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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    Haberme adentrado a Noruega era quizá la decisión más cara que había tomado en mi viaje por Europa. Los países nórdicos me habían intimidado bastante por la fama que tienen como los más costosos del mundo, junto con Suiza y Japón.
    Eran precisamente los viajes que solo Couchsurfing me permitía hacer. Con el precio del hospedaje fuera de la jugada, conocer un poco de Escandinavia era más fácil de lo previsto. Pero aunque Oslo había sido hasta ahora una ciudad de precios asequibles, había algo que me preocupaba.
    Tenía ya un vuelo reservado desde Estocolmo hasta Islandia una semana más adelante. Y entre Oslo y Estocolmo había planeado visitar Bergen, la segunda ciudad más grande de Noruega, ubicada en la costa atlántica y rodeada de hermosos fiordos.
    Pero por alguna extraña razón había olvidado comprar mis pasajes de Oslo a Bergen y de Bergen a Estocolmo. Dany, mi anfitrión en Oslo, me hizo saber que aquel fin de semana se trataba de un puente vacacional, y los precios por ende podrían incrementar súbitamente. 
    Blablacar no funcionaba en Escandinavia, y por el contrario, existía GoMore, una aplicación para compartir coche. Pero todos los viajes estaban llenos. Llegar en tren hasta Bergen parecía estrepitosamente caro, y las aerolíneas de bajo costo no son algo tan común en aquel lugar del mundo.
    Mi desespero era desmesurado, y estuve a punto de dejar escapar Bergen y dirigirme directamente hacia la capital sueca. Pero mis deseos eran mayores, y luego de una intensa búsqueda, un boleto de bus de 550 coronas hasta Bergen y un vuelo de 68 euros hasta Estocolmo me dejó satisfecho, aunque aquello significaba que pasaría un día entero viajando hacia el oeste, con la luz del día sobre el techo mientras el autobús me llevaba 460 kilómetros hacia la costa.
    No había más remedio, y así emprendí mi viaje dejando atrás la capital noruega la mañana de un 30 de abril.
    Me había propuesto aprovechar aquel prolongado viaje para trabajar a bordo con mi ordenador. Pero no tardé en darme cuenta que el trayecto hacia Bergen sería algo digno de admirar.

    Aunque la zona este de Noruega es un terreno llano, Oslo se emplaza justo al comienzo de los Montes Kjolen, la cordillera que atraviesa el país de norte a sur.
    Pero las bajas colinas de Oslo no se comparaban en nada con la belleza orográfica que le da a Noruega su peculiar forma geográfica y división política. Un vistazo por la ventana era suficiente para atestiguarlo.

    Por suerte para mí, aquella mañana el cielo estaba completamente despejado. El sol brillaba como no lo había visto brillar en muchos días sobre Europa, y con los rumores sobre lo lluvioso que puede ser el centro y oeste del país, yo no podía sentirme más afortunado.

    Los bosques y montañas de Noruega se han convertido un buena parte de su identidad. No me cabía duda del porqué es una gran tradición para sus habitantes tener una cabaña de madera fuera de la ciudad. Con paisajes tan hermosos, cualquiera aceptaría tal proposición.

    Aquella vasta y bella cordillera es tan famosa que ha dado pie a leyendas y cuentos conocidos en todo el mundo, como el troll de las montañas (del que se supone que existe una fotografía real) y La Reina de las Nieves (cuento del cual se inspiró Disney para crear Frozen). 

    No esperaba encontrar colinas cubiertas de nieve en plena primavera. El mes de mayo estaba por empezar y al parecer las bajas montañas no habían dejado escapar el tapiz blanco que cubría todavía sus faldas. 
    Aunque en algunos otros puntos es deshielo se empezaba a notar, y eran solo las cimas de los cerros que se cubrían todavía con la densa nieve.

    Divisar las pequeñas y pintorescas casitas de madera que que se posaban junto a las decenas de lagos que rodeaban la carretera me generaba una enorme envidia. Pasar toda una vida en la costa tropical de México hacía inevitable aquel anhelo. Pero el ser humano siempre ansía lo que no tiene. Cualquier escandinavo nos dirá que su mayor sueño es una casa frente a una playa tropical. Nada que yo pudiera realmente envidiar.
    Cuando la autopista fue ascendiendo poco a poco la nieve comenzó a cubrirlo todo a ambos costados. Parecía un verdadero invierno.

    El autobús empezó a hacer paradas continuas, en cada cual bajaba una o dos parejas de personas que cargaban consigo su equipo de esquí.
    La zona centro del país resultó ser uno de los lugares predilectos por muchos para practicar deportes de invierno. Y aunque ganas no me faltaban para bajarme y acompañarlos, la renta de un equipo de esquí no es nada barata, así que nada mejor que seguir mi camino.

    Pero unos kilómetros más adelante el autobús se detuvo por completo y el chofer nos invitó a bajar. Y allí, en medio de las montañas con solo la carretera y un par de baños públicos, arribó otro autobús en el que tuvimos que trasbordar. 
    La capa de nieve poco a poco empezó a desaparecer, pero el paisaje se fue convirtiendo en algo cada vez más extraordinario.

    Sentarme sobre el cómodo asiento de ese autobús por el que desembolsé 50 euros me hacía sentir que había pagado un verdadero paseo turístico. Con aquella carretera que atravesaba los más hermosos paisajes noruegos, no había necesidad alguna de contratar un tour.

    No tardamos en alcanzar los fiordos, accidentes geográficos que significan para Noruega la mayor parte de de los ingresos del turismo internacional.
    Los fiordos son cañones que rodean rías de agua salada que se adentran desde el mar, y cuyo origen se remonta a millones de años atrás, cuando aquellos enormes huecos eran ocupados por gigantescos glaciares.

    Nueva Zelanda, Islandia y Noruega son quizá los países que mayor fama gozan por sus fiordos. Y aunque en la mayoría de los casos es necesario contactar a una agencia turística para poder navegar sobre ellos o apreciarlos desde la costa, mi fortuna fue tanta que aquella carretera nacional bordeaba los mejores fiordos del país.

    A la orilla de aquellos monumentales cañones se situaban, sorprendentemente, algunas pequeñas comunidades. En su mayoría constaban de apenas un puñado de casitas, una capilla y un muelle para atracar las embarcaciones.

    El autobús se detuvo en una de esas singulares poblaciones, y nos dio un par de minutos para ir al baño, estirar las piernas y comprar algo de comer. 
    Yo por mi parte, sabía que debía aprovechar el momento para sentarme a sus márgenes y fotografiar la majestuosidad del fiordo. Luego de más de una veintena de países visitados sabía que no cualquier autopista goza de aquellas privilegiadas vistas de forma gratuita.

    Más adelante alcanzamos la orilla de otro estuario. Pero en esta ocasión el chofer no se detuvo frente a una cafetería. Siguió su camino de largo hasta detenerse al interior de un ferry.

    En un país con una geografía tan accidentada como Noruega, son necesarios miles de puentes y túneles para ahorrar tiempo y dinero y no tener que bordear los profundos fiordos. Pero el ferry es otra barata y rápida opción.

    Así, poco a poco nos fuimos alejando del embarcadero para dirigirnos al otro lado de la costa. Y a bordo de un ferry que navegaba en mitad de un fiordo, no podía permitirme quedarme adentro del bus.

    Pedí entonces al chofer poder bajar y caminar por la cubierta, mientras fotografiaba las maravillas a mi alrededor.

    Un yate, un paseo en kayak o un bungee desde lo alto de un acantilado debe ser sin duda una experiencia única. Pero con un presupuesto tan bajo como el mío, poder navegar por un fiordo noruego fue mucho más de lo que esperaba de aquel viaje. Un trayecto que sigo considerando el mejor de mi vida hasta ahora.

    Llegué a la estación central de Bergen a las 8 de la noche, todavía con un radiante sol sobre la ciudad, que en esa época se oculta después de las 10 pm.
    Angélica me recogió en el andén. Ella y su novio serían mis anfitriones de Couchsurfing durante los siguientes días. Cogimos juntos el tranvía hacia su casa en el oeste del condado, mientras me contaba un poco sobre ella.
    Angélica resultó ser una excelente hablante del español. Aunque nació en Polonia, vivió muchos años en Valencia junto con sus padres. Y aprovechando su dominio de idiomas, se dedicaba ahora a dar clases particulares de noruego y español.
    Aunque bastante lejos del centro de la ciudad, al llegar a su casa supe que era afortunado de hospedarme allí. No todos los días se puede uno quedar en una pintoresca y típica casa noruega de madera.

    Su novio, Aleks, me dio la bienvenida, y me llevó hasta el jardín trasero, donde otros dos couchsurfers alemanes acababan de llegar y preparaban la cena. Una sopa de lentejas, pan de la India, plátanos asados y un platón de arroz fue un excelente menú después del largo viaje que tuve aquella tarde.

    Luego de la cena, los alemanes montaron su tienda de campaña en el jardín. ¿Por qué no duermen adentro y evitan pasar frío? —les pregunté—. Porque la sala está reservada para los rusos que llegan en unos minutos.
    Angélica y Aleks eran quizá los miembros más activos de Couchsurfing en Bergen. No cualquiera acepta hospedar a cinco personas la misma noche. Y como bien lo dijeron, la pareja de rusos llegó a la brevedad.
    Habían arribado aquella mañana, y pasaron toda la tarde escalando las colinas alrededor de Bergen. Al verlos llegar, todos nos quedamos estupefactos ante el rostro del chico. Estaba completamente hinchado, y de un vivo y radiante color rojo. Era sin duda una severa reacción alérgica.
    Sin bloqueador solar encima, aquel ruso de piel blanca como la leche había cometido un grave error, y aquellas quemaduras eran merecedoras de un tratamiento médico.
    Con lo mucho que se dice que se llueve en Bergen se me hacía imposible creer que aquellas quemaduras hubieran sido causadas por el sol de primavera sobre la ciudad. Así me anticipé al calor que colmaría la costa noruega por los siguientes días. Para mí no había, de hecho, nada mejor.
    A la siguiente mañana desayunamos juntos un potaje de trigo con canela y frutas y sandwiches de queso con salsas. Los rusos se fueron pronto (aquel chico necesitaba de verdad visitar a un médico). Yo por mi parte, tomé el tranvía rumbo al centro de la ciudad.
    Bergen, al igual que Oslo, está rodeado por colinas de baja altura. que son fácilmente visibles desde el centro de la ciudad.

    La historia e importancia de Bergen en Noruega radica básicamente en su puerto. Si bien Oslo es la mayor ciudad de Noruega, la ubicación de Bergen en la costa del océano Atlántico la convierte en una urbe sumamente estratégica para el comercio, la navegación y la guerra.
    No es de extrañarse entonces que el puerto natural de Bergen sea el mayor del país, y que reciba a centenas de cruceros de todas partes del mundo, llenos de turistas deseosos de dar un paseo por su célebre malecón.

    Aquel día era el primero de mayo, y en Noruega, al igual que en muchos otros países, se festeja el Día del Trabajo.
    Como un importante día feriado, aquella mañana del lunes la plaza central se llenaba de espectáculos callejeros, pequeños conciertos, y algunas banderas anunciaban un desfile que se llevaría a cabo más tarde por las calles del casco antiguo.

    Mientras aquel desfile daba inicio decidí visitar una de las mayores atracciones turísticas y comerciales de Bergen: el mercado de pescado.

    Noruega es mundialmente famosa por su industria pesquera y por sus productos marinos, que exportan a todos los rincones del mundo.
    Aunque es de saberse que sus pescados y mariscos no son nada baratos, los fanáticos de la comida marina acuden a este mercado para deleitarse con los excéntricos platillos y productos que en él se pueden encontrar.

    Desde anguilas eléctricas y aceite de foca hasta carne de ballena. Esto último representa quizá la mayor controversia de Noruega a nivel mundial, ya que solo otro país del planeta apoya la caza de ballenas: Japón.

    Para mi desfortunio, ningún negocio de pescados ofrecía muestras gratuitas, e indispuesto a pagar las exorbitantes cantidades de dinero, me fui del mercado sin probar un solo bocado. Pero antes de salir, una chica se me acercó, ofreciéndome degustar el salchichón de alce. Vaya si los noruegos estaban obsesionados con la carne de alce.

    Al otro lado del viejo embarcadero las casitas de colores en madera del malecón crean la postal más famosa de Bergen. 

    Se trata de Bryggen, el más antiguo barrio de la ciudad, donde se reunían los comerciantes marítimos que provenían de todos los rincones de la Liga Hanseática, una comunidad comercial y defensiva del mar Báltico y el mar del Norte que por varios años representó la principal actividad económica de Europa.

    Aunque junto a las coloridas casitas se ubican ahora edificios de una arquitectura similar, pero construidos en piedra, las edificaciones en madera son las originales que formaron Bryggen, y que incluso han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Y para apreciarlas más de cerca le di la vuelta al malecón para posarme frente a ellas.
    Por la naturaleza de su materia prima, Bryggen ha sufrido varios incendios a lo largo de su historia, y las casas que hoy se yerguen en el malecón datan del siglo XVIII, posterior al último incendio que arrasó con el conjunto.

    Adentrarse al interior de Bryggen es un verdadero viaje en el tiempo. Aunque los edificios resguardan hoy restaurantes y tiendas turísticas, su arquitectura, completamente en madera, muestra la veracidad de cómo se vivía en Bergen hace tres siglos.

    Parecía un pueblo del viejo oeste, solo que rodeado de montañas y bosques en vez de un infernal desierto de arena.

    Los bustos de alces y renos eran animales disecados de verdad, muestra de lo importante que ha sido la caza de estas especies en la península para el sustento de sus habitantes.

    El sonido de las batucadas me llamó de vuelta al malecón, así que corrí para encontrar un lugar en la acera y poder disfrutar del desfile del Día del Trabajo.
    Aunque es algo que ya he visto varias veces en México, no es lo mismo mirarlo con la bandera noruega ondeando en lo alto de los marchantes.

    Y la banda de guerra real de Noruega es algo imposible de ver en un desfile de trabajadores mexicanos.

    Pero aquel desfile iba mucho más allá del apoyo a los derechos del trabajador y los sindicatos. Noruega es un país que acoge a miles de refugiados, y su presencia se hizo notar con carteles que exigían el final de la guerra en Siria o la liberación de Palestina por parte del gobierno israelí.

    Incluso me volví a topar con la bandera republicana de España, que había visto en grupos separatistas de Galicia durante mis meses en Santiago de Compostela. Feministas, comunistas y varias minorías se hicieron notar como parte de la fuerza laboral noruega. 
    Luego de una hamburguesa y un helado en un parque del centro, volví a casa de mis anfitriones para unirme a la cena que preparaban con sus amigos polacos. Por alguna razón, los polacos son una de las más grandes comunidades de inmigrantes en Noruega.
    Una sopa de verduras y muchas salchichas saciaron nuestro apetito. Y luego de un par de cervezas nos fuimos a la cama.
    Aleks y Angélica vivían en un suburbio a las afueras de Bergen, llamado Paradis. Al parecer no había muchas cosas interesantes por hacer alrededor, pero bastó con googlear un par de palabras y encontrar una atracción que no podía perderme, y que estaba a tan solo un kilómetro al norte.
    Caminé entonces unos quince minutos hacia Fantoft, siguiendo una carretera y adentrándome en un profundo y solitario bosque, que con un ligero viento y el sonar de la hojarasca por el suelo, debo confesar que fue bastante tenebroso.

    En mitad de aquel bosque apareció la iglesia de Fantoft, una de las tantas Stavkirke en Noruega.

    Los Stavkirke son antiguos templos cristianos construidos en madera que fueron muy comunes durante la Edad Media en el norte de Europa. Hoy, la gran mayoría que aún quedan en pie se encuentran confinadas en Noruega, siendo la mayor de ellas (la iglesia de Urnes) Patrimonio de la Humanidad.

    Algunos creen que tienen orígenes paganos provenientes de los pueblos vikingos (y vaya que lo parece). Incluso, hace pocos años algunos de estos templos fueron utilizados para cultos paganos que resurgieron en Escandinavia.
    Para mi suerte, una de las Stavkirkes se encontraba en Bergen, a unos cuantos pasos de la casa de mis anfitriones. La imponencia de su arquitectura y sus sombríos colores me llevaron sin duda a un oscuro cuento nórdico, especialmente a una partida de uno de mis videojuegos favoritos (Age of Mythology), donde los dragones y los gigantes de las montañas defendían sus templos ante los pueblos enemigos.

    Pero aquella Stavkirke se trataba simplemente de una reconstrucción datada de los años 90s, aunque el templo original se erigió en 1150. La razón, es que muchas de estas iglesias fueron objeto de incendios provocados intencionalmente por los grupos de black metal noruego. La de Fantoft, lamentablemente, no fue la excepción. 
    Volví a casa con Aleks y Angélica para tomar el almuerzo. Luego de ello me dirigí de nuevo al centro de Bergen. Esta vez me dispuse a subir a una de las siete colinas que rodean la ciudad.
    La montaña de Fløyen es la de más fácil acceso y más visitada por los turistas. En buena parte, porque es la única que posee un funicular que transporta fácilmente hasta su cima, a unos 320 metros de altura.

    Pero yo decidí caminar. Tras veinte minutos cuesta arriba la cima y el centro de visitantes aparecieron frente a mí, dejando a mis pies la mejor vista de Bergen, de sus montañas y su bahía.

    Muchos de los turistas aquella tarde habían bajado de los cruceros que se aparcaban en el puerto. Bergen recibe cruceros de todo el mundo literalmente a diario.

    La tarde era bastante calurosa. Nunca creí ser capaz de pasearme con una bermuda y una playera por una ciudad noruega. Pero el sol era ardiente, y el bochorno uno que rara vez había sentido en Europa.

    Antes de bajar me di una vuelta por los parques en la cima de Fløyen, bastante concurridos por las familias.

    La temática, como de costumbre, eran los trolls. Aunque bastante tenebrosos para muchos, los niños noruegos parecen estar acostumbrados a estos escalofriantes seres míticos de Escandinavia, con los que se regocijaban a las risas.

    Descendí la colina, esta vez tomando un rumbo diferente, adentrándome en las callejuelas de un barrio residencial donde otro puñado de casas de madera aparecieron a la vista.

    Esta vez los colores no eran tan vívidos, y el blanco era el único predominante en las fachadas. Pero la bella arquitectura de las casas noruegas no se comparaba con nada que hubiera visto antes.

    Cogí el tram de vuelta a casa, donde me reuní con un nuevo grupo de couchsurfers, tres chicas polacas que habían llegado de visitar uno de los fiordos. Al parecer, habían corrido con tanta suerte que se habían hospedado en casa de un couchsurfer que resultó ser dueño de un yate, en el que las llevó a navegar por los fiordos de la costa oeste. ¡Vaya envidia!
    Pasamos la noche con un plato de pasta y tragos de vodka. A la siguiente mañana, las invitadas me recomendaron una última visita por la zona: Gamlehaugen, una antigua residencia real que hoy se ostenta como parque público.

    Lo que antes era una granja fue adquirida por el magnate Christian Michel en 1898. Dueño de varios barcos, Christian llegó a convertirse en el Primer Ministro de Noruega, y es hasta el día de hoy el político más prominente que ha tenido el país, ya que ayudó a que el estado lograra su independencia de Suecia en 1905.

    A orillas de una ensenada de agua salada, la residencia de Christian Michel fue una excelente opción para mi última tarde en Bergen, con las risas de los adolescentes y las casas de hobbits que parecían sacadas de un cuento de hadas.

    Aquella noche me dirigí al aeropuerto para tomar mi rumbo de vuelta a Suecia. Bergen y sus fiordos me habían dado el toque natural que mi viaje necesitaba. Ahora era momento de volver a otra gran ciudad, la más grande de toda Escandinavia.
  2. AlexMexico
    A principios de mayo la nieve en la mayoría de las ciudades de Europa se había esfumado. La primavera se había anunciado con esplendor aquel año y un delicioso clima corría por todo el continente. 
    Incluso en los rincones de la húmeda y fría cordillera noruega el sol me había sonreído con ventura, y tras cuatro días en Estocolmo me sentía totalmente satisfecho del goce del que Escandinavia me había hecho acreedor.
    A mitad de la primavera, muchos se habrían decidido por disfrutar de ciudades floreadas, llenas de canales y arboledas donde Europa pudiera ofrecer sus mejores y coloridas postales. La tranquilidad que llega cuando el invierno culmina. Pero mi decisión fue un poco más brusca. Bastante brusca, me atrevería a decir.
    Aquella última noche en Estocolmo cogí un autobús hacia el norte, con rumbo al aeropuerto internacional de Arlanda. El abordaje fue el más tranquilo que jamás hubiera vivido. Solo 10 personas íbamos a bordo de aquel Airbus a319, y claro, no podía estar más feliz de tener el avión casi totalmente para mí.
    Pero mi vuelo no se dirigía al sur. No me encaminaba hacia la calidez de latitudes más meridionales. Mi destino no era ni siquiera las tierras continentales. Volaba con rumbo al noroeste, dos husos horarios hacia el occidente, a donde solo los vikingos se atrevieron a embarcarse hace más de un milenio desde las costas del Báltico.
    Aunque la oscuridad había inundado Estocolmo, al elevarse el avión a más de 8 mil metros un haz de luz entró por mi ventana. Era el sol de medianoche que se asomaba desde el Ártico. Y aunque iluminaba también las montañosas tierras nórdicas, una densa niebla lo cubría todo debajo de nosotros.
    Tres horas pasaron para atravesar el mar de Noruega y el mar del Norte, y ganándole la carrera al tiempo, el avión comenzó a descender poco a poco entre una espesa niebla. 
    El gris del exterior era simplemente aterrador. Ni las franjas del litoral, ni la torre de control, incluso las luces de la pista de aterrizaje eran escasamente percibidas por los ojos humanos a bordo. El piloto llevó a cabo un descenso prácticamente a ciegas, guiado por la eficiente base aérea.
    Sus exitosas maniobras nos llevaron a salvo hasta el aeropuerto de Keflavík, ubicado en un cabo al suroeste de Islandia. A una latitud de 64º 08' N, era el sitio más septentrional en donde hubiera estado parado. Mi viaje de primavera sería, así, una fría aventura en aquella remota isla, a unos cuantos kilómetros por debajo del círculo polar ártico.
    Aunque durante mayo las horas de oscuridad en Islandia son escasas debido a su posición geográfica, a la medianoche, hora en que recogí mi maleta en la cinta transportadora del aeropuerto, la penumbra era total. Y aunado a la niebla que acompañaba a la noche, el exterior no era algo apetecible por disfrutar.
    Me dirigí rápidamente al estacionamiento, donde el último autobús de conexión con la ciudad saldría unos minutos después.
    Casi una hora más tarde, a 40 kilómetros al este, llegamos a Reikiavik, la capital de Islandia, que hasta hoy ostenta el título de la capital más septentrional del mundo.
    Por fortuna, el autobús condujo hasta el centro de la metrópoli, desde donde pude caminar cuesta arriba por sus empinadas calles hasta alcanzar la casa de Gisli, un estudiante que contacté por Couchsurfing y que me hospedaría por un par de días en su apartamento.
    Gentilmente, aguardó hasta casi las 2 de la mañana por mi arribo. Al parecer yo era su primer huésped, y no podía decepcionarme ante la calidez de los islandeses.
    Gisli vivía en el segundo piso de una típica casa islandesa, construida con una especie de material de lámina de colores vivos, y un tejado en picada que ayuda a que la nieve resbale y se derrita durante las nevadas del invierno.

    Alquilar un piso en Reikiavik, según me contaba, se había vuelto sumamente caro, sobre todo después de la crisis que Islandia enfrentó en 2008 y 2009. Pero sus padres le apoyaban lo suficiente para que pudiera finalizar sus estudios en la capital.
    Como la primera verdadera ciudad que se fundó en la isla por parte de los noruegos en tiempos medievales, Reikiavik se ha vuelto el centro industrial, financiero, político y cultural de Islandia. Con 200 mil habitantes, su área metropolitana alberga a dos tercios del país entero. Era más que raro hallarme en un país cuya población nativa es menor al número de turistas que alberga. 
    La niebla del día anterior había dado paso a un clima frío esa tarde, aunque aquello era bastante normal. Después de todo me encontraba al sur de Islandia, a unos cuantos kilómetros del círculo polar. Pero con el tiempo limitado, no podía dejar que el clima me hiciera perder tiempo y salí a conocer la ciudad.

    A pesar de encontrarse a latitudes equiparables al norte de Alaska y el Yukón, Islandia posee un clima subpolar oceánico templado. Sus temperaturas de hecho no bajan tan drásticamente, y el invierno puede presentar apenas -10°, un clima más cálido que el que viví en el invierno de Berlín o Polonia.

    La isla es así bastante habitable no obstante su situación geográfica, y se lo debe nada menos que al Golfo de México. La corriente del Golfo arrastra masas de agua y aire cálidas desde el trópico que contrarrestan la frialdad del Ártico. Las costa de Islandia se mantienen libre del hielo todo el año, algo impensable en otros lugares a la misma latitud.
    Caminar por Reikiavik era para mí como andar por una ciudad en miniatura construida con legos. 

    El ambiente tan tranquilo, el escaso tráfico y los pequeños edificios que le dan vista a la urbe apenas podían compararse con una modesta comarca en otros países. Sin duda era la capital más tranquila que jamás hubiese visitado.

    Me preguntaba repetidas veces con qué interés llegaron los primeros residentes a aquella remota parte del mundo. 
    Es bien sabido que los vikingos eran asiduos y expertos navegantes, lo que los llevó a conquistar y saquear múltiples territorios en la Europa continental. Pero los vikingos escandinavos se aventuraron más allá, mucho antes de que Galileo demostrara que la Tierra es esférica y antes de que los españoles arribaran al continente americano.
    Los fuertes vientos del mar del Norte llevaron a Erik el Rojo, un explorador noruego, hasta las deshabitadas islas del ártico, a las que él mismo bautizó como Islandia y Groenlandia. 
    El comerciante vikingo convenció fuertemente a varios noruegos de emigrar hacia la ‘Tierra verde’ para colonizar la isla. Así, el nombre de Ingólfur Arnarson pasó a la historia del país como el primer residente permanente de Islandia, y fundador de Reikiavik, ya que allí estableció su hacienda.
    Ingólfur es considerado el creador de Islandia como país, ya que tras su colonización se estableció el Alþing, un parlamento legislativo que es nada menos que el parlamento más antiguo del mundo entero todavía en existencia, y con ello se dio paso a la Mancomunidad islandesa, que luego formaría parte del Reino de Dinamarca-Noruega.

    Estatua de Ingólfur Arnarson.
    El parlamento se fundó primeramente en la región de Þingvellir (hoy un parque nacional que ningún parecido tiene con un centro político estatal), y fue hasta el siglo XIX cuando se trasladó a Reikiavik, lo que la convirtió en capital. Hasta el día de hoy, el parlamento se sitúa en el Alþingishúsið, el palacio parlamentario, que a mi parecer, es el más pequeño que jamás avisté.

    Con la cristianización de Escandinavia y los países nórdicos, no pasaría mucho tiempo para que Islandia abandonara también el paganismo y fuera evangelizada, lo que ocurrió alrededor del año 1000.
    El rey Cristián III de Dinamarca impuso el luteranismo luego de la Reforma de Lutero en Europa continental. Y aunque Reikiavik posee todavía una catedral católica, la catedral más importante para los islandeses es la Catedral luterana.

    Aunque no tiene absolutamente nada de monumental e impresionante comparada con el resto de las catedrales, aquel modesto templo posee más un valor simbólico que arquitectónico y religioso para todos los islandeses, pues allí se celebró el establecimiento del Reino de Islandia y se entonó el himno nacional por primera vez, lo que en el siglo XIX comenzaría con el movimiento independentista que hizo de Islandia un país soberano a mediados del siglo XX.
    Pero como toda ciudad cristianizada, Reikiavik tiene también un campanario del cual estar orgullosa. Y el título se lo da la Hallgrímskirkja, la iglesia y el edificio más alto de toda Islandia.

    La curiosa forma de su torre de 75 metros de altura se dice que fue inspirada por el movimiento de lava basáltica que caracteriza a la isla. Así, aquellos blancos pilares son visibles desde casi cualquier lugar de la ciudad y da una bienvenida a los turistas que encuentran en ella una mezcla de la cultura religiosa y los maravillosos paisajes naturales de este remoto país.

    Curiosamente, una figura pagana se yergue frente a la iglesia. La estatua de Erik el Rojo situada en lo alto de la colina celebra el descubrimiento de la isla, y frente a él desciende la totalidad del centro histórico de Reikiavik, por donde me dispuse a caminar aquella fría tarde.

    Aunque Islandia es un país mayoritariamente cristiano, poco a poco ha ido creciendo el número de ateos en la isla. Pero lo más sorprende son los movimientos neopaganos que poco a poco van cobrando fuerza.
    Estos ritos traen de vuelta las tradiciones y creencias de los pueblos vikingos que poblaron el lugar hace siglos. Y su influencia no se nota solamente en la religión, sino en el estilo de vida mismo de los jóvenes islandeses.
    La publicidad por las calles muestra a modelos con rasgos vikingos, y los mismos espectáculos musicales y teatrales intentan rescatar las sagas vikingas bajo las cuales se ha construido la historia del estado islandés.

    La moda entre los jóvenes son las barbas largas, abrigos voluminosos de piel y beber cerveza en enormes tarros de madera. Los vikingos, sin duda, siguen vivos en las tierras nórdicas.

    Por supuesto, todo se adecua a su tiempo. La vida “vikinga” de la juventud se ha transformado a los estándares del siglo XXI y la modernidad de Islandia como un país del primer mundo.
    Reikiavik se muestra hoy como un centro artístico posmoderno bastante fuerte. Entre otras muchas ciudades europeas, es una ciudad de murales.

    Los frescos en las paredes del centro metropolitano son la cara moderna de Islandia hacia el mundo exterior. Sus colores y formas sitúan a Reikiavik como una urbe a la vanguardia. No se puede ignorar la excentricidad que artistas nativos como Björk han puesto de moda en el mundo entero.

    Otra de las excentricidades características de esta tierra nórdica que llama mucho la atención de los turistas es su extraño idioma.
    El islandés es la lengua que menos ha cambiado desde que evolucionó del nórdico antiguo, familia a la que pertenecen también el noruego, el sueco y el danés. Aunque la lengua viva que más se le parece hoy es el feroés, hablado en las islas danesas de Feroe.
    Las palabras islandesas se fueron acoplando al alfabeto latino, aunque conserva todavía algunas rúnicas de las lenguas germánicas, como la Þ, siendo el único idioma del mundo que usa este caracter (que vamos, ni siquiera sé cómo pronunciar).

    Leer los vocablos islandeses es una situación de terror. Ejemplo de ello fue la relevante explosión que tuvo el volcán Eyjafjallajökull en 2010 y que dejó a buena parte de Europa sin tráfico aéreo, debido a la nube de cenizas que provocó la intensa erupción. En fin, no hace falta imaginarse el sufrimiento de los conductores televisivos de toda Europa al intentar pronunciar Eyjafjallajökull para dar a conocer la noticia a los televidentes.
    Las calles del barrio Miðborg constituyen el centro histórico y gubernamental de Reikiavik. Orillado por coloridos edificios, representa el núcleo turístico de la ciudad.

    Sus estrechas vías, muchas de ellas peatonales, me llevaron cuesta abajo hasta el estanque de Tjörnin, un pequeño lago alrededor del cual se desenvuelve el casco principal de la capital.

    El Stjórnarraðið se encuentra muy cerca al lago, y se trata de la sede del poder Ejecutivo, donde se encuentra el Consejo de Ministros. A diferencia de sus países nórdicos hermanos, Islandia abandonó la monarquía y se decidió por ser una república. Y claro, su palacio de gobierno no es nada de ostentoso comparado con los palacios reales de Escandinavia.

    El Ayuntamiento es otro de los edificios importantes, donde aproveché para refugiarme un rato del frío y pedir alguna información en la oficina de turismo. Reikiavik era solo mi primera parada en Islandia y necesitaba algo de orientación sobre su geografía.

    Bajando las colinas hacia el norte de la península donde se enclava el centro, alcancé el puerto marítimo de Reikiavik, principal actividad industrial del país.

    Desde los embarcaderos pude apreciar el Harpa, el centro de conciertos y conferencias que se ha convertido en el núcleo cultural de la isla, y que le da otro gran toque de modernidad al país.

    Los barcos y cruceros son algo típico de observar en el fiordo que se abre al norte de la capital, donde los paisajes montañosos se empezaron a asomar cuando las nubes se esfumaron y el sol al fin me sonrió algunas horas.

    Más al este, caminando por su malecón, la ensenada de Reikiavik me dio mi primer acercamiento a la accidentada geografía que me esperaba en Islandia. Volar hasta aquella remota isla no había sido sin duda para visitar su capital solamente, sino para dejarme sorprender por las maravillas naturales que solo un sitio como aquel podía darme.

    Si bien Islandia es considerada parte de Europa por su similitud cultural e histórica, la isla se posa justamente en medio de las placas tectónicas Euroasiática y Norteamericana, lo que geológicamente la coloca en ambos continentes.

    Con una falla que parte al país justo por la mitad, no es de sorprender que la actividad volcánica, sísmica y geotérmica sea lo que caracteriza a Islandia, y lo que la ha puesto en el mapa como uno de los destinos turísticos predilectos de los mochileros. 
    Y justo con dos mochileros es que me había quedado de ver aquella noche para intercambiar nuestros planes y tomar alguna copa. Pero antes de ello volví a casa de Gisli para cenar con él.
    Preparar la cena para mi anfitrión siempre ha sido un placer. Es la mejor forma para agradecer su hospitalidad. Pero comprar los ingredientes para una simple cena en Islandia fue un pequeño roce a un paro cardiaco.
    Los precios en la isla están simplemente por las nubes. Y no solamente por la proveniencia de sus productos importados (la mayoría lo son), sino por la inflación que la crisis del 2008 dejó en su canasta básica.
    4 euros por una lata de atún, 3 euros por un chocolate y la inexistencia de la venta de alcohol en supermercados (ya que la ley controla su venta libre para prevenir las adicciones) hizo de mi noche algo un poco difícil. Así que un simple platón de pasta tendría que ser suficiente para ambos.
    Tras aquella experiencia no sabía qué esperar de la vida nocturna de Reikiavik y de sus precios. Al reunirme con Alessandro y Catherine, dos couchsurfers que habían arribado a la ciudad aquel mismo día, visitar un bar local me dio algo de escalofríos. 
    En efecto, el precio promedio de una pinta de cerveza es de nada menos que diez euros. Diez euros por un vaso mediano de cerveza. Finalmente creo que el alcohol sería lo que menos buscaría beber en Islandia.
    Pero la noche se pasó divertida. Entre risas y música de origen neopagano, los bares de Reikiavik nos dejaron en claro a los turistas que la moda vikinga tiene un enorme peso.
    Un juego de ruleta le trajo bastante suerte a uno de los jóvenes locales que bastante borracho estaba ya. Y ocho cervezas gratis por una ronda de aquel inocente juego nos dio el privilegio de recibir un tarro de cerveza gratis a Alessandro, Catherine y a mí. Era obvio que aquel chico islandés no podría solo con ocho tarros de cerveza.
    Mientras volvíamos caminando cuesta arriba a nuestro hospedaje, ambos me contaron los planes que tenían para recorrer la isla y sus paisajes naturales. Habían rentado una van y la recogerían al siguiente día. Conducirían y dormirían en aquel vehículo perfectamente equipado para la vida en las carreteras árticas. Pero por las fechas en que pensaban hacerlo, no me sería posible unirmeles.
    Aquello significaba que mi travesía por Islandia la haría solo, al fracasar en mi búsqueda por un acompañante para mi aventura.
    Y con poco dinero para rentar un coche, la decisión estaba tomada. Haría mi trayecto pidiendo aventones en la carretera. Un viaje más con solo mi mochila y el hitchhiking de mi dedo pulgar.
    Con una tienda de campaña, un saco de dormir nuevo, ropa térmica, un rompevientos y botas para la nieve, la siguiente mañana sería el inicio de una inusitada hazaña, que me mostraría que con Islandia no se juega tan fácil. Pero la satisfacción de un viaje por una isla del ártico nadie me la quitaría jamás.
  3. AlexMexico
    Conciliar el sueño casi a las 11 de la noche, cuando el sol se metió tras el horizonte, no fue una tarea tan difícil como había pensado.
    En medio de las montañas nevadas del parque nacional Þingvellir fue donde puse a prueba por primera vez el equipo con el que me había aventurado a viajar hasta Islandia, un país de extremos a escasos metros del círculo polar ártico.
    Un saco de dormir que soportaba temperaturas de 5 grados, una manta de primeros auxilios para calentar mi cuerpo en emergencias, ropa interior térmica, botas todo terreno, una liga para cubrir mi cabeza y mis orejas del viento. Todo parecía excelente, aquella noche no pasé tanto frío. Pero había algo que debí haber previsto con mucho mayor detalle: mi tienda de campaña, una carpa que sería mi hogar por al menos una semana.

    A las 4 a.m. la luz del sol se asomó por el este. Sí, un país de extremos, donde el invierno deja apenas dos o tres horas de luz, mientras el verano ilumina por casi veinte. 
    Pero no fueron los tenues rayos solares los que ahuyentaron mi sueño a tan temprana hora, sino las potentes ráfagas de viento que azotaban sin piedad las paredes de mi tienda y la levantaban con vehemencia del firme suelo donde se posaba.
    Chubascos helados caían con vigor y creaban un ensordecedor estruendo que me apartó bruscamente de mi apacible sueño.
    El miedo recorrió mis entrañas, y me impidió abrir los ojos. No me atrevía a mirar hacia el techo y observar cómo mi única casa se estremecía con debilidad ante la fuerza del clima ártico. 
    El pronóstico del tiempo había cumplido su promesa. Como bien me lo dijo una conductora local la tarde anterior, vientos del norte, lluvia y nieve se esperaban para los próximos días. Vaya que ahora extrañaba la calidez de mi ciudad natal en el trópico mexicano.
    A pesar de todo, logré soportar un par de horas recostado, cubierto de pies a cabeza con mi saco de dormir, y con los ojos bien envueltos para intentar ignorar lo que a mi alrededor acontecía. Pero había algo de lo que sin duda no podía escapar.
    El agua empezó a filtrarse por las paredes y por el suelo de mi tienda. Una tienda por la que pagué poco más de 20 dólares en un Walmart. Una tienda con un solo forro que, por supuesto, debí adivinar que no ganaría una cruel batalla contra el clima polar. 
    Llegó entonces el momento de encarar el miedo. Abrí por fin los ojos. Ambos párpados se separaron para encontrarse con una terrorífica escena. Mi casa se estaba inundando.
    Antes de que el agua llegase hasta mi mochila, reposada a mi lado derecho, saqué de ella mi abrigo rompevientos y lo coloqué con rapidez encima de mi cuerpo. Me puse las botas, cogí la mochila y el saco de dormir, que para entonces ya estaba empapado por debajo.
    No había tiempo que perder, y si no quería terminar como el suelo de mi casa, debía huir aprisa de aquella pecera.
    Al abrir la puerta me enfrenté a una dura realidad, todavía peor que la que sucedía dentro de mi tienda. Los charcos de lodo se habían esparcido, el agua caía casi de forma horizontal por la fuerza del viento, mi saco de dormir casi vuela junto con la tormenta, que azotaba sin clemencia cada cabeza bajo ella. Eso era la verdadera Islandia.
    Sin pensarlo dos veces, cerré la puerta tras de mí y corrí velozmente hacia la lavandería del camping. Sabía que era el sitio más seco que podría encontrar, cerrado casi herméticamente, donde podría encontrar una fuente de calor.
    Una vez dentro, extendí mi saco a lo largo para dejar que se secase un poco. Por suerte, mi mochila estaba casi intacta, y mis cosas a salvo de la humedad.
    Sin más remedio, me senté temblando de frío sobre el piso de madera. ¿Debía salir y tratar de rescatar mi tienda? Quizá, pero en ese momento lo que menos quería era volver a enfrentarme a la feroz tormenta. Así que lo dejé a la suerte. Si mi casa sobrevivía o no, sería ahora una decisión de la madre naturaleza.
    Una media hora más tarde llegó a la lavandería Jack, uno de los chicos californianos que habían acampado conmigo y con su grupo de compañeros universitarios. Al parecer, era su turno de preparar el desayuno. Pero con una cocina al aire libre con apenas un techo de madera encima, parecía una tarea imposible. 
    Aun así, puso todos sus esfuerzos en cocer un poco de fruta para un potaje, para que al despertar sus amigos (quienes por cierto, seguían en sus tiendas bajo la tormenta), pudieran comenzar el día con energías.
    Jack parecía mucho más preparado que yo, con un impermeable de cuerpo entero que cubría incluso sus zapatos. Su ropa debajo se mantenía completamente seca.
    La tempestad no paró sino hasta las 7 de la mañana, cuando pude al fin salir a reconocer los daños. ¡Mi casa seguía viva, y estaba de pie! Finalmente, esos 20 dólares parecían haber servido de algo. Aunque eso sí, su único forro no resistió la filtración del agua. 
    Mientras el resto de los chicos salían de sus guaridas sanos y salvos para tomar su desayuno, yo desmontaba mi casa y la llevaba a la lavandería. La tormenta había terminado, pero en un lugar como Islandia, no confiaba en que la calma durara por mucho tiempo.
    El grupo de californianos se despidió de mí cerca de las 8 a.m. Y una vez que mi casa se escurrió un poco sobre el suelo de la lavandería (con la falta de sol, era mi única alternativa), empaqué mis cosas y salí del camping, todavía enlodado por la lluvia.
    Me dirigí entonces a un costado de la carretera para seguir mi camino por el golden ring, uno de los circuitos turísticos más famosos de Islandia. Alcé mi dedo y me mostré firme ante un cielo todavía nublado y amenazador. 

    Luego de solo tres minutos, un señor paró y me invitó a subir. No deberías estar aquí parado esta mañana, el clima es una locura —me dijo consternado—. Es mi única alternativa, y hay que seguir adelante —le contesté con seguridad—.
    El hombre vivía en Laugarvatn, una comunidad unos kilómetros al noreste, sobre la carretera 37 que seguía el ‘círculo dorado’. 
    Me dejó en la salida del pueblo, sobre la autopista. Allí, el viento y la lluvia volvían a azotar, aunque con un poco menos de fuerza que en Þingvellir. Y como aún era muy temprano para empezar a cazar un ride con los turistas hacia mi próximo destino, decidí refugiarme en un mini supermercado, donde un café con galletas apaciguaron mi ayuno.
    Tras media hora de reposo volví a la carretera y me dispuse a coger un aventón, que llegó a mí en menos de dos minutos. Islandia era sin duda un país amigable con los hitchhikers.
    Una pareja de testigos de Jehová provenientes de Selfoss, al sur del país, me llevaron hasta una granja muy cerca del valle Haukadalur, justo donde se encontraba mi siguiente parada.
    El viento parecía haber parado un poco a los pies de aquella granja, aunque el clima parecía aún amenazador. Y con mi dedo al aire cogí mi tercer aventón de la mañana luego de solo cinco minutos en la carretera.
    Los pasajeros eran esta vez dos turistas, que momentos antes había visto sentados ante una mesa del supermercado disfrutando, al igual que yo, un café caliente. Se trataba de una pareja alemana que, vaya historia, estaban celebrando su luna de miel.
    Nunca pensé que en medio de un romántico viaje dos personas se detuviesen a recoger a un mochilero desconocido en la autopista. Pero eran alemanes, y su amabilidad nunca paraba de sorprenderme.
    Provenientes de Heidelberg (mi ciudad favorita en toda Alemania), las anécdotas no se detuvieron en todo el trayecto. Y ante las distracciones, aquel viaje casi nos cuesta una enorme suma de dinero, y es que una oveja se atravesó frente a nosotros.
    Atropellar a una cabeza de ganado en Islandia se paga con una enorme multa, además de tener que cubrir los gastos del animal muerto con su dueño. Menos mal que teníamos un conductor precavido que se detuvo justo a tiempo ante el lanudo borrego.
    Poco después del infortunado susto arribamos al valle Haukadalur, donde estacionaron el coche y bajamos a nuestra próxima visita.
    El valle es uno de los lugares más famosos de Islandia por un buen motivo: es el hogar de los géiseres, una de las mayores atracciones de la isla.

    Los géiseres son una especie de fuente termal que emite una columna de agua caliente y de vapor al aire, algo así como una piscina que explota periódicamente.
    Un géiser requiere de varios elementos hidráulicos y geológicos para su formación, y eso los convierte en un evento nada común, con menos de mil géiseres en todo el planeta. Pues bien, al ser Islandia uno de esos escasos lugares en el mundo, era algo que no podía perderme.
    La entrada al parque de los géiseres en Haukadalur está marcada por un sendero acordonado y por varios trabajadores que vigilan que, bajo ninguna circunstancia, alguien se atreva a cruzar los límites del camino. 

    El agua que emana de los géiseres hierve a más de 90°C, una temperatura con la que nadie desearía quemarse. Además, el hospital más cercano está a 62 kilómetros de distancia, algo bueno de saber para los despistados.

    La palabra géiser proviene precisamente del idioma islandés, ya que el más famoso de ellos en aquel parque es llamado Geysir, el más antiguamente conocido en el mundo, y que proviene a su vez del verbo geysa (emanar, erupcionar).  

    El Geysir es capaz de lanzar agua a más de 80 metros de altura, aunque es raro tener la suerte de verlo erupcionar. Ha pasado incluso años sin lanzar una gota de agua al aire.

    Por fortuna para los ansiosos turistas existe el géiser Strokkur, que aunque más pequeño, erupciona entre cada 5 u 8 minutos, alcanzando una altura promedio de 20 metros.
    Las erupciones son provocadas por el contacto del magma subterránea con el agua, que suele quedar estancada en los conductos del géiser tras las lluvias.

    Ya que los conductos suelen ser largos, el agua en la parte baja comienza a alcanzar su punto de ebullición, mientras aquella en la superficie se enfría rápidamente. Puesto que el agua no encuentra salida más que por un pequeño orificio en el suelo, viaja hasta ella por las rocas porosas del subterránea y actúa tal como una olla de presión, liberando con gran energía el vapor y el agua caliente en su interior. Luego de ello, el agua cae de vuelta en el agujero y el ciclo se repite. Un espectáculo natural digno de admirar.

    Luego de un par de hermosas explosiones del Strokkur, volvimos al auto y seguimos el camino hacia el norte, donde la última atracción del círculo dorado nos esperaba.
    Junto a un grupo de gigantescos camiones de montañistas los alemanes estacionaron su modesto automóvil. Al bajar, sentimos rápidamente como el viento había comenzado a azotar despiadadamente desde el norte.

    Ya que el centro de visitantes y las escaleras bajaban hacia el sur, debíamos cogernos de las manos para no perder el equilibrio. Nunca creí que vería vientos tan fuertes como de los que fui testigo durante un huracán en mi ciudad natal, por allá del 2010. Aunque aquello no era un huracán, era solo el Ártico.
    Las escaleras nos llevaron hasta las orillas del río Hvitá, que al encontrarse con un cañón forma la cascada de Gullfoss, una de las cataratas más famosas de Islandia.

    El río corre en dirección sur y llega desde los glaciares en las montañas centrales, aunque el cañón interrumpe bruscamente su camino y hace que gire hacia el este.

    El estruendo de la catarata hacía imposible escucharnos entre nosotros mismos. Toda comunicación para tomarnos fotos y seguir el camino era a través de la mímica.

    En ese momento, el viento del norte se mezclaba con el viento y la brisa empujados por el río y la gigantesca catarata. Y aunado a las charcos de agua en el suelo, no era nada fácil moverse por aquellos senderos.

    Tomar una foto que no saliese movida por la fuerza del viento que empujaba nuestras manos era otra ardua tarea en la que nos vimos envueltos. Pero capturar aquella belleza lo valía ante todo.

    El círculo dorado es una de las rutas más turísticas de Islandia, y no cabía duda del porqué. Una falla tectónica, géiseres y una catarata glaciar representan las maravillas naturales más características de la isla, razón que me había llevado hasta sus hostiles tierras.

    De vuelta en el coche, los alemanes condujeron hacia el sur. Se dirigían de vuelta a Reikiavik, donde pasarían su última noche. Yo por el contrario, pretendía seguir mi camino hacia el este y tratar de darle la vuelta entera a la isla en los siete días que me quedaban por delante. 

    Al alcanzar la autopista uno los alemanes me bajaron en Selfoss, una de las mayores comunidades en el suroeste de Islandia. El clima era templado y bastante tranquilo a mi parecer. 
    Un buen amigo que había hecho en Francia, Loïc, se encontraba también en tierras islandesas, viajando como mochilero y tratando de rodear la isla. Pero un mensaje de texto aquella tarde me hizo saber que se encontraba atrapado.
    Había llegado hasta Vík, la ciudad más septentrional de Islandia ubicada 130 kilómetros al sureste de Selfoss. Famosa por ser el lugar donde con más fuerza azotan los vientos, se había detenido en un camping, donde una cocina techada fue su único refugio ante una fuerte tormenta que golpeaba el sur de la isla.
    Mi objetivo así, era acercarme lo más al este posible, donde la tormenta no azotara con tanta fuerza y donde pudiera acampar de forma tranquila.
    Luego de comer un subway (que por seis euros, era sin duda lo más barato que podía obtener) me acerqué a la oficina de información turística de la ciudad. Me dijeron que, en efecto, una tormenta azotaba el sur de la isla un poco más al este, pero que al menos podría llegar hasta Seljalandfoss, una de las cascadas más bellas, donde una de las californianas que había conocido la noche anterior me había recomendado un buen camping.
    Caminé entonces hacia la salida del pueblo y comencé nuevamente a pedir un aventón. Esta vez, me recogió un islandés que no hablaba inglés. Así que tras un viaje en silencio me dejó en Laugaland, 30 kilómetros adelante. 
    Otro conductor me dejó en Hella, unos diez kilómetros que me acercaban cada vez más. Sin embargo, me hizo saber que más hacia el este las carreteras habían sido cerradas debido a la tormenta. Pues bien, no pretendía pasar más allá de Seljalandfoss, a donde me dijeron que podría llegar.
    Fue un húngaro quien me recogió en la comunidad de Hella. Al presentarse conmigo, me dijo que vivía por el momento en Hafursey, una ciudad más al este de Vík, donde se encontraba Loïc. 
    Enterado del estado del tiempo, sabía que llegar a casa aquella tarde podía ser imposible. Pero quería al menos intentarlo.
    Al llegar a Seljalandfoss, un par de patrullas cerraban el paso. No era posible seguir más adelante. La tormenta era más fuerte de lo esperado y la visibilidad completamente nula. Adentrarse en la carretera sur era un peligro que nadie debía correr.
    Con la suerte del lado de ninguno, el húngaro dio marcha atrás y volvió hacia Hella para buscar dónde pasar la noche. Yo por mi parte había llegado a mi destino.
    Seljalandfoss no es una ciudad, ni siquiera una pequeña comunidad. Es una cascada más que marca el límite entre las tierras altas y bajas de la isla.

    Su nombre se lo otorga el río Seljalandsá, que al toparse con la pared vertical cae 60 metros hasta una escollera, ubicada casi junto al océano.

    Allí, frente a aquella hermosa cascada, era donde me habían recomendado acampar. Uno de los campings más bellos de toda Islandia, me habían dicho los californianos.

    Pero al llegar a la recepción, las malas noticias no se hicieron esperar. El camping estaba cerrado debido a la tormenta. Aunque la enorme pared de las cascadas parecían cubrir el lugar del viento, en Islandia simplemente nunca se sabe. Y así, sin un lugar donde dormir, me vi obligado a volver a la carretera y pedir un aventón de vuelta al oeste.
    Una pareja de ingleses de edad avanzada me recogieron luego de que los policías los forzaran a regresar. Ambos tenían reservaciones en un hotel de Vík, el ojo del huracán en aquel momento, a donde les era imposible llegar.
    Un poco desmotivados los tres debido a las inoportunas inclemencias del clima, volvimos hasta Hella, donde se estacionaron fuera de un hostal para pedir una habitación donde pasar la noche.
    Sabía que aquel alojamiento podía ser una opción para una pareja de jubilados, pero no para un mochilero como yo. Aún así, algo temeroso de acampar a la intemperie, pregunté el precio de una habitación compartida. 50 euros era lo que costaba un rincón en un cuarto con mi saco de dormir. ¡50 euros!
    Los ingleses me miraron y sonrieron, sabiendo que se trata de un precio exorbitante para mí. Así que di las gracias y volví a la carretera para coger otro ride. Sabía que en Selfoss había un camping municipal, y con el escaso viento que soplaba en la ciudad, sería quizá mi mejor opción hasta que se calmase el clima.
    Un español llamado Sebas pasó en su vagoneta, donde pasaba las noches en un camastro de la parte trasera. También venía huyendo de la tormenta de Vík, y con una aplicación islandesa que le servía para encontrar campamentos donde estacionar su auto, me recogió y buscamos juntos un buen camping que pudiese darnos alojo a ambos.
    Condujimos más de una hora por las tierras altas y bajas de la costa sur. Cada camping que visitábamos seguía el mismo patrón. Una pequeña cabina con baños y un buzón donde dejar el dinero. Sin cocina, sin sala común, sin techo donde resguardarse. Solo baños.
    Ni un solo coche o tienda de campaña aparcaban en ellos. Temerosos de lo que aquello podía significar y con el clima que se avecinaba, decidimos seguir todavía más al oeste, hasta que llegamos nuevamente a Selfoss, donde todo había comenzado.
    Nos dirigimos sin pensarlo hacia su camping municipal, cuyas cómodas instalaciones y falta de vientos lo hicieron el lugar más seguro para pasar la noche.
    Monté mi casa, que para entonces ya se había secado. Y luego de un rato en la sala común charlando con Sebastián, me introduje en mi tienda para otra fría noche en Islandia. 
    Aquel día el clima del Ártico me mostró que con él nadie puede jugar. Pero mi perseverancia era mayor, y no me daría por vencido hasta al menos alcanzar Vík, donde mi amigo Loïc se había quedado varado.
  4. AlexMexico
    Luego de haber pasado una noche en medio una tempestad, cobijado solo por el menudo calor que mi saco de dormir me procuraba, despertar bajo mi endeble carpa en el camping de Selfoss fue todo un placer.
    La ciudad ubicada en el suroeste de Islandia era de las pocas zonas que no estaba siendo golpeada por la tormenta que azotaba el sur de la isla, misma que me había impedido seguir adelante con mi travesía.
    El cantar de los pájaros y el sereno de la fría mañana fue indudablemente una más apacible forma de comenzar mi día, que en las tierras bajo el círculo polar comenzaba alrededor de las 4 de la mañana, cuando el sol deja ver sus primeros rayos para permanecer casi 20 horas sobre la isla.
    Con el sueño apartado, la sala común se llenaba poco a poco de campistas que preparaban su desayuno. Y llegar antes que todo tuvo sus grandes ventajas.
    Una enorme caja en el salón, equipado con cocina, muebles, varios comedores y conexión a internet, invitaba a los huéspedes a dejar las cosas que ya no necesitaran. Selfoss era la última parada de muchos antes de volver a Reikiavik y coger su vuelo de vuelta a casa.
    Al mismo tiempo, nos exhortaba a coger libremente lo que pudiésemos necesitar para nuestro viaje. Un paquete de salchichas, tomates, spagueti, un frasco de salsa boloñesa, papas, verduras. Conseguir gratis todo aquello en Islandia era casi un milagro. Pero el mayor regalo fue sin duda una cobija. Un voluptuoso cobertor que me brindaría el calor extra tan necesario durante los siguientes días en la remota y fría isla.
    Pasadas las 6 de la mañana Sebastián entró a la sala común. Él, junto con su van perfectamente equipada, me habían salvado de la tormenta la tarde anterior. Y aquella mañana, Sebas volvió a ofrecerme un ride, esta vez solo hasta la carretera 1, donde podría comenzar a pedir un aventón.
    Acepté su invitación, y tras desmontar mi carpa, todavía húmeda por el sereno, me reuní con él en el estacionamiento. Nos despedimos a orillas de la autopista y empecé a alzar mi dedo pulgar, esperanzado de, esta vez, poder cruzar hacia el este.

    Una pareja de chicos franceses detuvo su coche frente a mí. Después de casi un mes de haber dejado Francia, hablar con aquel par me trajo algo que necesitaba, además de un ride que agradecí de antemano.
    Paramos en la oficina de información turística de Hella, la siguiente comunidad sobre la autopista 1. Habríamos de saber las condiciones del clima y si las carreteras hacia el este se encontraban abiertas.
    En efecto, las rutas hacia el interior de la isla se encontraban cerradas, una mala noticia para los franceses, quienes planeaban escalar al volcán Hekla por el sendero que hasta entonces permanecía cerrado al público por la nieve. Pero la autopista costera hacia el este ya había sido abierta al tránsito, aunque la tormenta todavía no acababa. 
    Nos aventuramos así conduciendo hacia el oriente. Los franceses habían reservado una noche en un hostal de Vík, a donde yo pretendía llegar para encontrarme con mi amigo Loïc.
    En el camino nos detuvimos en Seljalandsfoss, la cascada que había visitado fugazmente la tarde anterior, en cuyo camping no se me permitió acampar. Con tiempo de sobra y una ligera mejora en el clima, era tiempo de conocer otra pequeña porción de Islandia y su belleza natural.

    La cascada de Seljalandsfoss es una de las más famosas del país, fácil de encontrar en cualquier postal o imagen publicitaria de Islandia.

    La caída de 60 metros del río Seljalands marca el límite entre las tierras altas y las tierras bajas de la costa, con una pared vertical que forma una enorme meseta junto al océano y justo al lado de la autopista 1, lo que la hace muy accesible al turismo.

    Pero la fama de Seljalandsfoss no recae solamente en su cercanía a la carretera o los verdes campos que la encaran, sino a la cueva que se esconde tras sus aguas.

    Es una de las pocas cascadas donde el público puede prácticamente adentrarse. Un pequeño sendero circular rodea la cueva y permite tener otra perspectiva del salto de agua, una que definitivamente no se obtiene todos los días ni en cualquier lugar.

    El encanto que ofrece una caída de agua natural es indescriptible. Pero la magia de admirarla desde dentro es algo que solamente Islandia ha podido darme hasta el momento.

    Sentir la helada brisa de la cascada en nuestra cara no era la mejor ni más esperada sensación, pero necesaria para poder cruzar la cueva y seguir nuestro camino hacia los campos contiguos.

    La meseta irrumpe el camino para el mismo arroyo que se desplaza en diferentes caminos, lo cual crea un par de cascadas de menor volumen en la parte norte de la pared de piedra.

    Con ayuda de nuestras propias manos fue posible escalar el muro para tener un fotografía más cercana de la caída de agua. 

    Con el sol brillando en un cielo despejado, mis esperanzas de llegar a Vík con una tormenta disipada aumentaban todavía más. 

    Las aguas del río Seljalands, que dan lugar a las cascadas, viajan hasta el océano provenientes de los glaciares del Eyjafjallajökull, un volcán cercano al que llegamos apenas unos kilómetros más adelante.

    Sí, Eyjafjallajökull es una palabra nada fácil de pronunciar. Yo tuve que mirar un video de YouTube repetidas veces para aprender a hacerlo. Aún así, es un nombre que muchos europeos no olvidarán.
    El 14 de abril del 2010 este pequeño pero potente volcán, uno de los más activos y antiguos de Islandia, tuvo una erupción de carácter explosiva que causó el deshielo de sus glaciares, la inundación de los ríos cercanos y la evacuación de las zonas aledañas.

    Aunque las consecuencias no fueron tan catastróficas como la de otros volcanes en el mundo, la nube de ceniza de 250 millones de metros cúbicos se alzó hasta los once kilómetros de altura, y cubrió una vasta área que dejó al noroeste y centro de Europa incomunicado por vía aérea.
    El cierre del espacio aéreo y la cancelación de más de 20 mil vuelos causó la furia de miles de europeos y turistas, quienes quedaron atrapados en el continente por varios días gracias a este pequeño volcán.

    Algunos kilómetros más adelante del Eyjafjallajökull llegamos a Skógafoss, una más de las decenas de cascadas que pueblan Islandia.

    Aunque quizá menos impresionante que otras, se trata de una de las mayores cascadas del país, con 25 metros de ancho y 60 de alto.

    La misma meseta que marca el límite entre las tierras altas y bajas es la que intercepta el camino del río Skógá y da nacimiento a este salto, que ubicado también junto a la carretera es uno de los más visitados por los turistas.

    La cantidad de espuma generada por las cascadas como la de Skógafoss suelen crear fácilmente la ilusión de un arco iris en sus cercanías. Pero con el sol ahuyentado entonces por las nubes era difícil poder divisarlo.

    De hecho, el clima comenzó a empeorar una vez en Skógar, la comunidad aledaña. Los vientos se habían intensificado, haciendo a su vez bajar la temperatura.

    Unas escaleras nos llevaron hasta la punta de la meseta, donde pudimos admirar la cascada desde su punto más. elevado.

    Las tierras altas de Islandia y sus verdes paisajes invitan a cualquier a recorrer sus senderos, que bien señalizados llegan hasta los glaciares de las grandes montañas.

    Pero la senda era completamente inaccesible en aquel momento. La densa niebla cubría todo a nuestra vista a pocos metros de distancia. Y el viento, por supuesto, golpeaba con todavía más fuerzas en la cima de la meseta, donde ninguna pared de roca rompía las ventiscas.

    Mi paciencia con el viento estaba llegando a su límite. Así que descendimos de vuelta al estacionamiento. 
    En el centro de visitantes, bajo un mezquino techo de madera, un ciclista había montado su casa de campaña. La pequeña casucha lo protegía del viento y la lluvia que había empezado a caer. Me acerqué a hablar con él solo para descubrir que la tormenta en el este había incluso empeorado.
    Las carreteras fueron abiertas, se supone que la tormenta debía haber mejorado —expresé—. Esto es Islandia —replicó con toda razón—.
    Volví con los franceses a su coche, temeroso de seguir el camino al este por el clima que nos pudiese aguardar. Aunque la autopista estuviera abierta, una tormenta no es buena idea cuando la única alternativa para pasar la noche es una tienda de campaña.

    Así, los franceses siguieron conduciendo hacia el oriente, donde la niebla se hacía cada vez más espesa, y el viento incrementaba sus rachas.
    Sus intenciones de visitar el glaciar Mýrdalsjökull, unos kilómetros adelante, pasaron a segundo plano. Salir del auto era una misión imposible.
    Aparcaron el coche en un parking junto a la playa. El vehículo se movía, aún estacionado, golpeado por los fuertes vientos que lo meneaban como solo un juguete.
    Decidí entonces hacer una llamada. Si pensábamos llegar hasta Vík, debía hablar con una persona que estuviera en Vík.
    Loïc cogió mi llamada. El ruido en la línea telefónica no era estática. Era el ruido de la tormenta que golpeaba el techo de su camping sin piedad.
    Su mensaje fue muy claro: ¡no vengas a Vík! Hay vidrios rotos en los coches, y cosas volando por los aires. La visibilidad es nula. 
    No creo que sea una buena idea seguir hacia el este —les hice saber—. Aunque la ruta esté abierta, conducir en estas condiciones es sumamente peligroso. Y Vík es el centro de la tormenta.
    Ambos tenían una reservación en un hostal de Vík, que no pensaban perder. Por mi parte, con mi cartera inhabilitada para pagar una cama en un cuarto compartido, no pretendía pasar la noche en una tienda de campaña en medio de aquella tempestad.
    Te llevaremos de vuelta a Skógafoss y será mejor que desde allí pidas un ride de regreso al oeste —me ofrecieron como última alternativa, que por supuesto, no me atreví a rechazar—.
    Me despedí de ellos frente a la belleza de la cascada y deseé toda la suerte para enfrentarse a aquella tormenta. El campista tenía razón, esto es Islandia, y no se puede jugar con el clima.
    Un grupo de polacas que trabajaban temporalmente en el centro de visitantes de Skógafoss me recogió en la carretera. Manejarían hasta Reikiavik, pero les pedí dejarme en Selfoss. Si la tormenta seguía en pie, sería mejor acampar en un lugar seguro como el que me ofrecía el camping de aquella pequeña ciudad.
    Por la tarde, cenando en la sala común del campamento, conocí a Ashley, una chica canadiense que celebraba sus últimas vacaciones en Islandia antes de comenzar un nuevo trabajo en Toronto.
    Su objetivo era, al igual que el mío, viajar al este de la isla. Llevo dos días intentando cruzar, pero hay una tormenta que es imposible atravesar —le dije, rompiendo sus ánimos instantáneamente—.
    Ambos acordamos aguardar a la siguiente mañana para revisar el pronóstico del tiempo y el estado de las carreteras hacia Vík. Basado en ello, tomaríamos una decisión al respecto. 
    Quizá debíamos abandonar la idea de dirigirnos al este y optar por el norte de la isla. Pero esperanzados aún, dejamos que la noche conciliara nuestras expectativas. Una noche más en que el clima de Islandia mostró su increíble fuerza.
  5. AlexMexico
    Mi segunda noche atrapado en el camping de Selfoss me dejaba en claro una cosa: no se puede jugar con el clima de Islandia. 
    La diminuta ciudad en el suroeste del país era de los pocos sitios en la isla que no estaba siendo azotado por la feroz tormenta que había entrado desde el Ártico hacía ya dos días, y era mi mejor refugio con un campamento donde pude montar mi carpa sin ningún problema.
    Mis intentos por alcanzar la ciudad de Vík, 130 kilómetros al este, habían fracasado vilmente cuando los vientos hicieron tambalear los coches en la carretera. Si un automóvil de acero se meneaba de tal forma ante la fuerza de la naturaleza, no habría manera de dormir en una casa de campaña bajo el mismo cielo.
    La noche anterior había conocido a Ashley, una chica canadiense de ascendencia china que celebraba su más reciente puesto de trabajo con un viaje a solas por Islandia. Pero, al igual que yo y el resto de los campistas, no había podido cruzar por la tormenta.
    Aquella mañana, mientras tomábamos el desayuno, revisamos nuevamente el estado del tiempo. Nuestras esperanzas no se habían apartado, y ansiábamos una mejora en el clima para poder viajar al este. Ella misma me ofreció un ride en su camper.
    Pero las noticias no nos habían sonreído mucho. Aunque las carreteras estaban abiertas, la tormenta no se había disipado. Y tras dos fallidos intentos de acercarme a Vík con aquel clima, supe que no valía la pena probarlo una vez más.
    Sentado en la misma mesa, Arthur escuchó nuestra conversación. Había viajado desde Oregon para disfrutar de sus vacaciones en la hostilidad de Islandia. Y la noticia de la tormenta lo decepcionó tanto como a nosotros.
    Sin tiempo de sobra para aguardar a que la tempestad se esfumara, nos dijo que volvería hacia Reikiavik para recorrer el oeste de la isla. Era una decisión mucho más segura.
    Si bien Ashley y yo consideramos seriamente su propuesta de viajar juntos por la costa occidental, había algo que nos detenía, y nos hacía conservar la esperanza de alcanzar la costa oriental: la laguna glaciar.
    No podía irme de Islandia sin haber avistado uno de sus mayores atractivos. Un glaciar, cuya laguna contigua se colmaba de icebergs de un azul fluorescente. Algo imposible de ver en mi país.
    Así, Arthur nos hizo una buena recomendación. Ya que nos quedaríamos otro día más en Selfoss, nos sugirió dirigirnos a Hveragerði, una comunidad a solo 1 kilómetros de distancia.
    El pueblo no ofrecía demasiado, más que un puñado de casas, un supermercado y un parque geotérmico que movía sus turbinas gracias a la actividad volcánica de la isla.
    Pero esa misma actividad geológica era la responsable de calentar el agua de uno de sus ríos a casi 35 grados. Un río de aguas termales en mitad de las montañas de Islandia, algo que no cualquiera puede rechazar.
    Cogimos nuestras mochilas y subimos a bordo de la camper de Ashley, un automóvil equipado con cama trasera que había rentado para recorrer la isla. Nos despedimos de Arthur y manejamos hacia Hveragerði, a donde llegamos en solo 15 minutos.
    Nos estacionamos en el centro de información. Nuestro destino era el río Reykjadalur, el único con corriente cálida que bordeaba el valle de la ciudad. Pero si queríamos llegar a él, nuestra camioneta no serviría de mucho. En cambio, debíamos cruzar un sendero de tres kilómetros por las montañas al norte de la comunidad.
    Alentados por las maravillas que Arthur nos había contado acerca de Reykjadalur, y con un café que nos dio energía, aparcamos la camper al borde de las montañas, y tras cruzar un pequeño arroyo comenzamos nuestra caminata.

    El sendero del valle de Reykjadalur no es uno de los más famosos de Islandia. No suele aparecer en las oficinas turísticas, en foros o en folletos. Pero había algo que lo hacía muy especial.

    Islandia cuenta con múltiples spas naturales. Recintos de aguas termales que han sido adaptados con piscinas, bañeras, centro de visitantes… 
    El más famoso de ellos es por supuesto Blue Lagoon, una laguna natural de azules aguas térmicas ubicadas muy cerca de Reykjavik, cuyas fotografías enamoran a cualquiera. No lo hace así el precio de admisión, que fácilmente rebasa los 50 dólares.
    Con tantos spas en la isla, muy pocos son accesibles de forma gratuita. El río Reykjadalur carece de construcciones humanas, y por ello es totalmente gratis, lo que lo hizo el spa más atractivo para Ashley y para mí.
    Pero pasar una relajada tarde de spa en las cálidas aguas del Ártico tenía otro costo. Un precio físico que debíamos pagar si queríamos alcanzar la riviera del río.
    Tres kilómetros no parece mucho. Pero cuando se trata de un sendero que atraviesa una cadena montañosa la cosa es muy distinta.

    Por fortuna para nosotros, el camino estaba bien marcado y delimitado por un hilo de tierra que no perdía su forma en ningún punto. Así que encontrar la dirección no fue tarea difícil. Pero cuando alcanzamos las zonas altas de los cerros el clima islandés volvió a jugar sus malas pasadas.
    Un helado y fuerte viento comenzó a golpear nuestras caras, que para entonces, era lo único que llevábamos al descubierto bajo nuestros abrigos.
    A veces me era imposible escuchar lo que Ashley decía. Ni siquiera gritando lográbamos captar las palabras del otro, así que nos dimos por vencidos y preferimos no entablar comunicación verbal por un largo rato.
    De pronto, el viento vino acompañado de lluvia, la mejor forma de empeorar las cosas. Pero si el camino estaba abierto al turismo por algo debía ser, me dije. En el centro de información nos habían avisado de un clima bastante tranquilo aquella tarde. Ahora sabía lo que para un islandés significa un “clima tranquilo”. Después de todo, estábamos bajo el Ártico.
    No mucho tiempo después alcanzamos a divisar un enorme río que caía como una cascada de cristal hacia las partes bajas del valle. Es el Reykjadalur, pensamos en seguida, aunque parecía una corriente mucho más agresiva de lo que habíamos imaginado.

    Pronto nos dimos cuenta de que se trataba de otro arroyo, que cargaba consigo agua fría, y no caliente como la que procurábamos. Aun así, las vistas del valle Reykjadalur desde aquel punto eran magníficas. Otro paisaje alucinante más para añadir a nuestras postales islandesas.

    Tras dos kilómetros de haber emprendido la caminata, aparecieron las primeras señales del Reykjadalur.
    Una nube de vapor corrió hacia nosotros y nubló, no solo nuestra vista, sino también nuestro olfato, con un fétido olor a azufre que penetró rápidamente por nuestras fosas nasales.
    El vapor blanco emanaba del suelo como si se tratase de un volcán en plena actividad. Y al caminar un poco más pudimos escuchar claramente cómo el agua hervía hasta su punto de ebullición.

    Un letrero nos avisó que estábamos entrando en un campo de aguas termales tóxicas, a las que estaba totalmente prohibido entrar. Los pequeños charcos, similares a géiseres, podrían incitar a muchos a sumergirse en su cristalina y atractiva agua azul. Pero el solo contacto con la piel podría quemarnos de forma mortal.

    Caminar a través de aquel campo termal fue algo maravilloso y espeluznante al mismo tiempo. La belleza del lugar es indescriptible; pero saber que un paso en falso podía costarnos la vida, no era algo muy agradable al pensamiento.

    Un kilómetro más adelante por fin llegamos al Reykjadalur, donde un puñado de gente ya disfrutaba de sus aguas. Nunca en mi vida había visto un río del que emanara vapor. Sin duda, con el frío que se sentía entre las montañas de aquel valle, un río vaporoso era el mejor remedio.

    Una pequeña plataforma y paredes de madera son las únicas construcciones que se han hecho a su costado, donde Ashley y yo teníamos la difícil tarea de quitarnos la ropa a 5 grados centígrados con tenues ráfagas de viento.
    No se diga más, no vinimos hasta aquí para no meternos —nos dijimos firmemente, y de casi un solo manoteo nos despojamos de nuestra ropa para quedar semidesnudos a la intemperie del valle.

    El agua estaba a unos 35 grados centígrados, una temperatura que al primer contacto parecía chamuscar la piel. 
    Un menudo baile era la forma más fácil de entrar por completo en la corriente. Afuera y adentro, afuera y adentro. Parecía el ritual de un sauna finlandés, con el cambio de temperatura que tanto bien le hace a la circulación.
    Pero una vez acostumbrados al Reykjadalur, no podíamos darnos el lujo de salir. Cada parte de nuestro cuerpo logró relajarse como nunca. Quién necesitaba pagar 50 dólares por un la Blue Lagoon, cuando solo necesitábamos andar 3 kilómetros hasta el mejor spa natural.

    Con solo la cabeza fuera del agua, comenzamos a sentir cómo la tenue lluvia se convertía en aguanieve. Nunca creí ver nevar mientras me bañaba al aire libre.
    Con cervezas, botanas o vino, la gente disfrutaba del Reykjadalur como un verdadero spa. Y en medio de un valle montañoso, Ashley y yo supimos que debimos haber comprado algo de comida y bebida para pasar el rato como se merecía. Pero finalmente nos conformamos con el desestrés que las aguas termales por fin nos brindaron, luego de tres días enfrentándonos a una tormenta en el sur de la isla que parecía no terminar.
    Luego de más de una hora en las tranquilas aguas del Reykjadalur tomamos la difícil decisión de salir. No lo podíamos creer, pero una vez fuera, nuestro cuerpo se sentía tan fresco y cálido al mismo tiempo, que ni el frío ni el viento nos molestaron nuevamente.
    Con la piel más tersa que el trasero de un bebé, caminamos de vuelta hacia Hveragerði, donde compramos algo de comida en el supermercado antes de volver al camping de Selfoss, donde pasaríamos una noche más.
    Esta vez, confiábamos en que nuestras corazonadas no fallaran, y que la tormenta lograra al fin disiparse para dejarnos, de una vez por todas, cruzar hacia el este de Islandia, donde un glaciar aguardaba por nosotros.
  6. AlexMexico
    Buena parte del turismo en Gran Bretaña se centra en los grandes museos y palacios de las megalópolis, haciendo de las grandes ciudades sus principales destinos, que incluyen incluso un turismo musical y deportivo (claro, por sus grandiosos equipos de fútbol).
    Pero la segunda cosa que suele atraer a los visitantes a los rincones del Reino Unido son sus célebres y bien reconocidas universidades.
    Cambridge, Oxford, St. Andrews o el Colegio Imperial de Londres han visto egresar a los más aplaudidos científicos, artistas, catedráticos y doctores del mundo. Digamos que ser un graduado de una universidad británica podría ser el sueño de cualquiera.
    Y al igual que en Harvard, Yale o Stanford en los Estados Unidos, los estudiantes británicos suelen sentirse felices y orgullosos de que personas de todo el mundo decidan visitar sus campus, aunque sea solo como un paseo turístico.
    Pues en las calles de York, al norte de Inglaterra, yo quería ser uno de aquellos turistas. Pero algo lejos de Cambridge y Oxford, tomé una opción menos ortodoxa, y un poco menos conocida. Me dirigí entonces hacia la villa de Durham, no muy lejos de Newcastle, casi en la frontera norte con Escocia.
    Con una población sumamente universitaria, era obvio que la mayoría de la comunidad de anfitriones de Couchsurfing fueran estudiantes. Y casi a finales de mayo, la temporada de exámenes había comenzado. Eso me dejaba con pocas posibilidades de alojamiento.
    Pero finalmente encontré una opción. Una pareja de polacos que, a sus más de 30 años, ya no eran más estudiantes, sino trabajadores y padres de familia.
    Con su pequeña bebé de un año, vivían ahora en los suburbios de Durham, a donde llegué con un bus que tomé desde la estación central aquella mañana. 

    Pero los universitarios no me decepcionarían. Días antes de llegar, una estudiante de letras hispánicas llamada Naomi me había ofrecido mostrarme la ciudad. Después de todo, no todos los días tenía la oportunidad de conocer un hablante hispano nativo para practicar antes de obtener su grado.
    Me despedí entonces de mis anfitriones y me dirigí al centro de la ciudad, que como muchos en los diminutos pueblos británicos, se compone de calles estrictamente peatonales.

    No me tomó mucho tiempo darme cuenta que Durham es una ciudad verde, muy verde. Su casco antiguo se encuentra sobre una península serpenteada por el río Wear, que alimenta las tierras de vivos y coloridos follajes.

    Fue en la plaza del mercado, la explanada central de la ciudad, donde me encontré con Naomi, que tenía toda la tarde libre para poder compartir conmigo.

    Frente a la iglesia de San Nicolás y el ayuntamiento, Naomi gritó mi nombre y corrió a saludarme, acompañada de una amiga suya que iba camino a la biblioteca.

    ¿Qué te trajo hasta Durham, siendo tú de México? —preguntó con vehemencia su amiga, poco habituada a la presencia de turistas—. Su vida universitaria —respondí sin titubear.
    Con certeza no era el único mexicano en el lugar, ya que Durham aloja estudiantes de decenas de nacionalidades, que buscan entrar a sus puertas con becas para extranjeros.
    Naomi me llevó a recorrer las pequeñas calles empedradas de la ciudad, que ofrecían otra típica postal de una villa medieval británica.

    Durham nació hace más de mil años, alrededor del 995, cuando un grupo de monjes buscaban un lugar donde enterrar los restos de San Cuthbert.
    Exactamente en la meseta donde caminaba con Naomi fue donde construyeron un pequeño templo de madera, que con el tiempo se convirtió en la catedral de Durham, a la que no tardamos en llegar.

    La verde explanada frente a la catedral es el sitio favorito de los estudiantes para sentarse a estudiar, escuchar música, dormir o hacer un picnic con los amigos. Y en compañía de una universitaria nativa de Nottingham,  era casi obligatorio sentarse a tomar el té.
    Mientras Naomi sacó de su bolso un par de sandwiches que había preparado, me contó un poco sobre la historia del majestuoso templo.

    Fueron los normandos quienes empezaron a construir la catedral justo después de su arribo en el siglo XI, y hoy es considerada una de las mejores construcciones normandas de Europa.

    Aunque el complejo se considera de estilo románico, muchos piensan que fue el precursor de la arquitectura gótica de las iglesias normandas en el norte de Francia, ya que posee elementos como arcos puntiagudos, muy característicos del gótico.

    Como muchos templos británicos, empezó como una catedral católica pero se convirtió en la sede del obispado de Durham de la iglesia anglicana, tras romperse las relaciones con Roma por decisión del rey Enrique VIII.

    La catedral es de tanta importancia que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1986, tras considerarla la más perfecta obra maestra de la arquitectura normanda en toda Inglaterra.

    No es de sorprender entonces que haya sido elegida por las películas de la saga de Harry Potter para hacerla pasar por el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, después de algunos retoques y añadiduras digitales, por supuesto.

    Y es que cuando uno pasea por sus pasillos arqueados y su patio central es imposible no sentirse en el cuento de magos más famoso del mundo. 
    No hace falta viajar hasta los Universal Studios en Florida. Un simple paseo por las calles de Durham me hicieron transportarme al mundo de hechicería de J.K. Rowling. Incluso para alguien que, como yo, no es fan de la saga de Potter.

    La amiga de Naomi debía marcharse de vuelta a casa. Y su casa estaba justo al frente de la catedral, en el castillo de Durham. Sí, aquella chica vivía en un castillo medieval. Y lo hacía en compañía de otros 100 alumnos.
    El Durham castle fue construido por los reyes normandos para mostrar su poder en el norte de Inglaterra, y era habitado por el obispo de Durham que representaba, a su vez, al mismo rey.

    Pero tras la fundación de la Universidad de Durham, la fortificación fue cedida al University College, y desde entonces sirve como pensión estudiantil. Así, hoy su torre está provista de varios dormitorios, una biblioteca y un aula de informática, el salón principal sirve como comedor, la cripta como sala de reuniones y las capillas como salas de teatro.

    Los universitarios de Durham poseen así el sueño de muchos. Vivir en un castillo. Y lo hacen así durante los años que les toma obtener su grado. Por desfortuna para mí, el ingreso está solo permitido a sus residentes. Tuve que conformarme con admirarlo desde fuera y con escuchar las historias de Naomi, quien por cierto, no vivía en él.

    Me invitó entonces a su casa y hacer lo más inglés que puede hacer un turista: tomar el té. Pero antes era necesaria una escala en uno de los puestos de comida rápida más atestados por los estudiantes, para hacer otra de las cosas más inglesas que no podía esquivar: comer fish & chips.

    Hasta entonces sólo había podido ver las fish & chips en pubs irlandeses alrededor del mundo, pero poco había para poder imaginar. Literalmente, es un plato de papas a la francesa con pescado frito. Poco sabroso, poco apetitoso. Ni siquiera un chorro de su fabuloso vinagre pudo arreglar el tan célebre snack inglés. Era mejor ir por aquel té.
    Para ello debimos bajar por la colina que se alza sobre el río, entre cuyo follaje sobresalen algunas de las otras residencias universitarias, mucho más modernas que el Durham castle.

    Por dondequiera que pasábamos, el ambiente estudiantil podía respirarse. Con una pinta de cerveza siendo servida, un libro nuevo siendo leído, un grupo de amigos discutiendo los resultados del último partido, y algunos debatiendo acerca del próximo examen a rendir.

    Los verdes paisajes que orillan al río Wear hacen de Durham el sitio perfecto para la vida estudiantil. Una excelente mezcla entre la vida nocturna y el aire natural que cualquier estudiante necesita para aliviar el estrés.

    Estudiar en Oxford o Cambridge puede ser el sueño de muchos; pero mudarse a Durham para sus estudios sigue manteniendo la mente de muchos preuniversitarios ocupada.

    La tercera universidad más antigua de Inglaterra se ha ganado el respeto y cariño, no solo del Reino Unido, sino de un sinfín de estudiantes extranjeros que tocan a sus puertas en busca de una oportunidad en uno de sus 16 colegios.
    Y así como cualquier mago de J.K. Rowling aguarda pacientemente su invitación a Hogwarts, son muchos los ingleses que esperan con ansias su carta de aceptación a Durham. Y yo también lo haría.

    Aquella tarde, con un té en mano, Naomi y Durham me mostraron lo que se siente ser un universitario en el Reino Unido. Y fue una magnífica manera de tomar aquel pequeño bocado.
    Y con dirección al norte al siguiente día, ahora me tocaría ponerme en otros zapatos, para poder entender un poco más lo que marca la diferencia de Inglaterra con Escocia.
     
  7. AlexMexico
    Con una ruta dibujada al norte desde que arribé a Londres una semana antes, era inevitable resistirse a cruzar el antiguo trazo del muro de Adriano, que durante años marcó el límite boreal del Imperio romano dentro de Britannia, una de sus provincias más preciadas.
    Descansado un par de días en Durham, eran solo 100 kilómetros los que me restaban para salir de Inglaterra, pues al norte, una invisible frontera marcaba el inicio de Escocia.
    Después de pasar siete meses en Francia y de la amistad que forjé con Liane, una chica escocesa, era imposible que mi rumbo no pretendiese culminar en las tierras septentrionales del Reino Unido. Y fue allí a donde tomé mi autobús.
    El Reino Unido es un país bastante complicado de entender. Planear mi viaje no fue, por tanto, lo más fácil con lo que pude enfrentarme.
    ¿Por qué ninguno de los escoceses que había conocido hasta entonces se definía así mismo como british? De hecho, ¿cuál es la palabra verdadera para definir la nacionalidad de las personas del Reino Unido? Es más, ¿es el Reino Unido un país?
    Bastante complejo había de ser comprenderlo. Y aunque toda la vida había escuchado hablar de Escocia, ¿era Escocia un país, o solo una provincia del Reino Unido?
    No podía dirigirme a las tierras altas de la Gran Bretaña sin antes comprender un poco más sobre la historia y el funcionamiento de este país insular.
    El Reino Unido es, después de todo, un país soberano. Pero el reino se compone, de hecho, por cuatro países o naciones integrantes, que gozan de cierta soberanía dentro del mismo: Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte. Así, el nombre oficial del estado es Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte.
    Gran Bretaña, como muchos saben, es el nombre de la isla principal del reino, donde se encuentran Inglaterra, Gales y Escocia. Irlanda del Norte es la cuarta nación, ubicada al norte de la República de Irlanda, y ambos países comparten la isla de Irlanda.
    Por tanto, es un error común confundir los gentilicios. Un irlandés es cualquiera que haya nacido en la isla de Irlanda, aunque se usa más bien para los nacidos en la República de Irlanda. Alguien nacido en Irlanda del Norte es un norirlandés. 
    Sin embargo, los norirlandeses pueden también ser británicos, ya que es el gentilicio oficial para todos los nacidos en el Reino Unido. Pero cuidado, porque un inglés es exclusivamente la persona nacida en Inglaterra, excluyendo a Escocia, Gales e Irlanda del Norte.
    Así, los norirlandeses, ingleses, galeses y escoceses son todos a su vez británicos, pues forman parte del Reino Unido. Pero es extraño encontrar un galés, norirlandés o escocés que se defina a sí mismo como británico. Y esa es la primera viva muestra del sentido independentista que recorre el país.
    El Reino Unido no es muy unido. De eso me di cuenta rápidamente. Y si las cuatro naciones se encuentran unidas se debe a la fuerza que ha ejercido Inglaterra sobre sus reinos vecinos a lo largo de la historia, pues hasta el momento, es el integrante más poderoso.
    Debía entonces estar consciente que aquella tarde me estaba adentrando en algo distinto. Seguía en el suelo del Reino Unido; seguía en el suelo de Gran Bretaña; pero estaba entrando en Escocia, una nación completamente diferente.
    Al bajar del autobús en la estación central caminé a través del centro histórico de Glasgow, la ciudad más grande de toda Escocia, donde pasaría un par de días hospedado por Gaz, un chico local que aceptó mi solicitud en Couchsurfing.

    La primera impresión que tuve de él quizá no fue la mejor. Los estereotipos sociales que innegablemente recorrían todavía mi cabeza forjaron los primeros prejuicios sobre su persona, basado solamente en sus fotos de perfil.
    Un corte de mohicano, perforaciones por todo el cuerpo y tatuajes que cubrían hasta su cráneo, mientras se le veía parado bajo puentes y lotes baldíos llenos de basura y pintando obras de grafiti con botellas de aerosol.
    Pero sus referencias eran bastante buenas. Al parecer, uno de los mejores anfitriones que se podía encontrar en Glasgow.
    El punto de encuentro fue al frente de un edificio corporativo del centro financiero, de donde Gaz salió vestido tal y como lucía en sus fotos. Me saludó con entusiasmo y me ofreció ir por el almuerzo.
    Quizá es que nunca había visto a alguien con tal pinta trabajar en una oficina tan moderna y lujosa como aquella. Al menos no en México. Pero de entrada, eso me daba gusto. Era la viva muestra de la poca discriminación que en Escocia se hace por la apariencia de las personas.
    Al pasearnos al lado de restaurantes de comida rápida y bares, la elección de Gaz fue un restaurante vegano. Sí, aquel escocés con pinta de chico malo estaba en su transición para convertirse en vegano.
    Mis prejuicios poco a poco se empezaron a desmoronar. Gaz no fumaba, no se drogaba, no comía carne y rara vez bebía alcohol (a excepción de un whisky o una cerveza ocasional, después de todo, es escocés de nacimiento).
    Luego de un plato de lentejas y verduras con un poco de pan, caminamos hasta su casa, ubicado en una de las zonas residenciales no muy lejos del centro, llamada Dennistoun.
    Las casas de aquel barrio simulaban mucho el estilo de vida de los suburbios de Estados Unidos, con una verde y pacífica calle donde reinaba la tranquilidad, muy cerca, pero lejos del bullicio de la gran metrópoli escocesa.

    Más adelante, la fachada de los hogares cambió. Esta vez por edificios con una notable influencia de la arquitectura victoriana. Ahora me sentía mucho más en Escocia, país que también vivió el gobierno de la reina Victoria.

    En uno de aquellos bellos edificios victorianos es donde vivía Gaz. Su apartamento, una vez más, destruyó mis estereotipos. Un espacioso y limpio departamento donde la luz entraba por cada hueco era algo que pocos se imaginarían de alguien como él. No me cabía duda entonces del porqué tantas referencias positivas colmaban su perfil.
    Cuando por fin pude dejar mi mochila y liberar mis hombros de su peso, salimos a dar una caminata y disfrutar del sol que alumbraba Glasgow aquella tarde.
    No muy lejos de Dennistoun pasamos frente a la Wellpark Brewery, una de las fábricas de cerveza más viejas de Glasgow.

    Fundada en 1740 por dos hermanos creadores de la filial Tennent Caledonian, dentro de sus instalaciones se producen alrededor de 10 marcas de cerveza, siendo la más famosa la Tennent Lager, la cerveza líder en Escocia, que abarca el 60% de las ventas.
    La creación de cerveza en la zona data, de hecho, desde 1556, casi cinco siglos atrás. Aunque la compañía nacería 200 años más tarde. Hoy, es la mayor exportadora de cerveza escocesa en el mundo. 

    No podíamos resistirnos entonces a entrar a uno de los bares del East End en Glasgow y probar una buena Tennent, que apaciguó por un rato el calor que se sentía aquel día.
    Detrás de la Wellpark Brewery y luego de un tarro de cerveza, Gaz me llevó hasta una colina baja que domina el este de la ciudad, donde se encuentra la necrópolis.

    ¿Por qué diablos me llevaría a un cementerio? Era quizá la pregunta. Pero la Necrópolis de Glasgow es mucho más que eso.
    Inaugurada en 1883, sus planificadores se inspiraron en el cementerio Pere laChaise de París, que más que un simple panteón es un hermoso parque público.

    El concepto de cementerio-jardín recorrió varias ciudades europeas, y en el Reino Unido sucedió sobre todo durante la ostentosa época victoriana.

    Es por ello que las tumbas que atestan la necrópolis son verdaderos monumentos mausoleos que, a decir verdad, fueron construidos por los mejores arquitectos escoceses de la época.

    Muchas de las 50 mil personas que han sido enterradas en la colina fueron gente que gozó de privilegios económicos, y pudieron costear un digno monumento que los acompañara en la otra vida. No obstante, a muchos de los ciudadanos de Glasgow que allí residen el ayuntamiento los apoyó con fondos públicos para su entierro.

    Con cementerios como los victorianos de Europa hasta dan ganas de morirse. Lo mejor de todo, es poder hacer un picnic o tomar una clase de acroyoga (como hicimos nosotros) sin el miedo que recorre las entrañas por pararse sobre los difuntos. Como dije, la necrópolis es mucho más que solo muertos enterrados bajo tierra.
    Y justamente al lado del cementerio llegamos a la catedral de Glasgow, o catedral de San Mungo, el sitio más visitado por los turistas en la ciudad.

    El templo es una de las iglesias medievales mejor conservadas en el Reino Unido. Tuvo la suerte de no ser destruida durante la guerra de la Reforma protestante, ya que nació bajo el culto católico, pero pasó a ser parte de la iglesia de Escocia.

    Fue durante el siglo XVI cuando muchos reinos europeos decidieron cortar relaciones con el papado de Roma y fundar su propio culto, inspirados por la tesis de Martín Lutero. Así, Inglaterra hizo su propia iglesia (la iglesia anglicana), mientras Escocia fundó la suya.
    Aunque hoy ambas naciones forman parte del mismo reino, no comparten la religión. Y mientras la reina Isabel II es la cabeza de la iglesia anglicana, no lo es de la iglesia de Escocia, que funge como un ente independiente.
    La arquitectura gótica de la catedral es el fiel testigo de que Escocia nunca se quedó atrás ante el poderío arquitectónico y político de sus vecinos en Europa. Y si no fuera por compartir tierras con Inglaterra, sería hoy quizás un poderoso país independiente y una potencia occidental.

    Antes de que el sol se escondiera volvimos al apartamento, no sin antes comprar algo para la cena. Y una degustación de whisky al lado de Gaz sería el vaso ideal que necesitaba para conciliar mejor el sueño.
    Al siguiente día nos tocó el turno de recorrer el centro histórico de la ciudad.
    A diferencia de la catedral, el casco antiguo no data del medievo, ni siquiera de la Reforma protestante. En cambio, muchos de sus edificios fueron construidos durante el siglo XIX.

    Aunque antes de 1707 Escocia fue un reino independiente, nunca sus ciudades gozaron de tanto poder como lo hicieron durante la época victoriana. 
    Y es que la reina Victoria marcó el punto álgido de la revolución industrial. En aquel tiempo, Glasgow llegó a ser considerada la segunda ciudad del imperio, después de Londres, por supuesto.
    Los astilleros que se erigieron en la preciada ubicación junto al río Clyde, así como la extracción de carbón y hierro, y las fábricas de algodón y textiles, marcaron una escalación económica sin precedentes en Escocia y en el mundo.

    Los principales edificios del centro lucen así una increíble arquitectura victoriana. Es el caso de la Plaza George, la principal explanada de la ciudad.

    Aquel día, un puñado de ramos de flores adornaban el jardín alrededor de la columna principal. Era un mensaje de solidaridad y pésame para las víctimas de los ataques terroristas sucedidos apenas unos días antes en Manchester.

    El Estado islámico se autoproclamó autor del ataque que dejó al menos 22 personas muertas durante un concierto de Ariana Grande en la Arena de la ciudad. Los escoceses pueden ser separatistas y sentir a veces un gran recelo contra Inglaterra. Pero, después de todo, siguen siendo seres unidos y pacifistas.
    Más adelante llegamos a la Galería de Arte Moderno, que se alberga en un exquisito edificio neoclásico del siglo XVIII.

    Glasgow es la capital cultural de Escocia. Su escena artística tiene de todo un poco. La calle Buchanan, por ejemplo, fue una viva muestra de ello.

    Rodeada de tiendas, museos, restaurantes y bares, el ambiente vivo que se respira en esta avenida peatonal del centro deja al desnudo la sonrisa del pueblo escocés.

    Los bares y salones de música han visto pasar a multitudes de solistas y bandas que han alcanzado gran fama, tal es el caso de Oasis y los Snow Patrol.
    Un poco más hacia el sur, al lado del río Clyde, llegamos a Glasgow Green. el mayor y más bonito de los parques de la ciudad.

    La bienvenida nos la dio el monumento que conmemora los Juegos de la Mancomunidad del 2014, un evento deportivo que se lleva a cabo cada cuatro años entre todos los miembros de la Commonwealth. Glasgow es también la capital deportiva de Escocia.

    Al fondo llegamos al People’s palace, un museo que muestra la historia de la ciudad y cómo la revolución industrial la llevó hasta el puesto que ocupa ahora. Lo mejor de todo fue, sin duda, el invernadero de cristal que se yergue en su exterior.

    Pero la belleza artística de Glasgow no me había mostrado todavía su mejor cara. Hacía falta dar un paseo por las comunes y corrientes calles de sus distritos.

    Bastaba solo alzar un poco la vista para darse cuenta que Glasgow es, también, la capital del grafiti y los murales.

    Ahora entendía por qué Gaz tenía tantas fotos frente a los muros pintados con aerosol. Es que esas pequeñas latas de pintura representan un verdadero espíritu para los locales de la urbe escocesa.

    Desde figuras deportivas hasta artistas musicales, las paredes de Glasgow hablan por sí solas. Y si la gente me había hecho pensar en Escocia como un lugar lluvioso, frío y gris, el street art del que estaba siendo testigo me decía todo lo contrario.

    Con antecedentes mexicanos tan majestuosos, como Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, era imposible no quedar anonadado ante la belleza de aquellas pinturas.

    Los murales de Glasgow fueron la mejor manera de pasar mi último día en la ciudad. Y aunado a la hospitalidad de Gaz, Escocia había sido hasta ahora un lugar del que difícilmente podía evitar enamorarme.

    Y faltaba lo mejor, pues al siguiente día los castillos, el parlamento y la silla de Arthur me transportarían a las locaciones de Danny Boyle y Trainspotting.
  8. AlexMexico
    El concepto que tenemos de una región del mundo siempre está asociada a los clichés y estereotipos que de ella nos hemos hecho a lo largo de nuestra vida. Aunque algunos más fuertes que otros, es poco probable que nuestra imaginación no genere un pequeño prejuicio.
    Hacía tres días que había entrado a Escocia, desde su ciudad más grande y poblada, Glasgow. Sin ponerlo en duda, Escocia es quizá uno de los rincones del mundo del que más estereotipos posee la gente. Vamos, que un hombre con falda a cuadros con una gaita y una botella de whisky parado frente a un castillo en las montañas junto a un lago es algo que vendría a la mente de muchos.
    Pues bien, hasta entonces nada de eso se había aparecido frente a mí. Pero cambiaría al dirigirme a Edimburgo, la capital escocesa de la que tantas recomendaciones había recibido.
    Mi amiga Liane, con la que pasé varios meses en Francia, era oriunda de Glasgow. Pero varios años vivió en Edimburgo con su hermana gemela, Mairi, quien todavía vivía y estudiaba allí.
    No divagó entonces en sugerirme que mi viaje por el Reino Unido terminase allí, en las calles donde Dany Boyle ambientó la emblemática Trainspotting en los años 90s.
    Tomé entonces un autobús hasta la estación central de la ciudad, desde donde me dirigí a un apartamento en los suburbios al oeste de la ciudad, donde Krystof sería el couchsurfer que me hospedaría por dos noches.
    Ya que aquel día debía trabajar, tuve que dejar pronto su apartamento y volví al centro de Edimburgo. Y con unas horas de sobra antes de encontrarme con Mairi, recorrí por mi cuenta las calles para darme una primera impresión.
    El autobús me dejó en la llamada Ciudad nueva. Aunque claro que su construcción no es reciente al ser parte del centro histórico, lo es en comparación de la Ciudad vieja, ubicada justo del otro lado.

    El centro de la ciudad está dividido en dos por una franja de tierra sumergida que solía ser un pantano, y donde hoy se posa la estación central. Desde su lado norte, el fondo del paisaje muestra una primera conocida postal de la urbe, la Ciudad Vieja con Arthur’s seat en el fondo, la colina más famosa.

    Esta zona es considerada una obra maestra en la planeación urbanística. Culminada en 1800, uno de sus mayores íconos es la Bute House, ubicada en Charlotte Square y diseñada por el arquitecto Robert Adam. Es hoy la residencia oficial del Ministro principal de Escocia.

    El edificio neoclásico es también muestra y orgullo de Escocia, que se mantiene todavía con un ferviente sentimiento independentista dentro del Reino Unido.
    Si bien el ministro principal cumple las funciones del gobernador de una provincia o territorio (por debajo del primer ministro del Reino Unido) Escocia cuenta también con un parlamento propio, que también se ubica en Edimburgo.
    Así, desde los años 90s que fue formado, Escocia recuperó un poco de autonomía dentro del Reino del que forma parte actualmente y desde el año 1707, cuando se unió a Inglaterra.
    Al lado de la mansión, otra increíble construcción neoclásica apareció frente a mí. el hotel Balmoral, que se ha convertido en otro ícono de Edimburgo.

    Aunque para ese punto ya me había acostumbrado a que cada ciudad británica se jactara de ser el sitio donde J. K. Rowling vivió, escribió, se inspiró, etcétera, está probado que el hotel Balmoral es el lugar donde la autora terminó de escribir la saga de Harry Potter. De hecho, la habitación donde se hospedó es hoy una de las master suites, por la que habría que pagar cerca de mil libras esterlinas por noche.

    Desde el Balmoral crucé el north bridge, el puente que une al noreste ambos lados de la depresión geográfica y me adentré a la Ciudad Vieja.

    Con lo bien conservados que están los edificios del old town de Edimburgo era difícil creer que datara de la Edad Media, aunque después me enteraría que muchas construcciones fueron restauradas luego del incendio del 2002.

    Aunque las mismas cabinas telefónicas de un vivo rojo que son símbolo de Londres se encuentran en las calles del viejo Edimburgo, sus casas y calles empedradas me hacían sentir en un sitio muy diferente. Ahora me sentía en la verdadera Escocia.

    En una esquina de aquel mágico casco viejo me encontré con Mairi, quien había salido ya de clases y me invitó a pasar la tarde libre con ella.

    Mi amiga Liane había terminado su licenciatura y ahora pretendía vivir en Lyon, donde nos conocimos, para seguir dando clases de inglés. Mientras, su gemela Mairi, todavía enamorada de Edimburgo, decidió quedarse y estudiar un doctorado.

    Como parecía que una vez más había arrastrado el sol conmigo, Mairi quiso llevarme al mejor mirador de la ciudad antes de que las nubes ocultaran la ciudad, como me dijo, es costumbre que suceda cada tarde.
    Caminamos entonces hacia el parque de Holyrood, un parque real ubicado justo al lado este del centro histórico, y que representa la principal área verde de la ciudad.

    El parque se compone de colinas, lagos, cañadas y riscos de basalto que ejemplifican a la perfección el paisaje típico de los highlands de Escocia.

    El país se divide en dos zonas geográficas, las tierras bajas al sur (lowlands) y las tierras altas en el norte (highlands). Ambas se caracterizan por ser zonas de origen volcánico. Pero las highlands dejan mucho más al descubierto los tapones de basalto, y es en una de esas regiones talladas durante la última era glaciar donde se posa Edimburgo.
    El más famoso de los riscos es Arthur’s seat, o la silla de Arturo, que al elevarse 250 metros es el punto más alto de Edimburgo.

    Arthur’s seat es fácilmente accesible desde casi todos sus puntos, y fue hasta su cima a donde Mairi me invitó a subir. 

    La vista que se tiene desde lo alto es, sin duda, la mejor de la ciudad. Al este, puede verse el puerto de Leith, un suburbio donde Danny Boyle situó la vivienda de los personajes de Trainspotting.

    Al norte, la colina Halton, que sirve como Acrópolis de la ciudad y que le otorga su merecido apodo de ‘la Atenas del norte’.

    Y al oeste la Ciudad vieja dominada por el Castillo de Edimburgo, a donde más tarde caminaríamos.

    Arthur’s seat me dio un primer y estereotípico acercamiento a los paisajes de Escocia y su accidentada geografía. Ahora era tiempo de volver a sus caminos urbanos y perderme en sus calles empedradas.

    El trazo urbanístico del casco antiguo se lo dio precisamente la geografía al propio Edimburgo. La ciudad se construyó en la cola de una peña volcánica, que es donde se construyó la fortaleza que poco a poco se convirtió en un castillo. 

    Esa franja es bastante pequeña, por lo que en pocos años el aglutinamiento de personas fue muy grande, llegando a albergar 80 mil personas en algún momento, solo en aquel pequeño pedazo de tierra.

    De hecho, la Ciudad vieja de Edimburgo es una de la que posee edificios más altos en toda Europa. Y eso sucedió porque desde el medievo la urbe fue rodeada con una muralla. Por consiguiente, y como era obvio, la mayoría de la gente se negó a vivir fuera de la fortaleza, y eso llevó a que a los edificios se les colocara cada vez más pisos encima.

    El propio nombre de la ciudad posee aquella etimología. La palabra burgo era usada en la Edad Media para designar a las urbes que nacían alrededor de un castillo. En las lenguas germanas, el sufijo burgh se usó para nombrar a muchas de estas ciudades. Es el caso de Rotemburgo, Salzburgo, Hamburgo, Estrasburgo y, en este caso, Edimburgo (Edinburgh).

    Mairi quiso que nos detuviéramos en uno de los nuevos mercados para tomar una buena cerveza escocesa y disfrutar parte del partido de Galway contra Dublin, de la liga irlandesa.

    Luego del reposo, volvimos a cruzar el north bridge para pasar a la Ciudad Nueva. Ambas, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1995.
    No hay mejor vista de la Ciudad Vieja que desde el costado de la Ciudad Nueva, que por cierto, fue mandada a construir en el siglo XVIII por la necesidad de espacio para el creciente número de residentes.

    Uno de los mayores símbolos de la Ciudad Nueva es el monumento a Walter Scott, uno de los autores románticos escoceses más conocidos.

    El color de la piedra del monumento gótico se perdió durante los años de la Revolución industrial, época en la que Edimburgo era conocida como “la ciudad humeante”, por la enorme contaminación, lo que dio a muchos de sus edificios su color negruzco actual.

    Desde aquel lado de los jardines centrales, llamados Princess Street Gardens, se tiene una hermosa vista de uno de los más bellos edificios de la Ciudad Vieja: la sede del Banco de Escocia.

    Fundado en el siglo XVII, es el banco más antiguo que sigue en funcionamiento en el Reino Unido, y fue el primer banco europeo en imprimir su propio papel moneda. A decir verdad, el edificio que alberga sus oficinas centrales parece un verdadero palacio.

    De repente, paseando por los jardines apareció una pareja de novios, que posaban para la sesión de fotos de su cercana boda.

    Honestamente, no hubo nada más bello en mi visita a Edimburgo que ver a una hermosa novia pelirroja en su vestido blanco y a su guapo prometido usando el tradicional Kilt, la famosa “falda escocesa”.
    A diferencia de lo que muchos creen, el Kilt fue inventado por un inglés, y se incorporó a la identidad de las highlands de Escocia luego de su unión con Inglaterra en el siglo XVIII. Actualmente, los hombres la usan solo en las ocasiones más importantes, como en bautizos, fiestas, convenciones y, claro, el día de su boda.

    Ver a un escocés en su falda a cuadros besar a su prometida en una verde colina frente al castillo de Edimburgo fue el mayor cliché que pude esperar de Escocia. Sólo falta un whisky —me dijo Mairi—. Y es así como fuimos a un bar cercano por una copa de un buen scotch.
    Luego de ello, las colinas y las zigzagueantes calles de la Zona Vieja nos llevaron cada vez más arriba, hacia la peña del castillo.

    Mientras parte de la ciudad se encuentra en los túneles del subterráneo, es por supuesto la colina del castillo la que domina la metrópoli entera.

    El castillo fue construido en el siglo XII, y fue a partir de su construcción que surgió la ciudad misma de Edimburgo a sus pies.

    Como parte de una fortaleza que pretendía defender las tierras bajas de Escocia de los reinos del sur (sobre todo de Inglaterra), se usó casi siempre con fines militares, y nunca como la residencia del monarca escocés.

    Hoy, el castillo se usa con fines civiles y está abierto al turismo. Pero con un alto precio de entrada, decidí pasarlo por alto y seguir disfrutando la tardea al aire libre junto a Mairi.

    Me llevó luego a los pies de la catedral de Saint Giles, un templo medieval que pertenece ahora a la Iglesia de Escocia, y es considerada la madre de la iglesia presbiteriana.

    Muchos de los edificios de la Ciudad Vieja pertenecen también a la época de la reforma protestante, de la que Escocia formó un fuerte movimiento y le ha dado parte de su identidad actual.
    La calle que une el castillo y la catedral forma parte de la Royal Mile, cuatro calles que forman las principales arterias del centro, y que son hoy líneas importantes de turismo en Edimburgo.

    Desde las famosas cabinas telefónicas rojas instaladas por la Corona británica en todo el Reino Unido hasta hombres tocando la célebre gaita y espectáculos callejeros locales.

    Mairi me llevó después a los jardines de Greyfriars, una famosa iglesia de Edimburgo cuyo patio exterior resulta ser también un panteón.

    El cementerio resguarda las reliquias de algunos personajes famosos de la ciudad y miembros de la iglesia. Una vez más, Escocia me demostraba que los panteones europeos no son un sitio de temor, sino de esparcimiento y paseo.

    Fuera de la iglesia y sus jardines se encuentra The elephant house, uno de los tantos lugares en el Reino Unido que presumen ser el sitio de nacimiento de Harry Potter.

    Es bien sabido que J. K. Rowling vivió en Edimburgo y solía visitar los pubs y cafés alrededor de la universidad para poder inspirarse y escribir. Pues bien, The elephant house es uno de esos tantos, aunque no puede ponerse en duda que es hoy el más visitado de la ciudad, debido a la leyenda que se formó tras la autora.
    Aún así, no pensaba esperar varios minutos aguardando una silla y un café de dos libras, y preferimos seguir de largo.
    Cuando la noche comenzó a caer y con ella la llovizna se avecinaba, Mairi se despidió de mí. Debía volver a su apartamento y continuar escribiendo su tesis. Mientras yo, pasé por algo para la cena y regresé a la casa de Krystof, para alejarme de la lluvia y saciar mi apetito.
    Al otro día el clima no me había sonreído tanto como el anterior. Fue cuando me mandó un mensaje Adrien. Nos habíamos conocido en Lyon y ahora estaba de visita también en Edimburgo.
    Originario de Ohio, tenía planes para mudarse con su novia alemana a Bohn. Y como su primera vez en Europa, no dudó en pasar algunos momentos recorriendo la ciudad conmigo.
    Subimos a Arthur’s seat para comer un bocadillo y luego nos dirigimos a Calton, otra de las colinas que dominan la ciudad.

    Calton Hill y el castillo es quienes le dan el apodo de Edimburgo como ‘la Atenas del Norte’. Y es que no es normal encontrar en el norte de Europa ciudades que hayan surgido a partir de una acrópolis en lo alto de un cerro, como suele ser común en el sur del continente.

    Es algo extraño llegar a Calton Hill y toparse con monumentos griegos. La realidad es que ningún griego pisó estas tierras, y se trata simplemente de un monumento neoclásico que conmemora a los caídos en las guerras napoleónicas.

    Pero la colina es también un increíble mirador de Edimburgo, con la Ciudad Nueva a la derecha y la Ciudad Vieja a la izquierda.

    Pocos minutos pasaron para que la lluvia empezara a amenazar nuestra tarde. Adrien decidió entonces que sería buena idea terminar nuestra visita en Galería Nacional de Escocia, un museo de arte situado en los Princess Street Gardens.

    Inaugurada en 1859, expone obras que abarcan desde el Renacimiento hasta el impresionismo de las vanguardias del siglo XIX.

    Los artistas presentes van desde Tiziano y Rafael hasta el español Velázquez, que se hace presente con su obra Vieja friendo huevos.

    Así, Edimburgo nos demostró que Escocia nunca se mantuvo tan alejado del arte y del poder de las potencias en Europa como muchos creían.
    Su galería de arte, su castillo, su casco antiguo medieval pero, sobre todo, sus verdes y montañosos paisajes, me demostraron por qué Edimburgo es la ciudad favorita de los escoceses por excelencia.

    Edimburgo fue una excelente manera de terminar mi viaje por el Reino Unido y por Europa del norte. Al siguiente día, me embarcaría de vuelta a París, para pasar mis últimos días en Francia antes de volver a México, luego de nueve meses trabajando y viajando en el viejo continente.
    Finalizar un viaje nunca es tarea fácil. Pero siempre puede más el poderoso deseo y la seguridad de que otra larga aventura se avecina en un futuro cercano.
    Y con un diario lleno de historias y una mente llena de recuerdos, volví a México, dispuesto a preparar mi próxima travesía por el mundo.
  9. AlexMexico
    El transcurso de una vida urbana puede fácilmente tornarse en algo rutinario, incluso en la grandeza de la Ciudad de México donde, no importa cuándo, siempre se encuentra algo por hacer.
    Si bien, la rutina es algo que se puede fácilmente esquivar en la capital mexicana, hay algo de lo que es imposible escapar. La contaminación y la gente. Un pacífico fin de semana, a solas en el aire fresco, es una demanda de colosales magnitudes en una de las metrópolis más pobladas del mundo. Pero hay algo que la hace única, a pesar de su estresante e incesante actividad.
    Hace casi 700 años, los mexicas (mejor conocidos como aztecas) decidieron construir su capital en uno de los más bellos paisajes del Aztlán, la tierra que ellos consideraban su mundo. Fue en un islote, en medio de un lago rodeado por montañas, donde fundaron Tenochtitlán, lo que hoy todos conocemos como Ciudad de México.
    Los alrededores de Tenochtitlán están cercados de impresionantes paisajes naturales, que dejaron en claro por qué Mesoamérica fue y será el cuerno de la abundancia. Es así que escapar de la ajetreada vida capitalina es, incluso hoy, una tarea fácil.
    Aquella vez, la decisión para reposar un fin de semana fue tomada por Sediel, uno de mis mejores amigos con cuya novia haríamos el viaje. Con una tienda de campaña casi nueva, un saco de dormir y una mochila sedienta por querer ser utilizada, el estado de Hidalgo fue lo que atrajo nuestra atención.
    Contiguo al Estado de México, Hidalgo cuenta con pueblos coloniales, grutas, aguas termales, bosques, cañones, cascadas, minas y un sinfín de interesantes propuestas de aventura. Y muy cerca de Pachuca, su capital, el pueblo de Huasca de Ocampo fue el destino elegido.
    La pequeña localidad nació en la época colonial española, cuando la producción minera atrajo a adinerados hacendarios europeos, que usaron la mano de obra indígena para la explotación.
    El pueblo creció alrededor de cuatro grandes haciendas, y aunque en el declive de la zona (cuando México se volvió independiente) muchos edificios quedaron casi en ruinas, en el siglo pasado se restauró para hacerlo un pueblo de paseo para turistas.
    Son varias cosas que hacen especial a Huasca. Su café, sus leyendas (que incluyen a duendes y brujas) y, sobre todo, su hermosa situación geográfica.
    Ubicada entre la Sierra de Pachuca y el Valle de Tulancingo, los paisajes aledaños a Huasca son un deleite visual, perfecto para los cazadores de un reposo en la naturaleza. Así que en vez de quedarnos mucho más tiempo en Huasca decidimos seguir nuestra ruta hasta los prismas basálticos, uno de los principales atractivos del valle.
    Huasca se emplaza en el oriente del Eje volcánico transversal, una cadena de volcanes que atraviesa el país de este a oeste y lo corta por su parte central. 
    Hace un par de millones de años, el enfriamiento del escurrimiento de lava que se generó en esta zona formó columnas de basalto que tomaron formas de prismas pentagonales y hexagonales. El resultado es hoy una maravilla.

    El conjunto de prismas encimados entre sí parecen una estructura de legos. Es difícil creer que la naturaleza haya creado formas tan inorgánicas por sí sola.

    Accedimos a los prismas bajando unas escaleras que llevan hasta un pequeño corredor, por donde cae un arroyo. El agua es traída desde los ríos y las presas que alimentan de agua la comunidad de Santa María Regla, a la que pertenecen las columnas.

    Aunque algunas de las pequeñas cuatro cascadas fueron arrastradas hasta allí por el hombre, no hay mejor manera de darle un toque más encantador a un lugar como aquel que con caídas de agua.

    El arroyo culmina en un pequeño estanque, al que se debe acceder desde la hacienda contigua. Es la llamada Cascada de la Rosa.

    Este lugar fue visitado y estudiado incluso por personajes como Alexander von Humboldt, durante sus viajes por América Latina. La UNESCO nombró al sitio como uno de los 30 geoparques de la Red global de geoparques.
    Aunque ya había sido testigo de columnas basálticas del mismo estilo en Islandia, verlas en México no hizo más que reafirmar que es un país que lo tiene todo.

    Antes de que se hiciera más tarde, era momento de decidir dónde debíamos acampar. La zona de Huasca de Ocampo posee múltiples sitios para hacerlo. Pero al ser el último fin de semana del verano estudiantil, los campings y balnearios estaban repletos. 
    El pueblo no era una buena idea para huir del bullicio. Y con ganas de un contacto mucho más natural, decidimos escuchar la sugerencia de un chofer.
    Unos kilómetros al norte, lejos de la carretera, había un lugar llamado Peña del Aire. Nada habíamos escuchado sobre él. Incluso, encontrarlo en Google Maps no fue del todo fácil. La información en internet era casi escasa. Pues bien, eso lo hacía el lugar perfecto.
    Según se nos dijo, pocas personas llegaban hasta la peña, ubicada al borde un acantilado bajo el cual se extendía un enorme cañón. Y en lo alto, una zona de camping era ideal para pasar la noche, lejos de las luces, del ruido y de cualquier contacto humano.
    Aceptamos así un viaje en taxi hasta la peña. Y tras un arduo viaje por un feo y estrepitoso camino de ripio, el chofer nos dejó en un centro de visitantes, que no era más que una palapa.
    Peña del Aire es un parque ecoturístico protegido. Hay pocas casas y propiedades privadas dentro del terreno. Las únicas construcciones son casetas de vigilancia, cobranza y algunos puestos de comida y tiendas. 
    A solo unos pasos de aquel puesto de visitantes se abrió ante nosotros un enorme cañón, parte de la Sierra de Pachuca.

    El nombre Peña del Aire se debe, precisamente, a una gigantesca peña que se yergue en uno de los costados de la barranca. Y sí, de hecho, parece que flota en el aire.

    Estas formaciones rocosas son características de las barrancas de la Sierra Oriental. Y el sitio perfecto para un centro ecoturístico.
    Una tirolesa de unos 70 metros de largo se tiende al lado de la peña y permite a los visitantes volar sobre el abismo. 

    En la parte más baja, un río dibuja el camino del valle, junto al cual solo una pequeña iglesia se posa junto a un par de campos de cultivo. Al mirar abajo, creímos que sería un excelente lugar para acampar.

    Comenzamos el descenso con mochila al hombro, cuidadosos de seguir el mezquino sendero que nos guiaba. El calor era sofocante, pero valía la pena hacer el intento.

    Las vistas desde las laderas eran sencillamente magníficas. La vegetación parecía hacerse cada vez más verde y, a decir verdad, no era lo único colorido que apareció en nuestro camino.

    El curso nos llevaba por todo el costado de la barranca, pero poco simulaba bajar al río. Aunque los lugareños nos habían asegurado un rápido descenso, la travesía era más larga de lo esperado.
    Antes de seguir, supimos que algo no resultaría. Esperábamos el arribo de dos amigos más, y en lo bajo de la barranca la señal de telefonía era escasa. Sería mucho más fácil encontrarlos en lo alto del acantilado.
    Volvimos entonces, entregados al calor de la tarde que, por cierto, no tardaría en esfumarse para dar paso a un fresco atardecer.
    La planicie superior fue el mejor lugar para montar el campamento. Un terreno llano, pastoso y fresco donde, al parecer, seríamos los únicos en pasar la noche.

    Nuestros amigos no tardaron su arribo, por suerte, antes del ocaso. Y con las tres tiendas una junto a la otra, fue momento de armar la hoguera.

    Una pila de malvaviscos y roles de canela fue el menú perfecto para el atardecer, que tras un cielo nublado se esfumó sin mucha presencia.
    Pero aquellas nubes de tormenta, cuyos relámpagos eran lo único que iluminaba el horizonte nocturno, crearon la atmósfera perfecta para las historias de terror que se avecinaban.
    Huasca de Ocampo es el sitio perfecto para alguien como Sediel, un fanático de las criaturas de fantasía. El pueblo está lleno de leyendas sobre duendes y brujas que moran los bosques circundantes, y que han hecho sus apariciones en repetidas ocasiones.
    De hecho, cuenta con su propio museo de los duendes. Y vaya que nuestro campamento simulaba ser su hogar, con una torre de metal en forma de sombrero que, de hecho, albergaba los únicos baños disponibles, a los que nadie se atrevía a entrar una vez caída la noche.

    Cuando el fuego se fue consumiendo, una extraña luz apareció detrás de los arbustos. Un color amarillo fluorescente de forma redonda se movía con delicadeza, y de repente palpitaba como el latido de un corazón.
    No le prestamos mucha atención, quizá era alguien con una linterna. Tras pocos minutos se esfumó sin darnos cuenta.
    A la siguiente mañana, los lugareños nos contarían que se trataba de una bruja. Aparecer como pequeñas centellas era su especialidad en aquella zona. Pues bien, al menos no decidió visitar nuestro campamento.
    El alba fue bastante frío. El sereno dejó nuestras carpas más que húmedas por fuera. Y no había nada que deseáramos más que un café caliente. Pero habría que esperar la apertura de los puestos.
    Entretanto, un temprano despertar fue la mejor decisión grupal tomada para poder ser testigos de un hermoso amanecer.

    El sol se levantó sobre la sierra oriental, iluminando tenuemente la figura de cada barranca del cañón. Nada, sino el cantar de las aves, se podía escuchar en el abismo.

    Es lo que un grupo entero de capitalinos buscaba lejos de la metrópoli. La serenidad de una fría y verde mañana. Pero acompañada de un café de olla a la apertura del primer puesto, todo fue incluso mejor.
    Luego del desayuno fue momento de bajar a la peña, y contemplar el valle dibujado por los primeros rayos del sol.

    La bruma de la mañana poco a poco se retiraba, y dejaba al desnudo la vitaleza de un cañón que podía apaciguar todo pensamiento y todo presente.

    Escalar la peña no era una opción segura, pero hasta la poca altura que pudimos llegar fue suficiente para sentirnos satisfechos en nuestro viaje.

    Disfrutar de la barranca sin la presencia de turistas durante la noche y la mañana fue una excelente decisión, que nos daría el respiro necesario para volver a la vida de una colmada ciudad.
  10. AlexMexico
    A tan sólo dos horas de mi ciudad se encuentra la capital del Estado de Veracruz: Xalapa.
    A pesar de nuestra cercanía, ambas ciudades son muy distintas. Si bien el puerto de Veracruz se ha posicionado como un sitio turístico de playas, fiestas, mariscos y baile, Xalapa, que ostenta el título de "ciudad de las flores", ofrece un ambiente más dirigido a la oferta de establecimientos y eventos culturales, como cinetecas, obras de teatro, arte callejero y música.

    No es de extrañarse, pues es la sede de la Universidad Veracruzana, y resaltan sobre las demás, la facultad de humanidades y la facultad de artes, que se ven llenas de jóvenes al estilo hipster, hippie y alternativo, que gustan de este tipo de ofertas.
    Xalapa, con su clima templado húmedo y su paisaje rodeado de montañas y bosque, es la ciudad ideal para alojar al Hay Festival, un encuentro cultural donde se reúnen literatos, cineastas, artistas visuales, músicos, periodistas y ecologistas en mesas de diálogo, y tratan temas de vanguardia para cada especialidad.

    Asistí con un amigo a la primera edición del festival, que se llevó a cabo en octubre del 2011. Cuál fue nuestra sorpresa al encontrarme allí a la mitad de mis compañeros de carrera (que está en Veracruz). Así que decidimos unirnos con algunos para pagar juntos una noche en un hotel barato.
    Xalapa es una ciudad de calles empinadas, pero es mágico caminar entre ellas. Pasadizos estrechos y callejones repletos de puestos ambulantes que venden pulseras, incienso, tatuajes, artesanías, té, café, utensilios esotéricos y libros.

    Cafeterías, pizzerías, restaurantes y bares. Todo a precios bastante económicos, precios que nunca he podido hallar en mi ciudad natal.
    Personas vestidas de maneras extravagantes; faldas largas y coloridas, bufandas a cuadros, rastas en el pelo, sandalias bajo la lluvia...
    Había visitado Xalapa en repetidas ocasiones. Pero hacerlo durante el Hay Festival tiene su propio encanto. Puedes ir caminando por la acera y toparte a tu escritor favorito, al director de cine que tanto admiras, al poeta que te inspiró a declararle el amor a tu pareja o al músico de tus sueños.

    A mí me pasó algo curioso. Después de asistir a varias conferencias, terminé por error en una a la que no deseaba asistir. Ni siquiera la había visto en el programa. Se trataba de una ponencia de un caricaturista neoyorkino, llamado Peter Kuper. Presentó su libro "Diario de Nueva York" y el más reciente hasta entonces "Diario de Oaxaca". Su ilustración me cautivó tanto que terminé por comprar ambos ejemplares. Después de leerlos, me enamoré de su trabajo.
    Creo que el Hay Festival es una buena manera de descubrir algunas pasiones perdidas y de reforzar las habidas. El acercamiento a personalidades que a veces vemos lejanas a nosotros puede poner nuestros pies en la tierra y observarlos como los seres humanos que son.
    Pero si no tienen la oportunidad de visitar Xalapa durante los días del Festival, ofrece muchas cosas en todas las épocas del año. Un museo interactivo de ciencia y tecnología. El museo de antropología e historia más importante del estado. Un campus universitario enorme, verde y floreado, con lagos en el medio e infinidad de salas de exposición y sitios de interés. Además, alrededor de la ciudad hay un sinfín de opciones para la recreación, como el Cofre de Perote (un volcán extinto de 4,280 msnm) Coatepec (un pequeño y mágico pueblo) y las cascadas de Xico, de las que hablaré en otra ocasión.

  11. AlexMexico
    Inauguraré este nuevo blog sobre el centro y la zona del bajío de México, con la travesía que mis amigos y yo pasamos en una de las montañas más altas del país: el Nevado de Toluca.
    El Cinturón de Fuego del Pacífico alberga a este volcán extinto de 4680 metros de altura, que se erige en el valle de Toluca (declarado Parque Nacional), a 120 km al oeste de la Ciudad de México, aproximadamente.
    Mis amigos y yo decidimos emprender la aventura en los últimos días de septiembre, cuando el clima no es tan frío, pero se corre el riesgo de lluvias repentinas.
    Para llegar al volcán, debimos hacer escala en la ciudad de Toluca, capital del Estado de México, a casi una hora de distancia saliendo desde la Estación de Autobuses de Observatorio del D.F. Salen camiones en repetidas ocasiones, así que no afecta mucho la anticipación de la compra del billete.

    Una vez en Toluca, compramos boletos para un bus que sube la montaña del Valle de Toluca, pasando por todos los poblados pequeños, la mayoría de ellos de agricultores y ganaderos. No nos tomó más de 40 minutos.
    La odisea empezó cuando, durante las frecuentes curvas de la carretera, nos vimos rodeados de arboledas y cerros interminables, y no sabíamos por dónde se comenzaba el ascenso al cráter. De repente, el chofer nos preguntó: "¿No iban a escalar la montaña?"... "¡Sí!", contestamos. "¡Pues debían haber bajado hace unos kilómetros atrás!... Salgan!"
    Desconcertados, descendimos del autobús, sin saber dónde diablos estábamos. Varados en una pequeña carretera, intentamos hacer autostop al escaso número de coches que transitaban, al menos para pedir información. No conseguíamos el éxito.

    Pronto, un buen samaritano detuvo su camioneta y, amablemente, dejó que los 7 desvergonzados jóvenes subiéramos   Nos condujo algunos kilómetros atrás, donde estaba la caseta que marcaba el inicio del sendero de tierra y roca para subir a la cima.
    Después de darle las gracias, emprendimos el viaje. La verdad es que habíamos investigado muy poco sobre el tema. Una noche antes habíamos ido a un karaoke, y nuestro amigo Guillermo nos comentó sus deseos de ir a la montaña. Aceptamos y acordamos el punto de encuentro en la ciudad para la mañana siguiente.
    No sabíamos cuántos kilómetros se debían recorrer; no sabíamos si era apto para senderismo, o si sólo entraban coches y bicicletas. No sabíamos cómo estaría el clima. No llevábamos casa de campaña, sleeping bags ni mucha comida y agua. Sinceramente, para muchos era nuestra primera vez haciendo senderismo y no nos preparamos muy bien. Así que les recomiendo todo lo contrario a lo que yo y mis amigos hicimos

    Los primeros pasos fueron muy confortables. El camino no se sentía muy empinado, el suelo era bastante firme y el clima era fresco. Habíamos desayunado en la estación del metro, pero muchos teníamos hambre y comenzamos a consumir nuestras raciones de comida, que incluían galletas saladas y atún enlatado no es la mejor comida del mundo.
    El paisaje circundante es bastante chulo. Crecen bosques de encinas y coníferas, que se adornan con arbustos y helechos pequeños. Pensamos que veríamos algún animalito atravesar frente a nosotros; un venado, conejos, coyotes, o al menos una ardilla, que suelen habitar por ahi. Pero no tuvimos suerte.

    Después de caminar unos minutos nos dimos cuenta de que el sendero estaba hecho para el ascenso en coche, pues las constantes curvas facilitaban conducirlo. Pero para nosotros, dar tantas vueltas sin sentirnos más cerca del cráter, no nos ayudaba mucho, al contrario, nos agotaba.
    Entonces nuestro amigo Guillermo nos incitó a "tomar un atajo". Propuso tomar una vía recta que "seguro" nos llevaría al camino después de una larga curva innecesaria. Al ser todos inexpertos y no poseer el sentido de la orientación, aceptamos sin refutar mucho
    Luego de algunos metros adentrados en el bosque, cuando el calor se empezó a hacer presente y comenzamos a desvestirnos un poco, nacieron las primeras preocupaciones. Ya habíamos dejado atrás el sendero. No había señal en los teléfonos celulares. Para variar, a nadie se nos había ocurrido llevar un mapa. Lo aceptamos, estábamos perdidos.

    Guillermo actuaba de manera optimista, y no detuvo el paso nunca. Después de todo, parecía que estábamos siguiendo un pequeño y casi invisible camino marcado en la tierra. Quizá alguien ya había pasado por ahi antes.
    De repente, el camino se dividió en dos, y el dilema comenzó. "¿Derecha o izquierda?", ¿cuál era el correcto?... Cómo saberlo. Debimos dejarlo al azar. Después de que Guillermo y mi amiga Letzi exploraron un poco el camino a la derecha, volvimos y tomamos el otro, al no encontrar más rastros de senderos, y sólo unas botellas de plástico ensartadas en las ramas que no nos dieron ninguna buena señal.
    Cuando los ánimos parecían bajos, y después de algunas fotografías para inmortalizar "la pérdida", divisamos frente a nosotros el sendero de coches Retornamos a él saltando de alegría y jurando nunca volver a salirnos del mismo.
    La tarea era fácil ahora. Caminar y caminar, no había más que hacer. Miramos nuestro reloj y habían pasado casi dos horas y media desde que comenzamos a ascender. El sol avanzaba, y faltando unas 3 horas para el ocaso, sabíamos que debíamos apresurar el paso y llegar a como de lugar. Después de todo, habíamos planeado hacer un pequeño picnic en el cráter y, además, faltaba aún descender la montaña

    Mientras más hermoso se hacía el paisaje, con el cráter asomándose a lo lejos entre los altos pinos y las águilas volando, nuestras esperanzas de una tarde mágica se iban cayendo poco a poco.
    Decidimos parar algunos coches que subían o bajaban para pedir informes. Todos nos decían "¿Piensan llegar al cráter a pie antes del anochecer?... están un poco locos". A veces nos alegrábamos porque las personas nos decían: "Faltan como 3 kilómetros". Pero luego otros nos decían "Aún quedan como 8 kilómetros cuesta arriba".
    Desde muchos sitios del camino podíamos ver el cráter, y nos decíamos a nosotros mismos, "venga, no falta tanto... ahí está". Pero parecía que caminábamos en círculos, pues por más y más que avanzábamos, el cráter se seguía viendo del mismo tamaño.

    Nuestros pies dolían; habíamos recorrido ya casi 10 km. Teníamos poca agua. Nos quedaban sólo dos latas de atún y un paquete de galletas. No había un alma humana a la vista y, mucho menos, señales de civilización. El sol empezaba a ocultarse entre las nubes y dejamos de ver coches subiendo; sólo descendían, pues ya era hora de regresar. Nos convencimos entonces de que era momento de abortar la misión o de seguir adelante y encontrar la caseta de ingreso al cráter (de la que nos había hablado un conductor), donde, con suerte, encontraríamos algo de comer y un sitio dónde pasar la noche, a falta de equipo de camping.
    Cuando la discusión sobre "qué hacer" había dado inicio, apareció descendiendo una camioneta de batea desde detrás de un peñasco. Nos miramos unos a los otros, al parecer, teniendo la misma idea en mente. Sin pensarlo, detuvimos el coche y pedimos ayuda al conductor. "Por favor, llévenos al cráter. Pronto anochecerá...". El señor no lucía muy alegre con la idea. Le ofrecimos un poco de dinero a cambio. Después de unos segundos de meditación, aceptó

    Cuando los siete saltamos dentro de la batea, el color volvió repentinamente a nuestros ya pálidos rostros, donde rápidamente se dibujaron sonrisas. Cantando, riendo y tomando selfies, recobramos nuestro espíritu en unos segundos al, por fin, poder descansar nuestros pies.
    Mientras el coche avanzaba, nos dimos cuenta de lo poco posible que hubiera sido lograr nuestro objetivo. Eran quizá 8 kilómetros cuesta arriba, y el camino se tornaba cada vez más estrecho, inestable, empinado y, por supuesto, agotador.

    Al rebasar algunos metros más, la niebla comenzaba a cubrir parte del paisaje, y no se observaba ya la cima del volcán. Después de unos minutos, por fin llegamos a la caseta. En realidad, es una especia de villa de información, donde hay una pluma que no permite subir más a los coches. Hay un sitio para estacionarlos, desde donde comienza el ascenso a pie hacia el cráter.
    Agradecimos nuevamente al señor y le pagamos lo prometido. Antes de dar los últimos pasos para llegar a la meta, miramos algo que nos dio una idea fantástica. Había aparcado un autobús de la Universidad de Chapingo del Distrito Federal. Era nuestro boleto de vuelta a la Ciudad de México. Así que nuestra meta se convirtió en: subir al cráter y volver antes de que el camión saliera de regreso al D.F.

    A contrarreloj, y con el sol casi fuera de la vista, corrimos al cráter, desde donde todos los turistas y algunos estudiantes de Chapingo bajaban para volver a sus casas, lo cual nos apresuraba aún más
    La locura y la presión del viaje se apaciguaron cuando alcanzamos la vista del cráter. Es simplemente maravillosa. La roca caliza, de colores grises y marrones claros, adorna todo el suelo, que se irregulariza en los picos laterales, conocidos como el Pico Humoldt y el Pico del Águila. En medio de ambos, se alza un peñasco que divida a los dos lagos que se asientan en el fondo del cráter.

    Según algunos relatos, estos lagos de agua potable fueron usados por los aztecas para hacer sacrificios humanos y verter, como ofrenda a los dioses, algunas piezas de oro puro, que posteriormente fueron extraídas por los conquistadores españoles; aunque nada de esto ha sido comprobado aún.

    Cuando comenzábamos a pensar si teníamos tiempo de bajar un poco y ver los lagos más de cerca, una enorme nube de niebla empezó a caer rápidamente sobre nosotros. Pronto, tomamos todas las fotos que pudimos, grabamos los videos de mi compañero Daniel, y unos cinco minutos después, no podíamos ver absolutamente nada a más de tres metros a la redonda.
    Nos dimos cuenta de que éramos las últimas personas en el cráter, y corrimos de vuelta a la villa. Vertiginosamente, una lluvia de granizo se abalanzó sobre nuestras cabezas, y toda nuestra ropa se humedeció. Las temperaturas habían bajado bastante, y no había duda de que todo era una carrera de tiempo si queríamos dormir en un sitio decente esa noche.
    La espesa niebla obstaculizaba nuestra vista y creímos que el camión de Chapingo ya había partido. Un poco derrotados, entre la blancura de la neblina y la negrura del ocaso, apareció frente a nosotros el anhelado autobús
    Hablamos con el conductor y pedimos su ayuda para volver al D.F. Sin pensarlo mucho tiempo, nos dejó subir y ocupar los pocos asientos libres que quedaban. Aún apretados, con dos personas por lugar, no pudimos sentirnos más afortunados de haberlos encontrado además, los alumnos (que habían ido a hacer práctica de suelos) nos trataron muy bien.

    Aunque tuvimos solamente diez minutos para observar relajadamente el cráter del volcán y no pudimos hacer picnic junto a los lagos, el esfuerzo de la jornada realmente valió la pena. Les recomiendo mucho que visiten el Nevado de Toluca si tienen la oportunidad de salir un poco de la capital. Quizá serán más inteligentes que mis amigos y yo y vayan mejor preparados, o con un coche que les permita disfrutar de una tarde mágica sin sufrir tantas peripecias
    Les comparto el link del segundo capítulo de Un Mundo en la Mochila de mi amigo Daniel Fernández, donde podrán mirar en video nuestra aventura en el gran Nevado de Toluca
  12. AlexMexico
    Despertamos por tercer día en la posada de Doña Carmelita. Después de pedirle algunos consejos, hicimos maletas y le pedimos el favor de que nos las guardara por algunos días, pues el plan era llegar a Palenque, haciendo algunas escalas en el camino, y la fecha de nuestro retorno era todavía incierta.
    Con amabilidad, Carmelita aceptó guardar la mayoría de nuestras cosas y tener una habitación disponible para nosotros al volver. Tomamos algunas prendas de ropa, la casa de campaña y nos dirigimos a la estación de combis. Compramos los tickets para Ocosingo, un pueblo a 90 km de San Cristóbal de las Casas. Partimos, no sin antes desayunar nuestro tamal y atole de arroz para combatir el frío
    El trayecto en la van duró casi una hora y media. Ocosingo es una ciudad pequeña que se halla en el camino San Cristóbal – Palenque. Pero no hicimos escala sólo para recorrer el centro y conocer el mercado local. Nuestra intención era alcanzar la antigua ciudad maya de Toniná.
    Al mirar el mapa de la carretera hacia Palenque, nuestro amigo Daniel miró en su Guía de México que Toniná quedaba de paso. No es un sitio muy turístico, y nadie a quien le preguntes te lo recomendará de cierta forma. En nuestro afán por lo desconocido, no quisimos dejarlo pasar.
    Desde Ocosingo, tomamos otra pequeña van que nos llevó hasta el sitio arqueológico. El vehículo transportaba mayormente a personas (muchas de ellas indígenas) a sus comunidades rurales a las afueras del pueblo. La última parada era Toniná, a la que solamente nosotros nos dirigíamos.
    La entrada tenía un pequeño edificio donde había algunos arqueólogos, quienes nos dijeron que la entrada era gratuita. Era raro no estar rodeado de vendedores ambulantes y no ver ningún tipo de souvenir a la venta. Pero ¿qué mejor?, Estábamos casi solos en la monumental ciudad.

    Caminamos un pequeño sendero entre el bosque seco que rodea la villa y, entonces, la vimos: la Gran Pirámide de Toniná, que se asomaba a lo alto del follaje. Es la principal construcción en el recinto.
    Como muchas de las ciudades precolombinas de Mesoamérica, Toniná tiene una forma de Acrópolis, con el templo mayor frente a la plaza central, que está rodeada por un campo de juego de pelota y las viviendas de la clase agricultora y comerciante.
    Quizá alguna vez hayan visto o leído sobre este deporte que menciono. El antiguo Juego de Pelota era famoso entre las civilizaciones mesoamericanas. Consistía en dos equipos que debían meter una pelota de hule en un agujero de piedra, golpeándola con sus caderas. Más allá de un juego, era un ritual religioso que, algunos creen, representaba el movimiento de los astros sagrados o el triunfo de Huitzilopochtli (dios del Sol) sobre su hermana la Luna, para dar lugar al amanecer. El ganador era a veces sacrificado, como tributo a los dioses. Vaya premio para el ganador, ¿no?  

    Luego de avistar el estadio, caminamos hacia la Plaza Central para mirar desde abajo la Gran Pirámide. El próximo paso era, por supuesto, subirla. En nuestro camino nos detuvimos a observar un curioso templo con dos ventanas en forma de cruz. Mi amiga Sonia no quiso quedarse con la duda sobre lo que era, y decidió preguntar a un arqueólogo que hacía sus prácticas en las ruinas, quien pronto se convirtió en nuestro guía, sin pedir una cuota fija a cambio.
    Nos explicó que Toniná aún seguía siendo descubierta y estudiada, por lo que no estaba explotada al turismo al 100%. También nos dijo que la Gran Pirámide era la más alta del mundo, aún más que la Pirámide de Keops, en Giza El basamento cubierto de tierra y vegetación no dejaba al desnudo la magnitud de tal edificio.
    Nos condujo entonces al Templo del Inframundo, como muchos arqueólogos bautizaron a aquella edificación. Las ventanas en forma de cruz representaban a la Cruz Maya (de la que ya hablé en el relato anterior) que hace alusión a la ceiba, árbol de la vida para los mayas.
    Resulta que el templo es el lugar donde, se cree, los habitantes entraban en contacto con el inframundo (mundo de los muertos) desde el supramundo (mundo de los vivos). Dentro, la luz es escasa. Debimos guiarnos por la voz del guía y por nuestro tacto para caminar por aquel laberinto de piedra. La sensación era excitante. Debimos dar al menos tres vueltas para que nuestros ojos se acostumbraran a la poca iluminación. Al quedar frente a los rayos de luz que penetraban por las ventanas, debimos cubrir nuestros ojos para no cegarnos ni dañar nuestra retina a la luminiscencia interior.

    Después de algunas vueltas, el guía nos mostró un fenómeno que, dice, sigue sorprendiendo y siendo estudiado por los arqueólogos del lugar:
    Colocamos nuestros cuerpos de espaldas a la luz de una de las ventanas, de tal forma que pudimos ver nuestra sombra reflejada frente a nosotros. El guía nos indicó que camináramos hacia la pared y la tocáramos con nuestras manos. Así, estábamos dejando nuestro cuerpo (nuestra carne) en el inframundo. Despacio, debimos dar de 7 a 14 pasos hacia atrás (si no mal recuerdo, es el número de niveles del infra y supramundo para los mayas). Entonces, vimos algo que nos dejó atónitos: nuestras sombras se fueron transformando hasta tomar la forma de nuestros esqueletos. Creí que era irreal, o alguna especie de truco Pero mis amigos también lo vieron. Movíamos nuestros cuerpos y extremidades de un lado a otro, para ver cómo nuestros huesos se reflejaban en el muro frontal. La columna, el cráneo, el húmero, la pelvis. Todo un esqueleto humano. El guía nos dijo que nuestro esqueleto permanecía en el supramundo.
    Caminamos de vuelta y tocamos la pared. Nos volvimos a alejar, y nuestras sombras eran ahora normales, formando la silueta de nuestro cuerpo entero y nuestra ropa. Habíamos recuperado nuestro cuerpo del más allá. Sin duda alguna, ha sido la experiencia más sobrenatural que he tenido en mi vida, aunque normalmente yo sea un escéptico de esas cosas

    Anonadados por el mundo maya, seguimos nuestro rumbo hacia la cúspide, pasando por las chozas donde habitaba la clase obrera de la ciudad. Pequeñas pero ingeniosas construcciones, que contaban ya con letrinas, camas y pequeños estanques para reflejar la luz de la luna y tener iluminación por las noches.
    Despedimos al guía en uno de los siete niveles de la pirámide para seguir por nuestra cuenta. Serpenteamos entre la vegetación exuberante que crecía de las piedras, apenas en restauración, lo que da a Toniná un aspecto de abandono y deterioro.

    Desde abajo no parecía tan alta, pues tiene muchos descansos a cada cierto número de escalones. Pero una vez arriba, las piernas y el calor corporal hacen sentir que en realidad es la más alta del mundo.
    En la punta, nos topamos de nueva cuenta con Guille, quien se había separado (como de costumbre) para mirar por sí solo las ruinas. Tomamos un poco de agua y nos sentamos a descansar, mirando el paisaje tremendo frente a nosotros. Un enorme y verde valle circundado de montes y aves que lo sobrevolaban. Casi parece que los mayas hacían un estudio del terreno y elegían los sitios más chulos para alzar sus ciudades.

    Luego del merecido reposo, descendimos la pirámide y esperamos a la combi que nos devolvió a Ocosingo. Comimos un rico mole en el mercado local y nuevamente emprendimos la ruta por carretera para arribar a nuestro próximo destino: las Cascadas de Agua Azul.
    Les dejo el link con la parte de las fotos:
  13. AlexMexico
    Una vez que Sonia, Dany y yo dejamos a Guille atrás y no dejábamos de pensar en cómo le estaría yendo en la frontera con Guatemala seguimos nuestro camino a bordo del moto taxi de Germán.
    Tan sólo unos minutos después de haber salido de Chinkultik, el paisaje a la orilla de la carretera comenzó a cambiar drásticamente. Abandonamos las llanuras y los árboles pequeños y nos adentramos en un tupido bosque de pinos y cedros, que daban la pinta de una carretera canadiense o algún sitio de la taiga del norte.

    Esa es la imagen del Parque Nacional Lagos de Montebello.
    Ubicado al sur del estado de Chiapas, justo en la frontera con Guatemala, es impresionante cómo el clima y el ecosistema puede ser tan distinto a su hermana la Selva Lacandona, que se encuentra a unos pocos kilómetros al noreste.
    El conductor se desvió de repente, e hicimos nuestra primera parada en uno de los lagos. El viento era ya bastante fresco, estábamos a punto de comenzar el invierno. Al bajar del taxi, Sonia fue interceptada por dos pequeños chiapanecos que empezaron a recitarle algunos poemas que la halagaban como mujer. Por supuesto, buscaban dinero. Cabe decir lo insistentes que son a veces los vendedores en el sur del país.
    El lago era azul, y a lo lejos se veía una pequeña isla verde. Los lugareños nos decían que podíamos acampar ahí y al otro día navegar a la isla en una balsa que nos rentarían. El suelo era bastante lodoso a la orilla de esa laguna, así que decidimos seguir mirando el resto del Parque Nacional y con suerte encontraríamos un mejor lugar.
    La segunda parada la hicimos en "Cinco Lagos" , un conjunto de pequeñas lagunas que emergen entre algunos montes de poca altura. La vegetación no puede ser más hermosa en esta zona, y la vista simplemente genial.

    A lo alto de estas montañas se rentan algunas cabañas pintorescas, pero no hay sitio para camping. Como nuestro presupuesto no daba para más, decidimos seguir el tour y probar suerte en el siguiente lago.
    La parada fue el Lago de Tziscao, el más grande del Parque. A la orilla del mismo hay una pequeña población. Pasamos el poblado y bajamos a la orilla. Un señor que vive ahí, en una pequeña cabaña de madera, nos ofreció sitio para camping con derecho a baño por 100 pesos la noche. Así que armamos la carpa y despedimos a Germán, no sin antes hacer cita con él para que nos fuera a buscar al otro día y nos llevara de vuelta a tomar el bus a San Cristóbal.

    El señor también nos ofreció tener lista una balsa de troncos para el amanecer, así podríamos recorrer el lago remando. Antes del anochecer queríamos algo de comer. No había tiendas o restaurantes abiertos en la pequeña plaza cerca del lago. Debíamos ir al pueblo, pero era algo lejos caminando. Así que pedimos a un señor si nos podía llevar en su camioneta, que estaba aparcada frente a nuestro camping. Dijo que sí, pero debíamos "esperar" a alguien.
    De repente, unos señores aparecieron entre el bosque detrás de nosotros, cargando grandes bultos cubiertos y corriendo hacia nosotros. Eran guatemaltecos que cruzaban la frontera ilegalmente para pasar mercancía . Dany preguntó "qué tipo de mercancía era", nos dijeron que "ropa".
    En fin, nos llevaron a un restaurante a la orilla de la carretera, donde comimos unas empanadas. Volvimos al camping y dormimos.
    Al siguiente día despertamos y la balsa estaba ya lista, esperándonos junto al agua. Subimos a la austera embarcación y tomamos cada quien un remo. El suelo del lago es bastante lodoso, y era fácil resbalar.

    Remamos con y contra la corriente para poder llegar a la Isla de la Tortuga, un pequeño islote en medio del agua. El paisaje alrededor era muy lindo, y el clima nos ayudó bastante.

    Luego de más de una hora de remar, volvimos a la orilla y devolvimos la balsa. Casi al mediodía, Germán apareció en su moto taxi, como prometió.
    Preguntó a dónde queríamos que nos llevara, y le dijimos que en cualquier sitio de la carretera donde pudiéramos tomar una combi hacia San Cristóbal, pues debíamos retornar a la Ciudad de México, y nuestro viaje terminaba.
    Nos comentó que quizá podíamos alcanzar a Guille en Guatemala, pero ninguno de nosotros cargaba pasaporte. Nos dijo: "no lo necesitan, pueden entrar con un permiso, la frontera es muy fácil".
    No habíamos planeado cruzar a Guatemala no nos quedaba mucho dinero ni teníamos los papeles. Pero Germán metió un gusanito en nuestra mente de volver a ver a Guille al otro lado. Los tres nos miramos unos a los otros y, sin pensarlo, aceptamos la oferta.
    No teníamos una idea de qué hacer, a dónde ir ni cómo era Guatemala. Pero una vez dentro del país, intentaríamos llegar a Tikal, la ciudad maya. Así que con ambas motivaciones nos hicimos al camino sin saber lo que nos esperaba...
    Les dejo el álbum con la segunda parte de las fotos de Chiapas:
    Y la segunda parte del capítulo 7 de Un Mundo en la Mochila, donde podrán ver en video a color y en HD nuestras aventuras de relatos anteriores y éste
  14. AlexMexico
    Como uno de mis últimos relatos de mis viajes en mi país, quiero agregar uno sobre la joya del norte mexicano. Hace unos dos años un profesor de mi universidad organizó un viaje económico para los estudiantes, aprovechando que daría una ponencia en una conferencia de comunicación cerca de la ciudad. Como forma de escapar a un semestre atroz lleno de proyectos y exámenes que me costaron muchos desvelos, decidí pagarlo y alejarme un rato de la rutina. Se trata de Monterrey, conocida como “La Sultana del Norte”.
     
    Si bien el norte mexicano tiene distintas reputaciones, que le atañen paisajes desérticos desolados, violencia, una frontera problemática, una mayor presencia de la cultura gringa, música ranchera y la narco cultura, quise descubrir lo que se ocultaba bajo la sombra de los medios. Después de todo, Monterrey se ha ganado con el tiempo su bien posicionado lugar en México y el mundo.
     
    Como viaje universitario (más no un tour escolar o prácticas de campo), fue un poco distinto a lo que he relatado hasta ahora. No obstante, es solamente una distinta forma de hacerlo.
     
    Viajamos en un bus que rentó mi profesor. Tuvimos suerte de que no se llenaran los cupos, y tuvimos dos asientos para cada persona. De esto modo, pude dormir casi todo el camino, pues un trayecto de 17 horas no es nada fácil
     
    Al llegar a la ciudad, empezamos a elegir compañeros de cuarto para hacer el check-in en el hotel. Me junté con Manuel, Karla y Dulce, tres amigos de mi facultad. Rápidamente tomamos una ducha y nos arreglamos para nuestro primer día en la ciudad.
     
    El bus nos dejó a todos en la Macroplaza (la plaza central) y se fue junto con nuestro maestro, que se preparaba para su ponencia. En vista de que nos mandó “a la guerra sin fusil”, caminamos un rato sin rumbo y pedimos algunos informes en oficinas de información turística.
     


     
    La Macroplaza es el centro que alberga los principales edificios, como sedes del gobierno estatal y municipal, palacios de justicia, catedrales y museos, además de ser el punto de partida de las grandes vías y transporte que conectan a toda el área metropolitana.
     
    Monterrey es la tercera ciudad más poblada y la segunda más grande en México. Es bastante conocida por ser el centro industrial y la sede de las grandes empresas presentes en el país. Todo esto, además de haber tenido el complejo fundidor de metales de mayor volumen en Latinoamérica, la convirtió desde hace varios años en la ciudad más rica de México y una de las de mayor calidad de vida en el mundo. Siempre está a la vanguardia en tecnología, educación, salud, vivienda, cultura y deportes. Me atrevería a decir que quien visite Monterrey probablemente no se sienta como en el verdadero México, o al menos no en el que ven en la televisión.
     
    Y precisamente todo eso es lo que mis amigos y yo pudimos sentir desde el primer momento en que pisamos la ciudad.
     
    Nuestra primera parada fue el Museo de Arte Contemporáneo, que en ese entonces albergaba la exposición temporal del pintor mexicano Gerardo Murillo, conocido coloquialmente como Doctor Atl, cuya especialidad es el paisajismo de montañas mexicanas. Sumado a todo, el museo ofrece bastantes piezas que a muchos (incluyéndome) les pueden parecer extrañas, pero muy atractivas. Casi siempre es así cuando de arte contemporáneo se trata.
     
    Un poco más adelante, atravesando el parque central, visitamos el Museo de Historia Mexicana, una excelente opción para todo el que quiera aprender sobre el pasado del país de una manera interactiva y poco aburrida. Con figuras en tamaño real, películas, maquetas, líneas cronológicas y un sinfín de creativos elementos museográficos.
     
    Es en este museo donde comienza uno de los atractivos turísticos más nuevos y famosos de Monterrey: el Paseo Santa Lucía.
     
    Es una canal artificial de agua que recorre unos 2 km por la parte central del distrito. Aunque Monterrey sea cortado por un río verdadero y un canal artificial parezca una idea estúpida, es un excelente y colorido sendero que entretiene desde el más pequeño hasta el más grande.
     


     
    Hay la opción de recorrerlo en bote, que salen desde la parte subterránea del museo. Nosotros lo hicimos todo a pie.
     
    En sus orillas se van encontrando a lo largo del camino, algunos restaurantes, bares y tienditas, que prometen ser un buen destino para pasar una velada. Desafortunadamente no pude visitarlo de noche.
     


     
    Hay un sin número de fuentes donde los niños aprovechan a refrescarse en los días calurosos, como en el que recorrimos el paseo. La temperatura oscilaba los 36 grados centígrados; el viento que soplaba quemaba nuestra piel, y eso que todavía no había comenzado el verano. Es mejor si se va preparado con ropa bastante ligera y bloqueador solar, y quizá algún abrigo por si refresca por la noche. Pero si se visita en invierno hará falta un buen abrigo, ya que por ser zona desértica la temperatura baja a casi cero grados.
     
    A lo lejos desde el canal se visualizan las figuras de muchos edificios reconocidos en la ciudad, como la emblemática Torre Ciudadana, una de las más altas en Monterrey.
     


     
    El Paseo culmina rodeado de parques, colinas y jardines verdes que contrastan con el azul de las aguas. Es el sitio ideal que para las parejas de novios y qunceañeras sean fotografiados para sus fiestas. Desde algunas de estas colinas se puede notar cómo comienza a aparecer el Parque Fundidora, el pulmón verde de Monterrey.
     


     
    El Parque Fundidora se encuentra donde antiguamente se alzaba la empresa Fundidora de Fierro y Acero Monterrey, compañía que abonó mucho al fuerte crecimiento económico de la ciudad, al ser la primera que vislumbró a Monterrey como un gran productor de Acero y metalurgia. Cuando la empresa se declaró en bancarrota (para ese entonces ya pertenecía al estado) se creó un fideicomiso que administró, desde hace ya unas décadas, las propiedades de la fundidora. De esta forma, se tuvo la grandiosa idea de convertirlo en un parque recreativo.
     
    Con más de 200 hectáreas, es el parque más grande de la metrópoli. Es el escenario perfecto para escapar del bullicio urbano. Dar un paseo en bicicleta, armar picnics, tomar clases de baile, yoga, tomar fotografías, bañarse en sus fuentes o visitar muchos de los atractivos que se encuentran en su interior.
     
    Lo más increíble e icónico de este lugar es estar parado en un parque y verse rodeado al mismo tiempo por enormes estructuras de acero que solían pertenecer a la fundidora.
     
    La entrada al parque desde el Paseo Santa Lucía es marcado por “el balde”, una gran cazuela de acero de color rojo incandescente, que ahora funciona como fuente.
     


     
    No estoy seguro de la función que muchas de estas construcciones cumplían en la fábrica, pero les puedo decir que esos gigantescos tubos, escaleras y pilares pueden ser intimidantes, pero a la vez hermosos.
     


     
    Se puede visitar también el Parque de Diversiones Plaza Sésamo, que es precisamente una feria temática de este simpático show de televisión. Mis amigos y yo lo visitamos, pero la mayoría de los juegos son para niños. Así que ustedes deciden si ir o no.
     
    Desde muchos sitios del parque se tienen las mejores vistas de otro emblema de la ciudad: el Cerro de la Silla, un monte de no mucha altura que domina la ciudad, y cuya cima con dos picos le hace honor a su nombre.
     


     
    En el centro de la ciudad se pueden ver algunas construcciones de estilo colonial, pero no es su fuerte. Es más común hallar edificios de estilo moderno y postmoderno.
     


     
    Monterrey es famosa también por su activa vida nocturna. Mis amigos y yo no podíamos dejar de probar la fiesta regia (a los nacidos aquí se les conoce como regiomontanos). Así que dos o tres noches salimos a discotecas en la zona de San Pedro Garza, San Jerónimo y San Nicolás Garza.
     
    Algunas de estas zonas experimentan niveles de vida muy por encima del resto de los mexicanos, siendo San Pedro Garza uno de los municipios con mayor calidad de vida en el mundo. Por tanto, es de esperarse la exclusividad de muchos de los sitios a los que se puede acudir.
     
    A pesar de haber ido en una época bastante difícil para la ciudad (debido a la guerra contra el narcotráfico que se tenía en aquel año), encontramos algunas discotecas abiertas. La primera y segunda noche fue muy fácil acceder a los clubes, que de hecho no tenían tanta concurrencia, precisamente por la inseguridad.
    No obstante, el tercer día mis amigos y yo sufrimos la discriminación de los guardias de seguridad al seleccionar con mucha cautela a quiénes entrarían y quiénes no. Fueron muy claros al decir: “ustedes no entrarán”. Probablemente no cumplíamos con sus estándares de caras estéticas, ropas caras y bolsillos llenos de efectivo y tarjetas de crédito.
     
    Por tanto, quien visite Monterrey debe estar preparado para ser recibido por una ciudad magnífica, verde, moderna, desarrollada y cultural, pero a la vez muy cara, excesiva, selectiva y con gente que, de vez en cuando, puede voltear la cara en lugar de ayudar al transeúnte necesitado.
     
    Les dejo el álbum con el resto de las fotos:
     
     
  15. AlexMexico
    Con mis labios recobrándose poco a poco luego de tres días sin hidratarse en las heladas sequías del altiplano del viejo Perú, Asier y yo fuimos los últimos en subir al bus turístico que, sin darnos tiempo de comprar algo de comida, pronto arrancó hacia su destino, y mi próxima parada: la ciudad boliviana de La Paz.
     
    Antes de dejar el hostal en Copacabana para zarpar a la Isla del Sol, había enviado algunas solicitudes personales en couchsurfing, además de un viaje público, para probar suerte y ver si algún local capitalino podría acogerme por algunos días a través de esta maravillosa red social.
     
    Ya que era un poco complicado hallar internet en el pueblo, sumado al escaso tiempo que tuvimos para abordar el autobús, no pude revisar mi perfil antes de partir. Así que, nuevamente, me lancé a la aventura, sin una idea de qué me encontraría en esa monstruosa ciudad y, por supuesto, sin un lugar donde quedarme esa noche.
     
    Avanzamos solo unos kilómetros cuando el bus hizo una parada. Era la pequeña población de Tiquina. Este es el lugar donde el litoral del lago Titicaca se contrae hasta formar un estrecho en forma de embudo, y es la forma más rápida de llegar hasta la capital si no se quiere retornar y cruzar dos veces la frontera con Perú.
     
    Descendimos del vehículo y el conductor nos ordenó dirigirnos al muelle, donde por dos bolivianos podríamos tomar una especie de barca para cruzar al otro lado, sitio donde nos esperaría para volver a abordar.
     
    En lo que parecía ser la plaza central del pueblo se llevaba a cabo una manifestación, donde en una mezcla de español con quechua lanzaban insultos a las acciones del gobierno de Evo Morales, actual presidente del Estado Plurinacional Boliviano.
     


     
    Luego de chismear un momento con el resto de los pasajeros (muchos de los cuales probablemente no entendían ni una palabra de lo que el hombre con el megáfono gritaba), caminamos hasta el muelle, donde conocimos las dichosas barcas. Eran solo un montón de tablas de madera amarradas sobre una superficie de llanta de caucho. La verdad es que no parecían bastante seguras ni funcionales pero nos bastó mirar un gran autobús montado sobre una de ellas y navegando por el estrecho para darnos cuenta de que, si bien no muy cómodamente, cumplía su función principal por un módico precio.
     


     
    Luego entonces, corrimos a una de las embarcaciones antes de que las cholitas y sus múltiples retoños las atestaran, como era de costumbre esperarse. En la riviera de aquella especie de río, el viento frío hizo de las suyas otra vez, y nos golpeó sin piedad en todo el cuerpo.
     
    Poco tardamos en atracar en el otro lado, donde nadie apareció para cobrarnos. Y a pesar de una menuda búsqueda, tuvimos que partir sin haber pagado por el modesto servicio de transporte.
     
    Muchos de los otros pasajeros y el autobús aún seguían en el otro extremo, por lo que Asier y yo buscamos rápido un sitio para almorzar. En la concurrida calle principal parecía haber una especie de tianguis, donde supusimos que los precios de la comida se reducirían a muy poco.
     
    De pronto, un motín de cholitas alineadas bajo sus carpas comenzaron a gritarnos: ¡Pásele joven! ¡Tenemos trucha, fideo, pásele!... Los alaridos de comerciantes era algo a lo que ya nos habíamos acostumbrado desde Perú (realmente desde México). Pero era la primera vez que más de 15 mujeres intentaban venderme la misma cosa por el mismo precio Entonces me di cuenta de la lucha de esas mujeres y de toda una población por tratar de sobrellevar la vida: la trucha es el pez más abundante en esa zona del Titicaca, y es muchas veces la única fuente de alimento de muchas de las personas locales. No poseen ganado, no poseen dinero. Un pescado, unos granos de maíz, una papa negra y un poco de pasta son a veces su mejor camino a la sobrevivencia.
     


     
    Y fue precisamente eso lo que Asier y yo nos decidimos a probar. Sin bacilar mucho, elegimos a la mujer posada frente a nosotros para comprarle este delicioso y peculiar platillo, acompañado de un agua de piña. Completamente satisfecho, al final no supe si sorprenderme más por el escaso precio de 8 bolivianos (1.1 USD) o por la habilidad con la que la mamita utilizaba su teléfono celular Es algo de lo que uno se puede encontrar en este mundo globalizado.
     


     
    Un poco enchilado por la salsa de ají que puse desesperadamente sobre mi trucha, corrimos al bus cuando vimos al resto de los pasajeros subiendo en la esquina próxima. Despedimos de manera definitiva al lago Titicaca para adentrarnos en la selva de concreto.
     
    LA GUERRA Y LA PAZ.
     
    Nuestra Señora de La Paz fue la tercera ciudad boliviana fundada por el imperio español. Hasta entonces, era una zona habitada por aymaras y otros grupos indígenas andinos. Su nombre conmemora la restauración de la paz después de la guerra civil que procedió a la insurrección de Gonzalo Pizarro contra el virrey del Perú. Sin embargo, poco honor hace su nombre al pacifismo con el que la ciudad vive hoy en día.
     
    Después de dormir algunas horas en el bus, me desperté con la imponente vista que desde la carretera oeste la capital boliviana nos ofreció a mí y a los pasajeros. La metrópoli se abrió como un embudo frente a nosotros, deslavándose a través de las laderas en un enorme agujero dominado por las negras nubes y los picos nevados de la Cordillera Real Andina, cuyo símbolo inmortal es el Monte Illimani.
     


    Primera vista de la ciudad con el Monte Illimani al fondo
     
    Desde que aquella aglomeración de edificios se asomó por detrás de los árboles, la tranquilidad que se respiraba en el bus se vio interrumpida por una baraúnda que nos dio la bienvenida: coches, combis, camiones, microbuses, motocicletas, mototaxis, todos avanzando rápido y sin precaución Los vehículos nos rozaban por milímetros mientras éramos agobiados por el bullicio de los cobradores de transporte público, los pitidos de los clackson sin sentido y los gritos de los vendedores ambulantes que parecían entes traslúcidos capaces de traspasar cualquier obstáculo que se les pusiera en la calle. Habíamos llegado a la capital más alta del mundo: La Paz
     
    Tal caos pareció desconcertar un poco a Asier, quien al llegar a la estación de buses me dijo que no pensaba quedarse ni una sola noche, pues prefería seguir su camino al este y estar en Porto Alegre para navidad. Así que lo acompañé para buscar el boleto más barato hacia la población de Uyuni, por el que pagó unos 100 bolivianos.
     
    Faltaba alrededor de una hora para que su autobús partiera, así que se ofreció a acompañarme hasta el centro de la ciudad, desde donde pretendía encontrar un sitio con internet y buscar un lugar donde hacer noche.
     
    Antes de dejar la central, nos topamos con un argentino que habíamos conocido en Copacabana (y que había visto desde la ciudad de Lima; es gracioso cuando encuentras a la misma gente en el trayecto de una larga ruta ). El chico había llegado a la ciudad apenas una noche antes, y estaba listo para dirigirse al sur. Me recomendó un hostal barato y me dio su dirección, no muy lejos de la estación. Le di las gracias y caminé con Asier en busca de dicho hospedaje.
     
    Sumado a lo serpenteantes que son las calles del centro capitalino, no confiaba mucho en las confusas indicaciones que los bolivianos me daban. No obstante, sabía que la avenida por la que caminaba bajaba directo a la Plaza Mayor, y si no encontraba el hostal que el argentino me había dicho, desde ahí me movería para hallar otro.
     


    Plaza Mayor de San Francisco
     
    Luego de minutos andando, el hostal nunca apareció, y Asier me acompañó hasta la plaza central, donde nos despedimos para que cada quien siguiera su camino.
     
    Entre la muchedumbre que se aglutinaba en la concurrida explanada, identifiqué un letrero de información turística en un pequeño edificio comercial. Mi esperanza se esfumó cuando encontré las oficinas cerradas. Al acercarme a preguntar a un policía si sabía de algún hospedaje cercano, un coreano que compraba dinero en la casa de cambio se me acercó y me dijo: “yo conozco uno, me estoy quedando ahí”.
     
    Como el sol estaba a punto de ocultarse, seguí al simpático oriental dos cuadras arriba, hasta el cómodo y barato hostal Inti Huasi, donde sin pensarlo dos veces, pagué 25 bolivianos (3.5 USD) por una noche de estadía en una habitación compartida.
     
    Apenas tomé una ducha caliente y pude escuchar cómo afuera comenzaba a llover. Por suerte, una mujer me había vendido un poncho impermeable en la Isla del Sol aquella mañana. Aún así, no tuve muchas ganas de salir solo en una noche lluviosa. Me quedé en el hostal y aproveché la conexión de wifi.
     
    Había recibido dos invitaciones en couchsurfing: un tal David me había ofrecido quedarme en su casa, y otro chico llamado Maurice me había invitado a dar una vuelta por la ciudad. Acepté ambas propuestas y me quedé de ver con ellos al siguiente día.
     
    También contacté a René y Jennifer (los colombianos) y a Rocío y Nico (los argentinos), para saber si todavía estaban en la ciudad. Sólo éstos últimos se quedarían otra noche, así que de igual forma, hice una cita con ellos.
     
    El jueves desperté y tenía un mensaje de Maurice. El chico estudiaba turismo y quería tomar un poco de práctica. Me alisté para salir con él y dejé mi mochila en recepción, esperando volver por ella cuando me viera con David.
     
    Aunque era un poco desesperante y no dejaba de hablar, mi corta jornada con Maurice fue agradable. Dimos una caminata por el casco viejo de la ciudad, visitando una de las zonas más famosas y concurridas: el Mercado de Brujas.
     


     
    Se trata de un pequeño andador peatonal a unas tres cuadras detrás de la Plaza Mayor, donde decenas de comerciantes venden todo tipo de artesanía indígena y criolla. Pude comprar una pequeña llama tallada en piedra, la figura de la puerta del Sol inca y una de Pacha Mama, la Madre Tierra de los incas.
     
    Mientras me paseaba comiendo una salteña (empanada supuestamente argentina que se vende en las calles de Bolivia), escuché a alguien gritar mi nombre desde la esquina trasera. Era Nico, quien corría para saludarme y decirme que estaban en el café más próximo con su novia. Como ya eran las 12, y me había quedado de ver con David en la Iglesia de San Francisco, prometí reencontrarme con ellos en el café, y les pedí que no se movieran.
     
    Maurice me acompañó a la plaza, donde apenas saludamos a David y se despidió de nosotros, pues tenía cosas que hacer. Tras unos minutos de introducción simple con él, David y yo fuimos al café, donde nos reunimos con Nico y Rocío para platicar un rato. Ellos debían partir esa misma noche hacia Sucre, pero decidieron pasar el día con nosotros visitando la ciudad.
     
    Primero nos dirigimos a la zona de El Alto en uno de los nuevos sistemas de transporte y ahora atracción turística: el teleférico. Este complejo de cableados me pareció sumamente ingenioso para una ciudad como ésta. Sus empinadas cuestas y su forma de embudo con calles angostas provocan una aglomeración de vehículos alucinante, sobre todo en la zona central. Y no hay nada mejor que conectar los altos suburbios y el bajo centro que por el aire. En las áreas más elevadas de este departamento de la zona metropolitana, se puede llegar a estar hasta los 4000 metros de altura.
     


    Vista desde el teleférico rumbo a El Alto
     
    Una vez arriba, David pasó a su casa y cogió las llaves del apartamento donde me dejaría hospedarme esa noche. Cuando empezó a granizar, tomamos un taxi de vuelta al centro.
     
    Mientras Nico y Rocío iban a comer algo, recogí mi mochila del hostal y fui a dejar mis cosas al apartamento de David, una experiencia que jamás olvidaré:
     
    El chico me había tratado muy bien y, en cierta forma, había pasado todo el tiempo presumiéndome su sumamente atractivo estilo de vida. Se dijo a sí mismo ser un maquillista reconocido para los mejores artistas de La Paz y estar bien colado en el medio de la producción audiovisual. Me dijo que a su corta edad era alguien independiente, solvente y con muchas propiedades
     
    No obstante, en el momento en que llegamos a su apartamento, pude descubrir buena parte de sus mentiras. Se trataba de un diminuto cuarto con tablas de madera como piso, un techo de lámina, sin luz eléctrica, sin baño, sin muebles y con una ventana sin cristal Las únicas cosas a la vista eran un par de cojines en el suelo y un perro en el patio delantero.
     
    En ese momento me vi entre la espada y la pared. Quise dejar atrás mis prejuicios y hacer a un lado por un instante mi zona de confort. Me quedé completamente callado, sin decir un “sí” o un “no”. Pero no pude evitar pensar en cómo un chico tan “exitoso” y con tanto supuesto dinero podía vivir de esa manera. Simplemente no lo entendía. David me dio la llave y me dijo: “puedes venir cuando quieras, es tu casa”. Ante tal situación, no tuve las fuerzas para decir que no Después de todo, era yo quien quería obligarse a conocer en todo lo posible a Sudamérica.
     
    Dejé mi mochila en la habitación y nos reunimos de nuevo con Rocío y Nico, esta vez en el Mercado Lanza, donde por unos 8 o 10 bolivianos se recibía un menú completo que jamás pude terminar
     
    La pareja argentina debía irse, y como si me hubieran visto en apuros, me invitaron a seguir el viaje con ellos, primero a Sucre y luego a Uyuni, para después pasar la navidad con ellos. Pensé seriamente en partir en ese momento, pero me obligué a mí mismo a no dejarme invadir por los miedos momentáneos y decidí quedarme al menos una noche. Así que nos despedimos y seguí junto con David conociendo la ciudad.
     


     
    Caminamos primero por el Paseo del Prado, una larga avenida repleta de comercios, grandes edificios y vida nocturna. Lo interesante allí es que solía ser un río. Visitamos también una exposición de productos bolivianos en el Centro de Convenciones de La Paz, y finalmente cenamos en una cafetería.
     
    Al final del día David me acompañó de vuelta a la habitación, que encima de todo, se hallaba en una zona que de noche lucía bastante oscura y peligrosa Por si fuera poco, él se iría a dormir a su otra casa (que bien pudo ofrecerme, pero no estaba en posición de exigir).
     
    Eran cerca de las 10 pm y toda la ciudad había caído en una fría negrura. Intenté concebir el sueño enrollado en mi saco de dormir y arrullado por el crujir de la madera, pero el viento helado que entraba por la ventana no me dejaba descansar
     
    Como una decisión poco meditada, tomé mi equipaje y dejé la llave sobre los cojines. Salí de la habitación y corrí una cuadra hacia la avenida principal, que se encontraba entonces desierta. Afortunadamente, un taxi pasó rápido y le hice la parada. Me dirigí de vuelta al hostal, pretendiendo haber dormido ahí esa noche para no hacer sentir mal a mi anfitrión. Fue sin duda una experiencia bizarra y bastante incómoda
     
    EL VALLE DE LA LUNA.
     
    Dejando atrás un poco la odisea de mi día anterior y tratando de no encasillar a Bolivia ni a Couchsurfing por mis extrañas experiencias, decidí que dejaría el hostal y la ciudad ese viernes por la tarde, no sin antes dedicarle toda la mañana a uno de sus mejores atractivos: el Valle de la Luna.
     
    Tomé un microbús hacia el distrito de Mallasa, al sur de la metrópoli. Pasé casi una hora sentado contemplando el urbano paisaje por la ventana, que poco a poco fue cambiando para tornarse en grandes macizos de rojizos colores rodeados por arboledas verdes y serpenteados por pequeños arroyos. Por fin podría disfrutar de una verdadera “paz en La Paz”
     


    Paisaje de Mallasa
     
    Al subir por una de las carreteras, el bus giró a la derecha, dejando ver el letrero que anunciaba la entrada al valle. La zona parecía bastante vacía, con uno que otro turista. Si bien el relieve era similar a lo que venía viendo desde antes de entrar a Mallasa, la zona delimitada como el Valle de la Luna tiene su chiste:
     


     
    Es una plataforma de formaciones rocosas en tonos beige que se alzan en grandes y puntiagudos picos verticales, que parecen haber sido tallados como arcilla por algún sujeto desde el cielo
     


     
    La vegetación es ciertamente escasa en esta pequeña área, reduciéndose a pequeños arbustos y algunos cactus.
     
    La entrada es bastante económica, uno 15 bolivianos por persona. Además, el lugar es bastante amigable con el turista, con acceso a baños, wifi gratis, garrafones de agua y una galería de arte Pero lo mejor de todo es, sin duda, los tranquilos senderos marcados a lo largo del valle.
     


     
    Hay dos opciones: un camino corto de 15 minutos y otro de 45. Aprovechando mi tiempo libre, tomé el más largo para tener la mayor cantidad de vistas posibles de todo el complejo desde donde, por supuesto, saqué decenas de fotografías.
     


     
    Algunas de las formaciones han sido bautizadas con nombres que se asemejan a sus siluetas (con algo de imaginación).
     
    Algo muy curioso es que el sitio fue llamado así por Neil Amstrong, quien visitó el lugar por la cercanía con el campo de golf donde juagaba después de ver un partido en la ciudad. Según éste, el valle tenía mucha similitud con la superficie lunar, que sólo él conocía con exactitud.
     
    Después del mediodía, la sombra era todavía más nula, y luego de refugiarme un momento en la recepción, cogí el bus de vuelta al centro de la ciudad, donde tomé unos minutos más para conocer el resto de la zona vieja.
     
    Visité la Plaza Murillo, el zócalo de la ciudad, donde se yerguen la catedral de La Paz y el Palacio de Gobierno de Bolivia, que en ese entonces se adornaban por el árbol y el pesebre que anunciaban la pronta llegada de la navidad.
     
     


     
    Regresé al hostal para recoger mi mochila, con la que caminé cuesta arriba hasta la estación de autobuses. Una vez ahí, decidí dirigirme a Sucre para alcanzar a Nico y Rocío, quienes me dijeron que se quedarían una noche más antes de partir hacia Uyuni… Cuál sería mi sorpresa al encontrar todas las rutas hacia la ciudad blanca agotadas
     
    Pensé en otra posibilidad: la ciudad de Potosí. David me había hablado bien sobre ella, y René y Jennifer estarían ahí. Sabía que podría recorrerla en un día para salir por la noche hacia el sur. Pero vaya juegos del destino, también estaban agotados Los únicos lugares disponibles eran en primera clase, que por la llegada de la temporada vacacional habían subido bastante de precio.
     
    Tenía dos opciones: quedarme una noche más en La Paz, o probar suerte y dirigirme esa misma tarde al pueblo de Uyuni, donde podría reencontrarme con los argentinos. Alentado por la gran cantidad de jóvenes mochileros que abordaban hacia la nueva joya del sur boliviano, compré el pasaje más barato (en unos 120 bolivianos) y me dispuse a conocer otra maravilla natural: el Gran Salar de Uyuni.
     
    Pueden ver el resto de las fotos de la capital boliviana y el hermoso Valle de la Luna en este álbum:
     
     
  16. AlexMexico
    Habían pasado apenas 5 días desde que inició el año, y el abrasador alba a las 8 de la mañana me despertaba bajo el techo de una casa de campaña. Sin duda eso me hizo recordar que no estaba en casa. Hacía ya un mes que había salido de México y parecía increíble que siguiera con mi viaje a tantos kilómetros de donde lo inicié
     
    Argentina me había acogido ya por varios días, incluyendo Navidad y el 31 de diciembre, y no me sentía listo para dejarlo atrás, después de tantas mágicas experiencias. Pero el final se acercaba y tenía que aceptarlo Mientras lo inevitable llegaba, me dispuse a disfrutar de mis últimas jornadas en el maravilloso Cono Sur.
     
    Aquel día nos levantamos en el camping para dejar Cafayate y regresar a Salta. Como ya era costumbre, Joaquín preparó el mate para desayunar. Al refrigerio se nos unió nuestro vecino, un chico de Rosario que recorría las tierras de su país.
     
    Flor y Luchi entablaron conversación con él, remembrando “cómo la habían pasado” La noche anterior, después del enorme asado que cenamos, caí profundamente dormido en mi sleeping bag. Sin poder darme cuenta, Flor y Luchi se hicieron amigas del vecino y su amigo, y después de la medianoche salieron de joda por el pueblo.
     
    Al parecer, entre bailes folclóricos en las peñas se habían prolongado los tragos y el vecino había invitado las cervezas. El desvelo era entonces bastante notable en todos ellos (a excepción de Luchi, quien lucía igual de entusiasta y enérgica que siempre).
     
    El chico trató de curar su resaca con cacahuates y jugo, lo cual no me parecía una excelente idea Pero al ser nuestro último día, no teníamos mucho que ofrecerle, más que mates y galletas.
     
    Luego del ligero desayuno empezamos a desmontar el campamento. Para ese entonces, yo ya me había vuelto experto en deshacer mi carpa, lo cual podía lograr en menos de 5 minutos
     
    Subimos todo de vuelta al coche y nos despedimos de los vecinos. Antes del mediodía nos dirigíamos de nuevo a Salta y le decíamos adiós a Cafayate, después de dos días de inolvidables aventuras.
     
    Había perdido de vista a Rocío y Nico, que se habían hospedado en Cafayate en casa de una amiga de su tía. Sabía que no los volvería a ver, pues cuando volviesen a Salta sería solo para coger sus maletas y viajar hacia Córdoba. Nuestros caminos se habían bifurcado en direcciones opuestas y, sin haber tenido la oportunidad de decir adiós, se convertían en otro par de amigos que entraron y salieron de mi vida cual estrellas fugaces.
     
    Debo aceptar que durante los primeros minutos dentro del coche me llené de una profunda tristeza en cierto modo, les había tomado un cariño especial a ambos. Habíamos pasado muchas cosas juntos desde que nos topamos en Perú, y fue gracias a ellos que me animé a cruzar a la Argentina. Pero estos son los gajes del oficio backpacker Al viajar, uno debe estar consciente de que se trata de un modo de vida temporal y muy diferente al sedentarismo tradicional. El destino nos cruza con una y otra persona distinta cada día, algunas de las cuales pueden llegar para cambiar nuestro rumbo, y otras son almas pasajeras que poco a poco se abonan en un recuerdo. Pero en la mayoría de los casos llega a su final, que para bien o para mal es necesario para continuar nuestras vidas, así tan duro como pueda ser.
     
    Me dispuse a escribirles un mensaje de agradecimiento para cuando regresase a Salta, deseándoles buena suerte. Al fin y al cabo, sus planes eran volver a La Pampa y establecerse en un lugar que yo no conocía, y para mí no hay nada mejor que pensar en un reencuentro en el futuro
     
    Dejando atrás la melancolía, me obligué a disfrutar del momento, allí y ahora. Solo viviría una vez aquella experiencia en mi vida y no deseaba desperdiciarla entre malos pensamientos que allanaran mi mente.
     
    Para salir de Cafayate tomamos la misma ruta que al venir, la ruta 68. El día era hermoso. El sol se posaba justo sobre nosotros iluminando un infinito cielo azul, salpicado por las pinceladas blancas que se presumían como nubes.
     
    Mis manos, casi involuntariamente, sujetaban el objetivo de mi réflex apuntando hacia la ventana, en busca de una toma perfecta del paisaje circundante. Pero el movimiento del coche y el viento que penetraba con fuerza hacían la tarea aún más difícil No te preocupes — me dijo Alejandrina, al instante en que detenía el vehículo para aparcar a un costado de la carretera y permitirme bajar para captar la majestuosidad del lugar.
     


     
    Varios macizos de un cobrizo anaranjado parecían sonreír para que les tomase una foto adornados por la desdeñable vegetación.
     
     


     
    La casi vacía carretera me permitía cruzar de un lado a otro para conseguir los mejores ángulos de las enormes formaciones rocosas.
     


     
    No pude evitar acercarme hasta ellas para sentir su áspera superficie, que me transportaba de vuelta a los colores de las quebradas en Jujuy, que me habían dejado atónito hace apenas algunas semanas atrás
     


     
    Luego de algunas fotografías, Flor me cedió el puesto del copiloto al frente del auto para poder obtener las mejores vistas con mi cámara. Desafortunadamente, de ellas capturé pocas ya que mi batería se agotaba y debía conservarla con recelo, pues aún nos faltaba un lugar por ver: el Dique Cabra Corral.
     
    La autopista nos llevó hasta una pequeña población, desde donde se debía coger la desviación hacia el Dique. Pero muchos estábamos algo hambrientos, sobre todo las desveladas Flor y Luchi, que aún necesitaban reponer las fuerzas perdidas en su noche de parranda.
     
    Hallamos un buen y barato restaurante donde comer, y cuando tomamos asiento buscábamos algo que picar, como unas empanadas y una coca cola. Pero algo más nos llamó la atención
     
     
    La mesera, que también era la cocinera, nos ofreció el menú de la casa: un pejerrey servido con papas fritas. Parecía que el pejerrey era un pescado bastante común y tradicional en las aquellas tierras salteñas. La cara de Alejandrina se extasió al escuchar la palabra que denominaba, según ella, al pescado más sabroso de todos los tiempos.
     
    No quise perder la oportunidad de probar un platillo que parecía tan típico de la zona y seguidos por Ale y por mí, cada uno de los 5 pedimos el pejerrey.
     
    La espera por la comida se prolongó por un largo rato, en que nos desesperamos poco a poco mientras sentíamos nuestros estómagos rugir
     
    La llegada de dos platos de salsas de ají anunció la del platillo principal. El burbujear de la coca cola en mi vaso, sumado al olor del enorme pescado frito que la mujer posicionó frente a mis ojos fue la mejor combinación gastronómica que había tenido desde las empanadas en casa de Gustavo
     
    Cuando menos lo esperé, todos nos quedamos sin habla y nos dimos a masticar el exquisito guiso, satisfaciendo a nuestro organismo con tal delicia.
     
    Totalmente complacido, pagué mi parte de la cuenta, y me di cuenta de algo espeluznante: sólo me quedaban 5 pesos argentinos en mi cartera Tenía pensado salir al otro día temprano rumbo al Paso de Jama y cruzar a Chile, pero al parecer tendría que hacerlo al estilo mochilero: pidiendo ride Además de todo, no quería sacar más dinero del cajero en Argentina, pues el cambio de divisas oficial me afectaba al doble de lo que había obtenido en el paso boliviano, lo cual me obligaba a sobrevivir con 5 pesos hasta llegar al país vecino. Sin duda sería un nuevo reto que tendría que vencer en este viaje
     
    A pesar de mis preocupaciones económicas y sin contar a nadie mis penurias (las cuales sé que superaría con sabiduría), pagué contento mi platillo, que fue el mejor manjar probado en un largo tiempo
     
    Con los estómagos bastante saciados regresamos al coche y manejamos hasta el Dique, que se encontraba a pocos kilómetros al este del pueblo.
     
    Se trata de un embalse artificial creado por una represa de agua, la cual alimenta a una planta hidroeléctrica. En esta enorme laguna confluyen algunos ríos del norte argentino.
     
    El primer acceso desde el diminuto pueblo de Coronel Moldes nos condujo a una bahía donde se aparcaban algunos autos y personas. Sólo al bajar del coche percibimos la suciedad que inundaba las playas de la laguna Sinceramente no era lo que esperábamos y no quisimos permanecer ahí mucho más.
     
    Alejandrina nos dijo que existían más lugares habilitados para pasar el día junto al lago y nadar en el agua. Ya que estábamos ahí, no quisimos dejar pasar la oportunidad.
     
    Avanzamos pocos kilómetros más adelante hasta que llegamos a un hotel-restaurante, llamado simplemente El Dique. Ubicado en la altura de un acantilado, el hotel poseía un único acceso con escaleras hasta la orilla del lago, además de zonas de descanso para sus huéspedes.
     
    Alejandrina preguntó en la recepción si era posible bajar hasta la orilla, ya que la propiedad está privatizada por el complejo. La señorita nos indicó que necesitábamos comprar alguna bebida o bocadillo para tener derecho a pasar. Un poco sonrojado por una única y poco valuada moneda en mi bolsillo los demás aceptaron la propuesta, ofreciéndose a pagar una jarra de limonada.
     
    Pasamos la recepción y el restaurante hasta dar con las escaleras, que bajaban hasta una pequeña palapa mirador. Desde ahí, pudimos descender por el pasto hasta un modesto muelle de madera que flotaba sobre el lago. Agobiados por el intenso calor, nos despojamos de nuestra ropa y nos lanzamos al agua
     


     
    La temperatura era perfecta para refrescarnos debidamente. Por un momento olvidé que no sabía nadar bien y regresaba al muelle de vez en cuando, para sujetarme de lo tubos que lo sostenían por debajo.
     
    Una pareja con sus dos hijos se nos unieron en el recreo acuático. El verano se hacía presente en el norte y los vacacionistas parecían estarlo aprovechando al máximo.
     
    Detrás de nosotros la laguna se extendía en parte de su esplendor, cuya vista se veía interrumpida por los montes zigzagueantes que dibujan su irregular forma de trípode. Sobre el agua se avistaban algunas embarcaciones pequeñas y algunas casas flotantes. Y a lo lejos, se divisaban más zonas de recreo en la orilla.
     


     
    Poco después de haber arribado, un hombre se acercó para ofrecernos paseos en lancha, ski acuático y todo tipo de deportes náuticos. Al parecer organizaba grupos diarios para darles un recorrido general por el embalse. Sin embargo, refutamos desde el inicio, pues sabíamos que no permaneceríamos más allá de una pocas horas.
     
    Después de varios clavados al agua subimos al mirador y pedimos la prometida limonada a los meseros, que sació incluso más el calor. Nos tumbamos en el césped y nos preparamos para varias partidas más de truco.
     
     


     
    Antes de que el día se esfumara, nadamos otro rato en el lago, para luego secarnos sentados en el muelle. El atardecer nos alcanzó en la bahía, y disfrutamos de una nueva puesta de sol desde la comodidad y el aislamiento del embalse.
     


     
    Ya casi sin luz del sol, cogimos nuestras cosas, pagamos la jarra y regresamos al coche para, ahora sí, regresar a Salta. Manejamos poco menos de una hora hasta llegar a la gran ciudad.
     
    Y por si mi mente y mis emociones no se hubieran revuelto lo suficiente con la inexistente despedida de Nico y Rocío al bajar del coche tuve que despedirme de Ale, Flor y Luchi, sabiendo que, mientras ellas disfrutaban del resto de sus vacaciones en casa, yo debía partir a la siguiente mañana con rumbo a su país vecino de occidente.
     
    Las tres me habían brindado la hospitalidad y calidez que nunca hubiera esperado de una estereotípica Argentina, lo cual les agradecería eternamente
     
    Entre abrazos y buenos deseos, Joaco y yo volvimos al apartamento de Guti, quien hasta entonces no había regresado de su travesía en el Nevado de Cachi. Preparé mi maleta y las provisiones que me quedaban hasta llegar a Chile. Tomé una ducha antes de dormir y traté de pensar en que lo mejor estaba por llegar, sin preocuparme más por mi vacía billetera.
     
    Me esperaba una larga jornada totalmente desconocida: mi primer viaje hitchhiker completamente solo...
     
    Pueden ver el resto de las fotografías aquí:
     
     
  17. AlexMexico
    Mi viaje con la tropa argentina por los lares del norte había culminado. La tarde del 5 de enero habíamos dejado el Dique Cabra Corral y habíamos llegado de vuelta a la ciudad de Salta cerca de las 10 de la noche. De regreso en el apartamento de Guti, tomé mi tiempo para cenar, darme una ducha y empacar mis cosas, viéndome acostado en la cama después de la medianoche.
     
    Al otro día me esperaba uno de mis más inusitados retos: debía llegar a la frontera chilena con 5 pesos argentinos en la bolsa ya que sacar dinero del cajero en Argentina representaba un tipo de cambio al dólar mayor, que no me favorecía en absoluto. Por supuesto, mi estrategia de viaje era hacer dedo.
     
    Había pedido aventones en dos ocasiones durante mi estadía en España, e incumbe confesar que fue bastante difícil (cabe mencionar que en España está penalizado recoger gente en la carretera). Pero esta situación era bastante diferente: no tenía dinero, no estaba en un país en el que era residente, y sobre todo, esta vez me encontraba solo Por eso, para mí esta sería mi primera experiencia real como hitchhiker (término angolsajón que designa al viajero que pide aventón con el dedo).
     
    Preparé mi cuerpo y mi mente para ello. Sabía que el tiempo que me podía tomar coger un ride era muy variable, y con mi tienda de campaña me enfrentaría a dormir junto a la pista si me agarraba la noche. Cogí todos los víveres posibles para el viaje, incluyendo fruta, cereales, galletas y una botella con agua. Una ventaja en Argentina es que el agua es potable, lo que disminuía un gasto para mí
     
    Utilizando la página hitchwiki.org (un wikipedia para viajeros hitchhikers que un buen amigo argentino me recomendó) planeé la mejor ruta para llegar hasta San Pedro de Atacama, la mejor opción para después tornar al norte y regresar a Perú.
     
    Con mi trayecto preparado, prendí mi alarma para que sonara antes de las 8 am, y así poder comenzar mi hazaña temprano por la mañana. Pero el cansancio del día anterior (y un poco de mi irresponsabilidad inoportuna ) me constriñó a seguir durmiendo después de golpear suavemente mi teléfono. Joaquín se despertó antes que yo, y al echar un vistazo al reloj (que marcaba las 10:30 am) supo que me había quedado dormido. No dudó en despertarme para que me apresurase a irme. Tenía 500 km que recorrer y debía hacerlo en 9 horas, antes de que me alcanzara la noche Vaya forma de empezar mi día—, pensé. No quise tomar una ducha, ni siquiera un café. No pensaba consumir más tiempo valioso.
     
    En vista de que Guti no había regresado aún de su travesía alpinista por el Nevado de Cachi, decidí dejarle un mensaje escrito en su pizarra de la sala. Su hospitalidad había salvado por completo mi viaje y me había hecho conocer a excelentes compañeros.
     
    En una muestra de amabilidad, Joaquín me obsequió $20 más Con ello podría comprar comida si me llegase a hacer falta. Me acompañó hasta la parada en la avenida principal donde tomé el bus que me llevaría a mi primer punto hitchhiker: La Caldera.
     
    Me despedí de él, y con ello, de todo un mar de recuerdos que inundarían mis memorias sobre Argentina para siempre. Ahora me enfrentaba a un destino incierto… completamente solo.
     
    Mi desesperación se frustró más y más mientras el bus avanzaba a paso lento por la ciudad. Tomó la salida norte hacia el distrito de Vaqueros, hogar de la peculiar tía Fedra. Por tanto, sabía que no debía perderme, pues conocía tales rumbos.
     
    Pasamos Vaqueros para adentrarnos en la boscosa carretera número 9, tal y como lo había planeado. El autobús iba lleno con una multitud de chicos de secundaria que, al parecer, iban de excursión. El bosque a ambas orillas de la ruta se hacía cada vez más frondoso. No sabía si pedir la bajada ahí, en mitad de la nada, o esperar a ver muestras de civilización.
     
    El bus dio vuelta hacia la izquierda, pasando un puente y adentrándose en calles de concreto entre amplias casas de un solo piso. Pregunté si regresaríamos a la ruta 9, a lo cual una señora me contestó que no. Los chicos secundarianos pidieron la parada, justo frente a una montaña que dominaba el pueblo. Estábamos ya en la última parte de la comunidad de La Caldera. Pedí al chofer bajarme en su recorrido de vuelta, y me dejó en la plaza central, lo más cerca que pudo de la carretera.
     
    Caminé de vuelta hasta la autopista, disfrutando a la vez del paisaje húmedo y verde que La Caldera me ofrecía. Ahora entendía qué tipo de actividades son las que los adolescentes buscaban en aquel refundido sitio: renta de cabañas, campings, senderismo y deporte de aventuras se ofertaban a lo largo del pueblo.
     


     
    Cuando me encontraba cruzando el puente, avisté en la ruta a una pareja de hippies haciendo dedo (mismos que no estaban ahí cuando entré a bordo del bus). De pronto, un auto se detuvo para recogerlos. Qué rápido consiguieron un aventón—, dije. Pero otra idea colmó mi mente: había espacio para uno más
     
    Corrí con todo y mi equipaje en la espalda para no dejar pasar la oportunidad. Agitado, me acerqué a ellos y les pregunté: chicos, ¿van hacia el norte? Sí, vamos hacia Jujuy, contestaron. Un poco sonrojado pregunté si había lugar para uno más en el auto, a lo que contestaron con un rotundo no, porque llevaban demasiado equipaje
     
    Un poco decepcionado, los vi partir solitarios por la ruta, y me dispuse a conseguir mi propio ride. Si ellos consiguieron uno en menos de 10 minutos, ¿qué tan difícil podría ser?
     
    Tumbé mi mochila en la tierra y me coloqué bajo los árboles para protegerme del sol. Mi dedo pulgar aguardaba ansioso levantar mi antebrazo en una señal patrón que algún conductor debía forzosamente acatar… pero ningún coche se avistaba tras la curva
     
    Pronto, un amigo inesperado se unió a mi osada proeza. Un perrito que huía del calor se acostó junto a mi equipaje. Si bien me sentí cautivado, sabía que podía ser contraproducente. Si un conductor veía al perro junto a mí, creería que viajaba conmigo, y reduciría mis posibilidades de subirme al auto. En efecto, no muchos se sienten cómodos con un animal peludo a bordo.
     
    Me dispuse a hacer una maniobra estratégica, y escondí al menudo canino detrás de mi mochila. De esa forma, no me sentiría tan vil por echar a un perrito de mi lado y no me arriesgaría a prolongar más mi ya retrasado viaje.
     
    El minutero avanzaba y un exiguo número de coches habían apenas pasado por la carretera en dirección al norte. Era ya difícil mantener la sonrisa en mi rostro con tal de mostrarme ameno ante los automovilistas Mi cuerpo se veía andar de aquí para allá, buscando que su sangre circulara por las piernas, ya cansadas de yacer paradas en el mismo sitio. E hincadas o sentadas, buscaban un alivio a la inminente desesperación
     
    Cuando mi reloj marcaba más de las 3 pm, y cuando había perdido muchas de mis esperanzas luego de casi 2 horas de aguardo, un nissan sentra se detuvo unos metros delante de mí. Corrí a alcanzarlos con mi mochila al hombro. Sube—, exclamaron. Y justo después de cerrar la puerta, la chica me preguntó: ¿Y el perro?...
     
    Solté una sonrisa que ocultaba un pequeño dolor por dejar al tierno animalito abandonado en la soledad de la autopista. No viene conmigo—, respondí. Lo sentía mucho, pero no podía permitirme viajar con una mascota. Ante todo, hallarme a bordo del vehículo de una pareja que estaba dispuesta a transportar a un desconocido con su perro me hizo saber lo excelente personas que eran ambos
     
    Florencia y Martín eran de Buenos Aires, y viajaban en su auto simplemente para conocer su país desde el centro hasta el norte. Habían financiado su travesía vendiendo algunas cosas que ya no necesitaban, lo que me demostró que la voluntad siempre lo puede más
     
    Mientras exponíamos unos a otros un poco de nuestras vidas, avanzábamos por la ruta 9, que nos revelaba hermosos y verdes paisajes en ambos de sus extremos. Pero lo que a simple vista desde el Google Maps parecía una corta distancia se convirtió en un trayecto sinuoso, que obligó a Martín a manejar a una lenta velocidad.
     


     
    Las curvas ascendían por las yungas salteñas, dejando al desnudo profundos acantilados cubiertos de un frondoso follaje. La carretera se hacía cada vez más angosta para abrirse paso entre la maleza, y sabíamos muy bien el peligro que eso representaba, sobre todo conduciendo del lado del precipicio. Sin duda, me di cuenta de que esa no era la misma ruta por la que había llegado a Salta desde Humahuaca, hace casi dos semanas.
     


     
    Nuestro vértigo se acentuó de manera estrepitosa cuando detrás de una curva apareció una escena espeluznante: un coche había caído por el acantilado
     
    El vehículo se encontraba atrapado entre las ramas de los enormes árboles que, por fortuna, amortiguaron su caída y evitaron un mortal accidente. La carretera estaba cerrada por el carril norte, donde se podían apreciar las marcas de las llantas que recién habían derrapado sin control. Por fortuna, y según vimos, no hubo muertos ni heridos de gravedad
     
    Con toda la precaución posible, Martín optimizó su concentración al 100%, y seguimos adelante hacia nuestro destino: la ciudad de San Salvador Jujuy.
     
    A unos 120 km al norte de la ciudad de Salta, San Salvador de Jujuy es la capital de la provincia de Jujuy, el departamento más septentrional de toda Argentina. A pesar de haber pasado varios días en el norte y centro de Jujuy con Nico y Rocío, no habíamos querido detenernos en la ciudad capital, que según sabían, poco ofrecía a los visitantes. Y al parecer, algo similar pensaban Florencia y Martín
     
    Me dijeron que querían parar en la ciudad solo para no dejar de ver su centro histórico. Pero que si no había mucho más que hacer, no pasarían la noche ahí; en cambio, buscarían resguardo en Purmamarca, pueblo más al norte que me dejaba mucho mejor ubicado para seguir mi camino rumbo a Chile.
     
    Así que hicimos un trato: en lugar de dejarme en la carretera, los acompañaría al casco viejo de Jujuy e iríamos a la oficina de turismo. Allí decidirían si quedarse (y yo tomaría un bus a la autopista para pedir otro ride) o si seguían su camino y me dejaban en Purmamarca.
     
    Luego de aparcar el auto frente a la Plaza de Armas, no vacilamos mucho para hallar el centro de atención. Seguido de un rápido vistazo al folleto informativo, decidieron que, en efecto, dormirían esa noche en Purmamarca Y feliz por el oportuno fallo, me dispuse a conocer el centro histórico de la ciudad.
     
    Como es costumbre en las ciudades de la España Colonial, en los alrededores de la Plaza Belgrano (plaza central) se encuentran los edificios de gobierno y la catedral. El Palacio de Gobierno me pareció una construcción exquisita. Una mezcla de estilo colonial neoclásico con elementos de Italia, cuya influencia en toda Argentina es bastante notoria.
     


     
    Entramos para conocer sus impecables interiores, con la silla presidencial de la provincia y las banderas de todos los departamentos del país. Desde su sala principal, tuvimos una vista muy bella del zócalo de la ciudad.
     


     
    Salimos del palacio y seguimos por la catedral de estilo barroco mixto, donde no me pude dar el lujo de pagar $5 para la entrada
     
    Caminamos por su calle principal, General Belgrano, llena de comercios y establecimientos de comida. Resistiéndome a cualquier tipo de tentación que involucrase el intercambio de monedas acepté un poco de la coca cola que me ofrecieron Flor y Martín para subir mis niveles de azúcar y aguantar el hambre hasta la noche, apaciguada menormente por un proteínico plátano que cargaba en mi bolsa y que no dudé en comer.
     


     
    Unas cuantas vueltas por el centro fueron suficientes para los tres turistas, que antes de que se hiciera más tarde, volvimos al coche para emprender el camino a Purmamarca.
     
    Al dejar atrás la capital, súbitamente el paisaje circundante cambió. Las verdes y húmedas yungas que resbalaban por las colinas orientales de la cordillera andina de pronto me llevaron de vuelta a las áridas quebradas que antecedían al altiplano. Los colores desérticos, del marrón al rojo, cautivaron los ojos de Flor y Martín. La Quebrada de Humahuaca me dio la bienvenida de regreso una media hora después de conducir por la ruta 9.
     
    Tomamos la desviación hacia la ruta 52. Ahora me sentía bastante seguro y mucho más cerca de mi destino. La ruta 52 era el camino comercial más transitado que comunica al Cono Sur de Sudamérica con Chile. Había leído que muchos de los solitarios traileros de Brasil, Paraguay y Argentina tomaban esta autopista para llegar hasta Chile, y el primer destino después de la frontera era precisamente San Pedro de Atacama. No había mejor conductor que me recogiese que un trailero comerciante. El plan era simplemente perfecto
     
    Tan sólo 3 km de iniciada la 52, arribamos a Purmamarca, pueblo que ya había tenido la suerte de visitar con Nico y Rocío antes de Navidad.
     
    Flor y Martín me dejaron en la entrada del pueblo, y se despidieron de mí para ir a buscar donde pasar la noche. Mientras tanto, corrí hasta la autopista para tratar de coger un aventón. Eran ya las 6 pm y había 400 km que me separaban de mi objetivo Quería al menos llegar a la frontera y acampar allí, para cruzar al otro día temprano.
     
    Todavía pasaban algunos coches hacia el oeste, y no había muchas opciones. En esa dirección, después de Purmamarca, casi no había poblados, y mucho menos un hostal donde hacer noche. La gente que transitaba eran, quizá, locales que se dirigían a sus casas en las rancherías o traileros que harían noche antes del paso fronterizo, que para esa hora, seguro ya estaba cerrado.
     
    Mientras la mayoría de los viajeros se paseaban por el lugar buscando un camping o un hostal, a lo lejos avisté a un chico que alzaba su dedo en petición de un aventón. En su gran letrero se leía Paso de Jama. Sí, sabía que, precisamente, en esa dirección no había muchos otros lugares a donde ir, sino al cruce fronterizo. Me acerqué a él y me presenté.
     
    El chico era Maximiliano, y entre su escaso español y mis pocos conocimientos de portugués, se presentó como Max. Un joven carioca que se había alejado de las favelas do alemão por unas semanas, y había viajado a dedo desde su natal Río de Janeiro hasta las tierras norteñas de Argentina para conocer las maravillas de sus países vecinos.
     
    Las historias de sus osadas y largas travesías por rides, llegando a recorrer más de 500 km en un solo día, me dieron mucha más seguridad y me alentaron para, con su consentimiento, unirme a él en la búsqueda de un alma solidaria que nos transportase hasta Atacama.
     


    Locales en la carretera 52
     
    Ningún coche se detenía y poco tiempo pasó para que la carretera se vaciara, y para que el sol comenzara a descender en el horizonte. Un conjunto e intimidante grupo de nubes se avecinaban desde el norte. Supimos que era tiempo de abortar la misión y buscar un buen lugar donde dormir
     
    Me sorprendió saber que Max viajaba sin una carpa, y que con el poco dinero que tenía no podía pagar muchos hostales. Según me contó, había dormido en repetidas ocasiones en estaciones de bus o bajo pequeños techos. Y precisamente eso fue lo que me propuso
     
    Contradiciendo en absoluto su proposición, le dije que yo había estado ya en Purmamarca y sus zonas aledañas. A pesar del caluroso verano, el frío durante la noche era fuerte y penetrante, y no pensaba echarme a dormir sobre el frío y duro concreto No con una casa de campaña en mi espalda. Así que lo invité a que acampásemos juntos, y buscamos un terreno donde montar la carpa.
     
    Caminamos hacia el lado posterior del pequeño pueblo. Recordaba un lugar al final del sendero del Cerro de los 7 colores. Y ahí, sobre un rojizo montículo de arena y protegidos del viento, armamos nuestro dormitorio temporal.
     


     
    Dejé a Max por un momento para ir a comprar agua embotellada, ya que el agua pública de Purmamarca no era apta para beber. Si debía gastar mis últimos $20 que adquirí gracias a Joaquín, lo haría en algo completamente esencial. Sabía que pasaría al menos otro día viajando a dedo y, al menos, tenía que estar bien hidratado
     
    M despedí de $13 entre el agua y algo de fruta que adquirí en una tienda de abarrotes. $7 era la modesta cantidad que hasta entonces colmaba mi bolsillo
     
    Pero cuando volví a la carpa, Max me quiso agradecer por darle alojo en mi cómoda habitación móvil Sacó de su mochila un baguette, jamón, queso, galletas y un jugo. Entonces, me sentí agradecido por hacerle caso al destino, que al unirme con él se aseguró de que aquella noche no pasara hambre
     
    Cenamos alegres bajo nuestro techo, mientras el cielo se oscurecía, y daba paso al resonar de los truenos y relámpagos que iluminaban por segundos las translúcidas paredes de la tienda.
     
    Cual orugas nos enrollamos dentro de nuestros sacos de dormir y nos tapamos hasta la cabeza para conciliar el sueño. Programamos nuestra alarma para que sonara justo al alba, para comenzar una nueva jornada, en aras de alcanzar juntos la línea chilena…
  18. AlexMexico
    Al filo de la media noche me embarqué en un autobús rumbo a la ciudad fronteriza de Arica, al norte de Chile. En la estación había conocido a Rodrigo, un mochilero de Concepción que viajaba con solo 100 dólares, con los que pretendía llegar hasta Colombia
     
    Fuera o no verdad la hazaña que por doquier narraba, dejaba la ciudad de Iquique y se dirigía a Arica con el mismo objetivo que el mío: cruzar a Perú.
     
    Antes de que el sol levara sobre las colinas del este, desembarcamos en la terminal a las 5 de la mañana. El sueño aún recorría nuestros cuerpos, pero no había mucho que hacer. Cogimos nuestras mochilas y nos sentamos en la sala de espera.
     
    Allí, otra chilena apareció: Valentina, una simpática y peculiar viajera proveniente del sur del país, que se había aventurado a salir sola de casa para trabajar por un tiempo en Atacama, y ahora se disponía a disfrutar las delicias del Perú.
     
    En el momento en que ella y Rodrigo dieron pie a un común diálogo fue cuando, tardíamente, me di cuenta de dónde estaba parado. Su mezcla de “güeon”, “po”, “la hueá”, “chucha”, “caleta” y “cachái” saturaron mi lóbulo temporal izquierdo incapaz de descodificar el léxico repleto de chilenismos que emanaba de sus bocas.
     
    Convenciéndome a mí mismo de que era apto para interpretar cualquier dialecto del español, pregunté a Valentina qué debíamos hacer para llegar a la frontera, destino que ella también procuraba.
     
    La forma más fácil era tomar un colectivo a la ciudad de Tacna, del lado peruano. El bus pasaba por la frontera y esperaba a que los pasajeros hicieran su papeleo. Pero la oficina de migración abría hasta las 8, así que aguardamos con paciencia a la salida del primer autobús.
     
    Compré mi último sándwich chileno en la terminal, quedando con pocos pesos en mi bolsa. No podía esperar a cruzar a Perú y volver a gastar en los cómodos y baratos soles, a los que ya me había acostumbrado semanas atrás
     
    Poco antes de las 8, caminamos hacia un estacionamiento contiguo, desde donde salían los transportes al norte, cuyos asientos ya lucían llenos. Afortunadamente, las corridas partían casi cada 15 minutos.
     
    No mucho tiempo después, ya con la luz del sol, arribamos al paso fronterizo. Como ya era un hábito para mí, pasé rápida e inertemente por los controles aduaneros y migratorios. Y con un nuevo sello en mi pasaporte, me di por bien servido
     
    El mar se fue desvaneciendo poco a poco en el occidente, devorado por las dunas de arena que dominaban aquel paisaje desértico, mismo que fue socavado por una nueva jungla de concreto que me dio la bienvenida de vuelta en Perú.
     
    Inmerso nuevamente en la locura de las terminales peruanas, entre alaridos, ofertas dudosas y letreros poco legítimos, hablé con los chilenos para saber cuáles eran sus planes. Rodrigo pretendía llegar a Lima, mientras Valentina, al igual que yo, deseaba quedarse en Arequipa. Así, buscamos al mejor postor que nos llevase a la ciudad blanca.
     
    Mientras yo subía a un café internet para avisar a mi couchsurfer la hora a la que llegaría, Rodrigo hizo amistad con Romain, un francés que, a las 11:00 am en punto, abordaría el mismo bus que nosotros rumbo a la capital arequipeña.
     


    Los tres viajeros
     
    Yo había elegido el asiento delantero por tratarse de un autobús panorámico, deseoso de experimentar aquella desconocida experiencia Pero de haber recordado que los transportistas en Perú se rehúsan a prender el aire acondicionado, hubiera cambiado de opinión
     
    Pasé las 6 horas de la irritante travesía acomodando la cortina para que no me quemara el sol, que entraba directamente por el parabrisas, lo cual sumado a la escasez de aire, me sofocaba de calor al interior de aquella bulliciosa cabina
     
    La mujer a mi lado no paraba de hablar con su amiga sobre la película que se proyectaba a muy alto volumen. Los niños detrás de nosotros no escatimaban en correr por el pasillo, a pesar de las advertencias de su incompetente madre. Y en cada escala que el conductor hacía, multitudes de cholitas se subían ofreciendo a gritos ensordecedores sus productos alimenticios… sí, estaba de vuelta en Perú
     
    Cuando el desierto fue sustituido por un verde y amplio valle al pie de los montes andinos, llegamos a Arequipa cerca de las 5:30 de la tarde. Valentina se apresuró a tomar un taxi al centro para buscar un hostal, mientras yo aguardaba por quien sería mi couch los siguientes tres días.
     
    Marcos apareció no mucho después de mi llegada. Se presentó conmigo y con los otros dos viajeros, a quien ofreció ayudarles en su reciente arribo a la ciudad, como buen licenciado en turismo que era.
     
    Rodrigo deseaba llegar a Lima, así que lo ayudamos a encontrar el mejor precio a su conveniencia. Después de despedirlo, nos embarcamos en un taxi junto con Romain hacia el centro de la ciudad, para dejarlo en el hostal donde se hospedaría.
     
    Marcos me explicó que su casa se ubicaba en un suburbio bastante alejado de la metrópoli, y que para facilitar mi estadía, un amigo suyo sería quien me brindaría alojamiento, muy cerca de la zona centro.
     
    Accedí sin vacilar mucho, y caminamos hasta la casa de su compañero Percy, no sin antes comer un buen arroz chaufa en un tradicional chifa arequipeño ¡Vaya si extrañaba la comida de Perú!
     
    Percy trabajaba como asistente de un historiador. Vivía en un edificio que ofrecía cuartos estudiantiles a precios asequibles, y a su vez, era el encargado de cobrar las rentas.
     
    Amablemente me hizo un espacio para dormir en su habitación, donde pude tomar una ducha y descansar, para continuar mi ruta turística al siguiente día por la mañana.
     
    Si me pidieran describir Arequipa con dos adjetivos, me atrevería a decir que se trata de una hazaña imposible. Poco sabía sobre la urbe antes de volar al continente austral… fue hasta que Karen (mi couch en Lima) me invitó a pasar la navidad allí, que decidí agendarla para más tarde dentro de mi itinerario backpacker. Pero nunca creí toparme con tan eminente metrópoli
     
    Arequipa es la segunda ciudad más grande de Perú, y por tanto, uno de los núcleos económicos, industriales y políticos más importantes. Pero su relevancia no sólo radica en su macro envergadura nacional, pues cada pequeño detalle de su historia, arquitectura, paisaje, cultura y población la hacen merecedora del tan vehemente orgullo de sus habitantes.
     
    De todo ello me di cuenta con tan sólo pisar la ciudad; pero más a fondo cuando comencé a conocer mejor a Marcos y a Percy, cuyos perfiles profesionales (historia y turismo) fueron los mejores ejemplos para mostrarme la cara más regionalista de su natal ciudad, lo que me dejó en claro que ser peruano dista mucho de ser arequipeño
     
    Inicié mi primera mañana acompañando a Percy a la escuela en que trabajaba, donde Marcos pasó por mí para darme un extenso tour por el centro de la ciudad.
     
    De camino, atravesamos el barrio del Vallecito, uno de los sectores aledaños a la zona monumental. Arequipa se distinguió en el pasado por ser el punto poblacional preferido por los inmigrantes adinerados para establecerse a su arribo en el virreinato del Perú, y en la República independiente del Perú, lo que incluía a múltiples ingleses y alemanes. El barrio del Vallecito muestra una parte de cómo solían vivir estas familias europeas de clase alta a principios del siglo XX, que formaban parte de la élite intelectual de la ciudad.
     


     
    Si bien Arequipa no existía formalmente antes de la llegada del imperio ibérico (no como lo hacía Cusco), había algunas edificaciones incaicas que quedan en pie hasta el día de hoy. Se trata de los tambos.
     
    En la red comercial que los incas tejieron a lo largo de los Andes, construyeron estos tambos como bóvedas y lugares de descanso. Cuando los españoles llegaron, fueron convertidos en viviendas para la clase trabajadora. Marcos me llevó a ver dos de los tambos que la ciudad todavía conserva.
     


     
    El Tambo de Bronce es famoso por ser el más antiguo. Me sorprendió saber que estos vetustos inmuebles siguen siendo habitados en forma de vecindades por familias de clase media y baja, que viven su día a día bajo techos de siglos de antigüedad
     


     
    Después nos dirigimos al Tambo Matadero, que no dejaba al desnudo colores tan vivos como el anterior, pero cegaba la vista con su blanca y reluciente piedra volcánica de sillar, lo que, quizá, le otorgabaun atractivo más auténtico, al ser la materia prima icónica de la ciudad, que le brinda su meritorio seudónimo de La Ciudad Blanca.
     


     
    Aunque el gobierno resguarda ambas vecindades como un patrimonio local, las casas siguen siendo propiedades privadas de las familias que allí moran, por lo que su visita debe hacerse con cautela y debido respeto.
     


     
    Tomamos un café en una de las estrechas calles del centro histórico para que, posteriormente, Marcos me mostrase uno de los más representativos conceptos del regionalismo de Arequipa: la escuela arequipeña.
     
    La fuerte formación de una identidad mestiza durante la época virreinal, mayormente influenciada por la crema y nata de la corona española en Perú, dio pie a una propia corriente estilística que se denominó escuela arequipeña, cuyo destacamento atiborrado influenció las zonas aledañas, llegando incluso hasta Potosí, en Bolivia.
     


     
    La fachada de la Iglesia de San Agustín fue una muestra de ello. Aunque reconstruida después de un terremoto, conserva los detalles del barroco mestizo, característico por poseer elementos católicos españoles combinados con elementos propios de la cultura incaica… todo un deleite a los ojos sin importar nuestras creencias religiosas (lo cual, créanme, no va conmigo).
     


     
    Visitamos también la Iglesia de la Compañía de Jesús, quizá la más famosa de su estilo en el Perú, pues es considerada la cuna del barroco peruano, datando del siglo XVII. En su interior me topé con algunas exposiciones y venta de obras de artistas locales, lo cual me dejaba en claro el papel crucial que el arte juega en todo Arequipa.
     


     
    Seguimos el tour, adentrándonos en el modo de vida español durante la colonia, mismo que predominó en la ciudad, al ser mayoría comparado con la población indígena.
     
    Las grandes casonas que se asientan en el centro de la ciudad dejan admirar el lujo en el que los colonos peninsulares se regocijaban al poblar estas lejanas tierras. La casa de Tristán del Pozo es un claro vestigio de ello.
     


     
    Los Tristán del Pozo eran una familia de origen vasco muy influyente en Arequipa. Su fama deviene, entre muchas otras cosas, con Flora Tristán (autora del libro Peregrinaciones de una Paria, el cual recomiendo mucho), sobrina del virrey Pío Tristán, quien después se convertiría en una de las precursoras del socialismo y feminismo actuales, pasando a formar parte, incluso, de la biblioteca personal de Karl Marx.
     
    Sin darme cuenta, estaba parado en una ciudad que había sido cuna de vastas manifestaciones culturales y sociales, no sólo en Latinoamérica, sino en otras partes del mundo (es también el lugar de nacimiento de Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura 2010).
     
    Dejando de lado por un tiempo las profundas clases de historia, hicimos escala en el mercado central, para matar el hambre con un rico tamal y vivir, de la mejor manera, el verdadero sabor de la cultura arequipeña, que solo los atestados y coloridos pasillos de un mercado latinoamericano pueden mostrar.
     


     
    La variedad de frutas y verduras costeras, serranas y selváticas de Perú solo pocos países la pueden igualar. Desde los elotes negros hasta las famosas hojas de coca se acumulaban en tumultos a precios muy baratos, que uno se animaba a comprar al sonar de las bochincheras ofertas de sus contendientes.
     


     
    Culminamos el trayecto subiendo al balcón del Palacio de la Municipalidad para tener la mejor toma de la Basílica Catedral de Arequipa.
     


     
    Allí, nos topamos con Valentina, quien mientras disparaba el obturador de su cámara se quejaba de un dolor estomacal culpando a una humita que había comido el día anterior en el autobús.
     
    Como se acercaba la hora de comer, la invitamos a unírsenos junto con Percy para que probase un caldo blanco, que podría ayudarle a estabilizar su digestión. Pero poco le ayudó haber probado aquel típico platillo que, en cambio, la hizo vomitar repetidas veces en el baño
     
    Nos quedamos con ella mientras intentaba mejorarse con electrolitos y una botella de agua fría, casi imposible de conseguir en esta ciudad, donde por alguna extraña razón la gente prefiere tomar las bebidas a temperaturas tibias (a pesar del calor).
     
    La llevamos de vuelta a su hostal, donde consiguió cambiar su corrida de autobús para Cuzco al siguiente día, y así evitar viajar más de 10 horas en ese deprimente estado. Después de ello casi renuncié a cualquier tipo de comida callejera que pudiera deveniren aquel sufrimiento
     
    Al caer la noche acompañé a Marcos a ver a su amiga Mandy, quien era dueña de una agencia turística en el centro.
     
    Todo un día de charlas con nativos de la ciudad me hizo darme cuenta de la idiosincrasia comunitaria que poseen los arequipeños, singularizada por la oposición a un centralismo estatal, y que presume sus raíces como mucho más que una simple provincia.
     
    Lima y Cuzco, como antigua y nueva capital, suelen llevarse todo el crédito en la historia, cultura y turismo del Perú a nivel internacional. Pero ellos me hicieron apreciar la trascendencia que distingue a Arequipa de entre todas las demás ciudades, y me hicieron agradecer el haber decidido parar allí por algunos días… no sólo por poder admirar a fondo la belleza tangible e intangible de la ciudad, sino por las maravillosas personas con las que me estaba topando, y que serían, a fin de cuentas, quienes me mostrarían la verdadera esencia arequipeña
  19. AlexMexico
    Un verano tornasol en Barranco me acoplaba durante mis últimas semanas en la capital de Perú, en la que había permanecido en total por más de quince días. Cualquiera de los trotamundos que hubiera pisado la acogedora morada donde me recibían (cuyos nombres lucían en las banderas del mapamundi posado a la entrada del apartamento) podía amparar la calidez y sugestión que se experimentaba al estar allí, y lo afanoso que era a veces proponerse salir
     
    Pero mi generosa anfitriona, Karen, había respaldado las buenas recomendaciones que varios de los viajeros me habían dado sobre lo que, según ellos, era uno de los mejores destinos turísticos en Perú, para algunos, mejor incluso que Machu Picchu
     
    Como ella tenía planeado un viaje a la olvidada ciudad de Ayacucho para el fin de semana, decidí aprovechar mis últimos días y mis últimos soles para hacer una expedición exprés hacia el norte, a la ciudad de Huaraz y sus espléndidos alrededores.
     
    Entre las compañías de autobús que ofertaban el transporte desde Lima, me decidí por una de las más baratas y, quizá, menos confiables. Se hacía llamar Transportes Julio César, y por su servicio “emperador” pagué no más que 65 soles (unos 22 USD).
     
    Con una de las peores terminales que podía haber visto en la ciudad, no me esperaba mucho de su servicio Pero el paseo nocturno a bordo fue, sin duda, el mejor del que pude haber disfrutado en toda mi aventura por el sur Un confortable asiento, aire perfectamente acondicionado, terramozas, servicio de wifi completamente funcional, una cena decente sin cargo extra y, lo mejor, sin ninguna escala
     
    400 kilómetros al norte de Lima, el camino hacia Huaraz se tornó mucho más fácil y muy diferente al resto de las abruptas autopistas estatales por las que había viajado dentro del Perú. Esto debido a la simplicidad y la superficie plana de la carretera panamericana, por la que transcurría casi la mitad del recorrido justo al lado de la costa. Y con una cierta ausencia de cadenas montañosas, llegamos a Huaraz a la mañana siguiente, después de unas 7 horas a bordo del autobús.
     
    Inmediatamente me dirigí al hostal que había reservado la noche anterior. Y como aún no era la hora de realizar el check-in, dejé mi mochila guardada y me dispuse a conocer un poco de la pequeña ciudad.
     


     
    Huaraz es la capital del departamento peruano de Ancash. Su ubicación en los Andes centrales la colocan a unos 3000 metros de altura sobre el nivel del mar. Y es precisamente esa ubicación lo que la hace el atractivo principal del norte del país.
     


     
    En esta zona de la cordillera más larga del mundo, las montañas se dividen en dos cadenas que se unen nuevamente algunos kilómetros más al sur. El valle que se forma entre las dos cadenas es llamado el Callejón de Huaylas, y es precisamente aquí donde se emplaza Huaraz.
     


    Ciudad de Huaraz, con la Cordillera Negra al fondo
     
    La magia estratégica en este callejón la dejan al pie de ambas sierras: la Cordillera Negra al oeste y la imponente Cordillera Blanca al este, hogar de los picos más altos de Perú y de toda la zona intertropical del planeta, que superan los 6500 metros de altura.
     


    Huaraz, con la Cordillera Blanca al fondo
     
    Por supuesto, la municipalidad ha sabido aprovechar las maravillas naturales de las que se rodea y las ha abierto al turismo de la forma más sustentable posible, sin incidir negativamente en el equilibrio del ecosistema
     
    Así, cuando el sol ya había salido, recorrí las calles del centro buscando algunas frutas para mi desayuno, al tiempo que las agencias turísticas y las oficinas de gobierno empezaban a abrir sus puertas.
     
    Pregunté en la oficina de turismo cuáles eran las excursiones más baratas y cortas en las montañas del rededor. La mujer me informó sobre algunos recorridos que podría hacer por mi cuenta, con la única ayuda del transporte público. Así mismo, me obsequió un mapa del Parque Nacional Huascarán, dentro del cual corre prácticamente toda la Cordillera Blanca. Con él, podría preguntar en las agencias los precios de las visitas a cada uno de los picos nevados, lagunas y glaciares.
     
    Ya que la mayoría de los viajes partían muy temprano por la mañana, sabía que aquel día debía elegir una actividad pequeña. Así que volví al hostal para ocupar mi cuarto y me alisté para salir a caminar rumbo al noreste del pueblo, para subir hasta el llamado Pinar, desde donde tendría vistas panorámicas de la ciudad y de algunos picos nevados de la Cordillera Blanca
     
    A pesar de algunas rachas de viento frío, el sol me hacía recordar que estábamos en pleno verano. No valía la pena cargar una sudadera conmigo por horas
     
    Dejando el centro histórico atrás, me dirigí hacia el río Quillcay, que cruza la ciudad de este a oeste, y que es orillado por un malecón en ambos lados, repleto de kioscos, áreas verdes, juegos para niños y vendedores de todo tipo.
     
    Pasando el río en el lado oriental de su rivera, la ciudad parecía acabar, con la última de sus avenidas desvaneciéndose al pie de un enorme cerro, donde varias casas de pobres fachadas se amontonaban en sus peligrosas laderas.
     
    Pero la cima de aquel montículo sería quien me daría las vistas que en la oficina de turismo me habían prometido. Entonces me di cuenta que la avenida no desaparecía, sino que seguía su rumbo en una pendiente curva que zigzagueaba por la montaña. Aún así, si seguía por las improvisadas escaleras de tierra que ascendían hacia las chozas, ahorraría algo de tiempo. Después de todo, así es como aquellas familias subían hasta alcanzar sus viviendas
     
    Los locales me volteaban a ver, cual forastero que había osado irrumpir en sus tierras. Los niños paraban de jugar para quedar en silencio, mientras sus miradas no se alejaban de mi agitado ser Con saludos y gestos universales intentaba ser bien recibido por los lugareños, quienes pocas veces mostraban una sonrisa.
     
    Serpenteando entre los perros de bárbaras expresiones, me abrí paso por la favela arbolada, que parecía más pequeña vista desde abajo Hasta que al fin, me vi de vuelta en la avenida, que para entonces se había convertido en una autopista, desde donde contemplé en su totalidad la paisajística mancha urbana de Huaraz con la Cordillera Negra en su fondo, apodada así por la ausencia de picos nevados en ella.
     


     
    Más adelante la carretera giraba en dirección noreste, bordeando al cerro que seguía ascendiendo. Tan solo al dar la vuelta, una de las montañas blancas de la imponente Cordillera Blanca se asomó entre la verde arboleda boscosa que descendía por la ladera sur. Entonces empecé a comprender la belleza natural de Huaraz de la que tanto hablaban los demás viajeros
     


     
    En lo alto de la montaña, enormes cúmulos de nubes negras se apiñaban, amenazando a todo el valle contiguo con torrenciales lluvias. Pero quizá, era solo producto del enfriamiento del aire al subir por la pared de montañas que se topaba a su paso, siendo los Andes los creadores de los monzones que fertilizan a la adyacente selva amazónica.
     


     
    Fuere a donde fuere que se dirigiera la lluvia, no podía vacilar mucho tiempo en mi caminata. Aún cuando el sol brillaba en su máxima plenitud y me quemaba con vehemencia había sido ya advertido sobre la temporada húmeda en la zona.
     
    Continué por el sendero a la orilla de la ruta, que a pesar de todo se presumía bastante vacía. Al mirar hacia abajo por las faldas del cerro, algunos residentes de la verde zona realizaban sus tareas diarias en el bosque, cortando leña, alimentando a sus animales y recogiendo agua de pozos. Aunque vivían a pocos metros de la ciudad, parecían estar aislados en comunidades autosustentables.
     
    En la siguiente curva que tornaba hacia el sur, empezaron a aparecer complejos habitacionales de recreo. Cierto tipo de ranchos a la orilla de la carretera con vistas a las laderas boscosas y las montañas nevadas, destinadas a turistas que buscan un fin de semana lejos de la ciudad con todas las comodidades que un hotel te pueda ofrecer: habitaciones con calefacción, televisión por cable, restaurante, piscina, área de juegos para niños… siempre atendidos por familias humildes de la zona que decidieron hacer de la ubicación de sus viviendas un modo lucrativo de subsistir.
     
    Las rojizas paredes del cerro seguían ascendiendo a la orilla de la autopista poco inclinada, que entre sus caminos serpenteantes y las altas copas de sus árboles, habían ocultado detrás de mí a la formidable cadena montañosa.
     
    Al llegar a la siguiente curva, y con Huaraz a mis pies, me senté un momento a descansar y a leer un poco más de Lewis Caroll. Fue uno de los momentos en que disfruté mi soledad plenamente, sin nadie a mi alrededor que pudiera interrumpir el momento de paz, que a veces tanta falta hace en nuestras vidas
     
    Al avanzar algunas páginas, una tormenta parecía avecinarse sin piedad desde lo lejos Así que no quise permanecer más tiempo y proseguí con mi caminata.
     
    Después de la última curva, el famoso pinar apareció. Un pulmón boscoso en lo más alto del cerro, protegido por una cerca de alambres. La ruta avanzaba junto al enorme cuerpo de pinos, que a la vez dejaba a la vista, finalmente, el esplendor de los nevados del Parque Nacional Huascarán
     


     
    Las puntas de los picos Rima, Churup, Wamashrahu y algunos otros se alzaban con fulgor bajo un cielo de azul intenso oculto tras una tupida masa de nubes. El cuadro era enmarcado por el punto de fuga que formaba la carretera y el denso bosque por el que era orillada.
     


     
    Ningún auto se veía venir por la pista, lo que me permitió tumbarme por unos instantes sobre el concreto con nada, sino mi soledad, los Andes y yo
     


     
    Cuando uno viaja a Sudamérica no puede evitar ser asaltado por las imágenes estereotípicas que espera captar de la misma. La estepa patagónica, la espesa selva amazónica, las frías costas del Pacífico con lobos marinos y los montes andinos. Y ésta era, sin duda, una de las postales que yo aguardaba capturar al sumergirme en la célebre Cordillera de los Andes
     


     
    Mi piel roja reclamaba más bloqueador solar, que por cierto no cargaba conmigo Y los desafiantes nimbostratos acercaban sus cuerpos nubosos cargados con agua hacia mí Decidí que era hora de volver, pues aún tenía una larga caminata de retorno a Huaraz, y no había muchos coches a quienes pedir un ride.
     


     
    Apresuré mis pasos por la pendiente cuesta abajo para bajar lo antes posible del empinado cerro. Pero esta vez no me arriesgaría a correr por las escaleras de tierra de la favela, sino que daría la vuelta entera por la curva de la avenida.
     
    Una vez en la ciudad me sentía seguro, pues tenía dónde resguardarme. Pero antes de poder siquiera cruzar al otro lado del río, un chubasco se soltó sobre toda la ciudad, mientras yo corría por el malecón contiguo al canal
     
    La totalidad de las personas que se entretenían entonces por el paseo, se amotinaron junto a mí bajo el techo de un pequeño kiosco mientras algunas desafiaban al agua y se dirigían a sus labores cotidianas, empapados por la ola torrencial que no parecía cesar.
     
    Suponiendo que podían pasar horas para que se detuviera cuando el agua disminuyó su fuerza corrí directo hasta el hostal, deseoso de bañarme y de ponerme ropa seca.
     
    Decenas de mochileros se hospedaban ese día en el hostal Akilpo. Mientras comía, hice amistad con algunos de ellos, quienes regresaban de largas travesía de hiking por las montañas.
     
    Al final, escuché atentamente todas sus opiniones para decidir, apoyado por la oficina de turismo, cuál era mi mejor opción para visitar durante mi estancia en Huaraz, respaldado por el poco dinero que me quedaba.
     
    Después de un cigarrillo con ellos, salí a cotizar todos los tours con las agencias de viajes. Hasta entonces había hecho posible una increíble aventura por Sudamérica con muy poco dinero, y estaba seguro de que podía hacer lo mismo en Huaraz
     
     
  20. AlexMexico
    Dicen que si la vida te da limones, hay que hacer limonada. Y cuando las buenas oportunidades se nos presentan no podemos pasarlas por alto
    Es así como mis primas, mi hermano y yo nos tomamos cuatro días de vacaciones durante el mes de mayo para visitar la perla del occidente mexicano: Guadalajara, la segunda ciudad más poblada de México.
    Aunque llevábamos planeando un viaje juntos por algún tiempo, supimos que era el momento indicado cuando una amiga mía me llamó por teléfono para decirme que Volaris, una aerolínea lowcost nacional, estaba regalando vuelos en el centro de la ciudad
    Rápidamente contacté a mis primas y nos reunimos en el zócalo donde, tras el módulo de la aerolínea, una larga fila de personas de todas las edades esperaba su turno para completar la dinámica.
    Lo único que debíamos hacer era decir frente a la cámara por qué es bueno viajar en avión; después de ello, debíamos oprimir un botón para elegir qué opción era mejor: viajar en camión o viajar en avión. Por supuesto, el botón correcto era el del avión Y así, un cupón con un código impreso era expulsado desde una máquina, mismo que nos daría acceso a la futura adquisición gratuita de un viaje nacional
    La campaña publicitaria de la aerolínea, llamada “No Más Camión”, tuvo tanto éxito que al llegar a casa y revisar la lista de viajes participantes, muchos de ellos estaban agotados, incluyendo todos hacia Cancún De tal manera que el vuelo elegido fue Guadalajara.
    Ya había tenido la suerte de viajar con Volaris. Pero hacerlo gratis me dijo, sin duda, que era mi empresa de transporte favorita en todo México Y disfrutando de sus mejores servicios, Montse, Meya, Iván y yo volamos por poco más de una hora hasta la ciudad tapatía por excelencia.

    La zona metropolitana de Guadalajara es una de las tres ciudades más importantes del país, junto con la Ciudad de México y Monterrey. Juega un papel muy importante en materia económica, histórica y política. Pero ante todo, es un símbolo de la identidad y la cultura nacional. Al ser la orgullosa cuna del mariachi y el tequila, no es de extrañar que posea una fuerte afluencia turística internacional.
    Nos dirigimos al hotel que reservamos semanas antes, ubicado en el primer cuadro de la ciudad. Como es común en las urbes latinoamericanas, todos sus cascos viejos tienen una buena y una mala cara  Por suerte, nuestro hotel se encontraba antes del límite del lado malo (donde abundan los mercados, la venta ilegal y la prostitución).
    Tras ocupar nuestra habitación doble y tomar un breve descanso, aprovechamos la luz del día de aquella tarde todavía joven para conocer el centro histórico. Pero antes, hicimos una parada para comer uno de los platillos más representativos de Guadalajara: la torta ahogada.
    Se trata de un emparedado de bolillo (un tipo de pan más duro de lo normal) que permite ser sumergido en salsa picante de tomate, chile de árbol y condimentos, relleno de carnitas estilo jalisciense (carne de cerdo) y acompañado de cebolla en jugo de limón.
    A pesar de su célebre reputación, no fue de todo mi agrado. El caldo es demasiado agrio para mi paladar y la idea de una torta sumergida en salsa es algo a lo que simplemente me llevaría tiempo acostumbrarme.
    Pocas cuadras delante de aquel restaurante se encontraba la Plaza de Armas de la ciudad, repleta de transeúntes que se paseaban bajo un abrasador sol de primavera. En su costado izquierdo pudimos admirar el Palacio de Gobierno de Jalisco, y en el margen norte, la majestuosa catedral de la ciudad.
    Palacio de gobierno de Jalisco
    Es extraño hallar en México construcciones coloniales de estilo gótico o neogótico, pues predominan sobre todo el barroco y el neoclásico. Es por ello que las torres de la parroquia me enamoraron al instante que pude divisarlas Su brillante matiz dorado confrontaba al intenso azul del sereno cielo que se desplegaba sobre nosotros.

    Seguimos nuestro recorrido del lado posterior de la catedral, hogar de los museos y parques más famosos del distrito, como el Museo Regional, el Museo de Cera y el Teatro Degollado. Lamentablemente y por falta de tiempo, no pudimos visitar ninguno de ellos
    La calle sur de la alameda se convertía más adelante en un andador, el Paseo Hospicio, un corredor turístico colmado con las más variadas atracciones humanas, desde estatuas vivientes hasta un show sobre ruedas. Y a los costados, multitudes de comercios se aglutinaban buscando seducir hasta al más desamparado individuo.

    Tras cruzar el puente de la avenida Independencia (una de las principales arterias de la ciudad) apareció frente a nosotros el formidable Hospicio Cabañas, edificio emblemático de Guadalajara.

    Antiguo hogar de niños huérfanos, hoy es sede del Instituto Cultural Cabañas, su arquitectura neoclásica y sus murales interiores lo hicieron merecedor de ser declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, título que ostenta orgulloso al imponerse en el núcleo de toda la metrópoli.

    Bajamos por la avenida Independencia para regresar al hotel. Pero una de las efigies, quizá la más mexicana a nivel mundial, nos hizo detenernos para nuestra foto obligada

    La Plaza de los Mariachis de Guadalajara puede no ser la más famosa del país (sin duda no más que la Plaza Garibaldi de la Ciudad de México), pero la ciudad puede presumir ser el lugar de nacimiento de tan afamado género musical

    Y además de los aclamados grupos de mariachis que serpentean los bares y restaurantes de la zona buscando a quien ofrecer una serenata, no podía faltar el célebre sombrero mexicano para nuestra mejor foto del recuerdo

    Tras reposar en nuestras camas, nos alistamos para salir de fiesta y conocer la vida nocturna de la ciudad. Uno de los mejores sitios, según los locales, era la avenida Chapultepec.
    Un largo camellón peatonal saturado de artistas callejeros y comerciantes era costeado por un sinfín de restaurantes, bares y discotecas, que hicieron de nuestra noche una velada memorable, entre hamburguesas, papas fritas y cerveza

    A la siguiente mañana nos dirigimos a uno de los distritos más bellos y famosos de la zona metropolitana: el municipio de Tlaquepaque.
    Ubicado al sureste de la ciudad, solía ser un pueblo de artesanos que, con el pasar de los años, se conurbó a la mancha urbana de Guadalajara. Carente de grandes edificios o bulliciosas avenidas, Tlaquepaque nos transportó a un tradicional pueblito mexicano dentro de la colosal capital

    El trayecto por su centro histórico da inicio en el andador Independencia, un amplio corredor adoquinado y ataviado por antiguas y coloridas casonas del siglo pasado, que hoy sirven como residencias particulares o locales de comercio.

    La mayoría de ellas alberga extravagantes galerías de todo tipo: alfarería, tiendas de textiles, artesanías ecológicas, figurillas de vidrio…

    Todas las imágenes más representativas de un México tradicional se reflejaban en cada una de aquellas tiendas: catrinas, calaveras del día de muertos, alebrijes, figuras de dioses prehispánicos, indígenas o mariachis.

    Y lo no mexicano también tenía cabida en esta abundancia comercial, como esta tienda estilo pastel que remembraba a las habitaciones de la aristocracia europea del siglo XVIII, y a mí en lo particular, a los aposentos de María Antonieta en Versalles

    Y más allá de los souvenirs y los productos a la venta, los colores y las formas de cada calle y edificio hicieron de Tlaquepaque nuestra zona favorita de todo Guadalajara

    Al terminar el paseo Independencia nos topamos con el zócalo del distrito, bajo cuyo kiosco nos refugiamos un momento del sol

    Aunque cada cafetería y restaurante en la zona turística son muy atractivos, preferimos desayunar en el mercado local. Siempre digo que la mejor comida se encuentra en el mercado… y vaya si tenía razón
    Antes de que cerraran el negocio, unas amables cocineras nos ofrecieron las últimas gorditas de comal que estaban preparando. Son tortillas de maíz hechas a mano rellenas de cualquier tipo de guisado, incluso las hay vegetarianas. Toda una delicia para cualquier hora del día

    Y al platicar con una señora local que se sentó a nuestro lado, nos recomendó echar un vistazo a las artesanías del segundo nivel.
    Como era de esperarse, la recomendación de una tlaquepaqueña no podía subestimarse, ya que el cúmulo de figuras a la venta era más vasto y atractivo que el de la zona turística, pero a precios mucho más bajos, por supuesto   No cabe duda que siempre hay que estar atento a los consejos de los locales, pues sin esa amable señora nunca habríamos encontrado aquel segundo piso repleto de tan admirable colección

    Seguimos con nuestra andanza, pasando por el reconocido Centro Cultural El Refugio, antiguo hospital y ahora sede de hermosas exposiciones culturales. No dudamos en experimentar con el laberinto contemporáneo de materiales reciclados que se posaba en su patio central

    Volvimos al zócalo del distrito para visitar la catedral y el Santuario de Nuestra Señora de la Soledad, ambas de una hermosa arquitectura exterior e interior.

    Terminamos nuestra visita en El Parián, una plazuela colonial en la esquina de la plaza central donde hoy se alojan una multitud de restaurantes, desde los cuales se pueden admirar los diferentes eventos que se llevan a cabo en su kiosco central.

    Claro está, lo más común es el show de mariachis. Pero a nosotros, sin duda, nos cautivó más la danza prehispánica que tuvimos la suerte de ver Un par de músicos, una danzante y un pequeño niño vestidos con telas en grecas, máscaras y penachos de pluma representaron un baile ritual a la manera de las antiguas civilizaciones mesoamericanas, lo que resalta la verdadera cuna de nuestra identidad mestiza.

    Nuestro tercer día decidimos pasarlo entre la naturaleza de la ciudad, en uno de sus pulmones más importantes, el Bosque de los Colomos.
    Tomamos un autobús y luego un taxi hasta la entrada del parque. Un grupo de caballos en su establo nos dio la bienvenida, mientras sus dueños nos ofrecían paseos sobre sus lomos. Con toda la energía aún con nosotros, decidimos caminar.
    Los curvilíneos senderos de concreto nos llevaron desde un castillo ocupado para eventos culturales, hasta los campos de flores de los más distintos colores

    Los tapatíos (como se les llama a los nacidos en Guadalajara) corrían y hacían ejercicio por cada una de sus veredas, afortunados de tener a tan hermoso bosque con ellos

    Nos sentamos a la orilla de uno de sus estanques a mirar las tortugas y las garzas, mientras hablábamos sobre cuál animal nos gustaría ser en nuestra otra vida (cuando se tiene mucho calor se puede hablar de cualquier cosa).
    Mientras un numeroso grupo de palomas caminaba por una de sus pequeñas plazas, curiosas ardillas aparecían frente a nosotros, pidiéndonos con desesperación algo para comer  amenazadas por sus amigas (o enemigas) las aves.

    Máquinas en el lugar ofrecían puñados de maní por unos cuantos pesos, destinados por supuesto a la gordura de esos roedores.
    Lo más hermoso del bosque fue, sin duda, su jardín japonés Esta réplica de tal tradición ceremonial de oriente nos llenó de calma ante el sonar de sus canales de agua y el relajado estado de ánimo de las aves que se posaban en él. Aunque en la baja profundidad del estanque, los peces gato no parecían relajarse en lo absoluto, y nadaban golpeándose uno con otro

    Nos paseamos por sus pequeños puentes de madera a la sombra de las copas de sus árboles, que para un mejor ambiente, imaginé como hermosos bonsái

    Dejamos el bosque para visitar la última atracción, del mismo modo, natural.
    En la punta norte de la ciudad, justo detrás de la facultad de arquitectura de la Universidad de Guadalajara, llegamos a un parque mirador que nos ofreció una panorámica magnífica de quien custodia las afueras meridionales de la urbe.

    La Barranca de Huentitán es una especie de cañón, cuyo valle vigila el correr del río Santiago.

    Sus paredes talladas por miles de años son fotografiadas por los turistas desde el mejor de los ángulos a los que se puede subir sin tanto esfuerzo (aunque quisiera haber podido bajar hasta su nivel más bajo).

    Con aquella postal terminaríamos nuestra jornada en Guadalajara  no sin antes pasar una noche más en el centro de Tlaquepaque, y disfrutar de las luces que iluminan la vida nocturna del antiguo pueblecillo.

    Descansaríamos bien, pues al otro día nos disponíamos a visitar otra de las recomendaciones de un local a la que se nos uniría la madre de mi prima Meya en una búsqueda por la aventura en lo desconocido.
  21. AlexMexico
    Hasta el año 2012 el punto más lejano que mis inquietos pies habían alguna vez pisado era la estrepitosa Guatemala, a donde ingresé sin pasaporte y sin documento alguno que me protegiera en el extranjero como ciudadano mexicano (bastante arriesgado para cualquiera ).
    Al finalizar aquel año daría el adiós a un grupo de inigualables amigos, que como una familia foránea, me habían acogido en la capital mexicana, y ahora partían de regreso a su lugar de origen. El más remoto de ellos, España, donde cuatro de mis compañeros habían sido patriados desde el primer momento en que vieron la luz.
    Mis deseos de volver a verlos me orillaron a buscar hasta la oportunidad más recóndita para partir en un viaje relámpago hacia la madre patria… y como una aguja en un pajar, esperaban por mí las becas de movilidad estudiantil, que recién habían firmado un nuevo convenio con la Universidad de Santiago de Compostela, en la punta gallega del país ibérico.
    Con algunas dudas sobre mis posibilidades de obtener la subvención, pero sin nada que me detuviera a solicitarla, pocas semanas pasaron para que me fuese informado que había sido uno de los afortunados seleccionados para partir a Europa a mediados del 2013, año en que se consumaría el primer gran viaje de mi vida
    Y con solo información nubosa sobre el destino que me esperaba, me vi inmerso en toda serie de trámites y eventos que me iniciaron en un ritual burocrático, que pronto se volvería rutina para un novato como yo  procedimientos mismos del que todo viajero primerizo debe estar enterado.
     
    PREPARATIVOS PARA EL EXTRANJERO
    Desde la remota Edad Media eran utilizadas por las autoridades locales de los principados europeos pequeñas papeletas que permitían el pase por las puertas (o portes) de las ciudades. Es quizá la forma en que nacieron los famosos pasaportes, que aunque devotos de un mundo del que todos somos dueños, y en el cual merecemos libre tránsito, tras décadas de guerras y atentados es necesario un control de quién entra y sale de cada estado nación.
    Por ello, el pasaporte es nuestro primer paso en aras de salir del país. En algunos casos específicos no será necesario portarlo, pero ello solo se reducirá a los miembros del Espacio Schengen (Unión Europea, Suiza, Noruega e Islandia, con excepción de Irlanda y Reino Unido) y a los miembros del Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Uruguay y Venezuela). Siempre que viajen dentro de los territorios del espacio común, bastará con mostrar su carné de identidad nacional. Para todos los demás, el pasaporte siempre nos será solicitado.

    Puede que el trámite o renovación de un pasaporte nos produzca algunos dolores de cabeza, con las citas anticipadas, los pagos al banco nacional y la recopilación de algunos documentos  pero poseer este pequeño cuadernillo nos llenará de satisfacción, sobre todo al verlo repleto de rúbricas que marcarán nuestra entrada y salida a cada país de tal suerte que nos convertiremos en afanados coleccionistas de sellos.
    El pasaporte nos abrirá la puerta a la mayoría de los países del mundo, pero es aquí donde jugarán un papel importante las relaciones exteriores: depende del país en el que hayamos nacido tendremos la suerte o no de transitar fácilmente con solo este documento en mano  Si no es el caso, tendremos que tramitar un visado para el país que nos recibirá.
    De esta forma, conforme a los acuerdos y relaciones que haya entre las naciones, éstos pedirán la posesión de una visa o no a los turistas que los visiten. Así, los latinoamericanos necesitaremos visa para ingresar a Estados Unidos, los gringos la portarán para ingresar a Rusia y prácticamente todos la necesitarán para visitar Corea del Norte Por ello, es importante informarnos desde antes si nuestro destino exige dicho trámite y acudir a su embajada local lo antes posible.
    La mayor parte de los países permiten a los visitantes en condición de turistas permanecer de 90 a 180 días dentro del territorio nacional (aunque puede variar mucho de un estado a otro). Solo se nos permitirá quedarnos más tiempo si poseemos alguna de las otras modalidades de visado internacional: visa de trabajo, visa diplomática, visa de matrimonio o, como en mi caso, visa de estudiante

    Un detalle importante a mencionar es que no compremos nuestro boleto de avión antes de recibir un visado ‼️ pues las autoridades migratorias del país destino son quienes decidirán las fechas de vigencia del mismo, y no nos convendrá haber comprado un vuelo que llegue dos días antes de nuestra fecha de entrada permitida, ni diez días después de nuestra fecha de salida En dicho caso, se nos podrá negar el ingreso al país, o tendremos que pagar una multa por cada día extra (como desafortunadamente me pasó en Perú, donde debí pagar un dólar por cada uno de los 14 días que permanecí de más  ).
    Con suerte, será suficiente para nosotros portar nuestro pasaporte y correspondiente visado para viajar por todo el mundo… pero cada país, libre y soberano, pondrá sus propios requisitos de ingreso, que además de pasaporte y visa, pueden incluir otros documentos como: reservas de hotel o cartas de invitación de ciudadanos locales, estados de cuentas de tarjetas de crédito o débito, cartillas de salud con ciertas vacunas obligatorias, boleto de transporte de salida del país y comprobante de un seguro médico de gastos mayores.
    Comúnmente podemos hallar este tipo de información en el sitio web del Ministerio de Asuntos Exteriores de cada estado. Y, por experiencia, debo decir que rara vez se nos solicitarán tales papeles. Pero es aquí donde el oficial de migración, comúnmente clasista, racista y soberbio, tendrá el libre albedrío de pedirnos o no los documentos, y será él quien tenga la última palabra Así que más nos vale ir preparados ante cualquier situación que se nos presente.
    Así nos sea o no exigido un seguro médico, será necesario ante cualquier caso de emergencia. Aunque la salud sea un derecho humano básico y universal, rara vez un país cubrirá los gastos de seguridad de una persona que no sea ciudadana local ‼️ Y me tomo la molestia de hacer otra mención: si bien nuestros consulados estarán siempre ahí para abogar por nosotros fuera de nuestro país natal, ellos NO tienen la obligación de pagar por nuestros servicios médicos.
    Claro está que en algunos casos serán otros quienes puedan costear cualquier daño a nuestra persona, como los accidentes de transportes (en los que las compañías nos otorgarán un seguro de viajero) o en casos extremos donde el estado se vea involucrado.
    Existen muchas compañías de seguros, y vale la pena cotizar con cada una de ellas. Para darse una idea general, yo pagué cerca de 280 USD por un seguro con cobertura de 180 días.
    Dicho todo esto, con mi pasaporte, visa y seguro médico en mano, fue momento de buscar mi pase de abordaje
     
    BOLETOS DE AVIÓN
    La fastidiosa búsqueda por el mejor ticket de avión fue quizá el trabajo más arduo de toda la jornada sobre todo si tomamos en cuenta que casi siempre es el mayor gasto que tendremos en un viaje de esta naturaleza.
    Para aquel entonces nunca había tomado un vuelo, y la corta experiencia de mis familiares y amigos reducía mis posibilidades a muy pocas
    En un principio fue común pensar que las únicas aerolíneas que tendrían un vuelo México – España serían Aeroméxico e Iberia, y que en el resto de ellas, al verse obligadas a hacer escalas, el precio se elevaría mucho más. Pero para mi sorpresa, ambas compañías ofertaban vuelos excesivamente caros para la temporada en que yo debía arribar
    Los buscadores de internet no me auxiliaban mucho, al mostrarme los costos sin impuestos incluidos, que me ofrecía una idea errónea del precio total. Y si intentaba comprar alguno con la tarjeta de crédito de mi padre, dejaban a un lado la modalidad de pago a meses, y no hace falta hablar de los cuantiosos intereses
    Al final, descubrí que la mejor manera de adquirir los vuelos es cotizarlos desde las páginas oficiales de las aerolíneas siempre tratando de ser flexible con nuestras fechas. Si tenemos la totalidad del dinero en nuestra cuenta bancaria nos convendrá comprarlo en una sola exhibición, a menos que la compañía nos ofrezca una promoción de pagos sin intereses.
    Como no fue así mi caso, me vi obligado a recurrir a una agencia de viajes  donde pudimos hallar una manera de pago favorable con una tarjeta de crédito departamental. Finalmente, la aerolínea elegida fue la prestigiosa Lufthansa, ya que al no poseer visa de tránsito estadounidense no podía hacer escala en ningún aeropuerto con American Airlines 
    Por supuesto, toda agencia de viajes cobrará un precio extra por la gestión y expedición del boleto. Es mejor, desde luego, hacer la compra nosotros mismos. Para ello (como muy tarde lo supe) podemos usar las alarmas de los buscadores de vuelos, como skyscanner o despegar, quienes nos avisarán cuando salga un vuelo acomedido a nuestra fecha y presupuesto
     
    AEROPUERTOS
    No debe existir en el mundo un lugar más concurrido y agobiante que un aeropuerto internacional (aunque también quizá la bolsa de valores de Nueva York ).
    Una noche antes de mi partida recibí un correo electrónico de la compañía, pidiéndome realizar lo antes posible mi check-in, concepto que hasta entonces solo conocía en los hoteles
    Siendo éste último un requisito que se puede realizar en línea o de manera presencial en los kioscos del aeropuerto, vale la pena hacerlo con la mayor antelación posible (entre 72 y 24 horas antes, según la compañía). De todas formas, no pude cambiar mi asiento, que como todo mundo sabe, no son nada buenos cuando se encuentran en medio de una fila de tres No tener acceso al pasillo de forma directa es, sin duda, un gran inconveniente del que uno se da cuenta en un vuelo nocturno de más de 10 horas de duración
    Confirmado mi viaje, me preocupé por imprimir mi pase de abordar que, cabe decir, de nada nos sirve cuando necesitamos documentar una maleta en el mostrador de la aerolínea. Pero debemos tener cuidado. En todos nuestros viajes aéreos debemos verificar las políticas de la empresa, pues hay quienes extienden el pase de abordar en ventanilla de forma gratuita, y hay quienes lo hacen por un costo extra (y hasta una hora determinada). Así que nunca está de más imprimir nuestro boleto desde el momento del check-in en línea (o al menos, llevarlo en nuestro Smartphone o tablet).
    Llegar por primera vez al aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México fue como adentrarme en una telaraña gigantesca  donde yo era el último eslabón de la cadena alimenticia, listo para ser devorado

    Una marabunta humana corría en todas direcciones de la desmedida terminal número 1 siempre cargando sobre sus hombros la inapelable presión del tiempo. Y acatando las órdenes de mi pase de abordaje, me vi en la entrada del aeródromo 3 horas antes de mi partida, que devendrían en una prolongada e innecesaria jornada de espera 
    Tan cándido como todo principiante, busqué apresuradamente la ventanilla de Lufthansa, pensando en si el tiempo que me quedaba era suficiente para mi documentación.
    Después de una escrupulosa búsqueda advertí la extensa fila que se formaba tras la ventanilla de la aerolínea, tras lo cual mi desesperación podía más que mi paciencia
    Con dos o tres hojas de la reserva y el check-in en mis manos, el empleado del mostrador me miró como a un inocente cordero adentrándose en el matadero. Me sonrió y tomó las hojas; luego me dijo: esto no sirve de nada, no lo necesitas.
    Con tan solo mi número de pasaporte, buscó mi reserva y procedió a pesar mi maleta. En ese momento me sentía más dentro del avión que fuera, y el desasosiego entonces subió hasta las nubes
    Por tal conmoción, no pude analizar la siguiente frase que de la boca del hombrecillo salió:
    “Nuestro vuelo está sobrevendido. Estamos ofreciendo una compensación de 400 euros a los pasajeros que deseen quedarse en tierra una noche más, y quieran salir en el vuelo de mañana a la misma hora.”
    Un día antes había acordado con mi amiga Henar nuestro encuentro en el aeropuerto de Madrid, y no deseaba hacerla cambiar de planes. Por tanto, rápidamente rechacé la oferta.
    Con mi boleto en mano y mi mochila rumbo al portaequipaje, corrí a encontrarme con mis padres. Fue entonces cuando reaccioné ante la situación  no había rechazado 400 pesos mexicanos ¡Había rechazado 400 euros gratis! ¡Por una noche menos en Madrid que nada más me costaba! Vaya lío, pensé Pero ya nada podía hacer
    Resignado a partir sin 400 euros más en la bolsa, mi siguiente paso fue hallar una casa de divisas para cambiar mis últimos pesos por algunos euros en efectivo. Y aquí es donde debo recomendar, siempre tratar de cambiar fuera del aeropuerto, pues dentro del mismo las monedas suelen casi siempre ser más caras a la venta
    Con más de dos horas por delante, me di cuenta de la exageración de ser tan preventivo, y de lo aburrido que puede ser llegar tres horas antes de un vuelo, cuando la puerta de abordaje cierra aproximadamente media hora antes del despegue.
    Paseándome entre los negocios de comida rápida y la muchedumbre fue como decidí matar el tiempo, hasta que mis padres decidieron partir de regreso al hotel. Entonces llegó el momento de la primera gran despedida cuando su retoño se aventuraba completamente solo a 9000 kilómetros de distancia.

    Entre bendiciones y caricias, me dirigí al control de seguridad, para ingresar por fin a la sala de espera.
    Es conveniente saber qué portar y qué no portar en los controles, sobre todo si contamos con una maleta de mano que viajará con nosotros a bordo de la cabina del avión.
    Líquidos en botes de más de 100 mililitros y fuera de bolsas de plástico están prohibidos !! Bebidas, alimentos, artículos inflamables, puntiagudos, gases, elementos corrosivos, alcoholes, todo ello está por demás prohibido.
    Lo mejor es ir preparado y evitarnos de pena de perder algo en manos de los guardias, quienes deliberadamente tirarán nuestras cosas a la basura Aunque cabe decir que algunos aeropuertos son menos estrictos. Pero ni hablar de los de Estados Unidos o Alemania, donde por ninguna súplica nos dejarán portar nada de lo acordado
    Tras casi desnudarme para pasar el escáner, cogí mi maleta y proseguí a la oficina de migración, donde me obsequiaron mi papeleta de salida del país. Después, no había más que esperar el momento del abordaje
     
    VUELOS
    Para mi suerte, mi primer vuelo sería en un gigantesco avión Boeing 747, que con tan solo verlo por fuera me hacía pensar en lo valientes que eran los pilotos al poner al aire tan monumental estructura artificial
    El control de abordaje suele ser bastante lento, sobre todo para vuelos internacionales tan demandados. Y como había decidido viajar con Lufthansa, la mejor aerolínea de Alemania, haríamos una escala en Fráncfort, ruta sumamente cotizada desde todos los puntos del planeta.
    Personajes de todas las edades y razas subían lentamente al interior de la nave. Buscaban sigilosamente su asiento, auxiliados por las hermosas azafatas de acento germánico
    Su perfecta adaptación políglota nos daba la bienvenida en tres idiomas diferentes, hasta que tomábamos nuestro asiento en los pasillos de clase turista.
    El aire acondicionado era perfecto para la época, lo cual me hizo arrepentirme rápidamente de la ostentosa vestimenta que había decidido portar aquel día, con dos suéteres al hombro que terminaron en el portaequipaje de cabina  No hay nada mejor que viajar cómodos, con ropa holgada y suave que nos permita circular la sangre tras largas horas en la misma posición
    El rápido ascenso dejó a nuestros pies la inmensidad de la capital mexicana, de la que me despedía para no volverla a ver hasta dentro de seis largos meses
    Las 12 horas de vuelo que se venían encima me hacían preguntarme cómo sobreviviría a tan incómodo asiento No se trataba del cojín, ni de la atención al pasajero, sino del reducido espacio con que Boeing y Airbus diseñaban las sillas en la clase económica (que claro, por algo se llamaba económica).
    Verme atrapado entre dos pasajeros alemanes que se disponían a dormir toda la noche me decía al oído: no bebas más agua, no querrás pararte al baño… pero era simplemente inevitable
    Por fortuna, el hombre a mi derecha se mostró siempre tan amable, al dejarme salir en repetidas ocasiones, mismas en las cuales aprovechaba para estirar mis entumidas extremidades
    Una apetitosa cena, un saludable desayuno, aperitivos para mis películas y cero bebés en llanto hicieron de mi primer vuelo una mejor estadía de la que había imaginado. Y tras medio día en el aire por fin arribamos al increíble aeropuerto internacional Frankfurt am Main, uno de los más grandes de Europa y de los más transitados en el mundo
    Realizar una conexión en el aeropuerto de Fráncfort es una cosa de locos descender del avión, pasar por migración, enfrentar la entrevista del gendarme, buscar la línea de conexión, descubrir que tu vuelo parte de la otra terminal, hallar el aerotren que te llevará a la otra terminal, caminar largos pasillos, llegar al control de seguridad, enfrentar una extensa y lenta fila, enfrentar a la seguridad alemana…
    Debo aceptar que el aeropuerto es muy amigable con los pasajeros, poseedora de múltiples señalizaciones y policías bien informados. Pero la inmensidad del complejo y la cantidad de gente que transita es simplemente una demencia
     
    REENCUENTROS Y SUEÑOS CUMPLIDOS
    Al fin a bordo del segundo y último avión, viajamos pocas horas hasta el Aeropuerto de Barajas en Madrid
    Siguiendo mi instinto de burocracia, buscaba la oficina de migración para recibir mi sello de entrada al país; pero ahora conocía el funcionamiento de los bloques económicos: la Unión Europea funciona como un solo país en cuestiones de migración, por lo que solo se sella en el primer país de entrada.
    Seis meses después de mi promesa, hallé fuera del aeropuerto a mi amiga Henar, fumando un cigarrillo en espera de mi arribo. Un fuerte abrazo me dio la bienvenida a tierras ibéricas, donde pasaría mis próximos seis meses, repletos de aventuras inimaginables aguardando por mí
    Es así como comienzo los relatos de mis aventuras por el viejo continente...
  22. AlexMexico
    Vivir como un Erasmus (estudiante de intercambio) en Santiago de Compostela significaba pasar mis fines de semana en fiestas, reuniones, bares y discotecas con decenas de estudiantes de un sinfín de distintos países, desde Italia e Irlanda hasta Túnez, China y Brasil.

    El sentimiento es más auténtico cuando dichas fiestas surgían de la nada. Más en Santiago, como en la mayoría de las ciudades europeas, no eran los estudiantes quienes se encargaban de organizarlas. Para eso es que existía la ESN.

    ESN significa Erasmus Students Network. Y la organización es simplemente eso. Una red de estudiantes Erasmus en Europa. Aunque para ser más específico, sus trabajadores no son estudiantes sino ex Erasmus que decidieron emplearse con ellos.
    ¿De qué se encargan? Su misión es atender y ayudar a cualquier estudiante intercambista en la ciudad en cualquier cosa que a un foráneo le competa: clases de idiomas, clubs de conversación, búsqueda de apartamentos, y por supuesto, eventos y fiestas

    Poseer una credencial ESN nos hacía acreedores a descuentos y entradas libres en algunos establecimientos de la ciudad. Pero más allá de las fiestas, la mayoría estaba allí por una razón: los viajes
    Cada semana o cada 15 días ESN publicaba un viaje nuevo en el grupo de facebook. Su característica más singular era el bajo precio al que nos lo ofrecían
    Finisterre, Ourense, A Coruña, Pontevedra… Los destinos eran muy variados, e incluían en su mayoría los diferentes condados gallegos, donde visitaban las mejores atracciones turísticas del lugar.
    Así, mi primer viaje con ESN lo haría a una de las maravillas marítimas de Galicia más conocidas: las Islas Cíes. Se trata de un archipiélago situado frente a la costa de Vigo, al sur de Galicia. Declaradas parque natural, ofrecen al turista espectaculares vistas de la costa atlántica y de la despampanante naturaleza que colma su territorio
    La cita fue en la alameda central de Santiago temprano por la mañana. Después de una noche de fiesta en casa de los italianos, muchos lucíamos derrotados cubriendo nuestras ojeras con las gafas más grandes que pudimos encontrar. Los dos autobuses se llenaron rápidamente con la multitud de estudiantes que se aglutinaba en la acera, bloqueando el paso de los transeúntes que cruzaban hacia el centro histórico.
    El viaje duró aproximadamente 1 hora y media, y 90 km al sur de la capital gallega llegamos a la ciudad costera de Vigo, famoso puerto industrial y pesquero y una de las ciudades más pobladas de Galicia.
    Directamente el bus nos condujo hasta el complejo portuario, donde junto a los largos muelles de madera un catamarán turístico aguardaba a ser abordado.

    No era el único esperando. Al parecer, varias embarcaciones cubrían la misma ruta día con día, aunque siempre respetando un número límite de visitantes, ya que la explotación masiva de las islas puede dañar su ecosistema endémico

    La parte superior de la barca se colmó con un tapiz de estudiantes, la mayoría recién llegados a Galicia, pues eran apenas las primeras semanas de clases en España. Así nos aventurábamos a conocer un poco más de la provincia que nos acogería durante nuestro Erasmus

    Por suerte, el día se tornó soleado, algo raro en las costas del norte de España. Aun así, el verano ya casi terminaba, y el frío viento proveniente de la brisa marina nos hacía saber que un jersey siempre era necesario en estas tierras
    El catamarán comenzó su travesía. Poco a poco se alejó de la costa y nos permitió admirar la bahía en la que se emplazaba la ciudad de Vigo. De hecho no se trataba de una bahía, sino de una ría, una especie de fiordo o brazo marino que penetra las tierras continentales.
    Las rías más grandes de Galicia son llamadas las Rías Baixas, o Rías Bajas en español. En la mayoría de ellas se sitúa al menos un puerto comercial. Vigo es el mayor de esos puertos, y la Ría de Vigo es la más profunda y meridional de todas.
    Las rías gallegas se caracterizan por su costa escarpada irregular, con faros que adornan muchos de sus acantilados y pequeñas playas acorraladas por peñascos de mediana altura. Estos cabos eran conocidos por los romanos por ser considerados las tierras más occidentales del mundo (del mundo conocido hasta entonces). Así, por ejemplo, se fundó la población de Finisterre (finis terrae, o el fin de la Tierra).
    Navegamos por poco menos de una hora, rumbo al oeste de la ría. Justo a la entrada de la bahía se encontraban las tres pequeñas islas que formaban el archipiélago: Monteagudo, Do Faro y San Martín, o más fácil, la isla norte, del medio y la sur
    El mar lucía un espectacular y vívido color azul, y mientras más nos aproximábamos a la costa más clara se tornaba el agua de sus playas, dejando ver los caudales en su fondo
    El barco atracó a orillas de Monteagudo. La isla norte se encontraba ya repleta de turistas que se bañaban en sus olas y aprovechaban el último sol del verano. Los guías nos hicieron desembarcar y nos reunieron en el andén. Tendríamos que estar de vuelta antes de las 5 si no queríamos quedarnos atrapados allí  Ellos darían un recorrido guiado para los interesados. La mayoría de nosotros se separó para aprovechar mejor el tiempo a conveniencia de cada uno.
    Silvia, Corinna y Giulia, tres amigas italianas y yo nos separamos del numeroso grupo para caminar hacia el lado contrario, a la olvidada punta este de la isla, donde a la mayoría no le interesaba ir.

    Pronto nos dimos cuenta de que el archipiélago era hogar de copiosas colonias de aves marinas, que se paseaban por sus costas pescando su almuerzo y aturdiéndonos con sus graznidos.

    La punta este carecía de playas, como la mayor parte del atolón. En cambio, su litoral estaba moldeado por un suelo de enormes rocas, que dificultaban levemente nuestro paseo matutino

    Pero al llegar al extremo del cabo la caminata había valido la pena  y las Cíes nos regalaron una bonita y azul postal que me recordaba un poco a las famosas fotografías de Tulum, en México

    Nos quedamos anonadados un instante ante el peñasco grisáceo y la pequeña playa que se formaba a su lado. Luego de caminar unos minutos sobre la blanca arena regresamos al muelle para encontrarnos con el resto.

    Desde allí, daba comienzo un largo sendero que se dividía tras el muelle. Uno rumbo al norte y otro rumbo al sur. La ruta más conocida era hacia el ala sur.
    Todos los caminos que vimos eran peatonales, y era hermoso percatarse de la ausencia de automóviles en el archipiélago Nada mejor para proteger a su delicado medio ambiente.
    A nuestra izquierda nos topamos con la célebre playa de Rodas, la más grande y visitada de las tres islas.

    La playa de Rodas fue declarada por el periódico The Guardian como la playa más hermosa del mundo en el año 2007. Su delgada y fina arena blanca y su pureza visual era de admirarse, pero la mayoría de nosotros concordamos que en nuestra vida habíamos sido testigos de al menos una playa más linda que aquella (en mi caso, Huatulco en México). En fin, no había por qué exagerar tanto
    Dejamos la playa para más tarde y continuamos el camino peatonal, que nos introdujo a la parte boscosa de la isla norte, de la que pronto salimos para cruzar un puente casi natural sobre un montón de piedras. Esta cadena de piedras separaba al océano del lado oeste de una pequeña laguna natural que se formaba en el interior de la isla, justo en la división entre la isla norte y la del medio.

    La laguna se orillaba al este nada más y nada menos que por la playa de Rodas. Este circuito de arena era prácticamente lo único que mantenía unidos a ambos islotes, sobre todo cuando la marea subía y lograba casi igualar a la laguna con el mar.
    Una vez en la isla del Faro todo se volvía más vertical Largas pendientes que había que subir, subir y subir. Era entonces cuando agradecíamos haber llevado zapatos cómodos y ligeros

    Para entonces nos habíamos reunido ya con el resto de las italianas y con Hugo, un estudiante francés. Juntos continuamos el viaje hacia el interior de la isla, sin saber lo que encontraríamos, pues habíamos perdido de vista al guía.
    Sin darle mucha importancia, el sendero no era nada complicado. Además, a cada paso que dábamos uno u otro del enorme grupo de Erasmus se aparecía a nuestros pies, indicándonos hacia dónde debíamos seguir

    La orografía de la isla se volvía cada vez más accidentada Así mismo, su terreno se hacía más y más boscoso. Había quien nos decía que, con suerte, podríamos ver alguna liebre o musaraña cruzarse en nuestro camino. Pero los únicos animales a nuestro alcance parecían ser la multitud de aves que sobrevolaban nuestras cabezas, amenazándonos con sus desechos
    Nos detuvimos en lo que parecía el punto más alto de toda la isla, justo donde muchos se disponían a tomar fotos. Y yo, claro está, no podía quedarme atrás.

    Mirar abajo era todo un desafío. Los acantilados parecían cada vez más verticales y en sus orillas podíamos observar cómo las olas rompían con mucha mayor fuerza que en el resto del litoral.
    Finalmente tuvimos una amplia vista del horizonte hacia el oeste. Allá, hacia donde miles de europeos alguna vez se aventuraron a navegar, creyendo que la tierra era plana y que encontrarían el fin con una caída interminable. Este solía ser el fin para ellos, el fin de todos los continentes, el fin de todos los reinos, de todas las tierras por conquistar, el fin de todo el mundo.

    Aquí, el viento soplaba mucho más fuerte. El océano traía consigo frías ráfagas, confluencia de las corrientes del Golfo y del gélido Atlántico norte. Las lluvias, ventiscas, marejadas y demás inclemencias climáticas golpeaban siempre al lado oeste, creando así las playas y bosques de las islas en las pendientes orientales de las mismas, y dejando en su occidente un paisaje rocoso y desolado que aguantaba cualquier impacto natural.
    Aquella lejana línea azul vista desde lo alto, que separaba al despejado cielo del tormentoso mar era simplemente hipnotizante, y me regaló un pequeño pero prolongado momento de paz entre los grupos de turistas que brincaban y hacían duckface para elegir el mejor de los filtros disponibles en Instagram  Un paisaje así no merecía tal banalización

    Mirando de vuelta al norte aparecía nuevamente la isla Monteagudo en todo su esplendor, dejando al desnudo la pequeña y frágil franja de rocas y tierra que la conectaban con nuestra isla. Y entre ambos bordes, la azul laguna repleta de algas y musgos marinos que coloreaban el encuadre con un vivaz verde agua.

    Al fondo se asomaba la costa gallega y el cabo que daba comienzo a la Ría de Vigo y al resto del territorio gallego.

    Con la mejor de las vistas comenzamos a bajar para disfrutar lo que quedaba de nuestro soleado día en la playa más hermosa del mundo. ¡Qué va! Quizá la mejor de Galicia y ya está

    Con el sudor en mi frente quise refrescarme un poco en el mar. Pero apenas puse un dedo dentro del agua azul turquesa y la totalidad de mi pierna se congeló
    Entonces me di cuenta que todos los niños, turistas, y por supuesto, estudiantes que se bañaban en sus playas tenían la pinta de ser europeos. Para ellos esto era el paraíso
    Las playas de Polonia, Irlanda, Gran Bretaña, Alemania, Dinamarca o Suecia no les permitían darse un chapuzón, casi ni en mitad del verano. Por ello un par de grados menos en su temperatura era un regalo maravilloso para sus blancos cuerpos. Pero no para mí ¡Con las playas mexicanas no tenía necesidad de sufrir una hipotermia!
    Así que mejor me quedé en la arena tomando un poco de sol que semanas después empezaría a echar de menos cuando el otoño llegara y trajera consigo los monzones de Santiago.
    Así terminó mi primer viaje con Erasmus, y mi primera aventura para conocer un poco más de la bella Galicia
    Pueden ver el resto de las fotos en el siguiente álbum:
  23. AlexMexico
    De grandes ciudades y capitales había sabido ya mucho en mi viaje por Europa. Y la caótica ciudad de Londres había sido una más de ellas.
    Con poco conocimiento sobre el Reino Unido y sus mejores atractivos, antes de viajar a la isla decidí pedir algunos consejos a los expertos en la Gran Bretaña. Amigos y conocidos que habían viajado y vivido repetidas veces en el país.
    Manchester, Liverpool o Leeds son algunas de las metrópolis que muchos recomiendan visitar en internet. Pero más allá de grandes complejos portuarios, un estadio de fútbol o el tour de los Beatles, mi intención era adentrarme mucho mejor en la historia de Inglaterra. 
    Y aunque la decisión no fue nada fácil, me incliné por los destinos del norte. Después de todo, mi camino tenía que llevarme hacia Escocia, donde culminaría mi viaje por el Reino Unido.
    Una soleada mañana cogí mi bus con el National Express, una de las líneas más baratas que pude encontrar. Luego de casi 4 horas de haber dejado Londres llegué hasta York, a 330 kilómetros al norte.
    Desde la central de trenes caminé a mi hostal, el Safestay hostel, ubicado en el centro histórico, a intramuros de la muralla que rodea la pequeña ciudad.

    ¿Cuál es el parecido de York con Nueva York? Ninguno. Pero así quisieron bautizar los colonos ingleses a la ciudad americana que, por cierto, solía llamarse Nueva Ámsterdam.
    Pero no debe pensarse en York como una moderna ciudad de rascacielos. Sino como un pintoresco y mágico pueblo que puede representar todas las etapas históricas de Inglaterra y el Reino Unido.

    Luego de dejar mi equipaje en el hostal y coger un bocadillo para el camino, comencé mi paseo por la antigua York, una de las mejores recomendaciones que pude tomar por parte de una buena amiga de la universidad (que por cierto, es fan declarada de Gran Bretaña).

    Uno de los mayores atractivos de este pequeño emplazamiento al norte de Inglaterra es que es una de las pocas ciudades medievales que conservan todavía su muralla.

    Los muros tienen en promedio 4 metros de alto y 1.8 de ancho, y se encuentran allí desde antes del medievo, cuando los romanos fundaron la ciudad en su entonces provincia imperial Britannia, de donde, por supuesto, proviene el nombre de la isla de Gran Bretaña.

    Pero las murallas actuales no son precisamente las que los romanos construyeron. A ellos le sucedieron los anglos, un pueblo bárbaro que tomó la ciudad a la fuerza y remodelaron las fortificaciones.

    La pared cuenta con varias puertas que permitían la entrada y salida de los habitantes, y que eran controladas por guardias. La puerta de Bootham, fue la que me recibió aquella tarde en York, muy cerca de donde se encontraba mi hostal.

    De hecho, el nombre de la ciudad, aunque surgido con los anglos, fue más bien oficializado por los vikingos, otro de los pueblos que invadió la isla y se estableció para heredar su influencia en la ciudad.
    Así, York es testigo de los distintos pueblos que pasaron por Inglaterra y poblaron la isla antes del surgimiento del Reino de Inglaterra, que daría lugar al Reino Unido que conocemos el día de hoy, formado por la unión de los reinos anglos, y del que nacería el idioma inglés.
    Otra de las construcciones medievales de York es la Abadía de Santa María, aunque al contrario de la muralla y sus puertas, esta no pudo mantenerse en pie.

    Fundada en 1055, se piensa que sentó las bases de la iglesia normanda, hoy inexistente. Y ya que alguna vez formó parte de los monasterios de la iglesia católica, el rey Enrique VIII la mandó a destruir, en su proceso de separación del Reino de Inglaterra con Roma.

    Inglaterra fue, de hecho, el primer reino cristiano de Europa que rompió toda relación con la iglesia católica y el papado, primero en su anhelo de divorciarse oficialmente con la Reina Catalina, pero cuya ruptura marcaría la historia del país hasta nuestros días.
    Detrás de la abadía en ruinas se encuentra un monumental templo que conserva todos los lujos y esplendor que tuvo desde que se erigió en el siglo XIV.

    La catedral de York es el símbolo de la ciudad, edificio más grande y alto, cuyas torres de campanario pueden ser vistas desde muchos de los puntos del centro histórico.

    También llamada York Minster, es sede del arzobispado de York, el segundo en importancia en la iglesia anglicana. Aunque también nació como un templo católico, Enrique VIII tuvo la decencia de no destruirla y convertirla en parte de la Iglesia de Inglaterra tras su fundación.

    Se trata de una de las iglesias góticas más grandes de Europa, la segunda en el norte del continente después de la de Colonia (a la que, hasta ahora, nadie le puede ganar).

    Un descanso bajo sus torres fue la forma perfecta de hacer un entremés en mi día, que me sonreía, por cierto, con un clima espléndido y poco común en las tierras del norte inglés.

    Aunque muchos edificios datan de la ya lejana Edad Media, muchos otros en York son de hecho de estilo georgiano, construidas en los siglos XVIII y XIX.

    El nombre proviene de George, ya que entre 1714 y 1830 fueron cuatro los reyes del Reino Unido que llevaron el nombre George sobre la corona británica.

    La monarquía y su poder se hacen también presentes en la ciudad con museos de renombre, como la galería de arte de York y el Castle Museum, uno de los museos etnográficos más importantes del país.

    Las hermosas callejuelas del centro me llevaron hasta el sur, donde la Torre Clifford apareció en lo alto de una pequeña colina.

    Parte de un castillo construido en el siglo XI, la torre medieval es una de las dos que se alzaron al lado del río para proteger a la ciudad y a su puerto fluvial.

    Sus muros resguardan también un oscuro pasado, ya que fue allí donde surgió un movimiento antisemita que concluyó con la muerte de más de 150 judíos en la ciudad, que quedaron atrapados en la fortaleza mientras esta se incendiaba.
    Desde la colina se tiene una increíble vista de York atravesada por el río Ouse, que parte a la ciudad de norte a sur.

    Ya que el río desemboca en el Mar del Norte York ha sido también un importante puerto fluvial desde el medievo, y es por ende que sus fortificaciones fueron siempre tan importantes.

    Volví tranquilamente por sus pintorescas calles hasta llegar al mercado Shambles, donde compré algo para la cena antes de retornar a la comodidad del hostal.
    Las viejas villas inglesas tienen a veces mucho más encanto e historia que las grandes ciudad, y quedaba por delante otra más a la que partiría a la siguiente mañana.
  24. AlexMexico
    A sólo 1 hora en carretera de la Ciudad de México, al otro lado del famoso volcán Popocatépetl, emerge en el valle la imponente ciudad de Puebla, conocida como "Ciudad de los Ángeles" o "La Angelópolis", nombres otorgados por los mismos colonizadores y misioneros españoles.
    Puebla es la cuarta ciudad más grande e importante de México, por su industria textil, automotriz y como centro financiero. Pero más allá de su poder económico, la metrópoli ofrece atracciones únicas en su estilo. Es la segunda ciudad en Latinoamérica con más monumentos históricos, sólo después de Cuzco, Perú. A pesar de haber sufrido un terremoto en 1999, la mayoría de su centro histórico se encuentra muy bien conservado.
    Por estas y otras razones, mis amigos y yo decidimos escaparnos un fin de semana. Partiendo de la Ciudad de México, conviene tomar un bus desde la central oriente (TAPO) o la terminal sur (Taxqueña), aunque en ésta última no hay buses tan baratos. Por supuesto, optamos por la opción más económica y viajamos por la línea Autobuses Unidos (AU) desde la TAPO, que cuesta menos de 100 pesos (unos 8 dólares).
    Al estar ubicadas a tan corta distancia, pudimos aprovechar el día desde la mañana. Lo primero que hicimos al llegar fue buscar un hotel barato donde dejar nuestro equipaje. El centro histórico siempre suele ser la zona más ahorrativa

    Poco después, comenzamos nuestro recorrido a pie por el centro de la ciudad. Como se acercaba la fecha del día de muertos (1 y 2 de noviembre en México), muchas calles y negocios se adornaban con figuras representativas, como calaveras, pan de muertos, papel picado y las imprescindibles catrinas. Hablaré del día de muertos en otro relato, pues es un tema del que se sacan bastantes cosas.
    Una de los primeros sitios a visitar fue un pequeño mercadillo de artesanías, donde no compramos nada, pues los comerciantes suelen aprovecharse de los turistas elevando los precios. Estaba bien sólo para ver De pronto, mis amigos extranjeros, Daniel, Guille y Juliana, se emocionaron al ver cumplido uno de los mitos que traían sobre mi país: los mexicanos comen insectos.

    En medio del mercado, una señora nos ofreció chapulines, esos pequeños saltamontes que se comen asados (no, no se comen vivos). Los tenía en una cubeta, y nos ofreció un bichito para probar, y si nos gustaba, entonces podíamos comprar. Uno por uno, fuimos saboreando al pequeño animal, y no fue del todo desagradable. De hecho, sabía bastante bien con limón y chile Así que mi amigo Guille no dudó en comprar una bolsa para llevar.
    Pronto, el hambre llamó a nuestros estómagos, y paramos rápidamente en uno de los primeros sitios de comida corrida que vimos (restaurantes pequeños que ofrecen menús económicos por entre 35 y 50 pesos, unos 3 o 4 dólares).
    Puebla tiene una amplia gama gastronómica que degustar; entre los platillos más famosos están los chiles en nogada, las cemitas, y el mole poblano. La señora de la fonda nos ofreció mole, y accedimos si pensarlo. El mole es uno de los platillos mexicanos más predilectos, y es el que más me cuesta trabajo explicar. Es como una salsa de color chocolate cuyos ingredientes pueden variar tanto, que nunca se probará un mole igual en ningún lugar del país, pero suelen combinar cacao, plátano, almendra, nueces, pasas, ajo, tortillas de maíz, perejil, canela, chile ancho, chile pasilla, chile mulato y chipotle (sí, tenemos más de 100 tipos de chile, y no todos pican  ). El mole se sirve sobre una presa de pollo y se acompaña con tortillas. No puedo decir más, cuando vengan a México, sólo pruébenlo.

    Una vez con la panza llena, seguimos nuestra caminata. Puebla es conocida, entre otras cosas, por sus múltiples iglesias. Se dice que tan sólo en Cholula (municipio parte de la zona metropolitana) hay 365 iglesias, una por cada día del año. Esto sigue siendo un mito, aunque sí que hay al menos más de 200. Por ello, fue muy común toparnos con una capilla en cada cuadra. No obstante, hay dos que nos parecieron las más impresionantes.

    La catedral de la ciudad, ubicada, claro está, en el zócalo central. Pero aún más impresionante, aunque no por su tamaño, fue la Iglesia de Santo Domingo. Cuando arribamos a ella, había una misa de presentación de una pequeña, que se celebra cuando cumple 3 años. Lo bonito de este templo es su capilla interior, forrada completamente de oro. Los poblanos suelen llamarle, la "octava maravilla del mundo". Se cuenta también que Puebla es la cuna del estilo barroco en la Nueva España, y eso se percibe a simple vista en una vuelta por sus calles.
    Cuando el cansancio empezó a molestar nuestros pies, mis amigos decidieron comprar un tour por la ciudad a bordo de un tranvía, aunque yo no soy muy fan de esas cosas. Como era de esperarse, algunos de mis compañeros y yo nos dormimos en el viaje , pero pude tomar algunas fotos panorámicas desde los fuertes que vigilan la ciudad en lo alto de un cerro cercano.

    De vuelta al centro y ya de noche, retornamos al hotel a tomar una siesta y después salimos de fiesta.
    El siguiente día lo dedicamos a la visita obligada: la zona arqueológica de Cholula.
    Cholula es un pueblo mágico conurbado con la ciudad de Puebla, y para llegar a él sólo se toma un camión de trasporte público. Fue una de las antiguas ciudades prehispánicas más importantes de Mesoamérica. Desde su fundación (siglo VIII - III a.c.) varios pueblos habitaron la ciudad, siendo los que ejercieron su hegemonía la civilización tolteca.
    La principal construcción de la ciudad, y mayor atracción, es el Templo de Tláloc (dios de la lluvia) que, aunque no lo crean, es la pirámide más grande del mundo, en cuanto a volumen se refiere.
    Cuando llegamos, algunos se llevaron una no muy grata sorpresa: la pirámide no es visible, pues está cubierta por una montaña de tierra sobre la que se posa una iglesia católica en su cima. Esto se debe a que el templo fue abandonado tras la caída de Teotihuacán y el ascenso de Tenochtitlan como principal centro en la Mesoamérica del norte. Cuando los españoles llegaron al lugar, construyeron la iglesia en la cumbre como forma de evangelización no violenta.
    Para los turistas, es posible caminar a lo largo de un pasillo que atraviesa la pirámide y mirarla desde dentro, pudiéndose observar algunas cavidades que fueron usadas como tumbas. El pasillo es bastante estrecho, no apto para claustrofóbicos

    Al salir, se llega a una explanada que da a un recinto ceremonial en forma de "U" que tiene una peculiaridad. La acústica del auditorio permite que, al aplaudir con las manos, se escuche de fondo, a manera de rebote, el sonido de un quetzal (ave sagrada). Esto lo pueden mirar mejor en el video de hasta abajo, donde hicimos una representación de un rito de ofrenda al dios Quetzalcóatl
    Por último, pudimos subir una parte de la pirámide, cuyo basamento está formado por siete pirámides distintas, construidas en diferentes épocas. Más adelante, escalamos hasta la iglesia en la cúspide de la colina, desde donde tuvimos una vista increíble de la ciudad.

    Puebla se halla en el valle que custodian las dos montañas más famosas de México: los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. El primero de ellos activo, y el segundo inactivo. Es muy común que, año con año, los cielos de Puebla y sus alrededores sean nublados con una fumarola de humo proveniente de "Don Goyo", como se le llama vulgarmente al "Popo".
    Existe una leyenda azteca que relata que Iztaccíhuatl era la hija del rey tlaxcalteca (pueblo enemigo de los aztecas). Ella y el guerrero Popocatépetl estaban enamorados. Cuando Popocatépetl partió a la guerra, juró regresar para casarse con ella, habiendo pedido la mano de la joven a su padre. Un guerrero tlaxcalteca, celoso del amor que éstos profesaban, dijo a Iztaccíhuatl que su amado había muerto. Ella murió de tristeza. Popocatépetl, a su regreso, veló el sueño eterno de su amada, llevándola a la cima de una montaña que pidió erigir a los dioses. Con el tiempo, la nieve cubrió sus cuerpos. Hasta el día de hoy, ambos cuerpos yacen uno junto al otro. Al cerro del Iztaccíhuatl se le conoce también como "La mujer dormida" (por la silueta que forma en el horizonte), y representa a la princesa que duerme por siempre junto a su amado.

    Les cuento esto porque, desde la cima de la pirámide, se aprecia de forma perfecta la figura de ambas montañas que resguardan la ciudad de Puebla, y por el otro lado, a la Ciudad de México. Si echan un poquito de su imaginación, podrán ver la figura de la mujer dormida a la que cuida el volcán adyacente Es una leyenda bastante cursi que a todos en México nos enseñan desde que somos niños, y es bastante lindo ver al horizonte e imaginarse dicha historia de amor
    Como siempre, les dejo el link del álbum de fotografías
    Y la liga del tercer capítulo de Un Mundo en la Mochila, de mi amigo Daniel Fernández, para que vean nuestras aventuras de una forma más entretenida
  25. AlexMexico
    Después de un día escalando la supuesta pirámide más alta del mundo, terminamos agotados (y con la piel algo quemada por el sol). Con la fuerza que nos quedaba, volvimos al pueblo de Ocosingo, donde tomamos otra van a nuestro siguiente destino: las paradisíacas Cascadas de Agua Azul.
    Cerca de las 4:30 pm salimos del pueblo. Para nosotros era una carrera a contratiempo, pues al ser horario de invierno nos quedaban muy pocas horas de luz. El camino tuvo algunas curvas al adentrarse a las montañas. Entonces nos dimos cuenta de que estábamos rodeando la Selva Lacandona, la selva más grande del país. Desde los cerros se veían paisajes maravillosos a nuestros pies. El profundo follaje y el interminable verde de las copas. Nos veríamos envueltos por aquella profunda naturaleza al llegar a las cascadas.
    La combi arribó cerca de las 6 pm. Nos apresuramos a bajar y buscar un sitio donde acampar. Encontramos a un señor que nos indicó el sitio de camping, por 100 pesos la noche (casi 8 dólares por carpa). El sol se había ocultado casi por completo y no veíamos nada; debimos alumbrar con nuestros teléfonos celulares
    Confiando en nuestro oído y nuestro tacto más que en nuestra vista, armamos la tienda más rápido de lo que imaginamos (era una casa para 8 personas, por tanto bastante grande). Metimos nuestras cosas y rogamos porque no lloviera aquella oscura, pero bella noche.
    Estábamos alejados de la mayoría de las personas (las cabañas, los restaurantes, tiendas, la taquilla y áreas de información). Pero una pequeña luz de bombilla sobresalía a lo alto de la rampa que descendía a nuestro camping. Era una especie de casa, con habitaciones sencillas (equipadas sólo con camas). Supusimos que se rentaban, pero no quisimos pagar más por la estadía.
    Decidido a tomar una ducha para quitarme el olor a sudor de un día de caminatas, mis amigos Guille y Dany quisieron meterse al río (así es, de noche y sin luz ). No me agradaba mucho la idea, pues no soy muy buen nadador. Pero me dije: “¿cuándo volveré a hacer esto?” Así que me puse el bañador y los seguí a ambos. Sonia se quedó a cuidar la tienda.
    Dany caminaba frente a mí, palpando el suelo del río y guiándome con su voz para no pasar por lugares hondos, donde tendría que nadar. Fue una experiencia mágica, debo decir Nadar a la luz de la luna, con el cantar de los grillos en medio de una selva que aún no había visto con mis ojos.
    Después de un rato en el agua, salimos para darnos una ducha en las regaderas de aquella casa en lo alto (aunque Guille no se quiso bañar pues, según él, ya lo había hecho en el río… sin jabón, claro está). Después, cenamos una triste lata de atún y nos fuimos a dormir.

    Al siguiente día despertamos cerca de las 6:30 am. Nos habíamos acostado temprano, así que conciliamos un muy buen sueño. Al abrir las puertas de la casa de campaña tuvimos nuestra primera vista de Agua Azul (ya con la luz del sol). Lo que vimos nos dejó perplejos y nos causó una calma y serenidad incomparable. Tal paraíso en medio de la selva, recluido del mundo y con colores tan exquisitos no se disfruta todos los días  

    Nos vestimos y fuimos al área de turistas, donde comimos algo y pedimos información. Muy cerca de ahí hay algunos miradores, desde donde se tienen vistas muy chulas de las cascadas más grandes.

    Según parecía, en ningún sitio se permitía nadar pues la corriente era muy fuerte. Seguimos caminando y tomando muchas fotos y videos de las azules aguas del río y la selva alrededor. El sendero corría río arriba y no sabíamos qué tan largo era, así que tomamos una decisión: regresaríamos al camping y nadaríamos en aquella alejada zona del río, donde ningún policía o guardia nos regañaría. Después, comeríamos algo y seguiríamos el sendero hasta donde pudiésemos llegar.

    Y así lo hicimos. Volvimos al camping y nos pusimos el bañador. El sol apenas acaba de salir, así que teníamos todo el día libre. Como de costumbre, Sonia resguardó las cosas en la tienda y Guille, Dany y yo nos metimos al agua
    Lo que empezó como un pequeño chapuzón terminó siendo una aventura en la selva. El afluente del río en picada hace que el agua corra formando pequeños cañones no muy profundos a su paso, dando lugar a las pequeñas cascadas. Las paredes de roca de tonos rojizos crean pequeños estanques bajo las caídas de agua, donde nosotros nos bañábamos. Guille quiso seguir río arriba (por el agua) y empezamos a nadar contracorriente. Fue divertido, aunque en repetidas ocasiones tuvieron que ayudarme, pues como dije, no soy buen nadador, y tuve que auxiliarme de las lianas de los árboles para alcanzar las cascadas más próximas Subimos cada una de las paredes, que no eran muy elevadas. Debíamos tener cuidado con dónde pisábamos, pues muchas de las rocas eran resbalosas. Con ayuda de mis amigos pudimos llegar bastante lejos después de casi 1 hora de escalar y nadar, hasta que un guardia del parque nos vio y nos dijo que saliéramos del agua.

    Volvimos al camping para secarnos un poco. Me di cuenta de que no había nadie nadando en el río; fuimos los únicos osados en subir las cascadas.
    Tomamos el almuerzo en los comedores del recinto y emprendimos el sendero con cámara en mano. Mientras más ascendíamos, más belleza nos topábamos; la selva se hacía más profunda, el agua más cristalina y las señales de civilización humana iban desapareciendo, al igual que las cascadas (al hacerse el territorio más plano).

    Mientras caminábamos, algo nos hizo detenernos: una cuerda atada a un árbol a la orilla del río. Era inevitable: ¡debíamos aventarnos! Suerte que aún teníamos nuestros bañadores puestos para mojarnos de nueva cuenta. Como niños pequeños, uno por uno nos tomamos de la liana y nos lanzamos al agua. Luego de unas peleas sobre un tronco resbaladizo, salimos del río y continuamos el camino, que parecía ya bastante lejos de la zona turística.

    Justo donde la selva se hacía más espesa, apareció un señor sentado, que parecía ser parte de una comunidad indígena. Nos intimidó un poco al sostener un machete en la mano Nos dijo: no pueden pasar, aquí es territorio de EZ.
    Sonia y yo, los únicos mexicanos, sabíamos que EZLN eran las siglas del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, un grupo guerrillero de la selva Lacandona que en los noventas tomó fama por luchar por los derechos indígenas. No creímos que fueran muy peligrosos, aunque seguro que si nos veían, no nos dejarían pasar más allá. Dany y Guille habían leído sobre el subcomandante Marcos (el líder enmascarado del movimiento que pasó a convertirse en un héroe y figura de acción). Querían adentrarse al verdadero México y conocer la realidad de los pueblos indígenas. Sonia y yo no estábamos muy convencidos, pero los seguimos a paso lento. El señor, al ver que hicimos caso omiso, caminó detrás de nosotros.
    Luego de unos metros, el señor nos volvió a gritar. Sonia y yo nos detuvimos, advirtiendo que algo malo pudiera pasar. Cuando se acercó a nosotros nos dijo de nuevo: no deben pasar, es territorio de los Zetas
    Existe una inmensa diferencia entre los EZ y los Zetas (que nos fue difícil percibir, pues el señor hablaba un español algo extraño). Los Zetas, son el cartel de narcotraficantes más sanguinario de todo México. Desafortunadamente, desde años atrás, se establecieron a lo largo del territorio este y sureste del país, incluyendo mi ciudad natal Veracruz, donde fui testigo de sus ataques 
    Sonia y yo nos dimos cuenta, entonces, de lo peligroso que era ese sitio, y que debíamos regresar en seguida. Dany y Guille se habían adelantado por mucho. El señor nos dijo que él los traería de vuelta. No nos quedó más que esperar nerviosos.
    A lo lejos vimos como nuestros amigos regresaban, como si nada pudiera pasar, y sin una idea de cómo medir el peligro. Guille caminaba con un palo estilo explorador y ambos se sentían bastante satisfechos después de haber llegado a un pequeño Cañón que, según ellos, era magnífico.
    Sin más, retornamos al largo camino, regañando un poco a nuestros queridos españoles por el riesgo al que se expusieron y los minutos de angustia que nos hicieron pasar Dirán que fuimos exagerados, pero después de vivir las guerras del narcotráfico nuestra visión ha cambiado por mucho.

    Pagamos una noche más en el camping, pues ya era algo tarde para tomar nuestro próximo rumbo: la mítica ciudad de Palenque, una de las más grandes de la antigua civilización maya, a la que iríamos al siguiente día por la mañana, después de dos noches en el paraíso azul.
    Les dejo el link del álbum con la segunda parte de las fotos en Chiapas:
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