oscilante actividad que en el resto de las ciudades modernas.
    Al sur del centro de Carcassonne, un puente me atravesó al otro lado del río Aude, cuyo territorio conserva aún las casas medievales en la que solían vivir los habitantes de la ciudad.

    Hoy la mayoría son comercios dedicados al turismo. Restaurantes, posadas, tiendas de artesanías y souvenirs. Aunque poco se oye hablar de ella fuera de Francia, Carcassonne representa uno de los centros turísticos más visitados del país galo.
    La vista encima de la ciudad vieja me hizo ver el porqué. En lo alto de la colina adyacente, una enorme ciudadela con torres de castillo se posa todavía como si el tiempo se hubiera detenido, congelado diez siglos atrás.

    La ciudad histórica fortificada de Carcassonne es la ciudad medieval mejor conservada de Europa, y con mérito le ha hecho merecer el título de monumento histórico por el Estado francés y el de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
    Para llegar a la ciudadela debí rodearla por algún tramo, a lo largo de una de las calles de la ciudad baja, hasta llegar a un jardín que antiguamente funcionaba como el cementerio de la villa, ubicado fuera de sus muros.

    La cara oriental de la ciudadela me dio la bienvenida con la Puerta de Narbona, la que fuera su principal entrada, donde una placa de la UNESCO informa a los visitantes que están a punto de ingresar a uno de los recintos arquitectónicos de mayor importancia de la Europa actual.

    Hasta aquel entonces, la lista de castillos que había ya visitado en Europa había crecido bastante. El castillo de Peñafiel, el alcázar de Segovia y el castillo de Neuschwanstein en Baviera me habían dejado boquiabierto.
    No era una tarea difícil, pensando que un chico mexicano no tiene la oportunidad de visitar verdaderos castillos en América, a excepción del castillo de Chapultepec en la Ciudad de México.
    Pero Carcassonne parecía ser algo diferente. Algo sencillamente monumental. No se trataba de un castillo. Se trataba de una ciudadela, de una ciudad medieval entera que me adentraría en carne propia a la antigua vida de los burgos.

    Para ello había que entender varias cosas primeramente. Carcassonne no había sido fundada durante el medievo. Es una ciudad que se remontaba a tribus celtas que habitaron la zona antes de que los romanos la tomaran como parte de la Galia, la provincia romana que abarcaba lo que hoy es Francia (donde vivían los galos, algo así como Asterix y Obelix).
    Fueron los romanos quienes comenzaron la fortificación de la ciudad, ante el peligro de las invasiones bárbaras. Los bárbaros eran aquellos pueblos del norte y centro de Europa, ante los que el Imperio Romano de Occidente sucumbio finalmente en el siglo V.

    Así fue como los visigodos tomaron Carcassonne y la incluyeron dentro de su reino, que abarcaba gran parte de la península ibérica y la mitad de la Francia actual.
    Los visigodos continuaron con la fortificación de la ciudad, haciéndola un mecanismo de defensa de la frontera norte de su reino. Aunque ello no impidió que la ciudad fuera invadida por los musulmanes cuando estos incursionaron en la península ibérica en el año 711.
    No obstante, el gusto le duró a los árabes hasta el año 752, cuando Carcassonne fue tomada por el ejército de los francos. Es desde entonces que Carcassonne quedó ligada de por vida a Francia.
    La Edad Media que todos tenemos en la mente, aquella con reyes, caballeros, castillos y calabozos, se sucedió más bien en la Baja Edad Media, entre los siglos XI y XV. Fue el auge del feudalismo en Europa.
    Si bien el feudalismo fue el modelo económico que suplantó al esclavismo de la Edad Antigua en toda Europa, tuvo su mayor apogeo en la Europa Occidental, entre los ríos Rin y Loira, específicamente en el Sacro Imperio Romano Germánico y el reino de los francos.
    Carcassonne fue así una pieza clave en la Francia medieval, ya que se encontraba en la frontera sur que separaba a toda la Europa cristiana del mundo islámico, que para entonces se extendía por casi toda España.
    El Imperio de Carlomagno (del que surgieron el Reino de Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico) había heredado los títulos de nobleza con los que el poder de los estados se descentralizaría y daría pie a la época feudal. Marqueses, duques, condes, vizcondes, todos subordinados al rey, pero quienes tomarían el poder de sus propias tierras y darían comienzo a la Edad Media que todos conocemos.
    Carcassonne fue así elevada a la categoría de Condado, por lo que necesitaba un castillo condal.

    En la zona oeste de la ciudadela, tras caminar unas cuantas calles curvilíneas, me encontré con la entrada al castillo condal. Un castillo dentro de otro castillo.

    Dentro de la misma ciudadela, el castillo se construyó con una fosa a su alrededor, para proteger doblemente al conde y a la familia condal de posibles agresores.

    Un puente comunica con el patio principal, que se rodea de edificios que datan entre los siglos XII y XVIII.

    El castillo condal era por supuesto la residencia del conde, que ostentaba el título con mayor peso en la ciudad.
    Aunque el rey era la mayor condecoración en la Francia medieval (que sólo podía ser otorgada por herencia familiar o por el Papa, es decir, por Dios), el poder del rey estaba limitado. El rey elegía a sus nobles y les otorgaba un pedazo de tierra (el feudo), ante el cual los nobles tenían el poder absoluto.
    El noble a su vez elegía a sus vasallos (caballeros, hidalgos), que podían vivir dentro de las murallas de la ciudadela (el burgo) a cambio de prestar protección y servicio militar al señor feudal. Los miembros más ricos del pueblo, como los banqueros y algunos comerciantes, vivían también dentro del burgo. Ellos conformarían más tarde la clase burguesa.
    Así mismo, el pueblo llano pertenecía al feudo del noble, pero vivía fuera de los muros de la ciudadela. Campesinos, artesanos, ganaderos. Eran hombres libres ante la ley, pero no podían cambiar de feudo ni de estrato social. Aunque toda situación de desprivilegio se compensaba con la gloria del cielo cristiano.
    Era así como funcionaba la típica sociedad medieval feudal. Una sociedad basada en la agricultura, el autoconsumo, la vida rural y las guerras entre los caballeros de cada feudo.
    Podemos entonces imaginar que Carcassonne era solo un condado más del Reino de Francia. Un condado que parece haberse congelado en el tiempo. Pero así como aquel, cientos de condados, marquesados, ducados y señoríos se extendían por toda Europa durante los años que muchos apodan ahora el oscurantismo.
    Desde el castillo condal las escaleras de unas de sus nueve torres me llevaron hasta lo alto de las murallas.

    Muchas de aquellas torres habían sido ya construidas por los visigodos como mecanismos de defensa. Y cabe mencionar, que la ciudadela entera fue restaurada en el siglo XIX, después de décadas en el olvido por parte del gobierno francés.

    Así pude yo disfrutar de una caminata en el pasado. Un paseo solitario que parecía haberme llevado a uno de los más grandiosos sueños de mi infancia.

    Desde la muralla se tenía una vista de 360 grados de Carcassonne, lo que incluía el interior y el exterior de la ciudadela.

    En el sur de la misma, pude avistar por primera vez la Basílica de Saint-Nazaire, el principal templo católico de la ciudad y un elemento imprescindible en toda urbe medieval de Europa, que para entonces ya se había convertido en su totalidad en cristiana.

    Fue posible ver también las fachadas de teja de las pequeñas casas que se yerguen todavía en la ciudadela, donde vivía la baja nobleza y los burgueses en su época. Y es que es así, si hubiéramos vivido en la Edad Media, debíamos haber tenido mucha suerte para vivir dentro de uno de estos burgos, pues solo si se nacía en una familia noble o burguesa era posible una morada junto al señor feudal. Las mayores posibilidades apuntaban a nacer en una familia del pueblo pobre, que vivía fuera de la ciudad.

    Y aunque las vistas de la ciudad baja actual de Carcassonne (aquella fuera de la ciudadela) son hoy en día un deleite arquitectónico y paisajístico, siglos atrás sus calles se atestaban de ratas, enfermedades, suciedad e inmundicia.

    Las murallas de Carcassonne son en muchos aspectos un hito arquitectónico todavía vigente en el mundo. A decir verdad, es una ciudad doblemente amurallada, así que penetrar a su interior no era una tarea fácil para ningún ejército de caballeros.
    La primera muralla fue construida durante la época galorromana, de la que datan las torres con forma de herradura, un elemento típico de la que se conservan aún 17 en todo el perímetro.
    El resto de las torres y el segundo muro fueron construidos en la Edad Media, incorporando la forma cilíndrica icónica del medievo con techos en forma de cono.

    La postal de la Torre del Homenaje del castillo condal con la ciudad baja a sus pies fue simplemente magnífica, sumado a la perfecta elección de haber visitado la ciudadela un lunes de enero, en el que casi ningún turista se aparecía por aquellos rumbos.

    Carcassonne parecía también haber sido emplazada en uno de los más bellos puntos geográficos del sur francés, rodeada de verdes y fértiles llanuras y colinas bajas que delineaban un perfecto y nublado horizonte.

    Las líneas naturales de la muralla me llevaron a la punta sur de la ciudadela, hasta el Teatro Jean Deschamps, con forma de anfiteatro romano.

    Si bien durante los siglos de la Edad Media la cultura de la Edad Antigua quedó en el olvido, los reinos medievales europeos heredaron algunos elementos grecolatinos que permanecerían en la cultura occidental hasta la actualidad, como el Derecho romano, el cristianismo y las tragicomedias teatrales.
    Y como viva muestra de lo importante que era el cristianismo para los feudos medievales, la Basílica de Saint-Nazaire apareció justo frente al teatro, que se sigue ocupando hoy para espectáculos al aire libre.

    La basílica es un templo románico que más tarde incorporó algunos elementos góticos, tanto en su fachada como en su interior.

    Aunque gracias a su bella basílica, Carcassonne pareciera ser otra típica ciudad cristiana que obedecía las órdenes del papa en Roma durante el medievo, fue cuna de uno de los sucesos más drásticos en la historia del catolicismo.
    En el siglo XII un nuevo movimiento religioso llegó al oeste de Europa, estableciendo sus bases en el sur de Francia: el catarismo.
    Ni el papa, ni el rey de Francia, imaginaron que el catarismo se fuese a extender con tanta velocidad por aquella zona. Así que para frenar su expansión, el papa organizó, con el consentimiento del rey, la Cruzada albigense, con el objetivo de expulsar a los cátaros.
    Carcassonne no volvió a ser la misma, ya que su vizconde, así como muchos de sus subordinados, fueron acusados de herejía, y derrotados por la cruzada militar. La ciudad pasó a quedar en manos del rey de Francia.
    La persecución de los cátaros dio origen a la fundación de la Santa Inquisición, institución que nació primeramente en Francia y luego contó con el apoyo directo del papa.
    Aunque todos hemos escuchado un sinfín de historias sobre la Inquisición católica, la mayoría de ellas están mezcladas con mitos y realidades, como el número de muertes que provocó y el tipo de torturas que utilizó. Lo cierto es que la Inquisición dejó una clara huella en la iglesia católica, y Carcassonne fue parte del comienzo de aquella oscura época del cristianismo.
    Tras visitar la basílica volví en dirección al centro de la ciudadela, permitiéndome perderme en sus calles zigzagueantes que me dieron una idea de primera mano de cómo era la vida dentro de un verdadero burgo francés.

    Fachadas y calles de piedra, pozos de agua, letreros que dejaban saber el nombre de quién moraba dentro de cada una de sus casas.

    Sin el alumbrado público, algunos coches y mesas de sus restaurantes, Carcassonne podría pasar fácilmente por una recreación ficticia de película. No es de extrañarse que haya sido elegida como escenario para la filmación de varios largometrajes franceses que se suceden en épocas medievales.

    Fue en uno de aquellos acogedores y cálidos restaurantes donde me refugié algunos minutos del frío exterior y comí una cazuela de pato confitado, el platillo típico de Occitania, difícil de encontrar en otros lugares de Europa.

    Las callejuelas tortuosas y vacías de la ciudadela de Carcassonne fueron sin duda un exquisito viaje al pasado que me llevó a un sitio que sólo había experimentado antes en mi imaginación, quizá también en algún videojuego.

    Después de ella, difícilmente otra antigua ciudad europea me transportaría tan vivazmente a la misma época. Carcassonne había llenado cada uno de los muchos clichés que existen sobre las villas medievales, y me dejó en claro que saber poco es a veces lo mejor antes de viajar a un nuevo destino.
  9. AlexMexico
    El invierno europeo tiene un enorme cliché en el resto del mundo. Ciudades medievales y renacentistas cubiertas en nieve y adornadas con luces de muchos colores que festejan la Navidad. Mercados callejeros con puestos de madera y tejados donde es fácil comprar un chocolate caliente y donde turbas de personas se aglutinan día con día para pasear.
    Esa imagen es cierta en muchas ocasiones. Pero lo es solo durante diciembre, antes de que llegue la fiesta de año nuevo. Cuando enero comienza, el invierno se vuelve una grisácea y depresiva postal.
    La gente no está más de vacaciones. Va de su casa al trabajo, del trabajo a su casa. Y cuando vuelven no tienen más ganas de salir a la calle. El frío cala los huesos, el sol se oculta a tempranas horas de la tarde. Netflix y un buen café (o en su defecto, una bebida con alcohol) son la principal solución al crudo invierno.
    No era la primera vez que me enfrentaba a aquel brusco cambio de estación. La costa este mexicana es una de las áreas más calientes y húmedas que he experimentado. Y mudar de un clima tropical a pasar semanas trabajando a grados bajos cero era un duro reto a mi estabilidad emocional.
    Para apaciguar aquella abúlica sensación, no quise esperar mucho más para volver a coger mi mochila y viajar fuera de Lyon, donde entonces estaba viviendo. Hacía apenas unos días que había vuelto de Italia, pero cuando me di cuenta, eran pocos los fines de semana que me quedaban libres para conocer un poco más de Francia, antes de volver a México.
    Dos años atrás, Benjamín había llegado a mi casa en Veracruz para disfrutar del carnaval, en una escala durante su largo viaje por Latinoamérica. Ahora conmigo en su natal Francia, quiso devolverme el favor de haberlo hospedado. Y aunque no se encontraba más en Bretaña, haberse mudado a Toulouse era una excelente oportunidad para hacerme conocer la joya del sur galo.
    Sin perder mucho tiempo, tomé un autobús nocturno un viernes por la noche. Y a eso de las 6 de la mañana, arribé muriendo de frío a la estación central de Toulouse, donde Benjamín me recogió en su coche.
    Me condujo hasta su apartamento. Un cálido y acogedor ático que había empezado a rentar no hace mucho tiempo, mientras trabajaba como auxiliar en una casa que cuidaba de los ancianos.
    Por lo que me contaba, Toulouse parecía ser una ciudad que atraía a varios jóvenes y no tan jóvenes, quienes llegaban en busca de trabajo y prominentes salarios. Después de todo, muchos definen a Toulouse como una tecnópolis, que ha crecido alrededor de su antigua historia gracias a la aeronáutica y el mercado de las telecomunicaciones.
    Pero Benjamín estaba dispuesto a mostrarme la cara más cautivante y vetusta de la ciudad. Para ello, luego del desayuno, cogimos dos bicicletas que aparcaba en el jardín para recorrer Toulouse de la mejor manera.
    El barrio de Benjamín era un área residencial al lado del río Garona, que divide la ciudad de este a oeste. En el medio, la isla de Empalot alberga algunas nuevas atracciones, como el estadio de fútbol, un casino y un parque de exposiciones.
    Pasando de largo, el río comienza a unir ambos lados de su rivera con numerosos puentes, algunos de ellos construidos hace ya varios siglos.
    El Pont Neuf (o puente nuevo) es el más famoso de ellos. Sus paredes de ladrillos rojizos que enmarcan los arcos que lo sostienen en pie constituyen la más antigua entrada a la ciudad.

    Al fondo, la silueta del capitolio da una excelente bienvenida y una buena previsualización de lo que es Toulouse en el imaginario de muchas personas: la ciudad rosa de Francia.

    Cuando Benjamín y yo cruzamos el puente el sol brillaba con fuerza sobre nosotros, regalándonos el mejor día para andar en bicicleta, que durante el invierno no es nada fácil con el frío viento que penetra tras los abrigos.

    El Pont Neuf nos llevó directamente al corazón del centro histórico de Toulouse, que se desarrolló sobre todo durante la Edad Media.
    Las casas a orillas de las rúas peatonales empedradas traían a mi mente los cascos antiguos de las ciudades italianas, como Verona o Génova, por sus ventanales alargados con marcos de madera pintados de blanco.

    Pero los laberintos de callejones pronto me mostraron las vitales tonalidades que diferencian a Toulouse de otras urbes europeas.
    Las fachadas de ladrillos rojizos que se intercalan entre casa y casa dan a la ciudad ese matiz por el que se ganó el título de “la ville rose”.

    Toulouse vive y crece alrededor de su principal núcleo urbano, la plaza del Capitolio, donde se encuentra el edificio homónimo, sede del Ayuntamiento desde tiempos medievales.

    Aunque el lugar ha albergado la capitalidad de la ciudad y de la región de Occitania, el edificio ha sido remodelado innumerables veces. Pero siempre conservando el otoñal matiz toulousano.
    La explanada es hogar para decenas de comerciantes que todos los días ofrecen sus mejores productos a los turistas, aunque muchos locales suelen usarlo como lugar de recreo, sobre todo aquel fin de semana en el que el sol nos sonreía.

    Seguimos al norte por la rue du Taur, tras cuyas bellas fachadas de tiendas y restaurantes se asomaba un campanario que me llamaba a gritos hasta sus pies.

    La “calle del toro” lleva aquel nombre gracias a San Saturnino, obispo de Toulouse, cuyo martirio, según cuenta una leyenda, fue ser arrastrado por un toro.
    Y la basílica de la ciudad hace honor al mismo santo, también conocido como San Sernín.
    La Basílica de San Sernín no solo es una joya arquitectónica de Toulouse (que también colabora al vivaz color de la ciudad con sus fachadas de ladrillos), sino que es también la iglesia románica más grande de Occitania y la segunda de toda Francia.

    El templo católico es también parte de los bienes inscritos del Camino de Santiago, al ser uno de los puntos de cruce de aquella peregrinación que ha trascendido fronteras más allá de la religión.
    En un lejano 2013, una beca estudiantil me había llevado a vivir algunos meses en Santiago de Compostela, en el norte de España.
    La capital gallega dice albergar en su catedral los restos del apóstol Santiago, y eso le ha concedido ser el punto culminante de una de las peregrinaciones católicas más famosas.
    El Camino de Santiago no se trata de hecho de un solo sendero trazado, sino de un gran número de trayectos que pueden comenzar desde el sur de Francia, el norte de Portugal, o cualquier punto de España.
    Pero los caminos que inician en Francia han sido reconocidos como los oficiales y de más antiguo uso tradicional. Y allí, en medio de Toulouse, una basílica me llevó de vuelta al sudado rostro de aquellos peregrinos que día con día veía descansar con vehemencia en la plaza central de Santiago de Compostela cuando yo caminaba rumbo a mis clases en la universidad, y cuando ellos daban por finalizada una excursión de varios días de caminata.

    Al otro lado del río, las zonas residenciales fuera del casco antiguo mostraban mismo una Toulouse bella y tradicional, tras cuyas rosas moradas el día a día continuaba de forma normal para sus habitantes.

    Antes de que el anochecer nos alcanzara, Benjamín me llevó a una tienda que vendía sólo productos hechos en Occitania, muchos de ellos producidos a las afueras de Toulouse.
    Para el almuerzo (que para entonces se acercaba a ser nuestra cena) compramos un frasco de cassoulet, uno de los más típicos platillos occitanos.
    Es común conocer el amor que los franceses tienen por la carne de pato. Pero sería falso decir que todos los franceses gustan de comer pato.
    Sería, sin embargo, mucho más acertado decir que la mayoría de los occitanos adoran la carne de pato. Y la cassoulet es el plato ideal para probarla por primera vez.
    Se trata de una sopa de alubias blancas (algo como los frijoles bayos en México) cocinada con trozos de carne de cerdo, como chorizo, tocino y salchichas de Toulouse. Pero lo esencial dentro del plato es una presa de pato confitado, salada en su propia grasa.

    Aunque no se alejó mucho de los frijoles charros mexicanos, la carne de pato le dio un toque diferente.
    Al siguiente día volvimos a coger las bicicletas, aunque esta vez el cielo se tupió con nubes que no pararon de amenazar nuestra tarde. No obstante, la lluvia no se dejó caer por mucho, y Toulouse siguió permitiéndome conocer su gallardía.
    Esta vez Benjamín me condujo al sur del centro histórico, una vez cruzado el Pont Neuf.

    La zona parecía mucho más residencial y mucho menos turística que el resto del casco viejo.
    Y tomando en cuenta que era domingo, las calles parecían vacías y poco asediadas por los visitantes, quienes se reservan en su mayoría para acudir en verano, cuando Toulouse se colma de festivales y exposiciones al aire libre.

    Es en esta área donde otra iglesia se yergue y presume su campanario sobre la ciudad.
    Más pequeña, pero no menos importante que su hermana la basílica, la Catedral de Saint-Étienne de Toulouse es otro de los más antiguos templos católicos construidos en la ciudad.

    Fue construida y remodelada en diferentes etapas de la historia, y terminó por adoptar elementos románicos, góticos y barrocos en su cara exterior, que finalmente contribuye y hace honor al sobrenombre de la ciudad, gracias a su material de ladrillos.
    Pero si me había quedado alguna duda de por qué Toulouse era la ciudad rosa, las calles aledañas a la catedral me dieron la respuesta.

    Las portadas de muchos de los edificios fueron hechas completamente de arcilla, combinando figuras geométricas con ventanales exquisitos.

    Aunque un par de construcciones poseían el estilo haussmaniano típico de ciudades como París o Lyon, las “casas rosadas” de Toulouse rompen con la monotonía de otras metrópolis europeas.

    Simplemente hacen imposible luchar contra el deseo de querer vivir bajo uno de sus techos, lo que por cierto, según me dijo Benjamín, actualmente es muy costoso.

    Mis piernas luchaban contra el frío que me golpeaba al pedalear la bicicleta a lo largo de Toulouse, pero cada una de sus calles hacían que el esfuerzo valiera la pena.

    La costa del río Garona me dejaba también siempre satisfecho tras un duro tramo de ejercicio, con un limpio y frío paisaje en su otra orilla que me hacía apreciar cada vez más el invierno.

    El Hotel Dieu y La Grave son otros de los dos edificios que destacan en el paisaje de Toulouse, enmarcando la rivera del Garona con una bella cúpula verdosa que da la bienvenida a la parte moderna de la ciudad.

    Al terminar la tarde Benjamín me llevó un poco más al norte, fuera del centro antiguo, para visitar otro de los atractivos turísticos.
    Toulouse se encuentra en un punto central del istmo entre el mar Mediterráneo y el Golfo de Vizcaya. Eso hizo a muchos dirigentes políticos, desde épocas antiguas, pensar en una obra industrial abismal que pudiera unir ambos mares por vía marítima, la vía más usada para el comercio y la guerra antes de la aparición del ferrocarril.
    Pero fue Luis XIV quien hizo realidad el sueño de muchos, al lograr culminar en el siglo XVII la que fue considerada la mayor obra de ingeniería del siglo.
    El Canal de Midi logró conectar el río Garona con el mar Mediterráneo, uniendo por fin al Atlántico con el mar sin tener que atravesar el temeroso estrecho de Gibraltar.

    Si bien el canal de Panamá o el canal de Suez son obras mucho más grandes y reconocidas, fue el Canal de Midi el precursor de todos, y es por ello que está inscrito como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
    Su profundidad media es de apenas 2 metros, y representó duras penurias para su realización. Aunque la orografía fue el principal obstáculo, el agua fue uno de los dolores de cabeza más duros para sus ingenieros, quienes no conseguían cómo llenar el canal y mantenerlo con agua durante la época de sequía.
    El Canal del Mediodía no solo es una obra maestra de la ingeniería, sino también un atractivo paseo turístico para muchos que adoran hoy disfrutar de su incomparable belleza.

    Un paseo en barca, en bicicleta o a pie por sus 240 km de longitud son travesías comunes para turistas franceses y extranjeros.
    Hay quienes incluso viven sobre él en una barca que aún conserva el antiguo estilo en que lo navegaban los más adinerados del reino francés.
    Nosotros lo ocupamos para reunirnos con un amigo de Benjamín y charlar con él a sus orillas, antes de volver a casa y refugiarnos de la fría noche.
    La ciudad rosa de Francia había sido una excelente y cálida opción para escapar del gélido invierno por un fin de semana. Y al otro día, libre de trabajo gracias a una de mis profesoras, aprovecharía para mirar otra y más antigua cara de Occitania.
  10. AlexMexico
    La costa de Liguria, en el noroeste de Italia, era el escenario perfecto para despedir el 2016. Había comenzado mi año desempleado, tirado en mi cama y sin la certeza de qué me depararía el resto de mis 365 días. Ahora me hallaba en una fría estación de tren, aguardando el vagón a mi último destino antes de volver a Francia, donde estaba trabajando temporalmente como profesor.
    Aquella tarde había visitado los cinco maravillosos pueblos de Cinque Terre, otro de mis objetivos en aquel viaje por Europa. Y debido a su cercanía, una última escala en la capital de Liguria era obligatoria.
    A las 18 horas, luego de un hermoso atardecer, cogí el tren desde la ciudad de Levanto hacia Génova, a donde llegué en menos de una hora.
    Por fortuna, había reservado dos noches en un hostal muy cercano a la estación de Brignole. Y con la seguridad que las ciudades europeas me daban, llegué a pie en mitad de la noche, para ponerme cómodo y descansar luego de una jornada en Cinque Terre.
    Una pizza 4 stagioni fue mi manera de comenzar a despedir el año, con la llegada del frío invierno y a sólo 3 días de comenzar el 2017.
    La siguiente mañana comenzó de maravilla. Los desayunos incluidos en la mayoría de los hostales en Italia me dejaban siempre un increíble sabor de boca. No sólo con un excelente café espresso cortado (muy a la italiana), sino con un surtido buffet dulce y salado, cosa que no acontece en todos los países de Europa.
    Mis conocimientos sobre Génova hasta entonces eran escasos. Era otra de las ciudades a las que había llegado sin saber casi nada. Aunque por supuesto, conocía bien la historia (todavía no aceptada por todos los historiadores) de que fue el lugar de nacimiento de Cristóbal Colón. Pero seguro que tenía más, mucho más para ofrecer, que sólo haber acogido el parto del navegante más famoso del mundo.
    Un frío viento soplaba desde el golfo donde se enclava la ciudad, y las nubes tapaban el ingreso de los rayos solares a las calles. Pero había tenido suerte de escapar de la lluvia, y estaba conforme con ello. Así que salí del hostal y descendí hasta la Via XX Settembre, la principal avenida del centro histórico de Génova.

    Si bien la historia de Génova se remonta a la época en que fue una prominente república marina, la Via XX Settembre y sus calles circundantes datan a la segunda mitad del siglo XIX, cuando Génova formaba ya parte del Reino de Italia.

    Hoy sus hermosos edificios neoclásicos y barrocos acogen los comercios más asediados por los locales y turistas, donde las tiendas de moda no se quedan atrás. No importa lo que diga la gente, Francia no es más la capital de la moda. Italia lo es.

    La avenida me llevó hasta la Piazza de Ferrari, el corazón del centro histórico genovés.

    En el medio de ella se posa una fuente que, al igual que el resto de la plaza, fue proyectada en el siglo XIX.

    A finales de aquel siglo Génova fue, junto con Milán, el principal centro financiero del recién creado estado italiano. Así, tras la creación de la plaza, importantes instituciones financieras se establecieron a su alrededor, como el Banco Italiano, la bolsa y el Crédito de Italia.
    Pero el edificio más importante a orillas de la plaza (aunque para mí no el más bello) es sin duda el Palacio Ducal.

    Su nombre puede ser engañoso. Al igual que el Palacio Ducal de Venecia, no fue una residencia de duques, sino de los “dux” que gobernaban la República de Génova.
    Génova fue por varios siglos un estado independiente. Junto con Venecia, Pisa y Amalfi, todas formaban las cuatro repúblicas marítimas, que a partir de la Edad Media fueron países soberanos que gozaron de prosperidad gracias a su dominio marítimo en el mar Mediterráneo.
    No cabe duda de por qué la mayoría de los historiadores afirma que Cristóbal Colón nació allí. Varias calles, incluso una plaza pública, llevan su nombre.
    Los orígenes de Génova se remontan más allá del nacimiento de Cristo. Sin embargo, su prosperidad comenzó a impulsarse durante la Edad Media, época de la que datan muchos de los antiguos edificios que todavía se encuentran en pie.
    La catedral de San Lorenzo es uno de ellos. Es la principal construcción religiosa de la ciudad, misma que marcó el inicio de su apogeo. En aquel entonces, no ser reconocida por la iglesia católica era casi no existir en el mapa.

    Su fachada gótica y portadas laterales románicas marcaron un hito en la arquitectura de la ciudad.
    Al sur de la catedral, las callejuelas de adoquines alojan la llamada zona medieval, el área de asentamiento más antigua de Génova.

    Sus coloridas y despintadas casas daban asilo en su mayoría a marinos y mercaderes, que dieron a la ciudad una relevante importancia en el Viejo Mundo.

    Génova se encuentra emplazada en una extraña geografía, donde las olas del mar se topan bruscamente con altas montañas, cuyo terreno no es cultivable.
    Así, Génova pasó a depender desde su fundación del comercio marítimo. Pero lo que comenzó como una obligación para su sobrevivencia acabó por colocarla en los mapas medievales como un glorioso país.
    La zona medieval es un conjunto de edificios habitacionales, iglesias católicas y torres de fortaleza que defendían a la república de enemigos y piratas.

    Aún con su diminuto tamaño y pequeña población comparada con otros estados europeos de la época, Génova logró defenderse por sí sola y dominar gran parte del Mediterráneo, llegando a poseer colonias, que incluyeron la enorme isla de Cerdeña.
    Y aunque las casas que hoy se avistan en su casco antiguo parecen de lo más humilde y común, las familias que las habitaron dejaron un enorme legado al mundo entero.

    Ejemplo de ello son los mapas de navegación del Mediterráneo. Y aunque los mapas de Colón se consideran un legado de la corona española (a quien Colón pidió apoyo financiero), podría decirse que fue uno de sus marinos quien estableció las primeras rutas comerciales con ambos continentes, hasta entonces desconocidos entre sí.
    Las familias genovesas tenían una amplia tradición de hacerse retratar por los mejores pintores. Su excelencia artística llegó a tanto que durante la ocupación inglesa de la república varias familias genovesas pagaron a los británicos con sus propios retratos, mismos que aceptaron y que hasta hoy forman parte de la riqueza artística del Reino Unido.
    El casco medieval me despidió con la Porta Soprana, una de las antiguas puertas de la muralla que rodeaba Génova y que la defendía de quienes la querían asediar.

    Viré nuevamente en dirección oeste, y las calles del centro antiguo me llevaron al puerto viejo, el primero que dio nacimiento a la ciudad.

    Al igual que la mayoría de los puertos viejos del Mediterráneo, hoy es más bien una atracción turística, aunque todavía tiene espacios de aparcamiento para algunos botes privados.

    Detrás de él, un nuevo y moderno puerto acoge a la vez decenas de barcos mercantes y cruceros que hacen de Génova uno de los mayores puertos de la zona, tras Marsella.
    Desde la pasarela puede verse el paisaje circundante, donde las montañas son quienes resguardan al golfo y donde se posan muchas de las nuevas viviendas de la ciudad, que sigue creciendo con los años.

    El malecón que rodea al puerto tiene una multitud de actividades de recreación, que incluyen un acuario (el segundo más grande de Europa), una biósfera, un parque de atracciones, un centro de souvenirs, un museo marítimo y hasta una recreación de una antigua embarcación.

    Los genoveses tienen una historia cien por ciento ligada a la navegación, y cada uno de sus rincones parece poner en alto la importancia de la marina para ellos. Desde el nombre de sus restaurantes hasta las figuras de sus artesanías, que presumen barcos de velas y trajecitos de marinero.
    Y aunque me hubiera encantado probar uno de sus platillos locales con mariscos y pescado, sus precios son normalmente mucho más altos que el resto. Pero siendo ya un verdadero amador de la comida italiana, un espagueti carbonara bastó para saciar mi apetito de mediodía. Lo mejor de comer pasta en Italia, es que siempre colocan junto al plato un tazón lleno de queso parmesano. Por supuesto, yo siempre rociaba el tazón entero sobre él. Nunca será suficiente parmesano.
    Seguí caminando por las calles aledañas al puerto, que suben poco a poco a una de las colinas de la ciudad.

    En lo alto de una de ellas, tras un vasto jardín inglés, se yergue el Albergo dei Poveri, o el Albergue del Pobre.

    Su majestuosa fachada no parece concordar para nada con su nombre. El edificio fue originalmente mandado a construir hace más de 300 años por un noble genovés para dar asilo y comida a los indigentes.
    No obstante, hoy funciona como un museo y alberga un gran número de obras de arte pictóricas y escultóricas de diferentes corrientes europeas.
    Descendí por la Via Cairoli, sumergiéndome al pie de sus detallados edificios, para después adentrarme en la Via Garibaldi, el pequeño Patrimonio de la Humanidad que Génova resguarda.

    Se trata de solo una de las cientos de calles que posee la urbe. No tiene más de un par de metros de longitud, pero su historia respalda el título que conlleva.
    En el siglo XVI, la nobleza genovesa decidió dejar el barrio medieval para habitar en un nuevo y prominente barrio situado un poco más al norte.

    Dos de los mejores arquitectos de la época se encargaron de la planeación y el trazado urbano de los edificios, que hoy relucen como una maravillosa atracción turística mundial.

    La calle está flanqueada de palacios que dejan en claro el poder que la nobleza poseía en aquel entonces, y que podía darse el lujo de mandar a construir sus propias mansiones.

    El Palacio Municipal está incluida en esta lista de construcciones, la mayoría de ellas de estilo barroco que marcaron la llegada del Renacimiento a la República de Génova.

    Dentro de ellas se exponen todavía las fuentes, jarrones, estatuas, pinturas, escudos heráldicos y todo tipo de ornamentación bajo los que los nobles se regocijaban en su día a día.

    Al final de la Via Garibaldi unas escalinatas me llevaron de vuelta cuesta arriba, a los barrios de Génova que gozan de mejores vistas.

    La Villeta Di Negro, uno de los múltiples parques de la ciudad, me mostró que las cansadas y empinadas subidas valen la pena para sus habitantes, que todos los días tienen a sus pies la bella panorámica de una de las mayores y mejor conservadas metrópolis italianas.

    Y aunque de un lado los modernos edificios descubrían la moderna ciudad, al otro lado una antigua Génova se asomaba con sus coloridas casonas y palacios renacentistas.

    Para entonces el sol había iluminado la colina entera y compensaba el helado viento del Mediterráneo.

    Aquella noche en Génova la pasé tranquilamente cenando y bebiendo algunas cervezas en el hostal con el resto de los chicos, quienes también se preparaban para la fiesta de Nochevieja.
    Para mí, el desvelo me costaría al otro día perder mi tren y cancelar mi Blablacar a Lyon, y correr a la estación por un nuevo ticket y reservar el último asiento en un bus que me llevó de Turín a mi casa temporal en Francia.
    Festejé la Nochevieja en el apartamento de una chica italiana con un bonche de personas que no conocía, pero que tenían algo en común conmigo: estaban pasando la velada a kilómetros lejos de casa.
    Entre vinos, paté, bocadillos y postres, recibimos juntos el 2017, que me preparaba nuevas y frías aventuras por Europa, y mi primera vez en un nuevo continente.
  11. AlexMexico
    Mientras el resto de los viajeros con quienes me hospedé en Florencia tomaban un autobús hacia Roma para cumplir con la típica ruta turística de Italia, aquella mañana yo me dirigí hacia la costa mediterránea.
    Y aunque descendí del tren en Pisa, mi intención no era pasar el día allí. Aún con su famosa torre ladeada, yo me incliné por otra opción. Una que llevaba años esperando poder conocer.
    Mis vacaciones decembrinas casi llegaban a su fin. Italia había sido un cálido y barato destino para pasar la Navidad. Aunque para año nuevo pretendía estar de vuelta en Lyon. Retomar las clases el 2 de enero es siempre una tarea fuerte, y más valía estar bien descansado.
    Y viviendo no tan lejos de la frontera norte con Italia, la costa del mar de Liguria es escenario de otros de los múltiples Patrimonios de la Humanidad que el país resguarda, y que no quería perderme por nada del mundo.
    Así que tras pocos minutos de escala en Pisa cogí el próximo tren a La Spezia, una provincia perteneciente a la región de Liguria.
    La Spezia no tiene mucho para ver. Pero una enorme multitud de turistas llegaron esa mañana a su estación de trenes y esperaban junto a las vías por el próximo vagón.
    Caminé hacia el punto de información turística y pedí los precios para visitar Cinque Terre, los cinco pueblos más mágicos de la costa italiana.
    Debido a la fama que estas cinco pequeñas villas han tomado durante los últimos años, existen hoy diferentes paquetes para los turistas. Algunos incluyen un pase de tren válido por tres días, otros por una semana; pero el más solicitado es el pase de un día, mismo que compré por solo 13 euros.
    Con aquel ticket era posible durante todo el día tomar cualquier tren entre las ciudades de La Spezia y Levanto y bajar en cualquiera de las cinco estaciones, pertenecientes por supuesto a los cinco pueblos.
    Eran menos de las 9 de la mañana y los andenes estaban ya repletos, en su mayoría, por chinos, algo que no me sorprendía en lo absoluto.
    Así que mi primer trayecto desde la Spezia no fue algo confortable. 15 minutos en los que muchos de los pasajeros, incluyéndome, nos balanceábamos parados sin tener un soporte de dónde sostenernos, y respirando hacinados el mismo aire en el que muchos tosían.

    Aunque algunos tomaron la decisión de seguir de largo hasta la última estación para evitar la conglomeración de turistas, decidí bajar en Riomaggiore, la primera estación después de la Spezia y el más oriental de todos los pueblos.
    Los pueblos de Cinque Terre son originalmente pueblos de pescadores y campesinos, aunque hoy muchos de sus habitantes viven por supuesto del turismo. Aún así, mis primeros pasos en Riomaggiore me hicieron ver que la vida en aquel diminuto rincón del Mediterráneo acontece como en cualquier otro sitio, con comerciantes de frutos, ropa, bebidas y todos los oficios que a uno se le venga a la mente.

    Sin embargo, bastó avanzar un par de metros para descubrir que se trata de una villa italiana que nació hace poco menos de ocho siglos.

    Las fachadas de sus edificios denotan el cliché más vivaz de las ciudades mediterráneas de Italia, con coloridas pinturas y ventanas de madera que dejan filtrar la eterna luz solar.

    Era sin duda un paisaje que me recordaba a Marsella, sobre todo al barrio Le Panier en su zona centro.
    Pero al llegar a la costa todo cambió, y Cinque Terre dejó en claro la razón por la que se encuentra en la lista de patrimonios italianos.

    La particular geografía de la costa de Liguria no impidió a sus antiguos habitantes construir pueblos pesqueros a sus orillas, respetando siempre la ecología y el paisaje que los rodea.

    Aunque eso no es lo único sorprendente. Al voltear la mirada más allá de sus edificios, Riomaggiore dejó entrever las avanzadas técnicas de agricultura que sus pobladores desarrollaron para aprovechar los terrenos verticales en los que se encuentra emplazada.

    Así que no solamente se trataba de un mágico y colorido pueblo italiano, sino de una avanzada técnica de producción en un lugar sumamente pequeño.
    Caminar bajo o sobre los tejados de Riomaggiore fue simplemente una experiencia maravillosa. De aquellas que me hicieron abrir los ojos y darme cuenta de que estaba parado allí.

    Pero alejarse un poco del pueblo es una buena decisión. Aunque caminar por su embarcadero, sus cafeterías, sus tiendas y rúas son elementos exquisitos, la mejor vista de Riomaggiore se tiene desde los acantilados que la rodean, que dejan ver el conjunto de todo aquello en una misma y emblemática postal.

    Observar la costa mediterránea es siempre un deleite. Pero hacerlo desde Cinque Terre fue sin duda un momento memorable.
    Aunque el encanto de Riomaggiore es hipnotizante, la dimensión de los pueblos no permite a la compañía de trenes hacer decenas de trayectos por día. Junto con el boleto, la oficina de turismo me dio una tarjeta con los horarios de llegada y partida de los trenes hacia cada una de las estaciones, que normalmente salen en el transcurso de una a una hora y media.
    Así que para poder visitar los cinco pueblos de Cinque Terre en un solo día es importante no dejar pasar el próximo tren. Entonces caminé de vuelta a la estación y aguardé por el próximo vagón.
    Esta vez el tren iba casi vacío. Algunos turistas habían reservado una noche en Riomaggiore. Otros se maravillaron con su belleza. Otros quizá perdieron el tren.
    El siguiente pueblo a visitar fue Manarola, quizá el menos famoso de Cinque Terre.
    No muchos turistas gustan de quedarse allí. Su embarcadero es mucho más pequeño. Las posadas y restaurantes tienen vistas menos atractivas. Y desde su orilla nada más que el azul del mar y los acantilados son alcanzados por la vista.

    Sus calles, sin embargo, mantienen todavía el vivo colorido que caracteriza a Cinque Terre.

    Como adivinando el itinerario perfecto, el próximo tren no tardó más de 40 minutos en salir de la estación de Manarola. Mis opciones eran tomar ese o esperar una hora más para continuar al siguiente. Y esperando una mejor vista para la hora del almuerzo, continué hasta Corniglia, el tercero de los pueblos.
    Cinque Terre fue declarado Patrimonio de la Humanidad desde 1997. No sólo por sus pueblos, sino por la hermosa geografía en la que fueron construidos.
    A partir de entonces, se creó el Parque Nacional de Cinque Terre, por el que hoy existen senderos para llegar caminando de un pueblo a otro.
    Si bien los senderos deben ofrecer hermosos, pero agotadores paisajes a sus visitantes, un viaje en tren por Cinque Terre es una experiencia alucinante.
    La estación de Corniglia nos dejó justo frente a la costa de Liguria, a diferencia del resto de las estaciones, que se ubican más bien en túneles que penetran los acantilados de arenisca.

    Desde las vías se asomaban en lo alto las pintorescas casas que se acomodan en los precipicios, casi como obras perfectas de la naturaleza.

    Corniglia fue así, el más difícil y cansado de los pueblos. Para llegar a él debí subir varios escalones desde su estación, cargando siempre conmigo mi inseparable mochila, en la que transportaba temporalmente mi vida.

    Pero todo valió la pena al llegar a la cima, a las rúas de piedra custodiadas por floreados balcones y verdes ventanales de madera.

    ¿Cuánto costaría vivir en una de esas casas?, me pregunté. Vaya suerte con la que corrían aquellos afortunados que heredan una propiedad en una tierra tan mágica.

    Aunque para ser sincero, la mayoría de las personas locales simulaban tener más de 60 años. Personas que quizá eligieron Cinque Terre como la mejor opción para su retiro de la vida laboral.

    Corniglia era el vivo cliché de la postal mediterránea. Ciudades mal trazadas, adaptadas a la costa, con casas de diferentes tamaños, colores, materiales, formas, ornamentación. Un pueblo que demuestra que la imperfección a veces puede ser perfecta.

    Un pasillo desde la plaza principal me llevó a la abrupta costa de uno de los acantilados, bajo el que las olas de un azul turquesa golpeaban con esmero las piedras blanquecinas.

    No había mejor lugar para el almuerzo, pensé. Y volví a la plaza principal para buscar un lindo restaurante. Un buen plato de lasagna ragú no solo cambió mis ansias. Me dio un orgasmo bucal imposible de olvidar.

    Italia no es solo un viaje de turismo. Es una vivencia gastronómica que ni yo, ni nadie, querría que terminase nunca.
    Y así como nunca hubiera querido irme de Corniglia, era tiempo de moverme si quería conseguir ver las cinco tierras de Liguria. Y bajé los escalones hacia las vías del tren, que me llevaron a Vernazza, el penúltimo de los pueblos.
    Desde su entrada Vernazza parecía sin duda uno de los pueblos más turísticos y cotizados de todos. Las filas de turistas andando por su calle principal eran parte innata de su paisaje.

    Además, Vernazza es el lugar ideal para comprar uno de los múltiples recuerdos que los comerciantes venden de Cinque Terre. Camisas, tazas, imanes, postales, llaveros, alhajas, figuras en miniatura.

    No faltaban por supuesto los restaurantes y heladerías colmadas de asiáticos y niños que rogaban por otra bola de gelato.
    Pero la magia de la vía principal no estaba en ella, sino al final de su camino, cuando las piedras se topan con el mar.
    El embarcadero de Vernazza es sin duda el más hermoso de Cinque Terre, ya que deja ver cada uno de los elementos que forman parte de su encanto. Sus colores, sus acantilados, sus cultivos, su capilla, su ensenada, su gente.

    Y al voltear la cara hacia el otro lado, el último de los pueblos se asoma entre el verde de los riscos, iluminado por un sol que comenzaba a descender.

    Pero lejos del embarcadero, Vernazza resguardaba también otro atractivo del que pocos turistas se enteraban. Bastaba andar algunas calles hacia el este, serpenteando por sus callejones y escaleras de piedra, por el que muchos visitantes adoran perderse.

    Y un túnel bajo el acantilado conduce a la única playa de Vernazza, escondida del resto del pueblo por un risco que se cubría con una malla  para evitar un posible derrumbe.

    Un baño en el Mediterráneo entonces por supuesto no era una opción. El invierno de diciembre no permite a muchos un agradable momento en sus aguas. Pero contemplar las olas al nivel del mar es siempre un deleite digno de agradecer.

    Volví rápidamente a la estación antes de que el próximo tren me dejase. Y pocos minutos después la locomotora apareció desde la oscuridad del túnel.

    Llegué a Monterosso poco antes de las 4 de la tarde. El más occidental y grande de los pueblos es una buena manera de terminar el recorrido.
    Desde el principio Monterosso mostró claramente que se trata del pueblo más fácil de recorrer, ya que cuenta con una larga línea de playas tras la que se posa un malecón turístico.

    Así que para andar por Monterosso no hacía falta subir y bajar muchos escalones, como en el resto de las villas construidas en terrenos muchos más escarpados.

    Monterosso me pareció lo más moderno de Cinque Terre, con coches estacionados en las orillas, calles de concreto, tiendas de conveniencia con una mayor cantidad de productos y hoteles mucho más prominentes.
    No obstante, sumergirse en sus calles seguía siendo una experiencia increíble. Si bien la señalización o su pequeño tráfico lo diferencian mucho, sus terrazas y callejones son inolvidables.

    Volví al malecón, donde parejas y grupos de amigos se aglomeraban para ver la puesta de sol, que comenzaba poco a poco muy cerca del risco contiguo que daba fin al parque nacional.

    Yo por mi parte pensé que admirar el atardecer en Vernazza sería una mejor idea. Los acantilados no estorbaban tanto a la luz del sol. Y seguro que ver su embarcadero iluminado por los colores de un ocaso sería algo que no querría perderme.
    Corrí entonces a la estación y tomé el tren de vuelta a Vernazza antes de las 5 de la tarde. Me apresuré a caminar hasta su embarcadero, que se encendía entonces con el rojo vivo del intenso sol.

    En efecto, no había nada que estorbara los rayos de luz. Solo las oscuras siluetas de las lanchas que navegaban, y la sombra de los turistas que se sentaban a la orilla del malecón.

    Contemplar un atardecer en aquellas circunstancias hacían cuestionarse la idea de tomar una foto. Quizá sentarse, sin pensar ni hacer nada, era una mejor decisión. Un momento para recordar mi visita a Cinque Terre.

    El 2016 estaba casi por terminar y aquella puesta de sol me dio uno de los mejores momentos de mi año, cuando otro de mis objetivos de viaje culminó por ser cumplido.

    Las luces de Vernazza poco a poco comenzaron a encenderse, dándole a Cinque Terre una vida diferente, llena de pizza, café, música relajante y velas en sus mesas. Un destino elegido por muchos como el más romántico del mundo.

    El último tren me llevó hasta Levanto, la ciudad al norte del parque nacional donde se da por terminado el ticket turístico. Allí compré un boleto para mi último destino en Italia, antes de volver a Francia para recibir el próximo año.
  12. AlexMexico
    El día siguiente a la Navidad siempre es difícil despertar y tomar la decisión de salir de la cama. Sobre todo en mitad de un invierno Europeo. Pero mi elección de pasar Nochebuena en Nápoles, al sur de Italia, me estaba dando unas fiestas mucho más cálidas.
    No obstante, luego de pasar toda la noche jugando Texas Hold’em Poker en casa de mi amigo Gianpiero (y de haber ganado 40 euros en apuestas), levantarme fue sin duda una situación complicada. Pero logré llegar a la estación Garibaldi temprano por la mañana para tomar mi bus hasta Florencia, mi próximo destino en la península itálica.
    Las carreteras aquel 26 de diciembre lucían, sin duda, mucho más desiertas que los días anteriores, cuando el tráfico atestaba las autopistas de toda Italia (y con certeza, de muchos países del mundo cristiano).
    Así que mi arribo a Florencia no se retrasó, como había acontecido en mis trayectos pasados. Y cerca de las 4 p.m. había llegado a mi hostal, en el centro de la ciudad.
    La niebla cubría para entonces toda la superficie de Florencia. Sólo había reservado dos noches allí y tenía miedo de que la neblina no se esfumara. Visitar una Florencia grisácea no es precisamente el sueño de los que viajan hasta ella.
    Los hostales en Italia habían resultado los más baratos de toda mi estadía en Europa. Incluso en temporada navideña, los precios no subían de los 12 euros por noche. Aunque, como el resto de los hospedajes en el país, el hostal me cobró un cititax obligatorio, cuyo dinero va directamente a la prefectura citadina.
    Los encargados eran nada más y nada menos que dos chicos de Bangladesh y Pakistán, que habían emigrado ya hace algún tiempo a Europa, en busca de mejores oportunidades.
    Para esa hora, la noche casi había caído por completo sobre nosotros, y luego de dejar mis cosas en la habitación, salí a buscar un buen restaurante con Manuel, Lindsay y Sahra, un argentino y dos australianas con quienes compartiría el cuarto durante mi estadía.
    Muchos italianos me habían recomendado probar el steak fiorentino, un enorme trozo de filete de res que representa el platillo más típico de la ciudad. Pero por 45 euros el kilogramo, ninguno de nuestros bolsillos pudo pagarlo, y terminamos comiendo un enorme plato de pasta carbonara.
    De vuelta en la posada, los anfitriones nos llevaron a un bar local para probar la fiesta en Florencia, que no era precisamente lo que llegué buscando hasta allí. Pero con la presión social del enorme grupo de jóvenes que nos hospedábamos juntos esa noche, acepté ir por una cerveza antes de volver a descansar.
    Los escasos 10 euros que había pagado por aquella noche en el hostal tuvieron una lógica respuesta al día siguiente. El alojamiento paga solamente dos encargados, y una señora que hace toda la limpieza entre las 10 y las 16 horas.
    Así que los anfitriones nos pidieron a todos, sin excepción, salir del hostal en ese horario, en el que ellos se van y cogen la llave consigo.
    Con sólo dos baños para todos, fue necesario aguardar un prolongado turno para tomar una rápida ducha, y salir sin haber descansado muy bien para comenzar a conocer la ciudad.
    Lindsay y Sahra decidieron acompañarme, y se nos unió Caio, un brasileño que estudiaba inglés en Londres por algunos meses.
    Lindsay y Sahra representaban las dos caras de Australia. Lindsay, la chica seria, inteligente, amante del arte y la fotografía, que se había criado en un país primermundista y estaba consciente de la suerte con la que corrió. Y ahora se encontraba en Italia para empaparse con su arte.
    Sahra, por el contrario, era la típica chica rubia, extrovertida, descendiente de suizos, que viajaba por el mundo aprovechando su dinero para volverse loca y probar un poco de todo, incluyendo por supuesto cada bebida alcohólica disponible.
    Caio me recordaba un poco a mí mismo, cuando a los 21 años salí por primera vez de México para empezar a conocer el mundo, sin saber mucho de ello y siguiendo la corriente de lo que el resto me contaba. Su inglés, en efecto, estaba mejorando mucho.
    Aún con nuestras cuatro extrapolares personalidades, Florencia era sin duda una parada obligatoria. Y para suerte de todos, el sol salió como nunca en muchos de mis días en Europa.
    Las multitudes en Florencia no deben ser algo extraño en ninguna temporada del año, tomando en cuenta la fuerza de atracción que posee para el turismo internacional. Pero el día después de Navidad, queda claro, es uno de los más asediados.
    Con o sin GPS en la mano, visitar los principales puntos no era una tarea difícil. Bastaba solo con seguir el mismo rumbo que el resto de los turistas. Y el primero de esos rumbos nos llevó al pie del Duomo de Santa María del Fiore.
    La catedral de Florencia es imponente desde cualquier punto que se le admire. Pero nos recibió mostrando su cara principal, la fachada de Giotto.

    Aunque se atribuye su construcción a Giotto, uno de los primeros arquitectos renacentistas del mundo, fue diseñada, demolida y reconstruida varias veces por varios artistas florentinos.
    Las tres puertas de bronce, los nichos de los doce apóstoles en lo alto y la exquisita combinación de mármoles blancos, verdes y rosas forman una composición neogótica que nos cautivó a todos, sin importar nuestra religión u origen.

    El campanario, también atribuido a Giotto, se posa al lado de la iglesia, como en muchas catedrales italianas, separado del resto de la estructura.
    Pero la fachada tan solo esconde lo mejor del Duomo, uno de los íconos más reconocidos de Florencia a nivel mundial: su cúpula.

    Esta estructura de 45 metros de diámetro y 100 de altura es una obra maestra del arquitecto Arnolfo di Cambio, quien enfrentó múltiples retos para su elaboración.
    Se trata de la primera cúpula octagonal construida sin un armazón de madera, y es hoy todavía la cúpula de albañilería más grande del mundo.
    Para su construcción Arnolfo tuvo que diseñar él mismo máquinas elevadoras y grúas para izar las piedras más grandes. Incluso se utilizó una grúa para el tejado diseñada por el mismo Leonardo Da Vinci.

    Todo ello terminó en un importantísimo aporte a la arquitectura y el arte global, que dio cabida al Renacimiento, una vez terminada la Edad Media.
    La catástrofe causada por la Peste Negra, el controversial cambio del papado a Aviñón (en Francia) y el Gran Cisma de la iglesia católica hicieron que muchos europeos pusieran en duda los valores medievales, surgiendo una nueva corriente humanista, centrada en el ser humano y no en Dios.
    En ese contexto, los florentinos se levantaron contra la oligarquía que los gobernaba, dando ascenso al poder a las familias más poderosas de la ciudad, la más famosa de ella fueron los Médici.
    Una familia de ricos banqueros (fueron también banqueros del Papa) que finalmente heredaron un estado entero como los Grandes Duques de Toscana.
    La preocupación por el dinero, incentivar el comercio y la banca llevó a los Médici a ser los patrocinadores de innumerables investigaciones científicas y de artistas que el mundo entero recordaría por siempre. Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Botticelli, Donatello, Rafael, Brunelleschi...
    La enorme lista de artistas y científicos que cuestionaron al medievo, hicieron una revisión a la antigüedad clásica grecolatina, haciendo florecer al Renacimiento, el nuevo nacer de las ciencias y las artes occidentales.
    Florencia se convirtió así en la cuna del Renacimiento, y eso puede verse en cada uno de sus rincones, declarados por la UNESCO como patrimonio de la humanidad.
    En la Piazza della Signoria, unas cuadras al sur de la catedral, los torrejones de ladrillo marrón dejan ver el origen medieval de la ciudad florentina. El Palazzo Vecchio (o palacio viejo, en español) funciona todavía como sede del ayuntamiento.

    Pero los guardias del edificio y de toda la plaza son el ejemplo más claro de lo que los artistas renacentistas querían retomar de la era clásica. La belleza humana y su mitología.
    En el centro, la fuente de Neptuno es una de las obras más conocidas de Ammannati.

    Frente al ayuntamiento, una estatua de Hércules y Caco vigilan con recelo la ciudad que los vio renacer.

    Pero el guardián más famoso de la plaza es, sin duda, el David de Miguel Ángel, una de las obras del Renacimiento más célebres del mundo.

    Aunque los analistas han encontrado inconsistencias en la estatua que se contraponen a los principios renacentistas (por ejemplo, sus manos y la cabeza son más grandes de lo estipulado por el Hombre del Vitrubio), muchos lo consideran la perfección artística de la belleza humana.
    El rey bíblico que derrotó a Goliat fue una de las tantas obras que los Médici encargaron a Miguel Ángel y a otros artistas de la época. Y aunque originalmente fue emplazado frente al ayuntamiento, el original se encuentra hoy en día en la Galería de la Academia de Florencia. Y en su lugar, hoy se coloca una copia.

    El David fue un símbolo del poder de la República de Florencia durante siglos, sobre todo ante los Estados Pontificios. Y aunque la república ya no existe más (pasó a formar parte del Reino de Italia en 1861), la escultura sigue siendo un fuerte símbolo de orgullo para los italianos y todo el mundo occidental.
    Y aunque no tan famosas, otras esculturas nos dejaron fascinados al sur de la plaza.

    En la Logia dei Lanzi, las figuras de Perseo, o El rapto de las Sabinas, para mí tienen la misma perfección que sus hermanos Neptuno y David.

    Un enorme gentío se aglutinaba para eso del mediodía fuera de la Galería de los Uffizi, el primer museo del mundo en cuanto a arte renacentista se refiere. Una visita a Florencia no está completo sin avistar sus obras al interior.
    Sin embargo, tal parecía que la única viajera responsable había sido Lindsay, quien había comprado su boleto de entrada con antelación, y una guía la esperaba para comenzar la visita en inglés que ella tanto aguardaba.
    Para el resto de nosotros el ingreso no fue posible. Ni por el día ni por la hora. Y teniendo que coger un tren al otro día temprano, mi oportunidad se esfumó de mis manos.
    Aunque un poco cabizbajo, sabía que Florencia por sí misma es una obra de arte. Muchas ciudades italianas lo son, eso me había quedado claro con Roma, Venecia y Verona. Así que seguimos con nuestra caminata para seguirnos deleitando con el Renacimiento frente a nuestros ojos.
    La galería nos condujo justo al lado del río Arno, que divide la ciudad de este a oeste. Para atravesarlo existen varios puentes, pero el más solicitado por los turistas es el Puente Vecchio.

    Es considerado uno de los puentes más hermosos del mundo. Y su nombre (puente viejo) se debe a su origen medieval.
    Reconstruido totalmente con piedra sobre tres arcos, siempre se trató de uno de los principales centros de comercios, ya que sobre él se yerguen tiendas, hoy la mayoría de ellas de joyería.

    Una leyenda cuenta que sobre el puente no se pagaban impuestos, y así se originó su fama comercial. De hecho, la palabra “bancarrota” nació precisamente allí. Se dice que cuando un comerciante no podía pagar sus deudas, los soldados rompían su mesa: banco rotto.
    Inhabilitados para comprar cualquiera de sus joyas, Sahra, Caio y yo seguimos andando al otro lado del río, hasta toparnos con el Palacio Pitti.

    Río Arno.
    Aunque su belleza no se compara con la encontrada al otro lado del río, se trata también de un edificio renacentista, que fue comprado por los Médici y se convirtió en la residencia de los Duques de Toscana. Hoy funciona como un museo de arte más.

    Palacio Pitti.
    Seguimos nuestra ruta hacia el lado este, guiándonos por los senderos en Google Maps. Aunque esta vez la tecnología falló, y nos llevó solo a toparnos con pared. Pero se trataba de una pared más bella de lo normal. Una antigua muralla que protegía a la ciudad hasta el Fuerte de Balvedere, en lo alto de una colina.

    En la colina adyacente llegamos hasta uno de los más bellos puntos de la ciudad. El mejor mirador para disfrutar de Florencia en toda su plenitud.

    En la Piazzale Michelangelo (dedicada por supuesto al artista florentino) se posa también una copia del David.

    Pero su principal atractivo no es ese, sino las increíbles vistas que desde allí se tienen.

    Sahra y Caio en la Piazzale Michelangelo.
    Si bien había aprendido que Nápoles es la ciudad de las cúpulas, ninguna de ellas podía igualar a la enorme cúpula de la catedral florentina, que deja en claro por qué sigue siendo considerada la cuna del Renacimiento.

    La Basílica de la Santa Cruz también juega un papel importante, ya que es el segundo punto que mejor puede apreciarse desde lo alto.

    El sol nos había sonreído como nunca, iluminando cada pequeño rincón de aquella hermosa ciudad. Con un panorama así nunca nadie querría irse de Florencia, Ahora entendía por qué otros viajeros habían reservado más de dos noches en ella. Sin embargo, era un poco tarde para mí.
    Pero quise disfrutar el resto de mi día sin preocupaciones. Así que bajamos la colina y buscamos un buen almuerzo antes de continuar. Una pintoresca terraza nos ofreció un buen plato de risotto por un excelente precio. El mejor risotto que he probado en mi vida.

    Con el estómago satisfecho, volvimos a cruzar el río, esta vez en dirección norte, cuando el sol comenzaba a bajar hacia el horizonte.

    En la Piazza di Santa Croce tuvimos la mejor perspectiva de la Basílica de la Santa Cruz, que habíamos admirado desde arriba.

    Aunque menos famosa que el Duomo, su fachada gótica de mármoles sigue haciendo de ella un excelente exponente más del Renacimiento florentino.

    Los callejones del centro nos llevaron de vuelta al Duomo, que se iluminaba ahora desde el otro lado de su fachada.

    Un árbol de Navidad junto a él en la explanada era el recuerdo de lo que esas vacaciones eran para todos. Una de las mejores fiestas decembrinas en uno de los mejores lugares del mundo.

    La Plaza de la República, mucho más moderna que el resto de la ciudad, era el centro donde niños y adultos jugaban en los carruseles y compraban golosinas para apaciguar el frío, que entonces comenzaba a hacerse más fuerte.

    Por las calles de ladrillo medieval y estatuas de mármol en sus paredes, volvimos al Puente Vecchio para ver el atardecer.

    Pero las bajas temperaturas y la humedad volvieron a hacer de las suyas, y dejaron caer nuevamente una densa niebla sobre todos.

    Con una visibilidad de pocos metros, no nos quedó otra opción que volver al hostal y disfrutar de la pasta night, una cena comunitaria con pasta (mucha pasta) para todos los huéspedes, tras la que siguió otra noche de vino, cerveza y baile en un bar local.
    La mejor cara renacentista de Italia había sido increíble. Pero al otro día me esperaba otra de sus caras, una mucho más cálida y mediterránea.
  13. AlexMexico
    El tiempo había pasado más rápido de lo esperado desde mi llegada a Francia. Mis vacaciones decembrinas en la península itálica estaban justo a la mitad, y algo me decía que aquel 24 de diciembre no iba a ser como el resto de mis Nochebuenas.
    La ciudad de Nápoles y el sur de Italia son famosos por sus soleada costa y sus mediterráneos paisajes, que las diferencian del resto de las metrópolis europeas. Cualquiera hubiera deseado una Navidad en la nieve con luces y mercados callejeros. Yo, por otro lado, elegí una alternativa mucho más rústica.
    Mi amigo Gianpiero se encontraba en la ciudad de vacaciones y me hospedaba en casa de su familia en la comunidad de Pozzuoli, un costero y pintoresco suburbio de Nápoles.
    Luego de un tradicional espresso cortado italiano para desayunar, Gianpiero me llevó por las calles que lo vieron crecer desde pequeño.

    La historia de Pozzuoli se remonta casi paralelamente a la historia de Nápoles. Ambos puertos importantes del Mediterráneo fundados por los griegos y conquistados por los cartagineses, hasta pasar a convertirse en colonias romanas.

    Estos últimos son los que dejaron más vestigios en esta zona del Golfo de Nápoles, y hoy, entre las casas de los vecinos actuales de Gianpiero y su familia, el Serapeo del antiguo Foro Romano se luce como si fuera un parque más en un barrio periférico.

    Las ruinas romanas son algo a lo que ya me venía acostumbrando en todas las ciudades italianas y muchas otras urbes europeas. Pero Pozzuoli tenía su propio encanto. Tiendas de conveniencia, vendedores ambulantes, niños en la calle, gritos que resonaban hasta la última de las rosáceas terrazas.

    Una costa azul turquesa, el sonar de las campanas del mediodía, una pintura descascarada en cada vetusta pared y un olor inolvidable como el de cualquier puerto marítimo.
    Esta oculta zona de Italia me hacía sentir sin duda mucho más cercano a la cultura latina. Y con un sol como el de aquella mañana de Nochebuena, todo reducto de nostalgia se esfumó por sus coloridos callejones.

    Y entonces Gianpiero me llevó hasta la principal atracción de Pozzuoli. El conglomerado de Rione Terra, el primer núcleo urbano habitado de la ciudad.

    Rione Terra es una zona posada en lo alto de un pequeño cerro junto a la costa del golfo de Pozzuoli, donde se establecieron los primeros habitantes por allá del siglo II a.C.

    Sus calles vieron la evolución paulatina de la arquitectura, religiosidad, costumbres y tradiciones napolitanas hasta el año 1970, cuando se decidió reubicar a todas las personas que allí vivían. La causa, un peligro de colapso por los movimientos volcánicos del suelo, que ponían en riesgo a todas sus construcciones por lo mal conservadas que se encontraban.

    Y llegó el año de 1980, cuando un terremoto causó severos daños y derrumbes en Rione Terra, donde afortunadamente nadie pereció gracias a las medidas de seguridad tomadas con anterioridad.

    Pero el gobierno no permitió que los eventos geológicos dejaran en el pasado al más importante de los barrios de Pozzuoli, y hoy se presume totalmente restaurado y abierto al público, como una nueva villa que conserva todavía su espíritu antiguo.

    Un cálido mediodía nos sonreía en el Mediterráneo y la madre de Gianpiero me invitó a comer un bocadillo en casa antes de seguir mi visita. Dos bolas de mozzarella de bufala campana, el queso mozzarella con denominación de origen napolitano.
    Cuando pienso en mozzarella no puedo evitar pensar en pizza. Una bolsa de plástico con ralladura de un queso blanco que se esparce sobre una gruesa masa con salsa de tomate.
    Pero el mozzarella napolitano no es así. Y dos simples bolas hervidas en una olla de agua caliente acompañadas de pan y jamón me demostraron el verdadero e inolvidable sabor del que me atrevo a decir, es el tercer mejor queso que jamás he probado (los dos primeros lugares debo reservarlos al comté y al camembert franceses, por supuesto).

    La familia Massaro comenzaba a llegar a casa para festejar aquella Nochebuena. Un padre, una madre y una hermana mayor formaban aquella típica familia italiana. Y el tío Angello no tardó en arribar por nosotros.
    Aprovechando su coche, Gianpiero me ofreció el mejor de los regalos que alguien me había ofrecido en una Nochebuena por mucho tiempo. Visitar las ruinas de la antigua y mítica ciudad de Pompeya, a sólo unos kilómetros al sur de Pozzuoli.
    Sin dudarlo, acepté la invitación, y el tío Angello nos condujo hasta el sur del golfo napolitano, en la otra punta de la zona metropolitana.
    Hay quizá varias cosas que vienen a la mente cuando uno piensa en Nápoles. Pizza, la mafia Camorra y el Vesubio.
    La historia entera de Nápoles no puede separarse de ninguno de estos tres elementos conocidos a nivel mundial. Y así como Nápoles ha sabido salir adelante a pesar de la mafia en sus calles, también ha sabido lidiar con el monte Vesubio, el volcán más peligroso del mundo.

    Existe una lista con los 16 volcanes de la década, que enumera los volcanes que representan más peligro en el mundo actual, por su constante actividad y por su cercanía a zonas pobladas. Así pues, Nápoles es la zona volcánica más densamente poblada del mundo, con más de tres millones de habitantes a su alrededor.
    La tranquilidad y felicidad con la que viven los napolitanos me dejó estupefacto. El Vesubio puede verse casi desde cualquier punto de la ciudad, y es un constante recordatorio del poder de la Tierra bajo nosotros.
    Su última erupción fue en 1944, y destruyó gran parte de la ciudad de San Sebastiano. Pero no cabe duda que su erupción más famosa fue la que tuvo lugar en el año 79 d.C., que sepultó por completo a la ciudad romana de Pompeya.
    Cuando nos adentramos en el municipio de Pompeya todo a mi alrededor me hablaba de una moderna y civilizada ciudad. Unas 25,000 personas habitan sus calles hoy en día, y la vida transcurre con normalidad.
    Pero la zona arqueológica es el vivo vestigio de lo que fue una prominente colonia romana por varias décadas, hasta que el incontrolable poder geológico la hizo pagar el precio de su extraña localización.
    Si bien Rione Terra en Pozzuoli es el mejor ejemplo de lo que una buena prevención puede resultar, Pompeya es la otra cara de la moneda. Una cara que, espero, ninguno de mis amigos napolitanos deba pagar en sus vidas.
    La entrada a la zona arqueológica por la Puerta Marítima estaba casi vacía. No muchos planean una visita a las ruinas romanas en Nochebuena, pensé. Y eso para mí no era más que una ventaja, que me avisaba lo tranquila que sería aquel paseo vespertino.

    Entrada a Pompeya por la Puerta Marítima.
    En aquel entonces, la vista desde aquella entrada a la ciudad daba directo al mar Mediterráneo. Pompeya fue también un puerto de cruce importante en aquella zona del Imperio Romano.
    Por muchos años se creyó que Pompeya y Herculano (ciudad también enterrada por la erupción) habían desaparecido por completo. Pero en el siglo XVIII las excavaciones arqueológicas en la zona descubrieron los restos de ambas metrópolis.
    Pompeya fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, debido al vívido testimonio que ofrece hoy sobre el trazado y la vida cotidiana de las antiguas ciudades romanas.
    El nivel de conservación de muchos edificios de Pompeya es simplemente envidiable. Algo simplemente increíble a mis ojos y al de cualquiera que se adentre en sus aposentos. Pensar que aquellas construcciones vivieron bajo las cenizas petrificadas por varios siglos y hoy es posible caminar sobre ellas como en cualquier otra urbe del mundo.
    Los primeros restos que aparecieron frente a nosotros fueron las termas suburbanas. Los baños públicos son una constante en las ciudades romanas, y Pompeya no se queda atrás. Pero estas termas eran más bien de una compañía privada, de una dimensión menor a los baños públicos del centro de la ciudad.

    Entrada a las termas suburbanas.
    Los arqueólogos creen que existía un espacio exclusivo para las mujeres. Sus paredes y suelos conservan, incluso, pinturas que decoraban los cuartos.

    Aunque muchos creen que la vida de Pompeya fue inmortalizada por la erupción del Vesubio, los expertos han demostrado que no es así. Antes del año 79, diferentes movimientos telúricos hablaban ya de lo que se avecinaba en un futuro cercano. Y en el 62 d.C. un terremoto destruyó varios edificios de la ciudad,
    Se cree que muchos pobladores abandonaron la ciudad. Algunos dejaron sus tesoros escondidos para cuando las cosas se calmaran poder volver por ellos.
    Así, las termas son algunos de los edificios que en el momento de la erupción se encontraban todavía en restauración para enmendar los daños del terremoto.

    Del mismo modo, el templo de Venus se encontraba en obras en el momento del siniestro. Muchos otros templos religiosos denotan la religiosidad de la que gozaba la ciudad, con monumentos construidos en honor al dios Júpiter, Apolo y una Basílica, el edificio religioso más importante de la antigua Pompeya.

    Restos del templo de Júpiter.
    La zona más alucinante es, como siempre, el foro, el corazón cívico y comercial de todas las ciudades romanas.

    Se encontraba rodeado de algunos templos y de columnas, algunas de ellas todavía en pie.

    Poseía en su centro estatuas del emperador, de la familia real y de algunos otros personajes importantes de la época.

    Las figuras que se encuentran en la zona arqueológica de hoy no son todas precisamente del siglo I d.C. Algunas son sólo recreaciones creadas por artistas para hacer ver al foro como normalmente se decoraba en el pasado.

    Durante las excavaciones se encontraron algunos objetos que los comerciantes exponían en el foro, y que dejaban ver la típica vida del centro de la ciudad.

    Incluso se encontró una queja escrita hecha por algún ciudadano en una de las tablillas públicas, donde suplicaba no hacer tanto ruido en las calles mientras las personas dormían.
    Desde el foro se asomaba el imponente monte Vesubio en el fondo, presumiendo su fuerza natural sobre toda Pompeya y el golfo napolitano, y recordándonos siempre el diminuto espacio que ocupamos los humanos en este mundo.

    Los maravillosos paisajes del foro eran igual de bellos que las calles empedradas de Pompeya, ladeadas por los restos de las casas donde antiguamente vivían sus ciudadanos.

    En una pequeña colina con vista al mar se erguía otro foro, llamado el foro triangular, que era un segundo núcleo cívico de la urbe.

    Junto a él, los edificios de espectáculos se encuentran todavía en decentes condiciones para su visita. Es el caso del teatro grande y el teatro pequeño, donde se llevaban a cabo eventos musicales, de teatro y poesía, al estilo del antiguo mundo griego helenístico.

    El cuartel de los gladiadores deja descubrir también la fuerte tradición romana de aquel famoso espectáculo romano. En Pompeya esta práctica fue prohibida durante 10 años por el emperador Nerón, debido a disturbios ocurridos en su anfiteatro.

    La zona arqueológica era más grande de lo que había imaginado. Aunque la mayoría de los edificios más emblemáticos se encuentran en la zona cercana a la puerta marítima. Más al fondo, son casi solo los barrios residenciales que exponen un poco del estilo de vida en los suburbios.
    Es en esta área donde se resguardan algunos de los cuerpos petrificados que se conservaron tras la erupción.
    Durante las excavaciones, muchos de estos restos tenían huecos en su interior. Los arqueólogos decidieron rellenarlos con yeso para reproducir las posiciones exactas de los lamentables y horribles últimos momentos de vida de aquellas infortunadas personas.

    Algunos cuerpos se hallaron cubriendo sus caras con pañuelos. Otros abrazando sus pertenencias más valuadas. Algunos otros junto a una botella de veneno, confirmando un suicidio. Y los perros guardianes aún amarrados en las puertas de las casas muestran el terror de vivir una erupción volcánica en carne propia.
    Con la tranquilidad de una Nochebuena en Pompeya, Gianpiero, Angello y yo nos sentamos a tomar un café en el restaurante del centro de visitantes, sin mirar la hora que marcaba entonces el reloj.
    Al salir, las puertas laterales del complejo estaban cerradas. No había más gente caminando por las calles. El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y verdaderamente teníamos miedo de que nos hubiesen dejado encerrados en Pompeya en plena víspera de Navidad.

    Gianpiero corrió y gritó en cada rincón, pidiendo a alguien ayuda para poder encontrar la salida. Hasta que una mujer salió del baño y nos llevó con sus llaves hasta la puerta principal, que se encontraba entonces ya cerrada.
    Sin más que agradecer por una tarde de paseo en la histórica ciudad romana, Angello nos condujo de vuelta a Nápoles, y me dejaron en la estación Garibaldi para tomar el metro.
    Aquel día la casa de Gianpiero estaba llena, y lo mejor para mí era quedarme en un hostal. Sin embargo, la calidez de los napolitanos no me permitiría pasar la Nochebuena a solas. Así que unas horas más tarde pasaron nuevamente por mí para llevarme a casa de la abuela, donde una deliciosa cena se servía ya en la mesa principal.

    Scarole.
    Un plato de scarole con típicas verduras de Campania. Un plato de spaghetti con almejas y tomate, cuya pasta por supuesto era artesanal, y no industrial.

    Spaghetti alle vongole.
    Dos platos de orata y bacalao, pescados típicos para la temporada navideña. Y para terminar, una barra de postres que me dejó con el estómago más que satisfecho. Higos con nuez y pistache, un zeppole (rosquilla azucarada), una torta cassata y el famoso struffoli.

    ¿Hay algo mejor que la comida de una abuela? Sólo quizá la comida de una abuela napolitana en Navidad.
    Sin importar que mi italiano fuera nulo, con el espíritu navideño y la traducción de Gianpiero, aquella Nochebuena fue sin duda una experiencia inolvidable (y exquisita, como todo en Nápoles).
    Al otro día, me tocaría recorrer la ciudad a solas. Así que al salir del hostal, subí hasta la colina del castillo, desde donde se tienen las mejores vistas de Nápoles.

    A pesar del contraste de su zona histórica con el nuevo y moderno barrio financiero, las panorámicas desde el castillo confirman la teoría de que Nápoles es la ciudad de las cúpulas. Una de las ciudades con más iglesias católicas en el mundo.

    Bajé una escalinata que me llevó hasta el quartieri espagnoli, el barrio español. Una zona que muchos no se atreverían a recorrer. ¿La razón? La alta presencia de la Camorra.

    Así como el Vesubio es parte de la vida napolitana, la mafia (conocida como Camorra) es desafortunadamente una realidad que sigue viva en la ciudad.
    Aquello no quiere decir que día a día haya tiros en las calles, gente muerta o secuestrada. Pero la Camorra está allí, a veces invisible a los ojos del ciudadano común. Una de las causas de la degradación de Nápoles y por lo que muchos italianos del norte temen visitar el sur.

    A pesar de que la Camorra carezca de un nivel jerárquico y bien organizado, como la Cosa nostra siciliana, el cobro de piso, el tráfico de droga y su indudable infiltración en la política y comercio de la ciudad hace difícil que Nápoles sobresalga al igual que muchas otras ciudades italianas.

    Para un mexicano como yo, la presencia de traficantes invisibles en las calles y barrios poco atractivos al turismo no eran razón para odiar aquella bella ciudad. Muchos menos en Navidad.

    La Vía Toledo me llevó hasta la Plaza Plebiscito, una de las más grandes de Nápoles. Desde allí es posible ver el castillo en lo alto y algunos edificios públicos emblemáticos.

    La plaza tiene su propio atractivo en dos estatuas de caballos posadas de manera paralela. Es una costumbre napolitana intentar caminar entre los dos caballos con los ojos vendados desde el principio de la plaza. Cuenta la leyenda que nadie lo ha logrado. Yo hice el reto y tampoco lo logré.
    El paseo marítimo lucía casi vacío, algo normal para ser Navidad. Pero me dejó contemplar imágenes inolvidables del golfo napolitano y el Vesubio como su guardián.

    El Volcán de Fuego en Guatemala, el Eyjafjallajökull en Islandia o el Kilauea en Hawai pueden parecer aterradores. Pero el Vesubio es para muchos geólogos uno de los peores monstruos terráqueos, que puede despertar en cualquier inoportuno momento de la vida de los napolitanos.
    Lo que para mí pareció una increíble postal navideña, para muchos científicos es un indudable riesgo.

    Una ciudad que ha sabido sobrellevar su vida a los pies de una viva caldera, es sin duda también una ciudad que debe ser visitada al menos una vez en la vida. Por su gastronomía, por sus paisajes, por su historia y, sobre todo, por su gente.

    Gianpiero, su familia y los napolitanos me dieron una de mis mejores vacaciones navideñas en mi vida. Al otro día por la mañana sería tiempo de partir, y volver al norte de Italia para adentrarme en el Renacimiento.
  14. AlexMexico
    Las escarchadas montañas, los vetustos coliseos, los refinados chocolates, los untuosos tagliatelles; los peripuestos antifaces, los milenarios canales, las clásicas basílicas y las vívidas ramblas peatonales. El norte de Italia había sido una exquisita selección para unas vacaciones de invierno. El éxodo del frío fue su primera causa. Pero no pude evitar culminar enamorado de aquella vieja comisura europea.
    Las literas en las hosterías parecían una verdadera holgura en las frías madrugadas, aunque no más de 12 euros me hubiese costado cada noche sobre ellas. Pero era tiempo de abandonarlas por algunos días, y tornar al sur. A dos días de la Nochebuena, un autobús aguardaba a mi arribo hasta Nápoles, capital de la Campania y principal metrópoli de la Italia austral.
    Por fortuna, Flixbus había extendido su servicio por casi toda Europa occidental, y el viaje desde Bolonia hasta Nápoles había sido más barato de lo esperado, tomando en cuenta que el 22 de diciembre se trata de una temporada muy alta.
    Pero pagar un pasaje barato antes de Nochebuena siempre tendrá sus desventajas. Y la mía fue, por supuesto, el tráfico que eso supuso.
    El autobús hizo una escala en Florencia, y hasta entonces todo iba muy bien. Pero entrar y salir de Roma por carretera supuso una verdadera tortura, tanto para el chofer como para los pasajeros.
    Con un trayecto de más de 500 kilómetros de largo, hacer una parada para almorzar era obligatorio. De hecho, los trayectos de Flixbus suelen ser muy prolongados, y es normal que pare en restaurantes a la orilla de la carretera.
    Así que el chofer puso las cartas sobre la mesa. —Tenemos dos opciones —dijo—. Ya vamos retrasados por el tráfico, así que podemos seguir de largo hasta llegar a Nápoles, o podemos parar a comer algo y llegar todavía más retrasados.
    La gente, incluyéndome a mí, decidió parar a comer. Ignorar los bramidos estomacales no era una posibilidad que pudiésemos seguir considerando hacinados en aquel vehículo.
    Así que luego de una horrible pizza, unas grasosas papas a la francesa, una soda enlatada y unas nueve horas sentado en el autobús, por fin entré a la villa napolitana, en donde el tráfico parecía ser todavía peor que en Roma.
    Las míticas historias de Nápoles y su destacada gastronomía en el mundo no fueron las únicas cosas que me llevaron hasta ella. Otra de las razones nacieron en el 2013, tres años antes de sumergir mi cuerpo y mente en ella.
    Sus nombres eran Gianpiero, Giuliana, Angela y Chiara. Dos estudiantes de Derecho, dos estudiantes de Farmacia. Todos habían hecho su Erasmus en Santiago de Compostela, donde tuve la fortuna de conocerlos aquel año.
    Reencontrarse con amigos siempre es una buena idea, no importa dónde suceda. Pero si sucede en Nápoles durante una Navidad, era un proyecto entonces bastante atractivo.
    La estación central de Nápoles en Garibaldi no era de lo más agradable que podía encontrarme aquella noche. Sobre todo con aquel bullicio infernal que anunciaba la proximidad de la Nochebuena. Pero un coche con Giuliana y Gianpiero en la avenida frontal me hicieron sonreír y olvidar el pesado viaje.
    Tras un corto saludo y abrazo de reencuentro (había un arsenal de coches pitando tras nosotros), Gianpiero condujo por el centro de la ciudad, y nos llevó hasta una zona un poco más tranquila, cerca de la Plaza Plebiscito, de la que hablaré en el siguiente relato.
    La línea costera de Nápoles se posa justo en el golfo homónimo, donde los griegos fundaron la primera antigua ciudad, que los historiadores creen, fue la primera colonia griega de Occidente. Y junto a aquella ensenada, un malecón de varios kilómetros de largo recorre el sur de la ciudad.
    Giuliana, Gianpiero y yo nos sentamos un rato en el malecón, esperando a nuestras otras amigas para ir a cenar juntos. Y para calmar el apetito, Gianpiero me invitó una graffa, una especie de dona azucarada que resulta ser muy famosa en Nápoles.

    Angela y Chiara aparecieron al poco tiempo, mientras Gianpiero intentaba ver tras una vitrina el partido del SSC Nápoles, al que todos los amantes del fútbol apoyan en la ciudad.
    El restaurante elegido fue el 50 Kalò, según me contaron, una de las mejores pizzerias. Y vaya que lo parecía, pues la lista de espera nos dejó más de media hora esperando por una mesa.
    Pero debo confesar que la espera valió la pena. Una frittatina di pasta como entrada y una cerveza para celebrar la noche. En seguida me hicieron saber que en Nápoles la pizza no se acompaña con vino, sino con cerveza. Honestamente, prefiero acompañarla con solamente agua.

    Y las pizzas llegaron. No fue una pizza para todos. Fue una pizza para cada quien. Una enorme y suculenta pizza margherita.
    La pizza es un plato con marca patentada por Nápoles. Así que no se trata de un plato italiano, sino más bien napolitano. Es por ello que mis cuatro amigos me insistían tanto en que las pizzas fuera de Nápoles no eran verdaderas pizzas.
    Cuando en cualquier parte del mundo se ordena una pizza napolitana (incluyendo un restaurante en Roma donde comí unos años atrás) suelen llevar a la mesa una pizza con anchoas. Eso en Nápoles raramente va a existir, aunque es posible encontrarla con salchicha, pepperoni, salami y algunos otros ingredientes.
    Pero la pizza tradicional y por excelencia es la pizza margherita, que no es nada más que la masa horneada de pizza con salsa de tomate, aceite de oliva, queso mozzarella y hojas de albahaca.

    Suena simple, y lo es. Pero esa marca patentada tiene su secreto. Nunca, nunca en mi vida, había probado una masa tan suave y ligera como la de aquella margherita que mi paladar tanto disfrutó. Y el queso mozzarella… ¿dónde encontrar un mozzarella igual a aquel? Según Gianpiero en ningún otro lado del mundo, porque el secreto del queso en Nápoles son las búfalas campanas.
    La mayoría de los quesos mozzarella del mundo se elaboran con leche de vaca. El de Nápoles y la región de Campania se hace con la leche de la hembra del búfalo de agua, aquel que se usa en los sembradíos de arroz.
    Algunos otros países lo elaboran también, pero el mozzarella de Campania es una marca registrada con denominación de origen controlada. Eso explicaba por qué mi paladar parecía retorcerse de placer.
    Y la ligereza de la masa es la respuesta del porqué los napolitanos, e italianos en general, no comparten las pizzas, sino que ordenan una para cada quien. Al terminar de comerla, nadie acaba con el mal del puerco. Y nunca un mesero me dio una pizza cortada. Pero al lado de mi plato, un tenedor y un cuchillo son los únicos aditamentos que me ayudaron a comerla. Una cultura culinaria sin duda que rompió mis clichés sobre la comida italiana.
    Ah, y aquel exquisito plato me costó solo 6 euros. Me sería muy difícil permitirme abandonar Nápoles al pasar la Navidad.
    Terminamos la cena y me despedí de las chicas, a las que quizá volvería a ver en otros tres años. La Nochebuena se acercaba y eran épocas de familia. No obstante, Gianpiero aceptó alojarme por algunas noches en su casa, antes de que su familia llegase de vacaciones.

    Así que culminamos la velada en un bar del centro histórico bebiendo con algunos de sus amigos. Corrado, Luigi, Fabricio y Lorenzo, con quienes tras un par de cervezas pude comunicarme en italiano (o eso quise creer).
    Al siguiente día despertamos sin mucha prisa para desayunar en la terraza de Gianpiero. Él y su familia viven en una de las típicas y coloridas casas de Pozzuoli, una villa al oeste del golfo que forma parte de la zona metropolitana de Nápoles, y donde la vida parece ser mucho más tranquila.
    Gianpiero se encontraba todavía estudiando su máster en Madrid, y para entonces su español había mejorado a pasos agigantados. Así que aquellos días en Nápoles para él también significaban unas vacaciones de las que quería sólo disfrutar.
    Luego de trabajar un poco, caminamos hacia la estación de la cumana, una línea de metro que conecta a Pozzuoli con el centro de Nápoles. Nos bajamos en la estación de Montesanto, una zona bastante pobre que me dio una rara primera impresión de la ciudad.

    El antiguo trazado de la urbe y sus vetustos edificios siguen haciendo para el gobierno una tarea complicada el reducir el tráfico de vehículos. La cumana y el metro son sólo un intento para ello. Pero es común toparse con gente manejando motocicletas a toda velocidad por la zona centro. —Ten cuidado con ellos —me hizo saber Gianpiero.

    Pronto nos adentramos en las callejuelas peatonales del casco antiguo de Nápoles, que poco me recordaba al centro histórico del resto de Italia.

    Las rúas se atestaban de gente que compraba en los mercados callejeros, así como en los locales y restaurantes del rededor.

    A cada paso que daba no podía evitar sentir el olor y el vistoso atractivo de la comida napolitana que aparecía en cada esquina. Y ante la duda de qué probar, Gianpiero me sugirió una tradicional sfogliatella, una masa dulce rellena de ricota, fruta y canela.

    Gianpiero me condujo a la Vía S. Gregorio Armeno, una de las más asediadas por los transeúntes, sobre todo en aquella época.

    Nápoles es famosa en Italia por la venta de figuras en miniatura, que en su mayoría se concentran en esta conocida calle de artesanos y comerciantes.

    Desde el Papa Francisco hasta los políticos más célebres del año se encuentran en muñecos y bustos tallados y pintados a mano.

    La fiebre del fútbol y su rivalidad contra el Inter de Milán no podía faltar, y las figurillas del equipo entero del SSC Nápoles se encontraban allí. Incluido un busto de Maradona, quien jugó varios años para dicho club.

    Uno de los personajes folclóricos más queridos por los napolitanos es el Polichinela, a quien mis ojos parecían recordar de algún lugar.
    Se trata de un personaje cómico de las pantomimas italianas, que se hizo famoso en siglos pasados cuando los teatrillos callejeros se sucedían con regularidad en la ciudad. Polichinela siempre vestía de blanco y usaba un gorro puntiagudo, y aunque poco se le vea por las calles, es fácil encontrarlo en figuras artesanales.

    Pero ninguna otra figura es más famosa en Nápoles durante diciembre que sus halagados pesebres.

    El catolicismo es algo presente en cada rincón de Italia, y Nápoles no es la excepción. Gobernada por los borbones por varios siglos como parte del Reino de Aragón, y posteriormente del Reino de las dos Sicilias, no ser católico en Nápoles era casi un delito.
    Y no es de extrañarse que una tradición como la de hacer enormes pesebres artesanales haya sobrevivido por tantos años.

    El pesebre, nacimiento o belén napolitano, no sólo muestra a la Sagrada Familia en el día en que Jesús llegó al mundo. Muestra también con miniaturas la representación de la vida cotidiana en la ciudad en la época borbónica. Nobles, burgueses, comerciantes, campesinos, animales, comida, y todo lo que se pudiera encontrar entonces.
    Aunque las tradiciones extranjeras tampoco se han quedado atrás, y un entusiasta Papá Noel se abalanzó por la calle al sonar de las trompetas.

    Pero Gianpiero no dejaría que las leyendas y los mitos sobre su ciudad me llenaran la cabeza de más ideas erróneas, como las que sobreviven en el pensar colectivo. Así que me llevó al Convento de San Lorenzo Maggiore, para admirar algunas de las cosas más emblemáticas y escondidas que Nápoles resguarda.

    Una guía turística nos llevó por los interiores del convento, que data del lejano siglo XIII, cuando Nápoles y Sicilia estaban unidas por un mismo rey.

    Las paredes, pinturas y estructuras se han podido conservar gracias a la restauración continua del edificio. Pero el convento no es lo que Gianpiero quería en verdad que yo presenciase. Bajo él, un viejo y vasto mundo se ocultaba tras las sombras católicas.
    Son los cimientos del mercado de la antigua ciudad grecorromana, que datan del siglo IV a.C.

    Desde la época romana, muchas calles poseían sus galerías paralelas bajo tierra, lo que hoy se conoce como Nápoles subterránea.
    Los pasadizos han sobrevivido hasta el día de hoy. Fueron utilizados por los cristianos para esconderse de su persecución por los romanos, y sirvieron de resguardo durante los bombardeos de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial.

    Hoy tienen fines más bien turísticos y arqueológicos, que permiten conocer más sobre el modo de vida de la Nápoles antigua.
    Desde lo alto del convento otra cara de la metrópoli se asomaba por las ventanas. Un decadente y pálido conjunto de edificios bajo sus tejados marcan las calles del casco viejo, algo de lo que no muchos italianos se sienten orgullosos. Pero los napolitanos sí.

    La decadencia urbana que se puede palparse en Nápoles es un símbolo de batallas y contradicciones en el país entero. En el norte, Nápoles es vista como una ciudad sucia, vieja y fea, donde la violencia y la basura imperan en el día a día.

    Pero los napolitanos parecen felices y orgullosos de su ciudad y de sus tradiciones. El ímpetu con el que Gianpiero me mostró algunos de sus atractivos dejaba en claro lo ferviente que se sienten él y muchos más de lo que en Nápoles ha nacido. Una nueva y vivaz cultura.

    La catedral y su fachada gótica del siglo XIX son alguna de las cosas más nuevas que el centro de Nápoles resalta con devoción, pero no lo único que sus habitantes presumen con misticismo al resto de una rica y poderosa Italia.

    Milán, Turín, Venecia o Roma, los napolitanos no sienten envidia de la fama mundial que aquellas bellas y renacentistas ciudades han creado en el mundo. Para eso ellos tienen al Vesubio, a Maradona y claro, a la pizza.
    Gianpiero no me dejaría salir del centro de Nápoles sin acudir a la Pizzeria da Michele, la pizzeria más famosa de toda la ciudad.
    Poco tenía en común con el lujoso restaurante al que habíamos asistido la noche anterior. La Pizzeria da Michele no era más que una fonda de comida en el interior de un antiguo local.

    Pero la fila tras sus puertas era casi el doble de larga. Los comensales aguardaban pacientes en las atestadas banquetas por obtener una silla donde degustar su sabor.

    Unos cuarenta minutos pasaron para que pudiésemos entrar, a un lugar que pocos lujos y poco atractivo visual poseía. Pero el temple de sus clientes, el ahínco de sus trabajadores y el olor de su pizza dejaban en claro su celebridad.

    Y cuando de celebridad me refiero a una de verdad. Su fama llegó hasta Hollywood, con la película de “Comer, rezar, amar”. ¿Alguien recuerda a Julia Roberts teniendo un orgasmo culinario con una pizza margherita en Nápoles? Esa escena fue grabada nada menos que en la Pizzeria da Michele.

    Tras otra exquisita experiencia gastronómica que me costó solamente 5 euros, salimos del centro con rumbo a la Plaza Plebiscito, donde cruzamos la Galería Umberto I, una galería muy parecida a las que se encuentran en Milán. Gianpiero se tomaba muy en serio su tarea de hacerme ver que Nápoles no le pedía nada a ninguna otra ciudad italiana.

    Las calles a su alrededor se adornaban ya con las luces navideñas, bajo las cuales nos topamos a Paolo, otro amigo a quien conocimos en Santiago, y que vivía en Nápoles con su novia.

    Tomamos un café y nos pusimos al día. Sin duda un reencuentro en aquella ciudad significaba algo para recordar.
    Volvimos a casa para cenar con los padres de Gianpiero. Un mozzarella, una rebanada de pastel, berenjenas guisadas, y postres napolitanos como el strufolli y los hijos rellenos de nueces y pistaches.
    Ahora entendía que la actuación de Julia Roberts no era quizás una actuación, sino la verdadera expresión de cualquiera que visita Nápoles y se deja seducir por sus sabores. Yo me estaba dejando seducir también por sus rincones, que aunque no fueran del gusto de todos los italianos, Gianpiero y la belleza oculta de la ciudad y su Navidad no dejarían irme de allí con un mal sabor de boca.
  15. AlexMexico
    Mi única noche en Venecia, luego de comer la cena con mi compañero de cuarto, tomé el vaporetto a la Plaza de San Marcos para encontrarme con su vida nocturna. Pero al parecer, era prácticamente nula, algo que nunca me imaginé de una ciudad como aquella.
    Así que un pronto retorno al hostal en la isla de Giudecca me bastó para conciliar el sueño a tempranas horas de la noche. Al amanecer debía tomar un tren hacia Bolonia, en la contigua región de Emilia-Romaña.
    Despertar no fue difícil, y había anotado el horario en que el vaporetto pararía en la estación más cercana para llevarme a la central de Santa Lucía. Así que tras un rápido check-out, salí a la templada mañana a esperar por el ferry.
    Giudecca está aislada del resto de Venecia, y la única forma de acceder a ella es por una embarcación. Ningún puente la conecta de forma peatonal. Y como dije antes, en Venecia no existen los coches.
    El vaporetto no tardó en llegar, pero pronto me di cuenta que aquel iba en la dirección contraria, una vía más larga hasta llegar a Santa Lucía. Pero atravesaba el Gran Canal, y ver sus orillas al amanecer sería un bonito último regalo de Venecia. Al final de cuentas, también me llevaría hasta la estación de trenes, pensé. Y sin pensarlo dos veces, subí y me senté en su descubierta proa.
    Justo ese día comenzaba el invierno. Eran ya vacaciones escolares y el tráfico era exiguo. Tenía el barco casi para mí solo.
    Los edificios todavía se veían oscuros, pero el sol empezaba a levantarse en el este. El cielo se pintaba poco a poco de un azul rosáceo, y yo no hacía nada más que admirar ambas orillas de la ciudad.

    La cautivante escena me hizo olvidarme de mi reloj. Pero mi intuición me decía que ya era algo tarde. El ferry estaba tardando mucho más de lo que pensé en llegar a Santa Lucía, y tenía miedo de perder mi tren.

    La romántica escena se esfumó cuando el barco empezó a parar en cada una de las estaciones en el camino, así no hubiera nadie que quisiese bajar o subir. Y un vistazo a mi celular bastó para aceptar lo inevitable: estaba a punto de perder mi tren.

    No tenía muchas opciones. Estaba en Venecia, no existen los coches. Sólo podía seguir montado en el vaporetto o bajar y correr hasta la estación. Y con mi mochila al hombro, no iba a ser muy buena idea.
    Con la menuda esperanza de que por alguna razón el tren se hubiese retrasado, bajé corriendo del ferry cuando aparcó frente a Santa Lucía. Pero como predije, el tren se había marchado.
    Me acerqué entonces al centro de atención a clientes. La señorita me dijo que no tenía otra opción, más que comprar un ticket nuevo. Y aunque hubiese llegado más temprano, no iba a poder abordar, porque cuando compré el boleto en internet elegí la opción “Venecia Mestre”, y no “Venecia Santa Lucía”. La estación de Mestre se encuentra en tierra firme, y para llegar a ella debía haber cogido otro tren, o en su defecto, un autobús.
    Me vi entonces obligado a pagar 32 euros por mi trayecto. Pero no podía enojarme. Son gajes del oficio. Además, estaba en Venecia, nadie puede enfadarse con una ciudad así.
    Compré algo para desayunar a bordo y me senté a leer junto a la ventana del vagón. Al menos mis 32 euros valieron la pena, con tan cómodo y rápido viaje.
    Antes del mediodía llegué a la estación de Bolonia. Había reservado una noche en el Dopa Hostel, a unas 10 cuadras de la central, y muy cerca del centro histórico.
    A mi llegada, no era todavía momento de hacer mi check-in, pero pude, como siempre, dejar mi mochila en la bodega. Y en la sala del hostal, Paul y Laura, un mexicano y una colombiana, hacían su check-out. Debían tomar su tren a Florencia esa misma noche, así que pasarían esa última tarde en la ciudad.
    Y como no me venía nada mal algo de compañía, acepté recorrer con ellos el centro histórico.

    Mi amiga Antonia, una italiana con quien trabajaba en el colegio de Lyon en Francia, era quien me había ayudado a armar mi itinerario de viaje en Italia. Y habiendo estudiado cuatro años en la Universidad de Bolonia, recomendarme su antigua ciudad de residencia no era algo de extrañarse.
    Descrita por ella como una ciudad estudiantil, y una de las mejores capitales gastronómicas de Italia, simplemente no pude dejarla pasar.
    Me adentré así con Paul y Laura al centro histórico de Bolonia, uno de los cascos antiguos medievales mejor conservados y más grandes de Europa.

    El centro histórico está rodeado de parques y jardines numerosos, como el Parco della Montagnola, justo al lado del hostal donde nos alojábamos.

    Nuestra primera parada sería la Fuente de Neptuno, uno de los íconos de Bolonia. Pero al llegar a la Piazza del Nettuno, nos topamos con su sorpresiva ausencia. La fuente estaba en restauración y nada, más que las mallas a su alrededor, podían verse.

    La fuente fue construida en el siglo XVI para simbolizar el gobierno del nuevo papa, Pío IV. Bolonia perteneció por varios años a los Estados Pontificios, que hoy se reducen solamente a la Ciudad del Vaticano.
    Pero su fama va más allá de su monumental belleza. Según nos contaron, su creador quería esculpir a Neptuno con unos grandes genitales, pero la iglesia católica lo prohibió. Así que el artista, Juan de Bolonia, se las ideó para que, desde cierto ángulo, su meñique pareciera su pene. Y después de unos años, el papado mandó a poner unos pantalones de bronce a la estatua. Aún así, la fuente sigue siendo un ícono erótico hasta hoy, donde las ninfas en sus esquinas arrojan agua por los pezones.
    Fue lamentable no poder apreciar aquella curiosa escultura. Pero junto a ella, el Palazzo Re Enzo nos dejó en claro el fuerte carácter medieval que Bolonia sigue poseyendo, un edificio que ha permanecido en pie desde el año 1245.

    El palacio es en realidad solo una ampliación del contiguo Palazzo del Podestà, sede del gobierno local, cuyo campanario central avisaba a los pobladores de acontecimientos importantes.

    El ayuntamiento forma parte de los flancos de la Plaza Mayor de Bolonia, el núcleo de la ciudad, donde Paul, Laura y yo nos sentamos por unos momentos a admirar su imponencia.
    El sur del cuadrante, la basílica de San Petronio hace honor al santo protector de la ciudad, junto al que se encuentran también San Francisco y Santo Domingo. Aunque ninguno de nosotros sumamente católicos, no quisimos perder la oportunidad de verla por dentro. Aunque la misa que se llevaba a cabo nos imposibilitó tomar fotos de su interior.

    Nos introrudjimos bajo el Palacio del Banco, por un pasaje orillado por antiguos y coloridos edificios que datan también de la lejana Edad Media, pero que hoy alojan comercios locales de ropa y comida.

    Antonia me había contado que a su amada ciudad se le apodaba “Bologna la grassa”, ya que por su famosa gastronomía para los boloñeses era imposible dejar de comer. Y que no podía irme de allí sin haber probado algunos de sus mejores platillos.

    Así que cuando pasamos junto a la boutique-restaurante Tamburini, una de las más visitadas en el casco antiguo, no dudé en pedir a Laura y Paul unos minutos para echar un vistazo.

    Antonia me había recomendado su mortadella. Pero al parecer, Tamburini era realmente lo mejor de la ciudad, y el número en la lista de espera era muy lejano, y con sólo una tarde en Bolonia, decidí continuar la caminata y deleitar a mi paladar al finalizar el día.

    La misma calle nos llevó hasta el Palazzo della Mercanzia. A pesar de haber visto infinidad de edificios góticos en Europa, Bolonia parecía poder convertirse en mi ciudad gótica favorita, aunque sus colores ocre pudieran parecer algo aburridos para muchos.

    Y a tan sólo unos metros, Paul nos llevó hasta las dos torres, el mayor símbolo arquitectónico boloñés.
    Bolonia fue la verdadera ciudad de las torres en la Edad Media. La gente habla que en aquella época, llegar a Bolonia era casi como llegar a Nueva York, por la cantidad de enormes torres que se erguían dentro de sus murallas.
    Los historiadores creen que los torrejones fueron construidos por las familias locales como símbolo de poder y protección en una era donde los conflictos entre el Sacro Imperio Romano Germánico y el Pontificado eran cada vez más graduales.
    Hoy, dos de las torres que permanecen en pie son las más famosas para el turismo y los locales: la torre Garisenda y la torre Asinelli.

    Sus nombres provienen de las familias que, se cree, las mandaron a construir. La más alta de ellas, la Asinelli, rebasa casi los 100 metros, y su apertura al público permite conocer la verdadera Bolonia del medievo.
    Aquel rascacielos medieval era el primer monumento de vigilancia al que me introducía en mi vida. Su interior simplemente me cautivó, y me transportó a Gondor, y a las dos torres donde se libraron las batallas de la segunda saga de El Señor de los Anillos.

    Al llegar a su punta, la ciudad entera de Bolonia quedó a nuestros pies, como si esperase a ser vigilada por nosotros tres.

    Mirar a los cuatro puntos cardinales era inevitable, esperando a que una banda de orcos o ents apareciera para declararnos la batalla.

    Aunque para ser sincero, me di cuenta que yo hubiera sido el menos indicado para cuidar de una ciudad desde las alturas. El vértigo, a ni siquiera 100 metros de altitud, me estaba asesinando. Tanto que pedí a Paul tomar las fotos por mí.
    Aunque la cima de la torre está protegida con barrotes de metal, mirar abajo me daba escalofríos. La forma más eficaz para alguien como yo era caminar sin dejar de tocar las vetustas paredes de piedra.

    Aún con el miedo recorriendo mis venas, los antiguos tejados de Bolonia me hicieron ver que aquella breve escala no había sido en vano, y respondía a la teoría de Antonia del porqué era una de las ciudades preferidas para los universitarios en Italia.

    De hecho, la Universidad de Bolonia es considerada la universidad más antigua del mundo occidental, fundada en 1088, y se posa junto a las grandes casas de estudio de Europa, con universidades tan reconocidas como la de Oxford, París y Salamanca.
    Uno de cada diez habitantes de Bolonia es estudiante de su universidad. La misma ha visto pasar alumnos tan renombrados, como Dante Alighieri y Nicolás Copérnico. Bolonia era, después de todo, mucho más que sólo su salsa boloñesa.
    Bajamos los escalones, al seguro y menos vertiginoso nivel del suelo, para seguir con nuestra caminata vespertina.
    Mientras Paul y Laura se inclinaron por un gelatto, yo me decidí por un chocolate caliente en su mezquino, pero cálido mercado de Navidad. Diría que es lo más bello de viajar en diciembre en Europa. Los Christmas markets nunca decepcionarán a nadie.

    Subir y bajar las escaleras de aquella torre nos había agotado más de lo esperado, sobre todo con ropa tan pesada para cubrirnos del frío invierno, que recién había comenzado. Así que un par de callejuelas más fueron suficientes antes de volver al hostal a reposar un poco.

    Paul y Laura se detuvieron a comer en un 100 montaditos, una famosa franquicia española de bocadillos, vino y cerveza, de la que casi me había ya hartado cuando viví en Galicia.
    Yo no había viajado hasta Bolonia para comer tapas baratas, me dije. Así que invité a otro de los chicos que conocí en el hostal, Diego, a visitar L’Osteria dell’orsa, uno de los restaurantes que Antonia me había recomendado.
    Diego venía de Sevilla, y su deseo por probar tapas españolas era tan exiguo como el mío. Aunque nuestro apetito por la comida boloñesa era gigantesco para esa hora de la noche.
    Ir antes de las 8 fue una excelente idea, ya que la hora de la cena apenas empezaba, y L’Osteria estaba medianamente vacía. Pedimos una mesa para dos, y la mesera nos llevó al sótano, a una mesa donde fácilmente cabían diez personas. La tradición de L’Osteria es siempre compartir la mesa con desconocidos. Todo por el placer del buen comer.

    Unos pocos minutos después, el restaurante estaba a poco de su máxima capacidad. Casi ninguno tenía pinta de ser estudiante, pero aquello era normal. Era casi Navidad, y para entonces la mayoría de los universitarios se habían marchado a casa con sus familias.
    Mi sopa de tortellini relleno de manzo (carne de res) y capone con abundante queso parmesano fue una buena decisión, además de una solución barata al hambre. Y los tagliatelles con ragù (la famosa salsa boloñesa de tomate con carne molida) de Diego nos dejaron en claro que Antonia tenía razón. Bologna la grassa era una de las mejores capitales gastronómicas de Italia.
    Sin poder quedarme más tiempo, agradecí esa breve escala en aquel rincón del norte italiano. Pasé la noche bebiendo vino con los chicos del hostal, para al otro día tomar mi autobús hacia las faldas del Vesubio, donde Nápoles y mi amigo Gianpiero me darían una acogedora y deliciosa Navidad.
  16. AlexMexico
    Comprar un boleto para un viaje matinal siempre resulta fácil, y parece una excelente elección, ya que seguro aprovecharemos más el tiempo en nuestro siguiente destino. Pero cuando llega ese día, hacer el trayecto se convierte en una tarea sumamente difícil, sobre todo durante el invierno.
    Abandonar la cálida cama y el apartamento de mi host en Verona aquella fría mañana fue duro. Y el poco tiempo que tenía de sobra para llegar a la estación central me obligó a tomar un autobús. Pero la emoción de mi primer viaje en un tren italiano era suficiente motivo para despabilarme.
    La Navidad se acercaba cada día más, y con ella, el reencuentro con mis amigos en Nápoles, al sur del país. Las escalas en el norte de la península avivaban todavía más mis expectativas, y mi siguiente y breve parada en la costa del mar Adriático era sin duda una de las más esperadas, por mí y por muchos de mis conocidos.
    Haber volado dos veces a Europa y nunca haber visitado Venecia era casi una transgresión a mi pasaporte. Pero ese 20 de diciembre por fin cumpliría mi cometido.
    Los trenes italianos eran mucho más baratos que los franceses, y a decir verdad, resultaban igual de cómodos y veloces. Y en menos de dos horas, entré finalmente a la ciudad de Venecia.
    Encontrar alguien que me hospedase en una ciudad tan turística, en una época tan turística, iba a ser simplemente caótico. —Venecia es una ciudad hermosa, pero es una ciudad de un sólo día —me habían dicho dos amigos italianos. Y con el corto periodo de tiempo que tenía por delante, una sola noche sería la que pasaría en ella.
    Así que buscar un hostal económico fue mi tarea varios días atrás. 15 euros fue el mejor precio que pude hallar. Pero más allá del precio, la ubicación del alojamiento es lo que a uno debe importarle en una ciudad tan peculiar como Venecia.
    Recorrer su mapa en vista satelital fue, sin lugar a dudas, algo nuevo para mí. Y encontrar direcciones es toda una odisea. La numeración de las calles es por barrios, y en lugar de estar numeradas calle a calle, cada barrio tiene asignada una serie numérica. Además, los nombres de las calles venecianas siguen conservando la nomenclatura del siglo XI, por lo que difieren a las del resto de ciudades italianas. Así, aparte de calles, existen nombres de canales, ríos (canales estrechos), muelles, plazas y patios. Caminar en Venecia sería, seguramente, como andar en un laberinto.
    Desde siempre, me fue muy difícil imaginar físicamente a Venecia. Siempre supe ubicarla en un mapa, ya que fue una importante república durante muchos siglos, y su dominio sobre el mar Mediterráneo la grabó para siempre en los libros de historia y geografía. Pero ¿cómo era posible que una ciudad estuviera construida sobre el agua? Quizá se trataría de algo como la antigua Tenochtitlán, pensé. Y Google Maps había confirmado hasta entonces en buena parte mi teoría.
    La ciudad histórica de Venecia (la que todos conocen en fotos) se encuentra construida sobre decenas de pequeños islotes que forman un conjunto muy particular en el centro de la laguna de Venecia, que se emplaza en la punta norte del mar Adriático. Algo así como los aztecas construyeron Tenochtitlán. La diferencia es que la laguna de Texcoco en México es de agua dulce. La laguna de Venecia es de agua salada.
    Y así como los aztecas construyeron grandes calzadas que conectaban a su capital con el resto del valle de México, las islas de Venecia se conectan a tierra firme por medio de un largo puente, el Puente de la Libertad, por el que el tren circuló desde la vecina ciudad de Mestre.
    Los vagones se detuvieron justo después de entrar a una de las islas, donde se encuentra la Estación Santa Lucía, única estación de trenes que conecta a Venecia con el resto del continente. Junto a ella, una central de autobuses es el único lugar donde se permite el aparcamiento de automóviles en la ciudad. El mito es verdad, Venecia es una ciudad sobre el agua. En ella no existen coches.
    Salí de la estación para toparme de frente con un cielo nublado, y con una postal que hacía realidad todo lo que la gente cuenta sobre este rincón italiano. Venecia es casi una ciudad flotante.

    Pero las islas de la urbe están prácticamente unidas, y sólo separadas por estrechos arroyos de agua salada conectados por más 450 puentes. Es casi imposible imaginar embarcaciones en muchos de esos pequeños canales.
    Pero como dibujada naturalmente para poder construir una ciudad allí, Venecia está atravesada por el Gran Canal, un ancho y caudaloso río de agua en forma de “s” que va desde el oeste hasta el sur de la ciudad, y por el que circulan casi todas las embarcaciones que conectan a sus habitantes con el resto de la metrópoli.
    La mayoría de las personas que llegan a Venecia caminan hasta su hotel, ya que no todo es una ciudad acuática. Las islas poseen cientos de calles peatonales y puentes por los que se puede fácilmente transitar. Además, tomar un bote-taxi es extremadamente caro.
    Pero en mi afán por ahorrar algunos euros en hospedaje, acepté pagar una noche en el hostal Generator, que se halla en la isla de Giudecca, al sur de la ciudad.
    El canal que separa Giudecca del resto de Venecia es bastante ancho, y no hay puentes peatonales que las conecten. Así que la única forma de llegar a ella es en barco.
    Las ciudades del mundo entero cuentan con redes de autobuses, tranvías, metros y hasta teleféricos que conectan su trazado urbano. Venecia cuenta con una red de vaporettos, embarcaciones públicas que originalmente se propulsaban a vapor (de ahí su nombre) y que circulan por la ciudad entera navegando por sus canales, sobre todo por el Gran Canal.

    Funciona básicamente como cualquier servicio de transporte público. Uno compra su ticket y se dirige a la estación más cercana. Cuando el vaporetto llega (existe un horario bien establecido y respetado) sube, toma un asiento de haberlo disponible, y baja en la parada que más le convenga. En cada parada los mapas indican las diferentes líneas de transporte público, las paradas y los tiempos. Aunque para mí pareciera casi una atracción turística (un viaje en barco por Venecia no es cualquier cosa) los venecianos los usan diariamente para ir a sus trabajos y a la escuela, como cualquier citadino usa el metro para ir a casa.
    Las estaciones de vaporetto son prácticamente muelles flotantes, que se balancean cada vez que el oleaje de los barcos lo permite. Los vaporettos cuentan, por supuesto, con chalecos salvavidas, son accesibles para personas con discapacidad y los accidentes son prácticamente nulos.

    Pero un viaje sencillo en vaporetto ascendía a más de siete euros. Y el abono de 24 horas tenía un costo de 20 euros. Por el número de veces que debía tomar la embarcación para ir y venir de mi hostal, y al otro día a la estación de tren, supe que el pase diario era la mejor opción para mí.
    No puedo negarlo, pagar 20 euros por un día de transporte lastimó mi cartera. Pero viajar en barco en Venecia tenía su encanto. Y como mi primera vez en aquella ciudad, coger un asiento en su cálido interior no era mi mejor opción. Así que me dirigí a la proa abierta para disfrutar del paisaje a ambas orillas del canal.
    Pronto pasamos de largo el barrio de de Santa Croce, la zona portuaria con sus paisajes modernos y poco clásicos. Y al dar la vuelta al sur, la silueta de aquella Venecia renacentista apareció ante los ojos de todos.

    La línea de transporte que yo había cogido poco se acercó a las islas centrales, y me llevó rápidamente a Giudecca, donde descendí en la parada de Zitelle, casi frente a mi hostal, el único y más famosos en aquella zona, donde la mayoría de los jóvenes se hospedan por su cómodo precio y sus increíbles instalaciones.
    El reloj todavía no marcaba las 12. No podía hacer mi check-in, y había desayunado algo rápido en el tren. Así que dejé mi mochila en el guardaequipaje y volví a tomar el vaporetto rumbo a las islas centrales de la ciudad.
    El ferry me llevó hasta la parada de S. Zaccaria, a orillas del barrio más famoso de Venecia, San Marcos en el corazón de la ciudad.

    Entre los diferentes muelles de vaporetto sobresalían desde el mar filas de palos de madera, a los que se amarraban las célebres góndolas, íconos inmortales de Venecia.

    Caminando por el malecón, a mi derecha apareció el primer pequeño canal (también llamado río), el más famoso de ellos y uno de los más fotografiados por los turistas.
    Se trata del Rio di Palazzo, sobre el cual cruza el Puente de los Suspiros, una hermosa construcción barroca bajo el cual aparecieron los primeros gondoleros, que por unos 80 euros la hora, paseaban a turistas enamorados por los románticos rincones de Venecia.

    No obstante, la historia de aquel radiante puente no es lo que todos esperan. De hecho, conecta al majestuoso Palacio Ducal con los antiguos calabozos de la Inquisición. Así, desde su hermoso interior es donde los prisioneros veían por última vez la luz del sol. Su nombre hace alusión a los suspiros de los condenados que se podían escuchar en él. Incluso Venecia tiene historias horripilantes que contar.
    Y junto a aquel puente, el Palacio Ducal se yergue, posando su gallardía ante los ojos de todos los venecianos y turistas que como yo, cruzaban la médula de la ciudad.

    A diferencia de lo que el nombre del palacio da a entender, Venecia no fue un ducado, sino una república, tan antigua que su nacimiento se remonta a la Edad Media, durante el lejano siglo IX.
    A pesar de haber sido una ciudad-estado (al estilo de lo que es hoy El Vaticano, Mónaco o Singapur), cobró una importantísima relevancia en Europa y el mundo entero, al controlar el comercio entre oriente y occidente en el mar Mediterráneo. Más tarde, extendió su territorio hacia los vénetos de Trivento, Istria y Dalmacia, hasta ser derrotada por Napoleón y pasar a formar parte del Imperio austriaco y el Reino de Italia, país al que hoy sigue perteneciendo.
    Durante aquel poderío que la distinguió durante casi un milenio, el Palacio Ducal albergaba la residencia de los dux (líderes del gobierno) y a la corte de justicia de Venecia. Y ambas fachadas de un rosado y blanquecino mármol con un exquisito estilo gótico delatan la prominencia de la república en el pasado.

    Frente a él, el Palazzo della Zecca es la antigua casa de la moneda de Venecia, y hoy alberga, junto al Palazzo della Libreria, a la Biblioteca Nacional Marciana, una de las bibliotecas de manuscritos más antiguas del país con una de las más grandes colecciones de textos clásicos del mundo.

    Ambos palacios, vis a vis, son la antesala de la única plaza pública de Venecia, la reconocida Plaza de San Marcos, el “salón más bello de Europa”.

    Este es el punto culminante del turismo en Venecia, en donde cada esquina es fotografiada por numerosos visitantes que acuden a su bullicioso centro cada día del año.
    El cuadrante está flanqueado por los más bellos y célebres edificios de la ciudad, que incluyen al Campanile de San Marcos, un particular y aislado campanario católico, y por supuesto, la Basílica de San Marcos, el principal templo veneciano.

    La basílica está dedicada a San Marcos, que desde el siglo IX es el patrono de la ciudad. Supuestamente, sus reliquias fueron llevadas a Venecia desde Alejandría, ganando así la ciudad una sede episcopal independiente, lo que contribuyó mucho a su desarrollo.

    Una ley de la antigua república obligaba a los mercaderes a pagar un tributo para “embellecer a San Marcos” cada vez que hicieran un negocio provechoso. Por ello, la basílica cuenta con tantos materiales diferentes, que al final forman un excelente prototipo del arte bizantino.

    La Plaza de San Marcos es el punto más bajo de toda Venecia, y el precio que debe pagar por ello es bastante caro. Cuando llueve, la plaza suele inundarse, aunque el drenaje logra hacer circular el agua hacia el Gran Canal. Pero cuando la marea sube en el mar Adriático, el agua salada sale incluso del drenaje, y las inundaciones resultantes no son nada agradables.
    Mucha gente pone a Venecia como una de las ciudades que desaparecerán próximamente, ya que el nivel de los océanos crece año con año gracias al calentamiento global. Por lo pronto, su belleza sigue atrayendo a millones de turistas, a quienes ni la lluvia ni las inundaciones los detiene a este rincón italiano.
    Me introduje en la famosa Torre del Reloj, bajo la cual un pasaje me condujo al interior del barrio de San Marcos, uno de los seis sestiere de la ciudad.

    Algunas góndolas se aparcaban en los canales sin pasajero alguno, como si perteneciesen a las familias residentes del edificio contiguo y las ocupasen para su uso personal.

    Cada vez que pasaba por uno de ellos y observaba aquellas ventanas y puertas que daban directo a las aguas, me preguntaba si aquella marea alta no entraría a sus casas con frecuencia. Una postal bellísima, pero algo que sin duda me daría miedo de vivir allí.

    Los edificios de Venecia parecían ser restaurados y pintados por el gobierno para conservar su increíble belleza, aunque en realidad los dueños y arrendatarios sean los responsables del cuidado de cada una de las casas de la ciudad.

    Pronto, las calles de San Marcos me llevaron hasta el Ponte di Rialto, el puente más famoso y hermoso de la ciudad, que para entonces se colmaba de turistas que fotografiaban el Gran Canal que surcaba bajo nosotros.

    El Gran Canal es algo así como la avenida principal de Venecia, donde el tráfico y el bullicio de los vaporettos y botes particulares siempre está presente. Incluso los tránsitos y policías navegan sus aguas para el control de la circulación. Y a sus orillas, multitud de “aparcamientos” estacionan las góndolas de los venecianos. Ahora me quedaba claro que Venecia es una ciudad única.

    Hasta entonces había tenido mucha suerte, pues el cielo nublado no había soltado su furia sobre la ciudad. Estábamos a un día de que comenzara el invierno, pero el frío en Venecia no era nada extremo. Ahora sabía que Italia había sido una buena elección para mis vacaciones de invierno.
    El puente me llevó hasta el barrio de San Polo, el más pequeño de los distritos venecianos.

    Aunque era plena víspera de Navidad, muchas calles de Venecia se encontraban vacías. Y cada turista que me topaba por sus callejones sostenía un estorboso mapa de papel, que con dificultad intentaba descifrar.
    Yo por suerte tenía mi GPS y mi plan 3G en toda la Unión Europa. Aunque para ser sincero, no se puede visitar Venecia sin perderse en ella.

    Aunque la Plaza de San Marcos es el núcleo del turismo, a cada paso me daba cuenta de algo. Todo rincón de Venecia es digno de una postal. Es una de las ventajas de las que esta histórica y maravillosa ciudad goza, a diferencia de muchos otros destinos, donde la gente se aglomera exclusivamente en un un solo punto.

    Y si bien, un paseo en góndola es para muchos una actividad obligada, 80 euros no era precisamente lo que estaba dispuesto a pagar. Para mí, el viaje en vaporetto había sido casi suficiente.

    Además, otro cliché veneciano apareció rápidamente frente a mí. Una tienda de máscaras del carnaval.
    A lo largo de cada calle, sobre todo en el distrito de San Marcos, las máscaras se venden como uno de los principales atractivos de Venecia para que el visitante lleve de vuelta a casa. Pero pocos son los artesanos de máscaras auténticos que Venecia conserva hoy.

    En aquel rincón de San Polo, ni una persona visitaba la Bottega dei Mascareri, donde la silueta de Sergio, el joven artesano, me llamó la atención y me hizo tocar la puerta.
    Sergio se encontraba preparando la emulsión para remojar las máscaras, que desde décadas atrás, junto con su hermano, se ha dedicado a crear con sus propias manos.

    El carnaval es la época más famosa y hermosa del año en Venecia. Festival mundialmente conocido por los transeúntes que se pasean con sus atuendos del siglo XVIII, originalmente portados por la nobleza para sus fiestas aristocráticas. Pero el elemento más icónico es, sin duda, la máscara antropomorfa, que permitía a los asistentes de la fiesta conservar su anonimato.
    Encontrar máscaras en Venecia hoy en día no es una tarea difícil. Pero a decir verdad, la mayoría de ellas son fabricadas en masa, muchas de ellas hechas en China y el resto de Asia por mano de obra barata. Así que encontrar un artesano italiano como Sergio no era una oportunidad que me podría perder.
    Los precios de las máscaras en la Bottega dei Mascareri son por supuesto más elevados que en el resto de las tiendas, pero las hay desde los 20 euros. Sus creaciones han participado en multitud de eventos en Italia y Estados Unidos, que los han hecho merecedores de galardones y premios desde 1984, año en que Sergio y su hermano Massimo fundaron la tienda.
    La falta de clientes en ese momento no me hizo pensar en que su fama hubiera trascendido tanto. Pero haber creado las máscaras para la película “Ojos bien cerrados” de Stanley Kubrick, me dejó en claro que estos artesanos no se andan con rodeos.

    Poco me faltó para comprar una máscara y pasearme por Venecia con ella sobre mi cara. Pero el escaso espacio en mi mochila me hacía muy difícil llevarla de vuelta, intacta, hasta mi ciudad natal en México. Me conformaría con un pequeño souvenir para mi refrigerador.
    Di las gracias a Sergio y lo felicité por su trabajo, para después salir y seguir con mi caminata vespertina.
    Antes de darme cuenta, había pasado hasta el barrio de Dorsoduro, uno de los más caros y populares entre los extranjeros y los estudiantes en Venecia.

    Sus colores y la belleza de su inigualable arquitectura eran simplemente majestuosos.

    Aunque el olor que los canales venecianos emanan no es el más suculento (después de todo, es agua salada), el reflejo de los vívidos edificios sobre ellos hacen de cada orilla un paisaje inolvidable.

    Las postales ante mis ojos parecían no sólo inspirarme a mí a escribir en mi diario y a tomar fotografías. Un solitario pintor parecía sentirse también cautivado por aquellas siluetas de fantasía.

    Algunas casas me hacían difícil entender el trazado urbano de Venecia. Si las puertas daban directamente a los canales, significaba que algunas personas entraban a sus casas desde una lancha. Algunas no gozaban incluso de un pórtico. Y el moho en su parte baja dejaba en claro que la marea subía y bajaba de manera continua.

    Pero los venecianos parecían estar acostumbrados a vivir sobre el agua. Tal como los aztecas. Tal como los uros del lago Titicaca.
    ¿Cómo hacían las personas para ir a la tienda? ¿Cómo haría alguien para mudarse de casa, sin coches ni camiones de mudanza? ¿Cómo sería ir a tomar una cerveza a casa de un amigo? Vivir en Venecia debe ser, indudablemente, una señera experiencia digna de muy pocos.
    Llegué nuevamente a la costa del Gran Canal, esta vez por su parte sur, justo al lado del Puente de la Academia, otro de los cuatro que lo atraviesan.

    Desde lo alto, se apreciaban ambas orillas de los distritos más conocidos de Venecia, Dorsoduro y San Marcos.
    Siluetas de edificios tan famosos como el Palazzo Cavalli-Franchetti y la basílica de Santa María della Salud quedaban al desnudo, regalándonos a mí y a todos los turistas un paisaje maravilloso.

    Sobre el puente, todos los idiomas podían escucharse. Excepto el italiano, aunque seguro que los venecianos deben estar muy acostumbrados a los visitantes extranjeros,

    Sin poder evitar ser un turista más en la ciudad, bajé el puente y regresé a las callejuelas de San Marcos, para seguir deleitándome con sus canales coloridos.

    Llegó la hora de perderme en Venecia, y decidí apagar el GPS y dejarme guiar por mi propio sentido de la orientación, que me llevó al final hasta las orillas de Cannaregio, el barrio más septentrional de la ciudad.

    Deseé por mucho que las avenidas principales de las grandes ciudades lucieran como el Gran Canal de Venecia, que a pesar de su atestada navegación, sus aguas eran capaces de llenarme de una inmensa apacibilidad.

    Los edificios a orillas del Gran Canal son los más bellos de Venecia. Muchos de ellos albergan museos de arte, escuelas de la Universidad, Bibliotecas y antiguos palacios. Pero quien tiene la suerte de vivir allí, es causa de la envidia de la ciudad y el mundo entero.

    Caminar junto al Gran Canal a veces es complicado, ya que no posee un malecón entero a sus orillas, sino sólo pequeñas terrazas con barandales, en cuyas aguas se posan las estaciones de vaporetto.

    Y sin más, tomé el ferry de regreso a mi hostal, disfrutando de las últimas vistas que el Gran Canal de Venecia me ofrecía.

    Y al atravesar el canal de Giudecca, San Marcos y Dorsoduro me enamoraron con una última toma de su silueta al atardecer, que contemplé desde la isla contigua a un costado de mi hostal. Hospedarme allí no había sido, después de todo, una idea tan mala.

    Tras tomar una ducha, salí a buscar una buena pizza para cenar con mi compañero de cuarto argentino. Aunque la mejor comida italiana era la que estaba por probar los siguientes días, en una víspera de Navidad que nunca olvidaría.
  17. AlexMexico
    Salir de casa temprano nunca ha presentado un desafío para mí. Y despertarme por las mañanas tampoco. Todo depende de la costumbre. Pero en un día frío, salir de cama siempre se vuelve un martirio, uno al que no estoy muy habituado.
    Aquel 19 de diciembre Turín amaneció con una temperatura helada. Menos mal que los grados descendieron a casi cero hasta el día que yo abandonaba la ciudad. El frío era lo que menos buscaba en mis vacaciones de invierno en Italia.
    Ni hablar de meterse a la ducha y esperar a que saliese el agua caliente. Sólo me vestí, tomé mi mochila y salí del apartamento donde Luca, un italiano de Couchsurfing, me había hospedado por un par de noches. Me acompañó hasta la puerta del edificio y caminé hacia la avenida principal a tomar el tranvía, que me llevaría lo más cerca a la parada de mi autobús, que no podía darme el lujo de perder.
    Al salir del vagón, una nieve ligera comenzó a caer y golpear suavemente mi rostro, que cubrí rápidamente con mi bufanda y un gorro, que había cargado por si el frío hacía de las suyas.
    El punto de partida de mi Flixbus no era precisamente el mismo al que había arribado dos días antes. Ahora debía caminar por una larga avenida. Y junto a un parque, el omnibus aguardaba por mí y el resto de los pasajeros. Compré un café para calentar mi cuerpo y no tardé en entrar al coche y recostarme.
    Y mientras salíamos de la ciudad, la nevada se intensificaba hasta casi borrar toda silueta por las ventanas. Pero nuestro rumbo al este, lejos de los Alpes, mejoró el clima, y después de tres horas y media entrábamos a la estación Porta Nuova de Verona.
    Llegaba a una pequeña ciudad de la que, nuevamente, poco sabía, aunque su nombre resonaba en mi cabeza. Mi amiga Antonia me la había recomendado ampliamente. Así que una escala de un sólo día no me haría ningún daño.
    La suerte me había sonreído otra vez, y un couchsurfer había aceptado hospedarme aquel día. Pero él llegaría a casa por la noche. Así que el resto de la mañana y toda la tarde, estaría yo solo y la hermosa ciudad bajo mis pies.
    Y ya que nunca encontré la consigna de equipaje en la estación central, debía llevar mi mochila al hombro conmigo todo el día. No era lo más cómodo, pero no era algo nuevo a lo que me enfrentaría. Mi experiencia me había enseñado a cómo cargar menos de 10 kg en ella. Incluso en el frío invierno.
    La Navidad también había llegado a aquel rincón del norte italiano. Y frente a la antigua Porta Nuova, un pino navideño me dio la bienvenida.

    Guiándome por el GPS de mi móvil, caminé hacia la Via Guglielmo Marconi, donde los antiguos y pintorescos edificios comenzaron a alumbrar mi recorrido.

    En una de sus puertas encontré una bandera argentina. Y aunque sabía que estaba en Italia, no me resistí a comer una empanada de carne. ¡Vaya si extrañaba Argentina y sus empanadas salteñas! Después de todo, tenía el resto de mis vacaciones para seguir comiendo pizza, pastas y lo que Italia me pusiera enfrente.
    La ciudad, como dije, es pequeña, y pronto alcancé los arcos del Corso Porta Nuova, una calle que lleva hasta el centro histórico.

    Y tras aquellos arcos me abrí paso en la Pizza Brà, la plaza pública más famosa y grande de Verona.

    A ambos costados de la acera, los mercaderes ya habían colocado sus carpas para vender toda clase de productos y comida, especialmente las que hacían referencia al Natale (la Navidad).

    Las nubes se disiparon por completo aquel hermoso día y dejaron ante mis ojos una colorida y vívida Verona, excelente para el lente de mi cámara.

    La Piazza Brà es el testimonio más fiel de lo bien que se ha conservado la arquitectura veronesa, incluso después de las guerras que azotaron al país en el siglo XX. Y a sus orillas, los tornasoles edificios dan una muestra magnífica de las corrientes artísticas que se expandieron con el Renacimiento, de la que Italia fue cuna y propulsora. Desde el neoclásico hasta el barroco.

    Pero al Renacimiento no es lo único que la ciudad deja todavía de manifiesto. Tan sólo unos pasos más adelante, me topé con la portentosa Arena de Verona.

    El vetusto anfiteatro romano es una de las construcciones de su tipo mejor preservadas en Italia, y un símbolo memorable de la Era Antigua.
    El edificio de casi 2,000 años de antigüedad fue construido fuera de las murallas que delimitaban la ciudad en la época romana, y era tan famoso que muchas personas viajaban desde lejos para contemplar los espectáculos que se llevaban a cabo en su interior.

    A pesar de su longevidad, la Arena se sigue utilizando para algunas presentaciones de entretenimiento, gracias a su excelente acústica y a su capacidad para 22,000 espectadores.
    Así, durante el Festival de Verona en el verano, son comunes las óperas y conciertos, y han dado cabida a grupos tan célebres como Pink Floyd, Elton John y Muse.
    Cualquiera diría que al haber presenciado ya el Coliseo de Roma (una de las llamadas siete nuevas maravillas del mundo), todo anfiteatro de su mismo tipo no tiene comparación. Pero la Arena de Verona me dejó simplemente boquiabierto.

    A un costado del monumental teatro, las callejuelas más turísticas de Verona se abrían paso, con boutiques de moda, cafeterías, joyerías y tiendas de regalos.

    No tardé en alejarme lo más posible del gentío, perdiéndome en los callejones veroneses a donde ningún coche puede entrar.
    Algunas casas me recordaban, por alguna razón, a la costa mediterránea, que había pisado un mes atrás en Marsella.

    Con aquellas fachadas matizadas cual verano, el frío se escapaba de mi cuerpo con tan sólo voltear hacia arriba, a donde las torres de sus iglesias y antiguos puestos medievales de vigilancia se asomaban bajo el cielo azul.

    No me cabía ninguna duda de por qué Verona era conocida como la ciudad del amor y el romance, a donde muchas parejas viajan a casarse o pasar su luna de miel.

    Pero este último dato tiene su explicación. Una tan sencilla que tres palabras lo dejan todo en claro: Romeo y Julieta.
    Aun quien no haya nunca leído la tragedia de Shakespeare, conoce un poco de la historia que se esconde detrás. Dos jóvenes enamorados cuyas familias no apoyan el amor que se tienen el uno por el otro, y aun así deciden casarse de forma clandestina. La presión de sus parientes y la serie de desfortunios que viven, los hace encontrar en el suicidio la única forma de felicidad, lo que supone al final de la obra la reconciliación de las dos familias.
    Las obras más aclamadas del dramaturgo inglés están casi siempre basadas en hechos y personajes de la vida real, al igual que sus escenarios. Así, Macbeth se sucede en Escocia con uno de sus reyes; Hamlet en un castillo de Dinamarca; Romeo y Julieta toma lugar en Verona.
    Existen muchas teorías que contradicen que las familias protagonistas (los Montesco y los Capuleto) hayan sido originarias de Verona en la vida real. Aunque sí se tiene certeza de que los Cappelletti vivieron en Verona en el siglo XII.
    Y la casa que presume todavía el escudo de armas de la familia en su entrada, es hoy llamada “la casa de Julieta”, y es por supuesto, uno de los principales atractivos de la ciudad, ubicada en la Vía Capello 23.

    Shakespeare nunca visitó Verona, y su obra original es una mezcla de leyenda con realidad. Por lo que no se sabe con exactitud que en aquella casona haya realmente vivido una tal Julieta. Pero sin duda, los enamorados prefieren pensar que así fue.
    En el pasillo que recibe al patio principal, ambas paredes se colman de miles de mensajes de amor que los turistas han dejado con el paso de los años, desde 1905 cuando la casa fue convertida en museo.

    La cantidad de cartas de amor es tal, que el ayuntamiento de la ciudad debe retirarlas por lo menos dos veces al año, al igual que los candados que los novios colocan en una de sus puertas, y que pueden comprarse fácilmente en cualquier tienda de souvenirs.

    En la representación teatral, Romeo y Julieta se declaran su amor en un balcón de la casa. Y ese balcón fue estratégicamente añadido al edificio en los años 30, para hacerlo más ad hoc al libreto de la famosa puesta en escena.

    En el patio, una estatua de Julieta es la forma en la que muchos hombres y mujeres creen poder enamorarse. La tradición cuenta que quien toque el seno derecho a Julieta encontrará por fin el amor verdadero.

    Realidad o mito, no cabe duda que Shakespeare y su célebre drama hicieron a Verona famosa en todo el mundo desde el lejano siglo XVI. Y hayan o no vivido Romeo y Julieta en ella, no puedo negar que cada calle de la ciudad hace a cualquiera enamorarse.

    Muy cerca de la casa de Julieta llegué a la Piazza delle Erbe, la más antigua de Verona, donde años atrás se hallaba su foro romano.
    La plaza está flanqueada por varios edificios y monumentos medievales, como la torre del Gardello, que vigilaba el antiguo centro político de la ciudad.

    En su centro, el mercado de Natale tentaba a cualquiera a comprar chocolate caliente, dulces, adornos y gorros de Santa Claus. Yo me resistí a todo, y me conformé con la belleza del lugar.

    El mayor símbolo de la plaza es la torre de Lamberti, de unos 84 metros de altura, desde donde se custodiaba la ciudad en la Edad Media.

    Para separarme un poco de los turistas, caminé hacia la rivera del río Adigio, que parte a la ciudad en dos y que acordona al casco histórico.
    Desde su orilla contemplé las pequeñas colinas que rodean al centro de Verona, sobre una de las cuales se alza el Castillo de San Pedro, del que poco pude ver, ya que se encontraba en restauración.

    De cualquier forma, no quise perderme la oportunidad de subir hasta la cima, así que crucé el Ponte Nuovo hacia el otro lado del río.

    El campanario de la iglesia de Santa Anastasia fue lo que más acaparaba la atención desde aquel ángulo.

    Pero una vez al otro extremo, el longevo Ponte Pietro apareció sobre la furiosa corriente del Adigio, sobre el que emergía la torre de la catedral de Verona.

    Casi al lado del Puente de Pedro, unas escaleras subían por la ladera de la colina, entre las coloridas casas y sus floreados ventanales.

    Pero Google Maps no marcaba precisamente a dónde llegaban las escalinatas. Di un par de pasos arriba, pero no podía ver mucho más allá de las casas.
    Ante la incógnita, decidí tomar el camino seguro, y subí por la Vía Castello San Felice, que bordeaba la colina por su parte trasera.
    Mi tedioso andar por un camino zigzagueante parecía no llevarme a ningún lugar. No al menos a uno agraciado que quisiera fotografiar. Pero el espectro de un camping de recreo sobre una verde plancha de césped, me condujo a los pies del castillo.
    Y aunque éste último cerraba entonces sus puertas al público para dar paso a su restauración (en plena época navideña) las vistas que su balcón me regaló merecieron muchísimo la pena.

    El casco viejo de Verona circundado por el río Adigio fue el panorama ideal para descansar, y para comer un racimo de uvas verdes bajo los pinares.
    Me preguntaba si aquel castillo habría sido suficiente para avizorar por la pimpolla ciudad hace algunos siglos, cuando el Imperio Romano Germánico y el Austrohúngaro intentaron en repetidas ocasiones invadir el norte de Italia. Pero por suerte, lo mejor de ella parecía haber quedado intacto.
    Sus tejados anaranjados y sus torres medievales me dejaron en claro por qué Shakespeare la eligió como escenario principal para una historia de amor, aunque por desventura nunca tuvo el placer de verla con sus propios ojos.

    Ante mí, una decena de parejas había subido hasta el castillo a pie. Habían tomado las escaleras que no tuve la osadía de explorar. Tras toda una tarde con mi mochila a los hombros, bajarlas fue la mejor elección, y crucé de vuelta a la ciudad por el Ponte Pietra antes del atardecer.

    Busqué un local de comida rápida para saciar mi hambre y descansar mi espalda. Y cuando hube terminado, la noche había caído, el frío se había intensificado y las luces habían alumbrado a una Verona que recibía la Navidad.

    Volví camino al centro para pasar mis últimos minutos en el mercado navideño, donde una pareja de recién casados bailaba su vals por las calles de aquella romántica ciudad.
    El coro hacía sonar sus villancicos, alentando a los novios a besarse en señal de amor. Si una época del año puede poner sentimental a muchos, es sin duda la temporada navideña.

    Las luces, los adornos, el sonar de los cascabeles. Un cuarto menguante en el cielo, el calor de los calefactores callejeros. Las canciones del coro italiano y un grito de ¡Buon Natale!

    Parado solo aquella noche allí, en una ciudad donde nadie me conocía, a unos cuantos días de la Navidad, no tardó en sacarme una lágrima del ojo. Pero pronto supe que era una lágrima de alegría. No todos los días podía disfrutar de aquel tipo de momentos, que aunque en plena soledad, me hacían saber lo afortunado que soy.
    Y unos minutos después me encontraba en el apartamento de Franco, comiendo una pizza de pepperoni y tomando una copa de vino. La mejor manera de curar la melancolía.
    Tras una ducha caliente caí muerto en la cama. Navidad se acercaba y debía seguir mi camino, que al otro día me llevaría a la costa del Mar Adriático.
  18. AlexMexico
    Habían pasado ya casi tres meses desde mi llegada a Lyon, y todavía no podía creer la cantidad de vacaciones que el Ministerio de Educación le otorga a los profesores franceses. Y como asistente de español en un colegio, yo gozaba satisfactoriamente de los mismos prolongados lapsos de azueto.
    Mis primeras vacaciones habían terminado, habiendo recorrido el centro de Europa, al norte de la cordillera alpina. Suiza, Austria y el sur de Alemania me habían regalado un otoño maravilloso. Pero ahora le tocaba el turno a las vacaciones de invierno.
    Mi experiencia en enero del 2014 viajando por Europa me dejó en claro que el frío extremo no es algo para lo que yo esté hecho. Así que para Navidades, debía elegir sabiamente mi destino para evitar pasar por lo mismo otra vez.
    Las ciudades de Europa central y Europa del este fueron las elegidas en 2014. Así que para huir del frío, debía ir ahora al sur. A la costa mediterránea.
    Hasta entonces, Roma era la única ciudad italiana que había tenido la fortuna de visitar. Y en vista de lo que ya conocía del resto de Europa, era casi un pecado no haber visitado el resto del país.
    La travesía sería por tierra, haciendo escalas desde ambas costas de Italia hasta ciudades como Verona y Boloña. Y el punto más austral sería Nápoles, donde pasaría la Navidad con mi amigo Gianpiero, estando de vuelta en Lyon para la fiesta de fin de año.
    Y viviendo no muy lejos de la frontera italiana, separada de Francia por los Alpes, compré mi billete para cruzar a Turín, justo al otro día de concluidas mis clases.
    Por supuesto, yo no era el único en el bus. La temporada navideña había dado comienzo, y muchas personas volvían a casa para compartir la época con su familia. Mi amigo Amadeo era uno de ellos.
    En la ciudad de Lyon habíamos muchos asistentes de español trabajando ese año. Muchos otros de inglés, uno que otro de alemán, pero sólo dos de idioma italiano. Antonia, quien trabajaba en el mismo colegio que yo, y Amadeo, a quien había conocido en la reunión de asistentes dos meses atrás.
    El autobús hizo escala en una pequeña estación de gasolina en la frontera, con los Alpes justo al lado de nosotros en la carretera. Todos aprovechamos para ir al baño y tomar un café. Y fue allí donde me topé con Amadeo y su novio, quienes viajaban también a Turín para pasar algunos días con sus amigos.

    Amadeo era oriundo de Roma, pero le conté que ya había tenido la suerte de visitarla. No dudó en darme todos los tips sobre el resto de las ciudades, mismos que ya había escuchado de la boca de Antonia. Desde entonces los italianos se convertirían en unas de mis personas favoritas en Europa, siempre atentos con los turistas. Y al apenas haber atravesado la frontera norte, me faltaba mucho por ver.
    Llegué a Turín antes del mediodía. El autobús nos dejó en la estación Porta Nuova, principal central de trenes de la ciudad.
    Me despedí de Amadeo y de su novio, con la esperanza de verlos nuevamente para tomar un café. Cogí un tranvía hacia la Piazza Vittorio Veneto, la plaza más grande de la ciudad que es atravesada por la Vía Po, una de las avenidas principales en Turín.

    Piazza Vittorio Veneto.
    Viajar en Navidad no es nada fácil. Es de saberse que conseguir alojamiento es complicado. Los hostales aumentan sus tarifas y bajan su disponibilidad, mientras que los anfitriones en Couchsurfing comienzan a escasear, ya que muchos parten de casa o reciben a su familia.
    No obstante, Italia fue una excelente opción. Los precios de todos los hostales donde me quedé no superaron los 12 euros por noche, incluso en Nochebuena. Y al menos en Turín, había conseguido un host que me hospedara con Couchsurfing: Luca.
    Había quedado de verme con él justo en medio de la Piazza Vittorio. Era un día frío y soleado, pero era rico estar afuera. Al menos más rico que mis últimos helados días en Lyon. En menos de 10 minutos, Luca apareció por una calle al norte de la plaza.
    Cuando me dijo que vivía en el centro de la ciudad, nunca creí lo cerca que eso sería. Ni siquiera caminamos una cuadra en dirección norte cuando entramos al edificio donde se encontraba su apartamento, en una de las históricas y viejas construcciones del casco antiguo.
    Por las escaleras, alcanzamos el último piso del inmueble, donde el techo se encogía con la forma de los tejados que dejaban caer la nieve del invierno. Eran los cuartos que antiguamente se destinaban a la servidumbre de las casas, personas que limpiaban, servían y cuidaban los hogares de los burgueses y aristócratas. Esos apartamentos son hoy opciones más baratas para vivir en pleno centro, algo parecido a lo que pasa en París.

    Vista desde el apartamento de Luca.
    Un diminuto estudio de una pieza es todo lo que Luca necesitaba para vivir. Un piloto de helicóptero soltero que, por cierto, hablaba español y francés a la perfección, además de italiano e inglés.
    Dejé mi mochila y arreglé mis cosas en la habitación, que al ser tan pequeña, era muy acogedora en un día frío como aquel. Salimos entonces a dar un paseo, el primero en aquella vetusta e histórica ciudad.
    Turín es la capital de la región de Piamonte, que significa “al pie de las montañas”. Y el nombre lo dice todo, es una zona localizada justo en las faldas de los Alpes italianos del oeste.
    El río Po divide a la ciudad por su parte este, que Luca y yo cruzamos por el puente Vittorio Emanuele I, uno de los antiguos monarcas del Reino de Cerdeña, al que Turín y Piamonte pertenecieron largo tiempo.

    En la zona este del afluente, tras la iglesia de la Gran Madre de Dios, comenzaba un pequeño camino circular que ascendía a lo alto de una colina, a donde debíamos subir.

    Vista desde la iglesia de la Gran Madre de Dios.
    El Monte dei Cappuccini se alza justo al lado del río, y es uno de los principales y más bellos miradores de Turín. Alcanzarlo no nos llevó mucho más de 15 minutos, hasta llegar a la iglesia católica Santa María del Monte dei Cappuccini, que se yergue en su cima.

    El día, como dije, era frío, pero el sol brillaba como casi nunca lo había visto brillar en un diciembre europeo. Lo cual lo hacía la ocasión perfecta para fotografiar la ciudad, que se expandía a nuestros pies.
    El centro histórico es lo que quedaba ante nuestra vista, destacando la punta del edificio más emblemático de Turín, la Mole Antonelliana. Y al fondo, se lograba ver con esmero la cadena alpina que custodiaba la metrópoli con sus picos nevados.

    En ese valle, Torino (nombre de la urbe en italiano) se ha desarrollado desde tiempos tan lejanos como el pueblo de los celtas. Como muchas ciudades europeas e italianas, ha pasado por las manos de distintas civilizaciones, lo que incluye a los romanos, bizantinos, longobardos y francos.
    Pero fue la casa real de Saboya la que puso a Turín en el mapa, cuando trasladó a dicha ciudad la capital de su Ducado. Y más tarde, en el siglo XIX, Turín adquirió fama cuando fue la propulsora de la unidad italiana, y se convirtió en la capital del nuevo Reino de Italia, título que finalmente le arrebató Roma.
    Pero aunque Turín perdió la capitalidad del nuevo país, siguió ganando terreno e importancia al resto de las ciudades italianas y europeas. Así, hoy es una de las metrópolis más industrializadas y modernas, sede de producción de marcas de coches tan mundialmente reconocidas, como Alfa Romeo, FIAT y Maserati, además de albergar dos equipos de fútbol, el Torino Football Club y el Juventus F.C., que cada año se disputan la copa de la UEFA Champions League.
    Luca me hizo saber todo aquello, y me hizo darme cuenta de que no estaba parado en una ciudad cualquiera. Y haber visitado Turín, sabiendo tan poco de ella, resultó como siempre en un regodeo impecable.
    Bajamos del mirador y caminamos por la Vía Po. Nos detuvimos en un modesto restaurante a sus orillas para almorzar algo rápido. Y la cocina siciliana fue la elegida para darme la bienvenida a Italia.

    Vía Po enel centro de Turín.
    Mi viaje anterior a Roma había sido una maravilla, pero demasiado turístico para mi gusto. Su aeropuerto internacional; una estadía de tres noches en un hostal; el Vaticano, el Coliseo y sus principales atracciones; paseos con una mexicana que conocí en el albergue; espagueti al pesto y pizza con anchoas en un restaurante con precios exorbitantes.
    Ahora me había propuesto conocer Italia mucho mejor. Y cuando un local te lleva a un pequeño y rústico restaurante, puede esperarse que la comida sea un verdadero deleite. Y vaya que lo fue.
    El menú comenzó con un delicioso arancino, una croqueta de arroz al azafrán rellena de carne molida, chícharos y queso mozzarella.

    Luego llegaron los acompañamientos. Un plato de caponata, un guiso siciliano bastante parecido al ratatouille francés, ya que se compone principalmente de berenjenas agridulces y salsa de tomate, sólo que a esta se le agrega apio, aceitunas y alcaparras.
    El almuerzo se remató con una rebanada de sfincione, mejor conocida como pizza siciliana, cuya principal diferencia con sus hermanas en Italia es su forma cuadrada y su masa mucho más espesa. Aún así, para mí fue todo un manjar.

    Tomamos una cerveza siciliana y pagamos la cuenta, que al compararla con los precios al otro lado de la frontera (en Francia) me pareció sumamente barato.
    Volvimos entonces a la Vía Po para visitar el principal atractivo de Turín: la Mole Antonelliana.
    Es el edificio más icónico de Turín. Incluso aparece en las monedas de dos céntimos de euro que se producen en Italia. Pero su fama se debe más que nada a su larga historia.

    La Mole fue construida por Alessandro Antonelli en el siglo XIX, quien originalmente la diseñó para ser una sinagoga judía. Pero su relación con los judíos no era precisamente la mejor. Así que la ciudad de Turín decidió dedicar la Mole al rey Víctor Manuel II, y extendieron la altura de su domo a 167 metros.
    A pesar de los terremotos y tormentas que azotaron y destruyeron algunos detalles del edificio, hoy la Mole sigue en pie, y alberga al Museo Nacional del Cine, al cual no quise entrar. Lyon posee dos museos del cine, y honestamente quería reducir mis gastos.
    Fuera de la Mole pasamos frente a una chocolatería Baratti & Milano, una de las mejores marcas paimonteses de chocolate.

    Turín tiene una larga historia de amor con el chocolate. Desde el remoto siglo XVI, una vez que los españoles habían ya importado el cacao a Europa desde México, la región de Piamonte fue cuna de la innovación en la chocolatería.
    Marcas piamonteses tan reconocidas como Ferrero, se encargaron de derribar el mito de que los chocolates eran sólo para ocasiones especiales. Así, llevaron hasta nuestras casas manjares casi gourmet, como los Ferrero Rocher y la Nutella, a precios asequibles. Pero tuve que resistirme a los lujos, y compré sólo un par de chocolates rellenos de licor.

    Luego de ello hicimos una fugaz escala en una cafetería local. Luca y yo nos paramos tras la barra y pedimos dos cafés, un espresso cortado que casi siempre se sirve con una diminuta galleta dulce.
    La cultura del café en Italia es diferente a muchas otras. Algunas cafeterías ni siquiera tienen mesas y sillas en su interior. Porque los italianos toman su espresso, y luego de cinco minutos, pagan en caja y se van. Y es casi así como lo hicimos nosotros, para dirigirnos directamente a la Piazza Castello, justo en el corazón de la ciudad.

    La plaza se adornaba ya con el pino y una pista de patinaje para recibir a la Navidad. Artistas callejeros entretenían a la multitud en el centro de la explanada, y un mercado navideño ofrecía algunos artículos de regalo y chocolate caliente a los transeúntes.
    La Piazza Castello es el lugar donde confluyen las principales avenidas de la ciudad. Y justo en su centro se posa todavía el Palacio Madama, una de las múltiples residencias de la Casa Real de Saboya que han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Palacio Madama.
    Pero sólo unos metros más adelante, se encuentra el Palacio Real de Turín, la principal de las antiguas residencias de los reyes.

    Su exterior, como muchos de los palacios saboyanos, es completamente barroco, sin muchos detalles ostentosos. No obstante, su interior deja entrevisto la lujosa vida aristocrática que la familia solía llevar.

    Sin sumergirme tanto en otro palacio europeo más, entramos hasta las escaleras del vestíbulo principal, desde donde tuvimos una vista de la Piazza Castello entera.

    Luego de ello bajamos, y Luca me llevó hacia su parte posterior. En aquel rincón, todavía se conservan los vestigios de la antigua colonia romana de Augusta Taurinorum, dedicada al primer emperador romano, cuya estatua se levanta en el medio de las ruinas.

    La ciudad conservó la forma del “cuadrilátero romano”, cuyas vías se trazaron como un tablero de ajedrez. Y las ruinas del antiguo foro todavía dan una idea de cómo lucía en el primer siglo de nuestra era.

    La estructura más emblemática del sitio arqueológico es la Puerta Palatina, una de las antiguas entradas a la ciudad que atravesaban la muralla.

    Turín, al igual que Roma, era un contraste de la Edad Antigua con el Renacimiento y la Edad Moderna. Difícilmente me iría decepcionado de aquella bella ciudad al terminar mi estadía.
    Aquella tarde volvimos al apartamento. Luca se vería con una amiga suya, mientras yo me había quedado de ver con Plínio, un brasileño al que había hospedado en Lyon unos días atrás, y quien vivía temporalmente en Turín junto con sus padres.
    La noche había caído. En vista de que ya había visitado la mayoría del centro histórico, Plínio decidió llevarme a la Vía Garibaldi, otra famosa avenida en la ciudad. Pero a esa hora, casi todos los negocios habían cerrado.
    Cuando regresábamos algo decepcionados a la Piazza Castello, encontramos en un callejón un pequeño bar con sus luces todavía prendidas, y el cocinero todavía dentro.
    Abrí la puerta para huir del frío y pregunté al dueño si podíamos tomar algo. Con una animada y fuerte voz, el italiano me ofreció un enorme plato de polenta por 5 euros. —Ya voy a cerrar. Pero come, come. Todavía queda mucha polenta en la cocina —me dijo—. ¿Quieres queso? Come queso, ten.

    El hombre no dejaba de gritar y pasarme platos. Plínio y yo reímos y seguimos comiendo polenta, una comida de harina de maíz muy popular en aquel país. Para no atorarnos con el pesado guiso, nos ofreció vasos de vino por un euro. Comenzaba a creer que no quería cerrar el bar.

    Polenta servida con salsa de tomate y queso parmesano.
    No tardaron en llegar poco a poco otras personas, que al igual que nosotros, buscaban un buen lugar donde resguardarse del frío.
    —Ya voy a cerrar, pero pasen —el dueño seguía diciendo—. Tomen vino, un euro. Tomen este plato de galletas.
    Y por toda la noche, siguió regalándonos cosas.

    Cuatro italianos, un pakistaní y una pareja de suizos recién casados se nos unieron en la noche. Y Luca no tardó en llegar y acoplarse a la fiesta.

    Y aunque su horario terminaba a las 9, nos quedamos en su restaurante hasta la medianoche, tomando vino, comiendo queso y bailando música italiana. Una situación que, pensé, rara vez hubiera ocurrido en Francia.
    No cabía duda de lo cálido que los italianos podían llegar a ser. Incluso en aquel frío invierno justo al pie de los Alpes.
    Al siguiente día fue momento de comprar algunos souvenirs para mi familia en la tienda oficial del Juventus. La liga de fútbol estaba en receso y ningún partido se efectuaría en la ciudad en esas fechas. Pero en el centro de la ciudad es fácil conseguir artículos oficiales del famoso club italiano.
    Luca me llevó a almorzar a una exquisita trattoria piamontesa. Las trattorias son locales de comida en Italia, donde no se sirve comida bajo un menú, sino que se paga por cubierto. El ambiente es bastante relajado y, cabe decir, los precios suelen ser muy bajos.
    Por menos de 10 euros, Luca y yo recibimos en nuestra mesa una charola con queso tomino bañado en salsa verde y salsa infernale. Queso toma di lanzo, gorgonzola y castelrosso, bañados con un poco de miel. Un par de polpetes (albóndigas), un cavolo (repollo relleno con carne) y vitel toné (carne de ternera bañada en salsa de atún). Todo acompañado con pan y un vaso de vino.

    Una vez satisfecho, me dirigí al museo más atractivo de toda la ciudad, que por supuesto no podía dejar pasar: el Museo Egipcio de Turín.
    Cuando elegí esta ciudad como mi primera escala, nunca imaginé que la cultura del Antiguo Egipto sería lo más atrayente que encontraría. Pero por muchos siglos, los reyes de Saboya y Cerdeña se volvieron fanáticos de la historia de aquella civilización. Y crearon una de las colecciones más hermosas de Egipto en el mundo, que ahora se luce en este increíble museo.

    Se trata nada más y nada menos que de la mayor colección de antigüedades de Egipto fuera de Egipto, y del segundo museo más importante sobre esta civilización después del Museo Egipcio de El Cairo.
    La mayores adquisiciones a la colección (que solía ser una colección real) se hicieron durante el siglo XIX por Bernardino Drovetti, quien era cónsul francés en Egipto en aquel entonces.

    La cantidad de dinero que se gastó en expediciones, excavaciones, compra y transporte de las piezas es simplemente enorme. Y por sólo 13 euros me fue posible ver la colección entera, con una audioguía en más de 15 idiomas.
    El museo se divide por orden cronológico, que estudia el Imperio Antiguo, el Imperio Medio y el Imperio Nuevo, y muestra sobre todo objetos de la vida cotidiana, papiros y elementos de la rica cultura funeraria de los egipcios.

    El museo cuenta con el reconocido Papiro Real de Turín, un papiro de 170 cm de largo que contiene los nombres de todos los faraones que reinaron el Antiguo Egipto, incluidos los dioses que gobernaron antes de la era faraónica.

    Las estatuas representan a una multitud de personajes de la realeza y antiguos faraones de las dinastías que gobernaron Egipto. Entre las más famosas se encuentran la estatua de Ramsés II, la princesa Redit y del faraón Horemheb.

    Hay objetos tan preciados y conocidos, como los obeliscos con jeroglíficos y figuras de animales míticos, como los halcones y los perros.

    Y por supuesto, no faltan las esfinges de piedra, transportadas como originalmente se encontraron en las excavaciones.

    Pero sin duda lo más cautivante es la colección de sarcófagos originales que se exhiben en todo el museo.

    Estas tumbas dejan en claro el milenario ritual funerario que los egipcios llevaban a cabo. Algunas momias e instrumentos de embalsamación también se exhiben en las salas.

    Entre los más famosos se encuentra el sarcófago original de Duaenra, hijo de Keops.

    Al salir del museo el sol se había ocultado, y Luca me acompañó a la Piazza San Carlo, donde un grupo de gospel nos deleitó con sus villancicos.
    Terminamos la noche en un bar de la ciudad, donde un grupo de Couchsurfing había organizado un aperitivo. Vino, cervezas y un buffet de bocadillos me despidieron de Turín, en una mezcla de cinco idiomas que seguía mejorando cada día.

    Volví con Luca a su apartamento para tratar de descansar un poco. Al otro día debía partir temprano hacia el este del país, un poco más lejos de las montañas, pero más cerca cada vez de Nápoles y de una hermosa Navidad.
  19. AlexMexico
    Marsella me había llevado hasta sus azules costas esmeralda para disfrutar el puente vacacional del 11 de noviembre, que conmemora el Armisticio de Compiègne, acuerdo que puso final a la Primera Guerra Mundial.
    El fin de semana largo no sólo me había llamado a mí a la costa sur francesa. Mi amiga Tamar estaba allí con su novia Mor.
    Tamar, al igual que yo, trabajaba como asistente de idioma en la ciudad de Lyon. Sólo que ella enseñaba hebreo. Sí, hebreo, en una escuela de niños judíos, cosa que me es, todavía al día de hoy, difícil de imaginar.
    Las dos israelíes vivían juntas en Valence, una ciudad 100 km al sur de Lyon, ya que Mor estudiaba cine de animación en aquella ciudad. Y estando 100 km más cerca que yo de Marsella, decidieron pasar el fin de semana allí.
    Otros dos amigos suyos, Melody y Bogdan, también visitaban la ciudad. Así que decidimos vernos con ellos para pasar un día juntos.
    En vista de que ya habíamos visitado por nuestra cuenta los principales puntos turísticos de Marsella, decidimos destinar aquel día a un plan mucho más tranquilo. Mucho más natural.
    Marsella es la única ciudad en Francia que cuenta con un parque nacional periurbano, uno de los pocos de Europa. Es decir, dentro de su área urbana, Marsella posee su propio parque natural.
    Es algo de lo que pocos turistas saben, lo cual me incluía a mí. Pero mi compañero de piso en Lyon, Olivier, me lo dijo: no puedes ir a Marsella y no visitar les Calanques.
    Desde mi primer día hospedándome con Jean-Alain, caminando por los barrios africanos y el Vieux Port de Marsella, me di cuenta de que la ciudad está situada entre varios macizos rocosos. Y observarla desde lo alto de la basílica de Notre-Dame de la Garde me dijo que Marsella ha crecido en una especie de anfiteatro natural.
    La segunda metrópoli más poblada de Francia se ha expandido tanto que ha llegado a tomar como parte de su superficie territorios naturales no urbanizables, y que dependen directamente del departamento Bocas del Ródano, del cual Marsella es capital.
    Y es al sur de la ciudad en donde uno de esos territorios naturales fue declarado parque nacional en el 2012. Se trata de les Calanques.
    La imagen de una costa mediterránea escarpada por blancos acantilados y arbustos bajos ya había venido a mí desde que visité Ibiza en el 2013. Y al parecer esa imagen efectivamente se repite en muchos otros lugares del mar Mediterráneo.
    Las calas de Ibiza son uno de sus muchas bellezas que atraen a miles de turistas cada año. Marsella también cuenta con muchas de esas calas, que en francés llaman calanques.
    Tamar y Mor me encontraron fuera de la estación de metro de la avenida del Prado, cerca del estadio Orange Vélodrome, no muy lejos de casa de Jean-Alain.
    Esperamos algunos minutos por Melody y Bogdan para partir todos juntos. Tomamos un bus en el paradero del Prado y nos dirigimos al sur.
    Poco a poco nos adentramos en los suburbios de la ciudad. A cada metro que avanzábamos, la mancha urbana iba desapareciendo. Los edificios se iban haciendo menos frecuentes, y el tamaño de las casas y sus jardines se hacía más y más extenso.
    Justo cuando vimos que el bus daba vuelta en una rotonda, preguntamos si era allí donde debíamos bajar para caminar hacia les Calanques. El chofer afirmó, y en medio del Chemin de Sormiou, comenzamos la caminata.
    El asfalto tardó más de un kilómetro en convertirse en tierra y piedras. Mucha gente adinerada vivía en aquella verde y tranquila zona de la ciudad.
    Hacer senderismo era lo que menos había planeado al visitar Marsella. Mis cómodos botines todoterreno se habían quedado en Lyon. Y mis pantalones no eran los mejores para largas caminatas. Pero en ese momento mis zapatos o mis pantalones era lo que menos me preocupaba.
    Desde que bajé del autobús un gélido viento penetró mis huesos y heló mi cabeza por completo. El día estaba soleado, como la mayoría de los días en Marsella y la Costa Azul francesa. Pero nunca me imaginé pasar tanto frío bajo el sol.
    Olivier había vivido en Marsella algunos años atrás. Cuando le dije que la visitaría por un fin de semana me dijo que era una excelente elección. Pero que debía prepararme con un grande y caliente abrigo que me protegiera del frío viento.
    Ignoré varias veces su comentario. Yo había revisado el clima para Marsella y todo parecía normal. Era más cálido que Lyon, así que el frío no iba a preocuparme. Pero cuando llegué a les Calanques, supe de lo que hablaba.
    Por suerte, Tamar y Mor iban bien preparadas. Tanto que todavía les sobraba un abrigo rompevientos en su mochila. No dudé en aceptarlo cuando me lo ofrecieron para ponérmelo bajo mi otra chamarra, que para ese entonces había descubierto que era demasiado delgada.
    El camino de asfalto empezó a penetrar a les Calanques, y el paisaje urbano pronto cambió a una plancha de montículos blancos tapizados por las yerbas y arbustos.

    Algunos coches nos rebasaban y empezaban a subir las colinas, tras las cuales no podíamos ver lo que se ocultaba.
    Incluso me fue necesario aceptar los guantes que Mor me ofreció. Nunca creí que el viento del que Olivier me había hablado fuera tan verdad. Mucho menos en un día tan soleado de otoño.

    Pero el mistral es una corriente de vientos que se gesta en los Alpes para luego bajar al Mediterráneo. No cabe duda entonces del porqué de su helada temperatura.
    Cuando alcanzamos poco a poco la cima de las colinas graníticas tuvimos una vista de la ciudad que se escondía tras los montes Marseilleveyre, como se les conoce comúnmente.

    Esta zona de Marsella se caracteriza por poseer escasa tierra. La mayoría del terreno es de roca, lo cual hace difícil a las plantas poder crecer.

    Es por ello que a lo largo de nuestro camino los pequeños arbustos eran más comunes que los grandes árboles. Así que prácticamente no había lugar donde esconderse del poderoso viento.

    Cuando llegamos a la punta de uno de los macizos calcáreos, frente a nosotros apareció el imponente mar Mediterráneo.

    Me había quedado en claro que no era un mar cualquiera. En Valencia, Barcelona e Ibiza el Mediterráneo me había maravillado con su increíble color azul, sus tranquilas aguas y, sobre todo, con su importante e histórico pasado.
    Estar frente al Mediterráneo siempre me llenaba de una calma inexplicable. Y Marsella no sería por nada la excepción.

    Luego de algunos serenos minutos y de un sándwich sobre las rocas, dimos la vuelta para volver al camino de asfalto.

    Sólo se puede acceder a un par de las playas del parque natural en coche, por una vía de asfalto y tierra. Es a una de ellas donde nos dirigíamos: la Calanque de Sormiou.
    Normalmente el descenso es mucho más fácil que el ascenso. Pero bajar un macizo rocoso con el único par de delgados tenis que había llevado a Marsella representaba algunas complicaciones. Debía ser cuidadoso con el terreno escarpado.

    El camino en zigzag nos llevó cuesta abajo hasta la parte trasera de un par de edificaciones, que parecían ser un restaurante y una pequeña posada. Nada muy lujoso ni extravagante.

    Y detrás de todo, por fin pisamos la húmeda arena de la ensenada.

    Allí abajo, por el fin mistral desapareció, y pude despojarme entonces de los guantes y mis dos abrigos, que bastante estorbo me hacían ya.

    Aunque sinceramente, el clima seguía siendo fresco. Y no fue nada normal para mí pararme sobre una playa con pantalón, tenis y un suéter. Mucho menos con el sol que quemaba nuestra piel.

    Melody y Bogdan no tardaron en irse. Tenían una reservación en un restaurante bastante famoso de Marsella y no querían perder la oportunidad de comer allí. Mor, Tamar y yo nos quedamos otro rato.
    La ensenada de Sormiou es quizá la de más fácil acceso desde la ciudad. Pero por ser otoño, el número de turistas era escaso, a pesar de haber sido un puente vacacional.

    En verano, las calanques se colman de bañistas que se sumergen en sus aguas, las navegan en kayak, en yates privados o simplemente toman el sol sobre sus playas. Para nosotros la situación fue bastante diferente.
    Nos bastó con sentarnos frente a sus tranquilas aguas y disfrutar de la vista.

    Pasamos allí una media hora más, caminando sobre la arena y sintiendo la suave brisa del Mediterráneo. Cogimos de vuelta nuestras cosas y empezamos a subir. Si queríamos llegar a buena hora a almorzar en la ciudad,debíamos emprender nuestro camino de vuelta.
    Pero en todas partes se puede encontrar un buen samaritano. Y una pareja se detuvo en su coche, al vernos subir con tanto esfuerzo la colina.
    Nos ofrecieron llevarnos hasta la ciudad, a donde pudiésemos coger un autobús. Y con el hambre que se había despertado en nuestros estómagos, aceptamos el trato.
    Mor y yo hablábamos francés con fluidez. Pero no era el caso de Tamar. Ella hacía su programa como asistente de idioma sin hablar casi una palabra de francés. Pero con Mor y yo al lado, no tenía nada que temer.
    Dimos las gracias a la pareja francesa y descendimos en la misma parada de bus a donde habíamos arribado unas horas antes. Y tras una siesta reconfortante a bordo, llegamos de vuelta a la ciudad.
    Comimos una rebanada de pizza antes de tomar el metro. Todavía había un importante punto que no habíamos visitado.
    Al oeste de la Rue de la République, que conecta el antiguo puerto de Marsella con el nuevo y moderno puerto, se encuentra uno de los barrios más viejos de la ciudad: Le Panier.

    Es la zona geográfica donde se establecieron los primeros griegos cuando fundaron la ciudad, hacia el año 600 a.C. Y hoy representa uno de los sitios más bellos e históricos de la urbe.

    Le Panier es conocido por ser un barrio popular de Marsella. Y no es de sorprenderse, ya que fue el primer sitio de implantación de los inmigrantes que a la ciudad arribaban, sobre todo en el siglo pasado.
    Así, en el vecindario todavía vive una cantidad importante de corsos y magrebians (provenientes del norte de África).

    En años anteriores, sobre todo terminada la Segunda Guerra Mundial, Le Panier se convirtió en un sitio común para el tráfico de mercancías y el bandalismo. Marsella posee todavía la fama de ser una ciudad peligrosa donde la mafia tiene cierto poder.

    Pero recorrer las calles de Le Panier para Mor, Tamar y para mí fue una experiencia totalmente placentera.

    El barrio es hoy un circuito célebre para los turistas. Gracias a proyectos de recuperación del lugar, Le Panier ha pasado a ser uno de los núcleos culturales de Marsella.

    El arte no sólo está presente en las coloridas paredes de sus edificios o en los elaborados grafitis que las adornan, sino en el interior de cada casa y local.

    Muchos de los estudios a las orillas de sus calles se han convertido en ateliers de pintura, cerámica, o cualquier otra expresión artística, donde los artesanos locales ofrecen sus productos a los transeúntes.

    Ropa, juguetes, cuadros, flores, artículos de material reciclado, fotografías, instrumentos musicales.

    Y por supuesto, no puede faltar la comida. Las cafeterías son parte del alma de Le Panier, y el chocolate es parte importante de ella.

    No dudamos entonces en sumergirnos en una de las chocolaterías para adentrarnos en su delicioso arte.

    La elección era imposible, entre tantas pequeñas (o grandes) tentaciones a nuestro alrededor. Pero nos inclinamos por una bola de chocolate blanco, envuelta en chocolate negro y espolvoreada con coco rayado. Un manjar que endulzó nuestro paladar y el resto de nuestra tarde en Marsella.

    Le Panier se forma por varias calles que bajan hasta el viejo y el nuevo puerto de la ciudad. Y es allí hasta donde nos llevaron sus rúas, justo  para quedar nuevamente frente a la basílica de Notre Dame de la Garde, en lo alto del otro extremo.

    Entramos en un restaurante para comer una hamburguesa con papas y apaciguar el hambre que colmaba nuestros estómagos.
    Y antes de que el sol se ocultara, nos dirigimos al malecón del nuevo puerto para admirar más de cerca la Catedral de la Mayor, que se pintaba poco a poco con los colores del atardecer.

    Caminamos hacia el fuerte de Saint-Jean y visitamos un poco el interior del MuCEUM, el Museo de las civilizaciones de Europa y el Mediterráneo, que por desgracia estaba ya cerrando sus puertas al público.

    Frente al más posmoderno de los edificios de la metrópoli cayó la noche sobre nosotros y sobre Marsella, una ciudad que superó todas nuestras expectativas. Aunque no sería la última parada de la hermosa costa mediterránea francesa. Y algunos meses después, volvería a sus orillas para otras soleadas tardes frente a sus azules aguas.
  20. AlexMexico
    Apenas pasaba el mes desde que había llegado a Francia para ser maestro de español en un colegio público. La ciudad de Lyon había sido lo suficientemente afable como para empezar a enamorarme de ella (a excepción de la búsqueda de un apartamento, tarea que casi me orilla a aceptar una ratonera como hogar).
    Hasta entonces, París y Lyon habían sido mis dos escalas más prolongadas. Y a finales de noviembre volvía de un viaje largo por el centro de Europa, cuyas últimas escalas fueron Estrasburgo y Colmar, en la Alsacia francesa.
    Aunque nueve meses parecen un largo periodo, los viajes pasan en un abrir y cerrar de ojos. Es imposible no querer comerse toda Europa en un solo viaje. Pero tenía que darme el tiempo de conocer más a fondo Francia. Y eso haría en cada fin de semana que tuviera libre.
    Así tomé la decisión de partir al sur en el primer puente vacacional de noviembre. Un jueves por la tarde tomé un bus a Marsella, la joya mediterránea de Francia y segunda ciudad más poblada del país.
    Jean-Alain se había ofrecido a alojarme por todo el fin de semana. Había emigrado desde la isla de Guadalupe (en el Caribe francés) hace ya más de siete años. Y al parecer, se había acoplado bastante bien a la vida en Marsella.
    Y sin hacerme perder el tiempo, me invitó a la fiesta de un amigo suyo justo la noche en que llegué a la ciudad.
    Un amigo alemán de Jean-Alain, que hacía su Erasmus en Marsella, se nos unió aquella noche. Tomamos un uber hacia uno de los barrios céntricos y subimos hasta un piso junto a la terraza del edificio.
    Era la fiesta de cumpleaños de Oliver, un chico de Ohio que estudiaba entonces en Francia. Acababan de pasar las elecciones presidenciales de Estados Unidos y el tema de la parrillada era, por supuesto, Donald Trump.
    Las paredes de su apartamento, de aires socialistas y liberales, se adornaban con retratos del republicano defecando sobre la bandera americana, amenazando al globo terráqueo, comiendo barras rojas una por una y asesinando al águila de la nación.
    Oliver no era el único estadounidense presente. Y al parecer, ninguno de los asistentes estaba a gusto con el presidente recién electo, que parecía amenazar a cada uno de nuestros países de origen.
    No fue una sorpresa enfrentarme a todo tipo de preguntas cuando la gente supo que yo venía de México. Y aunque ya me había acostumbrado completamente, no podía negar que fue sorprendente enterarme de que Trump había sido, en efecto, elegido presidente.
    El 2017 sería año electoral para Francia, y la disputa con la candidata conservadora, Marine Le Pen, resultaría en un conflicto parecido al de Hilary Clinton con Trump.
    Ya veríamos qué tan loco se estaba volviendo el mundo. Por lo pronto, las cervezas y el vino fueron nuestros mejores aliados ante un puente vacacional y ante una nueva realidad política de la que no sabíamos qué esperar.
    Volvimos al apartamento de Jean-Alain casi al amanecer. Y al siguiente día, no fue raro que nos levantáramos después de las 12. El vino francés se había convertido en mi favorito. Pero hasta el día de hoy no he podido acostumbrarme a sus intensas resacas, ahítas de cefaleas e intensa sequedad en la boca.
    Jean-Alain tenía entonces el mejor de los planes para mí. Tras tomar una ducha, nos dirigimos al centro de la ciudad. La comida marsellesa es conocida por sus mariscos mediterráneos. Pero un restaurante bereber era lo mejor para la resaca.
    No era la primera vez que comía un cuscús. Pero era la primera vez que pagaba solo 7 euros por un plato tan enorme como aquel. Uno que simplemente no pude terminar.
    La sémola de trigo absorbió todo el alcohol presente en mi cuerpo, y eso me dejó listo y determinado a conocer la ciudad.
    Jean-Alain no podía quedarse conmigo aquella tarde. Pero me llevó en metro hasta el mejor punto de partida desde donde empezar una típica caminata por Marsella.
    Así, descendimos en la estación de Notre-Dame du Mont, cerca de la iglesia que lleva el mismo nombre.
    El barrio no parecía ser lo más prometedor. La estación nos condujo hasta una plaza al aire libre con algunos bares y pequeños restaurantes poco atractivos a primera vista. Y fue imposible no notar la gran cantidad de africanos que había a mi alrededor.
    Jean-Alain es negro, algo común de la gente de la isla de Guadalupe, uno de los territorios de ultramar de Francia y antigua colonia de su imperio.
    El siglo XIX fue el apogeo de los imperios europeos, cuando tras perder las colonias de América (inspiradas por la independencia de los Estados Unidos) decidieron repartirse, de la manera más cínica, los territorios de África, hasta entonces solo explotados para la exportación de esclavos.
    Francia resultó ganadora con la zona del Magreb, el norte y oeste de África, que incluyen los actuales países de Argelia, Marruecos, Mauritania, Chad, Malí, Níger, Camerún, Costa de Marfil, entre otros.
    No resulta extraño entonces que cuando todas aquellas colonias consiguieron su independencia, y tras guerras tan sangrientas como la que sostuvo contra Argelia, Francia haya recibido olas de inmigrantes africanos.
    Su integración en la población europea no fue fácil del todo, aunque me atrevería a decir que fue menos complicada que la integración de los afroamericanos en Estados Unidos, con políticas tan separatistas parecidas a las del Imperio Inglés.
    Para gente como yo, que viene de países como México, no es muy común toparse con personas negras o árabes. Es complicado hallarlas. Pero lo mismo resultaba meramente atractivo. Exótico y contrastante, sin duda.
    Mi cliché sobre Francia se rompió en minutos. París y Lyon eran la viva imagen de la Francia haussmaniana, heredera de múltiples imperios, de la belle époque, de vanguardias artísticas y de la alta cocina. Pero Marsella simplemente no encajaba.
    Las calles alrededor de la Cours Julien, la plaza a donde Jean-Alain me llevó, estaban tapizadas por coloridos y vivaces grafitis.

    El 80% de las personas en el barrio eran negras. Fumaban sus cigarrillos y tomaban cervezas en la vía pública. En la atmósfera, se escuchaban los bongos y percusiones africanas. Mientras algunos cantaban y bailaban, no precisamente en idioma francés.
    —Me gusta este barrio, me siento muy cómodo siempre que vengo —dijo Jean-Alain—. Sé que no es quizá lo que la gente quiere ver de Marsella, pero es una de sus verdaderas caras.

    No me cabía duda de por qué había elegido Marsella para quedarse a vivir.
    Con aquella excelente introducción, Jean-Alain partió. Quedamos de vernos de vuelta en casa por la noche. Y descendí las coloridas escaleras de del Cours Julien para adentrarme en la ciudad.

    El centro histórico de Marsella es una mezcla de calles vehiculares y peatonales flanqueadas por diferentes estilos arquitectónicos.
    Es una ciudad fundada hace milenios como una polis griega, y vio pasar a muchos pueblos por sus tierras, incluyendo los romanos, visigodos, el Imperio Carolingio para terminar siendo parte del Reino de Francia.
    Llegué hasta la Rue de la Canebière, que une a la colina central de Marsella con el corazón de la ciudad.
    La Cámara de Comercio es solo uno de los bellos ejemplos de edificios del Segundo Imperio con los que Marsella se embellece, sobre todo en sus calles centrales.

    La disparidad de gente me cautivaba. De un lado, la dama burguesa con guantes de cuero y un abrigo de piel sujetando una bolsa Prada. Por el otro, el chico africano escuchando rap en su móvil a todo volumen, usando un jogging unicolor a rayas marca Adidas y una gorra oscura.
    Cuando el contraste parecía no poder ser mayor, apareció una muchedumbre caminando por la avenida, dirigiéndose hacia el antiguo puerto.
    Las pancartas y los altoparlantes emitían mensajes en turco. ¿Una manifestación turca en Marsella? Por lo visto, de eso se trataba.
    Los mensajes de protesta criticaban a Erdoğan, el presidente de Turquía. Las razones eran un poco ininteligibles a mis oídos y a mis ojos. Pero el intento paulatino de islamización del país, aunado a la guerra contra Siria, que implicaba al pueblo kurdo (varios presentes en Marsella) eran algunos de los descontentos del gremio. Pero las banderas mostraban a Abdullah Öcalan, un político nacionalista kurdo condenado a cadena perpetua por cargos de terrorismo.

    El pueblo kurdo lucha actualmente por formar su propia nación en el Medio Oriente. Y era sin duda lo que menos esperaba encontrar en Marsella. Lo cual me dejó muy en claro la calidad cosmopolita de la urbe.
    La marcha kurda culminó en el corazón turístico de Marsella, el sitio quizá más bello de toda la ciudad: el Vieux Port.

    Marsella fue, desde tiempos de los griegos, elegido por su estratégica posición para dominar la navegación del Mediterráneo. Y su puerto natural rodeado por colinas fue una de las principales razones para que esa bella metrópoli se erigiera.
    El Vieux Port es una estampa que me encontraría en repetidas ocasiones a lo largo de la costa mediterránea. Algo parecido a lo que ya había visto en Ibiza, Valencia y Barcelona.

    Un cuadrante de agua cristalina repleta de botes pesqueros y yates, algunos de lujo, otros un tanto más modestos.

    La plaza principal que da la bienvenida al Vieux Port se adorna todo el año con una rueda de la fortuna y un techo de espejos que reflejaba los flashes de los turistas.

    Caminé por toda la orilla sur del antiguo puerto, fotografiando cada ángulo de su lado contrario.
    Ambos costados están repletos de tiendas de souvenirs, cafés y restaurantes que ocupan la mayoría de los productos de la pesca local. Los mariscos, y sobre todo las ostras, son la especialidad de Marsella. Un precio que yo no estaba dispuesto a pagar.
    Paré en una de las tiendas, recomendación personal de mis padres, que antes de que yo llegase a Marsella habían investigado los principales lugares y atractivos de la ciudad.
    Una antigua fábrica de jabón era ahora una tienda que vendía eso, solo jabón. Jabones en todos colores, tamaños y aromas. Figuras exóticas talladas en jabón, con especialidades medicinales y terapéuticas.
    Un par de jabones serían buenos como recuerdo para Lyon y para mi casa en México. Los jabones no eran lo que más ocuparía mi tiempo, así que seguí mi paso.
    El malecón me llevó hasta el fuerte de San Nicolás, mandado a construir por el rey Luis XIV para proteger el puerto de los ataques piratas.
    Desde aquel punto tuve frente a mí, en todo su esplendor, a la segunda fortaleza de Marsella, el fuerte de San Juan, el más famoso de ambos.

    Su torre había sido ya construida en el siglo XV por René de Anjou, quien había sido conde de Provenza, región a la que pertenece históricamente Marsella.
    Sin embargo, fue Luis XIV quien reforzó sus murallas y dio vida a ambos fuertes que hoy dan la bienvenida al Vieux Port.

    Subí a lo alto de la colina del fuerte, donde se yergue el Palacio del Faro, otro de los íconos del Segundo Imperio.

    Desde sus altos jardines tuve las mejores vistas del fuerte de Saint-Jean y del puerto antiguo, sobre los que ya comenzaba a caer el sol.

    Al norte, se veía la compleja zona del puerto nuevo, donde un lujoso crucero custodiaba la Catedral de la Major y el MuCEM, el museo moderno más importante de la ciudad.

    La historia y la economía de Marsella siempre ha estado basada en su puerto y el comercio exterior. Es el puerto más importante de Francia y el tercero más importante de Europa. Desde allí, se ha conectado a Francia con el norte de África, lo cual hace adivinar el porqué de la presencia de tantos marroquíes, argelinos y tunecinos.
    Antes de que la noche cayera sobre mí, me apresuré hacia la playa de los catalanes, donde pude ver un hermoso atardecer.

    Los ocasos del Mediterráneo me hacían tanta falta desde la última vez que presencié uno en Ibiza.

    La magia de sus azules y tranquilas aguas con su suave y templada brisa me dieron por segunda vez el mejor de mis deleites en Europa.

    Cuando el sol se ocultó, caminé de vuelta al centro, no sin antes detenerme en la Four de Navettes, la panadería más antigua de Marsella, fundada en 1781.

    Mi roomie Olivier, quien había vivido en Marsella algunos años, me recomendó ampliamente aquella tradicional panadería artesanal. Y vaya si valía la pena. Por tres euros que al principio hirieron mi bolsillo, pude comer la mejor palmier de mi vida (ese exquisito pan dulce al que llamamos “palmera” u “oreja”).
    Con una fruición en mi boca, volví al Vieux Port, que para entonces ya se había llenado de vivas y coloridas luces.

    En lo alto de la colina, al sur del puerto, se iluminaba la majestuosa Basílica de Notre-Dame de la Garde, a la que subiría al otro día por la mañana.

    Es posible llegar a la basílica a pie. Pero si bien Jean-Alain no vivía muy cerca, no me encontraba con toda la disposición de subir calles zigzagueantes varios metros arriba. Así que un bus fue la mejor opción.
    La colina fue elegida por varias razones. Una de las principales, es que custodia la totalidad de la ciudad, y por supuesto, las vistas desde lo alto son bellísimas.

    A casi 360 grados, pude divisar desde el Palacio del Faro y el puerto nuevo hasta la plaza central del puerto viejo.

    Del otro lado, los islotes frente a la playa de los catalanes, donde un día antes el atardecer me había embelesado, hasta el estadio Vélodrome, cerca de donde vivía Jean-Alain.

    Por doquiera que mirara, la radiante ciudad cautivaba mi vista. Marsella es una de las ciudades que más horas de sol recibe al año en Francia, y eso no podía hacerme más feliz. En Europa, el sol es siempre una ganancia al espíritu. Eso me quedaba claro.

    Un par de militares custodiaban los barrios a sus pies. Una estampa a la que me estaba acostumbrando. Francia no parece a simple vista un país conflictivo, donde el ejército se pasee por las calles. Pero desde el atentado terrorista de París en 2015, nada volvería a ser igual.

    Marsella tiene fama de ser una ciudad un tanto peligrosa para muchos franceses. Con mafias, pandillas y crimen callejero. Y aunque poco podía asustarme a mí, no es sorprendente entonces toparse con policías y militares circulando cada callejón.
    Sobre mis espaldas, se levantaba la Basílica de Notre-Dame de la Garde, quizá el símbolo más conocido de Marsella.

    También construida durante el Segundo Imperio de Francia, fue consolidada en 1864, y ha pasado a ser casi más importante que la catedral.
    Su atractivo estilo neobizantino mueve los parámetros clásicos en los que se funda el catolicismo francés. Pero es Marsella, una ciudad que quizá nunca ha encajado a la perfección con el resto de Francia.

    En lo alto de su campanario una figura dorada de la Virgen María con el niño Jesús.
    Su interior me recordó desde el primer instante a la mezquita-catedral de Córdoba, en España. Con sus arcos rayados en blanco y rojo, y sus coloridos tapices en su techo.

    La belleza desde aquella antigua cantera era impresionante. Y una vista que nadie en Marsella puede darse el lujo de perderse.

    Bajé a pie las escaleras que descienden al centro histórico, a orillas del Vieux Port.

    Las plazas abiertas entre los coloridos edificios vis-à-vis invitaban a sus restaurantes y bares. Un buen café gourmand francés no puede negarse nunca.

    Seguí mi camino por el Vieux Port, esta vez a su extremo norte, de donde nuevamente se asomó la majestuosa basílica.

    Me dirigí al fuerte de San Juan para visitarlo más de cerca. Su interior ahora es un laberinto de piedra rojiza que deja entrever cómo se combatía a los piratas desde el lejano siglo XV.

    Sobre sus techos sus cafeterías permiten tener una experiencia diferente, en un recinto histórico que seguro Luis XIV nunca imaginó que llevaría a Marsella a ser tan turística y famosa.

    Y desde esa altura, la entrada al Vieux Port por el Palacio del Faro y el fuerte de San Nicolás luce simplemente exquisita.

    La vívida mezcla de Marsella, con fuertes de piratas, basílicas bizantinas, palacios de la era imperial, burgueses, africanos y hasta kurdos, me había encantado más de lo imaginado. Una de las ventajas de haber sabido poco antes de llegar a la ciudad,

    Pero Marsella no había terminado de sorprenderme, y junto con Tamar y Mor, dos amigas israelíes de Lyon, conocería más a fondo la magnificencia de la costa del Mediterráneo.
  21. AlexMexico
    Mi recorrido por Europa central estaba llegando a su fin. Había atravesado tres países y estaba ya de vuelta en Francia, país que me acogía durante algunos meses para trabajar como maestro de español.
    Las vacaciones de Toussaint habían pasado rápido, pero el Día de Todos los Santos apenas comenzaba. Francia había decidido, por alguna valiente razón, donar 14 días naturales a sus alumnos y profesores para disfrutar de las vacaciones de otoño cada año, algo impensable en muchos otros países. Ya que sumados a los otros tres periodos vacacionales de 14 días, dan como resultado casi dos meses de asueto antes del largo verano escolar.
    Eso no podía hacerme más feliz de haber elegido Francia como mi destino, y Lyon como mi temporal hogar.
    Estaba entonces justo en el centro de Europa, o por lo menos, el centro político e histórico del continente: la ciudad de Estrasburgo.
    Por siglos, Estrasburgo y la región de Alsacia han sido disputados por los gobiernos de Alemania y Francia. El día de hoy, las disputas parecen haber terminado, habiendo convertido a Estrasburgo en una de las sedes de la Unión Europea.
    Estrasburgo es una de las ciudades más visitadas del país, que atrae a los turistas gracias a su incomparable belleza. Una urbe que se quedó en la mitad del camino entre Francia y Alemania, y que ha heredado la magnificencia de ambas naciones.
    El turismo en la ciudad incrementa todavía más en el mes de diciembre. La llamada “capital mundial de la Navidad” alberga uno de los mercados navideños más increíbles de Europa en sus plazas y calles centrales. Y si bien la fría época navideña es la más concurrida, haber ido a finales de octubre no fue una mala elección para mí. El otoño había dado sus mejores frutos ese año.
    Estrasburgo e Innsbruck (en Austria) eran dos de mis metas por cumplir en aquel viaje. Así, la mayoría de los destinos fueron elegidos al azar solo por estar a mi paso entre una ciudad y otra.
    Pero no todos los puntos los dejé al azar. Había uno que ocupaba un lugar especial en mi mente desde hacía cuatro años más o menos. Y estando en Estrasburgo no podía dejar pasar la oportunidad.
    El Día de Todos los Santos en Francia, y en la mayoría de los países católicos, no suele ser una festividad muy atractiva.
    En la tradición católica, un santo es toda aquella persona promotora de la fe, y que en vida tuvo una relevante función ética por la humanidad. Los santos que todos los cristianos fácilmente reconocen en la cultura popular es, quizá, porque han pasado por el proceso de canonización, que solo el papa puede llevar a cabo.
    Sin embargo, aquellas personas que nunca pasaron por un proceso de canonización en Roma también pueden ser considerados santos. Por ello se creó el Día de Todos los Santos, cuando se conmemora a todos los difuntos, hayan o no sido canonizados.
    Cuando los españoles llegaron a América, descubrieron que las culturas mesoamericanas celebraban a la diosa de la muerte en una fecha muy cercana al Día de Todos los Santos. Y de esa fusión nació el Día de Muertos en México.
    Hay muchas diferencias entre la celebración en México y en el resto de los países católicos. La principal, es que el Día de Muertos es alegre. El Día de Todos los Santos no lo es. Y Francia no es la excepción.
    Alex y Gwen, quienes me alojaban en Estrasburgo, visitarían la tumba de su abuela aquel día, como suelen hacer los fieles (y no tan fieles) del cristianismo. Yo, por mi parte, pretendía celebrar el Toussaints de una manera distinta.
    Aquella tranquila mañana casi ningún negocio había abierto sus puertas al público. La mayoría de las personas descansaban de la escuela y el trabajo. La oficina de turismo me lo había advertido, poco se podía hacer.
    Pero mientras la compañía de trenes siguiera funcionando, yo no pensaba dejar de viajar. Me dirigí entonces a la estación central de Estrasburgo y compré un ticket redondo a Colmar, un pueblo ubicado al sur de Alsacia.
    El viaje no tomó más de 30 minutos. Son solo 50 km los que la separan de Estrasburgo. Las vías recorren de forma paralela el valle del Rin, que divide a Francia de Alemania.
    Parecía que pocas personas se dirigían a la ciudad aquel día. Una pareja y yo bajamos del vagón y caminamos hacia el este, en dirección al centro de la ciudad, según indicaba mi GPS.
    Al adentrarme en el casco viejo, Colmar apareció ante mis ojos, tal y como lo había imaginado por varios años.

    El sol apenas calentaba la fresca mañana, e iluminaba las fachadas de madera de los edificios que orillan las calles peatonales del pueblo.

    Las casas, con sus ventanales de madera, combinaban a la perfección con los adoquines bajo nuestros pies. La escasez de gente parecía desaparecer mientras más me introducía en Colmar.

    Pero no era de extrañarse que muchos visitantes, extranjeros y franceses, hubiesen decidido viajar a Colmar en el día de asueto. No para celebrar el Día de Todos los Santos, ni para acudir a una iglesia o un panteón. Sino solo para caminar y deleitarse con la belleza del lugar.
    Colmar no difiere mucho de Estrasburgo. Muchos dicen que es solo un Estrasburgo pequeño. Y pasa lo mismo con su historia.

    Al igual que su hermana del norte y el resto de Alsacia, Colmar fue una ciudad libre imperial del Sacro Imperio Romano Germánico por muchos años. Perteneció a los reinos alemanes, hasta el fin de la Guerra de los Treinta Años, cuando pasó a formar parte de Francia.
    Volvió a manos alemanas luego de la guerra franco-prusiana, y luego volvió a Francia tras la Primera Guerra Mundial.
    Alemania la tomó en su poder durante el régimen nazi, pero al perder la guerra regresó a territorio francés, donde permanece ahora.
    Cualquiera diría que toda Colmar tiene aires alemanes. No muchos suelen sentirse en Francia al deambular por sus calles.

    Y es que la mayoría de sus edificios datan de la Edad Media, reluciendo un característico estilo gótico alemán.

    No obstante, en algunas esquinas pude toparme con edificios mucho más renacentistas. Para mí, una composición simplemente maravillosa.

    En el corazón de su casco viejo, la imponente iglesia de San Martín apareció. No más bella ni grande que la catedral de Estrasburgo. Pero igual, un templo gótico más a la lista de las iglesias de Alsacia.

    Las callejuelas perpendiculares a la Grand Rue, una de las vías principales del centro de Colmar, albergaban entonces a más y más gente.
    Era un día de descanso, pero no para los cafés y tiendas de souvenirs, que al ser la única opción de esparcimiento, se colmaron de turistas en un abrir y cerrar de ojos.

    Sentarme en una de sus terrazas era una tentadora opción.Pero ese montón de turistas seguiría incrementándose conforme avanzaba el día. Así que un croissant y un café para llevar fueron la mejor elección.
    La plaza de la fuente de Schwendi es la intersección donde convergen todos los transeúntes.

    Colmar es otra de las grandes capitales de la Navidad en Europa. Durante el mes de diciembre, cinco diferentes mercados navideños se instalan en sus plazas y calles centrales para vender vino caliente, salchichas alemanas, pan, chocolate, la famosa raclette suiza e infinidad de artículos alusivos a Noël.
    Decidí alejarme un poco de la plaza central y fotografiar los rincones solitarios de Colmar, a donde pocos se asomaban, y donde ningún café o tienda posaba mesas en su exterior.

    Cada teja, cada puerta, ventana, balcón, era como un portal a otro cuento de hadas.

    La casa perdida de Hansel y Gretel, la abuela de Caperucita, o los tres cochinitos con el lobo. Cualquiera podía venir a mi mente cuando me paraba frente a alguna de aquellos lares.

    Pero todo cambió al caminar unas cuadras más hacia abajo, y alcanzar el famoso barrio de la Petite Venice, la Pequeña Venecia.

    El río Ill, el mismo que atraviesa el centro de Estrasburgo, lleva sus aguas hasta las orillas de Colmar. Y desde el Rin, se creó el canal de Colmar, un afluente artificial que lleva las aguas de ambos ríos hasta el centro de la ciudad.
    Las orillas del canal de Colmar se flanquean de aquellas hermosas y antiguas casonas medievales, que la dotan de una increíble belleza.

    No hay duda de por qué el barrio se hizo merecedor a tal nombre.

    Los límites del malecón son decorados con multitud de flores que pintan el otoño en Colmar como todo un libro para niños. Nada me hacía envidiar entonces la llegada de la Navidad y sus mercados a aquel remoto lugar.

    Al igual que los balcones de los edificios aledaños, que dejaban caer toda especie de plantas por el aire.

    Algunos se paseaban por el canal en una especie de barca. Otros almorzaban sobre sus bellas terrazas. Yo me conformaba con pasear y pasear a la orilla de sus tranquilas aguas, oliendo cada flor al alcance de mi nariz.

    Al final del barrio, un grupo de comerciantes rentaban algunos minutos al bordo de sus lanchas para ofrecer paseos a lo largo del canal. O al menos a lo largo de la Petite Venice. Y la fila era larga, vaya sí lo era.

    Llegué a la zona residencial, donde un coche aparcado o un simple bote de basura en la banqueta me hacían preguntarme, qué se sentiría vivir en un lugar como aquel.

    Llevar una vida normal. Ir a la escuela, al trabajo, al supermercado, limpiar la casa, pasear al perro o salir a correr. Un día a día en aquel paraíso debía ser alucinante.

    Colmar era tal y como lo había imaginado. Desde un no muy lejano 2012, cuando por fin me animé a ver completo el filme de El castillo vagabundo, la aclamada película de animación japonesa basada en el libro homónimo, de origen británico.

    La producción de Hayao Miyazaki es, sin duda, una historia de fantasía. Pero toca temas centrales del siglo XX y XXI, como el feminismo, la vejez, el pacifismo y la guerra.
    No es de extrañarse entonces que para crear los paisajes animados en los que la historia se desarrolla, haya elegido a Colmar y los Alpes Suizos como escenarios.

    Colmar y Alsacia fueron un punto de disputa entre Francia y Alemania por varios siglos, y sobre todo, durante la Segunda Guerra Mundial. Y los Alpes Suizos, bueno, están en Suiza, país que se caracteriza por su neutralidad.
    Desde que supe que el hogar de Sophie (protagonista de la obra) existía en el mundo real, me dije a mí mismo que no podía morir sin antes verlo con mis propios ojos.

    Y ahora estaba allí, parado sobre las calles y ante las casonas donde Sophie confeccionaba sus sombreros, y donde la Bruja del Páramo lanza su hechizo sobre ella.

    Viajar a Colmar no fue solo visitar un pueblo francés más. Fue transportarme a Alemania, a un cuento de hadas y a una película de anime japonesa al mismo tiempo. Y pocas veces es posible hacer todo eso.

    Aquella tarde tomé mi tren de regreso a Estrasburgo para almorzar con Gwen y Alex, a quienes di todas mis recomendaciones para viajar por Latinoamérica. El año siguiente, ambos dejarían sus trabajos y partirían por 12 meses en una aventura por el continente americano.
    Mientras yo, continuaba con mi aventura por Europa. Aunque mis vacaciones de Toussaint terminaban y yo volvía a Lyon al siguiente día, me restaban todavía varios periodos vacacionales y días de asueto que podía fácilmente disfrutar. Solo que ahora, mis destinos cambiarían.
  22. AlexMexico
    Un itinerante sol me despertó la mañana del 31 de Octubre. Era una habitación desconocida, donde había dormido solo por dos noches.
    Me quité la pijama y metí mis últimas prendas a Isabel, cuyos 50 litros parecían no poder resguardar ya más cosas. Aquella mochila se había convertido en mi mejor amiga. Más que mi laptop, con la que trabajaba desde cualquier punto de Europa. Y más que mi celular, que para entonces no tenía aún línea telefónica.
    Cogí a Isabel en la espalda y dejé una nota sobre su escritorio a Mortiz. Caminé por el pasillo, adornado con banderas de todos los continentes en las puertas de sus habitaciones. Tomé un yogur del refrigerador y salí del apartamento. Fuera aguardaba Farzad, a quien regresé las llaves y despedí con un fuerte abrazo.
    Stuttgart había sido el primer lugar del mundo donde un desconocido me había prestado su habitación para dormir. Un couchsurfer a quien nunca pude ver a la cara en persona, porque se había ido de viaje a la península itálica. Con quien solo crucé un par de palabras en un sitio web y luego agradecí en WhatsApp.
    Moritz y un grupo de estudiantes amantes del forró brasileño en Stuttgart; un descendiente turco nacido en Franconia; un antropólogo que repartía paquetes a bordo de su bicicleta en Tübingen; un estudiante que ayudaba a los refugiados sirios en Múnich. Los alemanes me habían demostrado que tras una dura historia, son ahora personas sumamente abiertas. Cálidas, simpáticas, cordiales.
    Aquel 31 de octubre fue momento de despedirme nuevamente de Alemania. Y me dirigí a la estación central de Stuttgart para regresar a mi entonces país de residencia: Francia.
    Antagónico a sus habitantes, los trenes y el transporte alemán me habían dado muchas experiencias carentes de contento. Y para cruzar la frontera oeste me decidí entonces por Blablacar.
    La start-up francesa me había hecho la vida fácil y barata en varias ocasiones. Además, viajar compartiendo un auto intrínsecamente llenaba siempre un vacío ecológico en mí. “Comparte auto y reduce tus emisiones de CO2”, suele decir la empresa.
    Pero Alemania parecía querer dotarme de mala suerte.
    A las 8:30 de la mañana, esperaba pacientemente a Ghislain y su Peugeot 308 en el parking frente a la Haupbahnhof. El reloj seguía avanzando y mi paciencia comenzaba a agotarse.
    Los franceses suelen ser muy puntuales, así que 7 minutos me parecieron excesivos para no ver señales de él. Y como parte de mi desfortuna, el wi-fi del Starbucks en la estación parecía no funcionar en mi móvil.
    Caminé por el rededor, tratando de no alejarme mucho. Ghislain sabía ya el color gris de mi jersey y el rojo de mi mochila. Y yo tenía la foto de su coche. Pero, ¿dónde diablos estaba?
    20 minutos pasados tras la hora, estaba a punto de entrar a la estación y comprar un costoso boleto de tren a Estrasburgo, mi próximo destino en Francia. Pero a un costado de la central, otro parking se asomó a mi vista, y Ghislain con su móvil en mano esperaba junto a su Peugeot negro.
    Otra vez, me dije, aparento ser el mexicano impuntual. Pero el conductor y el resto de los pasajeros parecían haber adivinado mi ausencia de malas intenciones. Y sin más que alegar, condujimos a la frontera.
    A 150 km al oeste, cruzamos un puente sobre el río Rin, el río más transitado de la Unión Europea. Y justo al atravesarlo, nos encontrábamos ya en Francia.
    Estrasburgo es una de las importantes ciudades situadas en la ribera del Rin, que utilizan el río para transportar y exportar mercancías. Su situación geográfica es una de las más privilegiadas del continente, ubicada justo a la mitad entre la Europa atlántica y la continental.
    Sin embargo, es el mismo honor de su emplazamiento el que la ha puesto en disputa durante más de tres siglos entre los estados alemanes y Francia. Y es por ello hoy un símbolo de la hermandad entre las naciones europeas.
    Tan solo quince minutos después de haber dejado Alemania, Ghislain nos adentraba en las transitadas avenidas de otra metrópoli francesa que se sumaba a mi lista. Una que había estado en mi checklist desde hacía ya tres años.
    Una pareja local, Gwen y Alex, habían aceptado mi solicitud en Couchsurfing, y me alojarían por dos noches antes de volver a mi trabajo habitual en Lyon.
    Ghislain me dejó, junto con los otros pasajeros, en la estación central de trenes de Estrasburgo. Y como Alex y Gwen no llegarían a casa antes de las 7 p.m., debía deambular solo por la ciudad hasta entonces.
    Dejar a Isabel en la estación central parecía más costoso que dejar a un niño en una guardería. Si recorrí Sudamérica con ella, ¿por qué no cargarla en Estrasburgo unas cuantas horas? Pensé. Lo peor que podía pasar era que tuviera que vaciar el tubo entero de relajante muscular sobre mi espalda al terminar el día.
    Pregunté a un par de policías la parada más cercana del tranvía que pudiese llevarme al centro de la ciudad. La distancia no era muy larga, pero debía guardar fuerzas para la caminata de 8 horas que con Isabel aguardaba.
    Así, pasé a ser un mochilero en Estrasburgo. Con mi mochila al hombro y mi cámara sobre el cuello, me balancee en el pequeño tren tratando de no empujar ni lastimar a nadie a mis costados.
    Bajé en la estación Grand Rue, y me adentré en la histórica Grand Île de Estrasburgo, el corazón de la ciudad.

    La totalidad de la Gran Isla fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988, que la describió como una de las mejores muestras de ciudades medievales.

    Al comenzar a caminar por las calles de la Grand Île, ni yo, ni seguramente muchos de los turistas, nos sentíamos en Francia. La Grand Île fue para mí uno de los mejores ejemplares de una ciudad típica alemana.

    El mismo estilo de edificios germánicos con fachadas de madera en formas triangulares aparecieron en las principales plazas del casco viejo.

    Estrasburgo resguarda muchos secretos ante los turistas que, con emoción, la visitan cada año. Y para visitarla hay que saber algo muy claramente: Estrasburgo ha sido parte de Alemania y de Francia en repetidas ocasiones.
    Luego de que el Imperio Romano de occidente cayera ante las invasiones germánicas, la ciudad formó parte del Imperio Carolingio, que al partirse en dos quedó en manos del reino de Germania, comenzando la influencia alemana sobre la ciudad.
    La región histórica donde se ubica Estrasburgo es Alsacia, que si bien ahora pertenece a Francia, tiene su propio dialecto germánico: el alsaciano, todavía hablado por muchos de sus habitantes.
    Alsacia vivió épocas de prosperidad durante la Edad Media, período en que perteneció al Sacro Imperio Romano Germánico. Pero poco a poco cayó en depresión, con crudos inviernos, malas cosechas y la llegada de la peste. Pero su peor época llegó con la Guerra de los Treinta Años, cuando los Habsburgo de Austria perdieron los derechos sobre el territorio alsaciano, que pasó a formar parte del Reino de Francia en 1648.
    Alsacia tuvo cierto grado de autonomía dentro de Francia. Su población hablaba otro idioma, tenía otra religión y se administraba de forma diferente. Por ello, el Imperio Germánico siempre lo tuvo en la mira.
    En 1870, con la guerra franco-prusiana, Estrasburgo y Alsacia volvieron a formar parte de Alemania. Luego, con el fin de la Primera Guerra Mundial, Alemania la devolvió a Francia. Pero en 1940, a principios de la Segunda Guerra Mundial, Hitler y su ejército nazi la incorporó al Tercer Reich. Y al finalizar la guerra, en 1945, volvió a ser de Francia.
    La belleza de las calles y los edificios en Estrasburgo no hacen parecer que se ha derramado tanta sangre sobre ellas. Y mi arribo a la Place du Château reforzó mi teoría.

    El núcleo de la metrópoli se encuentra allí. Entre viejas casonas con tejados medievales y vívidos colores sobre sus longevas paredes.

    Me acerqué a la oficina de turismo para pedir un mapa de la ciudad, ya que mi celular, sin línea, sin datos, sin GPS, no podía serme de gran ayuda.
    Aquel lunes 31 de octubre era el último día para poder visitar todas las atracciones que quisiera en la ciudad. El 1 de noviembre, como en casi todos los países católicos, es un día festivo (el Día de Todos los Santos), y muchos de los mejores sitios estarían cerrados.
    Aquello no representaba un problema para mí. Un mochilero al que le bastaba con perderse en la ciudad con Isabel al hombro.
    La Place du Château es el núcleo de la ciudad por varias razones. La principal de ellas está en su centro: la imponente Catedral de Notre-Dame de Estrasburgo.

    Iniciada como culto católico, luego protestante y nuevamente católico, está dedicada hoy a la Virgen María.
    Su único campanario fue la construcción humana más alta del mundo por casi dos siglos, superada después por la catedral de Ruan.

    El templo cristiano es uno de los mejores modelos del gótico tardío, y sus rojizos portales frontales y laterales me invitaban a entrar y admirar su interior. Pero, cumpliendo la promesa que me hice tres años atrás en España, nunca pagaría por entrar a una iglesia.
    Sus centenarios muros sufrieron los embates de la guerra franco-prusiana y de la Segunda Guerra Mundial. Por ello, hoy la catedral de Estrasburgo es un símbolo de la reconciliación franco-alemana y la Unión Europea, justo en el centro de la ciudad que en mitad del continente funge como una de sus más amadas capitales.

    Las rúas al sur de la vasta explanada me portaron bajo la sombra de sus regios edificios hasta el malecón del río Ill (leído como “il”).

    El río es uno de los afluentes del Rin, y es el que rodea a la Grand Île de Estrasburgo, y por tanto, a todo su centro histórico.

    Son casi veinte los puentes que unen a la isla central con el resto de la ciudad, y cada uno de ellos formaba una postal magnífica para mi álbum de fotografías.

    Pero los más bellos paisajes a lo largo del Ill los formaba sin duda el histórico barrio de la Petite France.

    Al ras del agua, sobre esos pequeños trozos de tierra que parecen flotar como chinampas, vivían antiguamente los pescadores, molineros y curtidores de pieles.

    Su arquitectura tiene un marcado estilo renano, lo que, como dije anteriormente, a ninguno hace sentirse en Francia (ni en la Petite France). Sino en una antigua y colorida Alemania.

    Su pintoresca elegancia lo convierte en el barrio más turístico y famoso de Estrasburgo.

    Sobre sus aguas, multitudes de visitantes fotografiaban las orillas de sus tranquilos y apaciguantes canales cristalinos.

    Y si bien es cierto que Estrasburgo es conocida como la capital de la Navidad en Europa por su célebre mercado, el clima decembrino no me causaba ninguna envidia. El sol de otoño y los colores de sus follajes era para mí la mejor época para estar allí, parado entre balcones de flores y románticos ventanales.

    La pequeña isla se forma de tres alargadas puntas que sirven como malecones principales, todas ellas vías peatonales donde ningún coche puede entrar.
    En la punta occidental de la isla, tres torres forman uno de los paisajes más típicos de la ciudad, tras las cuales el campanario de la catedral sobresale reluciente.

    Les ponts couverts, o los puentes cubiertos, unen a la Petite France con la Grand Île y el sur de la ciudad.

    Las torres forman parte de la antigua muralla fortificada que resguardaba a la ciudad de sus enemigos.

    La mejor vista de los puentes y de la Petite France la tuve sin duda al subir al dique Vauban, que ofrece una hermosa vista del lado occidental del centro histórico.

    Pero el lado oriental era otra bella zona que me quedaba todavía por explorar.
    Una de las avenidas principales del centro histórico me llevó hasta el jardín de la Plaza de la República, el corazón del llamado Distrito Alemán.
    Tras 1870, el Imperio Alemán tomó posesión nuevamente de Alsacia y Estrasburgo, y dejó su gran legado en esta zona de la ciudad.
    El edificio más emblemático es el Palacio del Rin, antiguo palacio imperial que formó parte de una remodelación urbana, marcada por la arquitectura prusiana.

    El Distrito Alemán aloja también el barrio universitario, con su biblioteca, el Teatro Nacional y varios edificios guillerminos que fungen ahora como oficinas del gobierno citadino y regional.

    Al toparme de nuevo con el río Ill crucé el puente de Auvergne, desde donde podía ver el sol cayendo sobre la emblemática Grand Île y su catedral en el horizonte.

    Y al otro lado, la conocida iglesia de Saint-Paul, de culto protestante, se iluminaba con los fuertes rayos del ocaso.

    Aquella tenue y rojiza iluminación me apresuró a moverme al último rincón de Estrasburgo que no podía perderme. Así que cogí a Isabel con fuerza y tomé otro tranvía al Barrio Europeo.
    Tras la dura historia en la que se vio inmersa Alsacia, y tras vistos los horrores que dejó en Europa la Segunda Guerra Mundial, Estrasburgo fue elegida como capital de la Unión Europea, como un símbolo de la cohesión que debe existir entre los países del continente.
    Ni Francia ni Alemania pueden reclamar haber tenido más influencia sobre esta ciudad. Y ello la hace la metrópoli europea por excelencia.
    El Barrio Europeo alberga los edificios de muchas de las instituciones de la Unión Europea, siendo el más importante de ellos el Parlamento Europeo.

    Con la creación de una organización supranacional, única en su género, como lo es la UE, se necesitaba un organismo que regulara las funciones legislativas que representaran a la ciudadanía europea. Y helo allí.
    Las banderas de todos los países miembros ondeaban alumbradas por el atardecer.

    Un vacío de gente dejaba entrever que ninguna sesión plenaria se estaba entonces llevando a cabo.
    Dentro de esos muros de cristal y pilares de hormigón, 751 diputados toman varias de las decisiones más importantes del mundo. Tienen control sobre las leyes que rigen al continente y el presupuesto anual.
    Y aún en Europa, nunca falta el descontento con el Congreso.

    No fue entonces sorpresa encontrarme un grupo de manifestantes acampando a un costado del complejo parlamentario, acompañados de sus letreros de protesta.

    Gobernar una sociedad nunca será fácil. Ni en Estrasburgo, ni en Europa ni en ninguna otra parte del planeta.
    En un país como Francia, y viniendo de un país latinoamericano, quejarme me era difícil. Sobre todo al comparar la calidad de mis derechos sociales y prestaciones laborales. Pero el ser humano siempre buscará sus propios problemas. Es la raíz de la sociedad.
    Parado, en medio del gobierno, del descontento, de dos países históricamente enemigos, de todo un continente, mis pies y mi espalda no podían dar ya mucho más.
    Me dirigí a la parada más cercana y cogí un tranvía de vuelta al centro de la ciudad. Me resguardé del frío en un café local y comí un pastel de chocolate para calmar mi hambre de azúcar.
    Aún en Octubre, Estrasburgo se preparaba ya para recibir al mercado navideño, el más famoso del mundo. Y sobre la Plaza Kléber, las mágicas luces dejaban ver la silueta del pino de Navidad, que anunciaba que diciembre ya estaba más cerca.

    Me encontré con Alex y Gwen en la central de trenes, desde donde tomamos un tranvía a su apartamento.
    Una ducha y una cena vegetariana eran justo lo que necesitaba para poder descansar.
    Ambos planeaban un largo viaje por Latinoamérica para el 2017, y no dudaron en pedir mis sabios consejos y practicar su español.
    El siguiente día, Día de Muertos en México, ambos visitarían la tumba de su abuela en el panteón. Mientras yo planeaba una escapada algo diferente para el Día de Todos los Santos. Una que me llevaría a otro mágico punto de Alsacia, el punto perfecto entre Alemania y Francia.
  23. AlexMexico
    Hacer planes en Alemania se había convertido en una tarea meramente complicada. Aunque confiar en los alemanes es una tarea evidentemente sencilla, hacer lo mismo con los sistemas de transporte no lo es.
    La ciudad de Stuttgart, capital del estado federado de Baden-Wurtemberg, se encuentra a solo 40 km de Tübingen, donde había pasado mi fin de semana junto a Ülrich. Si bien su recomendación fue no “desperdiciar” tiempo en Stuttgart, decidí pasar aunque sea un día en la ciudad. Después de todo, quedaba obligadamente a mi paso.
    Stuttgart era el lugar de residencia de otro couchsurfer al que había hospedado en México meses antes: Thomas, quien estudiaba una maestría en ingeniería de energías renovables. La ciudad es un ejemplo en calidad de vida e innovación sustentable, junto con muchas otras del sur de Alemania.
    Como muchos otros universitarios alemanes, Thomas vivía en un diminuto cuarto, parte de un complejo habitacional para estudiantes. Y su espacio y disponibilidad para alojarme no eran suficientes.
    Encontrar otro hospedaje en Couchsurfing no fue fácil. Pero los viajes públicos dieron buenos resultados, específicamente durante aquel viaje centroeuropeo. Así, recibí una invitación de Moritz, otro estudiante universitario, para quedarme en su dormitorio. Pero se trataba de una invitación bastante particular.
    Moritz se encontraba de viaje en Italia. Su cuarto había quedado solo por unos días, y su noble corazón no quiso desperdiciar esa disponibilidad para hacerme pagar un hotel durante mi estadía.
    Fue la primera vez que un couchsurfer se ofrecía a hospedarme sin siquiera poder conocerlo en persona. No me lo podía creer. Pero restaurar la confianza en la humanidad es precisamente uno de mis objetivos en Couchsurfing. Y vaya si los alemanes sabían cómo hacerlo.
    Fue así como Moritz me dejó instrucciones a mí y a su amigo Farzad, a quien le había dejado las llaves y con quien me encontraría en la estación de S Bahn más cercana para guiarme a su casa. La cita era el sábado por la noche a las 9 p.m., minutos después de que mi bus estaba programado para llegar a Stuttgart.
    Pero Flixbus, la empresa alemana de bajo costo con la que había hecho la mayoría de mis trayectos, parecía funcionar a la perfección en el resto de los países. Menos en Alemania.
    Y aquella tarde en la estación de Tübingen, mi autobús llegaría con una hora de retraso, como ya no era sorpresa para mí.
    Me apresuré a usar el wi-fi del autobús y avisar a Farzard que llegaría un poco más tarde. —Avísame cuando vayas llegando a la estación de Stuttgart —me dijo—. Así yo calcularé el tiempo para esperarte en la estación de tren.
    Accedí a su petición al no encontrar ningún inconveniente en ello. Pero a mitad de la carretera, cuando la oscuridad había ya caído sobre todos, el autobús se detuvo en un aparcamiento y todos comenzaron a bajar.
    Parecía que la escena de mi tren a Múnich se repetía. Pero esta vez no volvería a perder mi bus, pensé.
    La gente comenzó a abordar un camión que estaba al lado, encendiendo ya sus motores para arrancar. Todo era confuso, y las incognoscibles frases en alemán pasaban de un lado para otro.
    Una vez de vuelta en el camino, aquel inconveniente que creía ausente se manifestó. El nuevo autobús no tenía wi-fi.
    Todo parecía ir en mi contra cuando de transportarme en Alemania se trataba. Pero siempre hay una solución para todo. Y la escala en el aeropuerto de Stuttgart me la dio. Una intensa red de internet con la que rápidamente avisé a Farzard mi ubicación. Y con una enorme incertidumbre, quedé de verlo en la estación S Bahn 40 minutos más tarde.
    A pesar de mi indeseable impuntualidad (más bien, la del autobús), Farzard esperó pacientemente y me llevó hasta el apartamento de Mortiz. Un edificio estudiantil al este de la ciudad, muy cerca del río Neckar.
    La sensación fue extraña. Entrar a un cuarto donde nadie me esperaba. Un lugar donde nadie me conocía y donde nunca antes había estado. Un par de estudiantes me vieron cuando fui al baño. Y solo asintieron con la cabeza, en motivo de saludo.
    Muchos de ellos eran extranjeros, incluido Farzard, quien había nacido en Irak. Las banderas en sus puertas y la increíble variedad de comida en la cocina denotaban un ambiente afable e internacional.
    Avisé a Moritz que ya había llegado. —Ponte cómodo y coge lo que quieras del refri —me dijo—. Intenté no abusar de su hospitalidad y me dediqué exclusivamente a dormir.
    A la mañana siguiente salí temprano de la habitación. Tras tomar un desayuno y una merecida ducha, tomé el tren al centro de la ciudad, donde un típico y pacífico domingo me esperaba sin mucho que hacer.
    La Hauptbahnhof, estación central de Stuttgart, me dio la bienvenida al casco histórico, donde algunos pequeños negocios y la oficina de turismo abrían para recibir a los pocos visitantes.
    Pronto un área verde detrás de los comercios llamó mi atención y al lente de mi cámara.
    El Oberer Schlossgarten son los antiguos jardines reales, donde el sol iluminaba el Teatro Estatal de Ópera y la fachada norte del palacio real.

    Las musas griegas en mármol me dirigieron hasta la Schlossplatz, la plaza central de la ciudad.

    Las agudas vibraciones vocales de una chica resonaban por toda la explanada. Intentaba ganar algunos euros interpretando las melodías de Adele.
    Y como es común en las plazas públicas, no era la única intentando ganar dinero. Otro sujeto entretenía a los niños con burbujas de jabón que flotaban en todas direcciones.

    El obelisco, que conmemora al rey Wilhelm, se posa en medio de la plaza, entre un antiguo edificio parlamentario y el llamado Palacio Nuevo de Stuttgart.

    El Neue Schloss, de estilo barroco, sirvió en el siglo XVIII y principios del XIX como residencial de los reyes de Wurtemberg.

    Stuttgart es actualmente capital del estado Baden-Wurtemberg. Pero por muchos siglos, ambos estados estuvieron separados independientemente como el Ducado de Baden y el Reino de Wurtemberg, que evolucionó de condado a ducado, y posteriormente a reino.
    Todo esto puede ser muy complicado de entender, ya que Alemania como la conocemos hoy, no se formó sino hasta los tardíos años del siglo XIX.

    Nadie puede negar, sin embargo, que Stuttgart fue una ciudad próspera e importante dentro del Sacro Imperio Romano Germánico y del posterior Imperio Alemán. Tanto que, durante la partición de las dos Alemanias en la Guerra Fría, Stuttgart compitió contra Fráncfort y Bonn para ser la capital de la Alemania occidental.
    El palacio real es hoy solo el recuerdo de las épocas monárquicas de lo que vivió el territorio alemán en su momento. Aunque se sigue utilizando como sede de algunos ministerios.

    Y a pocos pasos del Palacio Nuevo me encontré con el Castillo Antiguo de Stuttgart, cuya fachada renacentista no remonta precisamente al medievo, época en que fue construido, sino al Renacimiento.

    Las grandes aspiraciones de muchos de los reinos e imperios europeos hacían a las familias reales abandonar aquellos antiguos alcázares de piedra y mudarse a los enormes e imponentes palacios que mandaban a construir con las riquezas de su estado. Stuttgart es solo otro de muchos ejemplos así.

    El castillo me abrió paso a la Schillerplatz, una plaza mucho más menuda y discreta, flanqueada por antiguas casas y la Stiftskirche, una famosa iglesia evangélica.

    Había quedado con Thomas de verlo por la tarde en su apartamento, para luego reunirnos con sus amigos. Y como todavía tenía mucho tiempo de sobra y pocas ideas de qué hacer, me dirigí a una de las atracciones más visitadas de la urbe. El Museo Mercedes-Benz.
    Stuttgart es la sede de la compañía automovilística multinacional que se dice responsable de la invención del automóvil. Y como casi todas las marcas de automóviles en el mundo, ha creado su propio museo para exhibir sus modelos a lo largo de la historia.
    El Museo Mercedes-Benz es increíble desde el momento en que uno se para enfrente. Su arquitectura ultramoderna se impone desde varios metros a la redonda, haciéndose notar ante todos.

    Entonces me di cuenta de que el centro histórico estaba vacío porque la mayoría de los turistas vienen a Stuttgart por el Mercedes. La fila era enorme. Quizá debí haberme anticipado un poco más, pensé.
    Casi una hora más tarde, pude comprar mi ticket de entrada. Me introduje en el flamante museo y tomé el elevador al último piso, donde comienza el recorrido perfectamente diseñado.

    Alemania fue uno de los países que más rápidamente se adaptó a la Revolución Industrial. Si bien el Reino Unido fue la cuna de dicho movimiento que marcó el comienzo de la Era Moderna, en la segunda mitad del siglo XIX Alemania, Francia, Estados Unidos y Japón fueron rivales que pronto se convirtieron en potencias mundiales gracias a su industrialización.
    A partir de 1871 y hasta 1914, Europa vivió un periodo de paz y esplendor conocido como la belle époque. Las cuatro décadas se caracterizaron por la ausencia de guerras, la expansión del imperialismo europeo, el pensamiento científico sobre el teológico, el crecimiento económico capitalista y por un avance tecnológico nunca antes visto.

    El ferrocarril, el barco de vapor, el telégrafo y el teléfono fueron inventos que cambiaron el rumbo del mundo para siempre. La aristocracia poco a poco perdía el poder político ante la importancia que había cobrado la burguesía. La gente empezó a migrar a las ciudades y las necesidades mercantiles cambiaban día con día.

    En ese contexto, un empresario alemán llamado Carl Benz haría uno de los aportes más significativos al mundo moderno. Una de sus empresas, Benz & Cie, producía motores industriales de gas. En 1885 instaló uno de esos motores a un triciclo, que condujo por la ciudad de Mannheim.

    El año siguiente, Carl solicitó al gobierno alemán la patente de aquel triciclo, considerado el primer vehículo automotor de combustión interna de la historia.

    Tras la asociación con otros dos expertos en administración y ventas, se funda la empresa Daimler-Benz, convirtiéndose en los padres del automóvil.

    Muchas personas no creían en el invento, ya que la gasolina no era fácil de conseguir. Sumado a las bajas velocidades en comparación al ferrocarril, ya bastante usado en aquella época.

    El emperador Guillermo II de Alemania llegó a decir “Yo creo en el caballo. El automóvil no es más que un fenómeno transitorio”.

    Y aunque el caballo sigue formando parte importante del transporte de hoy, no cabe duda que Guillermo II nunca se imaginó lo que Carl y la Daimler-Benz acababan de crear.

    Las exposiciones universales formaron parte importante de la belle époque, ya que mostraron los grandes avances en la invención tecnológica y las últimas tendencias en el arte, además de la diversidad etnográfica de los vastos imperios europeos de la época.
    La exposición de París en 1889 fue una de las más importantes. Además de ser la fecha de inauguración de la emblemática Torre Eiffel, fue cuando Daimler-Benz mostró uno de sus primeros prototipos de automóvil al mundo entero.

    Tras ello, varios fabricantes de autos comenzaron a aparecer en el mundo, como la Ford, la Peugeot y la Renault.
    Aunque la compañía sigue teniendo el nombre de Daimler AG, la marca Mercedes-Benz es todavía más famosa. Y su historia es bastante atractiva.
    Un empresario austrohúngaro llamado Emil Jellinek, decidió convertirse en un vendedor de los autos DMG, llegando a ser su agente y distribuidor principal, debido al éxito de la empresa. En 1899 condujo sus propios autos en la “semana de la velocidad” en la Costa Azul francesa, que se celebraba cada marzo.
    Apodó a su coche “Mercedes”, siendo este el nombre de su hija. Tras la popularidad, siguió usando el seudónimo de Mercedes para todos los autos que vendía. La serie Mercedes llegó a ser tan famosa que pasó a reemplazar el nombre oficial de la compañía Daimler-Benz. Así nace Mercedes-Benz, famoso hoy por sus autos de lujo y camiones.
    El actual logotipo de la marca simboliza los tres espacios donde los motores Mercedes-Benz son exitosos: aire, tierra y mar.

    Los seis pisos de los que se compone el museo, por los que fui bajando poco a poco en una escalera espiral, explican la historia de la empresa y del automóvil, desde su nacimiento hasta la actualidad.

    Paulatinamente van mostrando los modelos que en cada época estaban de moda, desde los más rústicos y funcionales hasta los más lujosos y exclusivos.

    Cada piso posee una sala de exhibición temática, donde se muestran los coches Mercedes catalogados por su función.
    La sala de transporte público muestra, por ejemplo, la diversidad de autobuses que han transportado pasajeros alrededor del mundo. Desde la compañía nacional argentina de transporte hasta un camión urbano de Afganistán de los años 60s.

    La sala de modelos clásicos es un deleite para todo amante del automóvil. Coches que parecen haber sido sacados de una película de Hollywood.

    La sala de servicios públicos exhibe modelos tan exóticos de camiones de bomberos, ambulancias, patrullas policiacas o gruas remolcadoras.

    La sala de coches famosos contiene el Mercedes donde se transportaba la princesa Diana cuando sufrió el mortal accidente en el túnel de París, y el célebre papamóvil, en el que tantas veces se vio viajando al Papa Juan Pablo II.

    Los últimos pisos son el juguete preferido de todos. Los autos de carreras.

    En ellos se han ganado competencias de Fórmula 1, NASCAR e infinidad de rallys automovilísticos en todo el mundo, siendo uno de los más famosos el de Mónaco.
    En esos momentos no importaba mi escaso interés por los coches. Aquellos relucientes modelos me hacían anhelar conducir uno de aquellos increíbles ejemplares.

    131 años de historia automovilística perfectamente resumidas en seis plantas hicieron del Museo Mercedes-Benz una muy buena inversión de tiempo y dinero en Stuttgart. Una mucho más divertida que un domingo en el centro histórico. Aunque reunirme con Thomas el resto de aquella tarde sería otra inesperada pero entretenida idea.
    Nos vimos en su casa cerca de las 4 de la tarde, para preparar una ensalada de tomate y dirigirnos al apartamento de uno de sus amigos.
    Se trataba de una fiesta sorpresa para uno de los chicos que pronto emigraría a Leipzig, una de las ciudades más trendy para los jóvenes alemanes hoy en día.
    El variado buffet de panes, aderezos, ensaladas, bocadillos y bebidas no fue lo más sorpresivo, sino encontrarme con una habitación llena de alemanes que bailaban forró, el famoso baile brasileño.
    ¿Alemanes bailando? Sí. Y vaya que sabían moverse.
    El forró es un conjunto de bailes que nacieron en el noreste de Brasil a principios del siglo pasado. En los últimos años se ha extendido su fama a varios rincones de Europa, siendo Stuttgart el punto principal de esta lejana danza.
    La ciudad alberga cada año el Festival de Forró de Domingo, el más grande del mundo, con más de 500 participantes.
    Mis ojos no podían creer que un grupo de rubios alemanes estuvieran descalzos en una sala con piso de madera juntando sus cuerpos sudados y moviendo sus caderas al son de ritmos latinos.
    Era sin duda lo que menos esperaba ver en mi viaje por Alemania.
    No quedaba nada más por hacer que pedir mi vaga participación en la clase. Y sin dudarlo, tomé a una pareja con quien bailar para imitar los pasos de la instructora.
    Thomas me presentó ante todos como un turista mexicano. Mis raíces latinas hicieron creer a todos que podía fácilmente mostrar mis mejores pasos. Pero el forró es algo que había visto solo en películas brasileñas. Nunca lo había bailado.
    Mover las caderas es algo no muy necesario en el baile, cosa a la que estoy acostumbrado con la salsa, la bachata o el reggaeton.
    El forró implica movimientos un tanto más lentos, aunque con la misma sensualidad que muchos de los bailes latinos.
    La cena y la bebida pasaron sin duda a segundo plano con las horas que pude practicar forró con aquel simpático e inusual grupo de alemanes.
    Ellos y la excepcional hospitalidad de Moritz (a quien hasta hoy no he conocido en persona) rompieron todavía más esa imagen fría que de los alemanes se tiene en varias partes del mundo.
    Stuttgart había sido, después de todo, un buen destino a visitar. Quizá no tiene el casco viejo o el castillo más impresionante del país. Pero una caravana de históricos autos y la alegría de su gente son lo que escribieron una perfecta página más en mi diario de viajes.
  24. AlexMexico
    Cuando llegué a Francia en septiembre del 2016 tenía ya en mi cabeza el calendario escolar que regiría mis días de vacaciones durante los siguientes ocho meses en el país.
    Aunque no suelo ser un arduo planificador de mis viajes, y me gusta dejar la mayoría a la improvisación, algo era seguro: no quería volver a viajar con un frío de -10°C en Europa (como lo había hecho dos años atrás).
    Sin embargo, había dejado todavía varios destinos pendientes en mi lista. Y lo único que me tocaba hacer era elegir la mejor temporada para visitarlos.
    Así, el principal objetivo de mi viaje por Europa Central fue visitar los Alpes en Innsbruck y el castillo de Neuschwanstein en Baviera, cuya mejor fecha fue sin duda el otoño de octubre, cuando el clima está todavía bastante templado.
    El resto de los destinos fueron elegidos porque quedaban al paso. Aunque todos me habían dejado un excelente sabor de boca.
    Después de visitar Núremberg, al norte de Baviera, debía volver poco a poco a Francia, para estar de vuelta en Lyon el 2 de noviembre. Y al atravesar el vecino estado alemán de Baden-Wurtemberg, la parada obligada era Stuttgart, su ciudad capital. Sin embargo, antes de reservar mis boletos, un nombre vino a mi mente.
    Ülrich, un chico alemán que un año atrás había hospedado en México a través de Couchsurfing, me había dicho alguna vez que estudiaba en una ciudad al sur de Alemania, muy cerca de la frontera con Francia.
    No temí pedir todos sus consejos. Y como estudiante de antropología, era de esperarse que me recomendara no parar en Stuttgart, una metrópoli moderna de hormigón y cristal.
    Y poca fue la sorpresa entonces cuando me invitó a visitarlo en su casa, en la pequeña e histórica ciudad de Tubinga (a la cual me gustaría referirme por su nombre en alemán, Tübingen).
    Fue así como Ülrich hizo un espacio en su fin de semana para mí. Y un viernes por la mañana me dirigí a la terminal de autobuses de Núremberg para tomar mi camino al suroeste alemán.
    El mayor pasmo de todo mi viaje había sido, sin duda, haberme quedado sin línea telefónica, que la compañía francesa había cancelado por un malentendido. El wi-fi y mi Samsung Galaxy se convirtieron entonces en mis mejores amigos.
    Por otro lado, el sistema de transporte alemán se había vuelto mi peor enemigo. Me había ya obligado a llegar tarde en dos ocasiones y perder un bus. En tan solo 4 días.
    Transcurría entonces el quinto día y la historia se repetía. Mi autobús a Tübingen llegó con una hora de retraso a la estación.
    Sin más corajes que hacer, avisé en cuanto pude a Ülrich sobre mi demora. La débil red de internet a bordo era mi único medio de comunicación, y mi mejor arma hasta entonces eran las citas a la antigua: “nos vemos bajo el reloj de la estación a las 10:30”.
    Una hora y media después de lo esperado descendí en un frío estacionamiento, donde Ülrich me esperaba sosteniendo su bicicleta.
    Una de las mejores cosas de Couchsurfing son los reencuentros. Un año atrás él y yo habíamos disfrutado de las playas soleadas de Veracruz, del tequila y los tacos en la fiesta de cumpleaños de mi prima junto a su buen amigo Luis. Ahora caminábamos a su apartamento en una templada tarde de otoño, a más de 9,000 km de distancia.
    La Universidad Autónoma de Guadalajara lo había acogido durante un semestre de intercambio. Ahora estaba ya por terminar su tesis para titularse en Antropología.
    Nada podía sorprenderme ya de los científicos sociales, después de haber pisado tantas facultades de Humanidades en mi vida. Ülrich era uno más de aquellos que en su dificultad por encontrar un trabajo que les dé dinero haciendo lo que les gusta, entregaba paquetes a domicilio a bordo de su bicicleta.
    Al menos en Alemania eso es suficiente para pagar una renta. Un peculiar apartamento en el ático de una vieja casa junto al bosque.
    Ülrich me invitó a pasar, no sin antes dejar mis zapatos en la entrada. Pocos europeos disfrutan de caminar con calzado dentro de sus casas, me atrevería a decir.
    Un largo pasillo con al menos seis cuartos a ambos lados componían la totalidad de un típico piso estudiantil. Algo por lo que ya había pasado repetidas veces. Pero nunca es malo volver por un día a la vida universitaria.
    De la caótica alacena sacó un par de patatas, tomates, una cebolla y dos salchichas Frankfurt del refrigerador. Podrá ser antropólogo, pero al fin alemán, pensé.
    Tras aquel tradicional almuerzo, salimos de casa para aprovechar la tarde. Y mientras nos poníamos al día con lo sucedido en nuestras vidas, las calles de Tübingen comenzaron a aparecer frente a mí.

    La ciudad se sitúa justo al lado de la famosa selva negra, un macizo montañoso al suroeste de Alemania famosos por sus abundantes áreas boscosas y, claro, por sus pasteles y postres.
    Rápidamente otro típico y mágico pueblecillo germano es lo que penetró mis ojos al descender las rúas de la ciudad.

    No sé si hay manera de que las casas al estilo alemán, forradas con triángulos de madera y con un tejado en V, pudiesen llegar a cansarme. Después de ya 4 lugares recorridos en Baviera, empezaba a creer que no.
    La plaza central de Tübingen fácilmente me podía remembrar al recién visitado Ruthenburg, a Füssen, al centro de Núremberg o la Plaza Römer en Frankfurt, en la que había recorrido el mercado de Navidad.

    Pero Tübingen guarda en sí una característica que las diferencia de todas ellas.
    La ciudad aloja una de las universidades más antiguas del país. Se le considera de hecho una de las cinco ciudades clásicas universitarias de Alemania, junto con Marburgo, Gotinga, Friburgo y Heidelberg.
    Ülrich formaba parte de los 24 mil estudiantes matriculados, de los cuales 15 mil viven en la ciudad. Una tercera parte de la población de Tübingen son universitarios. Así que encontrarme con jóvenes en las calles no era nada extraño.

    Y aunque el centro histórico y la urbe tienen su encanto personal, es sin duda el ambiente juvenil lo que le da el toque especial. Ahora sabía por qué Ülrich lo prefería ante lugares como Stuttgart.

    El principal punto a donde lleva el casco antiguo es a la iglesia de Tübingen.

    El edificio de estilo gótico domina lo alto de la colina central, siendo su torre el punto más alto, desde donde se ofrecen vistas increíbles. Pero viajar con un antropólogo a veces significa no querer pagar por atracciones turísticas tan banales. Así que pasamos de ella y seguimos de largo nuestro camino.
    Tras comprar un croissant y un pan berliner, llegamos a la calle Mülhstrasse, que nos condujo hasta el pequeño puente Eberhardsbrücke, que se posa sobre el río Neckar, el afluente de la ciudad.

    Unas pequeñas escaleras nos bajaron hacia el parque Neckarinsel, un mezquino y largo islote que funge como la mejor área verde del centro histórico.

    Desde allí tuvimos hermosas vistas de la riviera, sobre la cual se yerguen antiguas casonas tradicionales al pie del castillo de Tübingen.

    El palacio es pequeño a comparación de muchos de sus hermanos en Alemania. Hoy resguarda varios museos históricos y muchas de las oficinas y aulas de la universidad. Vaya vivencia poder estudiar en un castillo medieval como ese, pensé.
    En la misma orilla del Neckar se sitúa otro de los edificios más famosos de la ciudad. La Torre de Hölderlin. Es una antigua casa real que sirvió como residencia y lecho de muerte del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Hasta entonces permanecía cerrada por remodelación,

    Antes de volver a casa Ülrich me llevó a conocer a algunos de sus amigos en un bar local.
    Una cerveza y un pretzel no podían faltar para el ocaso. Y, cómo no, una partida de futbolito. Aunque para alguien como yo, ganarle a un alemán fanático del fútbol era una hazaña un tanto imposible de lograr.
    Al caer la noche volvimos a casa bastante cansados, atravesando la ciudad que poco a poco cobraba una bohemia y simpática vida.

    Al siguiente día por la mañana, después del desayuno, Ülrich me llevó a un mercado de pulgas.
    Los mercados de pulgas son famosos en Europa. Se instalan normalmente en zonas extensas al aire libre, como áreas verdes, y venden todo tipo de artículos de segunda mano.

    Antigüedades, ropa, electrónicos, vajillas, utensilios del hogar, decoración, muebles, libros, y no puede faltar la comida.

    Aunque el desayuno había pasado hace poco, comer una salchicha bratwrust nunca está de más en Alemania.
    En nuestro camino a la ciudad nos topamos con otra antigua casona que se posaba junto al río. Un castillo que se asomaba entre las copas del bosque. Ülrich me explicó que se trataba nada menos que de la casa de una fraternidad.

    Las studentenverbindung son asociaciones estudiantiles en Alemania que funcionan de forma similar a las de Estados Unidos. Algunos de ellos son asociados a la masonería, y poseen reglas estrictas de ingreso y códigos de discreción sobre lo que pasa dentro.
    Poco podía Ülrich contarme sobre lo que ocurría dentro de aquel castillo. Pero me dejó en claro que el poder de las fraternidades va mucho más allá de los consejos griegos que comúnmente veo en las películas americanas. Incluso con las mismas novatadas.
    Volvimos a pie al costado del río Neckar, disfrutando del otoño que había colmado ya el follaje con sus vivaces y cálidos colores.

    Un grupo de jóvenes se asomaron entre la hojarasca navegando en el Neckar a bordo de sus kayaks, práctica que según Ülrich es bastante típica en la ciudad cuando las temporadas lo permiten.

    El parque Neckarinsel sirve también como embarcadero para aquellos que prefieren de un recorrido acuático que uno terrestre. Y la torre Hölderlin y el castillo vigilan siempre atentos a sus pies.

    La tarde en Tübingen no podía terminar sin probar un platillo típico de Baden-Wurtemberg, famoso en toda Alemania.
    Ülrich me llevó entonces a una taberna local para comer un plato de Käsespätzle. Son básicamente copos de pasta que se preparan con harina y huevo y se sirven con cebolla y mucho queso.

    Terminar aquel plato fue toda una odisea. Pero un tradicional apfelsaft (jugo de manzana mineral) me ayudó a pasar la comida.
    La tranquila vida en Tübingen me dio ese par de días que necesitaba, después de tanto estrés y movimiento por las ciudades del centro de Europa y los Alpes.
    Volver a la vida estudiantil nunca es algo que me moleste realmente. Y aunque sabía que Ülrich ansiaba poder finalizar su tesis de Antropología para dejar Tübingen atrás, yo me iría deseando volver para perderme en su selva negra.
  25. AlexMexico
    Tras los inauditos retrasos que hasta ahora había vivido con el sistema de transporte alemán, visitar dos ciudades un mismo día parecía una misión imposible en mi viaje por el centro de Europa. Y una tarea cansada que no pretendía experimentar.
    Pero Rothenburg estaba más cerca de Núremberg de lo que había imaginado. Y mi anfitrión, Sadettin, llenó una tesis de razón cuando me dijo: “si viniste a Núremberg sin haber visitado Rothenburg te vas a arrepentir cuando vuelvas a casa”.
    Fue gracioso, entonces, haber llegado a Núremberg sin visitar primero Núremberg. Pero aquel jueves de octubre nos propusimos sacar el mayor provecho del día. Y así lo hicimos.
    Antes de la 1 p.m. estábamos ya de vuelta, después de haber viajado hasta Rothenburg en una telaraña de transbordos en tren. Es difícil encontrar en Couchsurfing anfitriones que, como Sadettin, se tomen el día libre para mostrar a los viajeros los rincones más bellos de su ciudad natal. Sin lugar a dudas había corrido con mucha suerte.
    Sadettin es uno de muchos chicos nacidos en Alemania que descienden de una larga lista de familias turcas. Cosa que poca gente en el mundo sabe, lo cual me incluía a mí.
    La expresión en mi cara al enterarme que el Döner Kebab es un platillo alemán probó aquel mismo estupor que sorprende a la mayoría (bueno, un platillo alemán creado por inmigrantes turcos).
    Sin embargo, Sadettin, como el resto de los turco-alemanes, son una viva y sugestiva mezcla entre occidentales y orientales que aman ambas culturas. Y por ello, Sadettin no vaciló en querer mostrarme su ciudad y su centenaria historia.
    Núremberg es parte del estado alemán de Baviera, en su frontera norte. También forma parte de la histórica región de Franconia, que nació a partir del antiguo Ducado de Franconia.
    Sin embargo, la triste realidad es que la mayoría de las personas que hablan hoy de Núremberg lo hacen por otra razón: la Segunda Guerra Mundial. Y no solo como el resto de las ciudades alemanas. Más adelante hablaré del porqué.
    Pero Núremberg ha sido uno de los puntos más centrales en toda la historia de Alemania. Y todo comenzó en la lejana Edad Media.
    Tras siglos de haber caído el Imperio Romano de Occidente, un hombre llamado Carlomagno se dio a la tarea de hacer renacer a Roma. Si bien, su hazaña no fue posible, su herencia dejó a dos grandes imperios que dominaron con hegemonía el centro del Europa por varios siglos: el reino de los francos y el naciente Sacro Imperio Romano Germánico (que casi un milenio después daría nacimiento a Alemania).
    Este último fue por muchos años el favorito del Papa, quien era el encargado de coronar a los emperadores europeos.
    El Sacro Imperio Romano Germánico reinó varios territorios de la Europa Central por casi mil años. Pero nunca estuvo realmente unido como un solo estado nación. De hecho, era una agrupación de varios reinos, ducados, señoríos y ciudades estado, cuyo máximo líder era el emperador, quien se encargaba de que sus miembros no lucharan entre sí.
    De todos los territorios que formaban el vasto imperio, pocos fueron los que gozaron de una verdadera libertad política. Y entre las escasas ciudades privilegiadas se encontraba Núremberg.

    En el año 1219, Núremberg fue nombrada Ciudad Imperial Libre. Esto le concedía el honor de rendir cuentas directamente al emperador, y no a duques, marqueses, príncipes, obispos ni a ningún otro tipo de señorío feudal, como en el resto de los estados miembros del imperio.
    Esto hizo de Núremberg una ciudad siempre a la vanguardia. Su riqueza dependía solo del emperador, por lo que su arquitectura pronto se distinguió de las demás ciudades. Sobresalió en arte, política y comercio. Y aquel brillo que emanaba de Núremberg es posible todavía admirarlo hoy (aunque la totalidad de la ciudad haya sido reconstruida).

    Una de las mayores atracciones en su centro histórico es el llamado triángulo gótico, un conjunto de tres majestuosas iglesias que combinan lo hermoso del arte gótico sobre cimientos románicos construidos anteriormente.
    La primera con la que Sadettin y yo nos topamos caminando desde la estación de tren fue con la Iglesia de San Lorenzo, que si bien fue construida antes de la Reforma Protestante, es usada ahora para el culto evangelista.

    Núremberg fue, de hecho, una de las primeras ciudades en aceptar el protestantismo cristiano tras las ideas de Martín Lutero, lo que no agradó a muchos de sus vecinos católicos. Pero finalmente dio el ejemplo, ya que el protestantismo acabaría expandiéndose por casi la totalidad del imperio, además de estados vecinos como Holanda, Inglaterra y los países escandinavos.
    Pronto alcanzamos el río Pegnitz, que atraviesa la ciudad de oeste a este, y en cuya orilla se yergue el antiguo hospital.

    Es difícil creer como algo tan poco regocijante, como un hospital, pudiese haber sido construido con tan exquisito gusto. Era así como Núremberg me mostraba que fue una verdadera joya del imperio.

    Al cruzar el puente arribamos al punto más icónico de la ciudad, el Hauptmarkt. Es la plaza central, antiguamente utilizada para que los mercaderes vendieran sus productos.

    Si bien la plaza poco me llamó la atención, es el ícono más reconocido de Núremberg, pues en ella se emplaza cada año el mercado navideño más grande de Alemania.
    Cualquiera hubiera maldecido no haber llegado en Navidad. La verdad es que tres años atrás los mercados navideños de Frankfurt y Heidelberg fueron mi mejor regalo de cumpleaños. Así que no tenía mucho de qué quejarme.
    Aún así, en un día normal como aquel, el Hauptmarkt tiene varias cosas por ofrecer. Y dos de ellas acaban con el triángulo gótico.
    A la derecha está la iglesia Frauenkirche, o iglesia de Nuestra Señora. Es la única del triángulo que permanece todavía como católica. Y es, sin duda, la figura más imponente de la plaza central. Una figura difícil de escapar a la vista.

    Y unos pasos más adelante, el triángulo se cierra con la iglesia de San Sebaldo, que combina sus principios románicos con lo gótico, y es considerado el templo cristiano más antiguo de Núremberg.

    Justo al costado de la iglesia, Sadettin me llevó a un pequeño y acogedor restaurante, que dice ser el más famoso para los turistas.
    Son muchos los lugares en Alemania que se presumen como la cuna de las salchichas. Y Núremberg no es la excepción. Es por ello que la taberna tradicional Bratwursthausle sirve como platillo principal las famosas bratwurst.

    Aunque más pequeñas que las otras que había probado antes, las bratwurst son un bocadillo alemán del que nunca me cansaré. Y lo mejor para coger fuerzas y continuar con un día de viaje.

    Más adelante llegamos a una pequeña plaza triangular flanqueada por casas del más puro estilo alemán. Sadettin me había platicado desde antes sobre el personaje más famoso de Núremberg, un pintor cuyo nombre en pronunciación alemana no pude reconocer. —Creo que no conozco su obra —le dije—.

    Pero la estatua en el medio de la plaza me llevó a una epifanía: Alberto Durero (Albrecht Dürer en alemán).

    —Es el hombre que hizo la primera selfie de la historia —afirmó Sadettin—. Por eso es tan conocido.
    Pero para mí, Alberto Durero es mucho más allá del pintor renacentista más destacado de Alemania. Y su obra me cautivó mucho más allá de su autorretrato (uno de los primeros de la historia).
    En una clase en la Universidad de México, analizamos el caso del “rinoceronte de Durero”.
    En 1515, un rinoceronte llegó a Lisboa desde la India como un regalo para el rey de Portugal. Es de saberse que en aquel entonces no era común poder admirar a un animal tan exótico como ese, mucho menos en Europa.
    Gracias al afán del rey Manuel I de Portugal por coleccionar fauna exótica, se organizó una pelea entre un elefante y el pobre rinoceronte, para demostrar que ambas criaturas eran “enemigos naturales”.
    Al festín acudieron cientos de espectadores, ansiosos por admirar a los paquidermos. Pero tan solo cinco minutos después, el elefante huyó asustado por la muchedumbre, y los guardias retiraron al rinoceronte de los ojos del público.
    Una carta anónima arribó a Núremberg junto con un boceto que representaba al animal. Ambos llegaron a manos de Durero, quien sin nunca haber podido presenciar con sus propios ojos un rinoceronte, realizó un dibujo a tinta y un grabado posterior.

    Si bien, el grabado de Durero no es una representación cien por ciento fiel de un rinoceronte real, me sorprendió saber cómo un artista de su talla pudo trazar tal obra de arte con tan solo un pequeño boceto y una descripción escrita.
    El grabado de Durero se tomó como una referencia real de los rinocerontes por casi tres siglos. Incluso, su grabado apareció en los libros de textos alemanes hasta 1930.
    El rinoceronte de Durero fue para mí (estudiante de Ciencias de la Comunicación) la mejor clase de la influencia de la imagen audiovisual en la sociedad. Y ahora me hallaba en Núremberg, su ciudad natal, posado frente a su hermosa casa que, sorprendentemente, permaneció intacta durante la Segunda Guerra Mundial.

    Los ojos de Sadettin quedaron estupefactos al saber que, en efecto, conocía algo sobre la obra de Durero. Y si bien poco podía asombrarme más que aquel rinoceronte, me llevó al último rincón del antiguo centro histórico.

    Subimos entonces las pendientes de piedra que llevaban hasta el Keiserburg, el castillo imperial de Núremberg.

    El casco viejo de la ciudad se encuentra todavía amurallado por una pared de piedra circular. El castillo de Núremberg es una muralla dentro de otra muralla. Y cruzarla es volver a la Edad Media alemana.
    Desde cualquiera de los puntos es posible ver una de las edificaciones más altas de la urbe: la torre del pecado que, al igual que la casa de Durero, sobrevivieron los ataques de los Aliados.

    El castillo resguarda todavía algunos de los tesoros del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico, ya que en su interior acogió a personalidades tan poderosas como Carlos IV y Carlos V, en cuyo reino se dice que nunca se ponía el sol, pues unió a las coronas germánica y española, heredando territorios en Europa, Filipinas, la costa de África, las islas del Atlántico y América.

    Sadettin me contó que, algo que pocos turistas saben, es que algunos edificios del castillo sirven actualmente como albergue juvenil.

    Como todos los alcazares de Europa, el de Núremberg se sitúa en lo alto de una roca de arenisca. Y como el resto de sus hermanos, ofrece vistas increíbles de la ciudad.

    Por suerte, el sol todavía no se había ocultado, y pese a la leve neblina que cubría el aire, pude disfrutar del panorama a nuestros pies.

    Como dije al principio, Sadettin y yo nos habíamos propuesto sacar el mayor provecho de aquel día. Y todavía con algunas horas de luz solar, decidió mostrarme una cara menos agradable de la ciudad. Una a la que yo me había resistido.
    Todo lo que yo había podido disfrutar hasta entonces no es, lamentablemente, lo que viene a la cabeza de la mayoría de las personas cuando piensan en Núremberg.
    La realidad es que, gracias a su riquísima historia imperial, Núremberg fue elegida por Hitler y el Partido Nazi como sede de sus congresos. Ello dio a la metrópoli la imagen de ser la ciudad más alemana del mundo, aunque muchos de sus habitantes no simpatizaran con la ideología de los nazis.
    Haberse convertido en la capital nazi no la favoreció en nada. Pero hoy quedan todavía algunos de los vestigios que recuerdan lo que Núremberg, Alemania y todo el mundo no quisieran volver a vivir.
    Los nazis intentaron construir una réplica del coliseo romano, cuyo objetivo sería albergar los congresos del partido, con una capacidad prevista de 50,000 personas.

    A causa de la guerra, el edificio nunca fue terminado, y hoy alberga al Centro de Documentación sobre la Historia de los Congresos del Partido Nazi. El Dokucentrum muestra exposiciones sobre los orígenes del antisemitismo en Alemania, el ascenso de Hitler al poder, la persecución de judíos, comunistas, y en general, del Holocausto de la Segunda Guerra Mundial. Algo que, verdaderamente, ya no me hacía falta volver a ver.
    Justo al lado del Coliseo entramos al célebre Campo Zeppelin.
    Esta gigantesca explanada, que sirvió para hacer las pruebas de vuelo de Ferdinard von Zeppelin, fue la predilecta por Hitler para celebrar sus congresos al aire libre.

    Todo el campo es una obra de arte de la propaganda y la mercadotecnia.
    En él se reunían más de medio millón de miembros del partido nacionalsocialista, cuyos congresos eran liderados por Hitler desde una tribuna construida en 1934, un año después del ascenso del líder al poder como canciller.
    La explanada fue diseñada para que Adolf saliese desde una puerta en lo alto y bajase por unas escaleras, mientras era alabado por sus fieles seguidores del Tercer Reich.

    Una vez abajo, subía a un estrado, a donde ascendía como un verdadero Dios, convirtiéndose en el líder supremo de toda Alemania y Europa.

    Sus célebres discursos en el campo, obras de dialéctica y odio creadas por sus manos derechas, fueron filmados para la película propagandística El triunfo de la voluntad, que bastante influencia ejerció en el esparcimiento del ideal nazi en la población alemana.
    El Campo Zeppelin permaneció intacto durante los bombardeos de 1945. Núremberg viviría ese mismo año los juicios más famosos de la historia del mundo, donde se condenó a los miembros del partido por todos los crímenes de guerra cometidos, así como a médicos, jueces y a todo aquel que hubiese apoyado la política sanguinaria de los nazis.
    Pararme en el mismo lugar donde Hitler difundió su odio y hambre de poder fue sin duda una sensación amarga. Pero el Campo Zeppelin es un lugar que nadie quiere dejar de ver cuando visita Núremberg, hoy convertida en un símbolo de los derechos humanos.
    Desde mucho antes sabía que visitar Alemania significaba toparse día con día con historias y lugares famosos en la segunda guerra. Es un trago amargo con el que hay que saber lidiar. Y una de las cosas que aprendí para subir mis ánimos es que la comida siempre ayuda.
    Así, Sadettin me llevó a un restaurante cerca de su casa para cenar junto con su novia.
    La elección fue un Schaüferle, un platillo típico del sur de Alemania y de la histórica región de Franconia.
    Se trata de un guiso del omóplato del cerdo, servida la carne junto con una especie de chicharrón junto, bañada en una salsa dulce. El plato iba acompañado, como muchas cosas en el sur de Alemania, de una ración de Klöße.

    Tras una buena cerveza y mi estómago a reventar (los alemanes siempre lo logran) volvimos a casa de Sadettin para descansar después de nuestra larga jornada.
    Al otro día otro couchsurfer, uno que había tenido el placer de hospedar en México, me recibiría en el vecino estado de Baden-Wurtemberg, y así diría adiós a la bella e imperial Baviera.
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