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  1. Los abrasadores días del verano pasaban uno tras otro en el calendario, mientras la familia de mi amiga Henar y yo nos alborozábamos en la profunda calma del pueblo de Consuegra, en la comunidad española de Castilla León. Cada día arribaba más y más familia a la pequeña aldea, lo que denotaba la extensa descendencia de los Velasco en toda la provincia de Sepúlveda. A pesar de que se atravesó el cumpleaños de July (la madre de Henar), la ocasión no era nada en especial, sino que todos los veranos la familia se reunía en lo lejos de la gran ciudad, solo para verse los unos a los otros, y demostrar lo sumamente unidos que pueden ser Pero en casa de la abuela parecía que cada noche celebrábamos algo, pues un enorme banquete se plasmaba sobre la mesa Y así, tuve la fortuna de probar cada bocado y platillo proveniente de la localidad, incluyendo una variedad de vinos que poco a poco me hicieron enamorarme de la cultura de la vid ? Entre tantos platos, Sepúlveda es bien conocida en España por ser la capital mundial del cordero asado. De tal suerte que el padre de Henar quiso mostrarme la manera de tradicional de cocinarlo, para lo cual me llevó consigo al restaurante donde lo habían mandado a hacer. Condujimos pocos kilómetros fuera del pueblo hasta llegar a una pequeña fonda en el medio de la nada. Allí dentro, frente a dos grandes fogones de piedra, aparecieron los cocineros con el tan afanado plato. No era lo que yo imaginé. En España la palabra asar significa cocinar al horno (lo que en México se diría hornear). Y para referirse a un platillo asado en una sartén dicen frito (sea o no con abundante aceite) El cordero asado era nada más y nada menos que el ovino horneado a la leña en un enorme fogón de roca. Sobre dos platos de barro (mismos en los que se horneó al animal) se apiñaban todas las piezas que alguna vez formaron parte de la cría… entre ellas la cabeza. Al mirar aquella cabeza entera hacía parecer que el cadáver del cordero me hablaba (tal como en el capítulo de Los Simpson donde Lisa se vuelve vegetariana). La forma tan original en que su rostro había quedado horneado, con la boca abierta, dos hoyuelos donde se alojaban sus ojos y ambas orejas hacia abajo, me hicieron sentirme mal por estar a punto de comerlo Pero el padre de Henar simplemente me dijo: ¡la cabeza es lo más rico de todo! Tras conducir con sumo cuidado para no derramar el caldo del cordero, el festín de comida comenzó a nuestro arribo. En la mesa, algunos se peleaban por los muslos o la cola de la oveja, pero casi nadie, sino el padre de Henar, era quien comía la carne de su cabeza Fue sin duda una experiencia diferente, pues había tenido un pavo, un pollo, o piezas de cerdo en el centro del comedor… pero nunca a un cordero Y allí se notaba de más la fuerte influencia que la conquista musulmana ha tenido sobre toda la extensión de la península. Tras el festín de aquel ovino, Álvaro, el hermano de Henar, nos propuso visitar el pueblo de Peñafiel antes del anochecer (en vista de que los días de verano en España culminan hasta las 10 pm). Pero surcar las curvas carreteras de la provincia justo después de comer no fue la mejor idea que pudimos haber tenido Henar y yo empezamos a sentirnos mareados, a pesar de la lenta velocidad a la que manejaba Álvaro. El vino y la grasa de la carne parecían subir por nuestra garganta, a punto de salir en la asquerosa forma de vómito Nos detuvimos un momento para beber un poco de agua de un grifo, que para mi enorme beneficio, en España y casi toda Europa era potable (lo cual en México habría que pensar dos veces antes de hacerlo). Pero el malestar no parecía alejarse mucho Así, hicimos escala en el pueblo más cercano, donde un buen té de manzanilla con miel temperó nuestras náuseas. Ahora me daba cuenta de lo que un cambio drástico de alimentación podía lograr en mí A 60 km al noroeste de Consuegra, ya en la provincia de Valladolid, llegamos al antiguo pueblo de Peñafiel. Antes de detenerse en cualquier sitio, Álvaro nos condujo directamente hasta la cima de una colina, donde se encuentra el mayor atractivo del condado: el Castillo de Peñafiel. Hasta entonces, el único castillo real al que había tenido la dicha de entrar era el Castillo de Chapultepec en México, donde residieron el Emperador Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota durante el intento de restablecimiento de la monarquía en el país. Pero este castillo era diferente… Era tal y como me había imaginado los castillos cuando de niño jugaba con mis muñecos Una alta fortaleza con las célebres torres cilíndricas, y numerosas almenas en sus cúpulas, donde los valientes defensores del castillo solían posarse para atacar al exterior. Sus paredes de piedra de un beige rojizo manchadas por el paso de los años lucían su milenaria vida (literal, milenaria). Y estacionado a sus pies, no hice más que maravillarme ante el primer castillo de cuentos que al fin podía conocer Desde la colina se tenía una vista panorámica de toda Peñafiel, emplazada en una vasta llanura de pastizales interrumpida solo por collados de baja estatura que se adornaban por el follaje verde. Excitado por entrar, Álvaro comenzó a explicarme un poco del contexto que rodea a todos los castillos en la península ibérica. España es uno de los países con más castillos, en su mayoría construidos durante la Baja Edad Media, periodo en el que los reinos católicos de la península se consolidaron para luchar por recuperar sus territorios, que desde el siglo VIII cayeron en manos de los moros, o musulmanes. En esa etapa de la historia española llamada la Reconquista fue muy común la edificación de castillos, fuertes, torreones y atalayas cada vez que los católicos avanzaban hacia el sur, iniciados por los asturianos, hasta que por fin tomaron el último rincón del califato de Córdoba: el reino de Nazarí en Granada. El castillo de Peñafiel era precisamente una de aquellas antiguas fortalezas alzadas para protegerse de los moros, y se cree que su origen data del siglo X. En una de las alas del castillo se ha instaurado un museo del vino. Pero al momento de entrar, una de las guías nos dijo que en pocos minutos iniciaría un recorrido gratuito por el resto del recinto, por lo que decidimos aguardar para seguir al grupo. Como en la mayoría de los castillos, según me explicó Álvaro, se entra por el patio central, alrededor del cual se accede a todas las partes del complejo. Primero subimos al ala izquierda, desde donde tuvimos una buena toma de la torre principal, que se destinaba la mayoría de las veces como residencia del señor o noble. El ala poseía una forma alargada que simulaba la proa de un buque. A sus costados pudimos ver las mazmorras tenebrosas jaulas sin salida donde se dejaba caer a los acusados quienes muchas veces no morían por la caída, quedando solo gravemente heridos y se les dejaba ahí hasta morir de inanición. A pesar del intenso calor, en lo alto de la torre el viento se hacía sentir bastante fresco, y al chocar con nuestra piel nos enfriaba de golpe Huyendo de la expuesta frialdad, nuestro siguiente paso fue conocer la Torre del Homenaje, o torre central del castillo. Antigua residencia del señor feudal, hoy alberga piezas de museo para su exhibición al público. En sus paredes cuelgan los escudos de armas representativos de su historia: el de Peñafiel, el de Valladolid, el del reino de Castilla, Castilla León y, finalmente, el escudo de España. Escudo español La ciencia, o el arte, de la heráldica (descripción de escudos de armas) es algo que Álvaro intentó hacerme entender, explicándome el significado de cada elemento del blasón… pero ser un historiador lleva su tiempo bastante considerable Escudo de Valladolid También tuve una clase sobre los títulos nobiliarios de las monarquías. Pasé todo el día pensando en cuál hubiera sido mi título de haber vivido en la Europa feudal ¿Un conde, un duque, un vizconde, un marqués? Resguardados por las armaduras de los antiguos caballeros, tuvimos vistas más cenitales de ambas alas del castillo, tras las cuales se extendía la totalidad de la diminuta localidad vallisoletana. Al descender por el ala oriente me topé con el antiguo sistema de agua y saneamiento medieval: una pequeña letrina. Qué incómodo debió haber sido hacer sus necesidades con tan poca privacidad La visita terminó justo a tiempo para que pudiéramos visitar el resto de la ciudad antes de que el sol se pusiese en el árido horizonte. Álvaro nos llevó a la Plaza del Coso, la plaza mayor de Peñafiel. Es una plaza redonda de arena rodada por una valla circular y por casas de madera con balcones y decoraciones que me llevaron inmediatamente a la escenografía de una película western Destinada desde siempre para fines lúdicos, hoy sirve como plaza de toros y otros espectáculos. Por fortuna, ese día estaba vacía, y me dejó tranquilamente disfrutar de la vista que desde ahí tenía del castillo en la colina del fondo El resto del pueblo lo recorrimos a pie, caminando entre las estrechas calles adoquinadas y sus pintorescas y auténticas viviendas, muchas de ellas bastante peculiares, como si al ser más angostas tuvieran que pagar menos impuestos (como solía pasar en países como Holanda) Y al refrescar del atardecer entre multitudes de españoles que tapeaban en las cafeterías, retornamos al auto y manejamos de vuelta al pueblo. Al otro día llegarían a Consuegra otros invitados con las que haríamos más visitas por los maravillosos alrededores de Sepúlveda Pueden ver el resto de las fotos en el siguiente álbum:
  2. A mi triunfal arribo a Madrid, todas las sensaciones dentro de mi corazón se aceleraban al mismo tiempo Era increíble cómo después de 12 horas me hallaba ahora a 9000 kilómetros tan lejos de casa y cómo, de repente, después de 8 meses de haber despedido a mis amigos españoles en México, volvía a reencontrarme con una de ellas: Henar, quien me esperaba fuera del Aeropuerto de Barajas mientras fumaba un pitillo. Totalmente embelesados por nuestra pronta y tan espontánea comparecencia, subimos a su camioneta y condujimos por la carretera estatal que circunvala a la localidad de Madrid, sede de la capital de la comunidad homónima y de un estado nación que, hasta el momento, me recibía con la mejor de sus caras Cada palabra y gesto de emoción que emanaba de la boca de Henar eran opacados por las postales que tras la ventana dejaban al desnudo a un Madrid cálido y vivaz. La imagen de una Europa templada y fría desaparecía vertiginosamente con el sol, que a las 19 horas seguía en un álgido punto de potencial luz… qué candor el mío para cualquiera que me veía portar un enorme abrigo de invierno en mitad de agosto ? El tamaño de Madrid y su zona metropolitana no se comparaba en lo absoluto con el de la Ciudad de México, misma que nos había acogido unos meses atrás; pero su extensa dimensión nos permitió aprovechar el tiempo para ponernos al día, mientras nos paseábamos por las periferias rumbo al sur de la metrópoli. Mi primer destino en la Iberia española era el barrio capitalino que había visto nacer a Henar y su familia: el distrito de Carabanchel. Albergue de una importante historia, cultura, identidad y de una amplia diversidad de población proveniente de todo el país (y el extranjero), Carabanchel me dio un sonriente saludo de acogida en la gran ciudad Decenas de madrileños se paseaban en bermudas y faldas bajo las carpas de los negocios al pie los edificios habitacionales. El verano invitaba a todos a salir de sus casas, y los coloridos árboles de matices otoñales incitaban a cualquiera a disfrutar de la tarde bajo sus poblados follajes. No era diferente el caso para el padre de Henar, quien disfrutaba de una cañita (cerveza de barril en vaso) cuando ambos llegábamos a casa. Y tras ser advertido por Henar sobre lo agresivo que podía sonar el tono de voz de los españoles (especialmente el de su familia), fui recibido con un fuerte abrazo por su hermano y su madre, quien con un banquete que ocupaba la totalidad de la mesa exclamó la mejor de mis recepciones: ¡BIENVENIDO A ESPAÑA! La gama gastronómica más popular y representativa de España se posaba como un bufete infinito que me exhortaba a sentarme, no sin antes otorgar a July (madre de Henar) los presentes que desde México había cargado conmigo: un par de magnetos y una botella de tequila Jimador Con el estómago saciado desde que bajé del avión, mi apetito velozmente escindió ante tal variedad culinaria, que incluía: salmón a la plancha, croquetas, jamón serrano, jamón york, queso de tetilla, paté, lonchas de chorizo, tortilla española y pan de baguette. Todo mientras el sol descendía poco a poco sin ponerse completamente. Tras el exquisito banquete y un shot de tequila, que obligadamente July se bebió por cortesía subí a darme una ducha y tratar de conciliar el sueño, no sin antes avisar a todos en México que había llegado con bien hasta las tierras hispánicas. La casa de Henar era sorprendentemente cómoda y grande desde su amplio patio trasero hasta su ático y la habitación de invitados. No obstante, ella amablemente me concedió su alcoba, en la que vi ocultarse el sol, nada más y nada menos, que a las 10 pm Algo extraño para mí, pero común para un verano español (quienes raramente todavía utilizan la hora del centro de Europa). El usual y perverso jet lag no me permitió despertarme más temprano que las 12 pm del siguiente día Y un poco avergonzado por el prolongado sueño, bajé a saludar a una familia que, a finales de sus vacaciones de verano, se preparaba para su última escapada de la temporada. Mientras trataba de adaptarme a los desayunos españoles (café y pan) Henar me contaba que ese día partirían todos al pueblo, donde compartirían algunos días con el resto de la familia. Por suerte, yo también estaba invitado, y vi allí la mejor oportunidad de codearme con el ambiente más típico de que de España se pudiera imaginar Pero antes de partir necesitaba algo más: casualmente no había traído desde México pantalones cortos, y visto el abrasador calor que en Madrid se sentía Henar me llevó al mejor lugar para las compras en España. No estoy hablando de la primera boutique de Zara ni de marcas excesivamente costosas. Más todo lo contrario, y acudimos directamente a Primark. Como cadena irlandesa especializada en ropa y accesorios a precios bajos, Primark me ofreció todo lo necesario para el resto de mi estadía en Europa. Y no solamente hallé mis deseados pantaloncillos, sino gorros, guantes, bufandas y camisas a precios que increíblemente no sobrepasaban los 5 euros por prenda Con todo un guardarropa renovado en mi maletín, alistamos todo para pasar algunos días lejos de Madrid, misma que conocería a fondo una semana más tarde. Casi al caer la noche dejamos la ciudad y tomamos la carretera estatal norte rumbo a la comunidad de Castilla León, hogar del antiguo reino de Castilla, de la lengua castellana y lugar de nacimiento de la unificación de toda España. Al este de la provincia de Segovia, colindante a la cercana comunidad madrileña, se hallaba Sepúlveda y sus pueblos circundantes. Uno de ellos, nuestro hogar por los próximos cinco días: Consuegra de Murera. Cuando me hablaron del pueblo de la familia había imaginado una especie de ranchería o comunidad rural con casas grandes y alejadas una de la otra (como suelen lucir en México). Pero Consuegra fue algo que nunca en mi vida había visto… Todas las casas colindaban una con la otra, sumando no más de 35 hogares, y el conjunto de edificaciones no sobrepasaban ni media hectárea Todo ello en el medio de una vasta llanura de verdes cultivos. He aquí una foto aérea para su mejor visualización: En la plaza central de la diminuta aldea, un grupo de niños yacían sentados con sus madres, disfrutando de un show infantil que se proyectaba en un vetusto muro de la parroquia, al mero estilo de Cinema Paradiso Llegamos directamente a la casa de los padres de Henar, quienes me dirigieron a la antigua casa de la abuela, una enorme morada de ancianas paredes de piedra. Allí, el singular tío Paquito me recibió, tal como me habían descrito a su afanado personaje. Desviviéndose por ser el mejor anfitrión de España, en pocos minutos me contó la historia de la casa, del pueblo y de él mismo, mientras todos preparaban la mesa para la cena. Aquella templada noche dormí tan cómodamente que olvidé por completo la diferencia de horario, y me dije afortunado de compartir mis primeros días con tan benévola familia El despertar para mí y Henar fue temprano la siguiente mañana cuando Álvaro, su hermano (quien no tenía ningún problema para levantarse al alba) nos echó de la cama para aprovechar el día: eran las fiestas de Los Santos Toros de Sepúlveda y era algo que yo no podía perderme. Retirando las lagañas de mis ojos, me llevaron a la plaza de toros del municipio, a lo cual rápidamente protesté. Las corridas de toros no es algo de mi agrado Más Henar y Álvaro me hicieron saber que mi filosofía no era ajena al pensar de muchos españoles, quienes poco a poco se han ido mostrando en contra de los brutales eventos. Así, en las fiestas de Sepúlveda el llamado “Encierro” sólo consistía en soltar a los toros para correr por las calles y encerrarlos al final en su respectivo corral. Como nosotros no llegamos al encierro, entramos a la plaza para coger un sitio. Otro espectáculo tendría lugar, esta vez solo con pequeños novillos. El sol apenas se levantaba, y la mayoría de los asistentes parecían no haber dormido. De hecho, habían seguido la fiesta toda la noche hasta el amanecer esperando con ansias el tan anhelado encierro. Grupos de jóvenes borrachos con camisas del mismo color formaban porras y cantaban orgullosos los himnos de sus pueblos. Ninguna de sus palabras castellanas eran descifrables para mí lo cual denotaba su procedencia meramente rural. Llegó el esperado momento, y el novillo fue soltado al centro de la pista. La cría desorientada caminaba de un lugar a otro, sin hacer mucho más que mirar al público. Algunos empezaron el show, y bajaron de sus gradas para correr con la vaquilla, quien los perseguía amenazando sus traseros con sus desafilados cuernos. Los más osados se acercaban a sólo centímetros de ella, y el célebre “olé” se vociferaba en todo el anfiteatro. Niños, ancianos, jóvenes y adultos disfrutaban entre familiares y amigos el espectáculo animal, manteniendo el fuerte vínculo que el pueblo hispano tiene con sus tradiciones más arraigadas. Sin duda, la primera típica postal que España me dió de sí Desde lo alto de las tarimas se asomaba la parroquia de Sepúlveda y parte de su pueblo, esperando a ser visitado por el recién llegado turista mexicano Sepúlveda es cruzado por las hoces que forma el río Duratón, afluente del río Duero, cuyo cauce ha formado una especie de cañón. Así, desde sus alturas, puede apreciarse un hermoso y singular paisaje de tonos que van de los marrones a los verdes intensos. Sumergirme en las calles de Sepúlveda fue como volver en la línea del tiempo hasta la misma Edad Media peninsular Los autos de modelo reciente aparcados en sus orillas se combinaban contrastantemente con la antigua arquitectura castellana, que Sepúlveda y su gente han sabido conservar de manera sensacional. Cada ladrillo de arcilla coronado por tejas y pequeñas chimeneas podría haber sido capaz de contarme una historia diferente, sobre todas las auténticas generaciones que han pasado por el interior de cada añejo edificio. Vaporosos tonos beige orillaban las escoradas rúas, que en su centro lucían decenas de locales y visitantes que gozaban de un verano más en la campiña española. Y para mí, quizá el visitante de procedencia más lejana presente en aquel momento, cada molécula en la atmósfera representaba un universo de cultura que deseaba conservar en mis recuerdos. La estructura de una ciudad que parecía amurallada situada sobre la irregular figura de una colina me recordaba mucho a los cuentos de caballeros y dragones, y me llevaba de vuelta a lo que mi imaginación era capaz de crear durante los juegos de mi infancia El centro de la villa se hallaba atiborrado de lugareños y vacacionistas que se empapaban, perdidos en entre el pueblo, de la honra de los sepulvedanos. Las fiestas ya habían dado comienzo y eso se sentía en cada pequeño rincón De pronto, la multitud se reunió al pie de uno de los edificios, donde un simpático hombre incitó a todos a cantar el himno a San Miguel, patrón de la comunidad. Tras dos fervientes ¡Viva San Miguel! Todo se preparó para el siguiente evento: el encierro de toros infantil. El público se hacinó en ambas orillas de la callejuela empedrada para dejar paso al desfile de infantes, quienes se oían venir a lo lejos gracias a sus gritos y clamor. Los primeros pequeños aparecieron. Algunos de la mano de sus padres, otros en grupo con sus amigos, y otros solos corriendo desesperadamente para huir del monstruo amenazador que venía tras de ellos. Cada uno sostenía en una de sus manos una hoja de periódico enrollada. Esa era su mejor arma para defenderse de cualquier ataque. La indomable bestia apareció: una figura de felpa que simulaba un toro era empujada por un sujeto desconocido. La vaca se posaba sobre una carreta a ruedas que facilitaba su deslice por las calles empedradas. Y por delante, sus enormes cuernos desafiaban a cualquiera que se le pusiera enfrente ? Gritos y algunos llantos se escuchaban pasar mientras la muchedumbre infantil escapaba de ser la próxima carnada. Y los más valientes se acercaban al falso bovino para golpearlo con sus periódicos y hacerse respetar Al final de la corrida, otro grupo de adultos corría hacia ellos. Pero esta vez, lo hacían para ayudarlos. La cuadrilla de paramédicos se apresuraba con su ambulancia para auxiliar a los heridos durante el encierro. Hombres vestidos de enfermeras rociaban agua a cualquiera que se le cruzara para tratar de curar sus heridas, así no hubieran participado en la novillada De esta forma es como los sepulvedanos iniciaban a sus niños en los ritos patronales propios de su comunidad. El resto de la jornada, era solo fiesta y más fiesta. Las orquestas hacían bailar a chicos y grandes en el medio de las plazas. Y no faltaban los trasnochados y pasados de copas que sacaban a bailar a cualquiera que caminara a su lado. Terminamos nuestra tarde en Sepúlveda probando una de sus mejores delicias: los pedruscos. Panes rellenos de chorizo de aproximadamente un euro que saciaron mi hambriento paladar antes de volver a casa A nuestro retorno, la familia no estaba en casa. Todos se habían dirigido al único bar del pueblo, y así ponerse al corriente con los últimos chismes sabidos. Pueblo de Consuegra de Murera Henar, July, su hermana Mary, tíos, tías, primos y parientes se aglutinaron todos fuera de la cafetería para disfrutar de otra soleada tarde en la canícula. El pueblo no debía tener más de 30 habitantes permanentes Pero ese número fácilmente podía triplicarse durante el verano, cuando todos los antiguos residentes y familiares regresaban para un sublime reencuentro anual Pese a mi insistencia en pagar mi propia cuenta, cada persona se disponía a invitar una ronda de bebidas, donde no me incluyeron a mí pero sí a mi brebaje, el mejor sin duda que España me otorgaría: Si bien en México nunca me consideré un fanático del vino, sabía que no podía vivir en España sin sumergirme en la cultura vinícola. Y por recomendación de Henar, comencé mi experiencia con el tinto de verano, una placentera mezcla de vino tinto con hielo y refresco de limón. Una combinación que muy pocos debían conocer en mi país, pero que definitivamente fue la mejor forma de adentrarme en su consumo Uno tras otro, los vasos con tinto de verano pasaban por mis manos tantas veces como el mesero se acercaba con su charola, y nos ofrecía una nueva ronda de las célebres tapas españolas Chorizo, jamón serrano, jamón york, queso, paté, tomate, aceite de oliva, tortilla de huevo… La deliciosa cobertura de cada pieza de pan era tan abrasadora como el fervor de los españoles, quienes me habían hecho sentir, sin duda, que España había sido el mejor destino elegido para realizar mi intercambio estudiantil
  3. Cumplidos apenas tres días en Baviera, en el sur de Alemania, todo me había gustado hasta entonces. La gente, la comida, la arquitectura, la historia. Pero una cosa no se había ganado todavía mi corazón: el transporte. Aunque Alemania sea bien conocida en el mundo por su extrema puntualidad y rigidez en el servicio, me había llevado un par de decepciones con los trenes bávaros. Solo esperaba que nada malo volviera a ocurrir. La tarde noche del 26 de octubre, volví temprano al apartamento de Dominik, en el centro de Múnich, para decir adiós y coger con un relativo tiempo de anticipación el tranvía hacia la estación central. Aquella noche tomaría mi autobús a Núremberg, donde otro couchsurfer, Sadettin, me hospedaría por dos noches. Pero justo al subir al tranvía, una voz emitió un aviso en alemán. Luego todos bajaron del vagón. Mi cara podía describirlo todo. Otra vez estaba consternado. —¿Por qué bajamos? —pregunté en inglés, esperando que alguien me entendiera. Ha habido un accidente y suspendieron la línea por al menos una hora —respondió un chico a mi lado. No debía anticiparme, pensé. Seguro que hay buses u otro transporte a la estación central. Es a donde todos se dirigen, después de todo. Pero ningún otro transporte aparecía. Solo coches particulares a toda velocidad. —Si tienes mucha prisa podemos pagar un taxi juntos a la estación —me dijo el mismo chico—. Yo también tengo que llegar. Pero sin duda, ambos éramos extranjeros. Ningún taxi aparecía en la avenida, y los pocos que transitaban no paraban con solo alzar nuestro dedo. A los taxis en Múnich hay que marcarles por teléfono o cogerlos en un estacionamiento especial. Y sin línea telefónica ni plan de datos, pedir un Uber me era imposible. ¿Podía caminar? Era demasiado tiempo a pie. ¿Tomar el metro? La estación más cercana estaba a un kilómetro más o menos. Y correr con mi mochila al hombro no era una opción fácil. Por fin apareció un bus, con el letrero “Haupbanhof” en su parte superior. Solo esperaba que pudiese llegar a la central en menos de 15 minutos, el tiempo exacto que me quedaba antes de que mi bus partiera. Pero en Alemania pedir a los transportistas aumentar la velocidad es inusitado. Los límites son bastante bien respetados. Y tomando en cuenta la cantidad de gente al interior, sabía que eso tomaría demasiado tiempo. Tras varios minutos sentado mirando encolerizado por la ventana, una mujer advirtió mi desespero y dijo: “deberías bajar aquí y tomar el metro, llegarás más rápido así a la estación central”. No dudé en tomar su sabio consejo y corrí a las escaleras hacia el subterráneo. Aunque el horario marcado por el tren me hacía saber que mi única esperanza es que mi bus a Núremberg hubiera sido retrasado, al menos 10 minutos. Llegué esperanzado a la estación central, y ningún bus aparcaba en el estacionamiento, lo cual rebullía todavía más mi respiración. —¿El Flixbus a Núremberg de las 8:30? —pregunté al guardia—. Acaba de irse hace 10 minutos —respondió. Vaya suerte la mía. No pude hacer nada más que acercarme a la taquilla y preguntar por la siguiente corrida, que por suerte era a las 9:45 de esa misma noche. Caminé al McDonald’s más cercano para conectarme al wi-fi, y así contarle mi triste historia a Sadettin, a quien hice saber que llegaría más tarde de lo esperado mientras las saladas y saturadas grasas de una Big Mac mitigaban mi irritación. Debía dejar el cólera a un lado. No podía enojarme por que hubiese habido un accidente justo ese día, a esa hora en mi camino a la estación central. Las cosas pasan. Es lo que mis viajes me han enseñado. Resignado, intenté dormir un poco a bordo del autobús. Llegué a Núremberg a la medianoche y me vi obligado a pagar un taxi al apartamento de Sadettin. Después de lo que había pasado, mi intención no era caminar varios kilómetros con mi mochila en mitad de la noche. Sadettin es uno de tantos descendientes turcos que viven hoy en Alemania. Durante los años de posguerra, el gobierno alemán incitó a la contratación de mano de obra extranjera para incentivar el crecimiento económico de la federación. Hoy más de 2 y medio millones de personas en Alemania provienen de Turquía, y en muchas zonas, el turco es todavía un idioma sumamente hablado. Por eso no me sorprendí cuando aquel chico moreno, barbón y velludo me abrió la puerta. Su primo dormía ya en el cuarto contiguo, y en silencio subí hasta la habitación donde me quedaría. Antes de dormir, Sadettin me explicó un poco de lo que podíamos hacer al día siguiente en Núremberg, y me preguntó si tenía algo planeado en especial. Le confesé que sabía muy poco de la ciudad, pero que sería genial si pudiese visitar también algún pueblo cercano. —¿Has oído hablar de Rothenburg? —me preguntó—. Por supuesto que sí —le dije—. Es casi el pueblo más famoso de toda Alemania. Rothenburg está a solo 70 km de Núremberg, ubicado en la misma región de Franconia. Para cualquiera que no lo conozca, basta mirar las fotos en Google y el cliché más representativo de Alemania vendrá a la mente. Sin duda, no quería perdérmelo. Sadettin revisó los horarios de tren y me dijo que era posible ir con un pase regional de un día, que costaba solo 18 euros por los dos. Y con un guía como él, no podía rechazar la oportunidad. Así que acordamos levantarnos temprano para ir directo a la estación de tren. Ni siquiera escuché los estruendosos ronquidos de su primo, y dormí como un querubín después de mi agitada noche en Múnich. A las siete de la mañana ambos estábamos listos para el frío exterior. Llegar a Rothenburg no fue nada fácil. La red de trenes era como una telaraña, y hacer los dos rápidos transbordos hubiera sido casi imposible sin la ayuda de Sadettin. Pero disfrutaba del paisaje matutino y de las pequeñas y rurales estaciones de tren. No muchos tienen la dicha de conocerlas finalmente. Llegamos a Rothenburg alrededor de las 10 de la mañana. Y a solo unos metros de la estación encontramos una de las puertas de acceso de su antigua muralla. Ahora me adentraba por fin en la Alemania de la Edad Media. Rothenburg nació, según los historiadores, en el año 970, cuando se construyó un antiguo castillo en las orillas del río Tauber, que circunda el centro de la ciudad. Desde el siglo XII la ciudad fue nombrada Ciudad imperial libre, un título que la dotaba con la posibilidad de un gobierno autónomo, cuyo único gobernador formal era el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, predecesor de la actual Alemania. Pero después de la Guerra de los Treinta Años, Rothenburg perdió importancia y relevancia, por lo que su desarrollo se detuvo. Y ese congelamiento en el tiempo es la razón por la hoy su centro histórico es uno de los mejores conservados de Alemania y de la Edad Media europea.. Para fortunio de muchos, el pueblo hizo una pausa de varios siglos en el tiempo y hoy es la mejor imagen romántica de Alemania en el mundo. Aunque siendo sinceros, representa más bien a la cultura bávara y franconia, regiones históricas a las que Rothenburg ha pertenecido. Si las fotografías no son suficientes para transportarse, quizá la película de Disney, Pinocho, pueda ayudar, ya que sus animadores se basaron en Rothenburg para ilustrar las locaciones. Llegar tan temprano nos permitió a Sadettin y a mí recorrer sus calles adoquinadas plenas de tranquilidad, sin el bullicio que normalmente causan los turistas y los chinos que la visitan a diario. Rothenburg es uno de los destinos turísticos más visitados del país, y sin él prácticamente sus habitantes se irían a la bancarrota. Sadettin me llevó hasta la Plaza del Mercado, antigua explanada donde los comerciantes vendían los productos locales. Hoy todavía se posa allí el Ayuntamiento de la ciudad, un bello edificio renacentista con elementos góticos en su ostentosa torre. La calle del Rathaus hacia el oeste nos llevó directamente hacia una punta rodeada por el río Tauber, donde hace varios siglos se posaba el castillo, destruido por un terremoto. De la fortaleza hoy solo quedan los hermosos jardines, el Burggarten. Si las vistas eran de por sí magníficas, desde lo alto del viejo castillo deben haber sido exquisitas. Y una vez el otoño me gritaba que había sido la mejor temporada para viajar a Baviera. Los copos de nieve y los cielos grises pueden tener su encanto para muchos. Pero para mí, no hay nada mejor que los vívidos colores verdes y la hojarasca cayendo para pintar el lienzo perfecto. En aquel pacífico parque, hice la pregunta obligada a Sadettin: ¿había Rothenburg sido destruida por los aliados en la Segunda Guerra Mundial? Él me contaría que, de hecho, Rothenburg y la región central de Franconia habían sido una de las zonas donde le pueblo alemán mostró más apoyo al partido nazi. De hecho, Núremberg se conoce por ser el centro del nazismo, en lo cual profundizaría más tarde al volver a la ciudad. Cuando los aliados tomaron el tercer Reich, Rothenburg fue parcialmente destruido. Por fortuna, la mayor parte de su centro histórico quedó intacto, y la ciudad pudo reconstruirse rápidamente gracias a las donaciones de muchos civiles y de los mismos aliados. Dejamos el jardín y volvimos al centro histórico, serpenteando al lado de su centenaria y bien preservada muralla, que nos llevó hasta uno de los museos más famosos en el pueblo, el Criminal Museum. Como su nombre lo indica, el museo muestra al público la antigua forma de justicia que gobernaba la ciudad, sobre todo durante el oscurantismo medieval. Las formas de tortura más sádicas y la exposición pública de los delitos eran el pan de cada día para quienes decidían faltar a la palabra de Dios. Pero ya había visto suficiente de todo ello, en Europa y en México. Mi mezquino interés en el sadismo humano nos llevó entonces a buscar un buen café. Teníamos hambre y era hora de un merecido segundo desayuno. Los cafés apenas abrían ese jueves por la mañana. Y a nadie se veía todavía sentado en sus terrazas. Un espresso con una pieza de pan fueron más que suficientes. Después de todo, ya estaba bien acostumbrado a los desayunos franceses. Justo fuera de la cafetería nos topamos con la postal más conocida de Rothenburg, y una de las imágenes más famosas de Alemania. En la intersección entre Untere Schmiedgasse y Kobolzeller Steige se encuentra el famoso Plönlein, quizá la esquina más fotografiada de todo el país. Basta con teclear “Alemania”, “Germany” o “Deutschland” en Google y el Plönlein de Rothenburg aparecerá no más allá de la décima imagen. No hay una razón específica para ello. Debe ser simplemente la belleza de de su pintoresca fachada, o el hecho de que dos torres flanqueen al edificio central. Sea como sea, es una sensación extraña verse allí parado ante una imagen tan célebre como aquella. Terminamos el café y seguimos avanzando, hasta dar con la pared sur de la antigua muralla. Esta vez decidimos subir por una de sus escalinatas. Es posible recorrer casi todo el perímetro del centro de Rothenburg sobre su muralla de piedra. Así que Sadettin y yo no dudamos en terminar nuestro paseo por lo alto. Los tejados rojizos y las torres medievales son sin duda como Alemania vive en el imaginario social. Los clichés siempre han ayudado a los países a crear un posicionamiento de su marca en el exterior. En el caso de Alemania, las salchichas, la cerveza y Rothenburg son buena parte de ese cliché. Un puñado de moradas que parecen haber sido creadas por la mente de Charles Dickens y su cuento de Navidad. Totalmente enamorado de ese mágico pueblito, volví con Sadettin a la estación central al mediodía para retornar a Núremberg. Teníamos todavía mucho por visitar y el día era bastante joven para hacerlo.
  4. Las brisas de octubre volvían a hacer de las mañanas en Innsbruck un frío amanecer. Y la capital de Tirol no era el mejor lugar para colocar una terminal de autobuses al aire libre, sin paredes ni techos que me refugiaran de las heladas. Pero mi viaje por el centro de Europa, alrededor de los Alpes, era posible en mucha parte gracias a los autobuses de bajo costo. Así que pocas opciones tenía además de estar parado allí, a las 7 de la mañana en medio de las montañas austriacas. Por suerte, aquel día nuestro Flixbus no tuvo ningún retraso, y pocos minutos esperamos para poder entrar con desespero a gozar de su calefacción. Éramos pocos los pasajeros a bordo en esa primera corrida. El frío y el sueño inmediatamente se esfumaron, cuando el sol comenzó a encalar los paisajes alpinos junto a las ventanas del autobús. Escenas registradas ahora solo en mi mente. Olvidar la cámara en el portaequipaje no fue una buena decisión. El callejón bajo la cordillera Karwendel, la cadena más grande de los Alpes del Norte, nos llevó hasta la frontera de Austria con Alemania, abriéndonos las puertas al Estado Federado de Baviera, el territorio más austral de Alemania. La mayoría de las personas en ese autobús viajarían directamente hasta Múnich, capital bávara y una de las principales ciudades del país. Pero yo podía esperar para verla. Primero tenía una escala por hacer, una que había esperado tres largos años. Cuando el autobús llegó a Füssen, solo dos chicos y yo descendimos de él. La pareja australiana, Tom y Penny, caminaron hacia el mismo rumbo, mientras el pueblo apenas despertaba aquella mañana de lunes. A simple vista, Füssen parecía un pueblo perdido de Dios al que poca gente le prestaría importancia. Y a diferencia de mí, Tom y Penny pasarían una noche en él. —Vamos a nuestro hotel a dejar las maletas —dijeron—. ¿Te acompañamos al tuyo? La ciudad es muy pequeña. —No —respondí—. Yo tomo un tren hoy por la noche. Se ofrecieron entonces a llevarme a su hotel y dejarme guardar mi mochila allí. Liberarme de esa carga por todo un día y sin cobrar ni un euro era de agradecerse. A pesar de todo, no era nada raro ver a tres mochileros caminando por las calles de Füssen un lunes temprano. Los Alpes bávaros al sur de la ciudad resguardan, de hecho, uno de los atractivos turísticos más visitados de Alemania: el castillo de Neuschwanstein. Un nombre difícil de aprender para muchos. A mí me costó algunos meses poder pronunciarlo. Pero desde que supe que Walt Disney se había inspirado en un alcázar perdido en la frontera austriaca-alemana para construir el castillo de la Bella Durmiente, sabía que era un lugar al que debía viajar mientras estuviera en Europa. Y ya que mi anterior viaje no me había dado el tiempo y dinero para hacerlo, esta era la ocasión perfecta. Neuschwanstein (pronunciado “noish-van-stain”) es solo uno de los tantos castillos que todavía sobreviven de los antiguos reinos alemanes. Pero ninguno le gana el título del monumento más fotografiado del país, con más de 1.4 millones de visitantes por año, lo que lo hace uno de los más famosos en toda Europa. Tras dejar nuestras mochilas en el hotel, Penny no podía esperar para llegar a las taquillas del castillo. Ninguno de los tres habíamos reservado un boleto y temíamos que nos pudiésemos quedar sin entrar. El castillo se encuentra justo al pie de un desfiladero, junto a la cordillera alpina. Lo cual quiere decir que no está precisamente al lado de Füssen, sino a poco más de tres kilómetros desde el centro del pueblo. Caminar junto a la carretera es posible. Pero el transporte público es barato y viaja con cierta frecuencia. No obstante, Penny no quería esperar. Así que tomamos un taxi que, por unos diez euros, nos llevó hasta el siguiente pueblo, Hohenschwangau. Aquel diminuto pueblo resulta ser el lugar que la familia real de Baviera alguna vez utilizó como sitio de recreo y caza, siendo su residencia principal el palacio de Múnich. Mientras en la Edad Media la zona no tenía más que un par de torrejones de defensa, el rey Maximiliano II de Baviera decidió construir en medio del portentoso paisaje el hermoso castillo de Hohenschwangau, un castillo estilo medieval hecho en pleno siglo XIX. Este palacio sirvió como residencia de recreo a la familia real a partir de 1837. En él, Maximiliano, su esposa María de Prusia, y sus dos hijos, Luis y Otón de Wittelsbach, pasaron varios veranos juntos, deleitándose junto al lago y los Alpes bávaros. Luis de Wittelsbach, heredero al trono de Baviera, vivió buena parte de su juventud en esta alejada área del antiguo reino. Y las ruinas de las fortalezas medievales que se alzaban en el peñasco frente al castillo siempre le causaron una enorme curiosidad. Era allí donde, a la muerte de su padre, se prometería levantar uno de los más majestuosos castillos del mundo. Hohenschwangau dejaba en claro que aquel perdido lugar era uno de los más turísticos de Alemania. Si bien en Füssen no vimos mucho movimiento, Hohenschwangau estaba repleto de gente. De verdad, repleto. Honestamente, Hohenschwangau vive hoy del turismo que ambos castillos le generan. Cada edificio, casa y construcción está destinado a ellos. Como tienda, restaurante, hotel, cafetería… El taxi nos dejó en la entrada de la oficina de turismo, donde la fila no tardó en avanzar y pudimos comprar nuestros boletos para entrar a las 12 p.m. Tal cantidad de turistas debía no ser una muy buena señal. Y el boleto especificaba algo que no me esperé de Neuschwanstein: solo pueden visitarse ciertas partes del castillo. Y solo se puede entrar como parte de una visita guiada. Los grupos de visita guiada son la cosa que más detesto del turismo. Ser parte de un rebaño, cuyo pastor se dice a explicar lo que quiere y como su horario lo quiera, no es para mí. Pero no tenía opción. Era eso o no entrar. Las visitas guiadas se ofrecen en varios idiomas. Pero los horarios más frecuentes son el alemán y el inglés. Por supuesto, acepté el inglés. Desde la oficina de turismo comienza un sendero peatonal por el que se puede subir a la cima del peñasco, donde se yergue el castillo. Pero un día antes había caminado más de 10 km por las montañas de Innsbruck. Y al parecer Penny no se sentía con ánimos de subir un desfiladero. Así que optamos por pagar el bus. Un bus para ancianos, discapacitados y perezosos. Compramos un bocadillo y cogimos el siguiente bus, que en menos de cuatro minutos nos dejó en medio del boscoso sendero. Desde allí, podía visualizarse ya la grandeza del Neuschwanstein. Pero el letrero señalaba una dirección contraria. Entre dos paredes de piedra que abrían un callejón natural. El puente Marienbrücke une los dos desfiladeros, que dejan entre sí un colorido abismo por el que cae una cascada de ensueño, misma que el rey Luis II podía ver desde su afanado castillo residencial. Tom tenía miedo a las alturas. —Yo también —le confesé—. Pero estas vistas son algo que no podemos permitirnos dejar pasar. Y vaya que tenía razón. Del lado contrario a la cascada, el castillo se desnudó en toda su plenitud. Las decenas de chinos en el puente no dejaban de tomar selfies, imposibilitando el movimiento y las tomas del resto de las personas. Pero valía la pena esperar. Y aguardar por una foto perfecta conmigo en el cuadro podía parecer lo más importante. Pero no lo era. El solo hecho de estar ahí parado, con las llanuras bávaras y su más exquisita obra arquitectónica llenaba un hueco que mi país natal jamás podría llenar. Un verdadero castillo de hadas. La primera vez que oí hablar de Neuschwanstein yo estaba viviendo en España. Pero mis únicas y cortas vacaciones de invierno no me parecieron el mejor momento para ir. Pero esperar tres años para ver al castillo rodeado de semejantes colores fue una excelente decisión, me atrevería a decir. Mis vacaciones de otoño en Francia me dijeron “ve, es el momento”. Y definitivamente lo era. Si bien las postales del castillo nevado traen a la mente una Navidad de cuento, el follaje de octubre en los Alpes bávaros fueron el mejor lienzo para decorar a Neuschwanstein. Al menos lo fue para mí. Luego de varios intentos por tomar una foto donde no saliera un chino, volvimos al sendero y caminamos hacia el castillo. La entrada principal estaba en mantenimiento. Pero nada que pudiésemos perdernos. Solo la recepción y los baños. Más adelante llegamos al patio superior, la explanada principal del palacio desde donde se admira la torre cuadrada. Es justo donde todos debimos esperar nuestro turno para entrar. El castillo de Neuschwanstein se diferencia por muchas cosas del resto de los castillos en Europa. La función principal de un castillo era resguardar de forma segura a la realeza, fungiendo como una verdadera fortaleza además de residencia. El castillo de Neuschwanstein nunca fue pensado como una construcción de defensa. La totalidad de sus edificios se planeó y erigió con el diseño y la belleza como elementos principales. Neuschwanstein fue pensado siempre como una residencia. La mayoría de los castillos que aún siguen en pie en el viejo continente han sido modificados con el tiempo, remodelando su diseño y agregando elementos contemporáneos a cada época. Neuschwanstein fue construido de principio a fin, de una sola vez. Los trabajos de restauración nunca modificaron su diseño original. Pero la construcción de este tipo de castillos fue de hecho normal durante el siglo XIX, cuando el romanticismo dominaba la Europa Central. Neuschwanstein fue descrito por el rey Luis II como el castillo ideal para el caballero medieval. Su visión romántica de la Edad Media inspiró el diseño exterior e interior del complejo, así como las sagas musicales de Richard Wagner, de quien se consideraba fan. Su construcción inició en 1868, cuando el joven rey ya tenía acceso casi ilimitado a los recursos económicos del reino. Sus caprichos y demandas subieron de la misma forma que el presupuesto inicial, por lo que la finalización del proyecto se retrasó repetidamente. Luis II nunca pudo llegar a ver el castillo terminado, pero pudo vivir en él por al menos 172 días, antes de su misteriosa muerte en el lago Starnberg. Justo al mediodía llegó nuestro turno de entrar. Ahora podríamos deleitarnos con lo que Luis II nunca pudo admirar, El guía era un calvo y gordo hombre alemán, de una edad algo avanzada. Como es costumbre, nos dieron audífonos y un radio para escuchar más atentamente la explicación del hombre. Pero, vaya. Su acento era terrible. —¿Entiendes algo? —me preguntó Penny—. Sí tú no entiendes, menos yo —repliqué—. Seguimos a aquel ininteligible guía con un grupo de unas veinte personas, con las que me moví bajo los lujosos techos del castillo, del que me prohibían tomar fotografías. Aún así, me las arreglé para tomar algunas. El palacio tiene en total unas 200 habitaciones, pocas de ellas abiertas al público. Entre todas destacan la Sala de tronos y la Sala de los cantores. El cisne es el símbolo del castillo, y está presente en muchas de sus salas. Neuschwanstein significa "nuevo cisne de piedra". Las paredes de los cuartos y pasillos están decorados con frescos que parecen sacados de un cuento de hadas. Pinturas que inmortalizan las sagas de los caballeros que lucharon por los reinos medievales del Imperio Germánico. Entre todos, uno llamó especialmente mi atención. Y no porque fuese el más hermoso que hubiera visto, sino porque parecía más haber sido pintado para La Bella Durmiente que para el verdadero rey de Baviera, El castillo de Neuschwanstein se destaca también por ser el primero que incorporó los avances tecnológicos de la era industrial. Poseía una red eléctrica, un sistema de agua corriente, un sistema de campanas operadas con baterías y servicio telefónico. Una verdadera maravilla moderna. Si bien el castillo es considerado romántico, su arquitectura exterior e interior incorpora elementos de todas las épocas europeas, desde el románico y gótico hasta el moderno y bizantino. Se planeó incluso una sala árabe para el rey, que sin embargo nunca fue concebida, así como una fuente y un jacuzzi exterior. La visita duró poco más de media hora. Sinceramente fue un poco desconsoladora. Entre tantos turistas y al lado de un alemán al que poco se le entendía el inglés. Pero el escaso número de salas que nos permitieron visitar fue suficiente para darnos por bien servidos. Además, desde los balcones y corredores norte del castillo tuvimos vistas impresionantes de sus alrededores. No cabía duda del porqué los reyes habían elegido este remota zona del sur bávaro para pasar sus veranos en familia. Y no dudaba del porqué Luis II había enloquecido tanto con la construcción de dicho monumento. El castillo de Neuschwanstein fue nominada como una de las siete maravillas del mundo moderno, pero obtuvo el octavo lugar. Aun así, muy bien merecido. Abandonamos el majestuoso palacio y decidimos descender la colina a pie. Era inevitable voltear a ver cómo se asomaba entre el vivaz naranja de las copas de los árboles, y cómo nos decía adiós, dándonos la bienvenida a Alemania. Comimos una ensalada en un restaurante local y cogimos el bus de vuelta a Füssen. Busqué mi mochila en el hotel y me despedí de los australianos, que necesitaban desesperadamente una siesta. Ya que yo no podía darme ese lujo, caminé un rato por el pueblo y fotografié algunos de sus rincones. La tarde había traído la vida de vuelta a Füssen, y sus corredores se llenaron de turistas y locales. Bajo los árboles de otoño y vigilado por los Alpes, me senté a esperar la hora de mi tren. Neuschwanstein había sido mi puerta de entrada hacia Bavaria, y ahora su capital me esperaba con mucha cerveza.
  5. Mientras el resto de los viajeros con quienes me hospedé en Florencia tomaban un autobús hacia Roma para cumplir con la típica ruta turística de Italia, aquella mañana yo me dirigí hacia la costa mediterránea. Y aunque descendí del tren en Pisa, mi intención no era pasar el día allí. Aún con su famosa torre ladeada, yo me incliné por otra opción. Una que llevaba años esperando poder conocer. Mis vacaciones decembrinas casi llegaban a su fin. Italia había sido un cálido y barato destino para pasar la Navidad. Aunque para año nuevo pretendía estar de vuelta en Lyon. Retomar las clases el 2 de enero es siempre una tarea fuerte, y más valía estar bien descansado. Y viviendo no tan lejos de la frontera norte con Italia, la costa del mar de Liguria es escenario de otros de los múltiples Patrimonios de la Humanidad que el país resguarda, y que no quería perderme por nada del mundo. Así que tras pocos minutos de escala en Pisa cogí el próximo tren a La Spezia, una provincia perteneciente a la región de Liguria. La Spezia no tiene mucho para ver. Pero una enorme multitud de turistas llegaron esa mañana a su estación de trenes y esperaban junto a las vías por el próximo vagón. Caminé hacia el punto de información turística y pedí los precios para visitar Cinque Terre, los cinco pueblos más mágicos de la costa italiana. Debido a la fama que estas cinco pequeñas villas han tomado durante los últimos años, existen hoy diferentes paquetes para los turistas. Algunos incluyen un pase de tren válido por tres días, otros por una semana; pero el más solicitado es el pase de un día, mismo que compré por solo 13 euros. Con aquel ticket era posible durante todo el día tomar cualquier tren entre las ciudades de La Spezia y Levanto y bajar en cualquiera de las cinco estaciones, pertenecientes por supuesto a los cinco pueblos. Eran menos de las 9 de la mañana y los andenes estaban ya repletos, en su mayoría, por chinos, algo que no me sorprendía en lo absoluto. Así que mi primer trayecto desde la Spezia no fue algo confortable. 15 minutos en los que muchos de los pasajeros, incluyéndome, nos balanceábamos parados sin tener un soporte de dónde sostenernos, y respirando hacinados el mismo aire en el que muchos tosían. Aunque algunos tomaron la decisión de seguir de largo hasta la última estación para evitar la conglomeración de turistas, decidí bajar en Riomaggiore, la primera estación después de la Spezia y el más oriental de todos los pueblos. Los pueblos de Cinque Terre son originalmente pueblos de pescadores y campesinos, aunque hoy muchos de sus habitantes viven por supuesto del turismo. Aún así, mis primeros pasos en Riomaggiore me hicieron ver que la vida en aquel diminuto rincón del Mediterráneo acontece como en cualquier otro sitio, con comerciantes de frutos, ropa, bebidas y todos los oficios que a uno se le venga a la mente. Sin embargo, bastó avanzar un par de metros para descubrir que se trata de una villa italiana que nació hace poco menos de ocho siglos. Las fachadas de sus edificios denotan el cliché más vivaz de las ciudades mediterráneas de Italia, con coloridas pinturas y ventanas de madera que dejan filtrar la eterna luz solar. Era sin duda un paisaje que me recordaba a Marsella, sobre todo al barrio Le Panier en su zona centro. Pero al llegar a la costa todo cambió, y Cinque Terre dejó en claro la razón por la que se encuentra en la lista de patrimonios italianos. La particular geografía de la costa de Liguria no impidió a sus antiguos habitantes construir pueblos pesqueros a sus orillas, respetando siempre la ecología y el paisaje que los rodea. Aunque eso no es lo único sorprendente. Al voltear la mirada más allá de sus edificios, Riomaggiore dejó entrever las avanzadas técnicas de agricultura que sus pobladores desarrollaron para aprovechar los terrenos verticales en los que se encuentra emplazada. Así que no solamente se trataba de un mágico y colorido pueblo italiano, sino de una avanzada técnica de producción en un lugar sumamente pequeño. Caminar bajo o sobre los tejados de Riomaggiore fue simplemente una experiencia maravillosa. De aquellas que me hicieron abrir los ojos y darme cuenta de que estaba parado allí. Pero alejarse un poco del pueblo es una buena decisión. Aunque caminar por su embarcadero, sus cafeterías, sus tiendas y rúas son elementos exquisitos, la mejor vista de Riomaggiore se tiene desde los acantilados que la rodean, que dejan ver el conjunto de todo aquello en una misma y emblemática postal. Observar la costa mediterránea es siempre un deleite. Pero hacerlo desde Cinque Terre fue sin duda un momento memorable. Aunque el encanto de Riomaggiore es hipnotizante, la dimensión de los pueblos no permite a la compañía de trenes hacer decenas de trayectos por día. Junto con el boleto, la oficina de turismo me dio una tarjeta con los horarios de llegada y partida de los trenes hacia cada una de las estaciones, que normalmente salen en el transcurso de una a una hora y media. Así que para poder visitar los cinco pueblos de Cinque Terre en un solo día es importante no dejar pasar el próximo tren. Entonces caminé de vuelta a la estación y aguardé por el próximo vagón. Esta vez el tren iba casi vacío. Algunos turistas habían reservado una noche en Riomaggiore. Otros se maravillaron con su belleza. Otros quizá perdieron el tren. El siguiente pueblo a visitar fue Manarola, quizá el menos famoso de Cinque Terre. No muchos turistas gustan de quedarse allí. Su embarcadero es mucho más pequeño. Las posadas y restaurantes tienen vistas menos atractivas. Y desde su orilla nada más que el azul del mar y los acantilados son alcanzados por la vista. Sus calles, sin embargo, mantienen todavía el vivo colorido que caracteriza a Cinque Terre. Como adivinando el itinerario perfecto, el próximo tren no tardó más de 40 minutos en salir de la estación de Manarola. Mis opciones eran tomar ese o esperar una hora más para continuar al siguiente. Y esperando una mejor vista para la hora del almuerzo, continué hasta Corniglia, el tercero de los pueblos. Cinque Terre fue declarado Patrimonio de la Humanidad desde 1997. No sólo por sus pueblos, sino por la hermosa geografía en la que fueron construidos. A partir de entonces, se creó el Parque Nacional de Cinque Terre, por el que hoy existen senderos para llegar caminando de un pueblo a otro. Si bien los senderos deben ofrecer hermosos, pero agotadores paisajes a sus visitantes, un viaje en tren por Cinque Terre es una experiencia alucinante. La estación de Corniglia nos dejó justo frente a la costa de Liguria, a diferencia del resto de las estaciones, que se ubican más bien en túneles que penetran los acantilados de arenisca. Desde las vías se asomaban en lo alto las pintorescas casas que se acomodan en los precipicios, casi como obras perfectas de la naturaleza. Corniglia fue así, el más difícil y cansado de los pueblos. Para llegar a él debí subir varios escalones desde su estación, cargando siempre conmigo mi inseparable mochila, en la que transportaba temporalmente mi vida. Pero todo valió la pena al llegar a la cima, a las rúas de piedra custodiadas por floreados balcones y verdes ventanales de madera. ¿Cuánto costaría vivir en una de esas casas?, me pregunté. Vaya suerte con la que corrían aquellos afortunados que heredan una propiedad en una tierra tan mágica. Aunque para ser sincero, la mayoría de las personas locales simulaban tener más de 60 años. Personas que quizá eligieron Cinque Terre como la mejor opción para su retiro de la vida laboral. Corniglia era el vivo cliché de la postal mediterránea. Ciudades mal trazadas, adaptadas a la costa, con casas de diferentes tamaños, colores, materiales, formas, ornamentación. Un pueblo que demuestra que la imperfección a veces puede ser perfecta. Un pasillo desde la plaza principal me llevó a la abrupta costa de uno de los acantilados, bajo el que las olas de un azul turquesa golpeaban con esmero las piedras blanquecinas. No había mejor lugar para el almuerzo, pensé. Y volví a la plaza principal para buscar un lindo restaurante. Un buen plato de lasagna ragú no solo cambió mis ansias. Me dio un orgasmo bucal imposible de olvidar. Italia no es solo un viaje de turismo. Es una vivencia gastronómica que ni yo, ni nadie, querría que terminase nunca. Y así como nunca hubiera querido irme de Corniglia, era tiempo de moverme si quería conseguir ver las cinco tierras de Liguria. Y bajé los escalones hacia las vías del tren, que me llevaron a Vernazza, el penúltimo de los pueblos. Desde su entrada Vernazza parecía sin duda uno de los pueblos más turísticos y cotizados de todos. Las filas de turistas andando por su calle principal eran parte innata de su paisaje. Además, Vernazza es el lugar ideal para comprar uno de los múltiples recuerdos que los comerciantes venden de Cinque Terre. Camisas, tazas, imanes, postales, llaveros, alhajas, figuras en miniatura. No faltaban por supuesto los restaurantes y heladerías colmadas de asiáticos y niños que rogaban por otra bola de gelato. Pero la magia de la vía principal no estaba en ella, sino al final de su camino, cuando las piedras se topan con el mar. El embarcadero de Vernazza es sin duda el más hermoso de Cinque Terre, ya que deja ver cada uno de los elementos que forman parte de su encanto. Sus colores, sus acantilados, sus cultivos, su capilla, su ensenada, su gente. Y al voltear la cara hacia el otro lado, el último de los pueblos se asoma entre el verde de los riscos, iluminado por un sol que comenzaba a descender. Pero lejos del embarcadero, Vernazza resguardaba también otro atractivo del que pocos turistas se enteraban. Bastaba andar algunas calles hacia el este, serpenteando por sus callejones y escaleras de piedra, por el que muchos visitantes adoran perderse. Y un túnel bajo el acantilado conduce a la única playa de Vernazza, escondida del resto del pueblo por un risco que se cubría con una malla para evitar un posible derrumbe. Un baño en el Mediterráneo entonces por supuesto no era una opción. El invierno de diciembre no permite a muchos un agradable momento en sus aguas. Pero contemplar las olas al nivel del mar es siempre un deleite digno de agradecer. Volví rápidamente a la estación antes de que el próximo tren me dejase. Y pocos minutos después la locomotora apareció desde la oscuridad del túnel. Llegué a Monterosso poco antes de las 4 de la tarde. El más occidental y grande de los pueblos es una buena manera de terminar el recorrido. Desde el principio Monterosso mostró claramente que se trata del pueblo más fácil de recorrer, ya que cuenta con una larga línea de playas tras la que se posa un malecón turístico. Así que para andar por Monterosso no hacía falta subir y bajar muchos escalones, como en el resto de las villas construidas en terrenos muchos más escarpados. Monterosso me pareció lo más moderno de Cinque Terre, con coches estacionados en las orillas, calles de concreto, tiendas de conveniencia con una mayor cantidad de productos y hoteles mucho más prominentes. No obstante, sumergirse en sus calles seguía siendo una experiencia increíble. Si bien la señalización o su pequeño tráfico lo diferencian mucho, sus terrazas y callejones son inolvidables. Volví al malecón, donde parejas y grupos de amigos se aglomeraban para ver la puesta de sol, que comenzaba poco a poco muy cerca del risco contiguo que daba fin al parque nacional. Yo por mi parte pensé que admirar el atardecer en Vernazza sería una mejor idea. Los acantilados no estorbaban tanto a la luz del sol. Y seguro que ver su embarcadero iluminado por los colores de un ocaso sería algo que no querría perderme. Corrí entonces a la estación y tomé el tren de vuelta a Vernazza antes de las 5 de la tarde. Me apresuré a caminar hasta su embarcadero, que se encendía entonces con el rojo vivo del intenso sol. En efecto, no había nada que estorbara los rayos de luz. Solo las oscuras siluetas de las lanchas que navegaban, y la sombra de los turistas que se sentaban a la orilla del malecón. Contemplar un atardecer en aquellas circunstancias hacían cuestionarse la idea de tomar una foto. Quizá sentarse, sin pensar ni hacer nada, era una mejor decisión. Un momento para recordar mi visita a Cinque Terre. El 2016 estaba casi por terminar y aquella puesta de sol me dio uno de los mejores momentos de mi año, cuando otro de mis objetivos de viaje culminó por ser cumplido. Las luces de Vernazza poco a poco comenzaron a encenderse, dándole a Cinque Terre una vida diferente, llena de pizza, café, música relajante y velas en sus mesas. Un destino elegido por muchos como el más romántico del mundo. El último tren me llevó hasta Levanto, la ciudad al norte del parque nacional donde se da por terminado el ticket turístico. Allí compré un boleto para mi último destino en Italia, antes de volver a Francia para recibir el próximo año.
  6. Llegué a Las Grutas, muy cansada ya que venía viajando hace algunos días por otras partes del sur de Argentina. El día anterior había hecho una excursión de unas doce horas, a eso se agregaron unas cuantas horas más de viaje en colectivo. Terminé llegando a este lugar en horas de la madrugada. Dejé el equipaje y casi de manera instantánea me quedé dormida. Al día siguiente me despertaron unas fuertes ráfagas de viento que me hicieron recordar que estaba en la Patagonia. Sumado al viento, lloviznaba. Me levanté y luego de desayunar salí a conocer el lugar. Afortunadamente la lluvia había cesado pero el viento todavía seguía soplando y soplando. De todas formas era un viento cálido. Fui en búsqueda de algo para almorzar y volví al apart hotel a comer. Ya estaba algo cansada de comer en restaurantes. El apart era muy cómodo, prácticamente nuevo. Siempre me ha resultado más práctico parar en este tipo de lugares. Este era muy nuevo y tenía todas las comodidades además de unos dueños muy simpáticos. La contra es que estaba lejos de la parte céntrica, pero de todas formas a mi me encanta caminar. Luego de almorzar, me di cuenta que el día no se iba a despejar y la idea de ir a la playa quedaba completamente descartada. De todas formas salí a pasear por la costanera y por el centro para conocer un poco. Después de caminar unas cuantas cuadras llegué a la bajada principal de la playa. Para mi asombro, me encontré con playas sumamente amplias, desprovistas de servicios de carpas, cosa que me parece excelente, ya que de esta manera se puede disfrutar, a mi criterio mucho mejor del lugar. Decoraban el paisaje las famosas cavernas que dan el nombre a la localidad. Saqué algunas fotos con el cielo nublado como telón de fondo. El paisaje era muy atractivo. El centro, tiene esa decoración típica que se ve en las fotos, de paredones blancos con ondulaciones irregulares. Hay varios comercios, muchas casas con las mismas marcas de mi ciudad, Mar del Plata. Lo que me sorprendió es que no hay una gran cantidad de restaurantes y bares. Sí hay varias casas donde se venden productos regionales y chocolates. El cielo se tornaba cada vez más amenazante entonces regresé velozmente para que la lluvia no me alcanzara. Al día siguiente el tiempo era otro, estaba muy lindo y hacía calor por lo que me preparé para ir a la playa. Al llegar, ya cerca del mediodía, me encontré con un panorama distinto al del día anterior, otra postal, parecía otro lugar. Había subido la marea y la playa era casi inexistente. Volví a almorzar y de paso a resguardarme del sol fuerte del mediodía. Al ir por la tarde me encontré con la extensa playa que había conocido el día anterior. La baja y alta marea dibujan dos panoramas totalmente diferentes. ¡Es increíble! Si tienen oportunidad de viajar hacia este lugar de la provincia de Río Negro, no dejen de ir a la playa por la mañana y luego a la tarde para poder ver las dos versiones de las playas. Otra cosa muy llamativa de Las Grutas son los piletones que se forman sobre las rocas. Estas por lo visto, han sido excavadas y al llenarse de agua forman unas interesantes piletas. Me senté al borde de una de ellos para refrescarme los pies y rápidamente un perro del lugar vino a hacerme compañía. Una de las cosas que más me llamó la atención es que el mito no era verdad. Yo había leído en varios sitios que el balneario de Las Grutas tenía la interesante característica de que sus aguas son cálidas como consecuencia de que la misma toma temperatura tras reflejarse en las rocas el sol. Inclusive todos los lugareños con los que hablé me decían lo mismo. Pero, yo vengo a confesarles la verdad: esto no es cierto. El agua tiene la misma temperatura que en cualquier balneario de la costa bonaerense. Estaba fría, no es que estuviera congelada, pero no tenía la temperatura cálida que todos prometieron. De todos modos disfruté de un hermoso paseo por la orilla, siempre me ha gustado caminar por la orilla. Saqué otras fotos más del paisaje totalmente cambiado como consecuencia de la baja marea. Luego de dar algunas vueltas por la playa, volví para el centro para tomar algo y fui hacia la terminal a buscar mi pasaje de regreso. Tenía planeado quedarme más tiempo, pero el lugar no me llamaba la atención lo suficiente como para seguir estando. No es que quiera desanimar a quienes tienen planeado conocer Las Grutas. Me gusta conocer y estar en los pueblos, pero considero que son lugares para estar uno o dos días a lo sumo. Soy una viajera inquieta a la que le gusta salir y andar de acá para allá. Ya había recorrido bastante y no me quedaba mucho para hacer. Desde Las Grutas se pueden hacer varias excursiones como visitar la ciudad Puerto Madryn y la Península Valdés. Yo ya los había conocido unos días anteriores (historias que les contaré en otros relatos) Otra excursión muy interesante que puede hacerse desde Las Grutas (y que tenía muchas ganas de hacer) es visitar las Salinas del Bajo del Gualicho, donde el mayor atractivo es disfrutar del atardecer. Pero, lamentablemente en esos días no se hacía. Así que decidí volver. Fue un buen sitio que me vino muy para descansar ya que venía de recorrer y viajar bastante. Me quedo pendiente la visita a las Salinas…
  7. “¿A dónde vamos este verano?”, fue la pregunta que le hice a mi novio para empezar a organizar las vacaciones. “No sé, a donde vos quieras, vos sos la que siempre organiza” me respondió. Sí, es cierto, yo siempre planifico nuestras vacaciones organizando a dónde vamos, dónde paramos, qué lugares visitamos, qué excursiones vamos a hacer, etc. Pero tenía ganas de que él también participará de la decisión, entonces le dije “Te toca elegir a vos a esta vez”. Se puso a pensar, pero seguía sin tener ninguna idea. Tenía al lado de mi escritorio una guía de turismo, siempre estoy rodeada de papeles y guías porque me encanta leer cosas de sobre viajes y turismo. Para simplificar el asunto, agarré la guía de Argentina y empecé a pasar las hojas rápidamente y le dije vos poné el dedo en una hoja sin mirar. Pasé un par de hojas y él marcó con el dedo una de las páginas. El destino que tocé en suerte fue Caviahue. Es un pueblo de la Patagonia argentina, ubicado en el Norte de la provincia del Neuquén. Planificamos el viaje para parar 5 días en Caviahue. Una vez que ya estábamos en viaje pensé “No será mucho tiempo para conocerlo, es un lugar chico”. Para colmo, la guía de turismo no tenía mucha información sobre este lugar. A penas unos breves párrafos. El sitio web del lugar decía algo así como “101 propuestas para elegir Caviahue”, cosa que al principio me sonaba a que era un poco exagerado. Dejé los prejuicios de lado, porque como les comenté en alguna otra ocasión… Mi meta es conocer todo mi país, lo turístico y lo no turístico. Así que preparé las valijas, la cámara de foto y salí… Llegué a destino a las 3:00 de la mañana. El micro me dejó frente al lago… Como se podrán imaginar estaba oscuro, no había nadie. Ya sabía que no había taxis ni remises. Debo confesar que me dio un poco de miedo, estabamos solos, en el medio de la nada literal. Seguí las indicaciones que me habían dado por teléfono los dueños del hotel y caminé hacía allí. Creo que fueron tres o cuatro cuadras, pero se me hicieron largas. Para colmo de males, pasé por varios puntos que estaban en construcción. Me pareció que estaba en un lugar más que equivocado. Encima, ya tenía comprados los pasajes de vuelta... Llegué al hotel, me indicaron donde estaba mi habitación y me acomodé para dormir, con mi cabeza que pensaba a mil. De pronto mi novio me dice “Viste, no se escucha nada, hay silencio total”. Y yo le respondo “Che yo escucho una alarma” y me dijo “Prestá atención, tendrás ese sonido en tu cabeza”. Me relajé y me di cuenta que era totalmente cierto. Había silencio. Era total y absoluto. Por primera vez en mi vida escuché el silencio total, fue increíble. A la mañana me levanté, desayuné y decidí volver a dormir, seguía sumamente cansada. Después de una mini siesta matutina, salí a conocer. Y fue en ese momento que contra todo mi pronóstico negativo, me di cuenta que estaba EN UN LUGAR MARAVILLOSO. Caviahue es un ciudad muy especial, por varias razones… En primer lugar, está dentro de un área natural protegida, el Parque Provincial Copahue. En segundo lugar, es una ciudad muy pequeña con unos 600 habitantes y en tercer lugar los paisajes se combinan con tranquilidad, paz y silencio. Fui a la oficina de turismo para buscar algunos folletos. Adoro coleccionar folletos de los destinos a los que visito, porque además me ayudan a aprender un montón de cosas. El chico que me atendió me mostro un mapa del Parque Copahue y todos los paseos que se podían hacer, visitar cascadas, saltos, lagunas, hacer trekking por entre las montañas, etc. Es raro entender que uno está dentro de un Parque, que la ciudad está dentro de esta área protegida. La postal es única, una ciudad pequeñita a orillas de un espejo de agua, rodeada de montañas (las cuales pertenecen a la Cordillera de Los Andes) y con vista al Volcán Copahue. Me encantó el lugar, está lleno de araucarias, un árbol muy llamativo para mí ya que no estoy acostumbrada a verlos todos los días. Es una ciudad, aunque me resulta extraño decirle así, con muy poca cantidad de gente viviendo allí. Hay varias casas y lugares en construcción, también hoteles y complejos turísticos. Pero no se hagan ilusiones, los terrenos disponibles ya están todos vendidos y no se puede construir más. Por ser una área protegida y por precaución de que el Volcán entre en erupción, no se puede construir más. Hay listas de espera. Así que las opciones son, anotarse y esperar, tener la suerte de que alguien quiera vender, o simplemente elegir el lugar para vacacionar. Otra cosa llamativa, es que muchas de las personas que allí viven, provienen de grandes ciudades, como por ejemplo Buenos Aires y Rosario. También había gente de Mar del Plata, mi ciudad. Todos fueron en búsqueda de lo mismo: tranquilidad. Demás está decir, que los cinco días que estuvé allí no fueron suficientes para conocer todo, pero no importa porque me sirve de excusa para volver algún otro día. Sumado a ello, durante el invierno se llena completamente de nieve, dando lugar a otra postal a la que algún día conoceré.
  8. Había estado en San Martín de Los Andes, después en Villa La Angostura y después había subido hacia el Norte de la provincia del Neuquén para estar unos días en Caviahue y de paso conocer Copahue (Este último lugar prometo contárselos mejor en alguna otra historia o relato) Como se podrán imaginar fue un viaje bastante intenso del que volví más cansada que renovada, pero soy una viajera inquieta que no puede quedarse solamente en una ciudad o pueblo. Siempre quiero conocer más y más… Tomarme un micro y otro, conocer áreas naturales, llegar a puntos menos conocidos, etc, etc. En “el medio” de todos estos pueblos que nombré está la localidad de Pehuenia. Este lugar yo lo había visto por fotos en revistas de turismo y también por internet. Como no tengo la costumbre de volver al mismo lugar a vacacionar, sino conocía Pehuenia en ese viaje probablemente no lo iba a conocer. No digo que nunca, pero por lo menos en unos años, ya que para el próximo verano pienso agarrar viaje para otro lado… Viajé en colectivo, ya hace un tiempito tuvimos un accidente del que no hubo que lamentar nada grave más que la pérdida total del vehículo. Viajar en colectivo tiene como todo su pro y su contra… La contra más grande es que no tenés independencia, estás atado a las combinaciones de horarios y colectivos que existan. Ir a Pehuenia en colectivo desde Caviahue era imposible… Había que ir primero a Zapala lugar donde están todas las conexiones de colectivo para luego tomar otro micro. Todo iba a demorar unas 6 horas, más las 6 horas de vuelta era más viaje que conocer el destino. Por estas razones es que fuimos en una excursión de día completo. Salimos a las 8:00 con algo de sueño, cámara de fotos y protector solar. El viaje ya es todo un paseo porque en la ruta se pueden ver las araucarias o pehuenes además de la Cordillera. Luego de unas dos horas y media o tres llegamos a destino. Lo primero que hicimos fue ir hacia el lago Moquehue, un espejo de agua de coloración azul intensa como todos los lagos de la Patagonia. Son todos maravillosos, transparentes, se puede ver el fondo, pero algo llamativo es que los colores no son exactamente iguales, algunos son de color azul más intenso otros son más pasteles. Dimos un paseo en lancha sobre el lago Moquehue, fue una experiencia muy linda similar a una que habíamos hecho en el lago Nahuel Huapi. El siguiente punto para conocer en la excursión era Mahuida, no sin antes parar para almorzar algo ya que era el mediodía. Luego de reponer energías salimos hacia Batea Mahuida, es un Parque administrado por una comunidad de Mapuches, los Puel. En todos estos pueblos del Norte Neuquino habitan varias comunidades de pueblos originarios. Este espacio natural se aprovecha durante el invierno para esquiar y durante el verano para conocer el cráter del volcán. En su centro hay una laguna para contemplar, y digo para contemplar porque hay carteles que dicen prohibido bañarse, aunque nunca falta que el hace caso omiso a las reglas… Antes de emprender el regreso fuimos al Mirador Las Antenas, desde este punto se puede ver la unión de los Lagos Moquehue y Aluminé. Parece la pintura de un cuadro, es increíblemente maravilloso, difícil de describir con palabras. Sacamos algunas fotos y dimos un pequeño city tour por la ciudad de Pehuenia. Suena raro decir ciudad ya que tiene unos 700 habitantes, los cuales viven del turismo. Hay varias casas muy lindas, aisladas unas de otras y ubicadas sobre puntos altos. Es un lugar muy tranquilo para estar en contacto con la naturaleza. Según leí en una revista, es uno de los pueblos más jóvenes de la Argentina, cumplió 26 años hace unos pocos días. Fue un paseo muy lindo, quizás en otra oportunidad me hospede allí para conocerlo más a fondo, pero eso será más adelante en unos años ya que repetir no es lo mio, a no ser que vuelva en invierno con otra postal y para esquiar. De todas formas ya tengo planes para el próximo invierno, conocer el sur “más profundo” y llegar a Ushuaia la ciudad más austral de todo el mundo…
  9. Mi recorrido por Europa central estaba llegando a su fin. Había atravesado tres países y estaba ya de vuelta en Francia, país que me acogía durante algunos meses para trabajar como maestro de español. Las vacaciones de Toussaint habían pasado rápido, pero el Día de Todos los Santos apenas comenzaba. Francia había decidido, por alguna valiente razón, donar 14 días naturales a sus alumnos y profesores para disfrutar de las vacaciones de otoño cada año, algo impensable en muchos otros países. Ya que sumados a los otros tres periodos vacacionales de 14 días, dan como resultado casi dos meses de asueto antes del largo verano escolar. Eso no podía hacerme más feliz de haber elegido Francia como mi destino, y Lyon como mi temporal hogar. Estaba entonces justo en el centro de Europa, o por lo menos, el centro político e histórico del continente: la ciudad de Estrasburgo. Por siglos, Estrasburgo y la región de Alsacia han sido disputados por los gobiernos de Alemania y Francia. El día de hoy, las disputas parecen haber terminado, habiendo convertido a Estrasburgo en una de las sedes de la Unión Europea. Estrasburgo es una de las ciudades más visitadas del país, que atrae a los turistas gracias a su incomparable belleza. Una urbe que se quedó en la mitad del camino entre Francia y Alemania, y que ha heredado la magnificencia de ambas naciones. El turismo en la ciudad incrementa todavía más en el mes de diciembre. La llamada “capital mundial de la Navidad” alberga uno de los mercados navideños más increíbles de Europa en sus plazas y calles centrales. Y si bien la fría época navideña es la más concurrida, haber ido a finales de octubre no fue una mala elección para mí. El otoño había dado sus mejores frutos ese año. Estrasburgo e Innsbruck (en Austria) eran dos de mis metas por cumplir en aquel viaje. Así, la mayoría de los destinos fueron elegidos al azar solo por estar a mi paso entre una ciudad y otra. Pero no todos los puntos los dejé al azar. Había uno que ocupaba un lugar especial en mi mente desde hacía cuatro años más o menos. Y estando en Estrasburgo no podía dejar pasar la oportunidad. El Día de Todos los Santos en Francia, y en la mayoría de los países católicos, no suele ser una festividad muy atractiva. En la tradición católica, un santo es toda aquella persona promotora de la fe, y que en vida tuvo una relevante función ética por la humanidad. Los santos que todos los cristianos fácilmente reconocen en la cultura popular es, quizá, porque han pasado por el proceso de canonización, que solo el papa puede llevar a cabo. Sin embargo, aquellas personas que nunca pasaron por un proceso de canonización en Roma también pueden ser considerados santos. Por ello se creó el Día de Todos los Santos, cuando se conmemora a todos los difuntos, hayan o no sido canonizados. Cuando los españoles llegaron a América, descubrieron que las culturas mesoamericanas celebraban a la diosa de la muerte en una fecha muy cercana al Día de Todos los Santos. Y de esa fusión nació el Día de Muertos en México. Hay muchas diferencias entre la celebración en México y en el resto de los países católicos. La principal, es que el Día de Muertos es alegre. El Día de Todos los Santos no lo es. Y Francia no es la excepción. Alex y Gwen, quienes me alojaban en Estrasburgo, visitarían la tumba de su abuela aquel día, como suelen hacer los fieles (y no tan fieles) del cristianismo. Yo, por mi parte, pretendía celebrar el Toussaints de una manera distinta. Aquella tranquila mañana casi ningún negocio había abierto sus puertas al público. La mayoría de las personas descansaban de la escuela y el trabajo. La oficina de turismo me lo había advertido, poco se podía hacer. Pero mientras la compañía de trenes siguiera funcionando, yo no pensaba dejar de viajar. Me dirigí entonces a la estación central de Estrasburgo y compré un ticket redondo a Colmar, un pueblo ubicado al sur de Alsacia. El viaje no tomó más de 30 minutos. Son solo 50 km los que la separan de Estrasburgo. Las vías recorren de forma paralela el valle del Rin, que divide a Francia de Alemania. Parecía que pocas personas se dirigían a la ciudad aquel día. Una pareja y yo bajamos del vagón y caminamos hacia el este, en dirección al centro de la ciudad, según indicaba mi GPS. Al adentrarme en el casco viejo, Colmar apareció ante mis ojos, tal y como lo había imaginado por varios años. El sol apenas calentaba la fresca mañana, e iluminaba las fachadas de madera de los edificios que orillan las calles peatonales del pueblo. Las casas, con sus ventanales de madera, combinaban a la perfección con los adoquines bajo nuestros pies. La escasez de gente parecía desaparecer mientras más me introducía en Colmar. Pero no era de extrañarse que muchos visitantes, extranjeros y franceses, hubiesen decidido viajar a Colmar en el día de asueto. No para celebrar el Día de Todos los Santos, ni para acudir a una iglesia o un panteón. Sino solo para caminar y deleitarse con la belleza del lugar. Colmar no difiere mucho de Estrasburgo. Muchos dicen que es solo un Estrasburgo pequeño. Y pasa lo mismo con su historia. Al igual que su hermana del norte y el resto de Alsacia, Colmar fue una ciudad libre imperial del Sacro Imperio Romano Germánico por muchos años. Perteneció a los reinos alemanes, hasta el fin de la Guerra de los Treinta Años, cuando pasó a formar parte de Francia. Volvió a manos alemanas luego de la guerra franco-prusiana, y luego volvió a Francia tras la Primera Guerra Mundial. Alemania la tomó en su poder durante el régimen nazi, pero al perder la guerra regresó a territorio francés, donde permanece ahora. Cualquiera diría que toda Colmar tiene aires alemanes. No muchos suelen sentirse en Francia al deambular por sus calles. Y es que la mayoría de sus edificios datan de la Edad Media, reluciendo un característico estilo gótico alemán. No obstante, en algunas esquinas pude toparme con edificios mucho más renacentistas. Para mí, una composición simplemente maravillosa. En el corazón de su casco viejo, la imponente iglesia de San Martín apareció. No más bella ni grande que la catedral de Estrasburgo. Pero igual, un templo gótico más a la lista de las iglesias de Alsacia. Las callejuelas perpendiculares a la Grand Rue, una de las vías principales del centro de Colmar, albergaban entonces a más y más gente. Era un día de descanso, pero no para los cafés y tiendas de souvenirs, que al ser la única opción de esparcimiento, se colmaron de turistas en un abrir y cerrar de ojos. Sentarme en una de sus terrazas era una tentadora opción.Pero ese montón de turistas seguiría incrementándose conforme avanzaba el día. Así que un croissant y un café para llevar fueron la mejor elección. La plaza de la fuente de Schwendi es la intersección donde convergen todos los transeúntes. Colmar es otra de las grandes capitales de la Navidad en Europa. Durante el mes de diciembre, cinco diferentes mercados navideños se instalan en sus plazas y calles centrales para vender vino caliente, salchichas alemanas, pan, chocolate, la famosa raclette suiza e infinidad de artículos alusivos a Noël. Decidí alejarme un poco de la plaza central y fotografiar los rincones solitarios de Colmar, a donde pocos se asomaban, y donde ningún café o tienda posaba mesas en su exterior. Cada teja, cada puerta, ventana, balcón, era como un portal a otro cuento de hadas. La casa perdida de Hansel y Gretel, la abuela de Caperucita, o los tres cochinitos con el lobo. Cualquiera podía venir a mi mente cuando me paraba frente a alguna de aquellos lares. Pero todo cambió al caminar unas cuadras más hacia abajo, y alcanzar el famoso barrio de la Petite Venice, la Pequeña Venecia. El río Ill, el mismo que atraviesa el centro de Estrasburgo, lleva sus aguas hasta las orillas de Colmar. Y desde el Rin, se creó el canal de Colmar, un afluente artificial que lleva las aguas de ambos ríos hasta el centro de la ciudad. Las orillas del canal de Colmar se flanquean de aquellas hermosas y antiguas casonas medievales, que la dotan de una increíble belleza. No hay duda de por qué el barrio se hizo merecedor a tal nombre. Los límites del malecón son decorados con multitud de flores que pintan el otoño en Colmar como todo un libro para niños. Nada me hacía envidiar entonces la llegada de la Navidad y sus mercados a aquel remoto lugar. Al igual que los balcones de los edificios aledaños, que dejaban caer toda especie de plantas por el aire. Algunos se paseaban por el canal en una especie de barca. Otros almorzaban sobre sus bellas terrazas. Yo me conformaba con pasear y pasear a la orilla de sus tranquilas aguas, oliendo cada flor al alcance de mi nariz. Al final del barrio, un grupo de comerciantes rentaban algunos minutos al bordo de sus lanchas para ofrecer paseos a lo largo del canal. O al menos a lo largo de la Petite Venice. Y la fila era larga, vaya sí lo era. Llegué a la zona residencial, donde un coche aparcado o un simple bote de basura en la banqueta me hacían preguntarme, qué se sentiría vivir en un lugar como aquel. Llevar una vida normal. Ir a la escuela, al trabajo, al supermercado, limpiar la casa, pasear al perro o salir a correr. Un día a día en aquel paraíso debía ser alucinante. Colmar era tal y como lo había imaginado. Desde un no muy lejano 2012, cuando por fin me animé a ver completo el filme de El castillo vagabundo, la aclamada película de animación japonesa basada en el libro homónimo, de origen británico. La producción de Hayao Miyazaki es, sin duda, una historia de fantasía. Pero toca temas centrales del siglo XX y XXI, como el feminismo, la vejez, el pacifismo y la guerra. No es de extrañarse entonces que para crear los paisajes animados en los que la historia se desarrolla, haya elegido a Colmar y los Alpes Suizos como escenarios. Colmar y Alsacia fueron un punto de disputa entre Francia y Alemania por varios siglos, y sobre todo, durante la Segunda Guerra Mundial. Y los Alpes Suizos, bueno, están en Suiza, país que se caracteriza por su neutralidad. Desde que supe que el hogar de Sophie (protagonista de la obra) existía en el mundo real, me dije a mí mismo que no podía morir sin antes verlo con mis propios ojos. Y ahora estaba allí, parado sobre las calles y ante las casonas donde Sophie confeccionaba sus sombreros, y donde la Bruja del Páramo lanza su hechizo sobre ella. Viajar a Colmar no fue solo visitar un pueblo francés más. Fue transportarme a Alemania, a un cuento de hadas y a una película de anime japonesa al mismo tiempo. Y pocas veces es posible hacer todo eso. Aquella tarde tomé mi tren de regreso a Estrasburgo para almorzar con Gwen y Alex, a quienes di todas mis recomendaciones para viajar por Latinoamérica. El año siguiente, ambos dejarían sus trabajos y partirían por 12 meses en una aventura por el continente americano. Mientras yo, continuaba con mi aventura por Europa. Aunque mis vacaciones de Toussaint terminaban y yo volvía a Lyon al siguiente día, me restaban todavía varios periodos vacacionales y días de asueto que podía fácilmente disfrutar. Solo que ahora, mis destinos cambiarían.
  10. La mejor manera de lidiar con el frío en Europa tenía una sola respuesta para mí: viajar. Las temperaturas no dejaban de descender recién comenzado el 2017, y si bien el invierno no es mi temporada favorita para viajar, no me quedaba más remedio para escapar un poco de mi rutina en Lyon. Así pasé un fin de semana en Toulouse, la ciudad rosa de Francia, que me regaló tardes soleadas en bicicleta por sus calles adoquinadas y fachadas de rojizos ladrillos, junto con mi amigo Benjamín, a quien había conocido en México. Pero antes de volver a Lyon, era imperativo hacer una escala a 100 kilómetros al este de Toulouse, en un pequeño pueblo de Occitania que creí que difícilmente me enamoraría más de lo que Toulouse había ya hecho. Aquel lunes, cuando todos los franceses volvían a su rutina normal de trabajo, yo había logrado pasar mi clase para el siguiente viernes. Con un día libre más, cogí el primer tren matutino hacia Carcassonne, y di las gracias a Benjamín por haberme hospedado por dos confortables noches. La estación central de Carcassonne era bastante pequeña, lo que me daba a entender la minúscula magnitud del pueblo, del que poco había leído en el pasado. Antes de salir y enfrentarme a la fría mañana exterior, tomé mi ya rutinario croissant con un café y un jugo de naranja, lo que se había vuelto mi típico desayuno francés. A solo unos pasos de la estación, el Canal du Midi volvió a aparecer frente a mí. Aunque poco sorprendente para los ojos de un hombre contemporáneo, el Canal du Midi fue la obra de ingeniería más revolucionaria del siglo XVII, ya que logró conectar por vía fluvial al océano Atlántico con el mar Mediterráneo. Las embarcaciones fueron el principal transporte en el mundo hasta la llegada del ferrocarril en el siglo XVIII, y aunque el Canal du Midi no se compara con la magnificencia del Canal de Suez o el Canal de Panamá, fue el precursor de estos, y por ello es hoy una atracción turística declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Aunque el Canal du Midi y sus esclusas me regalaban el reflejo de un hermoso cielo azul, no era aquello lo que me dejaría atónito aquella mañana, y con certeza no era lo que me había llevado hasta los rincones de ese pueblo del sur francés. Atravesé el centro de la ciudad baja, lleno de tiendas y comercios que apenas comenzaban a abrir sus puertas al público. En un sitio como aquel, un lunes por la mañana no tenía en absoluto la misma oscilante actividad que en el resto de las ciudades modernas. Al sur del centro de Carcassonne, un puente me atravesó al otro lado del río Aude, cuyo territorio conserva aún las casas medievales en la que solían vivir los habitantes de la ciudad. Hoy la mayoría son comercios dedicados al turismo. Restaurantes, posadas, tiendas de artesanías y souvenirs. Aunque poco se oye hablar de ella fuera de Francia, Carcassonne representa uno de los centros turísticos más visitados del país galo. La vista encima de la ciudad vieja me hizo ver el porqué. En lo alto de la colina adyacente, una enorme ciudadela con torres de castillo se posa todavía como si el tiempo se hubiera detenido, congelado diez siglos atrás. La ciudad histórica fortificada de Carcassonne es la ciudad medieval mejor conservada de Europa, y con mérito le ha hecho merecer el título de monumento histórico por el Estado francés y el de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Para llegar a la ciudadela debí rodearla por algún tramo, a lo largo de una de las calles de la ciudad baja, hasta llegar a un jardín que antiguamente funcionaba como el cementerio de la villa, ubicado fuera de sus muros. La cara oriental de la ciudadela me dio la bienvenida con la Puerta de Narbona, la que fuera su principal entrada, donde una placa de la UNESCO informa a los visitantes que están a punto de ingresar a uno de los recintos arquitectónicos de mayor importancia de la Europa actual. Hasta aquel entonces, la lista de castillos que había ya visitado en Europa había crecido bastante. El castillo de Peñafiel, el alcázar de Segovia y el castillo de Neuschwanstein en Baviera me habían dejado boquiabierto. No era una tarea difícil, pensando que un chico mexicano no tiene la oportunidad de visitar verdaderos castillos en América, a excepción del castillo de Chapultepec en la Ciudad de México. Pero Carcassonne parecía ser algo diferente. Algo sencillamente monumental. No se trataba de un castillo. Se trataba de una ciudadela, de una ciudad medieval entera que me adentraría en carne propia a la antigua vida de los burgos. Para ello había que entender varias cosas primeramente. Carcassonne no había sido fundada durante el medievo. Es una ciudad que se remontaba a tribus celtas que habitaron la zona antes de que los romanos la tomaran como parte de la Galia, la provincia romana que abarcaba lo que hoy es Francia (donde vivían los galos, algo así como Asterix y Obelix). Fueron los romanos quienes comenzaron la fortificación de la ciudad, ante el peligro de las invasiones bárbaras. Los bárbaros eran aquellos pueblos del norte y centro de Europa, ante los que el Imperio Romano de Occidente sucumbio finalmente en el siglo V. Así fue como los visigodos tomaron Carcassonne y la incluyeron dentro de su reino, que abarcaba gran parte de la península ibérica y la mitad de la Francia actual. Los visigodos continuaron con la fortificación de la ciudad, haciéndola un mecanismo de defensa de la frontera norte de su reino. Aunque ello no impidió que la ciudad fuera invadida por los musulmanes cuando estos incursionaron en la península ibérica en el año 711. No obstante, el gusto le duró a los árabes hasta el año 752, cuando Carcassonne fue tomada por el ejército de los francos. Es desde entonces que Carcassonne quedó ligada de por vida a Francia. La Edad Media que todos tenemos en la mente, aquella con reyes, caballeros, castillos y calabozos, se sucedió más bien en la Baja Edad Media, entre los siglos XI y XV. Fue el auge del feudalismo en Europa. Si bien el feudalismo fue el modelo económico que suplantó al esclavismo de la Edad Antigua en toda Europa, tuvo su mayor apogeo en la Europa Occidental, entre los ríos Rin y Loira, específicamente en el Sacro Imperio Romano Germánico y el reino de los francos. Carcassonne fue así una pieza clave en la Francia medieval, ya que se encontraba en la frontera sur que separaba a toda la Europa cristiana del mundo islámico, que para entonces se extendía por casi toda España. El Imperio de Carlomagno (del que surgieron el Reino de Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico) había heredado los títulos de nobleza con los que el poder de los estados se descentralizaría y daría pie a la época feudal. Marqueses, duques, condes, vizcondes, todos subordinados al rey, pero quienes tomarían el poder de sus propias tierras y darían comienzo a la Edad Media que todos conocemos. Carcassonne fue así elevada a la categoría de Condado, por lo que necesitaba un castillo condal. En la zona oeste de la ciudadela, tras caminar unas cuantas calles curvilíneas, me encontré con la entrada al castillo condal. Un castillo dentro de otro castillo. Dentro de la misma ciudadela, el castillo se construyó con una fosa a su alrededor, para proteger doblemente al conde y a la familia condal de posibles agresores. Un puente comunica con el patio principal, que se rodea de edificios que datan entre los siglos XII y XVIII. El castillo condal era por supuesto la residencia del conde, que ostentaba el título con mayor peso en la ciudad. Aunque el rey era la mayor condecoración en la Francia medieval (que sólo podía ser otorgada por herencia familiar o por el Papa, es decir, por Dios), el poder del rey estaba limitado. El rey elegía a sus nobles y les otorgaba un pedazo de tierra (el feudo), ante el cual los nobles tenían el poder absoluto. El noble a su vez elegía a sus vasallos (caballeros, hidalgos), que podían vivir dentro de las murallas de la ciudadela (el burgo) a cambio de prestar protección y servicio militar al señor feudal. Los miembros más ricos del pueblo, como los banqueros y algunos comerciantes, vivían también dentro del burgo. Ellos conformarían más tarde la clase burguesa. Así mismo, el pueblo llano pertenecía al feudo del noble, pero vivía fuera de los muros de la ciudadela. Campesinos, artesanos, ganaderos. Eran hombres libres ante la ley, pero no podían cambiar de feudo ni de estrato social. Aunque toda situación de desprivilegio se compensaba con la gloria del cielo cristiano. Era así como funcionaba la típica sociedad medieval feudal. Una sociedad basada en la agricultura, el autoconsumo, la vida rural y las guerras entre los caballeros de cada feudo. Podemos entonces imaginar que Carcassonne era solo un condado más del Reino de Francia. Un condado que parece haberse congelado en el tiempo. Pero así como aquel, cientos de condados, marquesados, ducados y señoríos se extendían por toda Europa durante los años que muchos apodan ahora el oscurantismo. Desde el castillo condal las escaleras de unas de sus nueve torres me llevaron hasta lo alto de las murallas. Muchas de aquellas torres habían sido ya construidas por los visigodos como mecanismos de defensa. Y cabe mencionar, que la ciudadela entera fue restaurada en el siglo XIX, después de décadas en el olvido por parte del gobierno francés. Así pude yo disfrutar de una caminata en el pasado. Un paseo solitario que parecía haberme llevado a uno de los más grandiosos sueños de mi infancia. Desde la muralla se tenía una vista de 360 grados de Carcassonne, lo que incluía el interior y el exterior de la ciudadela. En el sur de la misma, pude avistar por primera vez la Basílica de Saint-Nazaire, el principal templo católico de la ciudad y un elemento imprescindible en toda urbe medieval de Europa, que para entonces ya se había convertido en su totalidad en cristiana. Fue posible ver también las fachadas de teja de las pequeñas casas que se yerguen todavía en la ciudadela, donde vivía la baja nobleza y los burgueses en su época. Y es que es así, si hubiéramos vivido en la Edad Media, debíamos haber tenido mucha suerte para vivir dentro de uno de estos burgos, pues solo si se nacía en una familia noble o burguesa era posible una morada junto al señor feudal. Las mayores posibilidades apuntaban a nacer en una familia del pueblo pobre, que vivía fuera de la ciudad. Y aunque las vistas de la ciudad baja actual de Carcassonne (aquella fuera de la ciudadela) son hoy en día un deleite arquitectónico y paisajístico, siglos atrás sus calles se atestaban de ratas, enfermedades, suciedad e inmundicia. Las murallas de Carcassonne son en muchos aspectos un hito arquitectónico todavía vigente en el mundo. A decir verdad, es una ciudad doblemente amurallada, así que penetrar a su interior no era una tarea fácil para ningún ejército de caballeros. La primera muralla fue construida durante la época galorromana, de la que datan las torres con forma de herradura, un elemento típico de la que se conservan aún 17 en todo el perímetro. El resto de las torres y el segundo muro fueron construidos en la Edad Media, incorporando la forma cilíndrica icónica del medievo con techos en forma de cono. La postal de la Torre del Homenaje del castillo condal con la ciudad baja a sus pies fue simplemente magnífica, sumado a la perfecta elección de haber visitado la ciudadela un lunes de enero, en el que casi ningún turista se aparecía por aquellos rumbos. Carcassonne parecía también haber sido emplazada en uno de los más bellos puntos geográficos del sur francés, rodeada de verdes y fértiles llanuras y colinas bajas que delineaban un perfecto y nublado horizonte. Las líneas naturales de la muralla me llevaron a la punta sur de la ciudadela, hasta el Teatro Jean Deschamps, con forma de anfiteatro romano. Si bien durante los siglos de la Edad Media la cultura de la Edad Antigua quedó en el olvido, los reinos medievales europeos heredaron algunos elementos grecolatinos que permanecerían en la cultura occidental hasta la actualidad, como el Derecho romano, el cristianismo y las tragicomedias teatrales. Y como viva muestra de lo importante que era el cristianismo para los feudos medievales, la Basílica de Saint-Nazaire apareció justo frente al teatro, que se sigue ocupando hoy para espectáculos al aire libre. La basílica es un templo románico que más tarde incorporó algunos elementos góticos, tanto en su fachada como en su interior. Aunque gracias a su bella basílica, Carcassonne pareciera ser otra típica ciudad cristiana que obedecía las órdenes del papa en Roma durante el medievo, fue cuna de uno de los sucesos más drásticos en la historia del catolicismo. En el siglo XII un nuevo movimiento religioso llegó al oeste de Europa, estableciendo sus bases en el sur de Francia: el catarismo. Ni el papa, ni el rey de Francia, imaginaron que el catarismo se fuese a extender con tanta velocidad por aquella zona. Así que para frenar su expansión, el papa organizó, con el consentimiento del rey, la Cruzada albigense, con el objetivo de expulsar a los cátaros. Carcassonne no volvió a ser la misma, ya que su vizconde, así como muchos de sus subordinados, fueron acusados de herejía, y derrotados por la cruzada militar. La ciudad pasó a quedar en manos del rey de Francia. La persecución de los cátaros dio origen a la fundación de la Santa Inquisición, institución que nació primeramente en Francia y luego contó con el apoyo directo del papa. Aunque todos hemos escuchado un sinfín de historias sobre la Inquisición católica, la mayoría de ellas están mezcladas con mitos y realidades, como el número de muertes que provocó y el tipo de torturas que utilizó. Lo cierto es que la Inquisición dejó una clara huella en la iglesia católica, y Carcassonne fue parte del comienzo de aquella oscura época del cristianismo. Tras visitar la basílica volví en dirección al centro de la ciudadela, permitiéndome perderme en sus calles zigzagueantes que me dieron una idea de primera mano de cómo era la vida dentro de un verdadero burgo francés. Fachadas y calles de piedra, pozos de agua, letreros que dejaban saber el nombre de quién moraba dentro de cada una de sus casas. Sin el alumbrado público, algunos coches y mesas de sus restaurantes, Carcassonne podría pasar fácilmente por una recreación ficticia de película. No es de extrañarse que haya sido elegida como escenario para la filmación de varios largometrajes franceses que se suceden en épocas medievales. Fue en uno de aquellos acogedores y cálidos restaurantes donde me refugié algunos minutos del frío exterior y comí una cazuela de pato confitado, el platillo típico de Occitania, difícil de encontrar en otros lugares de Europa. Las callejuelas tortuosas y vacías de la ciudadela de Carcassonne fueron sin duda un exquisito viaje al pasado que me llevó a un sitio que sólo había experimentado antes en mi imaginación, quizá también en algún videojuego. Después de ella, difícilmente otra antigua ciudad europea me transportaría tan vivazmente a la misma época. Carcassonne había llenado cada uno de los muchos clichés que existen sobre las villas medievales, y me dejó en claro que saber poco es a veces lo mejor antes de viajar a un nuevo destino.
  11. lucia18

    Pueblos Italianos

    He leído un artículo de pueblos de Francia, Suiza y Alemania y me ha parecido super interesante, pero esta vez tendré la oportunidad de andar solamente por Italia. Qué pueblos recomiendan en este país?
  12. flormdk

    Lugares de cuento

    ¿Quién no ha soñado con visitar pueblos de cuentos? Lugares que parecen únicos donde el tiempo se detuvo... En el viejo continente pueden encontrarse varios pueblos de calles adoquinadas y paisajes que parecen salidos de un cuento o de una pintura... Todos los países europeos tienen rincones para descubrir como es el caso de Alemania, Francia y Suiza. Rincones únicos de Alemania Existen varios pueblos en Alemania que vale la pena descubrir, entre los más encantadores se encuentran: Rotherburg Ob Der Tauber, una verdadera joya medieval. Se trata de un pueblo cautivador por sus calles empedradas y desordenadas donde vale la pena perderse. Pese a ser una localidad muy pequeña, de apenas 15 mil habitantes, es una gran atracción turística de fama mundial por su centro medieval perfectamente conservado. La ciudad aún conserva su recinto amurallado. Hamelin, es el nombre de un pueblo que según cuenta la leyenda, fue invadido por ratones y liberado por un flautista. Durante los meses de verano, en las calles medievales de esta ciudad alemana tiene lugar la representación de este famoso cuento Bremen, esta ciudad tiene un llamativo barrio medieval, el cual se encuentra en la parte más antigua de la ciudad. Merece la pena contemplar con detalle cada casita y perderse sin rumbo por sus estrechas calles adoquinadas. Otro punto que merece un alto en el camino es su estación. Desde la ciudad de Bremen se puede realizar una escapada a Hamburgo, ya que se encuentra a 60 minutos en tren. Freudenberg, la postal más característica de este pueblo son las casas con sus entramados de madera. Esta pequeña población floreció en el siglo XI gracias al comercio, con un castillo del cual solo queda algunos restos e idénticas casitas de origen medieval. Goslar, es una ciudad turística, famosa por su casco antiguo el cual ha sido declarado como Patrimonio de la Humanidad. Pueblos de Francia Otro de los países que tiene varias opciones para quienes buscan un lugar de cuentos es Francia. Entre los pueblos y lugares para descubrir de este país se encuentra Gordes, un lugar único donde una de las principales atracciones es visitar los campos de lavanda. Si hay un lugar único y especial es Les Baux de Provence, es un pueblo entre rocas. Este pueblo es uno de los más visitados de Francia, con calles adoquinadas peatonales que ascienden invitan a descubrir sus secretos y encantos. Fue levantado en el siglo X y fue destruido en el año 1663, en la actualidad puede visitarse lo queda de él. Para los amantes del vino una buena idea puede ser visitar Saint Émilion, un pueblo medieval con viñedos ubicado a 40 km al este de Burdeos. Existen otros pueblos más populares pero igualmente bonitos como es el caso de Giverny, una localidad que ha adquirido mucha fama gracias a albergar la casa del famoso pintor Claude Monet. Durante los meses de verano se puede visitar su casa y los jardines que han dado vida a sus obras más importantes como los nenúfares o el estanque de las ninfeas y el puente japonés. Otro sitio icónico para descubrir es el antiguo Hotel Baudy y sus rosales, sitio que antiguamente era un punto de reunión de pintores. Annecy es una ciudad artística con una llamativa homogeneidad arquitectónica. Un paseo por esta localidad francesa es un una experiencia muy especial ya que se pueden ver canales, orillas floridas, pequeños puentes y casas con fachadas de colores. En el centro de la ciudad Vieja se puede visitar el Palacio de la Isla y el Palacio de Justicia donde se encuentra en la actualidad el Museo de Historia de Annecy. Otra atracción es dar un paseo por las orillas del lago de Annecy. Lugares para descubrir en Suiza Uno de los clásicos es Zermatt, es uno de los sitios más buscados por quienes desean practicar esquí en un entorno único, pero también es muy visitado por quienes no son buenos esquiadores. Una de las particulares de este pueblo es la prohibición de coches en sus calles, allí reina la tranquilidad y un impecable patrimonio histórico perfectamente conservado. Gruyere, es una pequeña localidad, tierra natal del famoso queso. Ofrece a sus visitantes paisajes verdes, casitas que parecen postales, castillos y por supuestos excelentes fondue además de las tradicionales raclette. Este último plato es una media rueda de queso que se funde progresivamente por capas y se raspa con cuchillo plano para acompañarlo con pequeñas patatas.. Otra exquisitez local, son los merengues con doble crema. Un paseo por Gruyere no está completo sin antes visitar su castillo, uno de los más importantes de Suiza. Es importante tener en cuenta que Suiza no es un buen lugar para hacer dieta, la gastronomía en este país es casi inexistente, es decir no hay variedad y todo se cocina con muchas calorías para poder soportar el frío clima. En esta localidad, también puede visitarse el Museo H. R. Giger donde se pueden ver obras del creador de alienígenas. Lavaux es popular por sus viñedos en terraza. Allí los visitantes pueden realizar una degustación de vinos locales además de aprovechar la oportunidad de comprar directamente a los productores. La mejor época para visitar los pueblos de Suiza es durante los meses de verano ya que el sol embellece las postales. Sin embargo, la Navidad también puede ser una buena oportunidad para disfrutar de estos pueblos de cuento y sus mercadillos navideños. Pueblos cargados con historia, con opciones gastronómicas diferentes, con museos que invitan a revivir la historia, canales, casas con estilos arquitectónicos especiales, paisajes, viñedos son algunas de las tantas cosas que se pueden descubrir visitando los pueblos de Alemania, Francia y Suiza.
  13. Me encantan las grandes ciudades y tengo planeado visitar Miami y Nueva York, pero tengo una duda... existen pueblos cercanos o pueblos en Estados Unidos? me gusta conocer lugares pequeños donde se puede conocer más de cerca a la cultura local y conocer otro estilo de vida. Gracias desde ya por las respuestas
  14. Me gusta conocer lugares que mantienen su esencia y no están preparados en función del turismo. Mi idea es preparar un viaje para conocer pueblos que no sean turísticos o que no sean al menos tan populares. Qué zona o lugar se les ocurre?
  15. Amigos! Me gustaría además de disfrutar de la Gran ciudad de París, conocer otros pueblos especialmente si no son turísticos. Me gustaría ir a lugares que estén cerca ya que no me agrada perder muchas horas de viaje, lo ideal sería conocerlos desde París. Muchísimas gracias!!
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