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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    Habían pasado 44 días desde que partí de mi país para comenzar mi viaje por Sudamérica, y 38 días desde que, repentinamente, cambié mis planes para dirigirme al sur, y no hacia Ecuador y Colombia como en un principio había planeado. Pero era momento de volver a pisar nuevamente la capital peruana para resolver algunos asuntos antes de que finalizara mi travesía.
     
    Por la tarde de aquel sábado 17 de enero tomé un taxi colectivo en la avenida principal de Paracas que me llevó hasta la estación de buses de Pisco para comprar mi ticket a Lima, donde Karen me esperaba para ser nuevamente mi anfitriona en su cómodo y acogedor apartamento que me había recibido en mi primera semana sobre los suelos australes del continente.
     
    Aunque fácilmente hubiera aprovechado más mi tiempo para conocer otros rincones del Perú, mi regreso a Lima era incitado por obligaciones de mayor calaña, que me internarían en la típica burocracia occidental
     
    Cuando llegué al departamento, percibí cómo algunas cosas habían cambiado desde la última vez que estuve allí: un nuevo roomie argentino (Gerardo), una nueva y casi permanente couchsurfer (Breanna), y claro, un nuevo gato
     

    Degustando un Pisco Sour con Karen y su nueva couch Breanna
     
    Entre cervezas y desafinados cantos en el karaoke, Karen y sus amigos me recibieron con regocijo, trayéndome de vuelta al alborozo del barrio de Barranco, que tanto extrañé durante mi ausencia
     
    Maciela, una de sus amigas, nos invitó a la playa con su familia al siguiente día. Fue bueno conocer la casa de una típica familia peruana, que amablemente nos llevó consigo hasta la lejana playa Punta Hermosa.
     

     
    Se trata de un circuito de playas al borde la carretera panamericana, algunos kilómetros al sur de la zona metropolitana. Era alucinante cómo al salir de Lima, el característico domo gris en su cubierta se difuminó completamente para darnos a todos un magnífico día soleado de verano
     

     
    En medio de una abarrotada plancha de arena blanca, los padres de Maciela nos invitaron a comer ceviche con canchitas, una coca cola y la famosa leche de tigre, jugo de limón en el que se coce el pescado y servido como una extraña bebida
     

     
    Al final de ese tranquilo domingo, comenzaría nuevas osadías de permanencia en la capital, que resumiré en cinco puntos importantes que todo couchsurfer, backpacker o, en general, todo viajero, debe tener en cuenta en cualquiera de sus aventuras.
     
    BUROCRACIA Y MIGRACIÓN
     
    Desde hace muchos siglos vivimos en un mundo en el que todo ser humano parece tener la obligación (o el derecho) de pertenecer a un grupo de personas que cohabitan dentro de un conjunto de líneas imaginarias, que delimitan el territorio de los llamados países y que los separan unos de los otros.
     
    Como naciones soberanas, cada país tiene sus leyes y modus vivendi, que de acuerdo a la ética y respeto que sus ciudadanos le tengan, hacen del mismo un lugar digno para vivir. Y cuando nosotros nos encontramos dentro de los límites debemos siempre atenernos a la ley que los rige.
     
    Como es de saberse, pocas veces en este mundo globalizado podemos ser alguien sin papeles que acrediten nuestra identidad como individuos. Y fuera del país que nos vio nacer y que nos dio, por ende, nuestra nacionalidad, nuestro único medio de identificación y de libre tránsito por el planeta es el pasaporte. Por supuesto, el tiempo de expiración de ese pequeño librito nos cuesta dinero, y hay que asegurarse de que ese tiempo cubra por más nuestro periodo de estadía en el estado foráneo.
     
    Lo más gracioso para mí fue que entré a Perú con un pasaporte que vencía más de un año después de mi salida de aquel país. Pero la inamovible burocracia mexicana me obligaba a renovarlo hasta diciembre de 2016 para tramitar una beca que ni siquiera sabía si se me otorgaría. Sin más remedio, llevé a cabo el trámite en la embajada mexicana en Lima, despidiéndome de otros 75 valiosos dólares
     
    Pero abandonar el país con un pasaporte diferente al que había usado a mi entrada creaba un pequeño problema: necesitaba tener el mismo sello de entrada de la oficina de migración. Eso me orillaba a otro trámite burocrático y a otro pago a las autoridades esta vez, del gobierno peruano.
     
    Mi funesta sorpresa me la llevé cuando, luego de dos horas de inútil espera en la oficina de migración para pagar por el insignificante sello, la señorita que atendía en la ventanilla me hizo saber que solo me quedaban dos días legales para permanecer en Perú
     
    Yo no podía creer lo que me decía Cuando crucé la frontera sur y entré por Chile, había mostrado mi pasaporte al oficial de migración, quien me preguntó mis motivos de visita y la duración de mi estancia. Claramente le dije que me quedaría hasta el 5 de febrero, día en que partía mi vuelo. Y muy sonriente me dijo: ¡Bienvenido a Perú!
     
    Pero mi grave error fue tomar mi pasaporte con mis manos, sin siquiera echar un vistazo a lo que decía el sello que recién había colocado, adornado por un enorme 10 con tinta azul, que coincidía con el número de días legales de estancia que el infame hombre había tecleado en el computador
     
    Desde entonces no volvería a confiar en ningún oficial de migración, que detrás de una sonrisa podría esconder la oscura intención de obligar a los extranjeros a contribuir con el estado, haciéndome hecho pagar un dólar de multa por cada día extra que pasé en el país, con un total de 45 soles que prácticamente regalé al órgano público de Perú
     
    Es por ello que es muy importante asegurarse de que todos nuestros papeles estén en orden al entrar y salir de cada país, para evitar cualquier tipo de retención y multa. Esto incluye nuestro pasaporte vigente con nuestro respectivo sello de entrada, nuestra visa (un pequeño papelito que algunos países otorgan a la entrada, y que es necesario mostrar a la salida) con el número de días legales que podemos permanecer. En caso de que estos días se nos agoten, podemos salir y volver a entrar del país, o bien, pagar la multa de acuerdo a la ley de cada estado.
     
    EL DINERO
     
     
    Ya en un artículo anterior había hablado sobre la cuestión del dinero. Así exista gente que se lance a la aventura con la esperanza de vivir completamente del pueblo y la naturaleza, no se puede negar que en el sistema capitalista la propiedad privada es una constante, y que rebasarla nos puede llevar inevitablemente a la cárcel Por tanto, es necesario cargar nuestro propio dinero, y la mejor manera para mí, es hacerlo en tarjetas de débito y/o crédito.
     
    Debemos asegurarnos de que nuestra tarjeta sea VISA o MasterCard, para que pueda ser aceptada en la mayor parte del mundo, aunque por supuesto tendremos que pagar algunas comisiones cada vez que retiremos efectivo desde un país que no sea el nuestro.
     
    Pero aún más importante es cuidar nuestras tarjetas de los ladrones y en el caso de extraviarla reportarla inmediatamente a nuestro banco. Y otro tip muy importante que puedo dar es siempre poner a un co-titular de nuestra cuenta que viva en el país de expedición de la tarjeta.
     
    Afortunadamente en todo mi viaje no tuve ningún problema que tuviera que ver con mis cuentas de banco… más no lo mismo le pasó a mi buen amigo Dane, quien con su típica facha rubia y acento inglés fue asaltado por un taxista en los bajos suburbios de la capital peruana
     
    Lo peor no fue el valor de sus artículos robados (un celular barato y un poco de efectivo). Lo peor vino cuando le quitaron también su tarjeta de débito
     
    Aunque el dinero dentro de la cuenta se mantuvo a salvo, desde Perú él no pudo tramitar otra tarjeta física para retirar dinero y pagar. Debía hacerlo desde Inglaterra. Pero siendo él el único titular, nadie en su país natal pudo realizar ningún trámite, quedando ese útil dinero congelado por el momento Por supuesto, tuvo que recibir dinero en efectivo por Western Union por algún tiempo.
     
    Otro consejo que puedo dar, es siempre tener al menos dos tarjetas, aunque sean de diferentes cuentas, pero siempre cargar solamente con una Si nos roban en el hotel o casa, tendremos la otra con nosotros. Si nos asaltan en la calle, tendremos la que dejamos en el hotel. Pero siempre tener el número telefónico del banco para cancelar las tarjetas inmediatamente después del extravío.
     
    EN BUSCA DE ENFERMEDADES
     
    Para muchas personas la salud pasa a segundo plano cuando de viajar se trata. Sobre todo cuando somos jóvenes; nos sentimos fuertes e indestructibles, sin importar lo exposición a insectos desconocidos y a alimentos de origen extraño
     
    Aunque esta vez me aventuré a viajar sin un seguro médico (lo cual es poco recomendable cuando el país no cubre el servicio médico público para extranjeros) siempre suelo estar preparado para toda eventualidad imprevista. Esto incluye en primera instancia las vacunas
     
    Debemos tomar en cuenta que algunas enfermedades erradicadas no lo están en otras partes del mundo. La malaria y la fiebre amarilla son comunes en muchas zonas selváticas del continente, y si vamos a visitarlas es importante estar precavidos. De todas formas, la mayoría de las veces las vacunas son gratuitas
     
    La mala suerte me alcanzó cuando a escasos días de partir a México, tuve la sublime ocurrencia de comprar una bolsa de leche entera (no caja, bolsa) para desayunar con cereal, pues era un poco más barata. Pero como dicen a veces, lo barato sale caro
     
    La diarrea que me ocasionó no fue una muy buena idea para los últimos días de mi estancia Ni remedios caseros ni pastilla alguna lograban aliviar mi indigestión y malestar estomacal. Mi enojo devino al saber que todo producto extraño de la selva, sierra o costa del país no habían sido los culpables, sino una maldita bolsa de leche barata Debemos evitar este tipo de equivocaciones y no buscar involuntariamente contraer enfermedades (sea cual sea) al viajar.
     
    ADAPTACIÓN CULINARIA
     
    No hay mucho que decir sobre esto. Hay que comer porque hay que comer; y si no encontramos lo que nos gusta, no nos queda otro remedio que adaptarnos a las circunstancias.
     
    Afortunadamente para mí, Perú es un país extremadamente rico en variedad de productos alimenticios, que incluyen centenares de frutas, verduras y granos (entre ellos una cantidad inimaginable de clases de papa). Pero siempre hay algo muy difícil de hallar fuera de México: los chiles (o ajíes, como lo llaman en Sudamérica).
     
    Pero pude aclimatarme poco a poco, más que comiendo en la calle, cocinando con mis propias manos. Y un ejemplo de ello son mis ya frecuentes chilaquiles un platillo mexicano hecho con tortillas fritas de maíz (nachos), pollo, queso, cebolla y salsa de tomate con chile. Aunque normalmente uso el chile serrano, en Perú no pude encontrarlo. Así que opté por el ají amarillo, que hizo sufrir un poco a mis anfitriones, pudiendo ser una de las cenas más picosas que hayan probado
     
    En fin, es solo un vago ejemplo de cómo podemos resolver nuestros problemas culinarios con lo que los mercaderes locales nos ofertan. Siempre es bueno probar cosas nuevas.
     

    Nuestra cena multicultural, con chilaquiles, guacamole, tequeños, vino e Inca Kola
     
    ADAPTACIÓN LINGÜÍSTICA
     
    Y ya no hablemos solamente de la barrera de la comunicación de un idioma a otro. Aunque hablemos la misma lengua, el español posee una infinidad de dialectos alrededor del mundo hispanohablante que se despeja en un cúmulo de jergas y argots, que nos obligan a sumergirnos en nuevas formas de intercambios parlantes y corporales.
     
    Uno de mis proyectos durante mi viaje por España y Sudamérica fue precisamente recolectar ese glosario de palabras y expresiones que ampliarían mi vocabulario para tener una visión más amplia y general de lo que ser hispano se trata. Y he aquí algunas de ellas que quizá puedan servirles para futuros viajes
     
    (Sudamérica - México)
     
    Choclo = Elote
    Luca = Peso (moneda)
    Chancho = Cerdo
    Palta = Aguacate
     
    (Perú – México)
     
    Chucha = Vagina
    Casaca = Chamarra
    Picarones = Buñuelos
    Pucha = Palabra comodín (madre, chingadera)
     
    (Argentina – México)
     
    Flashar = Sorprenderse
    Posta = Neta
    Me repinta/Me copa = Ya estás
    En la concha de la lora = En casa de la chingada
    Pileta = Piscina
    Factura = Pan dulce
    Torta = Pastel
    Dulce de leche = Cajeta
    Cajeta = Caca/Vagina
    Ir de joda = Irse de peda
    Pendejo = Morro (no es insulto)
    Pata = Buena onda
    Boliche = Antro
    Campera = Chamarra
    Poroto = Frijol
     
    (Chile – México)
     
    Caleta = Un chingo
    Ándate a la chucha = Chinga tu madre
    Guagua = Bebé
    Güea = Palabra comodín (madre, chingadera)
    Piola = Chido
    Puta la güea = Puta madre
     
    Como ven, el idioma es mucho más complejo de lo que se cree Pero no hay que asustarse, solo toma algunos días acostumbrarse, y cuando menos se da uno cuenta, regresa a su país hablando como un boludo
  2. AlexMexico
    Mi viaje continuaba avanzando, y poco a poco me hacía tachar día por día mi calendario, que se reflejaba en un menudo diario de viajes que me empujaba cada vez más hacia el inevitable fin: mi regreso a México
     
    A esas alturas, había cambiado mi dirección hacia el norte una vez que rebasé el trópico de Capricornio en el sur, y mis deseos por abandonar la ciudad de Arequipa (al sur de Perú) eran muy escasos. Y aunque era demasiado temprano para retornar a la capital, los deberes llamaban primero y mi pasaporte debía ser renovado en la embajada de Lima.
     
    No obstante, tenía tiempo y algo de dinero para hacer una escala intermedia por la ruta panamericana.
     
    Si bien la ciudad de Nazca era un destino famoso para avistar las célebres y misteriosas líneas de Nazca dibujadas en el desierto circundante (que han dado a pie a miles de teorías sobre su aparición) era necesario pagar un vuelo en avioneta de casi 100 dólares para poder fotografiarlas decentemente desde los aires… definitivamente no era algo que se acomodara dentro de mi presupuesto
     
    Pero a 700 kilómetros al norte de Arequipa, la capital del departamento de Ica aguardaba solitaria, como un destino poco demandado, pero que poseía un diminuto paraíso de apenas unos metros cuadrados de extensión, apodado el ombligo del continente americano, que me había sido recomendado por muchos viajeros las semanas anteriores.
     
    Así, mi última tarde en Arequipa la pasé en la estación de buses, buscando el mejor precio para llegar a la ciudad de Ica. Marcos, como excelente anfitrión, me ayudó en el regateo taquilla por taquilla, logrando disminuir el costo hasta 80 soles (28 USD).
     
    Sin más remedio que partir, me despedí de Marcos, quien me dejó en la estación central para coger lo que sería el incómodo ómnibus que me llevaría hasta Ica.
     
    De todas las empresas entre las que pude escoger, dejé que la inconfundible compañía Flores fuera la que me transportase. Y ahí comprendí que, quizá, debía empezar a acatar más los consejos de mis amigos peruanos y no dejarme tentar por lo barato de aquel país
     
    Acostumbrado ya a la falta de aire acondicionado a bordo, me arrepentí de no haber cargado bien mi móvil antes de partir, para con mis auriculares poder alejarme del irritante bullicio. Parecí haber olvidado por un momento lo concurrido que se veían los transportes públicos por parte de los estruendosos vendedores ambulantes. Pero entonces comencé a pensar, que quizá no eran solo los malos conductores y los imprudentes comerciantes quienes hacían de los viajes en Perú y Bolivia un total martirio Al parecer, los pasajeros tampoco tenían un sentido común de lo que se trataba hacer un viaje ameno.
     
    Golpes en la espalda del asiento, maletas en el suelo, celulares con música, diálogos en voz alta, ronquidos, niños llorando, niños riendo, niños corriendo… todo ello sumado al sonar del motor viejo y el audio de una película apenas perceptible en las minúsculas pantallas del pasillo.
     
    Sí, sin duda me daba cuenta de que mucha gente en Perú simplemente no sabe viajar
     
    Y cuando por fin caía dormido, llegaba la primera escala. El chofer gritaba el destino y prendía las luces, despertándonos a pocos más de los solo interesados
     
    Entre mil maldiciones silenciadas, pude dormir algunas de las once horas que duró aquel largo trayecto. Y el autobús me dejó botado en mitad de la carretera panamericana, afortunadamente a pocos kilómetros del centro de la ciudad.
     
    El sol apenas comenzaba a salir, y la fresca madrugada daba paso a una calurosa mañana. Yo empecé a caminar por una larga avenida que, según los locales, me llevaría hasta la Plaza de Armas.
     
    Mientras andaba, echaba un vistazo a lo poco que la ciudad tenía para ofrecerme. Negocios locales, escuelas, edificios habitacionales, estacionamientos… no me extrañaba ver lo sucias que se encontraban las calles; el centro de las ciudades en mi país suele lucir a veces igual
     
    En vista de lo escasamente preparado que llegué a la plaza central, sin haber investigado antes una pizca sobre la ciudad, decidí hallar un hostal barato para dejar mi equipaje y conectarme a internet.
     
    Calle por calle, fui zigzagueando por todo el centro, preguntando en la recepción de cada sitio que se presumía como hostal, pero que eran más que nada hoteles de poca monta. Aún así, los precios no bajaban de 35 soles, lo cual me parecía excesivo para una noche en aquella poco atractiva población
     
    Después de dos horas en la ciudad, el reloj marcaba apenas las 7 am. Varios negocios comenzaban a abrir sus puertas, entre ellos las cafeterías. Así que preferí tomar mi desayuno en un pequeño restaurante con wifi y tomar un descanso a mi absurda búsqueda.
     
    El empleado de la barra pronto se dio cuenta de mi pinta foránea, y no dudó en preguntar: vienes a visitar Huacachina, ¿verdad? A lo cual respondí que, efectivamente, es lo que otros viajeros me habían recomendado de Ica.
     
    Me hizo entender lo cerca que Huacachina se encontraba de la ciudad. Apenas unos cinco minutos por una pequeña carretera. Y que, en mitad de ese desierto, podría encontrar hostales, restaurantes e, incluso, podría acampar
     
    Y después de un rápido vistazo del lugar en mi tablet, terminé mi desayuno y me dirigí a la estación de colectivos, donde podría pagar 2 soles para llegar al tan citado paraje
     
    En espera de hallar algún turista, los conductores de las combis me llamaron para abordar una de ellas, y sin un pasajero más a la vista, rápidamente me sacaron de la ciudad en dirección oeste, profundizándonos en una capa eterna de suelos arenosos.
     
    Tras las colinas inhabitadas, la difuminada carretera tocaba su fin en un pequeño conglomerado de edificaciones de baja altura, emplazadas en un valle de arena. Bajé del automóvil y lo que se abría ante mis ojos era, sin lugar a dudas, el prometido ombligo de América
     
    El oasis de Huacachina es una pequeña laguna natural que nace en el medio del desierto costero de Perú, y que recibe su merecida fama del oasis de América por ser el mejor lugar de descanso en aquel paisaje desolado
     

     
    Nunca en mi vida había visto algo parecido. Era un oasis casi de película. Las típicas palmeras y arbustos semiáridos adornaban todo el contorno de un simétrico espejo de agua color esmeralda, por el que los lugareños se paseaban en pequeñas lanchas que anclaban en sus orillas, vigiladas por el hilo de construcciones en su perímetro.
     

     
    El diminuto pueblo que se alzaba todo a su alrededor, ofrecía los servicios básicos para hacer de la estadía de cualquier persona una joya del recuerdo, manchado por la civilización en una combinación respetuosa con la viva y verde naturaleza que se avistaba a la redonda
     
    Unos cuantos minutos eran suficientes para rodear a pie al menudo cuerpo de agua, lo mismo que se tardaba uno en descubrir la inmensa fuerza que posee el vital líquido, capaz de dar vida aún en pequeñas cantidades, sin importar el lugar del que se trate.
     
    Para esas horas de la mañana, el lugar se encontraba casi vacío, lo que me permitió apreciarlo en su estado casi natural
     

     
    Algunos niños y jóvenes locales se bañaban en sus aguas, saltando desde sus embarcaciones a una poca profunda laguna de oscura confianza, mientras los dueños de los locales barrían el frente de su acera.
     
    Yo por mientras, quise relajarme un momento en mi solitario regocijo. Busqué una sombra bajo la cual sentarme para terminar de leer Hamlet, acompañado solo del aire que refrescaba mi cara, y del cantar de los pájaros que encontraban en Huacachina, al igual que yo, un lugar de recreo para escapar de una realidad definitivamente más dura
     

     
    Después de poco más de una hora, muchos negocios ya habían abierto, y comenzaban a recibir clientes de uno a uno. Huacachina no poseía más que un malecón que recorría toda su orilla, tras el cual se alzaban la totalidad de sus edificios, todos ellos destinados al turismo: hoteles, restaurantes, tiendas de souvenirs y agencias turísticas; estas últimas dedicadas casi y exclusivamente a ofrecer paseos por las dunas del desierto a bordo de buggys y a la renta de equipo para practicar sandboarding. Aunque tenía todavía un poco de dinero ahorrado, lo estaba guardando para un destino más septentrional del que seguro no me arrepentiría, y dejé pasar mis horas en Huacachina sin montarme siquiera sobre una tabla de deslice
     

     
    Tras concluir a Shakespeare, di una vuelta más para tener diferentes perspectivas del oasis y capturarlas con mi lente. Mis intentos por ascender a la cima de una de las dunas fueron en vano, y me quedé sin una foto desde las alturas, tras resbalar repetidamente por la arena tan suave que colmaba mis botas y mis calcetines.
     

     
    En el extremo oeste de la laguna, sin edificios pero sí con mucha vegetación, encontré una casa de campaña solitaria tras los arbustos. Un trío de argentinos salió de ella, limpiando sus lagañas y en busca de aire fresco que los hiciese escapar del calor.
     
    Me quedé por un rato para hablar con ellos. Me contaron su viaje desde el extremo más meridional del mundo (Ushuaia) hasta este ombligo continental. Partirían aquella tarde hacia la capital, y me recomendaban que, si me quedase en Huacachina, acampase en esa área, lejos de toda la gente.
     
    Poco tiempo después, una policía llegó y le pidió a los tres que desmontaran su carpa, que sólo se permitía acampar por las noches. Entonces pensé, que no habría mucho más que yo pudiera hacer en el oasis, más que relajarme con sus vistas. Ni siquiera podría tomar en cuenta un chapuzón en el agua, que parecía bastante sospechosa y sucia
     

     
    Siendo poco más de las 12 pm, busqué una opción no muy cara para comer y que pudiese darme acceso a internet para investigar qué más podría hacer en los alrededores de aquel lugar. Un arroz chaufa en un chifa, como siempre en Perú, fue la mejor opción
     
    La población más cercana parecía ser Paracas, una pequeña ciudad en la costa que, según muchos, era famosa por sus playas turísticas, pero sobre todo, por la Reserva Nacional Paracas, una zona protegida del Perú que da cobijo a una muestra representativa de flora y fauna de las ecorregiones del mar frío y del desierto costero del país. Era posible visitarla y tenía áreas de camping, lo cual me tentó a moverme inmediatamente para allá
     
    Con mucho tiempo de luz todavía, pedí al empleado del restaurante las indicaciones para arribar a Paracas. El primer paso fue tomar el colectivo que me sacase de Huacachina, de tal suerte que le dije adiós a aquel majestuoso oasis de arena blanca y agua esmeraltada , para volver al caos de la capital de Ica.
     

     
    Una vez en la ciudad, no había colectivos que me llevasen directamente hacia Paracas, solamente buses a precios un poco más exorbitantes. Por tanto, acepté abordar la combi que me llevase hasta Pisco, la capital de la provincia homónima, que se localizaba a 22 km al norte de mi destino, y desde donde un taxi cobraba apenas unos soles para llegar.
     
    Tan rápido como solo los conductores peruanos (y bolivianos) saben manejar, surcamos la carretera panamericana por más de 70 km hasta llegar al crucero que daba a la ciudad. El coche se estacionó y nos pidió bajar, a lo cual algunos pasajeros (y yo) replicamos diciendo que esa no era la ciudad, sino solo las afueras de Pisco. El chofer nos dijo que todos los que tomaban esa combi sabían que ellos nunca entran a la ciudad Por supuesto, contesté que “yo” no era “todos”. Yo era entonces solo un turista.
     
    Sin más que poder hacer, debí tomar otro colectivo hasta Pisco, que me dejó en la zona de mercados, donde tomé un taxi compartido hacia Paracas.
     
    La ciudad no parecía lo más hermoso del mundo. Su avenida principal, paralela al mar, estaba llena de hoteles y tiendas, y alguna que otra agencia de turismo. Me acerqué a una de ellas para preguntar por la Reserva.
     
    Para ese entonces eran casi las 5 de la tarde. Los agentes me dijeron que a esa hora ya no saldrían más buses al parque, que la única forma de entrar era en coche o en un taxi (que por 40 soles era toda una estafa ).
     
    Me invitaron a hacer noche en la ciudad y al otro día temprano visitar la reserva en uno de sus tours, y a tomar una de sus embarcaciones para visitar las Islas Ballestas, famosas por sus poblaciones de lobos marinos y aves acuáticas.
     
    Recordando a aquellos lobos marinos con los que me había topado en Iquique, no quise gastar más dinero en volver a verlos (aunque en un paisaje seguramente más bonito que una zona portuaria). Decidí dar un paseo por la playa y después buscar un sitio para dormir.
     
    Las playas de Paracas no eran lo que yo esperaba. Si bien estaban repletas de turistas que se asoleaban y bebían alcohol, su arena era oscura y llena de algas El agua era bastante fría y con un oleaje fuerte.
     
    Tras caminar unos metros, pude ver a algunos jóvenes viajeros que habían montado sus casas de campaña. Con la intención de ahorrar lo más que pudiera, no dudé en montar mi carpa y estar preparado para cuando la noche cayera
     
    Con muchas horas sin ducharme, me di un rápido chapuzón en el mar, para al menos quitarme el sudor Luego de ello, me tumbé al lado de mi tienda para comenzar mi siguiente libro mientras veía el atardecer; de repente, un policía con su típica expresión poco amable me pidió a mí y a mis vecinos campers que desmontáramos nuestras casas y buscásemos un hostal, pues no se permitía dormir en la playa.
     
    Algo decepcionado, repliqué que los agentes turísticos me dijeron que se podía acampar a lo que me dijo que el único sitio habilitado para ello eran algunas playas de la reserva, “muy cerca de allí”.
     
    El policía me prometió que no tendría que caminar más de 6 kilómetros para arribar a los campings del parque nacional, y que estaba a tiempo de lograrlo (aunque el sol bajaba y eran ya las 6 pm).
     
    Como el más inocente, deshice mi carpa lo más rápido que pude, empaqué todo de vuelta y comencé a caminar, deseoso de dormir aquella noche bajo las estrellas y no tener que vaciar más mi billetera
     
    Unos metros lejos de la playa, un colectivo paró y me preguntó si iba a la reserva. Contesté que sí y ofreció llevarme por un sol.
     
    Agradecido, monté el vehículo que pronto me transportó a la garita de acceso, en la que no había nadie que me cobrase por entrar Aproveché para echar un vistazo al mapa, que me indicó el camino a seguir para llegar hasta el camping más cercano.
     
    Sintiéndome afortunado por no pagar esos 10 soles empecé mi andar por un camino de arena que se rodeaba de un inmenso paraje desértico de roca. El viento del mar soplaba con fuerza sobre todo mi cuerpo, y la corriente de Humboldt ya hacía sentir sus frías temperaturas.
     
    Frente a mí, el sol bajaba a toda velocidad hacia su ocaso, mientras yo apresuraba el paso para llegar lo antes posible
     
    Mi cámara se había quedado sin batería y no me dejó tomar ni una sola fotografía de aquella macabra, pero reluciente escena, conmigo solo caminando en la mitad de un desierto desolado.
     
    Algunos coches empezaron a aparecer, pero circulando en dirección contraria a la mía. Todos volvían para salir de la reserva, haciéndome señas de qué demonios estaba haciendo allí. Por supuesto, el parque estaba hecho para recorrerse en coche, y nunca a pie. Sin importar lo que pensaran de mí, seguí perseverante mi camino hacia el oeste buscando llegar a la costa de acantilados donde un camping me esperaba.
     
    El sol se ocultó por completo frente a mis ojos, habiéndome dado uno de los más hermosos, y a la vez terrorífico, ocasos de mi vida. La luz se había esfumado y sobre mí nada, sino un grupo de tenues estrellas, alumbraba mi sendero Por suerte, mi celular aún tenía batería, y prendí la linterna que, esperaba, pudiese aguantar el resto del camino
     
    Viéndome solo en aquel desolado paraje natural, con una carretera apenas perceptible, pensé repetidas veces en acampar allí. Pero el viento era muy fuerte y, sin luz, sería toda una odisea armar el campamento sin ayuda
     
    La batería comenzaba a agotarse, y yo sabía que había caminado ya más de esos 6 kilómetros que el guardia me había prometido
     
    A lo lejos, un par de luces me deslumbraron. Era una pequeña camioneta que salía de la reserva. Le hice algunas señas con la luz de mi teléfono para que parase y le pidiese indicaciones. Cuando pregunté por el camping, el conductor me vio como a un loco Me dijo que faltaban todavía otros 7 u 8 kilómetros, y que sin luz no podría ver la carretera.
     
    Me resistí a darme por vencido… pero no tenía muchas más opciones Si dejaba ir a ese señor, probablemente ningún otro coche aparecería. Así que me monté en su asiento trasero y me resigné a regresar a la ciudad.
     
    A pesar de lo poco y extraño que pude disfrutar la reserva, me dio muy gratos momentos. Más allá del contacto con la naturaleza, las caminatas solitarias son la mejor manera de pensar, de vencer los miedos y de conocerse a sí mismo
     
    Verme completamente solo, a oscuras, sin comida y poca agua, me hizo darme cuenta de la fuerza que se necesita a veces para viajar como un solo backpacker, pero son experiencias que refuerzan el espíritu y la autoconfianza
     
    De regreso en Paracas, busqué el hostal más barato para pasar la noche, y contacté de nuevo con Karen para que me recibiese al siguiente día en Lima, a donde poco deseaba volver, pero era lo necesario para seguir mi camino hasta el final de mi solitaria y peculiar aventura.
  3. AlexMexico
    Había pasado apenas un día pleno en la ciudad blanca de Arequipa. Mis couch Marcos, Percy y su amiga Mandy, me habían hecho darme cuenta de la augusta villa en la que por casualidad había parado. Su portada arquitectónica no era lo único que había logrado que cayera enamorado ante su mestiza efigie proyectora de una fuerte identidad social; más fueron los mismos arequipeños quienes tejieron su importancia histórica, lo que la destacó en una muestra de orgullo para todo el Perú y el resto de Sudamérica.
     
    Después de haber dado un recorrido general por los antiguos barrios virreinales, europeos e incas, y de haber visitado los conventos de mayor envergadura estilística, nos faltaba algo importante: avistar los prodigiosos paisajes que rodean a la Roma de América.
     
    Arequipa está enclavada en un valle natural, el valle de Chili, dando pie a un oasis entre la sierra andina y la costa desértica, lo que hace que su clima sea muy agradable durante todo el año, y lo que la posiciona en una de las regiones más estratégicas para el comercio y el transporte del país.
     
    Así pues, Marcos pasó por mí a la casa de Percy justo al empezar mi segundo día en la ciudad, para llevarme a los puntos fundamentales desde donde Arequipa me ofrecería sus mejores panoramas
     
    El ingrávido frío que se advertía aquella mañana nos obligaba a portar un ligero suéter para compensar la temperatura corporal Pero tras unos minutos de que el sol subiese para colocarse a unos 60 grados, nos despojamos del abrigo para seguir nuestra andanza
     
    Al norte del centro histórico de la ciudad nos adentramos en uno de los barrios históricos más hermosos que pude ver en el Perú, y al que se conoce como el más antiguo de Arequipa: el barrio de San Lázaro.
     


     
    En el resto de la zona monumental había ya apreciado el día anterior que la mayoría de las edificaciones antiguas estaban construidas en sillar, una extraña y reluciente piedra blanca que le otorgaba su merecido seudónimo a la población.
     
    Pero caminar por los estrechos callejones del barrio de San Lázaro me dejó muy en claro cuál era la postal que de Arequipa se tenía en el resto del país
     


     
    Las callejuelas adoquinadas serpenteaban, llevándonos cada vez a puntos más altos… y mientras el sol avanzaba hacia su posición cenital, deslumbraba el blanco de las casonas, interrumpido solamente por las puertas, macetas y faroles que colgaban de sus paredes. Una imagen imperdible de este increíble núcleo metropolitano
     
    Seguimos nuestro camino al norte para conocer otro más de los patrimonios de la nación peruana: la Zona Monumental de Yanahuara.
     
    Como un antiguo pueblo separado de la ciudad de Arequipa (hoy, su centro histórico) por el río Chili, Yanahuara se vio vinculado al resto de la población en el siglo XIX gracias a un famoso puente arequipeño: el puente Grau, por el que Marcos y yo cruzamos, mientras tomaba algunas fotografías que me empezaban a revelar el hermoso paisaje natural en el que Arequipa estaba situado.
     


     
    Lejos, en el norte y el este, la difuminada silueta de tres montañas se aupaba en el horizonte azul, dejando a sus pies una plancha verde de vegetación salpicada por modestas construcciones de evidente clase media... pero Marcos insistió en seguir adelante, prometiéndome que me donaría una mejor vista de aquellas majestuosas e icónicas figuras.
     
    Luego de ello, nos sumergimos de lleno en el barrio de Yanahuara. Desde el primer momento, su envoltura por sí sola me transportó de vuelta a las calles del centro histórico de Ibiza, en las lejanas islas Baleares del Mediterráneo
     


     
    Era inevitable no percibir la evidente estructura andaluza de cada uno de sus blancos callejones a pesar de ser un corredor bastante concurrido por los turistas, por todo el vecindario se respiraba una paz y tranquilidad exquisitas, que abonaban directamente a una suma experiencia vivencial, más que solo arquitectónica y visual, lo cual es una de las cosas que más se pueden apreciar en un viaje como el mío.
     
    Conforme el barrio se ensanchaba, las callejuelas se empinaban más y más, acercándonos poco a poco al nivel más oportuno para una panorámica citadina.
     


     
    Ni una sola persona se veía en su andar. Coches, plantas y faroles eran lo único que opacaba entre el contraste azulado de un cielo despejado de verano con las blanquecinas estructuras urbanas creadas por el hombre varios siglos atrás. Sea lo que sea que los haya inspirado, habían logrado, sin duda, un trabajo tallado simplemente a la perfección
     
    Al salir de los callejones llegamos a la plaza principal del distrito, de una típica estructura hispánica: un zócalo de áreas verdes al centro con una parroquia, la Iglesia de San Juan Bautista de Yahahuara, a un costado. Pero algo marcaba la diferencia… un impresionante mirador en la cúspide del barrio.
     


     
    Una vez posado allí, me dispuse a relajar mis piernas, magulladas por las repetidas cuestas pero tras pocos segundos, me di cuenta de que Marcos había cumplido su promesa
     
    La vista de la ciudad era envidiable, pero sin duda lo que más llamó mi atención fueron aquellas tres montañas que desde el puente Grau había observado.
    Marcos me contó un poco sobre ellas. Se trataban de los volcanes Chachani, Misti y el Picchu Picchu, vistos de izquierda a derecha; aunque el Chachani era apenas percibido desde el mirador.
     


     
    Me contó también una interesante leyenda local, el mito del indio dormido: el Pichu Pichu se había enamorado perdidamente de su vecina (Chachani) que irradiaba belleza frente a él. Los dioses no vieron con buenos ojos esta relación, y decidiendo levantar un guardián en medio de los amantes (el Misti) para que nunca más se pudiesen volver a ver
     
    El Pichu Pichu se enfureció y blasfemó contra los dioses, por lo que la Pachamama (diosa de la madre tierra) se vengó, y envió cataratas desde el cielo, tumbando a Picchu Picchu de espaldas sobre la cumbre más alta, y quedó convertido en piedra y dormido hasta el final de los tiempos
     
    Desde varios puntos de la ciudad, incluido el mirador, se puede ver la silueta de un hombre dormido en la forma del volcán. Una bella historia de amor que, sin duda, me recordó enteramente a la leyenda de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl en el valle de México, que pueden leer en uno de mis antiguos relatos http://www.viajerosmundi.com/blog/29/96-puebla-la-angelopolis-mexicana/
     
    Llegó la hora del almuerzo, y tomamos un taxi para vernos con Percy y comer juntos. Luego de ello, volvimos al centro histórico para conocer la catedral, esta vez por dentro.
     


     
    Su fachada neoclásica es simplemente alucinante… una de las catedrales más hermosas que sin duda he podido ver. No obstante, la parte que da hacia la plaza central es su cara lateral, lo que la hace lucir desmesuradamente grande Al entrar, descubrí que se trata de una iglesia de proporciones normales, sin mucho más que presumir que sus retablos y altares, a los que cualquier persona de países católicos debe estar acostumbrada
     
    Luego de un recorrido por los bazares de artículos turísticos, donde compré mi infaltable vaso de shot, caminé rumbo a la agencia turística de Mandy para reunirme con ella y Marcos, quien se había ido antes. De camino, me topé de nuevo con Valentina, la chilena que, al parecer, ya se sentía bastante bien, pues se hallaba sentada bebiendo unas cervezas después de haber pasado el último día vomitando por toda la ciudad por una humita que comió
     
    La saludé a ella y a sus dos invitados, Violeta y Diego, una chilena y un francés que viajaban en sus vacaciones y planeaban regresar a España para ejercer como profesores. Interesado en conocer más de ellos, prometí volver para tomar juntos un pisco sour (la bebida alcohólica del Perú por excelencia ).
     
    Llegué a la oficina de Mandy, donde dos señoras jubiladas, clientas predilectas, estaban sentadas hablando sobre su próximo viaje a Iquitos, en la Amazonia del país.
     
    Al saber que yo venía de México, comenzaron a alagar por pies y cabeza a mi país Al parecer, habían quedado enamoradas de su recorrido por el altiplano central, visitando las principales ciudades coloniales, que como católicas fervientes y amantes de la joyería en plata, las habían cautivado de manera instantánea
     
    Fue muy gratificante toparme con alguien que, después de más de un mes lejos de mi tierra, pudiera recordarme las maravillas que México tiene la fortuna de poseer
     
    Dejando atrás la nostalgia, invité a Marcos y a Percy, quien había llegado poco después, a beber un pisco sour con las chilenas y el francés. Aceptada la propuesta, pasamos la noche en el callejón detrás de la imponente catedral, deleitándonos con los sabores del Perú
     


     
    Mi tiempo en Arequipa corría en cuenta regresiva, y al día siguiente poco podía hacer antes de dirigirme a la estación de buses Así que Marcos me llevó a comer un helado en el centro y encontrarnos con un alemán, deseoso de practicar su español.
     
    Luego de ello, me despedí y agradecí a todos enormemente la grata vivencia que me habían hecho pasar en aquella monumental ciudad Sin duda, Arequipa había sido, no solo una de las joyas visitadas que marcarían un punto más en mi mapa de viajero, sino otra muestra de cómo Couchsurfing y su desinteresada voluntad de ayuda al prójimo podían convertir un viaje en una experiencia mucho más humana y cercana a la realidad no turística, al sumergir a uno en el día a día de las personas comunes y corrientes.
     
    Acoplando a Arequipa y a mis couch en otro de mis desordenados recuerdos de viaje, me dirigí a la estación de buses, donde compré mi pasaje hacia la desértica ciudad de Ica, donde un oasis de otro estilo me esperaba para mi deleite…
     
    Pueden ver el álbum completo de Arequipa aquí:
     
     
  4. AlexMexico
    Al filo de la media noche me embarqué en un autobús rumbo a la ciudad fronteriza de Arica, al norte de Chile. En la estación había conocido a Rodrigo, un mochilero de Concepción que viajaba con solo 100 dólares, con los que pretendía llegar hasta Colombia
     
    Fuera o no verdad la hazaña que por doquier narraba, dejaba la ciudad de Iquique y se dirigía a Arica con el mismo objetivo que el mío: cruzar a Perú.
     
    Antes de que el sol levara sobre las colinas del este, desembarcamos en la terminal a las 5 de la mañana. El sueño aún recorría nuestros cuerpos, pero no había mucho que hacer. Cogimos nuestras mochilas y nos sentamos en la sala de espera.
     
    Allí, otra chilena apareció: Valentina, una simpática y peculiar viajera proveniente del sur del país, que se había aventurado a salir sola de casa para trabajar por un tiempo en Atacama, y ahora se disponía a disfrutar las delicias del Perú.
     
    En el momento en que ella y Rodrigo dieron pie a un común diálogo fue cuando, tardíamente, me di cuenta de dónde estaba parado. Su mezcla de “güeon”, “po”, “la hueá”, “chucha”, “caleta” y “cachái” saturaron mi lóbulo temporal izquierdo incapaz de descodificar el léxico repleto de chilenismos que emanaba de sus bocas.
     
    Convenciéndome a mí mismo de que era apto para interpretar cualquier dialecto del español, pregunté a Valentina qué debíamos hacer para llegar a la frontera, destino que ella también procuraba.
     
    La forma más fácil era tomar un colectivo a la ciudad de Tacna, del lado peruano. El bus pasaba por la frontera y esperaba a que los pasajeros hicieran su papeleo. Pero la oficina de migración abría hasta las 8, así que aguardamos con paciencia a la salida del primer autobús.
     
    Compré mi último sándwich chileno en la terminal, quedando con pocos pesos en mi bolsa. No podía esperar a cruzar a Perú y volver a gastar en los cómodos y baratos soles, a los que ya me había acostumbrado semanas atrás
     
    Poco antes de las 8, caminamos hacia un estacionamiento contiguo, desde donde salían los transportes al norte, cuyos asientos ya lucían llenos. Afortunadamente, las corridas partían casi cada 15 minutos.
     
    No mucho tiempo después, ya con la luz del sol, arribamos al paso fronterizo. Como ya era un hábito para mí, pasé rápida e inertemente por los controles aduaneros y migratorios. Y con un nuevo sello en mi pasaporte, me di por bien servido
     
    El mar se fue desvaneciendo poco a poco en el occidente, devorado por las dunas de arena que dominaban aquel paisaje desértico, mismo que fue socavado por una nueva jungla de concreto que me dio la bienvenida de vuelta en Perú.
     
    Inmerso nuevamente en la locura de las terminales peruanas, entre alaridos, ofertas dudosas y letreros poco legítimos, hablé con los chilenos para saber cuáles eran sus planes. Rodrigo pretendía llegar a Lima, mientras Valentina, al igual que yo, deseaba quedarse en Arequipa. Así, buscamos al mejor postor que nos llevase a la ciudad blanca.
     
    Mientras yo subía a un café internet para avisar a mi couchsurfer la hora a la que llegaría, Rodrigo hizo amistad con Romain, un francés que, a las 11:00 am en punto, abordaría el mismo bus que nosotros rumbo a la capital arequipeña.
     


    Los tres viajeros
     
    Yo había elegido el asiento delantero por tratarse de un autobús panorámico, deseoso de experimentar aquella desconocida experiencia Pero de haber recordado que los transportistas en Perú se rehúsan a prender el aire acondicionado, hubiera cambiado de opinión
     
    Pasé las 6 horas de la irritante travesía acomodando la cortina para que no me quemara el sol, que entraba directamente por el parabrisas, lo cual sumado a la escasez de aire, me sofocaba de calor al interior de aquella bulliciosa cabina
     
    La mujer a mi lado no paraba de hablar con su amiga sobre la película que se proyectaba a muy alto volumen. Los niños detrás de nosotros no escatimaban en correr por el pasillo, a pesar de las advertencias de su incompetente madre. Y en cada escala que el conductor hacía, multitudes de cholitas se subían ofreciendo a gritos ensordecedores sus productos alimenticios… sí, estaba de vuelta en Perú
     
    Cuando el desierto fue sustituido por un verde y amplio valle al pie de los montes andinos, llegamos a Arequipa cerca de las 5:30 de la tarde. Valentina se apresuró a tomar un taxi al centro para buscar un hostal, mientras yo aguardaba por quien sería mi couch los siguientes tres días.
     
    Marcos apareció no mucho después de mi llegada. Se presentó conmigo y con los otros dos viajeros, a quien ofreció ayudarles en su reciente arribo a la ciudad, como buen licenciado en turismo que era.
     
    Rodrigo deseaba llegar a Lima, así que lo ayudamos a encontrar el mejor precio a su conveniencia. Después de despedirlo, nos embarcamos en un taxi junto con Romain hacia el centro de la ciudad, para dejarlo en el hostal donde se hospedaría.
     
    Marcos me explicó que su casa se ubicaba en un suburbio bastante alejado de la metrópoli, y que para facilitar mi estadía, un amigo suyo sería quien me brindaría alojamiento, muy cerca de la zona centro.
     
    Accedí sin vacilar mucho, y caminamos hasta la casa de su compañero Percy, no sin antes comer un buen arroz chaufa en un tradicional chifa arequipeño ¡Vaya si extrañaba la comida de Perú!
     
    Percy trabajaba como asistente de un historiador. Vivía en un edificio que ofrecía cuartos estudiantiles a precios asequibles, y a su vez, era el encargado de cobrar las rentas.
     
    Amablemente me hizo un espacio para dormir en su habitación, donde pude tomar una ducha y descansar, para continuar mi ruta turística al siguiente día por la mañana.
     
    Si me pidieran describir Arequipa con dos adjetivos, me atrevería a decir que se trata de una hazaña imposible. Poco sabía sobre la urbe antes de volar al continente austral… fue hasta que Karen (mi couch en Lima) me invitó a pasar la navidad allí, que decidí agendarla para más tarde dentro de mi itinerario backpacker. Pero nunca creí toparme con tan eminente metrópoli
     
    Arequipa es la segunda ciudad más grande de Perú, y por tanto, uno de los núcleos económicos, industriales y políticos más importantes. Pero su relevancia no sólo radica en su macro envergadura nacional, pues cada pequeño detalle de su historia, arquitectura, paisaje, cultura y población la hacen merecedora del tan vehemente orgullo de sus habitantes.
     
    De todo ello me di cuenta con tan sólo pisar la ciudad; pero más a fondo cuando comencé a conocer mejor a Marcos y a Percy, cuyos perfiles profesionales (historia y turismo) fueron los mejores ejemplos para mostrarme la cara más regionalista de su natal ciudad, lo que me dejó en claro que ser peruano dista mucho de ser arequipeño
     
    Inicié mi primera mañana acompañando a Percy a la escuela en que trabajaba, donde Marcos pasó por mí para darme un extenso tour por el centro de la ciudad.
     
    De camino, atravesamos el barrio del Vallecito, uno de los sectores aledaños a la zona monumental. Arequipa se distinguió en el pasado por ser el punto poblacional preferido por los inmigrantes adinerados para establecerse a su arribo en el virreinato del Perú, y en la República independiente del Perú, lo que incluía a múltiples ingleses y alemanes. El barrio del Vallecito muestra una parte de cómo solían vivir estas familias europeas de clase alta a principios del siglo XX, que formaban parte de la élite intelectual de la ciudad.
     


     
    Si bien Arequipa no existía formalmente antes de la llegada del imperio ibérico (no como lo hacía Cusco), había algunas edificaciones incaicas que quedan en pie hasta el día de hoy. Se trata de los tambos.
     
    En la red comercial que los incas tejieron a lo largo de los Andes, construyeron estos tambos como bóvedas y lugares de descanso. Cuando los españoles llegaron, fueron convertidos en viviendas para la clase trabajadora. Marcos me llevó a ver dos de los tambos que la ciudad todavía conserva.
     


     
    El Tambo de Bronce es famoso por ser el más antiguo. Me sorprendió saber que estos vetustos inmuebles siguen siendo habitados en forma de vecindades por familias de clase media y baja, que viven su día a día bajo techos de siglos de antigüedad
     


     
    Después nos dirigimos al Tambo Matadero, que no dejaba al desnudo colores tan vivos como el anterior, pero cegaba la vista con su blanca y reluciente piedra volcánica de sillar, lo que, quizá, le otorgabaun atractivo más auténtico, al ser la materia prima icónica de la ciudad, que le brinda su meritorio seudónimo de La Ciudad Blanca.
     


     
    Aunque el gobierno resguarda ambas vecindades como un patrimonio local, las casas siguen siendo propiedades privadas de las familias que allí moran, por lo que su visita debe hacerse con cautela y debido respeto.
     


     
    Tomamos un café en una de las estrechas calles del centro histórico para que, posteriormente, Marcos me mostrase uno de los más representativos conceptos del regionalismo de Arequipa: la escuela arequipeña.
     
    La fuerte formación de una identidad mestiza durante la época virreinal, mayormente influenciada por la crema y nata de la corona española en Perú, dio pie a una propia corriente estilística que se denominó escuela arequipeña, cuyo destacamento atiborrado influenció las zonas aledañas, llegando incluso hasta Potosí, en Bolivia.
     


     
    La fachada de la Iglesia de San Agustín fue una muestra de ello. Aunque reconstruida después de un terremoto, conserva los detalles del barroco mestizo, característico por poseer elementos católicos españoles combinados con elementos propios de la cultura incaica… todo un deleite a los ojos sin importar nuestras creencias religiosas (lo cual, créanme, no va conmigo).
     


     
    Visitamos también la Iglesia de la Compañía de Jesús, quizá la más famosa de su estilo en el Perú, pues es considerada la cuna del barroco peruano, datando del siglo XVII. En su interior me topé con algunas exposiciones y venta de obras de artistas locales, lo cual me dejaba en claro el papel crucial que el arte juega en todo Arequipa.
     


     
    Seguimos el tour, adentrándonos en el modo de vida español durante la colonia, mismo que predominó en la ciudad, al ser mayoría comparado con la población indígena.
     
    Las grandes casonas que se asientan en el centro de la ciudad dejan admirar el lujo en el que los colonos peninsulares se regocijaban al poblar estas lejanas tierras. La casa de Tristán del Pozo es un claro vestigio de ello.
     


     
    Los Tristán del Pozo eran una familia de origen vasco muy influyente en Arequipa. Su fama deviene, entre muchas otras cosas, con Flora Tristán (autora del libro Peregrinaciones de una Paria, el cual recomiendo mucho), sobrina del virrey Pío Tristán, quien después se convertiría en una de las precursoras del socialismo y feminismo actuales, pasando a formar parte, incluso, de la biblioteca personal de Karl Marx.
     
    Sin darme cuenta, estaba parado en una ciudad que había sido cuna de vastas manifestaciones culturales y sociales, no sólo en Latinoamérica, sino en otras partes del mundo (es también el lugar de nacimiento de Mario Vargas Llosa, premio nobel de literatura 2010).
     
    Dejando de lado por un tiempo las profundas clases de historia, hicimos escala en el mercado central, para matar el hambre con un rico tamal y vivir, de la mejor manera, el verdadero sabor de la cultura arequipeña, que solo los atestados y coloridos pasillos de un mercado latinoamericano pueden mostrar.
     


     
    La variedad de frutas y verduras costeras, serranas y selváticas de Perú solo pocos países la pueden igualar. Desde los elotes negros hasta las famosas hojas de coca se acumulaban en tumultos a precios muy baratos, que uno se animaba a comprar al sonar de las bochincheras ofertas de sus contendientes.
     


     
    Culminamos el trayecto subiendo al balcón del Palacio de la Municipalidad para tener la mejor toma de la Basílica Catedral de Arequipa.
     


     
    Allí, nos topamos con Valentina, quien mientras disparaba el obturador de su cámara se quejaba de un dolor estomacal culpando a una humita que había comido el día anterior en el autobús.
     
    Como se acercaba la hora de comer, la invitamos a unírsenos junto con Percy para que probase un caldo blanco, que podría ayudarle a estabilizar su digestión. Pero poco le ayudó haber probado aquel típico platillo que, en cambio, la hizo vomitar repetidas veces en el baño
     
    Nos quedamos con ella mientras intentaba mejorarse con electrolitos y una botella de agua fría, casi imposible de conseguir en esta ciudad, donde por alguna extraña razón la gente prefiere tomar las bebidas a temperaturas tibias (a pesar del calor).
     
    La llevamos de vuelta a su hostal, donde consiguió cambiar su corrida de autobús para Cuzco al siguiente día, y así evitar viajar más de 10 horas en ese deprimente estado. Después de ello casi renuncié a cualquier tipo de comida callejera que pudiera deveniren aquel sufrimiento
     
    Al caer la noche acompañé a Marcos a ver a su amiga Mandy, quien era dueña de una agencia turística en el centro.
     
    Todo un día de charlas con nativos de la ciudad me hizo darme cuenta de la idiosincrasia comunitaria que poseen los arequipeños, singularizada por la oposición a un centralismo estatal, y que presume sus raíces como mucho más que una simple provincia.
     
    Lima y Cuzco, como antigua y nueva capital, suelen llevarse todo el crédito en la historia, cultura y turismo del Perú a nivel internacional. Pero ellos me hicieron apreciar la trascendencia que distingue a Arequipa de entre todas las demás ciudades, y me hicieron agradecer el haber decidido parar allí por algunos días… no sólo por poder admirar a fondo la belleza tangible e intangible de la ciudad, sino por las maravillosas personas con las que me estaba topando, y que serían, a fin de cuentas, quienes me mostrarían la verdadera esencia arequipeña
  5. AlexMexico
    La insuficiencia de plata y la innegable necesidad de un clima costero me habían llevado hasta la ciudad chilena de Iquique, al norte del país. Había viajado hasta allí con Kenzo, un viajero de Flandes, con quien recorrí el centro y la zona de playas mientras nos recuperábamos de toda una mañana sin una cama donde dormir y sin una ducha para refrescarnos
     
    Afortunadamente, esa mañana desperté en la parte baja de una litera del hostal Marley Coffee, donde Héctor nos había recibido amablemente (era lo menos que me esperaba por 25 dólares al día).
     
    Pero Kenzo y yo ya no estábamos solos en la habitación compartida que habíamos pagado. Marion, de los Países Bajos y Sonia, de Alemania, habían amanecido en las camas adyacentes.
     
    Los cuatro juntos tomamos el desayuno (incluido en el precio) que consistía en un sándwich de queso a la parrilla, pan con mermelada y mantequilla, café y jugo. Era ya casi mediodía y decidí que esa misma noche dejaría la ciudad para dirigirme a la frontera norte y cruzar a Perú. Mi estancia en Chile estaba literalmente desplumando mi billetera y mi viaje se encontraba apenas a poco más de la mitad
     
    Las chicas parecían muy emocionadas por haber llegado a Iquique, y pensaban permanecer unos días más. Les atraía que formara parte de la Zona Franca de Chile, y aprovecharían a comprar algunos artículos sin impuestos en una plaza comercial. Además, eran fanáticas de los automóviles y no dejarían pasar la oportunidad de ver la carrera del Dakar, el rally internacional de autos que, casualmente, pasaba por Iquique aquel día.
     
    Nos dijeron que esa tarde pensaban ir a ver la ronda de camiones y autos que arribaría a la villa instalada unos kilómetros al norte. En vista de que ya habíamos visto los atractivos más importantes de la ciudad, accedimos a su invitación Tomé una última ducha, desocupé la habitación y pedí a Héctor que guardase mi maleta, por la que volvería antes de ir a la terminal.
     
    Caminamos por el Paseo Baquedano para llegar hasta la plaza central, dejándonos cautivar nuevamente por sus exquisitas construcciones georgianas y sus nuevas y restauradas paredes con grafitis, que iluminaban a colores aquella tarde nublada en la costa del desierto de Atacama
     


     
    Algo que llamó mucho mi atención el día anterior, fue la particular situación geográfica de la ciudad, encerrada entre el furioso Océano Pacífico y una imponente meseta de más de medio kilómetro de alto, que marcaba el inicio de la Cordillera de la Costa. En esa pequeña plataforma a nivel del mar, se erguían la mayoría de las construcciones.
     
    No pude evitar pensar en qué pudo haber ocurrido si el tsunami que azotó Chile en 2010 hubiera llegado a las costas de Iquique. La carencia de zonas altas hubiera obligado a la población a huir hacia la cima de la colina en tan solo unos minutos, viéndose acorralados por todas partes
     
    Caminando por las calles del centro histórico, me topé con un letrero que para mí, un chico de la costa del Golfo de México, pareció muy extraño Un triángulo amarillo con la silueta de una ola dibujada en negro marcaba la zona de amenaza de tsunami. Y más adelante, una flecha indicaba la ruta de evacuación.
     


     
    En el Golfo estamos acostumbrados a la amenaza de tormentas tropicales, depresiones, huracanes, algunos terremotos que provienen de la Placa de Cocos… pero nunca ante algo tan temible como un maremoto. Menos mal que Iquique y el resto de las ciudades tengan la cautela de estar bien preparadas
     
    Llegamos al zócalo de la ciudad, donde los stands publicitarios del Dakar habían comenzado a funcionar. Gorras, folletos, vasos, latas de bebidas energizantes… los artículos de regalo pasaban de mano en mano para promocionar cada producto en el célebre rally.
     
    Nosotros nos deleitamos con cada uno de ellos, incluyendo un shot de fernet, bebida de hierbas con alcohol de uva, muy famosa en Argentina. Algo nuevo para nosotros, excepto para Marion, quien ya la había probado antes y se reía de que los argentinos dijeran que su sabor se equiparaba al del Jägermeister… tenía razón, no se parecían
     


     
    Nos dirigimos a la oficina de turismo y preguntamos por la posibilidad de visitar la villa de coches. Nos dijeron que a las 3:30 saldría un bus gratuito desde la plaza central que transportaría turistas hasta llenar su cupo. De esa forma, decidimos vernos de nuevo en ese mismo lugar a las 2:30, para hacer fila y no perder nuestro lugar.
     


     
    Kenzo se dirigió a la estación de buses. Marion y Sonia a comprar algunas cosas. Yo por el contrario, me dispuse a descubrir las casitas típicas en cada rincón del centro histórico, para después llegar a la playa y meter por un rato mis pies en la fría corriente del mar, y deleitarme con el ecosistema costero que tanto extrañaba
     


     
    Luego de dejar algunas cosas en el hostal, volví al centro para rencontrarme con los chicos. Marion y Sonia estaban ya allí, y juntos compartimos el sumo antojo de un buen helado para apaciguar el calor veraniego.
     
    Cuando Kenzo llegó, lo hizo junto con Daniel, el suizo que habíamos conocido en la estación de Calama. Venía con una bolsa en su mano derecha, colmada con artículos por los que no había pagado ningún impuesto
     
    Poco después llegó el autobús, y uno por uno fuimos subiendo. Para entonces, una multitud se amotinó para abordar, y no pasó mucho tiempo para que los asientos se vieran llenos.
     
    La coordinadora del viaje, que era miembro de la oficina de turismo, nos explicó que el bus esperaría solo una hora en la villa. Después de que partiera, no se harían responsables si alguno de nosotros se quedaba rezagado.
     
    Salimos por la parte sur de la ciudad, siguiendo la carretera costera. Unos 15 minutos después avistamos por la ventana, en medio del desierto costero, la congregación de carpas, stands, remolques, lámparas, automóviles y gente que, cercados por vallas, daban lugar a la villa de Iquique en el Dakar.
     


     
    Desde lejos, todo parecía ser pequeños puntos negros que se movían lentamente por una plancha de arena rodeada por dunas y dominada por la enorme meseta que daba pie a la cordillera. Conforme nos acercábamos, todo iba adquiriendo forma y color.
     
    El autobús aparcó y nos dio bandera de salida, citándonos máximo a las 5 de la tarde para regresar a la ciudad. Con una hora exacta para la visita, nos apresuramos para admirar algunos de los coches que llegaban a la villa.
     


     
    Caminamos un largo tramo por la suave arena, al hundir de nuestros pies entre los diminutos granos. Varios remolques y camiones se amotinaban en el conglomerado, adornados con un sinfín de estampas y sellos publicitarios, y banderas que revelaban su país de origen.
     
    Algunos se relajaban asando carnes en la parrilla. Otros disfrutaban de una tarde familiar bajo su carpa. Otros, cual playa, tomaban el sol con una hielera llena de cervezas a su lado.
     


     
    Tras cruzar la multitud de gente y automóviles, llegamos a la orilla de la valla que delimitaba el amplio carril por el que los conductores llegaban al final de su ruta diaria, desde la ciudad de Antofagasta hasta descender por la cordillera de la costa a Iquique.
     
    La gente aplaudía mientras una camioneta naranja llegaba empolvada desde lo lejos; el conductor pitaba y movía la mano en señal de triunfo. La verdad es que hasta el momento no entiendo cómo se determina al ganador de un rally, ya que éste se compone de varias carreras por cada día. Supongo que se toma el tiempo por cada recorrido y al final se suma el total.
     


     
    En fin, Iquique no era su última parada. Al siguiente día partirían hacia el Salar de Uyuni, su meta septentrional. Desde allí bajarían por el cono sur hasta llegar a Buenos Aires, última parada de la edición 2015.
     
    Mientras fotografiaba aquel imponente auto, Kenzo nos dijo que mirásemos hacia arriba. Situados a una distancia considerable del inicio del altiplano, las figuras de los coches eran casi imperceptibles. Pero nuestros ojos lograron avistar un pequeño punto justo en la cima del mismo.
     


     
    A casi 600 metros de altura, los coches debían dejarse caer por una pendiente que, para mí, parecía tener casi 90 grados de inclinación. No podía imaginar el vértigo que aquellos aventureros conductores debían sentir al mirar hacia abajo
     
    Todas las veces que el vértigo me invadía al verme posado en lo alto de un tobogán (cuya máxima altura ha sido cerca de los 25 metros) no se podría comparar con tener un macizo del desierto de más de medio kilómetro frente al parabrisas
     
    Imaginando toda expresión que el rostro del conductor pudiera exteriorizar, observamos cómo ese diminuto punto negro se abalanzó hacia abajo, como si fuese en caída libre
     
    Mientras más se aproximaba, se vislumbraba una nube de polvo que se alzaba a su paso. Los aplausos se empezaban a oír como una ola que avanza involuntariamente. Desde las personas en lo alto de la rampa hasta el último reducto de espectadores junto a las cámaras de televisión.
     


     
    El menudo punto negro se convirtió poco a poco en un enorme camión blanco tapizado con logotipos que dejaban adivinar quiénes le patrocinaban. El grave pitido se escuchaba paralelo a las aclamaciones del público. El conductor se detuvo y bajó para dar una entrevista a una presentadora de televisión. Luego de ello, cruzó la barrera de vallas por un pequeño hueco, cuyo carril lo conducía a la zona privada del stand, donde los mecánicos se harían cargo de su auto mientras él se relajaría con
    algo de comer y beber.
     
    El límite cercado nos impedía ver más de cerca la actividad de los participantes en la zona de remolques y medios de comunicación, por lo que después de otro extremo descenso, Marion, Sonia y yo volvimos para buscar el autobús (en vista de que a Kenzo y Daniel los habíamos perdido de vista).
     
    Justo en el momento en que tocaríamos a la puerta delantera, el autobús se puso en marcha y corrimos a su lado, dando golpes en su costado para indicarle que se detuviera. La coordinadora abrió la puerta y nos dijo que el cupo estaba lleno, a lo que replicamos diciendo que aún no eran las 5 de la tarde. No importándole que nos quedásemos varados allí, no nos dejó viajar parados dentro del bus. Cerró la puerta y partió sin más
     
    Sin una idea de cómo volver, tomamos la opción más fácil: hacer dedo.
     
    Con un par de mujeres junto a mí, pronto un lujoso coche se detuvo y abrió sus puertas traseras Se trataba de un señor canadiense y su amigo holandés, ambos fanáticos de los automóviles deportivos que se encontraban en Santiago, y no perdieron la oportunidad de ver en vivo en Dakar. Amablemente nos llevaron hasta la puerta del hostal, tras una larga plática sobre marcas de autos.
     
    Con algunas horas para que el sol se metiese, caminé hacia la central de autobuses para comprar mi boleto al norte. Aproveché para adquirir algunas cosas que me faltaban para el viaje y me di una vuelta por la zona portuaria, donde un grupo inesperado de amigos me sacó una gran sonrisa
     
    Sabía que en las costas sudamericanas habitaban muchos lobos marinos; más nunca creí encontrarlos en mitad de una civilizada ciudad
     


     
    Entre el penetrante olor a mariscos, las algas, las gaviotas y las lanchas, un grupo de estos grandes mamíferos híbridos se amotinaba en la playa, en busca de un buffet de pescados.
     
    Me acerqué para fotografiarlos con mi escaso lente de 50 mm. Pero su aparente calma reflejada por sus obsesos cuerpos tumbados sobre la arena, se transformó rápidamente en una lucha de cuerpo a cuerpo entre ellos Los fuertes rugidos aunados al largo de los colmillos de los machos me hicieron retroceder un poco más, para no interrumpir su pacífica tarde.
     
    Mientras tanto, uno de ellos se hallaba en lo más profundo de sus sueños, recostado junto al mercado de pescado, lo que me permitió admirarlos más de cerca
     


     
    Volví al hostal, donde pronto cayó la noche, mientras comía un plato de sopa y una ensalada de atún que el dueño me dejó preparar en la cocina. Hice algo de tiempo en la recepción para después pedir la maleta y partir. Me despedí de las chicas y de Kenzo, quien partiría a la siguiente mañana con el mismo rumbo que el mío.
     
    Caminé por las oscuras calles del centro, aterradoras y solitarias. Llegué a la central de buses, donde Rodrigo, un mochilero de Concepción, entabló rápidamente una charla conmigo. El chileno pretendía llegar hasta Colombia con 100 dólares en la bolsa, algo poco creíble al verlo esperar un autobús en lugar de avanzar a dedo
     
    Ambos viajaríamos de madrugada hacia la ciudad norteña de Arica, desde donde podría cruzar la frontera a mi próximo destino peruano: la ciudad blanca de Arequipa, donde un benévolo couchsurfer me hospedaría en su casa
     
    Pueden ver aquí el álbum completo de Iquique, así como un pequeño video de mi encuentro con los lobos marinos:
     
     
     
    https://www.youtube.com/watch?v=SmGiavwwlP0&feature=youtu.be
  6. AlexMexico
    Después de haber recorrido en bicicleta San Pedro de Atacama y el Valle de la Luna no tuve la oportunidad de tomar una ducha decente cuando volví al hostal. Solo pude lavar mi cabeza y mi cara con algo de champú
     
    De ese modo, me vi en la terminal de autobuses considerablemente sucio e incómodo. Mi ropa había absorbido el sudor, y no hace falta describir el hedor que expedía. Mi piel estaba reseca y cubierta con polvo y arena. Tocarla era más que un martirio al tacto
     
    Más al descubrir que viajaría sin compañía en el asiento, ya nada me importó, y una vez a bordo del bus rumbo a la ciudad costera de Iquique me preparé para dormir toda la noche, y reponer las fuerzas que mi jornada por el desierto chileno me había arrebatado
     
    Había ya dejado atrás a Max, quien me acompañó en mi travesía a dedo desde Argentina hasta Chile. A la siguiente mañana se vería en una van recorriendo por tres días el desierto y la puna de Atacama hasta topar con el majestuoso Salar de Uyuni en Bolivia, para después retornar a su natal Río de Janeiro.
     
    En cambio, antes de subir al bus había conocido a Kenzo, un agradable chico de Bélgica que, al igual que yo, había estado viajando solo por las alturas de los Andes y deseaba (o necesitaba) estar de nuevo al nivel del mar.
     
    Mientras el coche avanzaba rumbo al oeste y el sol encontraba su guarida detrás de las montañas, mis ojos encontraban la suya tras mis ya pesados párpados… pero en menos de dos horas, una escala inesperada interceptó mi sueño estrepitosamente
     
    La ‘servil’ cajera de la compañía de bus había olvidado decirme un pequeño detalle: el autobús nos dejaría en la terminal de Calama, donde luego tendríamos que tomar otro hacia Iquique con el mismo boleto. Pero eso no era lo peor. La espera sería de dos horas No había peor golpe a mi cansancio, ni otra opción a la cual recurrir. Tendría que esperar esas largas horas despierto en la estación.
     
    A falta de sillas, busqué el mejor sitio en el suelo para poner mi equipaje y dejarme caer. Junto a mí, Kenzo y otros dos mochileros hacían lo mismo, mostrando en sus rostros la misma consternación que a mí entonces me invadía
     
    Inmediatamente Kenzo hizo amistad con Jérémy, quien resultó ser su connacional; no sólo de Bélgica, sino de su misma región natal: Flandes. Entusiasmado, quise seguir su charla y tratar de incorporarme para poner en práctica mi joven francés Fue entonces cuando descubrí que no en toda Bélgica se habla el francés como lengua materna. De hecho, la mayoría de ellos hablan el flamenco, un dialecto del neerlandés. Por consiguiente, por mis oídos entraban y salían palabras completamente indescifrables
     
    Pero pronto los dos nos integraron a la plática hablando el inglés en solidaridad conmigo y Daniel, el otro viajero proveniente de la región germana de Suiza.
     
    Varios minutos de transcurrida la charla, la gente comenzó a amontonarse al lado del autobús, creando una desorganizada muchedumbre que peleaba por documentar su equipaje. Tranquila y civilizadamente, los cuatro esperamos nuestro turno. Y una vez en marcha, nuevamente conciliamos el sueño.
     
    Cerca de las 4 de la mañana el bus arribó a la terminal de Iquique. Todavía seguía muy oscuro, y la zona aledaña no tenía pinta de ser muy segura
     
    Jérémy y Daniel ya habían reservado un hostal. Daniel había pagado una abundante cantidad que ni Kenzo ni yo estábamos dispuestos a pagar Pero Jérémy nos contó que el suyo le había costado solo 8,000 pesos, lo cual en Chile era una ganga.
     
    Decidimos compartir un taxi y dividir los gastos. Primero dejamos a Daniel y luego llevamos a Jérémy a su hostal, donde Kenzo y yo probaríamos suerte, en vista de no tener una idea de dónde dormiríamos aquella noche.
     
    El hostal backpackers parecía bastante cómodo y ambientado. El chico de la recepción era más que amable. Desafortunadamente, no había ninguna habitación disponible por los siguientes cinco días
     
    Preguntamos al chico por otros hostales cercanos, y con la luz del sol todavía sin asomarse, empezamos a caminar con nuestras pesadas mochilas, en busca de un refugio para nuestras desvalidas almas.
     
    Puerta por puerta, la suerte no parecía estar de nuestro lado. El cupo estaba repleto o simplemente nadie contestaba al interfon Pronto, una chica argentina y un chileno aparecieron por el rumbo, y al enterarse de nuestra búsqueda decidieron acompañarnos. Estábamos deambulando por el centro de la ciudad, el cual según ellos, no era muy seguro al oscurecer.
     
    No encontramos ninguna habitación. Cansados de caminar y con deseos de una buena cama, dimos las gracias a los chicos y volvimos al hostal backpackers para pedir prestado el internet. Si nuestros pies no habían podido hallar algo, quizá nuestros dedos podrían hacerlo en la tablet
     
    Busqué en cada una de las aplicaciones que tenía instaladas, pero todos los hostales disponibles ofrecían precios exorbitantes ¡Me sentía casi de vuelta en Europa!
     
    Kenzo encontró uno en 25 dólares la noche y no dudó en reservarlo. Por más que me doliera, no tenía muchas opciones. Estaba prohibido acampar en la playa y ninguno de los couchsurfers a los que envié solicitud me había contestado… más le valía a aquel hostal darme la mejor y más cómoda noche de todo mi viaje
     
    Al izar del sol, caminamos juntos algunas calles más al norte. Sobre un portón negro se leía el nombre Hostel Marley Coffee. Héctor nos abrió la puerta, quien era el encargado del hostal en turno. Prácticamente vivía ahí con su familia, quienes le apoyaban con el negocio y con las clases de surf que allí ofrecían.
     
    Algo que me sorprendía de Chile era lo tarde que en la mayoría de los hospedajes se debía realizar el check-in: a las 2 pm. Por tanto, debíamos pasar toda la mañana esperando recibir nuestra habitación Al menos, el lugar era bastante cómodo decorado con una mezcla entre el estilo surfer y el reggae a la Bob Marley.
     
    Luego de guardar nuestras maletas, Kenzo y yo salimos a conocer un poco de la ciudad mientras hacíamos tiempo para ocupar nuestro cuarto.
     
    El sol ya había salido. A pesar de lo mal dormido y lo sucio que me encontraba, no pude dejar de reír, regocijado por volver a sentir un clima costero Aunque se ubica en el desierto, el clima en Iquique me recordó un poco a mi natal Veracruz. Era verano, y el calor y la humedad se hacían presentes. Pequeñas pero poco molestas gotas de sudor escurrieron por mi cara. Al fin, podía despedirme de la piel y labios secos que tanto me habían hecho sufrir.
     
    Era muy temprano y la vida apenas comenzaba en aquel día de enero, cuando los chilenos todavía seguían de vacaciones. No poseíamos un mapa turístico ni habíamos preguntado qué hacer; pero nuestro instinto nos guió hacia la playa, desde donde tornamos a la dirección norte para conocer el centro histórico, que habíamos ojeado al venir en el taxi desde la terminal. Desde el monumento a un héroe naval chileno, tomamos el famoso paseo Baquedano.
     


     
    Se trata de un andador peatonal adoquinado con aceras de madera que da hasta la plaza central de Iquique. Lo bonito de esta calle, son las casas tan pintorescas que se alzan a sus orillas, y que inmediatamente apartan a uno de la típica imagen que de Latinoamérica se tiene
     


     
    Durante el auge económico del puerto gracias a la actividad salitrera durante el siglo XIX y principios del XX, cientos de extranjeros arribaron para enriquecerse con el negocio de tan preciado nitrato. Entre ellos, muchos ingleses.
     


     
    Como era de esperarse, la aristocracia europea no pretendía mezclarse con los plebeyos, por lo que fundaron su propio barrio, dando pie a estas majestuosas y coloridas moradas de madera al puro estilo georgiano
     


     
    Una casa junto a la otra, con balcones blancos, pilares, marcos en puertas y ventanas, pórticos… caminar sobre banquetas de madera adornadas por los faroles y cables del antiguo tranvía me llevaban a una película del viejo oeste donde los recurrentes colores ocre y las fachadas de colores se mezclaban con el polvo y el desierto.
     


     
    Llegamos hasta la conocida plaza de la Torre del Reloj. La mañana apenas empezaba y los negocios comenzaban a abrir sus puertas. Decidimos buscar algo para desayunar. Nos alejamos del centro y acudimos cerca de la central de buses, donde hallamos un pequeño puesto de sándwiches.
     


     
    Debo confesar que después de haber pisado Argentina, la comida chilena no me pareció tan apetitosa Los sándwiches eran de uno o dos ingredientes como mucho, y por cada uno aumentaba el precio. Un sándwich de jamón costaba 3,000 pesos (5 USD); pero si querías mayonesa o tomate costaba 500 pesos más ¿Qué clase de restaurante hacía eso por algo tan simple como el tomate o aderezo?
     
    En fin, mi billetera continuó sollozando por los altos precios del país sureño con tal de mantenerme sano y con fuerzas durante el viaje
     
    Luego de desayunar regresamos a la plaza central, donde había dado inicio la venta de souvenirs y comida. Pero había algo que llamaba mucho más la atención de los turistas y locales: el Dakar.
     
    A lo largo de explanada, varios stands publicitarios promocionaban con artículos, dinámicas, bebidas y música uno de los rallys de autos más conocidos de todo el planeta, y del cual yo no tenía la más remota idea.
     


     
    El Dakar es una carrera de autos auspiciada por Francia en el que varias categorías de unidades (automóviles, camiones, motocicletas y cuadriciclos) compiten conduciendo por el desierto. Originalmente el rally llevaba a los conductores desde alguna ciudad europea hasta Dakar, la capital de Senegal, cruzando el desierto del Sahara. En 2015, tocaba el turno al desierto de Atacama y algunas otras zonas de Bolivia, Chile y Argentina. Precisamente, ese día y el siguiente llegarían los autos al campamento instalado al sur de Iquique.
     
    Kenzo y yo no le prestamos mucha atención a los videojuegos y los folletos que en la plaza nos ofrecían, y decidimos seguir caminando en la dirección opuesta.
     
    De vuelta en el Paseo Baquedano nos encontramos con que el Museo Regional ya estaba abierto. La entrada era gratuita y no quisimos dejar pasar la oportunidad de conocer un poco más sobre aquella enigmática ciudad.
     
    Antes de entrar de lleno a la exposición permanente, que hablaba sobre las antiguas culturas andinas de pescadores que habitaban la zona, una muestra temporal introducía a los visitantes sobre la historia del Dakar. Ahora me daba cuenta del gran negocio que eso representaba al turismo, y del por qué todos los hoteles estaban llenos aquella mañana
     
    Le perdí la pista a Kenzo y volví al hostal, todavía cansado de no haber podido reposar. Para entonces ya pasaba del mediodía. La esposa del dueño me dijo que ya podía ocupar el cuarto, lo que por supuesto me hizo muy feliz
     
    Corrí por mi maleta y tomé una merecida ducha con agua fría para apaciguar el calor. No había mejor sensación que por fin remover la arena de mi cuerpo y usar ropa limpia Me recosté en mi litera y, sin darme cuenta, caí profundamente a tomar una larga siesta, que se prolongó hasta las 5 de la tarde
     
    Me reencontré con Kenzo al despertar, quien también había dormido toda la tarde. Nos alistamos nuevamente para, esta vez, recorrer la zona de playas.
     


     
    Iquique no es una ciudad muy grande. Su zona metropolitana ronda los 300,000 habitantes. Y si de playas se trata, la que recorre toda la bahía de Iquique es la mejor y más concurrida de todas.
     


     
    Desde la zona del puerto hasta la Punta Cavancha, miles de turistas se aglutinaban a tomar el sol y bañarse en las frías aguas de la corriente de Humboldt (a cuyas temperaturas muchos sudamericanos deben estar acostumbrados, pero yo no).
     
    Densos grupos de sombrillas albergaban a familias, jóvenes y surfistas que disfrutaban de la arena y rocas atestadas de cadáveres de medusas, que producían una sensación curiosa y algo desagradable al pisar
     


     
    Caminamos a orillas del bulevar Arturo Prat, que bordea toda la costa, admirando las casas y negocios que adornaban la ciudad con sus grafitis artísticos. Pero si hay algo que en Iquique deba resaltar, eso es sin duda el acantilado de la cordillera costera que se alza tras la ciudad a más de 600 metros de altura dejando a la pequeña mancha de concreto indefensa entre la montaña y el furioso mar.
     
     


     
     
    Y como si de esa enorme colina descendieran tormentas de arena, nubarrones de polvo difuminaban el horizonte de una punta a la otra, diluyendo entre sí los conjuntos de hoteles y edificios amontonados sobre la línea del mar.
     


     
    Tomamos el camino de regreso, entre las risas de los niños que se daban un chapuzón en una de las cascadas artificiales y los extraños pájaros con los que nos habíamos topado, que desde lo alto de las palmeras emitían un sonido muy similar al del cerdo
     


     
    Sobre la arena, Jérémy tomaba el sol junto con una de las chicas de su hostal. Nos invitó a un concierto de rock en la playa por la noche, al que Kenzo quiso asistir, y que al final lo decepcionó un poco.
     
    Compré víveres en el supermercado y me preparé algo de cenar. Me dije a descansar nuevamente para abandonar el hostal al mediodía, ya que no me podía dar de lujo de pagar una noche más por tal precio….
     
    Pueden ver la primera parte de las fotos en el álbum:
     
     
  7. AlexMexico
    Después de tres días haciendo dedo en las carreteras de la puna argentina y de dos noches de acampar al lado de la ruta, por fin pude despertar en una cama cómoda y decente en un hostal de San Pedro de Atacama, mi primer destino dentro de Chile, al cual había llegado con 25 pesos en mi cartera desde la ciudad de Salta, en su país vecino del este.
     
    En mi larga travesía me había acompañado Max, un brasileño sin el cual, posiblemente, no habría podido llegar, pues con su acento carioca convenció a un conductor brasileño de llevarnos hasta allí en su enorme camión de carga.
     
    Habíamos cenado y pagado la noche en el hostal con el dinero que un loco alemán nos había regalado en Argentina. Chile me había sorprendido con sus altos precios, casi equiparables a lo de Europa.
     
    La noche en un cuarto compartido nos había costado más de 15 dólares y hasta ese entonces había venido pagando no más de 5 USD por noche en el resto de los países. Comer medio pollo nos costó casi 12 dólares. Sin duda, sabía que sería un duro golpe a mi bolsillo Pero mantuve la calma, supuse que al ser Atacama un lugar turístico, era normal que el centro de la ciudad ostentara tales precios.
     
    De todas formas, ese alemán nos había regalado la primera noche en la ciudad. Pero el siguiente paso para nosotros era, entonces, sacar dinero del cajero, pues no poseíamos un centavo más en efectivo.
     
    Luego de un ligero desayuno que Max amablemente preparó, salimos a conocer un poco la pequeña ciudad, en busca de un cajero automático.
     
     


     
     
    La mayoría de las calles de San Pedro de Atacama no están pavimentadas. En oposición, están hechas de ripio, piedras y tierra, donde al caminar se levanta el polvo al aire, dando esa sensación de un pueblo del viejo oeste.
     
     


     
     
    Sus estrechas vías son costeadas por casitas de adobe de baja altura, pero de superficies a veces enormes. Por supuesto, la mayoría de las edificaciones en el centro están ocupadas por hoteles, comercios, agencias de viajes y restaurantes que tratan de ofrecer lo mejor al público. Sin embargo, San Pedro de Atacama tuvo el poder de cautivarme a pesar de las enormes masas de turistas que caminaban entonces (y a lo largo de todo el año) por sus calles.
     


     
    Sus paredes de adobe, sus calles adoquinadas, su escasa y desértica vegetación, sus colores opacos, la arena en el aire, el incesante sol de verano... Así no tuviese los paisajes más coloridos y su clima fuera tan extremo, Atacama ofrecía, además, algo que no muchas ciudades tienen: una infinidad de bellezas naturales a las que cualquier turista podía acceder. Solo había un problema: los precios
     
    Cuando apenas llegué al pueblo la noche anterior, me quedé anonadado de la cantidad de excursiones que ofrecían las agencias y hostales y que presumían en cartelones colgados fuera de sus edificios: lagunas altiplánicas de colores turquesa, aguas termales, géiseres, colonias de flamencos, ruinas arqueológicas, salares, el cráter de un volcán activo, paseos por el desierto, noches en un observatorio astronómico…
     
    Pero de la misma forma en que todo ello me sorprendió, los precios me dejaron con la boca abierta poniendo mis pies en la tierra y resignándome a no poder conocer casi nada de lo que el magnífico y gigantesco Desierto de Atacama y la Reserva Nacional de los Flamencos me proponían
     
    Sólo había una excursión que no rebasaba por mucho nuestro presupuesto: un paseo por el Valle de la Luna. Los costos rondaban entre los 9,000 y 16,000 pesos chilenos (algo como entre 15 y 28 USD). Ya que nos habían dicho que en Atacama no había cajeros de Santander (cuya comisión es mínima por ser mi banco), sacamos dinero de otro cajero de red.
     
    Un día antes habíamos mirado los precios al Valle de la Luna, pero recordamos haber visto en el hostal un grupo de bicicletas en renta amontonadas en una de las salas. Así que antes de contratar cualquier paquete, fuimos a investigar qué tan lejos estaba el valle, y si era posible alcanzarlo sobre dos ruedas. La mujer de la oficina de información turística nos dio un mapa de la ciudad y sus alrededores y nos indicó el camino para llegar. Según ella, era fácil recorrerlo en bicicleta. El día era hermoso y la idea era simplemente cautivadora
     
    Volvimos al hostal y nos dispusimos a rentar dos bicicletas. Cada uno pagamos 3,000 pesos (poco menos de 5 USD) por 6 horas a bordo del austero vehículo. Nos dieron nuestros cascos y el dueño del hostal, amablemente, me prestó una mochila para guardar mi cámara, mi botella con agua y las herramientas de emergencia que nos proporcionó.
     
    Nos habíamos ahorrado más de dos tercios del precio del tour, y todo parecía mucho más divertido Era apenas medio día y teníamos toda la tarde para recorrer el desierto. El hotelero nos recomendó llevar mucha agua y bloqueador solar. A diferencia de la mujer en la oficina de turismo, me confesó que era una larga y dura travesía. No obstante, ya no podía apaciguar mis ánimos en lo absoluto
     
    Alrededor de las 12 pm, con el sol justo sobre nuestras cabezas, Max y yo salimos del hostal montados en nuestras bicicletas, listos para recorrer de pies a cabeza el famoso Valle de la Luna.
     
    Antes de salir de la ciudad, nos dirigimos a la estación de buses. Yo sabía que mi presupuesto no me daría para ninguna otra excursión. El resto de los lugares estaba demasiado lejos para ir en bicicleta, y no había transportes públicos que nos llevasen. Supuse entonces que, más allá del Valle de la Luna y San Pedro de Atacama, no tenía mucho más a qué quedarme y pagar otra noche de hostal, pues no pude conseguir un couchsurfer que me alojase De esa forma, quise comprar mi ticket de bus para dejar el pueblo ese mismo día y pasar la noche a bordo, con tal de salvar algo de plata.
     
    La central de buses era bastante pequeña, pero con suficientes opciones de empresas entre las cuales poder elegir. A sabiendas de lo caro que me estaba saliendo mi estadía en aquel país decidí no viajar más hacia el sur. Quería regresar pronto a Perú, donde los precios me hacían sentir más cómodo. Así que me dirigiría a Iquique, una pequeña ciudad al oeste, en la costa del Pacífico, desde donde podría subir fácilmente hasta el sur de Perú.
     
    Una vez con mi ticket en la bolsa, pedaleamos por las arenosas calles del centro de Atacama y en unos cuantos minutos salimos de la ciudad, tomando la carretera 23 al oeste, en dirección a Calama.
     


     
    Avanzamos uno o dos kilómetros aproximadamente por la autopista, riendo y disfrutando del aire seco, mientras fotografiaba todo a mi alrededor, y Max grababa un video a modo de selfie La silueta del Volcán de Lascar dominaba todo el panorama.
     


     
    Pasamos un puente y una parada de bus. El pueblo comenzaba a alejarse de nuestra vista. En la primera bifurcación, tornamos a la izquierda, dirigiéndonos hacia al sur. Allí, la carretera parecía interminable. Corría de forma recta por una inmensa llanura árida, sin una señal de vida vegetal a sus orillas. Desde allí, manejábamos paralelos al pueblo, el cual se divisaba como un oasis de adobe adornado por una fila de verdes árboles en su parte frontal. Esos serían los últimos colores vivos que vería por las siguientes 4 horas.
     


     
    Me había puesto desde antes toneladas de bloqueador solar. No quería que me pasara lo mismo que me ocurrió en Lima, donde una capa grisácea de niebla y nubes me hizo creer que mi piel no se quemaría. Pero mientras más avanzaba el reloj, el sol parecía intensificar la fuerza de sus rayos
     
    La llana autopista nos llevó por otros 4 km hasta la caseta de información del parque. En un letrero se leía “Valle de la Luna” y a la entrada del complejo se alzaba una especie de escudo de piedra, con figuras antiguas talladas y con la bandera de Chile en su parte superior.
     


     
    Nos acercamos a la oficina de información. Sólo había un par de mujeres en la ventanilla y el señor de la limpieza. El complejo es bastante cómodo y amable con el turista. Hay un pequeño museo de geología que explica a profundidad las endémicas y peculiares características del valle. Al parecer, los estudios han concluido que millones de años atrás existió un lago cerca de un volcán de la zona, cuyo arrastre fluvial y residuos orgánicos formaron la base de lo que ahora es la depresión del valle. La erosión de varios siglos ha tallado lentamente las rocas sedimentadas de sal, yeso, arcilla y arena, dándoles esa forma lunar tan singular.
     
    Luego de recorrer a grandes rasgos el museo, compramos nuestros tickets (a mitad de precio con credencial de estudiantes cerca de unos 3 USD) tomamos un par de folletos y empezamos el recorrido. Mientras varios coches y autobuses turísticos pasaban de ida y de vuelta, Max y yo comenzamos a pedalear constantemente. La carretera por la que habíamos llegado parecía partirse en dos. Tomamos el camino asfaltado de la derecha que después se convirtió poco a poco en un camino de ripio.
     
    Aquí, la cosa se empezaba a complicar un poco más para mí Había una que otra rampa poco empinada, lo que empezó a debilitar mis piernas. Max, por el contrario, parecía estar en muy buena condición. Solía practicar box en Río de Janeiro y levantaba pesas en su tiempo libre. Por lo tanto, la hazaña le era mucho más fácil
     
    No pude evitar empezar a tomar agua de mi botella de litro. Estaba quemando muchas calorías y el calor y escasa humedad me agotaban y resecaban mi piel. En especial, resecaban mis labios. Cuando me di cuenta, la botella estaba ya casi a la mitad. Faltaba mucho por recorrer todavía, debía racionarla si quería alcanzar mi meta
     
    Luego de pasar una pequeña colina, vimos un camión de pasajeros estacionado en una orilla del camino. Al ver un pequeño parqueadero de bicicletas, nos estacionamos para averiguar de qué se trataba.
     
    Un grupo de turistas caminaba por la arena hirviente hacia una especie de cañón. Max y yo avistamos a sus espaldas, un letrero que anunciaba las Cuevas de Sal. Nos alejamos un poco del numeroso rebaño y nos adentramos en las misteriosas cuevas.
     
    Un camino de arena nos llevó serpenteando entre grandes paredes de roca, que formaban pasadizos cada vez más estrechos. Las paredes empezaron a cerrarse cada vez más desde arriba, cubriendo la entrada de la luz del sol. La roca escarpada y rugosa era algo placentera al tacto. Además, nos habíamos dejado los cascos puestos, y así protegíamos nuestras cabezas de un choque contra la piedra.
     


     
    Mientras el camino dejaba la arena para convertirse en roca, el laberinto se tornaba más y más angosto, al grado que nos tuvimos que arrastrar para salir de algunas de las pequeñas cuevas. Al final salimos por la parte alta de un montículo, desde donde tuvimos que saltar hacia el arenal donde comenzamos.
     
    Allí, el camino seguía hacia una especie de cañón de poca altura, de donde los turistas ya se habían retirado. Solo un par de viajeros eran nuestros compañeros en aquel inmenso paisaje de rocoso.
     
    Los otros chicos jugaban un poco con el eco de sus voces; Max y yo llegamos hasta el final del camino, donde una modesta cuerda dividía un montículo de roca de un montículo de arena, una estampa sublime que podía describir a la perfección la composición básica del desierto del norte chileno.
     


     
    Caminamos de vuelta hacia el parking, donde antes de coger mi bicicleta, descubrí una pequeña garita, donde creí que habría un poco de agua potable
     
    Tres jóvenes estaban ahí. Me dijeron que era la última caseta en todo el Valle de la Luna. De ahí en adelante estaríamos solos Les pregunté si el agua de la llave era potable, a lo que contestaron que no. Pero detrás suyo, había un garrafón de agua. Les ofrecí algo de dinero si me dejaban rellenar mi botella. Lo pensaron un poco, y luego negaron mi efectivo, pero amablemente me dejaron llenar mi garrafa
     
    Ese nuevo litro de agua debía durarme el resto del recorrido. Habíamos avanzado ya unos 10 km desde la ciudad y yo sentía que mis labios se habían convertido en las cuevas de sal que acababa de visitar
     
    Cogimos las bicicletas y dimos la vuelta a la garita, pues el camino seguía detrás de la pared de roca que la custodiaba ¡Y vaya sorpresa que me llevé! El camino seguía con una enorme rampa de unos 800 metros de largo y una pendiente de unos 30 grados Mi corazón palpitó y mi boca no pudo evitar resoplar en un suspiro Eso era apenas el comienzo del gran valle.
     
    Por supuesto, decidimos subirla andando. El esfuerzo era menor si caminábamos a que si pedaleábamos. Y Max sabía que yo debía reservar fuerzas. Después de todo, él fue un excelente compañero de viaje, pues siempre tuvo consideración por mi condición física
     
    Luego de varios minutos cuesta arriba alcanzamos la punta, donde sonreímos al avistar el paisaje del Valle Lunar. Pero sobre todo, el mirar que el camino seguía cuesta abajo con pendientes poco pronunciadas
     


     
    Max y yo nos deslizamos varios metros abajo y seguimos hacia adelante. Eché un vistazo a nuestro mapa para saber cuánto nos faltaba. Debíamos llegar hasta una especie de minas, donde el camino se cerraba y no se permitía ir más allá.
     
    Para entonces, el paisaje entero se alejaba tanto de mi realidad, que de verdad me transportó a la escenografía de una película, a la Guerra de las Galaxias, simplemente a otro planeta Mis ojos se deslumbraban por los colores ocre en formas rocosas tan irregulares que contrastaban con el pabellón azul uniforme y perfecto que se iluminaba ante el poderoso sol de aquel día.
     


     
    Aquel sitio parecía tan inhóspito que me daba miedo que mi llanta se ponchara por alguna circunstancia, y quedarme varado allí, en mitad de la nada Cada metro que avanzaba sin pedalear me asustaba un poco más. No por lo fácil que era descender las pendientes poco inclinadas, sino porque sabía que de regreso, ese sería un enorme reto para mí
     
    A pesar del cansancio y del calor, no sudábamos tanto como pensamos. Pero el viento que azotaba nuestras caras mientras avanzábamos era el más seco que había sentido en toda mi vida Mi piel me picaba por el quemar del sol; mi boca se llenaba de una rara e incómoda masa blanquecina que me hacía jadear y escupir a cada centímetro. Pero lo que más sufría por sobre todo, eran mis labios… entonces recordé que el Desierto de Atacama es el más árido de todo el mundo. Después del desierto de hielo en la Antártida, es el sitio con menos humedad en todo el planeta. Y vaya que lo había descubierto por mí mismo
     


     
    Cuando casi ya no sentía mis piernas ni mi boca, y después de casi una hora de pedalear sin parar y sin hablar entre nosotros, llegamos al final del camino. Eran ya las 3 de la tarde. No había una sola sombra a la vista. Tomé agua para reponerme un poco, pero sentía que ya no podía más Me aventé sobre la tierra, jadeando bajo el sol. Y lo único que logró hacerme poner en pie fueron las palabras de ánimo de Max, a quien envidié por mostrarse tan sereno con menos de un litro de agua que llevaba consigo.
     
    El término del viaje era marcado por un grupo de formaciones rocosas llamadas Las 3 Marías. Se trata de tres columnas de granito, cuarzo y arcilla que han sido maravillosamente erosionadas por la sal y el viento del desierto. Como estaba prohibido tocarlas, solo tomamos algunas fotos desde lejos.
     


     
    El mapa indicaba que las minas estaban unos metros hacia la izquierda de aquella ruta. Había un camino de piedras que marcaba dicha dirección, y Max quería conocerlas. Pensé que si me quedaba parado muchos minutos, perdería aún más fuerza, y que sería mejor seguir en movimiento antes de darme completamente por vencido
     
    Cogimos nuevamente las bicicletas y nos adentramos al camino. Pronto, nos dimos cuenta que no era tan buena idea ir pedaleando. Las piedras nos hacían rebotar mucho y nos cansaban más de lo debido Yo decidí bajarme y seguir caminando.
     
    Casi un kilómetro más adelante llegamos a una especie de construcción en ruinas, donde vimos un grupo de bicicletas estacionadas. Max se fue a asomar a donde creyó que eran las minas, pero no vio más que un gran hoyo en el suelo, donde estaba el grupo de turistas.
     
    Marcando el final de nuestro recorrido, tomamos algunas fotos del inmenso valle que se abría frente a nosotros y emprendimos la caminata de regreso.
     


     
    Cuando el camino volvía a ser de ripio, debíamos andar unos 18 kilómetros de vuelta hasta la ciudad Yo ya no sabía qué pensar, así que simplemente dejé mi mente en blanco y comencé a pedalear. No demoré mucho para bajarme otra vez de la bicicleta y empezar a caminar. La primera cuesta apareció, y aunque poco inclinada, era un golpe duro para mis piernas.
     
    Tomé parte de mi última reserva de agua y me dispuse a avanzar. Me dije a mí mismo que si había aguantado tres días haciendo dedo por la puna argentina con solo agua, plátanos y naranjas, debía aguantar esas dos horas en bicicleta
     
    El tiempo transcurrió en silencio. Max siempre iba delante de mí. El calor lo había despojado de su camisa y empezaba a sufrir un poco más las penurias. Mientras tanto, yo jadeaba y cerraba los ojos para no avistar las distancias que me hacían falta
     
    Pronto, el grupo de turistas alemanes que estaban en la mina, apareció con sus bicicletas manejando junto a nosotros. Los saludamos amablemente y seguimos juntos el camino. Al menos, me sentía acompañado por si algo me sucedía
     
    Las chicas alemanas parecían padecer igual que yo del cansancio y la deshidratación. Pero todos nos apoyamos con gritos de entusiasmo. Y con tal compañía, cuando menos nos dimos cuenta, llegamos a la cima de la última cuesta, la mayor de todas, que nos llevaría hasta la garita del valle.
     


     
    Antes de bajarla tomamos algunas fotos, con una vista maravillosa de los volcanes que custodian todo Atacama.
     


     
    Me sentí contento, porque de ahí en adelante el camino se haría más fácil Tumbé por un momento mi bicicleta y casi me terminé el agua para celebrar mi osada travesía.
     


     
    Luego de las fotos, nos formamos en fila y descendimos juntos por la cuesta de casi 1 km de largo. El viento rosaba nuestras caras y la velocidad nos obligaba a frenar poco a poco para no volcarnos boca abajo.
     
    En pocos segundos llegamos a la garita. Ya ningún grupo de turistas parecía estar entrando al valle. Ya pasaban las 4 de la tarde y el sol no parecía avanzar rumbo a su ocaso.
     
    Salimos del valle y tomamos la ruta de ripio que daba hasta el complejo de información. A pesar de andar en línea recta, cada empuje al pedal era un golpe para mis piernas. Los alemanes empezaron a adelantarse y nos dejaron a Max y a mí un poco más atrás. Me sentía mal por causar la demora pero como Max me dijo, no llevábamos ninguna prisa
     
    Cuando arribamos a la estación, dejé la bicicleta y me tumbé bajo la sombra. Un grupo de turistas que entraban en su coche me vieron allí botado. “Wow, debe ser muy duro”, me dijeron. Yo solo reí, y les dije “lo logré”
     
    Pasé al baño para lavar mi cara, que ya se sentía más que arenosa y seca. Mojé mis labios para aliviarlos un poco. A pesar de haber usado el labial hidratante, no dejaban de producir esa extraña masa blanca de resequedad
     
    Luego de un ligero reposo, seguimos adelante los últimos 6 km por carretera para retornar finalmente a San Pedro de Atacama.
     


     
    Poco más de las 5 pm, nos vimos de vuelta en el hostal. Aunque ya habíamos desalojado las habitaciones y no teníamos derecho a usar el baño, el señor nos dejó pasar al mirar nuestro estado de sumo cansancio. Pero me dijo que si queríamos ducharnos tendríamos que pagar dos mil pesos (4 USD)
     
    Sabiamente, escondí mi shampoo en mi bermuda y entré al baño. Usando solamente el lavabo, enjuagué mi cabeza llena de polvo, mis brazos y mis manos. Me sequé con mi playera y salí como si nada hubiera pasado
     
    En ese transcurso, Max salió para comprar su boleto para el Salar de Uyuni. Al final se decidió por comprar el tour de 3 días que lo llevaría por las maravillas del desierto hasta el suroeste de Bolivia.
     
    Tomé mi tiempo libre antes de ir a la estación de buses para comer un merecido menú de ensalada y carne en la zona de mercados de la ciudad que siempre es más barato que los restaurantes del centro.
     
    Antes de dejar el hostal, escuché a un chico belga que se dirigía hacia Iquique esa misma noche. Kenzo tomaría el mismo bus que yo, y no dudé en presentarme con él. Max me acompañó a coger mi autobús y me despedí de él, deseándole suerte en su viaje de vuelta a Brasil
     
    Después de todo, de eso se trataba el viajar solo. Cuatro días antes había conocido a Max y ahora lo dejaba atrás para seguir mi viaje junto a un desconocido belga… pero al final, todos y cada uno permanecerían en mi memoria, haciendo de mi viaje por Sudamérica un hermoso y aventurado recuerdo
     
    Pueden ver todas las fotos en este álbum:
  8. AlexMexico
    Aislado del frío y cubierto de pies a cabeza en mi saco de dormir, todavía me encontraba a las afueras de Susques, el último pueblo de la Ruta 52 de Argentina antes de llegar a la frontera con Chile. Y antes de que mi alarma tuviera la oportunidad de sonar, los faros frontales y el ruido del motor de los camiones que pasaban frente a nuestra tienda de campaña nos despertaron estrepitosamente, cuando el sol todavía no se asomaba por el este.
     
    Eran poco más de las 5 de la mañana, y tras un salto desde el suelo pensé: ¡Los trailers se están marchando! Habíamos acampado junto a la salida de los camiones para al levantarnos pedir a uno por uno si nos podían llevar hasta el paso fronterizo. Pero al parecer, debimos haber madrugar todavía más
     
    Rápidamente desperté a Max, quien pronto envolvió su sleeping bag y empacó todas sus cosas. Sacamos nuestro equipaje de la tienda y, mientras yo la desmontaba, le pedí a Max que intentara detener a alguno de los conductores que salían del pueblo, o que hablara con alguno de los que todavía no se iban. Para cuando terminé, él volvió con malas noticias: ninguno estaba dispuesto a llevarnos Yo me mantuve sereno y positivo: son muchos camiones, alguno debe llevarnos.
     
    Nos vimos expuestos a la intemperie en medio de la helada madrugada. E irónicamente, ahora ningún camión parecía salir en dirección oeste. Decidimos abrir de nuevo nuestros sacos de dormir para cubrirnos del clima, y envueltos cual esquimales, aguardamos con esperanzas la salvación de uno de los choferes. Pasaron varios minutos. De vez en cuando algún coche particular o alguno de carga aparecía detrás de la curva de la autopista, lo que nos daba tiempo para posarnos junto a ella y levantar el dedo. Pero seguía muy oscuro, y difícilmente alguien pararía por nosotros
     
    Cuando casi caímos dormidos allí, un camión me deslumbró con sus luces, que prendió estacionado justo a la salida del pueblo. Con esperanzas, me aproximé a buscar al conductor y preguntarle… El sujeto estaba sentado y jugando con su celular. Parecía muy amable. Le conté nuestro penoso caso y encendió el motor. Los puedo dejar en el Paso de Jama, y de ahí cruzan la frontera solos— me dijo Al parecer, él y otros muchos camioneros no tenían los permisos para cruzar, sólo para descargar allí. Sin hesitar demasiado, le dije que esperara por nosotros y corrí hacia Max, quien se percató de la buena noticia y cogió nuestras maletas.
     
    No podíamos creer que hubiésemos conseguido un ride tan pronto, después de las largas jornadas de espera que habíamos pasado el día anterior Llegando al Paso de Jama, todos los conductores que cruzaran hacia Chile debían llegar obligatoriamente a San Pedro de Atacama, y sin duda, uno de esos cientos de automóviles tendría espacio para uno de nosotros dos. El plan no podía ser mejor. O eso creíamos….
     
    Entre el sueño y el regocijo, yo me ubiqué en la parte trasera de la cabina y Max se quedó en el asiento del copiloto. Como él no hablaba muy bien el español, decidí hacerle plática al chofer, quien era originario de un pueblo del norte de Argentina.
    Comenzamos a avanzar por los últimos kilómetros de la Ruta 52, mientras el camión subía y bajaba cuestas por la bien asfaltada carretera ondulada. A ambas orillas, maravillosos paisajes se abrían paso ante los rayos del sol que poco a poco iluminaban la meseta de la Puna de Atacama, que si bien poco escarpada y accidentada, no dejaba de ascendernos a un par de miles de metros sobre el nivel del mar.
     


     
    La orografía circundante nos mostraba montes poco elevados sobre el nivel del altiplano, cubiertos menguadamente por pastos y arbustos secos.
     


     
    Otro solitario camión es lo único que avistábamos en movimiento alrededor nuestro. A lo lejos, las montañas andinas vigilaban las lagunas alcalinas y los salares, típicos de este tipo de ecosistema volcánico intermontañoso. Si hubiera tenido el tiempo suficiente, me hubiera tomado unas horas para alejarme hacia las lagunas y avistar a los flamencos rosados, que suelen vivir en estos cuerpos de agua salados.
     


     
    Abrí la bolsa de cereales y saqué los dos plátanos restantes para tener algo en el estómago. Nos sentimos seguros de poder acabarnos los víveres, pues estábamos a punto de cruzar a Chile y al fin podríamos gastar nuestro dinero
     
    El hombre manejó lentamente a lo largo de 120 km por más de 2 horas, hasta que por fin llegamos Estábamos en el famoso Paso de Jama, último sitio a 4230 metros de altura antes de cruzar hacia Chile.
     
    Ya pasaban de las 8 am, y la oficina de migración y la aduana habían apenas comenzado a laborar. El chofer aparcó detrás de una larga fila de camiones que se aglutinaban frente a la gendarmería. Nos dijo que con gusto nos llevaría hasta Atacama, pero que no tenía el permiso de cruzar. Con entusiasmo le dimos las gracias y bajamos del coche. La mañana era bastante fría, a pesar de lo despejado que estaba el cielo.
     
    Nos abrigamos bien nuevamente y caminamos hacia la entrada del recinto migratorio, el cual sinceramente me imaginaba más grande y bullicioso. Constaba de una gasolinera y una tienda-restaurante del lado argentino; una caseta de revisión, la gendarmería, las oficinas de migración, las aduanas, dos estacionamientos y un edificio del gobierno de Chile.
     
    Caminando, pasamos la gendarmería como si nada. Llegamos a la oficina de migración pero no encontrábamos la entrada, así que regresamos a buscar al oficial de la caseta para preguntarle.
     
    El gendarme nos dijo que para cruzar, necesitábamos obligatoriamente hacerlo a bordo de un vehículo, aunque fuera una bicicleta. El gobierno chileno no nos permitiría pasar caminando, pues sabían que después de la frontera no había más que kilómetros y kilómetros de un asesino desierto de altura, y no podían correr el riesgo de que nos pasara algo y ellos fueran los responsables
     
    Por tanto, el objetivo era conseguir un nuevo ride (el cual de todas formas tendríamos que conseguir) para registrarnos en la oficina de migración y seguir nuestro camino. La diferencia es que tendríamos que hacerlo antes de que los conductores pasaran la frontera, es decir, del lado argentino.
     
    Nos dirigimos al estacionamiento, donde había un escaso número de autos aparcados. Uno por uno fueron llegando y yo los fui abordando. Con toda la amabilidad del mundo, les explicaba nuestro caso y les pedía ayuda, misma que me negaban sin pensarlo mucho tiempo
     
    En vista de que avistábamos más camiones de carga que autos particulares, nos dirigimos al estacionamiento de la aduana, donde aparcaban los transportistas. En aquella inmensa cerca, surcábamos de lado a lado todos los trailers, parándonos de puntas para poder ver al asiento del piloto, que la mayoría de las veces estaba vacío. Detrás de uno de ellos, se hallaba un grupo de camioneros platicando y tomando café en envases de plástico. Max y yo nos acercamos para hablar con ellos y pedir de su ayuda. Pero con un movimiento de cabeza indicaron que no era posible La mayoría de ellos no cruzarían a Chile, y otros se dirigían al lado contrario.
     
    Ante tantas negativas supimos que no sería una tarea fácil. Pensamos en ofrecer un poco de dinero a los conductores; quizá de esa forma nos verían con mejores ojos.
     
    Regresamos a la entrada de la oficina de migración para hablar con los viajeros. Max y yo buscábamos por todas partes algún tipo de persona que pudiese tener más en común con dos mochileros como nosotros Un hippie, una pareja joven, un auto rentado… nos parecía que tendríamos más posibilidades de ser auxiliados por alguien así que por una familia o una pareja de ancianos, que notablemente dudaban de su seguridad y de nuestro testimonio.
     
    Cabe mencionar que el auto y el equipaje eran revisados arduamente por los oficiales, y subir a dos desconocidos al auto implicaba una responsabilidad por cualquier tipo de artículo prohibido. Por supuesto, sabíamos que los mochileros tienen fama de llevar consigo marihuana pero no había forma de convencer a las personas de que nosotros NO llevábamos nada de eso A pesar de que no era su excusa externada, ambos estábamos conscientes de lo que la gente podía pensar de nosotros (aún cuando vestíamos con una buena facha y no olíamos mal a pesar de 3 días sin ducharnos).
     
    Una pareja adulta se estacionó frente a nosotros, y Max pudo advertir que su placa era de Brasil. Rápidamente los abordó a ambos para contarles, en su natal portugués, que estábamos atrapados en la frontera. Los dos se mostraron muy accesibles con él y nos pidieron que esperásemos un momento, mientras el señor entraba a preguntar qué hacer.
     
    Luego de unos minutos regresó con no muy buenas noticias. Ambos estaban dispuestos a ayudarnos, pero al haber cruzado por la gendarmería antes, les habían dado un formato donde decía la marca y matrícula de su auto, y que solo dos pasajeros iban a bordo. En la oficina de migración no podían agregar más pasajeros que los que el gendarme había anotado, así que lamentablemente habíamos perdido nuestra oportunidad
     
    Entonces supimos que debíamos colocarnos unos metros antes de la gendarmería, y no en el aparcamiento. Habían pasado ya más de dos horas y el sol comenzaba a hacerse sentir, lo que nos obligó a despojarnos de nuestros abrigos y colocarnos bloqueador solar, preparados para otra larga jornada bajo el sol de las alturas andinas
     
    Antes de empezar a pedir otro aventón, vimos a un grupo de choferes comiendo en un pequeño puesto de lámina frente a la aduana. Nos acercamos para ver si aceptaba pesos chilenos, ya que no nos quedaba ni dinero argentino ni comida para saciarnos.
     
    Afortunadamente, nuestro dinero era aceptado. Y más alegría nos dio saber que los billetes que aquel hombre alemán nos había regalado eran 100% reales No nos había estafado.
     
    Pedimos un jugo y dos sándwiches de milanesa. Por fin, estábamos comiendo algo más que naranjas y plátanos. Una vez satisfechos, caminamos a la carretera y comenzamos a pedir un ride.
     
    La mayoría de los autos no llevaban mucho espacio; viajaban en familia, y los que lo hacían en pareja, llevaban el asiento trasero lleno con su equipaje. Encontramos un trozo de cartón y escribimos ATACAMA con letras grandes, para ver si con suerte alguien se disponía a llevarnos.
     
    Unas horas bajo el sol nos bastó para agotarnos y casi darnos por vencidos Estábamos ya tan cerca de nuestro destino y no podíamos creer que siguiéramos atrapados en Jama luego de 4 horas pidiendo ayuda Los ánimos empezaron a decaer y las maldiciones comenzaron a aflorar: contra migración, contra el gobierno chileno, contra los conductores, contra nosotros mismos...
     
    Era ya mediodía y nos dimos cuenta de que muchas personas paraban a echar gasolina y a comer en el restaurante antes de pasar hacia migración. Pensamos que, quizá, sería más cómodo hablar con ellos frente a frente mientras recargaban su auto, y probablemente así causaríamos más empatía
     
    Renunciamos al clásico aventón a dedo y empezamos a encarar a la gente junto a los tanques de gasolina, que para poca sorpresa nuestra, continuaron negándonos ayuda
     
    Mientras esperábamos a que algunos salieran de comer o del baño, Max y yo nos sentamos junto a la tienda. Descubrimos que la red de wifi estaba abierta y nos conectamos para dar alguna señal de vida a nuestros compatriotas.
     
    Había recibido un whatsapp de Joaquín, mi amigo en Salta, desde hace dos días, preguntando si ya había llegado a Atacama. Le contesté que aún no lo lograba, y que hasta ese punto no sabía si lo haría La gente no pensaba ayudarnos y yo ya me estaba dando por vencido. Entonces me envió un audio con su voz, dándome palabras de ánimo.
     
    En ese momento me di cuenta de lo importante que era a veces hablar con los amigos Por más solo que me encontrara en ese recóndito lugar, un simple mensaje de voz alzó mis ánimos poco a poco, y me hizo prometerme: ¡no acamparé aquí esta noche!
     
    Luego de casi una hora sentados reponiendo fuerzas y casi al agotar la batería de nuestros móviles, seguimos con la cacería de autos, recobrando nuestra sonrisa en el rostro que, de una manera u otra, debía convencer a algún conductor de que éramos buenas personas, y que sólo necesitábamos un empujón para lograr nuestro destino.
     
    Max y yo vimos pasar un autobús de pasajeros. Creímos que quizá tendría algún espacio disponible, y pensamos ofrecerle dinero para que nos llevasen hasta Atacama. Corrí más allá de la gendarmería para hablar con el chofer. Cuando lo alcancé, los pasajeros habían bajado para hacer uno por uno su trámite migratorio.
    El chofer bajó y le planteé la idea. Lo pensó algunos minutos y dijo que quizá tendría asientos libres. Subió al bus para luego bajar. Y me respondió que no sería posible, ya que no podría extendernos un boleto oficial, mismo que requisitaban en la oficina chilena.
     
    Si no es una cosa, es la otra— me dije muy enojado Pero sin nadie a quien poder culpar, regresé con mi entusiasmo hecho pedazos. Pero no me dejaría vencer ¡me hice una promesa y debía cumplirla!
     
    Cuando volví a la gasolinera, Max se había comprado otro sándwich de milanesa. Eran ya casi las 3 de la tarde. Nunca habría imaginado que nos llevaría tanto tiempo conseguir a alguien que nos ayudase
     
    Los autos y camiones llegaban y se iban, luego de comprar comida y cargar gasolina. Entre uno de los camioneros, Max advirtió un acento proveniente del centro de Brasil. Me dijo que probaría suerte…
     
    Habló unos minutos con el camionero para luego regresar. Con un exiguo entusiasmo me dijo que el hombre había aceptado llevarnos a ambos, y que debíamos pasar a la oficina aduanal con él No entendía por qué Max no estaba saltando de alegría al decirme aquello, pero la pobre explicación del chofer no le había dado mucha confianza
     
    Regresamos con él para confirmar lo que nos había dicho, y nos indicó que caminásemos de una vez hacia la oficina migratoria, y que allí lo esperáramos, y si no lo veíamos que lo buscásemos como Joao.
     
    No muy convencidos pero sin más alternativas, nos dirigimos a migración, donde nos dieron un formulario para llenar e hicimos la fila con los demás viajeros. Cuando llegamos a ventanilla, el oficial nos preguntó en qué vehículo viajábamos. Le dijimos que pasaríamos con un trailero de nombre Joao, a lo cual contestó que debíamos pasar a la oficina aduanal, por donde cruzaban todos los camiones.
     
    Acatando sus reglas, nos cambiamos de lugar y entramos a la oficina aduanal, no sin antes aprovechar para ir al baño. Allí, hablamos con el empleado de ventanilla, quien comenzó a darnos un sermón del porqué no podía dejarnos pasar caminando. Antes de que pudiésemos entenderlo todo, Joao apareció en el pasillo, y le dijo: vienen conmigo. El empleado sonrió y nos hizo una seña para pasar a la siguiente ventanilla. Ahora empezaba a creer en que de verdad ese tal Joao nos podría hacer cruzar a Chile
     
    Llenamos un par de formularios, mientras Joao no dejaba de hablar y reír a carcajadas con los oficiales de la aduana. Creo que de verdad, era alguien conocido allí. El oriundo de Brasil le daba indicaciones en portugués a Max sobre lo que debíamos hacer. Tras un par de papeleos, nuestro sello quedó listo y entonces, de verdad, me sentí feliz
     
    Con mi pobre portugués le di las gracias a Joao: Obrigado! Obrigado! Casi a las 5 de la tarde en punto, estábamos ya saliendo del complejo de Jama y, finalmente, después de tres largos días de espera, me adentré en Chile a bordo de un camión de carga brasileño.
     
    Joao puso algo de música carioca. Una buena samba y un par de cigarrillos que tuvo la decencia de invitarnos, convirtieron mi día en casi lo mejor que había vivido en todo mi viaje. Darme cuenta de que, por más larga que hubiera sido la espera, aún existen personas nobles en este mundo, me hizo sonreír de la manera más reconfortante posible
     


     
    La Ruta Nacional 52 argentina se convirtió en la Ruta 27 chilena, por la que el coche avanzó a lo largo de 150 kilómetros de puna que, poco a poco, se fue tornando en un enorme desierto.
     


     
    A lo lejos se seguían divisando salares, lagunas y pequeños cerros, mismos que nos elevaron más y más en la carretera, hasta picar los 4810 metros ¡Era algo de locos! Ni siquiera en el cráter del Nevado de Toluca había ascendido a tal altura. Mi cabeza vacilaba entre la ansiedad de mi arribo y el cansancio de todo un día como hitchhiker. Pero me negué a las pastillas para el soroche, y decidí masticar hojas de coca que llevaba conmigo, como buen remedio naturista para el mal de altura
     
    Max y Joao platicaron durante todo el viaje, mientras yo cabeceaba en la parte trasera, disfrutando del hermoso paisaje que me brindaban las cuestas andinas.
     
    Cuando el sol apenas se metía, cerca de las 8 pm, llegamos por fin a nuestro destino: la ciudad de San Pedro de Atacama, en medio del Desierto de Atacama, el desierto más seco del mundo.
     
    Joao nos dejó en el estacionamiento de los camiones, y luego de darle repetidas veces las gracias, caminamos hacia el pueblo para hallar un hostal. Habíamos sufrido demasiado como para pasar una noche más bajo la carpa Definitivamente necesitábamos una cama.
     
    Preguntamos y llegamos al centro del pueblo, donde nos percatamos de lo turístico que era. Cientos de turistas y mochileros se paseaban por las iluminadas calles rodeadas de casitas de adobe. Poco a poco fuimos preguntando por los precios en los hostales, mismos que estaban llenos y, además, ofrecían precios muy elevados De todas formas, había olvidado que era temporada alta (vacaciones de verano para ellos).
     
    Los precios no bajaban de los 13,000 pesos (poco más de 20 dólares). Pero no nos rendimos. Nuestra búsqueda nos llevó a una avenida de ripio muy larga, donde hallamos una litera en un cuarto compartido por 8,000 pesos (uno 13 dólares) cada uno. Sin deseos de caminar más cargando nuestra pesada mochila, aceptamos la habitación, y Max se ofreció a pagar con el dinero que nos había obsequiado el alemán en Purmamarca, mismo con el que compramos medio pollo rostizado y papas, que comimos como un par de náufragos cuando por fin avistan tierra
     
    Tomamos nuestra merecida ducha y nos botamos en la cama, alegres al fin por haber cumplido nuestra meta (y mi promesa personal) Avisé a todos que había llegado con bien y concilié el sueño en un par de minutos. Otra larga, pero más amena jornada, me esperaba al siguiente día junto a mi colega brasileño, sin el cual, posiblemente, no habría podido cruzar.
     
    Aquí está el álbum de fotos entero sobre mi odisea fronteriza:
     
     
  9. AlexMexico
    Bitácora de mis últimas 24 horas: 160 kilómetros recorridos; una noche durmiendo bajo carpa; misma ropa, sin ducha; un nuevo compañero de viaje brasileño; un sándwich y dos plátanos en mi estómago; municiones disponibles: cuatro naranjas, media bolsa de cereal de maíz y una botella de agua; dinero restante: 7 pesos; ubicación: aún en Argentina; kilómetros por recorrer: 400.
     
    Ese era el panorama para mi primera jornada como hitchhiker, cuyo objetivo era avanzar a dedo desde la ciudad de Salta en Argentina hasta San Pedro de Atacama en Chile. Pero el destino y/o desfortunio me había traído apenas hasta el pueblo de Purmamarca, en la provincia de Jujuy, donde aquella mañana desperté entre el vaporoso sonar de mi alarma y el centello solar que tocaba a las paredes de mi tienda de campaña.
     
    Junto a mí, se levantaba mi nuevo travel-buddy, Max, a quien había conocido la noche anterior mientras hacía dedo hacia el mismo destino que el mío.
     
    Limpiamos nuestros ojos y salimos a despejar el sueño con la vista del pueblo engallado frente a nuestro improvisado y gratuito campamento. Era una mañana algo templada; pero el sol aparecía detrás de la quebrada. Y tácitamente el endeble radiar de sus rayos nos rebosaba con la esperanza de cumplir juntos nuestra meta, y cruzar la frontera chilena antes del anochecer.
     
    Empacamos todas nuestras cosas y desmontamos la carpa, bajo un rojizo amanecer que empezaba a encender los característicos colores cobrizos de las montañas que rodean a Purmamarca. Y antes de siquiera tomar un puño de cereales como desayuno, caminamos hasta la carretera para empezar a pedir un ride. Eran ya las 8 de la mañana, y mi experiencia del día anterior me decía que no había tiempo que perder
     
    Purmamarca es un pintoresco y árido pueblo andino muy frecuentado por turistas nacionales y algunos extranjeros. La cultura hitchhiker está bastante difundida entre los jóvenes viajeros argentinos, y pronto me di cuenta de ello. La carretera 52 en dirección al oeste estaba repleta de viajeros aventureros, que alzaban su pulgar esperando abordar un vehículo. Entonces supe que tendríamos que competir justamente contra quienes madrugaron más que nosotros
     
    Un cuarteto de 2 hombres y dos mujeres saltaban para llamar la atención de los conductores. Sabiamente se dividieron en dos equipos, dejando a una mujer en cada uno. En seguida, un trío de chicas se posaron frente a nosotros, presumiendo sus largas y desnudas piernas mientras sonreían a todo el que pasaba.
     
    Max y yo nos dimos cuenta de la desventaja en la que nos encontrábamos. Éramos dos hombres contra cinco bellas mujeres, que cabe confesar, siempre corren con más suerte que nosotros. Aunque yo no lo llamaría suerte, sino un poder seductor
     
    Los coches pasaban de largo al montón de viajeros que parecían hacer fila para ser recogidos. Un pulgar tras otro se alzaba, formando una danza de extremidades a la orilla, adornada por nuestro vistoso letrero que anunciaba el Paso de Jama. El sol se levantaba en su majestuosidad, atrayendo a los perros a nuestro regazo, buscando compañía y una sombra humana que los alimentara.
     
    Los minutos avanzaron y poco a poco se fueron llevando a las hitchhikers y sus afortunados acompañantes. El trío de argentinas se desesperó y se decidieron por ir a la estación de buses. Su destino no estaba muy lejos y no tendrían que pagar mucho.
     
    Max y yo nos quedamos solos, luego de casi una hora parados. Saqué mi bolsa de cereales y un par de naranjas para calmar nuestros estómagos, mismos que no quisimos alborotar con la impaciencia e irritación. Tres perros se acostaron junto a la pared para guarecerse del sol, mientras yo me colocaba detrás del letrero que anunciaba la salida de la comunidad de Purmamarca.
     
    Un nuevo y numeroso grupo de viajeros llegó para pedir aventón. Con amabilidad, nos pidieron pararse detrás de nosotros, a lo que accedimos por ética. Después de todo, la autopista es de todos. Pero su sentido común los empujó a caminar varios metros más atrás, alejándose lo suficiente para no ser vistos hasta que los coches nos pasaran.
     
    El calor y los canes vagabundos eran nuestra única compañía mientras el minutero sonaba y sonaba. Ningún coche osaba parar en solidaridad con dos almas extranjeras Max reprodujo algo de música brasileña para alzar un poco los ánimos y esperanzas. Las charlas se tornaron de la vida en las favelas a sus gustos por las mujeres italianas, mientras un triángulo lingüístico se hacía presente en el diálogo. Su leve entendimiento de mi perfecto español se mezclaba con su responder en un inglés básico, y en un excelente portugués que tenuemente yo descifraba
     
    Desde el otro lado de la carretera alguien se acercaba. Era un hombre rubio, de unos 50 años, cargaba una pequeña mochila… no tenía pinta de ser argentino. Pronto se dirigió hacia nosotros y nos habló en inglés. No se presentó con su nombre, solo dijo que era de Alemania y que viajaba por Sudamérica
     
    Con su extraño acento, nos contó que recién había llegado desde Atacama a Purmamarca, y que había olvidado cambiar algunos billetes chilenos a pesos argentinos. Gracias a nuestro enorme letrero, supo que pedíamos un ride hacia Chile, y nos propuso intercambiar sus pesos con nuestras monedas. Le dijimos que, desafortunadamente, no teníamos ya mucho dinero argentino. Yo solo contaba con $7, mientras Max encontró en el fondo de su cartera un billete de $100. La tasa que él ofrecía era de 26,000 pesos chilenos, equivalentes a 38 dólares, o a 350 pesos argentinos.
     
    Con una fuerte determinación, puso todo su dinero en las manos de Max y tomó el billete de $100. “Fuck! You need it more than I do” fueron las palabras que salieron de su boca. Sin saber cómo reaccionar, Max y yo sonreímos mientras lo observábamos alejarse, sin saber si lo que acabábamos de hacer era o no lo correcto Nos quedamos solo con $7 argentinos y aceptamos dinero de un desconocido (que fácilmente podían ser billetes falsos). Esperanzados en encontrar una pisca de humanidad en aquél recóndito lugar, fuimos positivos y pensamos lo mejor ¡Ahora debíamos llegar a Chile a gastar los 19,000 pesos que habíamos obtenido gratis!
     
    Alentados por el reciente episodio nos pusimos de pie y, con toda nuestra fuerza, sonreímos y atrajimos a todos los coches que pudimos ¡Estábamos decididos a cruzar la frontera ese mismo día!
     
    Casi 3 horas después de haber llegado a la carretera, una pequeña camioneta se estacionó frente a nosotros y pitó. Rápidamente corrimos hacia ellos. Subimos y, vigorosamente, les dimos las gracias
     
    Se trataba de una pareja de Tucumán que disfrutaban de sus vacaciones manejando por el norte del país. No llegarían hasta la frontera, pero nos ofrecieron acercarnos hasta las Salinas Grandes, atractivo turístico de Jujuy a la que la mayoría de los carros se dirigía en aquella ruta.
     
    Entonces lo entendía. Quizá no debimos usar ese letrero anunciando que íbamos hasta el paso fronterizo de Jama. La gente podía no recogernos porque no se dirigían hasta allá; pero sí en esa dirección Aprendiendo de mis errores, entablé una plática con nuestros nuevos conductores, mientras el manubrio se meneaba para escalar las empinadas curvas de la Cuesta de Lipán.
     
    Tan solo unos kilómetros más adelante del pueblo, comenzamos a adentrarnos en la sinuosa Cuesta de Lipán, único paso que comunica el este de Jujuy con las Salinas y la frontera. El camino en zigzag asciende desde los 2,200 metros hasta los 4,170 sobre el nivel del mar, en tan solo unos minutos Así que una vez más, me vi inmerso en las alturas de los Andes.
     
    Desde la punta del monte, el coche descendió vertiginosamente, dejando al descubierto frente al parabrisas una extensa e interminable puna desértica. Y en el horizonte, se avistaba una mancha blanca a ambos lados de la ruta. Nuevamente, estaba en un desierto de sal.
     
    La autopista avanzaba recta hasta la mitad de la blanca estepa. Max y los dos tucumanos avistaron impresionados la hermosa postal, mientras yo me transportaba de vuelta al Salar de Uyuni, consciente de que difícilmente otro salar me cautivaría tanto como aquel al suroeste de Bolivia
     
    Un pequeño cuadro de concreto a la orilla de la ruta se ostentaba como parking. Alrededor nada, sino un restaurante y un taller mecánico, se alzaban a la vista. Dimos nuevamente las gracias a nuestros dos rescatistas. Y antes de pedir avanzar más por la pista, no perdimos la oportunidad de adentrarnos en el salar y tomar unas fotos para inmortalizar el inesperado recuerdo.
     


     
    Después de la imponencia de Uyuni, las Salinas Grandes no me parecieron grandes en absoluto. Podía fácilmente ver el final unos kilómetros más adelante. Pero al menos pude revivir la exquisita sensación del crujir de los granos de cloruro sódico bajo mis suelas Y en medio del formidable mantel blanco, un corredor rectangular de agua cristalina reflejaba el cielo azul y la sierra andina al fondo, sobre el cual decenas de turistas jugaban con las refracciones mientras disparaban con sus lentes desde todos ángulos. Por supuesto, eso nos incluía a nosotros.
     


     
    Hipnotizado y cegado por la eterna luminancia, Max propuso seguir nuestro camino. Salimos del salar y nos paramos frente al estacionamiento del restaurante. Pronto, me di cuenta de lo difícil que sería ahora coger un ride hasta la frontera. Todavía teníamos 350 kilómetros por delante y todos los autos particulares se estacionaban en el salar, para luego regresar hacia Purmamarca.
     
    Un par de señoras se acercaron en su coche hacia nosotros, y nos propusieron dejarnos un poco más adelante, para llamar más la atención de los conductores. Ahí, nos dispusimos a ser recogidos por uno de los escasos vehículos que transitaban hacia el oeste, no sin antes rellenar nuestra botella de agua en el solitario taller que estaba frente a nosotros.
     
    Antes de iniciar mi aventura, había leído que la ruta 52 y el Paso de Jama eran una de las rutas más importantes para el comercio entre el Cono Sur y Chile. Por tanto, la había imaginado repleta de autos y trailers que transportaban pasajeros y mercancías de un lado a otro. No había mucho más a dónde dirigirse en esa carretera. Pero, al parecer, mis expectativas fueron erróneas
     
    Max y yo nos sorprendimos de lo surreal que la escena se había vuelto. Nos vimos varados pidiendo un aventón a la orilla de una solitaria carretera en mitad de un desierto de sal… y no había un coche a la vista; solo el lejano horizonte delimitado por la cordillera andina.
     


     
    Por fortuna, Max todavía tenía batería en su celular, y revisó nuestra ubicación en su GPS para buscar una posible solución. Al parecer, había un diminuto conjunto de casas con una desviación cerca del Lago de Guayatayoc, a unos 13 km más adelante. Creímos que tendríamos más posibilidad de conseguir un ride si nos parábamos en el cruce de las dos vías, donde quizá, habría más tráfico vehicular. Sin autos a la vista, decidimos caminar
     
    Acalorado y con 11 kilos en mi espalda, comenzamos a andar por la eterna Puna de Atacama. El paisaje cambió de un suelo blanco a un tapete de tierra adornado con pequeños pastos custodiados por una cadena de montañas a sus espaldas. Decenas de vicuñas pastaban a lo lejos, borradas por la óptica de un sol ardiente que nos impedía acercarnos más a ellas
     


     
    Inútilmente, alzábamos nuestros brazos cada extraña vez que un coche nos rebasaba. El tiempo pasaba y apenas habíamos contado 3 kilómetros en los letreros de la ruta
     
    Casi una hora de caminata después, una familia detuvo su camioneta. Una señora se bajó y nos abrió la parte trasera, invitándonos a subir en la batea, bajo una carpa roja que iluminó nuestros rostros con felicidad
     


     
    Pero poco disfrutamos sentados sobre los costales. En la siguiente bifurcación el chofer se paró y nos abrió la puerta. Descendimos justo en la intersección de un camino de ripio, donde algunas construcciones se veían a lo lejos. Eso era 3 Pozos, la población que habíamos visto en Google Maps. Al parecer, era mucho más pequeña de lo que creímos
     
    La camioneta se alejó y nuevamente nos vimos en mitad de la nada. El GPS nos indicó que 3 km más adelante la ruta 52 se encontraba con la ruta provincial 11. Creímos que otro camino de asfalto nos daría más posibilidad. Así que sin perder los ánimos, caminamos otra vez, cada vez más cerca de nuestro destino.
     
    La media hora transcurrió en completo silencio, sin palabra que saliese de nuestra boca ni un motor de automóvil que manejase junto a nosotros. Max y yo ya no sabíamos qué esperar El horizonte se empezaba a difuminar, cual espejismo, en un efecto de luminancia traslúcida. Tratábamos de racionar el agua, y no habíamos comido más allá de una naranja y cereales.
     
    Cuando alcanzamos la ruta 11, no mucho cambió. La carretera parecía ser igualmente poco transitada, a pesar de ser formalmente las 4:30 pm Nos quitamos nuestras mochilas y nos sentamos junto a ellas en la tierra, resguardándonos del despiadado sol bajo la pequeña sombra que proporcionaba un letrero de kilometraje.
     
    Con nuestras cabezas abajo, no nos dimos cuenta cuando un coche nos pasó de largo, suponiendo que al igual que los demás, seguiría su rumbo. Pero sin haber hecho ningún gesto de ayuda, la conductora se detuvo y nos llamó con su pitido ¿Era acaso posible?
     
    Corrimos sin pensarlo dos veces y subimos a la parte trasera. Dos chicas italianas que se presentaron como Angela y Alessandra nos dieron amablemente la bienvenida a su auto rentado con el que recorrían Argentina.
     
    Rápidamente volteé a ver a Max, y sin decir nada, ambos pensamos lo mismo: ¡Vaya destino! Horas antes habíamos tenido una larga charla sobre el porqué a Max le enamoraban tanto las mujeres italianas Y henos ahí, con dos hermosas romanas ante las cuales ambos caímos instantáneamente enamorados; más allá de su sexy acento, rasgos faciales o atractivas vestimentas, fueron las únicas con la solidaridad suficiente como para recogernos y llevarnos hasta Susques.
     


     
    Entre las Salinas Grandes y el Paso de Jama, Susques era la única verdadera población. No tengo una remota idea del porqué esas italianas querían llegar hasta Susques. Quizá solo por los hermosos paisajes que rodeaban a la carretera. Y 50 km más adelante, arribamos a la diminuta comunidad cuando eran ya casi las 6 de la tarde. Nos despedimos de Angela y Alessandra mientras tomaban fotos antes de manejar de regreso a Purmamarca. Max y yo caminamos hasta la entrada del pueblo para probar suerte antes del anochecer.
     


     
    Las verdes estepas habían desaparecido tras subir nuevamente las curvas andinas, que nos habían elevado hasta los 3600 metros entre mesetas y macizos áridos. Podía empezar a sentir cómo se resecaba mi piel, mis labios y mi boca Era imprescindible acabarse el escaso litro de agua para mantenernos sanos. Definitivamente, queríamos salir de ahí.
     
    De repente, avistamos un grupo de camiones de carga estacionados a la salida del pueblo. Hablamos con sus conductores para preguntarles si se dirigían al Paso de Jama. Nos dijeron que a esa hora ya nadie manejaría hasta allá. El paso fronterizo estaba a punto de cerrar, y a nadie le gustaba pasar una noche en Jama. Si la altura y el frío eran infernales en Susques, los 4200 metros en el Paso de Jama hacían volverse loco a cualquiera Así que nos recomendaron probar suerte a la siguiente mañana, ya que una multitud de transportistas salían a diario desde el pueblo hasta Chile, y con seguridad, alguno de ellos nos querría llevar.
     
    Algo decepcionados y con el sol descendiendo poco a poco Max y yo nos resignamos a tener que acampar otra noche junto a la ruta. Los comentarios de los choferes nos habían asustado un poco, y para empeorar más las cosas, la altura comenzaba a hacer doler mi cabeza Le propuse que buscásemos una tienda para comprar agua y aguantásemos un día más para llegar a Chile. Estábamos ya tan cerca, y no podíamos demorarnos más que eso.
     


     
    Nos adentramos en la población en busca de agua. Tenía toda la pinta de ser un pueblo fantasma. Un solitario niño nos miró con extrañez, y nos indicó dónde encontrar la única tienda de la comunidad.
     
    Decidido a cruzar la frontera al otro día, me atreví a gastar mis últimas 7 monedas argentinas, con las que compré cuatro plátanos, ya que el dueño, amablemente, llenó gratis mi botella con agua.
     
    Volví con Max junto al aparcamiento de los camiones. Era el mejor sitio para acampar si queríamos conseguir un ride al otro día temprano.
     
    Nos posamos junto a una pared de ladrillos que nos protegería de los vientos nocturnos y ahí alzamos la tienda. Cenamos una banana me tomé una pastilla para el soroche (mal de altura) antes de meterme en mi saco de dormir. Dejé mi ropa térmica junto a mí por si el crudo frío andino se hacía presente. Sin dinero y con solo fruta y agua en mi bolsa, no tenía más opción que llegar a Chile…
  10. AlexMexico
    Mi viaje con la tropa argentina por los lares del norte había culminado. La tarde del 5 de enero habíamos dejado el Dique Cabra Corral y habíamos llegado de vuelta a la ciudad de Salta cerca de las 10 de la noche. De regreso en el apartamento de Guti, tomé mi tiempo para cenar, darme una ducha y empacar mis cosas, viéndome acostado en la cama después de la medianoche.
     
    Al otro día me esperaba uno de mis más inusitados retos: debía llegar a la frontera chilena con 5 pesos argentinos en la bolsa ya que sacar dinero del cajero en Argentina representaba un tipo de cambio al dólar mayor, que no me favorecía en absoluto. Por supuesto, mi estrategia de viaje era hacer dedo.
     
    Había pedido aventones en dos ocasiones durante mi estadía en España, e incumbe confesar que fue bastante difícil (cabe mencionar que en España está penalizado recoger gente en la carretera). Pero esta situación era bastante diferente: no tenía dinero, no estaba en un país en el que era residente, y sobre todo, esta vez me encontraba solo Por eso, para mí esta sería mi primera experiencia real como hitchhiker (término angolsajón que designa al viajero que pide aventón con el dedo).
     
    Preparé mi cuerpo y mi mente para ello. Sabía que el tiempo que me podía tomar coger un ride era muy variable, y con mi tienda de campaña me enfrentaría a dormir junto a la pista si me agarraba la noche. Cogí todos los víveres posibles para el viaje, incluyendo fruta, cereales, galletas y una botella con agua. Una ventaja en Argentina es que el agua es potable, lo que disminuía un gasto para mí
     
    Utilizando la página hitchwiki.org (un wikipedia para viajeros hitchhikers que un buen amigo argentino me recomendó) planeé la mejor ruta para llegar hasta San Pedro de Atacama, la mejor opción para después tornar al norte y regresar a Perú.
     
    Con mi trayecto preparado, prendí mi alarma para que sonara antes de las 8 am, y así poder comenzar mi hazaña temprano por la mañana. Pero el cansancio del día anterior (y un poco de mi irresponsabilidad inoportuna ) me constriñó a seguir durmiendo después de golpear suavemente mi teléfono. Joaquín se despertó antes que yo, y al echar un vistazo al reloj (que marcaba las 10:30 am) supo que me había quedado dormido. No dudó en despertarme para que me apresurase a irme. Tenía 500 km que recorrer y debía hacerlo en 9 horas, antes de que me alcanzara la noche Vaya forma de empezar mi día—, pensé. No quise tomar una ducha, ni siquiera un café. No pensaba consumir más tiempo valioso.
     
    En vista de que Guti no había regresado aún de su travesía alpinista por el Nevado de Cachi, decidí dejarle un mensaje escrito en su pizarra de la sala. Su hospitalidad había salvado por completo mi viaje y me había hecho conocer a excelentes compañeros.
     
    En una muestra de amabilidad, Joaquín me obsequió $20 más Con ello podría comprar comida si me llegase a hacer falta. Me acompañó hasta la parada en la avenida principal donde tomé el bus que me llevaría a mi primer punto hitchhiker: La Caldera.
     
    Me despedí de él, y con ello, de todo un mar de recuerdos que inundarían mis memorias sobre Argentina para siempre. Ahora me enfrentaba a un destino incierto… completamente solo.
     
    Mi desesperación se frustró más y más mientras el bus avanzaba a paso lento por la ciudad. Tomó la salida norte hacia el distrito de Vaqueros, hogar de la peculiar tía Fedra. Por tanto, sabía que no debía perderme, pues conocía tales rumbos.
     
    Pasamos Vaqueros para adentrarnos en la boscosa carretera número 9, tal y como lo había planeado. El autobús iba lleno con una multitud de chicos de secundaria que, al parecer, iban de excursión. El bosque a ambas orillas de la ruta se hacía cada vez más frondoso. No sabía si pedir la bajada ahí, en mitad de la nada, o esperar a ver muestras de civilización.
     
    El bus dio vuelta hacia la izquierda, pasando un puente y adentrándose en calles de concreto entre amplias casas de un solo piso. Pregunté si regresaríamos a la ruta 9, a lo cual una señora me contestó que no. Los chicos secundarianos pidieron la parada, justo frente a una montaña que dominaba el pueblo. Estábamos ya en la última parte de la comunidad de La Caldera. Pedí al chofer bajarme en su recorrido de vuelta, y me dejó en la plaza central, lo más cerca que pudo de la carretera.
     
    Caminé de vuelta hasta la autopista, disfrutando a la vez del paisaje húmedo y verde que La Caldera me ofrecía. Ahora entendía qué tipo de actividades son las que los adolescentes buscaban en aquel refundido sitio: renta de cabañas, campings, senderismo y deporte de aventuras se ofertaban a lo largo del pueblo.
     


     
    Cuando me encontraba cruzando el puente, avisté en la ruta a una pareja de hippies haciendo dedo (mismos que no estaban ahí cuando entré a bordo del bus). De pronto, un auto se detuvo para recogerlos. Qué rápido consiguieron un aventón—, dije. Pero otra idea colmó mi mente: había espacio para uno más
     
    Corrí con todo y mi equipaje en la espalda para no dejar pasar la oportunidad. Agitado, me acerqué a ellos y les pregunté: chicos, ¿van hacia el norte? Sí, vamos hacia Jujuy, contestaron. Un poco sonrojado pregunté si había lugar para uno más en el auto, a lo que contestaron con un rotundo no, porque llevaban demasiado equipaje
     
    Un poco decepcionado, los vi partir solitarios por la ruta, y me dispuse a conseguir mi propio ride. Si ellos consiguieron uno en menos de 10 minutos, ¿qué tan difícil podría ser?
     
    Tumbé mi mochila en la tierra y me coloqué bajo los árboles para protegerme del sol. Mi dedo pulgar aguardaba ansioso levantar mi antebrazo en una señal patrón que algún conductor debía forzosamente acatar… pero ningún coche se avistaba tras la curva
     
    Pronto, un amigo inesperado se unió a mi osada proeza. Un perrito que huía del calor se acostó junto a mi equipaje. Si bien me sentí cautivado, sabía que podía ser contraproducente. Si un conductor veía al perro junto a mí, creería que viajaba conmigo, y reduciría mis posibilidades de subirme al auto. En efecto, no muchos se sienten cómodos con un animal peludo a bordo.
     
    Me dispuse a hacer una maniobra estratégica, y escondí al menudo canino detrás de mi mochila. De esa forma, no me sentiría tan vil por echar a un perrito de mi lado y no me arriesgaría a prolongar más mi ya retrasado viaje.
     
    El minutero avanzaba y un exiguo número de coches habían apenas pasado por la carretera en dirección al norte. Era ya difícil mantener la sonrisa en mi rostro con tal de mostrarme ameno ante los automovilistas Mi cuerpo se veía andar de aquí para allá, buscando que su sangre circulara por las piernas, ya cansadas de yacer paradas en el mismo sitio. E hincadas o sentadas, buscaban un alivio a la inminente desesperación
     
    Cuando mi reloj marcaba más de las 3 pm, y cuando había perdido muchas de mis esperanzas luego de casi 2 horas de aguardo, un nissan sentra se detuvo unos metros delante de mí. Corrí a alcanzarlos con mi mochila al hombro. Sube—, exclamaron. Y justo después de cerrar la puerta, la chica me preguntó: ¿Y el perro?...
     
    Solté una sonrisa que ocultaba un pequeño dolor por dejar al tierno animalito abandonado en la soledad de la autopista. No viene conmigo—, respondí. Lo sentía mucho, pero no podía permitirme viajar con una mascota. Ante todo, hallarme a bordo del vehículo de una pareja que estaba dispuesta a transportar a un desconocido con su perro me hizo saber lo excelente personas que eran ambos
     
    Florencia y Martín eran de Buenos Aires, y viajaban en su auto simplemente para conocer su país desde el centro hasta el norte. Habían financiado su travesía vendiendo algunas cosas que ya no necesitaban, lo que me demostró que la voluntad siempre lo puede más
     
    Mientras exponíamos unos a otros un poco de nuestras vidas, avanzábamos por la ruta 9, que nos revelaba hermosos y verdes paisajes en ambos de sus extremos. Pero lo que a simple vista desde el Google Maps parecía una corta distancia se convirtió en un trayecto sinuoso, que obligó a Martín a manejar a una lenta velocidad.
     


     
    Las curvas ascendían por las yungas salteñas, dejando al desnudo profundos acantilados cubiertos de un frondoso follaje. La carretera se hacía cada vez más angosta para abrirse paso entre la maleza, y sabíamos muy bien el peligro que eso representaba, sobre todo conduciendo del lado del precipicio. Sin duda, me di cuenta de que esa no era la misma ruta por la que había llegado a Salta desde Humahuaca, hace casi dos semanas.
     


     
    Nuestro vértigo se acentuó de manera estrepitosa cuando detrás de una curva apareció una escena espeluznante: un coche había caído por el acantilado
     
    El vehículo se encontraba atrapado entre las ramas de los enormes árboles que, por fortuna, amortiguaron su caída y evitaron un mortal accidente. La carretera estaba cerrada por el carril norte, donde se podían apreciar las marcas de las llantas que recién habían derrapado sin control. Por fortuna, y según vimos, no hubo muertos ni heridos de gravedad
     
    Con toda la precaución posible, Martín optimizó su concentración al 100%, y seguimos adelante hacia nuestro destino: la ciudad de San Salvador Jujuy.
     
    A unos 120 km al norte de la ciudad de Salta, San Salvador de Jujuy es la capital de la provincia de Jujuy, el departamento más septentrional de toda Argentina. A pesar de haber pasado varios días en el norte y centro de Jujuy con Nico y Rocío, no habíamos querido detenernos en la ciudad capital, que según sabían, poco ofrecía a los visitantes. Y al parecer, algo similar pensaban Florencia y Martín
     
    Me dijeron que querían parar en la ciudad solo para no dejar de ver su centro histórico. Pero que si no había mucho más que hacer, no pasarían la noche ahí; en cambio, buscarían resguardo en Purmamarca, pueblo más al norte que me dejaba mucho mejor ubicado para seguir mi camino rumbo a Chile.
     
    Así que hicimos un trato: en lugar de dejarme en la carretera, los acompañaría al casco viejo de Jujuy e iríamos a la oficina de turismo. Allí decidirían si quedarse (y yo tomaría un bus a la autopista para pedir otro ride) o si seguían su camino y me dejaban en Purmamarca.
     
    Luego de aparcar el auto frente a la Plaza de Armas, no vacilamos mucho para hallar el centro de atención. Seguido de un rápido vistazo al folleto informativo, decidieron que, en efecto, dormirían esa noche en Purmamarca Y feliz por el oportuno fallo, me dispuse a conocer el centro histórico de la ciudad.
     
    Como es costumbre en las ciudades de la España Colonial, en los alrededores de la Plaza Belgrano (plaza central) se encuentran los edificios de gobierno y la catedral. El Palacio de Gobierno me pareció una construcción exquisita. Una mezcla de estilo colonial neoclásico con elementos de Italia, cuya influencia en toda Argentina es bastante notoria.
     


     
    Entramos para conocer sus impecables interiores, con la silla presidencial de la provincia y las banderas de todos los departamentos del país. Desde su sala principal, tuvimos una vista muy bella del zócalo de la ciudad.
     


     
    Salimos del palacio y seguimos por la catedral de estilo barroco mixto, donde no me pude dar el lujo de pagar $5 para la entrada
     
    Caminamos por su calle principal, General Belgrano, llena de comercios y establecimientos de comida. Resistiéndome a cualquier tipo de tentación que involucrase el intercambio de monedas acepté un poco de la coca cola que me ofrecieron Flor y Martín para subir mis niveles de azúcar y aguantar el hambre hasta la noche, apaciguada menormente por un proteínico plátano que cargaba en mi bolsa y que no dudé en comer.
     


     
    Unas cuantas vueltas por el centro fueron suficientes para los tres turistas, que antes de que se hiciera más tarde, volvimos al coche para emprender el camino a Purmamarca.
     
    Al dejar atrás la capital, súbitamente el paisaje circundante cambió. Las verdes y húmedas yungas que resbalaban por las colinas orientales de la cordillera andina de pronto me llevaron de vuelta a las áridas quebradas que antecedían al altiplano. Los colores desérticos, del marrón al rojo, cautivaron los ojos de Flor y Martín. La Quebrada de Humahuaca me dio la bienvenida de regreso una media hora después de conducir por la ruta 9.
     
    Tomamos la desviación hacia la ruta 52. Ahora me sentía bastante seguro y mucho más cerca de mi destino. La ruta 52 era el camino comercial más transitado que comunica al Cono Sur de Sudamérica con Chile. Había leído que muchos de los solitarios traileros de Brasil, Paraguay y Argentina tomaban esta autopista para llegar hasta Chile, y el primer destino después de la frontera era precisamente San Pedro de Atacama. No había mejor conductor que me recogiese que un trailero comerciante. El plan era simplemente perfecto
     
    Tan sólo 3 km de iniciada la 52, arribamos a Purmamarca, pueblo que ya había tenido la suerte de visitar con Nico y Rocío antes de Navidad.
     
    Flor y Martín me dejaron en la entrada del pueblo, y se despidieron de mí para ir a buscar donde pasar la noche. Mientras tanto, corrí hasta la autopista para tratar de coger un aventón. Eran ya las 6 pm y había 400 km que me separaban de mi objetivo Quería al menos llegar a la frontera y acampar allí, para cruzar al otro día temprano.
     
    Todavía pasaban algunos coches hacia el oeste, y no había muchas opciones. En esa dirección, después de Purmamarca, casi no había poblados, y mucho menos un hostal donde hacer noche. La gente que transitaba eran, quizá, locales que se dirigían a sus casas en las rancherías o traileros que harían noche antes del paso fronterizo, que para esa hora, seguro ya estaba cerrado.
     
    Mientras la mayoría de los viajeros se paseaban por el lugar buscando un camping o un hostal, a lo lejos avisté a un chico que alzaba su dedo en petición de un aventón. En su gran letrero se leía Paso de Jama. Sí, sabía que, precisamente, en esa dirección no había muchos otros lugares a donde ir, sino al cruce fronterizo. Me acerqué a él y me presenté.
     
    El chico era Maximiliano, y entre su escaso español y mis pocos conocimientos de portugués, se presentó como Max. Un joven carioca que se había alejado de las favelas do alemão por unas semanas, y había viajado a dedo desde su natal Río de Janeiro hasta las tierras norteñas de Argentina para conocer las maravillas de sus países vecinos.
     
    Las historias de sus osadas y largas travesías por rides, llegando a recorrer más de 500 km en un solo día, me dieron mucha más seguridad y me alentaron para, con su consentimiento, unirme a él en la búsqueda de un alma solidaria que nos transportase hasta Atacama.
     


    Locales en la carretera 52
     
    Ningún coche se detenía y poco tiempo pasó para que la carretera se vaciara, y para que el sol comenzara a descender en el horizonte. Un conjunto e intimidante grupo de nubes se avecinaban desde el norte. Supimos que era tiempo de abortar la misión y buscar un buen lugar donde dormir
     
    Me sorprendió saber que Max viajaba sin una carpa, y que con el poco dinero que tenía no podía pagar muchos hostales. Según me contó, había dormido en repetidas ocasiones en estaciones de bus o bajo pequeños techos. Y precisamente eso fue lo que me propuso
     
    Contradiciendo en absoluto su proposición, le dije que yo había estado ya en Purmamarca y sus zonas aledañas. A pesar del caluroso verano, el frío durante la noche era fuerte y penetrante, y no pensaba echarme a dormir sobre el frío y duro concreto No con una casa de campaña en mi espalda. Así que lo invité a que acampásemos juntos, y buscamos un terreno donde montar la carpa.
     
    Caminamos hacia el lado posterior del pequeño pueblo. Recordaba un lugar al final del sendero del Cerro de los 7 colores. Y ahí, sobre un rojizo montículo de arena y protegidos del viento, armamos nuestro dormitorio temporal.
     


     
    Dejé a Max por un momento para ir a comprar agua embotellada, ya que el agua pública de Purmamarca no era apta para beber. Si debía gastar mis últimos $20 que adquirí gracias a Joaquín, lo haría en algo completamente esencial. Sabía que pasaría al menos otro día viajando a dedo y, al menos, tenía que estar bien hidratado
     
    M despedí de $13 entre el agua y algo de fruta que adquirí en una tienda de abarrotes. $7 era la modesta cantidad que hasta entonces colmaba mi bolsillo
     
    Pero cuando volví a la carpa, Max me quiso agradecer por darle alojo en mi cómoda habitación móvil Sacó de su mochila un baguette, jamón, queso, galletas y un jugo. Entonces, me sentí agradecido por hacerle caso al destino, que al unirme con él se aseguró de que aquella noche no pasara hambre
     
    Cenamos alegres bajo nuestro techo, mientras el cielo se oscurecía, y daba paso al resonar de los truenos y relámpagos que iluminaban por segundos las translúcidas paredes de la tienda.
     
    Cual orugas nos enrollamos dentro de nuestros sacos de dormir y nos tapamos hasta la cabeza para conciliar el sueño. Programamos nuestra alarma para que sonara justo al alba, para comenzar una nueva jornada, en aras de alcanzar juntos la línea chilena…
  11. AlexMexico
    Habían pasado apenas 5 días desde que inició el año, y el abrasador alba a las 8 de la mañana me despertaba bajo el techo de una casa de campaña. Sin duda eso me hizo recordar que no estaba en casa. Hacía ya un mes que había salido de México y parecía increíble que siguiera con mi viaje a tantos kilómetros de donde lo inicié
     
    Argentina me había acogido ya por varios días, incluyendo Navidad y el 31 de diciembre, y no me sentía listo para dejarlo atrás, después de tantas mágicas experiencias. Pero el final se acercaba y tenía que aceptarlo Mientras lo inevitable llegaba, me dispuse a disfrutar de mis últimas jornadas en el maravilloso Cono Sur.
     
    Aquel día nos levantamos en el camping para dejar Cafayate y regresar a Salta. Como ya era costumbre, Joaquín preparó el mate para desayunar. Al refrigerio se nos unió nuestro vecino, un chico de Rosario que recorría las tierras de su país.
     
    Flor y Luchi entablaron conversación con él, remembrando “cómo la habían pasado” La noche anterior, después del enorme asado que cenamos, caí profundamente dormido en mi sleeping bag. Sin poder darme cuenta, Flor y Luchi se hicieron amigas del vecino y su amigo, y después de la medianoche salieron de joda por el pueblo.
     
    Al parecer, entre bailes folclóricos en las peñas se habían prolongado los tragos y el vecino había invitado las cervezas. El desvelo era entonces bastante notable en todos ellos (a excepción de Luchi, quien lucía igual de entusiasta y enérgica que siempre).
     
    El chico trató de curar su resaca con cacahuates y jugo, lo cual no me parecía una excelente idea Pero al ser nuestro último día, no teníamos mucho que ofrecerle, más que mates y galletas.
     
    Luego del ligero desayuno empezamos a desmontar el campamento. Para ese entonces, yo ya me había vuelto experto en deshacer mi carpa, lo cual podía lograr en menos de 5 minutos
     
    Subimos todo de vuelta al coche y nos despedimos de los vecinos. Antes del mediodía nos dirigíamos de nuevo a Salta y le decíamos adiós a Cafayate, después de dos días de inolvidables aventuras.
     
    Había perdido de vista a Rocío y Nico, que se habían hospedado en Cafayate en casa de una amiga de su tía. Sabía que no los volvería a ver, pues cuando volviesen a Salta sería solo para coger sus maletas y viajar hacia Córdoba. Nuestros caminos se habían bifurcado en direcciones opuestas y, sin haber tenido la oportunidad de decir adiós, se convertían en otro par de amigos que entraron y salieron de mi vida cual estrellas fugaces.
     
    Debo aceptar que durante los primeros minutos dentro del coche me llené de una profunda tristeza en cierto modo, les había tomado un cariño especial a ambos. Habíamos pasado muchas cosas juntos desde que nos topamos en Perú, y fue gracias a ellos que me animé a cruzar a la Argentina. Pero estos son los gajes del oficio backpacker Al viajar, uno debe estar consciente de que se trata de un modo de vida temporal y muy diferente al sedentarismo tradicional. El destino nos cruza con una y otra persona distinta cada día, algunas de las cuales pueden llegar para cambiar nuestro rumbo, y otras son almas pasajeras que poco a poco se abonan en un recuerdo. Pero en la mayoría de los casos llega a su final, que para bien o para mal es necesario para continuar nuestras vidas, así tan duro como pueda ser.
     
    Me dispuse a escribirles un mensaje de agradecimiento para cuando regresase a Salta, deseándoles buena suerte. Al fin y al cabo, sus planes eran volver a La Pampa y establecerse en un lugar que yo no conocía, y para mí no hay nada mejor que pensar en un reencuentro en el futuro
     
    Dejando atrás la melancolía, me obligué a disfrutar del momento, allí y ahora. Solo viviría una vez aquella experiencia en mi vida y no deseaba desperdiciarla entre malos pensamientos que allanaran mi mente.
     
    Para salir de Cafayate tomamos la misma ruta que al venir, la ruta 68. El día era hermoso. El sol se posaba justo sobre nosotros iluminando un infinito cielo azul, salpicado por las pinceladas blancas que se presumían como nubes.
     
    Mis manos, casi involuntariamente, sujetaban el objetivo de mi réflex apuntando hacia la ventana, en busca de una toma perfecta del paisaje circundante. Pero el movimiento del coche y el viento que penetraba con fuerza hacían la tarea aún más difícil No te preocupes — me dijo Alejandrina, al instante en que detenía el vehículo para aparcar a un costado de la carretera y permitirme bajar para captar la majestuosidad del lugar.
     


     
    Varios macizos de un cobrizo anaranjado parecían sonreír para que les tomase una foto adornados por la desdeñable vegetación.
     
     


     
    La casi vacía carretera me permitía cruzar de un lado a otro para conseguir los mejores ángulos de las enormes formaciones rocosas.
     


     
    No pude evitar acercarme hasta ellas para sentir su áspera superficie, que me transportaba de vuelta a los colores de las quebradas en Jujuy, que me habían dejado atónito hace apenas algunas semanas atrás
     


     
    Luego de algunas fotografías, Flor me cedió el puesto del copiloto al frente del auto para poder obtener las mejores vistas con mi cámara. Desafortunadamente, de ellas capturé pocas ya que mi batería se agotaba y debía conservarla con recelo, pues aún nos faltaba un lugar por ver: el Dique Cabra Corral.
     
    La autopista nos llevó hasta una pequeña población, desde donde se debía coger la desviación hacia el Dique. Pero muchos estábamos algo hambrientos, sobre todo las desveladas Flor y Luchi, que aún necesitaban reponer las fuerzas perdidas en su noche de parranda.
     
    Hallamos un buen y barato restaurante donde comer, y cuando tomamos asiento buscábamos algo que picar, como unas empanadas y una coca cola. Pero algo más nos llamó la atención
     
     
    La mesera, que también era la cocinera, nos ofreció el menú de la casa: un pejerrey servido con papas fritas. Parecía que el pejerrey era un pescado bastante común y tradicional en las aquellas tierras salteñas. La cara de Alejandrina se extasió al escuchar la palabra que denominaba, según ella, al pescado más sabroso de todos los tiempos.
     
    No quise perder la oportunidad de probar un platillo que parecía tan típico de la zona y seguidos por Ale y por mí, cada uno de los 5 pedimos el pejerrey.
     
    La espera por la comida se prolongó por un largo rato, en que nos desesperamos poco a poco mientras sentíamos nuestros estómagos rugir
     
    La llegada de dos platos de salsas de ají anunció la del platillo principal. El burbujear de la coca cola en mi vaso, sumado al olor del enorme pescado frito que la mujer posicionó frente a mis ojos fue la mejor combinación gastronómica que había tenido desde las empanadas en casa de Gustavo
     
    Cuando menos lo esperé, todos nos quedamos sin habla y nos dimos a masticar el exquisito guiso, satisfaciendo a nuestro organismo con tal delicia.
     
    Totalmente complacido, pagué mi parte de la cuenta, y me di cuenta de algo espeluznante: sólo me quedaban 5 pesos argentinos en mi cartera Tenía pensado salir al otro día temprano rumbo al Paso de Jama y cruzar a Chile, pero al parecer tendría que hacerlo al estilo mochilero: pidiendo ride Además de todo, no quería sacar más dinero del cajero en Argentina, pues el cambio de divisas oficial me afectaba al doble de lo que había obtenido en el paso boliviano, lo cual me obligaba a sobrevivir con 5 pesos hasta llegar al país vecino. Sin duda sería un nuevo reto que tendría que vencer en este viaje
     
    A pesar de mis preocupaciones económicas y sin contar a nadie mis penurias (las cuales sé que superaría con sabiduría), pagué contento mi platillo, que fue el mejor manjar probado en un largo tiempo
     
    Con los estómagos bastante saciados regresamos al coche y manejamos hasta el Dique, que se encontraba a pocos kilómetros al este del pueblo.
     
    Se trata de un embalse artificial creado por una represa de agua, la cual alimenta a una planta hidroeléctrica. En esta enorme laguna confluyen algunos ríos del norte argentino.
     
    El primer acceso desde el diminuto pueblo de Coronel Moldes nos condujo a una bahía donde se aparcaban algunos autos y personas. Sólo al bajar del coche percibimos la suciedad que inundaba las playas de la laguna Sinceramente no era lo que esperábamos y no quisimos permanecer ahí mucho más.
     
    Alejandrina nos dijo que existían más lugares habilitados para pasar el día junto al lago y nadar en el agua. Ya que estábamos ahí, no quisimos dejar pasar la oportunidad.
     
    Avanzamos pocos kilómetros más adelante hasta que llegamos a un hotel-restaurante, llamado simplemente El Dique. Ubicado en la altura de un acantilado, el hotel poseía un único acceso con escaleras hasta la orilla del lago, además de zonas de descanso para sus huéspedes.
     
    Alejandrina preguntó en la recepción si era posible bajar hasta la orilla, ya que la propiedad está privatizada por el complejo. La señorita nos indicó que necesitábamos comprar alguna bebida o bocadillo para tener derecho a pasar. Un poco sonrojado por una única y poco valuada moneda en mi bolsillo los demás aceptaron la propuesta, ofreciéndose a pagar una jarra de limonada.
     
    Pasamos la recepción y el restaurante hasta dar con las escaleras, que bajaban hasta una pequeña palapa mirador. Desde ahí, pudimos descender por el pasto hasta un modesto muelle de madera que flotaba sobre el lago. Agobiados por el intenso calor, nos despojamos de nuestra ropa y nos lanzamos al agua
     


     
    La temperatura era perfecta para refrescarnos debidamente. Por un momento olvidé que no sabía nadar bien y regresaba al muelle de vez en cuando, para sujetarme de lo tubos que lo sostenían por debajo.
     
    Una pareja con sus dos hijos se nos unieron en el recreo acuático. El verano se hacía presente en el norte y los vacacionistas parecían estarlo aprovechando al máximo.
     
    Detrás de nosotros la laguna se extendía en parte de su esplendor, cuya vista se veía interrumpida por los montes zigzagueantes que dibujan su irregular forma de trípode. Sobre el agua se avistaban algunas embarcaciones pequeñas y algunas casas flotantes. Y a lo lejos, se divisaban más zonas de recreo en la orilla.
     


     
    Poco después de haber arribado, un hombre se acercó para ofrecernos paseos en lancha, ski acuático y todo tipo de deportes náuticos. Al parecer organizaba grupos diarios para darles un recorrido general por el embalse. Sin embargo, refutamos desde el inicio, pues sabíamos que no permaneceríamos más allá de una pocas horas.
     
    Después de varios clavados al agua subimos al mirador y pedimos la prometida limonada a los meseros, que sació incluso más el calor. Nos tumbamos en el césped y nos preparamos para varias partidas más de truco.
     
     


     
    Antes de que el día se esfumara, nadamos otro rato en el lago, para luego secarnos sentados en el muelle. El atardecer nos alcanzó en la bahía, y disfrutamos de una nueva puesta de sol desde la comodidad y el aislamiento del embalse.
     


     
    Ya casi sin luz del sol, cogimos nuestras cosas, pagamos la jarra y regresamos al coche para, ahora sí, regresar a Salta. Manejamos poco menos de una hora hasta llegar a la gran ciudad.
     
    Y por si mi mente y mis emociones no se hubieran revuelto lo suficiente con la inexistente despedida de Nico y Rocío al bajar del coche tuve que despedirme de Ale, Flor y Luchi, sabiendo que, mientras ellas disfrutaban del resto de sus vacaciones en casa, yo debía partir a la siguiente mañana con rumbo a su país vecino de occidente.
     
    Las tres me habían brindado la hospitalidad y calidez que nunca hubiera esperado de una estereotípica Argentina, lo cual les agradecería eternamente
     
    Entre abrazos y buenos deseos, Joaco y yo volvimos al apartamento de Guti, quien hasta entonces no había regresado de su travesía en el Nevado de Cachi. Preparé mi maleta y las provisiones que me quedaban hasta llegar a Chile. Tomé una ducha antes de dormir y traté de pensar en que lo mejor estaba por llegar, sin preocuparme más por mi vacía billetera.
     
    Me esperaba una larga jornada totalmente desconocida: mi primer viaje hitchhiker completamente solo...
     
    Pueden ver el resto de las fotografías aquí:
     
     
  12. AlexMexico
    Despertamos nuestra primera mañana en Cafayate dentro de nuestras casas de campaña, con un clima muy distinto con el que se amanecía en Jujuy. El calor se hacía inminente cuando los rayos del sol pegaban sobre el techo de mi carpa a temprana hora. Las ramas de un árbol nos protegieron ligeramente del radiar del verano que nos hizo abrir poco a poco los párpados.
     
    El camping se había mantenido medio lleno hasta el momento. Algunos nuevos vecinos habían aparecido alrededor. La mayoría argentinos que aprovechaban el verano para recorrer de norte a sur su hermoso país. Otros, quizá más extremos, que viajaban por el mundo como forma adaptada de vida. Era el caso de los italianos con su ostentosa casa rodante que se posaba en el medio del jardín Su bien equipado exterior color militar opacaba a cual más instalada tienda que la adornaban en un círculo de colores.
     
    Al fondo del seco pastizal se alzaba nuestro modesto campamento, compuesto por el coche de Alejandrina y dos pequeñas carpas.
     


     
    Tomamos un ligero desayuno para empezar el día. Antes de que pudiese sacar la empanada del día anterior de su bolsa de plástico, Joaquín y Ale tenían ya listo el primer mate del día ¡Vaya si los argentinos eran realmente adictos a aquella hirviente bebida!
     
    Optamos por fruta y algo de yogurt para empezar el día. Reservamos los sándwiches de jamón y algunas empanadas que habían sobrado para recobrar fuerzas en la larga caminata que nos esperaba para la tarde, nada más y nada menos que en las 7 cascadas del río Colorado, bastante conocidas en toda la provincia de Salta.
     
    Los viajeros y campers nos habían ya recomendado visitar el sendero que dibujaba el río, pero nos habían advertido sobre la longitud y dificultad del mismo, sobre todo si pretendíamos avistar las 7 caídas, separadas entre sí por varios metros.
     
    Así que después del pequeño refrigerio nos preparamos con tenis, botas de trekking, ropa ligera, alguna cámara de fotos, algo de comida, agua y bloqueador solar en las mochilas. No debíamos cometer el mismo error que en Alemanía, así que nos encaminamos con el menor peso posible.
     
    Las 7 cascadas no están muy lejos de Cafayate, aunque para llegar caminando se tarda más de una hora, lo que sumado a la caminata en la Riviera del río representa un mayor cansancio Por ello, manejamos para atravesar los viñedos del suroeste de la localidad hasta un sitio donde dejar el coche. Aquellos plantíos de la legendaria fruta de la vid me hicieron sentirme en un pueblecillo francés Como ya mencioné en el relato anterior, Cafayate es bien conocida en toda Argentina por su alta producción de vinos.
     
    Avanzamos unos 6 km por un camino de ripio que empolvó la carcasa del auto y que nos hizo despegarnos del asiento hasta el techo en repetidos saltos. Decenas de aventureros que se dirigían al mismo sendero que nosotros alzaban el dedo pulgar en señal de ride, más nuestra solidaridad se vio opacada por el reducido tamaño del vehículo, que con todos dentro se había llenado a tope
     
    Tras varios minutos en que las llantas pusieron su mayor resistencia al incómodo a irregular tramo carretero, llegamos a una pequeña villa turística, donde se ofrecían servicios de alojamiento, camping, alimentos y estacionamiento, donde decidimos dejar el coche por un módico precio. Además, grupos de personas se acercaban a nosotros y a todos los turistas ofreciéndonos un recorrido guiado por las cascadas, sin prometernos poder ver las siete.
     
    Nos rehusamos desde el principio, pues no queríamos pagar. Pero la insistencia era mucha. Todos murmuraban sobre la dificultad del camino, sobre la inexistencia de un sendero marcado o sobre la pérdida y la muerte de turistas en el pasado.
     
    Algunos de nuestros rostros se mostraron consternados pero Alejandrina se mantuvo firme. Buscaba relajarse en medio de la naturaleza y lo que menos deseaba era estar acompañada de un extraño que anhelase plata. Y aunque debo aceptar que me preocupé un poco al principio, quise ser optimista y apoyar la decisión de Ale. Después de todo, yo tampoco quería vaciar más mi billetera
     
    Después de un rotundo no al guía (quien se mostró cero profesional y poco amable, debo decir) otros dos o tres se acercaron a nosotros contándonos la misma aterradora historia. Esta vez sí que nos hicieron enojar si tan peligroso era el camino, entonces quizá debería estar prohibido entrar sin guía. Y al ver que varias personas se aventuraban por sí solas, supusimos que no estaríamos solos en nuestra travesía. Después de todo, lo que había que hacer era seguir el curso del río, del cual no había ninguna manera de salirse.
     
    De la villa caminamos sólo algunos metros hasta llegar a la caseta de entrada, donde nos registramos en una libreta de seguridad del parque. La recepcionista nos dio la bienvenida, sumada a recomendaciones generales sobre el trekking. Cuando preguntamos el tiempo aproximado para llegar a la primera cascada nos contestó: Depende de qué tanto se pierdan para llegar, respuesta tal que nos hizo dudar un poco Pero su cara optimista nos hizo saber que era muy normal serpentear varios minutos en busca del mejor camino, lo cual a veces te obliga a volver y perder más tiempo.
     
    En fin, fuese lo que fuese lo que nos esperaba allá adentro, estábamos ahí y estábamos emocionados Con eso, nada podría salirnos mal. O eso creíamos.
     
    Justo tras pasar la caseta de registro, nos internamos en un matorral de plantas secas que dibujaban un laberinto de caminos Nos vimos en una terrible confusión que duró algunos minutos, en los que fuimos y volvimos serpenteando entre los arbustos. Pero la aparición de otro grupo de turistas guiados por un local nos indicó el mejor sendero para seguir adelante. Empezaba a dudar un poco sobre la desestimación de un guía.
     
    No obstante, no hizo falta recorrer generosas distancias para llegar a la orilla del río, cuyo cauce en un principio parecía bastante angosto. Y lo donde se extendía un inmenso llano de arena y rocas de pronto se alzaban pequeñas montañas a ambos lados de la Riviera, que formaban en su prolongación una especie de cañón arbolado.
     


     
    Caminamos los primeros metros sin ver a muchas personas alrededor. Como bien dijeron los guías, no existía un sendero marcado que recorrer. Así que tuvimos que ir improvisando el mejor modo de avanzar.
     
    Primero lo hicimos por la parte baja de la montaña, justo al lado del río. Pero las paredes de piedra comenzaban a cerrarnos cada vez más la senda Así que debimos subir y caminar por la empinada cuesta de las montañas, donde descubrimos que las pisadas de los muchos turistas que lo recorría habían ya marcado un ligero pero evidente camino.
     
    Seguimos las pisadas, esquivando las ramas puntiagudas de los arbustos y ayudándonos de vez en cuando en donde el camino se cerraba, y había que escalar o pasar de lado las paredes verticales que sobresalían.
     


     
    Llegamos a una primera caída de agua, la cual no estábamos seguros si era o no la primera de las siete cascadas. El camino parecía habérsenos cerrado, y de una u otra forma habíamos terminado en la parte baja. Al no hallar personas que nos guiaran, nos metimos a una pequeña cueva que se formaba por las rocas apiladas justo a la cascada. Y retorciendo nuestros cuerpos cual lombrices, logramos escalar hasta la zona alta, donde encontramos de vuelta el sendero y seguirnos el andar.
     


     
    Era ya mediodía y el sol estaba en su máximo punto cenital. Justo sobre nuestras cabezas, sus rayos calcinaban nuestra piel y hacían a nuestros poros evacuar gota tras gota de sudor Por tanto, nuestra crema solar y litros de agua fueron esenciales para la travesía.
     


     
    El río se adentraba más y más en el cañón. Lo recorríamos a contracorriente y parecía que el camino se volvía cada vez más sinuoso. Cambiaba frecuentemente de una orilla a la otra. Había que cruzar el río saltando rocas y esquivando el resbaladizo moho. Flor tuvo algunas dificultades con eso, y al final prefirió mojar sus tenis por completo para evitar caer por las piedras
     
    Más adelante nos topamos con más y más jóvenes que transitaban de ida y vuelta los senderos del Colorado. Les oímos decir que habíamos llegado a la segunda cascada. Tal parecía que la que habíamos avistado sí era la primera
     
    Para ese entonces nos encontrábamos del lado izquierdo del río, muy por encima de él. Seguimos andando por el ya casi invisible sendero que seguía subiendo hasta unos acantilados. Allí, tuvimos algunas pequeñas vistas de la cascada, pero no parecía que pudiésemos bajar.
     


     
    Por tanto, dimos marcha atrás hasta bajar al nivel del agua. Allí vimos cómo los viajeros utilizaban una ruta baja para llegar a las demás cascadas, que según parecía, estaban ya todas cerca.
     


     
    Caminando lentamente llegamos a la segunda cascada, algo agotados después de más de dos horas serpenteando por el laberíntico cañón.
     
    Las chicas quisieron descansar un momento y disfrutar del agua para apaciguar el calor. Cuál sorpresa nos llevamos al meter nuestros pies al río ¡El agua estaba helada! ¡Congelada! Fue entonces cuando recordamos que el agua era fuente del deshielo de la cordillera andina, que se alzaba en su esplendor varios kilómetros hacia el oeste.
     


     
    Sin embargo, Flor, Ale, Joaquín y Luchi se dieron un chapuzón rápido. Yo en cambio, me relajé sentado fuera del agua, mientras aprovechábamos a comer un sándwich y un alfajor
     


     
    Después del merecido intermedio, seguimos adelante para conocer las demás cascadas. Flor se quiso quedar a tomar el sol, así que le dejamos algunas cosas para no cargar.
     
    En seguida nos dimos cuenta del aumento de la dificultad del camino. Ahora debíamos escalar las rocas para hallar el sendero. En dos o tres ocasiones debimos cruzar el río por estrechos y saltar de una pared a otra, sujetándonos de las manos de compañeros o de la rama de algún árbol.
     


     
    En algunos sitios el camino se interrumpía por gigantescas rocas lisas e inclinadas por las que había que sujetarse, a pesar de lo resbaladizas que podían llegar a ser. Sin embargo, con nuestra propia ayuda todo salió bien, aunque fue buena idea que Flor no viniese, pues le daba algo de pánico el peligro.
     


     
    Al llegar a la tercera cascada la concurrencia se había incrementado. El pequeño estanque que formaba la caída de agua se encontraba repleto de jóvenes que se refrescaban y se tiraban clavados desde su parte alta. Había una larga fila en el camino para poder subir, ya que en su parte más angosta sólo podía pasar una persona, ya sea de ida o de vuelta.
     
    Alejandrina decidió quedarse a ver la cascada desde abajo. Pero Joaco, Luchi y yo, después de una larga espera, logramos subir a la roca que dominaba la caída de agua. Sin duda, era todo un espectáculo.
     
    Joaquín no quiso dejar pasar la oportunidad y se tiró un clavado desde lo más alto, que quedó inmortalizado por mí para su futura foto de perfil
     


     
    Como ya no quiso volver a subir, Luchi y yo seguimos nuestro camino hasta la cuarta cascada, que quedaba apenas unos metros adelante en línea recta. Tal parecía que fungía como un oasis que resguardaba a los bañistas del abrasador calor.
     


     
    De pronto, los ladridos de un perro nos desconcertaron ¿De dónde venían? Una mirada arriba bastó para descubrir al pobre animal atrapado en una roca. Había subido lo suficiente para que un vistazo cuesta abajo lo llenara de nervios y pánico
     
    No sabíamos quién era su dueño ni por qué tonta razón lo había llevado a una zona tan alta y escarpada Entonces supimos que se trataba del camino a la quinta cascada
     
    Una fila de turistas se aglutinaba en las verticales paredes siguiendo el curso del Colorado. Entre ellos, algunos que auxiliaron amablemente al perro. Yo estaba dispuesto a subir en busca del resto de las cascadas. Pero a Luchi no le dio mucha confianza aquella empinada cuesta Así que volvimos para reunirnos con Ale, Flor y Joaquín.
     
    Pero antes de bajar de la cuarta cascada, hice a un lado el vértigo y me preparé para un chapuzón. Y lo que más me daba miedo no era la altura, sino la temperatura del agua a la que estaba a punto de caer.
     


     
    Sin hesitar, me lancé a la mirada de los viajeros en el estanque hasta sumergirme en el fondo del río. El agua helada congeló mi cerebro por unos minutos. Pero vaya que refrescó mi cuerpo, agobiado por el calor vespertino
     
    Descendimos de vuelta con los chicos, y tras otro pequeño descanso en la orilla, entre la sombra de los árboles y sapos saltarines, volvimos a la villa en mucho menos tiempo que el que nos tomó llegar.
     


     
    Manejamos de regreso a Cafayate, donde pasamos el resto de la tarde visitando el museo del vino y tomando unos mates en la Plaza Central.
     


     
    El camping nos había proveído con un enorme chungo (asador), así que cooperamos para comprar lo necesario para un buen asado por la noche. Carbón, carne, verduras y el infaltable vino
     
    Nos fuimos a la cama con los estómagos bastante satisfechos, aliviados de una larga jornada de trekking y escalada. Al otro día partiríamos de vuelta a Salta, así que más me valía disfrutar de mis últimos días en la Argentina…
     
    Pueden ver el resto de las fotos en el álbum:
     
     
  13. AlexMexico
    Concluidas las fiestas decembrinas y consumado el 2014, mi viaje se había atajado por numerosos días en la ciudad de Salta “la linda”, con la excelente compañía de mi couch Gustavo y sus amigos.
     
    Desde mi arribo al apartamento de Guti, supe de su pertenencia a algunos clanes sociales, que se hacía notar entre otras cosas, por su norma de entrar descalzo a casa, por su colección de figuras hinduistas y por su persistente dieta vegetariana.
     
    Uno de los grupos también incluía a un círculo de alpinistas, con los que Guti me había contado que pronto realizaría una expedición para subir a la cima del Nevado de Cachi. Llevaba ya varios días preparándose alimentaria y físicamente para la dura hazaña, a la cual partió justo el tercer día del recién iniciado año.
     
    Joaquín, escasamente experimentado en el montañismo, decidió que se quedaría en Salta hasta principios de febrero, y me había externado su deseo de hacer un pequeño viaje por las tierras del norte, las cuales había conocido desde pequeño, pero ahora era poco capaz de recordar.
     
    Al escuchar esto, Flor, Luchi y Alejandrina nos propusieron a ambos hacer juntos un road trip, a quienes apetecía algunos días lejos de la ciudad y tener un contacto más profundo con la naturaleza que empapaba los heterogéneos suelos de su provincia.
     
    Así, una noche antes de que Guti dejara Salta, creamos un grupo en whatsapp donde organizamos un improvisado plan para la mañana siguiente. Sin saber exactamente nuestro destino, armamos una pequeña maleta con cosas universales que necesitaríamos, fuese cual fuese nuestra parada. Y con algo de comida, agua y nuestras tiendas de campaña, partimos algo apretujados en el coche de Ale, mientras me regocijaba en la ironía del destino, que me había reunido en un viaje con los amigos de mi host, más no con él
     
    Entretanto tomamos la carretera al sur, discutíamos cuál sería una mejor escala: el pueblo de Cachi o el de Cafayate. Ambos pequeñas poblaciones vitivinícolas con espíritus de pueblos mágicos (denominación mexicana para los pueblos que han conservado su riqueza cultural y representan orgullosamente a la zona que le corresponde).
     
    Debíamos elegir pronto, pues la ruta se bifurcaría con ambas opciones a lados opuestos. Debido al malogrado estado de la carretera hacia Cachi, que se componía casi en su totalidad por ripio, optamos por una ruta más cómoda hacia Cafayate.
     
    Alejandrina nos había platicado sobre el Chorro de Alemanía, una caída de agua que pintaba ser un oasis paradisíaco. Para llegar, se debía hacer una larga caminata a través de una quebrada, pero parecía que valdría la pena. Después de todo, aventura y trekking es lo que buscábamos desde el principio
     
    Cuando el letrero que anunciaba Alemanía apareció en la ruta, nos detuvimos sin pensarlo. Pero las cosas no eran como habíamos pensado: no parecía haber ningún pueblo físico que ostentara tal nombre Todo indicaba que se trataba de una comunidad fantasma, donde incluso los edificios habían desaparecido.
     
    No obstante, preguntamos a algunas personas en un puesto de artesanías si conocían El Chorro, a lo cual nos indicaron el camino a seguir. Pedimos estacionar el coche allí y preparamos nuestras cosas para partir. Aún así, no sabíamos qué tan larga sería la caminata, por lo cual decidimos coger nuestras carpas y comida para pasar la noche.
     
    Después de caminar algunos metros llegamos a un pequeño camping, donde decidimos que sería mejor aparcar el carro. Mientras esperábamos a que Ale fuese por él, hicimos plática con una familia que había ya visitado la cascada.
     
    Al contarles que nosotros apenas nos aventurábamos hacia allá, nos miraron consternados. El camino hasta la caída era casi de 3 horas bajo un intenso sol, del cual no había sombra tras la cual resguardarse. No había un sendero específico, pues había que seguir una quebrada empinada que era serpenteada por un río en su parte baja. Se debía caminar ligero, sin mucho peso pero con abundante agua. Era todo lo contrario a lo que nosotros estábamos por hacer, cargando nuestras carpas y una bolsa de comida.
     
    Sumado a esto, no era nada recomendable acampar allí, pues no existían muchos sitios planos a excepción de la riviera. Además, las lluvias eran comunes a inicios del verano, y en caso de una de ellas, el río podría acrecentar su nivel en minutos, arriesgando las tiendas en su orilla a caer al agua de forma estrepitosa. Sin mencionar que no había personas a muchos kilómetros a la redonda que pudiesen auxiliarnos
     
    Con todo lo dicho, nuestro semblante cambió repentinamente. No teníamos una idea de lo que estábamos haciendo ni a qué nos enfrentábamos. Sin saber si los cuentos eran exagerados y como era sabido que muy cerca de Cafayate yacía otro grupo de cascadas de más fácil acceso, abortamos la misión y decidimos seguir por la ruta
     
    Cuando Alejandrina volvió con el coche le contamos lo sucedido. Luego de acomodar las cosas en la cajuela y luciendo un poco sobajados, retornamos a la autopista rumbo a Cafayate.
     
    Intentamos no desilusionarnos mucho por la forma en que nuestro road trip había comenzado Pero aquellas expresiones desalentadas pronto se transformaron con la ayuda de la música y la comida. Pero sobre todo, con la aparición de la Quebrada de las Conchas frente al parabrisas
     
    Si no me había sorprendido ya lo suficiente con los maravillosos paisajes de la Quebrada de Humahuaca en Jujuy, los brillantes monolitos que se posaban a ambos lados de la Ruta 68 me transportarían por primera vez a una película de ficción en el planeta Marte.
     


     
    Los intensos rayos del sol que rebotaban en las paredes de roca lograban casi penetrar sobre mis gafas oscuras. Pedí con mucho entusiasmo a Alejandrina que se detuviera para hacer alguna fotografía. Pero quiso reservar la escala para una maravilla geológica en especial: la Garganta del Diablo.
     
    Cuantiosos automóviles se encontraban aparcados al lado de la carretera, y la bienvenida la daban, como de costumbre, los vendedores ambulantes que ofrecían artesanías andinas. Tan solo bastó con caminar unos metros para dejarnos tragar por aquella gigantesca boca al infierno
     


     
    Estábamos entrando a un macizo de rojizos colores que parecía ser un Uluru tallado por una espátula (o más bien un trinche), exhibiendo una increíble formación geológica angosta en su principio y ancha y redonda en su final.
     
    Las sublimes y perfectas curvas que moldeaban su interior eran tan mágicas a la vista como ásperas al tacto. Y con la intención de ver la campanilla en su interior nos adentramos en sus empinadas y pequeñas colinas.
     
     


     
     
    No fue tan simple subir las escaleras de roca, pues hacían resbalar a nuestros zapatos muy fácilmente. Pero sujetando nuestras manos con las del otro logramos escalar poco a poco hasta lo más profundo de la garganta.
     
    La inclinación de la pendiente al fondo de la formación nos impidió tomar fotos desde su núcleo, pero el solo hecho de hallarme dentro de ese soberbio labrado natural me hizo más que feliz
     
     


     
     
    Luego de algunas fotografías bajamos con mucho cuidado para ser escupidos por el diablo, mientras le dábamos las gracias por tan gloriosa postal
     
    Y caminando de vuelta al coche, escuché una voz que gritaba mi nombre. Eran Rocío y Nico, quienes al igual que yo, habían emprendido un viaje hacia Cafayate con su tía Fedra y su amiga Mariana. Apenas entraban a la Garganta del Diablo, y quedé de verlos una vez que llegáramos al pueblo.
     
    Continuamos el trayecto hacia el sur mientras nos abríamos paso entre las praderas áridas que resemblaban a Arizona y su Gran Cañón. Debo confesar que es uno de los paisajes más maravillosos que me ha tocado ver en una carretera.
     


     
    Llegamos a Cafayate ya casi a la hora de comer. Lo primero por hacer fue buscar un camping donde pasar la noche. Nos habían recomendado algunos al final del pueblo, pero resultaron estar llenos y no ser tan baratos como habíamos imaginado.
     
    Después de algunas vueltas decidimos volver a la entrada de la ciudad, donde además de un camping había un balneario bastante chulo justo al lado
     
    Alzamos las carpas y desempacamos tan pronto como pudimos. El calor sofocaba nuestros cuerpos y nos moríamos de ganas por darnos un chapuzón en aquella gigantesca y refrescante pileta.
     
    Algo que me seguía sorprendiendo de mi estadía en Argentina era lo fácil y conveniente que era hallar campings en todo lugar. En algunos casos, hasta el municipio patrocina sus propios campings, con precios baratos que incluyen todos los servicios en solidaridad con los viajeros de poco presupuesto. Ahora comprendía por qué todos los argentinos suelen cargar con su carpa
     
    Nos pusimos nuestros trajes de baño (o mallas como dicen los argentinos) y cogimos nuestras toallas. La entrada al balneario costó unos 10 pesos que mucho valieron la pena en un día tan caluroso como aquel
     
    Mientras tomaba el sol, Nico y Rocío aparecieron junto a la alberca junto con su tía Fedra y Mariana. Así que decidí unírmeles con unos mates y un cigarrillo para entablar una buena charla.
     
    Después de poder relajarnos lo necesario en el agua y de haber comido algunos bocadillos pequeños, volvimos al campamento por ropa seca. Era momento de recorrer un poco el pueblo.
     


     
    Cafayate es la capital del departamento homónimo. No es una ciudad muy vieja si se le compara con otras cuya fundación data de la época virreinal. No obstante, ostenta una figura importante al ser uno de los principales productores de vino de la zona y de toda Argentina.
     
    De hecho, desde antes de llegar al pueblo, enormes viñedos aparecen repentinamente a las orillas de la ruta. Nunca antes había visto tal extensión de la vid, puesto que en México poco vino se produce (y consume).
     
    Nos dirigimos pues a la plaza central, un cuadrilátero repleto de pasto y árboles que soplaban un fresco viento suficientemente apaciguador para el calor veraniego.
     
    Alrededor del zócalo estaban la catedral de Cafayate, mercadillos de artesanías y comida y múltiples negocios locales. En ellos, aprovechamos para probar la variedad inmensa de vinos artesanales fabricados por los lugareños.
     


     
    Debo confesar que antes de llegar a Argentina no era precisamente un fanático del vino. Aún cuando pasé seis meses en España, solía beber más sangría que el vino solo. Pero la degustación que aquel día se dio mi paladar fue suficiente para contrarrestar mi antigua necedad
     


     
    En el mercado de artesanías había innumerables piezas de barro, instrumentos musicales y, por supuesto, vasos de mate, que no dudé en comprar para llevar conmigo a México.
     


     
    Las caminatas y el cansancio provocado por el agua nos obligaron a recostarnos un rato en el pasto, donde mientras Luchi hacía posiciones de yoga para estirar su cuerpo, Ale, Joaquín, Flor y yo nos servíamos la hierba para una ronda más de mate, acompañados por el ahora infaltable juego del truco
     


     
    Fue entonces cuando descubrí que no todas las hierbas son iguales, pues algunas son más amargas que otras (lo cual me había causado un cierto desagrado inicial hacia el mate). Pero algunos son más astutos, como Alejandrina, quien cargaba una botella de endulzante artificial, que con unas pocas gotas alivianaba el áspero sabor.
     


     
    La noche cayó en Cafayate e iluminó sus modestos edificios. El hambre nos atacó nuevamente y nos arrastró a una calle más retirada, lejos de los puestos turísticos. Luchi sabía de un lugar que vendía las mejores empanadas del pueblo.
     
    Parecía que no se había equivocado La suave textura de la masa que envolvía el jugoso guiso de carne molida, con el toque perfecto que una salsa de ají le añadió, sosegó nuestro apetito.
     


     
    Volvimos al camping para tomar un baño nocturno y relajarnos en las tiendas. Y para arrullar nuestro sueño no hubo nada mejor que la botella de vino que Ale decidió comprar. Si antes el vino tinto no era del todo de mi agrado, el vino blanco me causaba mucha menor apetencia. Pero un simple hielo dentro del vaso flotando en la superficie de la burbujéate bebida rosada me bastó para cambiar de opinión
     
    Gracias a las recomendaciones de nuestros vecinos habíamos decidido visitar al otro día las Cascadas del Río Colorado, mejor conocidas como las Siete Cascadas. Así que dormiríamos como bebés para estar bien preparados.
     
    Pueden ver las fotos completas en el siguiente álbum:
     
     
  14. AlexMexico
    Habían transcurrido ya cuatro días desde que Gustavo me había recibido en su casa junto con su primo Joaquín. Sus padres habían partido hacia Buenos Aires para pasar las fiestas, y pasábamos la mayoría del tiempo con su novia Flor, la mejor amiga de ésta, Alejandrina, y su hermana Luchi.
     
    Cada noche que pasaba llegaba al desvelo entre vino, mates, empandas, pizza y alfajores. Los juegos de mesa como el truco y boludeses eran la mejor compañía. Así, de cierto modo, me sentía en deuda con todos ellos por su increíble hospitalidad.
     
    El 31 de diciembre estaba a la vuelta de la esquina, y si bien no habíamos planeado nada muy especial, sea lo que fuese que hiciéramos quería aportar algo particular; algo mexicano para completar el combo.
     
    Así que compré los ingredientes para preparar el mejor platillo mexicano que puedo cocinar fuera de mi país: chilaquiles. Mis famosos chilaquiles habían viajado hasta España, Perú, y ahora llegaban al norte argentino para tratar de conquistar aquellos paladares amantes de los cortes y la pasta casera.
     
    Quise reservar mi composición de salsa de tomate con ají, nachos de maíz, pollo, cebolla y queso para la noche de año nuevo. Pero un día antes al llegar a casa, encontré al grupo argentino sentado en la mesa. Me quité los zapatos (regla esencial del apartamento) y pasé directo a la cocina. Y luego de saludarles, decidí deleitarlos esa misma noche con uno de mis manjares preferidos
     
    Las primeras impresiones fueron halagadoras, pero el tinte rojo del que se tiñeron sus rostros pronto me advirtió sobre el exceso de ají que había colocado en la salsa, mismo que mis papilas eran ya casi incapaces de percibir
     
    Y mientras Gutii se quedó con ganas de más (pues preparé un platillo vegetariano especial para él), Joaquín no pudo terminarlo. Tal parecía que era intolerante al picante, y el ají había dañado seriamente su estómago
     
    Me sentí un poco mal por el suceso, pero me confesó que, de no ser por el picor, le agradaba mucho el sabor de mis chilaquiles. Así que le prometí cocinar una sartén sin chile para la siguiente noche; no quería hacerlo pasar una víspera de año nuevo sentado en el retrete.
     
    La mañana del 31 de diciembre amaneció como un lindo y despejado día soleado. Guti, injustamente, debió trabajar medio turno. Por tanto, aproveché mi mañana para hacer mis compras de último momento. Nico y Rocío me habían invitado a cenar en casa de su tía Fedra, y como no quería llegar con las manos vacías, decidí hacer una ración más de chilaquiles.
     
    Cuando todos volvimos al apartamento era aún muy temprano, y Guti tuvo una idea. Reunió a toda la pandilla y nos dirigimos a su casa en San Lorenzo, para pasar la tarde nadando en su pileta.
     
    Había dejado las cosas preparadas para cocinarlas antes de la cena, así que sólo me relajé y dejé que el sol bronceara mi piel ya casi curtida. La guitarra de Joaco al fondo, un poco de spagetti y una copa de vino al lado de la piscina me hicieron sentir como un rey, bastante afortunado de haberme topado con tales personas en mi remoto destino del sur
     
    La noche cayó sin que nos diéramos cuenta. El sol de verano en Salta se ocultaba a las 9 pm, haciendo del día un eterno resplandor. Y apresurados por el reloj, retornamos a la ciudad para dejar a Flor en su casa y tomar mis cosas para la cena. Guti y Joaquín me llevarían hasta la casa de Fedra, donde me reuniría con los pampeños en una peculiar cena.
     
    El distrito de Vaqueros estaba bastante lejos, tomando la carretera 9 hacia el norte, saliendo de la metrópoli. Un poco perdidos con los nombres de las calles, dejamos la avenida principal para meternos en una rúa de ripio que parecía no terminar. Los terrenos de cada casa se extendían al infinito, lo que nos llevó aún más tiempo hasta toparnos con la morada de Fedra.
     
    Una sencilla y modesta casa de estilo hippie se posaba en el medio de 400 metros cuadrados de pasto rodeado por una cerca. La tenue luz que emanaba desde dentro iluminó a Rocío, quien se acercó a recibirnos para que nos perdiéramos aún más. Presenté a mis nuevos couch con mi antigua anfitriona, y tras besos de despedida ellos partieron a casa de su abuela para mirar los fuegos pirotécnicos a la medianoche.
     
    Con Rocío y la tía Fedra dando los últimos detalles a la casa y Nico felicitando a su madre por teléfono, me dispuse a preparar rápidamente mis chilaquiles, antes de que el resto de los asistentes arribara.
     
    Poco a poco, los besos en ambas mejillas como muestra de saludo (lo cual me hizo notar su fuerte influencia italiana) anunciaban la llegada de los invitados. El peculiar repertorio de amigos de Fedra se hacía presente con su especial estilo de vida: una pareja divorciada acompañados por su hija; ella ahora tenía novia y él ahora tenía novio. Dos chicas con vestimentas hippies, la madre de una de ellas y otro hombre homosexual, con el cual sólo Rocío Nico y yo no rebasábamos los 40
     
    Perros adoptados y los del vecino parecían querer hacernos compañía. En la víspera de año nuevo, todo mundo es bien recibido
     

     
    Ya colocada la mesa, pusimos todas las charolas a modo de buffet: ensaladas, soufflé, carnes, aderezos y dominando la tabla, mis chilaquiles rojos. La gente probó entusiasmadamente el excéntrico platillo mexicano, el cual al parecer tenía menos ají que el día anterior (afortunadamente para todos).
     
    El vino y el champagne (que había sobrevivido desde la navidad en Tilcara) digirieron la voluptuosa cantidad de comida ingerida, auxiliados por helados de crema y agua que fueron seguidos por tartas de chocolate.
     
    Con los estómagos a reventar, el reloj marcó las 12. La multitud se puso de pie para darnos los abrazos de buena suerte, deseándonos los unos a los otros tener un feliz próximo año, y entonces pensé que con tal de manera de comenzarlo, no había forma de que mi año fuese a transcurrir mal
     
    Al momento en que los fuegos pirotécnicos se asomaban por la ciudad de Salta y en que los cuetes de los vecinos hacían a los perros esconderse, Mariana y sus amigos se dispusieron a prender globos de Cantoya.
     

     
    Cuando aquella sublime figura de papel se elevó majestuosamente iluminada de forma parcial por el fuego en su interior, el cielo estrellado me hizo sentir en casa. Si bien no era la primera vez que me encontraba a miles de kilómetros del pueblo que me vio nacer, era la primera vez que verdaderamente me veía rodeado de desconocidos en un sitio ajeno. Pero la calidez con la que los argentinos me acogían me hizo sentir más cerca de mi familia a la que por un breve momento añoré.
     
    Antes de que los globos desaparecieran en la oscuridad, la música empezó a sonar y la gente comenzó a bailar.
     
    Empujados por el vino y el champagne, todos mostrábamos nuestros buenos pasos de salsa, bachata, cumbia y pop, a la par de nuestros coros mal entonados.
     
    El porro de marihuana iniciaba a transitar entre las manos, cuando Guti , Joaquín y Flor llegaron en su auto. Planeaban pasar el resto de la velada en su casa de San Lorenzo bebiendo mojitos y ron. Así que tomé lo que sobró de los chilaquiles y me despedí de todos los presentes. Me quedaban un par de días en la ciudad, por lo que no fue un adiós, sino un hasta luego.
     
    Cuidándonos de los oficiales de tránsito que buscaban cualquier pretexto para detener a conductores con aliento alcohólico, manejamos por la ruta hacia el oeste de la ciudad, y cuando llegamos a San Lorenzo,Alejandrina, Luchi y dos primos suyos nos esperaban sentados en el pórtico con la enorme perra de Guti.
    Nos deseamos un buen inicio de año, y vaya si lo fue.
     
    Entramos a la cocina y uno por uno ayudamos con las tareas para hacer nuestras bebidas. Nunca en mi vida había preparado mojitos ni caipirinhas, pero admito que fue bastante divertido Al parecer, Joaquín tenía muchos amigos cubanos y brasileños que trabajaban con él a bordo, y su cálida cultura lo había influenciado tanto que se dio a celebrar el primer día del año con los tradicionales cocteles de ron.
     
    Más tarde, la noche nos puso de pie con las copas en las manos para bailar chacareras y música tradicional del norte, que Luchi me enseñó a bailar como una buena pareja de gauchos seductores
     
    La reciente moda mexicana de dar chilaquiles como cena de desvelados en las fiestas después del baile y la borrachera llegó hasta Salta, donde mis nuevos amigos se abalanzaban por un platillo de chilaquiles calientes con queso para recuperar su energía y mantenerse despiertos.
     
    Con los platos sobre el regazo, el sol comenzó a iluminar nuestros rostros. Las cuerdas de la guitarra de Joaquín aún se escuchaban timbrar. Y mientras Flor y Guti se habían ido a acostar, el resto se despidió de nosotros, dejándonos a Joaquín y a mí solos.
     
    Nos dimos por vencidos y nos dejamos caer sobre la cama y el sofá. El sueño nos invadió hasta llegado el mediodía. Siendo mi primer año nuevo con un clima veraniego, me propuse a dormir la siesta junto a la pileta, mientras dejaba que el sol actuara sobre mi piel.
     
    Cuando todos revivimos casi al caer la noche tras comer unos tamales y humitas, volvimos a Salta más que agotados. Y acostado en la cama de regreso en el apartamento, pensé en lo hermoso que había sido no planear mi viaje. El destino y nadie más me había unido con esas maravillosas personas en tan bellísimo lugar, lo cual me regocijó en mi primera noche del año aún a miles de kilómetros de casa.
  15. AlexMexico
    Abordé el autobús junto con Nico y Rocío en la estación de Humahuaca, para por fin dejar atrás la provincia de Jujuy, que tanto me había maravillado. Nuevamente, mi futuro era incierto; no tenía idea de dónde dormiría los siguientes días y qué sería de mí para el próximo 31 de diciembre. Solo había algo seguro: el bus se dirigía a la ciudad de Salta, capital de la provincia homónima.
     
    Esperanzado con que alguien aceptara alguna de las más de 10 solicitudes que había enviado por Couchsurfing media hora antes de partir me decidí a dormir durante las casi 5 horas que duró el viaje con múltiples escalas. Para los que no hayan leído mis relatos anteriores y no estén del todo enterados de lo que es Couchsurfing, he aquí una breve introducción:
     
    En 2004 un grupo de jóvenes innovadores tuvieron la grandiosa idea de crear una red social gratuita para que sus usuarios intercambiaran hospitalidad. De esta manera, los viajeros pueden buscar (surfear) un sofá (couch) dónde dormir por una o más noches mientras se encuentren en tal ciudad. De igual forma, los locales pueden ofrecer su casa, apartamento o morada para recibir a los viajeros, sobreentendiendo que el viajero desea hacer nuevos amigos y ahorrar un poco de dinero, por lo que normalmente no se le cobra nada.
     
    Pero más allá de un hotel gratis, es la manera perfecta de introducirse en lo local. Personas auténticas que viven en la ciudad, con una típica vida del país, que cocinan comida para ellos mismos y muchos de los cuales están dispuestos a mostrarte los mejores sitios que conocen, más allá de lo que marcan las guías turísticas. Y para el host, una buena plática, cocinar un platillo típico y, en general, una buena experiencia con el surfer, es la mejor forma de pago que pueda obtener
     
    Yo había empezado a utilizar esta red desde hace ya más de un año, recibiendo viajeros en México y España y pidiendo alojo en el resto de Europa. Si bien mi opinión sobre Couchsurfing era muy buena, al llegar a Salta renovó mi creencia en la buena voluntad de la humanidad.
     
    Memorias de un couchsurfer: la primera impresión es la que cuenta.
     
    Cuando desperté ya estábamos entrando a la ciudad, y pude percatarme de que, efectivamente, habíamos dejado atrás a Jujuy. El paisaje circundante se componía por verdes colinas custodiadas por nubes negras. Cuando bajé del autobús pude advertir la humedad, la cual en las alturas de los Andes llevaba varios días sin sentir. Ahora me encontraba en la ciudad de Salta.
     
    En la terminal, unas gotas empezaron a caer. Rocío le marcó por teléfono a su tía para que pasara por ellos. Yo en cambio, no sabía dónde me quedaría. Como olfateando a los desamparados un chico se acercó a mí y me ofreció un hostal en el centro. Tomé su panfleto y lo guardé como una opción.
     
    Nico y Rocío me llevaron a una gasolinera, donde había una tienda 24 horas con wifi para clientes. Compré un helado y pedí la contraseña; cruzando los dedos, abrí la aplicación de Couchsurfing. Había dos respuestas: una negativa y otra positiva. Un chico llamado Gustavo había ofrecido alojarme Amablemente me dejó su número de celular, al que no dudé en marcar. Haciendo un esfuerzo por entender su extraño acento, quedé de verme con él justo frente a la terminal. Pasaría por mí en su coche.
     
    Más que contento, salí de la tienda e informé a los chicos de las buenas noticias Ninguno había utilizado antes Couchsurfing y no confiaban mucho en la seguridad que ofrecía. Pero luego de ver cómo aquel chico estaba salvando mi viaje (y mi bolsillo) tras la incertidumbre de poder haberme dejado botado en una ciudad desconocida, un brillo iluminó sus rostros
     
    Acto seguido, un coche se estacionó. Una mujer delgada y blanca bajó del vehículo y los saludó en ambas mejillas con una sonrisa dibujada en el rostro: era la tía Fedra. Esa peculiar mujer, que parecía no tener una pisca de locura con la que había sido descrita por Rocío, se presentó conmigo y, amablemente, me ofreció quedarme en su casa ¡Vaya destino, de haberlo sabido antes! — pensé yo Pero rechazar su oferta y aceptar la de Gustavo haría mi viaje aún más inolvidable. Me despedí de los tres y volví a la terminal, prometiéndoles pasar el año nuevo con ellos.
     
    Gustavo llegó pocos minutos después, con su hermano y su primo. Me presenté con ellos (como es de costumbre en los primeros encuentros de Couchsurfing) y subí al coche. Entre las pláticas familiares y la música en la radio, comenzaron las preguntas que nos introducían poco a poco.
     
    Gustavo trabajaba como programador informático y su hermano aún estudiaba la universidad. Joaquín era de Buenos Aires y trabajaba a bordo de un barco; había venido a Salta a pasar el verano con su primo favorito, sin saber que el futuro nos uniría en un viaje de carretera.
     
    Pasamos a su cómodo apartamento en el centro de la ciudad, donde dejé mi maleta y tomé una ducha. Cuando salí del baño los tres estaban sentados en la mesa tomando mate. Como ya había sido advertido de que rechazar un mate en Argentina puede ser de mala educación para algunos, acepté la invitación y me uní al ritual, al que ya me venía acostumbrando desde varios días atrás
     
    Después me llevaron a casa de sus padres, en la exclusiva Villa de San Lorenzo, al norte de la ciudad. Un enorme terreno de más de 300 metros cuadrados con un extenso jardín, una amplia casa, una piscina (pileta dirían ellos) y un perro juguetón, rodeados por un fraccionamiento de pintorescas casas y cabañas en el medio de un boscoso ambiente familiar realmente me hicieron sentir que me había sacado la lotería
     

    Casa de los padres de Gustavo en San Lorenzo
     
    Compramos unos bollos y facturas (pan de sal y pan dulce) para acompañar los mates que tomamos junto con sus padres, quienes me contaron que al siguiente día partirían a Buenos Aires y regresarían hasta enero. Guti (como lo llaman sus amigos) me dijo que fue la mejor época en que pude visitarlo, pues tendría su coche y casa a su entera disposición para disfrutar de las fiestas decembrinas
     
    Caída la noche, volvimos al centro para vernos con Flor, la novia de Guti, y Alejandrina, su mejor amiga. Ambas muy patas (buena onda), nos invitaron a beber vino en el apartamento de Ale, para lo que fuimos a una licorería donde los argentinos, siempre expertos catadores, eligieron las mejores marcas para la velada.
     
    Guti, Joaquín y yo volvimos al apartamento para que ambos se bañaran, y en el camino compramos empanadas para la cena. Si mi día había mejorado desde que un buen samaritano salteño me acogió en su casa, esas empanadas me dejaron el mejor sabor de boca que pude llevarme de mi viaje por Sudamérica Carne molida, pollo deshebrado, queso roquefort… la textura de la masa y el sazón de aquella salsa me hicieron declararme, por fin, fan absoluto de la gastronomía argentina
     
    Con nuestros estómagos llenos, volvimos con Flor y Alejandrina, quienes nos esperaban con bocadillos de queso y copas de vino tinto y blanco. La noche se prolongó con música de fondo y el juego de las boludeses; la chispa del amor había brotado notoriamente entre Joaquín y Ale; los planes para asistir a una peña se habían cancelado cuando el reloj marcó casi la hora del amanecer. Entre el sueño y la ligera ebriedad, partimos de vuelta a casa.
     
    Joaquín y Guti habían ya reservado una excursión a las salinas para la siguiente mañana. Así que luego de una hora de sueño la combi pasó por ellos. Yo me quedé dormido por casi todo el día, agradeciendo la suerte que el destino me había preparado al llegar a aquella ciudad del norte argentino, y una primera impresión que gracias a Couchsurfing podría recordar para siempre.
     
    Salta, la linda
     
    Cuando estuve algunos días en Madrid conocí a Agustín, un argentino (salteño, para ser preciso) que me había hablado maravillas sobre su ciudad natal, a la cual llamaba “Salta, la linda”. Ahora que yo estaba allí, era muy irónico que no pudiera mostrármela por él mismo De todos modos, con Guti y sus amigos pude conocer el modo de vida común y corriente que los salteños llevan al día a día, que me hizo descubrir el significado de su merecido apodo…
     
    Degusté deliciosas pizzas en un restaurante. Conocí variedad de vinos y sus propiedades. Tuve el placer de cenar empanadas de espinaca con la abuela y la tía de Guti, que me hicieron entender el por qué las empanadas salteñas son las más famosas en Argentina (incluso en Bolivia).
     
    Si bien visité Salta durante las vacaciones navideñas de verano, parece ser que su gente es muy relajada. A pesar de tener más de 500,000 habitantes, su ritmo de vida no se compara con el estrés que noté en ciudades como La Paz, Lima, Cuzco (o hasta la mía en México, de un tamaño parecido).
     
    Normalmente la imagen que los argentinos tienen en el extranjero (incluyendo mi país) es de arrogantes y soberbios. Pero el trato que recibí durante mis largos días en esta tranquila metrópoli me quitó de encima un estereotipo más que sucumbió ante otra exquisita experiencia de viaje
     
    Como Gustavo debía trabajar todo el día entre semana y Joaquín salía a visitar a la abuela, muchas veces decidí salir y conocer la ciudad por mi cuenta.
     
    El centro de Salta es bastante pacífico a comparación de muchos otros. Su estructura cuadrangular y sus calles rectas y paralelas la hacen bastante amigable con el turista.
     

    Catedral de Salta
     
    Su catedral, Plaza de Armas y edificios del gobierno dejan al descubierto su pertenencia al antiguo Virreinato del Perú y su posterior incorporación al del Río de la Plata, con arquitecturas que van del barroco al clásico.
     

     
    Como es costumbre, dichos edificios están rodeadas por infinidad de comercios de comida, ropa y artesanías. Éstas últimas importaban mucho el estilo de la de las quebradas de Jujuy, haciendo famosos artículos como ponchos indígenas, quenas y flautas, vasijas de barro y piedra rojiza, joyería y, por supuesto, vasos de mate, que no dudé en comprar como un inmortal recuerdo
     

     
    Si no me había quedado claro que Argentina posee una fuerte influencia de los inmigrantes italianos que desde el siglo XIX arribaron al cono sur, sus heladerías multicolor con exuberantes nombres me llevaron de vuelta a la antigua Roma.
     
    Pero si de adicción al dulce se trata, hubo algo que superó mi gusto por los gelatos. Por supuesto, estoy hablando de los alfajores Esos pequeños sándwiches de dulce de leche que me hicieron pasar una embarazosa situación en el hostal (al nombrar a su relleno como cajeta) me volvieron completamente loco, buscando en todo momento la tienda más cercana para adquirirlos como postre después de cada merienda
     
    Agustín también me había comentado sobre el insoportable calor que el verano solía traer a Salta. A pesar de la alta humedad del valle de yungas en el que se yergue la ciudad, la época también era lluviosa, permitiéndome realmente poder disfrutar del clima.
     
    Uno de esos días, Joaquín me pidió acompañarlo al Cerro de San Bernardo, un monte boscoso de 285 metros sobre la ciudad que domina toda la zona centro. Como todo un ícono de la urbe, posee desde hace ya varias décadas un sistema de transporte teleférico para ascender hasta la cima. Queriendo ejercitarme un poco, decidimos hacerlo a pie.
     

     
    El acceso fue fácil desde la avenida principal de la ciudad. Muchas personas acuden para sus ejercicios matutinos y vespertinos, cuando el sol no quema con tanta fuerza. En menos de una hora estábamos en la punta, donde tuvimos algunas vistas increíbles de la ciudad a nuestros pies, que desde muchos ángulos eran obstruidas por las copas de los árboles.
     

     
    Era increíble saber cómo el paisaje cambiaba tan repentinamente en tan solo unos kilómetros a la redonda. Al norte y al oeste, la cordillera de los Andes se alzaba en su plenitud, con un clima seco y árido. Al final de la cordillera, las laderas de las montañas más pequeñas se llenaban de verdes yungas, que devenían en valles como el de Salta para dar pie a extensas llanuras al este. No hay nada más maravilloso que ser testigo de cómo la naturaleza juega con nuestro mundo de formas tan extraordinarias.
     
    Otro día lo dediqué a conocer la Quebrada de San Lorenzo con Nico, Rocío y su tía Fedra, quienes se quedaban en su casa en Vaqueros, una villa al noreste de la ciudad que conocería días más tarde.
     
    La Quebrada es un accidente geológico que forma parte de la precordillera andina. De esta forma, sus montañas están cubiertas por yungas tupidas de frondosas selvas. La Villa de San Lorenzo, donde viven los padres de Guti, se halla justo al pie de estas colinas, cuyo acceso en coche es rápido y gratuito.
     
    La Quebrada es el emplazamiento natural perfecto que toda ciudad debería tener. Una excelente opción para hacer circuitos de trekking, bicicleta de montaña, picnics o cualquier otra actividad que demande de un verde y fresco bosque alrededor
     

     
    Nosotros caminamos junto a la riviera del arroyo que divide el campo. A la entrada hay algunas tiendas y restaurantes, donde tomamos un café para pasar la tarde.
     
    Definitivamente no me arrepentía de que el viento me hubiese arrastrado hasta esta remota capital que se salía de mi ruta poco planeada al principio de mi viaje. La poco conocida Salta me recibió con sus brazos abiertos, con gente que marcó mi rumbo y con quienes compartiría la última noche del año, aquel año en que finalizaba mis estudios universitarios y que le daría una cálida despedida a mi vida estudiantil.
  16. AlexMexico
    La Nochebuena había terminado. Era ya el día de Navidad, y a pesar de los despejados cielos de un recién iniciado verano austral, el viento era frío y corría con fuerza al interior del pueblo de Tilcara. Rocío, Nico y yo buscamos refugio en la descubierta estación de buses, donde compramos nuestros boletos hacia Humahuaca, unos cuantos kilómetros al norte.
     
    Santa Claus (o Papá Noel, en Argentina) nos había dejado una serie de regalos: una bolsa de cereales, aceitunas, turrón y una botella de champagne (que en realidad habían sobrado de la cena). Cargados con este equipaje extra abordamos nuestro autobús.
     
    La escasez de demanda en un día festivo y lo vacía que lucía la autopista 9 aquella tarde, hicieron que el viaje fuera bastante corto. Arribamos a Humahuaca cerca de las 5 de la tarde (por supuesto, después de un desvelo y un buen y último descanso en la cabaña).
     
    Justo fuera del autobús apareció un joven de tez morena invitándonos a dormir en su camping, que se encontraba cruzando el río hacia el oriente de la ciudad. Por supuesto, luego de la costosa renta que pagamos por la navidad (que aún así nos pareció barata por todas las comodidades), queríamos ahorrar lo más posible, aunque no estábamos seguros sobre buscar un hostal u optar por el camping. Pedimos la dirección al hombre y caminamos un poco, en busca de alguna otra opción.
     
    El pueblo parecía lo bastante pequeño como para recorrerlo a pie, lo cual para mí no representaba ningún problema, pero sí para los argentinos. Ellos cargaban mochilas de más de 20 kg, sumado a su carpa, sus sacos de dormir y las sobras de la cena que nos habíamos repartido Así que sin más preámbulos, caminamos hacia el puente y seguimos el sendero de arena que nos llevó hasta el camping.
     
    A penas unas dos o tres carpas se asomaban bajo las telas protectoras. El lugar era un gran jardín de pasto verde. A la entrada había una construcción de concreto, donde se encontraban las duchas y los baños para los campers. Al fondo, se alzaba la casa del dueño, donde había algunos cuartos acondicionados como hostal, una cocina compartida, otro baño y una sala-comedor.
     
    Nos recibió un chico con rastas en la cabeza, quien nos dio luz verde para montar nuestra tienda. Mientras lo hacíamos, un par de chicos nuevos llegaron y se convirtieron en nuestros vecinos. Como la luz del sol empezaba a desvanecerse, nos dimos prisa para ir al pueblo y conocerlo un poco más a fondo. Después de todo, no estaríamos más tiempo en Humahuaca, pues era solamente nuestra escala obligada para llegar a nuestro próximo destino: el aislado pueblo de Iruya.
     
    Cruzamos de nueva cuenta el puente que sobrepasaba al Río Grande (que de grande poco tenía, puesto que estaba seco en aquella temporada). Lo primero con lo que uno se topaba eran pequeños puestos que vendían galletas, pan de sal, café y dulces. Los perros callejeros rondaban bajo las carpas poco llamativas de los vendedores.
     

     
    Modestas casas antiguas vigilaban las callejuelas que marcaban una cuadrícula en todo el centro de Humahuaca. La mayoría de los negocios, cafés y restaurantes permanecían cerrados. A veces olvidábamos que seguía siendo navidad
     
    Visitamos la plaza de armas y la catedral de Humahuaca. La poca concurrencia en los edificios y calles principales nos llenó de una paz y tranquilidad que nos acompañó el resto de la jornada.
     
    Tras el zócalo de la ciudad se erguía un pequeño cerro. Subimos por sus escalinatas hasta la cúspide del mismo, donde desde el Monumento a la Independencia tuvimos una vista magnífica del pueblo custodiado por la siempre brillante Quebrada de Humahuaca.
     

     
    Para ese entonces cualquiera diría que ya había tenido suficiente de sus vívidas formas y colores. Pero la majestuosidad de esas curvas escarpadas sobre la resplandeciente roca pudo cautivarme hasta el último momento de mi estancia
     

     
    El fuerte viento que azotaba en la cima nos obligó a descender de vuelta a las angostas calles, donde aprovechamos a comprar algunos abarrotes para la cena. Cuando salimos de la tienda, la mágica puesta de sol había creado un extraño fenómeno en el cielo que nos dejó sin aliento Un lienzo grisáceo manchado por motas de un naranja fosforescente había cubierto la totalidad de la atmósfera. Y bajo esa pintura natural caminamos de regreso al campamento.
     

     
    Cocinamos la sopa y el té que Rocío había cogido en la tienda. Es necesario saber que cuando uno viaja, casi siempre baja el consumo de calorías diarias, al tomar menos alimentos al día y en porciones más pequeñas. La enorme cantidad de comida que nuestros estómagos habían digerido la noche anterior había sido demasiado después de semanas de viaje Por tanto, una buena sopa y un té fueron la respuesta perfecta.
     
    Cuando la noche por fin cayó, nos metimos a nuestras carpas e intentamos dormir. Debíamos levantarnos temprano para tomar el primer bus hacia Iruya.
     
    Había acampado sólo un par de veces en México con mis amigos, donde no había sufrido demasiado. Antes de partir hacia Perú, cogí mi saco de dormir y mi ropa térmica para protegerme del frío que, creí, sufriría al acampar en las alturas de los Andes. Pero nada de eso había ocurrido hasta ahora. Pensé que el verano me había ayudado bastante con sus templadas temperaturas.
     
    Pero aquella noche en Humahuaca ha sido de las peores en mi vida de camping. Nunca creí que en ese pequeño pueblo a 3000 msnm (1000 menos que en el lago Titicaca) que parecía bastante soleado y polvoso por el día y en donde la noche no soplaba mucho el viento, me haría temblar y retorcerme de frío dentro de mi sleeping bag tratando inútilmente de calentar mi cuerpo más los dos pares de calcetas, un traje térmico, un suéter, una campera, un gorro, guantes y bufanda.
     
    Por dios, no estaba en el ártico, estaba en el pleno verano del Trópico de Capricornio. Desde ese entonces entendí lo necesario que es cargar con un aislante térmico para el suelo de mi tienda, lo cual tendré en cuenta para mi próximo viaje.
     
    Así que los tres, algo desvelados por el frío y el suelo duro, despertamos temprano para desmontar las carpas. Dejamos el camping cuando todos estaban dormidos y caminamos de nuevo a la estación de buses. Ahí, cogimos el primer autobús a Iruya.
    No tenía idea de qué me encontraría en ese bien sondado pueblo del que todos hablaban. Rocío me dijo simplemente: “no importa el destino, sino el camino para llegar allí”.
     
    Con esas palabras en mi mente, el bus tomó la Ruta 9 por algunos kilómetros hacia el norte; pero pronto se desvió hacia el oriente, por una carretera de ripio en cuyo comienzo se leía “Iruya 54 km”, por lo que creí que llegaríamos rápido.
     
    Comenzamos un ascenso por una puna poco empinada. Casi una hora después, el autobús se detuvo en el llamado Abra del Cóndor, el punto máximo de la ruta a casi 4000 metros de altura. La gente se bajó a tomar fotos. Yo estaba muy cansado y no pude evitar seguir durmiendo adentro
     
    Lo que sí pude ver desde ahí, es como el camino se convertía en un largo descenso de curvas a través de las montañas, el cual era interrumpido por algunos riachuelos secos (que en temporada de lluvias es todo una aventura cruzar, por eso la fama del camino).
     
    Además, es sabido que hay algunos cóndores que sobrevuelan el valle, lo que lo hace un atractivo bastante emblemático. Por desfortuna, ninguno se apareció frente a nosotros
     
    El sendero de tierra nos llevó casi 2 horas recorrerlo, pasando de los 4000 a los 1200 metros en tan sólo 19 km Y de repente, entre las escarpadas montañas color marrón, apareció ese pequeño pueblo que parecía deshabitado. Era Iruya.
     

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    Apenas aparcó el camión en la calle que da a la plaza principal, un chico se nos acercó para ofrecernos alojamiento en un hostal bastante barato. Como ninguno tenía ganas de caminar y buscar (sobre todo el ver las empinadas cuestas que nos tocaba subir ) aceptamos sin rodeos.
     
    Subimos con esfuerzo la inclinada calle que nos llevó hasta el alojamiento, que era nada más que una casa acondicionada con varios cuartos con literas. Nico y Rocío optaron por una habitación privada, mientras a mí me colocaron en una compartida. Luego de dejar nuestras cosas, bajamos por el diminuto pueblo para comer unas empanadas fritas (sin duda prefiero las horneadas).
     
    Preguntamos a algunas personas cuál era la mejor opción que nos quedaba para la tarde, ya que en el pueblo no hay mucho qué hacer, excepto admirar los paisajes áridos de los que se rodea. Nos hablaron del pueblo de San Isidro, que se encuentra a unas 3 horas a pie de Iruya. No hay manera de llegar en automóvil.
     
    Como ya pasaba mediodía y no teníamos ganas de caminar tanto, decidimos recorrer el valle río arriba (en vista de que el río estaba seco). Pero no pretendíamos llegar hasta San Isidro.
     
    Comenzamos nuestra caminata en dirección norte. Las últimas casitas de madera y piedra y los últimos rebaños de cabritos nos despidieron del desdeñable pueblo. El estrecho valle se abrió frente a nosotros en todo su esplendor, dejando al descubierto el marchito cauce del río Iruya.
     

     
    El sol golpeaba con toda su fuerza sobre nosotros, pero el delicado viento que soplaba seguía siendo frío. Las cuestas bajaban progresivamente, lo cual nos advirtió lo duro que sería la subida (aunque nada jamás comparado con haber subido hasta Machu Picchu ).
     
    Pocas almas se hacían presentes en nuestro cruce por la cuenca. La soledad de aquel lugar era simplemente magnífica. Rocío y yo animábamos nuestra caminata cantando temas de películas, desde Ghost hasta Hakuna Matata. Mientras tanto, Nico filmaba cada macizo de roca que pasmaba nuestras miradas.
     

     
    Algunos kilómetros más abajo, llegamos a la bifurcación del cauce, donde el agua corría hacia las yungas del este. Nos sentamos al lado del río, con el sonar del torrente en las piedras. Tras algunas canciones más, algunas tomas de Nico y el tiempo necesario para descansar, regresamos a Iruya.
     
    El cielo se había nublado y los truenos comenzaron a zumbar, pero apresurar el paso era difícil, debido a las duras y empinadas cuestas. Con todo nuestro esfuerzo, regresamos al pueblo, donde nos dirigimos directo al hostal para hacer algo de cenar y descansar.
     
    Nuestro plan era irnos pronto a la cama para levantarnos lo más temprano, ya que deseábamos tomar el primer bus para salir del pueblo. Pero tan sólo cinco minutos luego de arribados al hostal, una decena de viajeros llegaron con sus mochilas y se instalaron en el mismo.
     
    Todos nos presentamos unos con otros: españoles, suizos, argentinos, alemanes… nunca creí que Iruya fuera una población tan visitada por mochileros. Pero al parecer su aislamiento del resto del mundo la ha vuelto muy famosa en los últimos años.
     
    Así que por propuesta de uno de ellos, decidimos hacer juntos la cena. Fuimos a comprar los víveres y nos dividimos la tarea para cocinar pasta y ensalada acompañadas de un buen vino
     
    La comida comunitaria se extendió hasta la noche, prolongando la sobremesa hasta pasada las doce. Los temas de las distintas nacionalidades surgieron con mucha facilidad, pasando de la economía a la política, de lo natural a lo tecnológico, de un continente a otro. Pero tuve que interrumpir mi sumo interés en ellos para despedirme de todos e irme a la cama. Debía juntar las fuerzas para levantarme en la madrugada.
     
    Al siguiente día al sonar la alarma, cogí mi maleta y bajé a despertar a Nico y Rocío. Sin siquiera habernos cepillado los dientes, bajamos la calle hasta la plaza principal. El bus estaba ya en marcha. Y como si nos hubiera esperado, apenas al subir partió hacia su destino.
     
    Muertos por otro desvelo, nos perdimos del paisaje del que ya habíamos podido disfrutar al venir. Y cuando menos lo esperamos estábamos de vuelta en Humahuaca.
     
    Era menos del mediodía y quisimos comprar nuestros próximos tickets. Nico y Rocío me habían platicado su plan para pasar el año nuevo en la ciudad de Salta. Yo estaba entusiasmado, pues un amigo que conocí en España vivía precisamente en Salta. Había contactado con él desde hace algunos días y le había contado de la posibilidad de visitarlo. Pero como si hubiera querido huir de mí partió de su ciudad hacia Ecuador justo un día antes de que yo arribara.
     
    Así que pretendía quedarme nuevamente con la pareja argentina. Pero había un inconveniente: ellos se hospedarían con Fedra, la tía hippie de Rocío que, según contaban, estaba algo loca. Por ello, no estaban seguros de si la tía querría recibirme en su morada En vista del largo tiempo que permanecería en Salta, debía por lo menos intentar conseguir un host en Couchsurfing para ahorrar algo de dinero.
     
    Comprado los boletos, aproveché esa hora libre que tuvimos para buscar rápidamente una cafetería con acceso a internet. Y cuando por fin la conseguí, pedí un modesto desayuno y puse en acción mi tablet para buscar como loco un couch de último momento. Fue la primera vez que envié solicitudes con tanta urgencia. Luego de avistar perfil por perfil, más 12 solicitudes enviadas, pagué la cuenta y volví a la estación, donde abordé el autobús con la esperanza de que algún alma solidaria pudiera aceptar mi petición de año nuevo.
  17. AlexMexico
    Antes de que la noche cayera sobre el horizonte de Jujuy, volvimos a Tilcara maravillados por los colores de la Quebrada de Humahuaca, sólo para reencontrarnos con Flavia y Naty, con quienes ya habíamos quedado para hacer juntos las compras navideñas.
     
    Encontramos entre las calles la única tienda que parecía estar bien surtida para todo lo que necesitaríamos. Reservando la carne para adquirirla en la carnicería, Nico y Rocío comenzaron a poner todo tipo de producto dentro del carrito, lo que empezó a aterrarme, no sólo por el precio que deberíamos pagar, sino por la cantidad de cosas que podrían sobrar
     
    Mis expectativas eran simples: teníamos un asador en casa y podríamos hacer algunas carnes por la noche, acompañada con un vino y quizá un helado de postre. Pero Nico y Rocío parecían tener intenciones de hacer una verdadera navidad a la Argentina:
     
    Chips, un dip, cacahuates, jamón crudo, jamón cocido (serrano), queso mantecoso, queso holandés, pan, cerveza, carbón, cebolla, pimientos, berenjenas, papas, lechuga, tomate, aceite de oliva, pimienta, chimichurri, turrón, dulce mantecón, lunetas, dos litros de helado, dos botellas de vino, una coca cola, una de champagne…
     
    No me asustaba el hecho de que en Argentina también se preparara un banquete para celebrar la nochebuena, puesto que en México todo es igual. Además, las celebraciones comienzan desde mi cumpleaños (6 de diciembre), después el de la Virgen de Guadalupe (12 de diciembre), después las posadas (del 16 al 24), luego la Nochebuena, el fin de año y los reyes magos. Y en todos esos días se preparan infinidad de ricos platillos.
     
    Pero había una diferencia: no estábamos en casa. Éramos solo 5 viajeros que partiríamos al otro día. No podíamos darnos el lujo de que hubiera tanta merma, sin contar el recortado presupuesto con el que viajábamos (poco antes de la mitad de mi viaje).
     
    Y como si eso no hubiera sido suficiente, pasamos a la carnicería y pidieron un chorizo seco, una morcilla y un enorme, enorme trozo de matambre (un tipo de corte de cerdo). Les había dejado bien claro que yo no suelo comer cerdo, y que mi estómago no resistiría a tantas cosas después de comer poco durante mis viajes. A eso se sumaba que Flavia era vegetariana Su respuesta fue: ¡bah! Es Navidad, te lo mereces…
     


     
    A la siguiente mañana el tocar de la puerta me despertó. Era la señora de las cabañas que nos traía el desayuno a la casa. Vaya manera de empezar el día. Había dormido en una cómoda cama después de mucho tiempo y ahora tenía dos platos de pan con mermelada, mantequilla y dulce de leche, un rico jugo de naranja y café caliente. Todo a la puerta de nuestra habitación servido en una atractiva vajilla de barro
     


    Mi cama en a cabaña
     
    Sin duda, supe que alquilar la cabaña había sido una excelente idea No importaba que tuviera que apretar mi bolsillo por los siguientes días, esto valdría la pena.
     


     
    La mañana era hermosa y fría al exterior. A veces olvidaba que me encontraba en el hemisferio sur del planeta, donde supuestamente era entonces verano
     
    Pusimos música instrumental en la televisión, y mientras Rocío daba vueltas como bailarina de ballet, Nico salió para comprar yogurt y cereal, y volvió con una sorpresa.
     
    La noche anterior había deseado mucho encontrar palta (aguacate) para hacer un guacamole y comerlo con las chips. Así tendríamos algo mexicano que comer en navidad. Pero el que habíamos encontrado era diminuto y muy caro
     
    Entonces Nico abrió la puerta y me dijo: ¡Feliz Navidad! Y soltó cuatro paltas sobre la mesa. Nunca creí que un par de aguacates me hiciera tan feliz. No era un juguete, no era un teléfono celular, no era dinero, eran cuatro aguacates que se convirtieron en mi mejor regalo de navidad ese año
     
    Así, acompañamos el cereal y las tostadas dulces con pequeños sándwiches de jamón, queso y palta. Un desayuno bien surtido para comenzar las fiestas.
     
    Queriendo sacar provecho a lo que pagamos por el alquiler, decidimos pasar todo el día descansando en la adorable posada. Tomamos una merecida ducha caliente en la confortable bañera y tomé mi tiempo para lavar mi ropa y pasar las fotos a mi tableta.
     
    Después de una pequeña siesta, la tarde comenzaba a caer, justo cuando Flavia y Naty llegaron a la casa. Sus atuendos eran muy frescos y modestos, nada extravagante para la noche. Rocío y yo sacamos las compras de la alacena para empezar a preparar las cosas.
     


     
    Mientras una picaba el jamón, otro picaba el queso y el pan. Las cuchilladas se aminoraron cuando abrimos desde temprano la bolsa de chips y cacahuates que, con una leve untada del dip que Rocío nos había preparado, tenía el toque salado perfecto
     
    Servimos las cervezas para acompañar la botana, que estuvo lista para el atardecer. Nos dirigimos a las bancas del patio trasero, justo frente a la habitación matrimonial.
     


    Nuestro patio trasero
     
    Los vecinos con sus llamas ya no se encontraban ahí, seguro todos habían partido a celebrar con sus familias. La soledad en medio de las áridas montañas nos llenó de una tranquilidad impresionante.
     


    La picada navideña
     
    Para saborear los embutidos y el queso, Nico creyó que sería buena idea tocar algunas melodías con su guitarra, que fervientemente había cargado durante todo su viaje.
     


     
    Mientras el sol se ocultaba en el horizonte la noche seguía refrescando, pero fue abrigada con el sonar de las cuerdas y los agudos y suaves cantares de Rocío.
     
    Pronto, nuestro primer invitado inesperado llegó. Un amigable perro se arrimó a nuestra reunión buscando algo de comida (o quizá, sólo compañía). Arrojamos unos trozos de pan y jamón para que se alimentara. No podíamos dejar a nadie sin cenar en la nochebuena
     


     
    Mientras él mismo se arrullaba con las canciones de Nico, la picada (como llaman en Argentina a la botana) fue acabándose poco a poco. Para ese entonces, yo me sentía bastante satisfecho. Pero lo mejor estaba por venir: el gran y famoso asado argentino.
     
    Nico ya había buscado un poco de leña para hacer la hoguera. Su forma de prender el fuego era muy estricta y cuidadosa, a diferencia de cómo lo hacemos en México, donde colocamos los trozos de carbón y, rociados con petróleo o algún combustible, lo prendemos con un trozo de papel y soplamos hasta que encienda.
     
    Me explicó que el carbón debe estar prendido, más no en llamas, ya que si el fuego es demasiado vivo puede quemar la carne y quitarle su sabor. Ya era sabido por mí que cada corte de carne tenía un tiempo de cocción definido, pero ignoraba que hay cosas que se hacen a fuego alto y a fuego bajo.
     
    Así, colocamos los chorizos, la morcilla y el gigantesco matambre en la lumbre, junto a los pimientos y la berenjena que Flavia comería como sustituto de carne.
     


     
    Mientras esperábamos por la comida, pensé en lo inesperada que esa navidad era para mí. No había un pesebre a la vista, no había un pino adornado. Ningún niño cantaba en las puertas de la casa y, por supuesto, ningún miembro de mi familia estaba en el lugar. Y a pesar de mi lejanía personal al ferviente catolicismo, entendí lo que una navidad era para mí. No se trataba de recordar un natalicio, de ofrecer regalos costosos ni vestir ropa lujosa. Se trataba de la convivencia amena con otros seres humanos que, por muy diferentes que fueran, seguíamos siendo exactamente lo mismo en este planeta. Fue entonces cuando me sentí alegre de haber salido de mi casa hace casi un mes atrás, sin un rumbo fijo dibujado en mi destino y con el único deseo de que el mundo en el que vivo me enseñase nuevas maravillas. Ésta era una de ellas
     
    Cuando el asado estuvo listo, Nico cortó el matambre en largas tiras y las colocamos en un platón. Todos empezaron a comer, y yo me decidí por probar el manjar argentino. Aunque no fue mucho de mi agrado, me entusiasmaba probar cosas nuevas. Si bien en México se come mucho cerdo, los cortes nunca son iguales.
     
    Un solo trozo de la rojiza carne y un pequeño mordisco del chorizo me bastaron para quedar completamente satisfecho No sé si mi estómago había reducido su espesor a lo largo de mi viaje, en el que ingería la mitad de porciones que hacía normalmente, pero no pude dar ni un bocado más al enorme banquete que teníamos enfrente.
     
    Rocío y Flavia, al igual que yo, terminaron derrotadas de la cantidad de comida que nos habíamos metido a la boca. Y como si sus cuerpos cedieran, se tumbaron en la cama amenazando con dormir.
     
    Naty, Nico y yo nos quedamos afuera, siendo perseverantes ante el sueño de la digestión. Habíamos bebido una botella de vino y coca cola, y creí que eso podría mantenerme despierto
     
    Naty me dio una idea, y para digerir mejor la comida sacamos el helado de limón del congelador. Se dice que entre plato y plato, una buena porción de helado de limón ayuda a que la comida baje y continuar con el siguiente.
     
    No obstante, ni el sabroso postre pudo abrirnos de nuevo el apetito. Abrimos los turrones y el dulce mantecoso con la esperanza de que el azúcar nos sostuviera de pie. Pero un diminuto mordisco empalagó nuestros paladares
     
    Batallando con la música para que las chicas no se rindieran, comenzamos a guardar las cosas y las metimos a la cocina. Aunque estar bajo un hermoso y despejado cielo estrellado era una estampa mágica, la noche había refrescado ya bastante y decidimos seguir la fiesta adentro.
     
    Pusimos el canal musical en la TV y reanudamos con la botella de vino que quedaba. Rocío sacó el otro bote de helado, que a sublimes cucharadas descendió a casi medio litro.
     
    Sintiéndonos los peores pecadores de gula de la historia y luego de unos mates bien calientes, decidimos parar y guardar el resto de la comida. Y como si eso no hubiera sido poco, cuando la noche estaba bien caída, la dueña de las cabañas de apareció nuevamente, deseándonos una feliz navidad y con la charola del desayuno en las manos, ya que no pretendía levantarse temprano en navidad.
     
    Así, un nuevo banquete se aglutinó en nuestra cocina, y no nos creímos capaces de terminarlo todo para la siguiente mañana
     
    Antes de que ambas cayeran rendidas sobre el suelo de madera, Flavia y Naty se despidieron de nosotros para volver a su hostal. Les deseamos suerte en el resto de su viaje, y les dimos algunos tips para que se dirigieran a Bolivia.
     
    Y poco después de la medianoche, los tres caímos en los brazos de Morfeo, y un profundo sueño invadió todas las habitaciones
     
    Al siguiente día despertamos casi a las 12 de la tarde. Afortunadamente, la señora nos había permitido quedarnos hasta las 3, o incluso, cuando pudiéramos desocupar la cabaña.
     
    Mientras uno por uno íbamos tomando una última buena ducha, sacamos todos los restos de comida que quedaban. Nos arrepentimos de no haberles regalado más cosas a Flavia y Naty. Así que ahora, todo era para nosotros
     
    Yogurt con cereal, pan tostado con mermelada y dulce de leche, sándwiches de matambre, lunetas, turrón, dulce mantecoso, jugo de naranja, café con leche y mates… terminamos con el helado de sabores, pero no pudimos más con el de limón. Empacamos el champagne y lo embolsado para llevar en el camino. Al menos si pensábamos pasar el fin de año juntos, ya tendríamos un adelanto de nuestras compras
     
    Así que dejando algunas sorpresas en el frigorífico para la señora de la limpieza, desalojamos tristemente nuestra suite presidencial y caminamos hacia la estación de buses. Era ya el 25 de diciembre y esperamos que, siendo navidad, hubiera salidas normales hacia el resto de la provincia.
     
    Compramos nuestro ticket a nuestro próximo y frío destino: el pueblo de Humahuaca, cuyo nombre bautiza también a la Quebrada. Con recuerdos que serían inolvidables sobre esa navidad, me despedí de Tilcara para seguir mi rumbo por las coloridas y áridas tierras del norte argentino.
  18. AlexMexico
    Las rondas de chacarera acompañadas de un suave vino tinto en la peña me hicieron levantarme aquella mañana con una ligera resaca Curé mi deshidratación con un jugo de naranja y un café para el frío. La señora del hostal se dispuso a brindarnos todo lo que el desayuno incluía (ya en el precio de la noche). Entre todo, unas ricas tostadas de pan con mermelada y dulce de leche.
     
    Fue entonces cuando viví otra de mis divertidas experiencias con las variaciones lingüísticas del español, que ya venían saturando las hojas de mi diario-diccionario. En Argentina se llama dulce de leche lo que en México se llama cajeta (y que en Perú se llama manjar). Por tanto, cuando me quedé sin dulce de leche para las tostadas, yo pedí un poco más de cajeta. Entonces todos me miraron y me preguntaron: “¿qué querés decir che?” “Sí, un poco más de cajeta para la tostada”, repliqué yo.
     
    En Argentina la palabra “cajeta” es una manera vulgar de llamar a la vagina. Algo como “coño” en España, “cuca” en México, o “concha” en la misma Argentina. Algo similar me pasó cuando en Perú escuché repetidamente la palabra “¡pucha!”, como expresión equivalente a “¡mierda!”, sin ellos saber que pucha en México también significa vagina. En fin, ya imaginarán mi cara de vergüenza cuando lo supe y lo dije frente a una niña
     
    Terminamos nuestras tostadas con dulce de leche y empacamos nuestras maletas. Nos despedimos de los dueños y desalojamos el colorido hostal, para mudarnos a lo que se convertiría en nuestra suite navideña. A tan sólo una cuadra de distancia, la señora ya nos esperaba para entregarnos la llave de la cabaña que habíamos reservado la tarde anterior. Dejamos nuestras cosas y estuvimos a punto de quedarnos a dormir toda la tarde en la cómoda morada pero nos esperaba un imperdible atractivo de Jujuy: el pueblo de Purmamarca.
     
    Nos dirigimos a la estación de buses, donde nos topamos con Flavia y Nathaly, las dos chicas de Buenos Aires que habíamos conocido en el hostal. Ellas se dirigían a Humahuaca (un pueblo más al norte) y al igual que nosotros, volverían por la noche. Les platicamos que nos habíamos pasado a una cabaña cerca del hostal, y las invitamos a hacer un asado para la Nochebuena con nosotros, si no tenían mejores planes. Ambas aceptaron contentas, y nos quedamos de ver a nuestro regreso para comprar juntos los víveres navideños.
     
    Cogimos el bus de mediodía y en menos de 30 minutos llegamos a Purmamarca. Sin duda, al llegar volví a experimentar la dulce sensación de conocer lo desconocido. Y cuando digo desconocido es que de verdad no tenía una idea de las maravillas que existían en el norte de Argentina
     
    Purmamarca es un pequeño pueblo ubicado al inicio de la Ruta Nacional 52, famosa por atravesar la árida sierra andina hasta las Salinas Grandes de la puna, la Laguna Guayatayoc y por llegar hasta el Paso de Jama, principal puente fronterizo con Chile en el norte. Pero su mayor atractivo es su inigualable patio trasero: la extraordinaria Quebrada de Humahuaca.
     


     
    Como una de las últimas poblaciones al sur de la quebrada, todo el paisaje dentro y a los alrededores de Purmamarca es de un brillante y cegador rojo cobrizo, característico de toda la sierra. Además de sus calles de tierra y piedras, las primeras casas que nos dieron la bienvenida al pueblo estaban en su mayoría construidas con esta peculiar roca anaranjada, dándole a su arquitectura un toque exquisito.
     


     
    El calor del mediodía nos abrió pronto el apetito, y decidimos parar a comer en un pequeño restaurante antes de proseguir con nuestro tour. Luego de una sopa y un tradicional corte de carne, conocí lo que en Argentina llaman el “cubierto”. Es una especie de “derecho de asiento” que se cobra en la cuenta. Es como pagar por el servicio desglosado en el ticket final, pero eso sí, es diferente a la propina. La verdad que me confundí un poco, y se me hizo algo excesivo pagar el cubierto más la propina pues superaba ya el 10%, usualmente lo máximo que dejamos en México.
     
    Continuamos nuestra travesía mirando las pequeñas y coloridas artesanías que en Purmamarca se elaboraban, entre las que no pude hallar un simple vaso tequilero (que he coleccionado durante todos mis viajes). Al final me decidí por un pequeño vaso hecho de la misma roca, y que podría pasar por un chupito para shot
     


     
    Subimos hacia la parte trasera del pueblo, rodeando el imponente y brillante cerro, cuyas laderas rojizas no pude evitar tocar. Su áspera superficie me hizo sentir en la edad de piedra, y quise llevarme un pedazo de cada pared conmigo.
     


     
    Pasamos por un alucinante hotel anaranjado donde me imaginé a los Picapiedra en su troncomóvil La verdad que pensé en que hubiera sido mejor idea pasar allí la navidad. Pero bastaba con preguntar en uno de los hospedajes más simples para darse cuenta de lo turístico que era Purmamarca, y del daño que pudo haberle hecho a nuestros bolsillos
     


     
    Cuando dimos la vuelta a la pequeña montaña, el monótono naranja empezó a transformarse en un tutifrutti de colores que pintaban los macizos y el suelo de verdes, grises, morados, naranjas y rojos. Una imagen impresionante que nos hizo sentir bajo los efectos de estupefacientes, cual sueño de alucinógenos.
     


     
    Sin embargo, Rocío me dijo que eso no era todo. Pues estábamos a punto de ver la postal más reconocida de todo el norte argentino: el Cerro de los siete colores.
     
    Mientras caminábamos serpenteando la Quebrada de Humahuaca me puse y me quité la casaca en repetidas ocasiones. El sol era bastante abrasador, aunque no nos encontrábamos a una altura extrema (unos 2,200 msnm). Pero frente a algunos montes de la sierra el frío viento golpeaba con toda su fuerza, y apenas y me dejaba levantar la cara
     
    A cada metro que avanzaba, yo creía estar viendo el Cerro de los siete colores por doquier. Los paisajes se maquillaban por sí solos de múltiples y vívidos tonos que parecían ser sacados de un cuento de vaqueros del lejano oeste
     


     
    La única vegetación a la vista eran pequeños arbustos secos y enormes cactus, muy parecidos a los que había mirado en la Isla Incahuasi en el Salar de Uyuni.
     
    Nico siempre se nos adelantaba para filmar todo lo posible con su cámara Super 8. Mientras Rocío y yo luchábamos por ganarle la batalla al viento y por no cegarnos con el reflejo del sol en aquellas radiantes colinas.
     


     
    De pronto, apareció frente a nosotros otro macizo. Pero éste parecía haber sido delineado por algún pincel inexistente y natural. Era el Cerro de los siete colores, que se sobresalía entre el resto de las montañas.
     


     
    De blancos a oscuros, de cafés a morados, de rojos a verdes. No pude contar aquellos siete colores de los que hablaban, pues sus tonalidades eran muchas más.
     
    Su historia geológica de sedimentos marinos, lacustres y fluviales elevados por los movimientos tectónicos dio forma a esta joya fascinante de la Cordillera de los Andes, de la que no pude creer que estuviera siendo testigo, y que no hubiera tenido conocimiento de su existencia desde antes
     
    Anonadados por la perfección de aquellas líneas de colores, seguimos el sendero que nos llevó de vuelta al pueblo, no sin antes darnos la vuelta para captar una última fotografía del prodigioso monumento.
     


     
    Como era aún temprano para volver, Rocío nos platicó sobre otro lugar cercano llamado Maimará. Se trata de un pequeño poblado a la orilla de la ruta 9 y a apenas unos 7 kilómetros al sur de Tilcara, por lo que nos quedaba de paso.
     
    Tomamos un colectivo que pronto nos dejó dentro del pueblo. La comunidad lucía bastante desolada, prácticamente deshabitada. El sonar el del viento en los árboles, bajo los fuertes rayos del sol, sumado a las calles desiertas y un niño andando a solas en su triciclo fue una imagen bastante tenebrosa con la que fuimos recibidos
     


     
    Dos jóvenes viajeros fueron los únicos que asomaron sus rostros por las paredes de un camping, donde ellos poseían la única carpa instalada. Pero los fantasmas de Maimará fueron desvaneciéndose poco a poco, mientras subíamos por una empinada calle que nos estaba llevando de vuelta a la carretera.
     
    Y detrás de nosotros empezó a aparecer el principal atractivo del pueblo, que nos había arrastrado hasta allí: la Paleta del pintor.
     


     
    Al igual que Purmamarca, Maimará se posa en las mágicas ranuras de la Quebrada de Humahuaca, de la misma manera que es vigilado por un gran macizo, cuyas anchas proporciones parecen, efectivamente, haber sido rociadas por los colores de un pintor.
     
    Llegamos hasta la ruta, donde un pequeño montículo de piedra, a forma de mirador, nos permitió tener postales mágicas de aquella montaña policromática.
     


     
    Detrás de nosotros, se abría la carretera entre varios monolitos que me hacían sentir en los paisajes de Utah o el Gran Cañón. Sin duda alguna, me había dado cuenta que entrar a Argentina había sido la decisión más acertada que pude haber tomado en mi viaje
     


     
    El viento comenzó a molestar un poco a Rocío, sobre todo en lo alto de un cerro donde penetraba nuestros abrigos, rompiendo nuevamente con el mito del calor veraniego del norte argentino
     


     
    Bajamos a la autopista para esperar al colectivo en la garita. Pero los escasos coches a la vista y el desalentador comentario de una joven pasajera nos dieron pocas esperanzas de avistarlo pronto. Así que bajamos de nueva cuenta al pueblo para coger un taxi que, por un módico precio, nos llevó de vuelta a Tilcara.
     
    Allí, nos reconfortamos en nuestra suite presidencial, donde mientras esperábamos por las chicas, hicimos la lista de nuestras compras navideñas, con la que prepararíamos el gran banquete para nuestra Nochebuena a la argentina…
     
    Pueden ver el resto de las fotos en el álbum de la provincia de Jujuy
     
     
  19. AlexMexico
    Faltaban 3 días para la Nochebuena. Nico y Rocío estaban ansiosos por volver a pisar sus tierras. Yo me sentía dichoso por tener con quién pasar la navidad Pero mi felicidad era más alentada por la inesperada aventura a la que mi viaje poco calculado me había arrastrado. Después de todo un día recorriendo el Salar de Uyuni, regresamos a la ciudad a comprar nuestros boletos de bus para la ciudad fronteriza de Villazón, desde donde cruzaríamos a la singular Argentina.
     
    Antes de que el camión partiera, cenamos en un restaurante que, al final, nos resultó bastante incómodo, por la mala atención que recibimos por parte de los dueños. Para resumirlo, la dueña se colocó en la puerta a darnos empujones, para obstruirnos el paso y no dejarnos salir luego de habernos quejado por una coca cola abierta y otra que no tenía gas. Es un poco de lo que se puede encontrar siendo turista en Bolivia. Después de todo, hay que ser comprensible. La mayoría de los establecimientos son atendidos por personas indígenas, que rara vez han cursado estudios de turismo o han recibido capacitaciones de servicio al cliente.
     
    Luego de la bizarra experiencia, subimos al bus. Esta vez, parecíamos ser los únicos turistas a bordo. Pronto, nos vimos rodeados de bolivianos que, a pesar de caída la noche, no dejaban de hablar ni apagaban la música en su celular
     
    Como si no hubiera sido suficiente, y como si Nico no hubiera estado de peor humor (llevaba dos días durmiendo en buses, sin haber tomado una ducha y acaba de discutir con la restaurantera) la carretera sur parecía ser peor que en la que habíamos viajado al venir. El vehículo no dejó de vibrar en todo el camino, golpeando nuestros traseros con un constantemente saltar.
     
    Para acabarla de completar, el chofer se detenía en cada garita que una persona le hacía la parada. Sin importarle que el transporte fuera al tope de lleno, continuó subiendo gente hasta que el pasillo se atestó de cholitas escoltadas por sus cuantiosos retoños.
     
    Las anchas caderas de estas mujeres me acorralaron por ambos lados Ni decir de pararse al baño, caso que se presentaba como todo un desafío. Un niño sentado en una cubeta detrás de su madre, meneaba su cabeza a causa del sueño, y terminó por posarse accidentalmente en mi hombro. Era la situación perfecta para una fotografía nocturna, pero levantarme por mi cámara (que estaba en el portaequipaje) era otra complicada hazaña que no me dispuse a realizar.
     
    El llanto de una pequeña que colgaba por la espalda de su madre envuelta en un rebozo, nos acompañó aquella noche que se tornaba eterna. Y la dificultad de mantenerme en el mismo sitio por un minuto fue la misma dificultad con la que no pude dormir
     
    Arribamos a Villazón cerca de las 3:30 am. Mostrando un poco de compasión, el chofer nos dejó quedarnos a dormir un poco más en vista de que la oficina de migración abría sus puertas a las 7.
     
    Apenas cuando salía el sol, los argentinos y yo cogimos nuestras maletas y caminamos rumbo a la línea fronteriza. Me habían sobrado bastantes billetes bolivianos, y fue cuando sobrevino la disputa sobre el cambio de divisas:
     
    Nico y Rocío me explicaron con detenimiento cómo funciona el cambio de moneda en su país. El lío se puede resumir con la existencia de dos cifras: la oficial y la no oficial. La oficial (que se puede encontrar en cualquier casa de cambio o banco en Argentina) colocaba al dólar a la venta en unos 8 pesos argentinos. Mientras en el no oficial (que se encuentra en el mercado negro) se pueden recibir desde 10 hasta 14 pesos por cada dólar.
     
    Por tanto, no era conveniente entrar a argentina con bolivianos. El destino parecía jugarme chueco, ya que ninguna casa de cambio tenía dólares. Pero al calcular Rocío las cifras de cambio directas del boliviano al peso se dio cuenta de la ganga que podía negociar.
     
    Al final, recibí 2 pesos argentinos por cada boliviano, quedando así el dólar a mi favor, con 14 pesos por cada uno (exactamente al precio que se encontraba el peso mexicano en aquel momento). Desde entonces, por cada peso argentino que gastara estaría gastando uno mexicano. Con unos 1000 pesos en efectivo, me disponía a gastar lo menos posible durante mi estadía, ya que de otra forma tendría que retirar del cajero, lo cual me daría casi la mitad del precio que había recibido. Sin duda, a veces las buenas matemáticas son las mejores amigas del viajero
     
    Una vez cargado con plata, llegamos al paso fronterizo. Un pequeño puente que cruzaba un río daba el acceso a la ciudad argentina de La Quiaca, a donde centenas de bolivianos se disponían a pasar.
     


    Lado boliviano del paso fronterizo Villazón - La Quiaca
     
    El sol ya había salido y comenzó a calentar, lo que nos hizo despojarnos de nuestros abrigos. Poco después de las 7 am los oficiales dieron pauta a la apertura del paso.
     
    Llenamos las formas de salida y teníamos todo listo, pero la fila no parecía avanzar, a diferencia de los grupos de personas que corrían con carritos de supermercado por la parte superior de la oficina, que tenían toda la pinta de ilegales Luego de casi una hora caminando a pocos centímetros por minuto, pasamos a la ventanilla de la oficina boliviana, donde un simple sello fue todo por lo que habíamos aguardado. Nos indicaron entonces la dirección para hacer la otra fila, tras la que por fin ingresaríamos al lado argentino.
     
    A pesar de nuestras nacionalidades (pues su rigidez con los bolivianos era más que notoria), fuimos víctimas de la burocracia, y encima de los dos oficiales al mando, nuestra espera se prolongó hasta por dos horas más Al final, uno de los agentes nos apartó de la agobiante hilera, se llevó nuestros pasaportes y, en un solo minuto, teníamos el sello de entrada con nosotros. Sin hallarle sentido a otro enfado más (sobre todo Nico y Rocío por la ironía de ser connacionales) cruzamos felices y al fin pisamos la Argentina.
     
    Ambos casi besaron su suelo, al que habían añorado desde hace varios meses. Tomamos un taxi hacia la estación de buses, donde compramos nuestros tickets al destino que Rocío nos había recomendado para pasar la navidad: el pueblo andino de Tilcara.
     
    En nuestro tiempo libre antes de partir, acudimos a una cafetería y desayunamos un café con facturas y medias lunas (pan dulce y croissants, conocidos como cuernitos en México). Empecé a empaparme un poco del argot argentino, al que ya me venía acostumbrando al compartir mis días junto a esa simpática pareja.
     
    Al calor del mediodía tomamos el bus hacia Tilcara, sobre cuya superficie intenté reconciliar mi sueño que fue armonizado poco a poco por los primeros hermosos paisajes con los que Argentina me daba la bienvenida.
     
    En medio de un paraje lo menos parecido a como lo había imaginado, el autobús se detuvo para que los tres pudiéramos descender. Y fue entonces cuando los testimonios sobre el insoportable calor veraniego del norte argentino se convirtieron en un mito poco creíble para mí.
     


    Paisaje árido de Tilcara
     
    Una fuerte ráfaga de frío viento se abalanzó sobre nosotros apenas pusimos un pie sobre la arenosa superficie Me puse mi campera para apaciguar el clima, que al mismo tiempo provocaba una leve comezón en mi piel, pues los rayos del sol a las 3 de la tarde seguían abrasando a pesar de la baja temperatura.
     


     
    Cruzamos la carretera y caminamos por una larga avenida de tierra, que se orillaba por modestas casas adornadas por la vegetación seca. Alrededor de la minúscula población se erigían áridas montañas. Tras la ruta tomada se abría un paso natural hacia el Altiplano andino. Estábamos ahora en la Quebrada de Humahuaca, un particular accidente orográfico de la provincia de Jujuy que me alojaría durante los siguientes seis días.
     
    El primer paso fue buscar un alojamiento, que Nico y Rocío tenían bien merecido después de dos noches a bordo de incómodos buses. Dejamos las maletas en una esquina y nos turnamos para caminar en busca de un hostal. Se acercaba la navidad y debíamos hallar un precio que no rebasara nuestros presupuestos. Y como si la pronta llegada del natalicio de Jesús hubiera retenido a todos en casa, las calles lucían desiertas y los hostales poco concurridos. Algunas veces, ningún empleado aparecía para atender la recepción. Me daba la impresión de ser un pueblo fantasma.
     
    La lúgubre soledad desapareció a lo largo de una pequeña calle empinada, donde Nico y yo encontramos las mejores opciones: hostales económicos con áreas de camping, algunas cafeterías con música en vivo y las famosas peñas para pasar las noches de fiesta. Volvimos por nuestro equipaje y pagamos una noche en un cuarto compartido en un cálido y colorido hostal familiar
     


     
    De camino hacia el hospedaje, nos topamos con una serie de cabañitas cuyas simpáticas fachadas con troncos en el techo (al estilo de Los Picapiedra) nos llamaron mucho la atención. La oficina de información estaba justo frente a ellas. Si bien intuimos que el precio sería algo elevado, no quisimos quedarnos con la curiosidad y preguntamos a la encargada, quien no dudó en mostrarnos el interior.
     
    Piso de madera, calefacción, una pequeña cocina, una cama matrimonial, una individual, un enorme baño con bañera y secador, un cómodo patio trasero con mesas, sillas y un asador. Era la manera perfecta de pasar la navidad
     
    El titubeo se encaminó al saber el precio: 900 pesos por noche Al darle las gracias, la señora se percató de nuestras caras de imposibilidad, y pronto bajó el precio a 800. Le dijimos que lo hablaríamos y tomaríamos una decisión.
     
    Regresamos al hostal para tomar una ducha caliente y para por fin sentir que estaba en Argentina. Por supuesto, estoy hablando del mate Esta legendaria bebida que es parte orgullosa de su reconocida identidad nacional (sin dejar atrás sus cortes de carne, pizzas, pasta, sus vinos, empanadas, el tango y el futbol).
     
    En la universidad había elaborado una campaña publicitaria para un restaurante Uruguayo de la Ciudad de México llamado “Mateamargo”; un año atrás había tenido la oportunidad de viajar con argentinos por el sur de España, donde probé el mate por primera vez. Y seis meses antes había hospedado a una pareja de Buenos Aires, que compartía con gusto su vital bebida. Sin embargo, nada de esto se comparaba con la experiencia de tomar mi primer mate en Argentina
     


     
    Aunque debo confesar que el amargo sabor de la hierba y la hirviente temperatura del agua no eran mucho de mi agrado, poco a poco le fui agarrando el gusto durante mi estadía. Después de todo, era un excelente digestivo si no abusaba mucho de él.
     
    Y por si no me había quedado claro el inigualable poder del mate, cuyo ritual es un perfecto objeto de estudio social que va mucho más allá de sus propiedades herbáceas y de la satisfacción sensorial, rápidamente hicimos amistad con dos chicas capitalinas que se hospedaban en el mismo lugar.
     
    Tras repetidos sorbos de la bombilla, y tras una larga deliberación, los tres estuvimos dispuestos a gastar 500 pesos por pasar dos noches en una de las cabañas; después de todo, merecíamos una navidad cómoda y sin preocupaciones
     
    Con la mejor actitud, negociamos con la señora para que nos bajara el precio por dos noches en 1500 pesos (originalmente 1600). Con mucha amabilidad aceptó la oferta, y quedamos de vernos al mediodía para coger las llaves y dejar nuestras cosas.
     
    Por la noche decidimos conocer la vida nocturna que Jujuy nos tenía preparada. Si bien el plan inicial era buscar algo para cenar, al final terminamos de joda en la peña que se encontraba frente a nuestro hostal.
     
    Una peña es una especie de restaurant – bar argentino donde se vende comida típica nacional, variedad de vinos y bebidas y se caracteriza por la música folclórica que se toca en el escenario. Algunas contratan a grupos en vivo para entretener al público; otros simplemente dejan que sus mismos clientes sean quienes se suban e improvisen poemas, actos, música, cantos y cualquier estilo de expresión artística.
     
    No hubo una mejor forma de introducirme en el estilo de vida del norte argentino que haber visitado esta adorable peña.
     


     
    Todas las empanadas que había probado antes en mi vida no se compararon al exquisito sabor de las que comimos allí Carne molida, pollo y la exótica carne de llama me dieron la sazón perfecta para aquella fría y oscura noche. Mi, hasta ahora, escaso gusto por el vino tinto se transformó tras las dos botellas que sabiamente Nico y Rocio habían seleccionado entre la gama de marcas disponibles. No hace falta decir lo rápido que los efectos etílicos se hicieron presentes en alguien sin experiencia como yo
     
    La alegría estimulada por una ligera ebriedad tocó su punto máximo con las melodías que la familia de músicos en el escenario tocaba con el charango, la quena y el sicu, instrumentos andinos hasta ahora desconocidos para mí.
     
    La tradicional vestimenta de origen indígena que portaban los artistas parecía bastante pesada, pero abrigadora para aquel día. El micrófono no parecía distorsionar el grave sonar de las flautas, que al ritmo de las cuerdas y la voz armónica interpretaban variedades de chacarera, zamba, y el mundialmente famoso carnavalito, que me llevó de vuelta a mis clases de música en la escuela secundaria, donde ignoraba su procedencia andina.
     
    Cuando menos lo esperé, me vi dando vueltas por toda la peña jalado por la mano de una mujer quien a saltos y vueltas me hizo bailar una chacarera.
     
    Nuestros prolongados parpadeos dieron indicio a nuestra evidente necesidad de dormir. Pagamos la cuenta y volvimos al hostal pasada ya la media noche. Argentina me había dado una calurosa e inolvidable bienvenida que logró superar todas mis expectativas Y al ritmo de la música híbrida de Jujuy arrullé mi sueño en la fría litera de madera.
  20. AlexMexico
    Varado en la austera terminal de autobuses de La Paz, ya no había sitios disponibles para la ciudad de Sucre ni Potosí esa noche. Sin deseos de quedarme un día más en la capital, busqué el precio más barato para Uyuni, una pequeña población al sur del país. Era un 19 de diciembre y la temporada alta ya había dado inicio, por lo que los costos subieron desde los asientos normales hasta los buses cama. 120 bolivianos (17 USD) fue el precio más económico que pude conseguir, por un asiento semi-cama en un bus turístico.
     
    Gastaría 12 horas de mi vida a bordo de dicho bus con destino a una diminuta villa en mitad del alto desierto. Pero aquel insignificante sitio escondía una de las maravillas más recientemente explotadas y ahora frecuentada por miles de backpackers: el Gran Salar de Uyuni..
     
    Luego de algunas horas sentado, con el gritar de las mujeres que informaban los destinos próximos a salir (cuya atmósfera era ya parte de las terminales peruanas y bolivianas), anunciaron la salida de mi bus, tras el cual hicieron fila varias decenas de turistas extranjeros, la mayoría mochileros en busca de aventuras.
     
    Al acercarme a dejar mi equipaje pude advertir el notable deterioro del vehículo al que estaba a punto de subir. El óxido se avistaba en la parte baja de sus paredes, difuminado por un color negruzco producto del humo del escape. El interior parecía decente, salvo el rechinar de los asientos y el herrumbroso posa-pies. Rogué porque esa noche nada malo ocurriera
     
    Una vez a bordo conocí a Alexis, una simpática chica australiana con quien me reí de la casualidad de que ambos compartiéramos el mismo nombre Pocos minutos después de entablar una plática con ella, la pareja detrás de mí en seguida notó mi acento mexicano (aunque me dijeron que dudaban si era colombiano). Ixe y Leonel, ambos compatriotas míos, terminaban de realizar un intercambio estudiantil en la Universidad de Santiago de Chile, y hacían juntos su último viaje por Sudamérica antes de volver a México a pasar las fiestas decembrinas.
     
    El camión comenzó a avanzar mientras el sol se ponía tras la cordillera occidental. Si bien el frío se hacía presente afuera mientras la noche caía, 50 personas compartiendo el mismo vehículo sin ventanas que se pudieran abrir no era una muy buena idea. A pesar de la ligera vestimenta que elegí para aquella noche (bermudas y una camisa sin mangas), el resto de los pasajeros y yo comenzamos a quejarnos del calor Todo indicaba que el autobús tenía aire acondicionado, pero que no lo prenderían. Es algo frecuente que noté en Bolivia y Perú, lo que hace probablemente que los precios del transporte sean tan baratos.
     
    Tras apenas una hora de que el tacaño chofer hubiera arrancado, el autobús se detuvo en mitad de la autopista, a la que recién acabábamos de entrar. La gente comenzó a desesperarse y bajamos a averiguar qué pasaba. Pero tan pronto como cruzábamos la puerta éramos golpeados por una masa de frialdad. Así que subí por mi suéter y salí a fumar un cigarrillo con mis vecinos.
     
    El clutch del vehículo se había roto El chofer y su copiloto se disponían a repararlo, pero al parecer, debían esperar una nueva pieza traída desde la ciudad. Afortunadamente, no estábamos todavía muy lejos de ella.
     
    La espera se prolongó hasta dos horas, en las que nuestros intentos por dormir eran socavados por el calor y por el ruido de los siempre parlantes bolivianos que iban a bordo Una vez en marcha, la mayoría nos olvidamos de la temperatura ambiente y uno por uno cerramos los ojos.
     
    Nuestro sueño fue interrumpido cerca de las 4 de la madrugada, cuando el bus comenzó a vibrar de manera muy brusca. No se trataba de un tramo de grava o arena. Era la carretera oficial que llevaba hasta Uyuni. Los vidrios golpeaban contra la pared. Nuestros cuerpos saltaban de los asientos. El equipaje en cabina se caía del techo y las botellas de agua se paseaban por los suelos Lo más sorprendente para mí, era lo acostumbrados que parecían estar los bolivianos, que nunca dejaron de roncar a pesar de los rudos meneos.
     
    La pesadilla terminó cerca de las 6 de la mañana, cuando el sol apenas salía en el horizonte y el autobús aparcó en una de las calles del pueblo. Todos descendimos por nuestro equipaje, para ser rápidamente interceptados por los trabajadores de agencias turísticas que nos ofrecían tours al salar. Todos con las mismas promesas, todos con los mismos precios. Ixe, Leonel y yo decidimos apartarnos de la turba y comenzar a buscar un lugar dónde hospedarnos.
     
    Preguntamos en cada hostal con el que nos topábamos, pero nadie nos atendía por la temprana hora (o ya no había sitios disponibles). Por suerte, hallamos uno por 50 bolivianos (7 USD) la noche, perfectamente ubicado justo en la plaza de armas de la ciudad
     
    Ixe y Leonel dejaron sus cosas para ir a comprar sus tickets al salar, por lo que regresaron sólo a darse una ducha y tomar un rápido desayuno. Como yo sabía que los argentinos, Nico y Rocío, llegarían al siguiente día por la mañana, decidí esperarlos y hacer el tour con ellos, por lo que tuve la totalidad del día para reponer el cansancio y disfrutar de la minúscula localidad.
     


    Plaza de armas de Uyuni
     
    Recorrí las calles del centro y los pasillos del mercado, donde comí un caldo de gallina que me repuso del malestar que el viaje me había dejado. Sus desérticas y polvorientas calles, sin sombras que protejan a uno de los severos rayos del sol, me dejaron en claro que a Uyuni no debe dedicársele más de un día.
     
    Aproveché e investigué un poco sobre los precios de los tours, y me decidí a comprar los tickets para tres personas para la siguiente mañana; no quería que los argentinos y yo buscáramos con prisas al mejor postor cuando los turistas llegaran.
     
    Pasé el resto de la tarde descansando en la cama y escribiendo en mi diario de viaje. Por la noche, Ixe y Leonel regresaron maravillados por lo asombroso que según ellos había sido el salar. Les pedí que no me contasen nada y fuimos juntos a cenar.
     
    Muy temprano, antes del amanecer, Ixe y Leonel se despidieron de mí y desalojaron el cuarto, pues debían tomar su autobús a Chile. Dormí unas horas más, hasta que la chica de recepción gritó mi nombre. Nico y Rocío estaban abajo, esperando por mí. Los saludé con gusto y los acompañé a que buscaran algo para desayunar, mientras yo me alistaba para nuestra travesía en el desierto.
     
    Nos dirigimos a la oficina de la agencia para dejar nuestro equipaje. Cerca de las 9 am partimos hacia nuestro destino en una camioneta 4x4, en compañía de dos chilenos, dos colombianas y el chofer. Nuestra primera parada fue a pocos kilómetros al este de la ciudad, en el nacionalmente famoso cementerio de trenes.
     
    Uyuni es conocida por haber sido la primera ciudad que conectó a Bolivia con Chile, y lo hizo a través de su estación de ferrocarril. El tren entró en vigor a finales del siglo XIX, y es precisamente de esa fecha que datan las locomotoras y los vagones que se apilan uno tras otro en el medio de esta llanura sin fin.
     


     
    Los vehículos 4x4 del resto de las agencias turísticas estaban estacionados junto a las vías, y muchos de los viajeros ya se nos habían adelantado, y empezaban a fotografiar el solitario y bizarro panteón.
     
    Mientras Nico, quien estudió cinematografía en la Escuela de Artes, se alejaba con su Super 8 y su cámara réflex para filmar los mejores encuadres del lugar, Rocío y yo nos dispusimos a recorrerlo y tomar algunas fotos.
     


    Puna desértica típica de los alrededores de Uyuni
     
    Para ese momento, la altura del altiplano ya no aparentaba afectarme tanto. A unos 3700 metros, la orografía parecía haber cambiado de lo que habíamos presenciado más al norte. Nos hallábamos en medio de una extensa planicie gris con algunas manchas de verde vegetación, al final de la cual se alzaban algunos montes poco empinados, que parecían difuminarse por el deslumbro del sol.
     
    El cielo era azul y estaba bastante despejado. Según los locales, pocas veces llovía en la ciudad y sus alrededores. Si bien nos sentíamos felices después de las lloviznas que nos atacaron en la capital, fue imprescindible protegernos del sol con mucha crema bloqueadora (lo cual recomiendo ampliamente).
     
    Luego de algunas fotos, volvimos al coche con el silencioso y poco informativo chofer. Desde ahora debo aclarar que todos los datos que proporciono aquí fueron investigados por mi propia cuenta, ya que pocos guías bien preparados pueden encontrarse en Uyuni
     
    Volvimos al pueblo para salir por su otro extremo, conduciendo hacia el oeste por una llana carretera, en la que el volar del polvo nos obligó a cerrar las ventanas. Rebaños de ovejas y llamas se avistaban en ambas orillas, que desparecieron al llegar a la población de Colchani.
     


     
    Se trata de una menuda villa dedicada exclusivamente al procesamiento de la sal que se extrae del desierto, con la que se elaboran todo tipo de artesanía: vasos, muñecas, magnetos… Hay también un museo de la sal, donde se exponen grandes figuras del compuesto químico.
     
    El pueblo se ubica exactamente en la entrada al salar, por lo que desde entonces se puede empezar a sentir el crujir de los granos de sal al caminar, y si se pasa el dedo por cualquier cosa (una pared, una puerta, un pilar), se puede coger un poco de sal. Basta con saborearlo un poco con la lengua
     
    Después de comprar algunos souvenirs que aún se posan en mi frigorífico, seguimos el tour para, al fin, ingresar de lleno al Salar de Uyuni.
     


     
    Se trata ni más ni menos que del desierto de sal más grande del mundo. Tiene más de 10,000 km cuadrados, 10 mil millones de toneladas de sal y 140 millones de toneladas de litio, convirtiéndolo en la mayor reserva de este mineral a nivel mundial, con más del 80% del litio de todo el planeta
     
    Todos estos datos son más que sorprendentes. Pero ni a través de las fotos, ni de las palabras, podría expresar la magia que este paraíso natural posee en cada uno de sus blanquecinos granos.
     


     
    Las primeras imágenes que se pueden percibir en esta extensa (inmensa, interminable) llanura blanca, son unos montículos de sal que se amontonan alrededor de pequeños charcos de agua. Esto sirve para que el agua se evapore más rápidamente y la sal pueda ser transportada para su explotación. Y no hay de qué preocuparse, pues por más que este rico mineral sea explotado por el ser humano, sigue renovándose día con día. Especialmente por el respeto que el gobierno boliviano le tiene a “la madre tierra”, lo que hace que el comercio de la sal sea controlado y no contamine a su medio ambiente.
     
    El sonar de mis botines al pisar la sal hacía parecer todavía más inalcanzable el horizonte, cada vez que caminaba para fotografiar los espejismos que el agua y el sol provocaban en las lejanas montañas, que apenas y podía ver por el cegador reflejo del color blanco en mis ojos. Una imagen más que cautivadora.
     


     
    El recorrido continuó con los expertos conductores, que sin líneas marcadas sobre el desierto ni objeto alguno que los guiara, sabían qué dirección tomar para llegar a la siguiente escala: el Hotel de Sal.
     
    Esta edificación hecha íntegramente de sal funciona ahora como un restaurante y centro turístico dentro del circular desierto. La mayoría de los tours paran para descansar, fotografiar y, algunos, para comer.
     
    El hospedaje era entonces dominado por un ostentoso monumento que anunciaba la meta del rally internacional de automóviles: el mundialmente famoso Dakar. En el próximo mes de enero, centenares de coches, motocicletas, cuatrimotos y camiones darían la vuelta desde este punto para retornar hacia Chile y seguir su carrera hasta el final.
     


     
    En esta área del salar se comenzaban a dibujar hexágonos que sobresalían del suelo, y que se extendían como una alfombra en forma de panal por toda la blanca superficie. Para una persona fanática de la armonía y el orden (como yo) esta continuidad de perfectas formas fue más que un deleite para mis casi cegados ojos
     


     
    Seguimos adelante, hasta que el conductor se detuvo, justo en mitad de la nada. A 360 grados alrededor nuestro no había más que una plancha blanca y rugosa de sal, custodiada por un cielo azul, que se interrumpía sólo por nuestra presencia y las sublimes y bajas siluetas de las montañas al fondo.
     


     
    Y fue ahí donde armamos nuestro picnic. Afortunadamente, todos los tours en Uyuni incluyen el almuerzo (que por el precio de 100 bolivianos, 14 USD, es toda una ganga). Milanesas de res, arroz, verduras al vapor, coca cola, una fruta como postre, y opciones para los vegetarianos, hicieron de nuestra tarde una encantadora postal del recuerdo
     


     
    Con el estómago lleno, proseguimos con la travesía, cuya próxima escala fue la Isla Incahuasi. Es un islote en el desierto que se caracteriza por que en él crecen cactus de copiosos metros de altura. Desde la punta de la isla, se puede apreciar la plenitud del exorbitante salar.
     


     
    Existen varias ofertas de tours en Uyuni, de las cuales el recorrido de un día es sólo la más sencilla de ellas. Hay tours de dos y hasta tres días por el suroeste boliviano, que incluyen visitas a maravillas como las lagunas de colores, los géiseres, el desierto de Siloli, las reservas de flamencos y culmina en el desierto de Atacama, en el lado chileno.
     
    Como nuestro presupuesto era bastante apretado, nuestro tour estaba por terminar y emprendimos el viaje de regreso Pero antes, el conductor nos tenía una última sorpresa. Nos llevó a deleitarnos con los reflejos del salar.
     


     
    Cuando llueve, el agua se estanca en la superficie de sal y forma uno de los espejos naturales más increíbles del planeta. Lamentablemente, la temporada de lluvias todavía no comenzaba, ya que normalmente da inicio a finales de diciembre y principios de enero, haciendo del invierno la mejor temporada para visitarlo.
    No obstante, tuvimos la oportunidad de ser cautivados por las tenues refracciones que el agua atrapada hacía destellar en su liquidez.
     


     
    Por un precio más alto, algunas empresas permiten que los viajeros aprecien el atardecer, lo cual debe ser, sin duda, una de las postales más bellas de la que nuestros ojos puedan ser testigos.
     


     
    Para esa mágica ocasión, agradecí haber comprado mis botines antes de salir de México, ya que su resistencia a la densa sal y al agua me mantuvieron seco en todo momento, convirtiéndolas en mi mejor inversión. No así ocurrió con mis demás compañeros, cuyos pies se vieron empapados y envueltos en sodio.
     


     
    Regresamos a la ciudad, donde luego de cenar en un incómodo restaurante, compramos nuestros tickets a la ciudad de Villazón, desde donde cruzaríamos la frontera hacia el contiguo país del tango…
     
    Pueden mirar el resto de las fotos aquí:
     
     
  21. AlexMexico
    Con mis labios recobrándose poco a poco luego de tres días sin hidratarse en las heladas sequías del altiplano del viejo Perú, Asier y yo fuimos los últimos en subir al bus turístico que, sin darnos tiempo de comprar algo de comida, pronto arrancó hacia su destino, y mi próxima parada: la ciudad boliviana de La Paz.
     
    Antes de dejar el hostal en Copacabana para zarpar a la Isla del Sol, había enviado algunas solicitudes personales en couchsurfing, además de un viaje público, para probar suerte y ver si algún local capitalino podría acogerme por algunos días a través de esta maravillosa red social.
     
    Ya que era un poco complicado hallar internet en el pueblo, sumado al escaso tiempo que tuvimos para abordar el autobús, no pude revisar mi perfil antes de partir. Así que, nuevamente, me lancé a la aventura, sin una idea de qué me encontraría en esa monstruosa ciudad y, por supuesto, sin un lugar donde quedarme esa noche.
     
    Avanzamos solo unos kilómetros cuando el bus hizo una parada. Era la pequeña población de Tiquina. Este es el lugar donde el litoral del lago Titicaca se contrae hasta formar un estrecho en forma de embudo, y es la forma más rápida de llegar hasta la capital si no se quiere retornar y cruzar dos veces la frontera con Perú.
     
    Descendimos del vehículo y el conductor nos ordenó dirigirnos al muelle, donde por dos bolivianos podríamos tomar una especie de barca para cruzar al otro lado, sitio donde nos esperaría para volver a abordar.
     
    En lo que parecía ser la plaza central del pueblo se llevaba a cabo una manifestación, donde en una mezcla de español con quechua lanzaban insultos a las acciones del gobierno de Evo Morales, actual presidente del Estado Plurinacional Boliviano.
     


     
    Luego de chismear un momento con el resto de los pasajeros (muchos de los cuales probablemente no entendían ni una palabra de lo que el hombre con el megáfono gritaba), caminamos hasta el muelle, donde conocimos las dichosas barcas. Eran solo un montón de tablas de madera amarradas sobre una superficie de llanta de caucho. La verdad es que no parecían bastante seguras ni funcionales pero nos bastó mirar un gran autobús montado sobre una de ellas y navegando por el estrecho para darnos cuenta de que, si bien no muy cómodamente, cumplía su función principal por un módico precio.
     


     
    Luego entonces, corrimos a una de las embarcaciones antes de que las cholitas y sus múltiples retoños las atestaran, como era de costumbre esperarse. En la riviera de aquella especie de río, el viento frío hizo de las suyas otra vez, y nos golpeó sin piedad en todo el cuerpo.
     
    Poco tardamos en atracar en el otro lado, donde nadie apareció para cobrarnos. Y a pesar de una menuda búsqueda, tuvimos que partir sin haber pagado por el modesto servicio de transporte.
     
    Muchos de los otros pasajeros y el autobús aún seguían en el otro extremo, por lo que Asier y yo buscamos rápido un sitio para almorzar. En la concurrida calle principal parecía haber una especie de tianguis, donde supusimos que los precios de la comida se reducirían a muy poco.
     
    De pronto, un motín de cholitas alineadas bajo sus carpas comenzaron a gritarnos: ¡Pásele joven! ¡Tenemos trucha, fideo, pásele!... Los alaridos de comerciantes era algo a lo que ya nos habíamos acostumbrado desde Perú (realmente desde México). Pero era la primera vez que más de 15 mujeres intentaban venderme la misma cosa por el mismo precio Entonces me di cuenta de la lucha de esas mujeres y de toda una población por tratar de sobrellevar la vida: la trucha es el pez más abundante en esa zona del Titicaca, y es muchas veces la única fuente de alimento de muchas de las personas locales. No poseen ganado, no poseen dinero. Un pescado, unos granos de maíz, una papa negra y un poco de pasta son a veces su mejor camino a la sobrevivencia.
     


     
    Y fue precisamente eso lo que Asier y yo nos decidimos a probar. Sin bacilar mucho, elegimos a la mujer posada frente a nosotros para comprarle este delicioso y peculiar platillo, acompañado de un agua de piña. Completamente satisfecho, al final no supe si sorprenderme más por el escaso precio de 8 bolivianos (1.1 USD) o por la habilidad con la que la mamita utilizaba su teléfono celular Es algo de lo que uno se puede encontrar en este mundo globalizado.
     


     
    Un poco enchilado por la salsa de ají que puse desesperadamente sobre mi trucha, corrimos al bus cuando vimos al resto de los pasajeros subiendo en la esquina próxima. Despedimos de manera definitiva al lago Titicaca para adentrarnos en la selva de concreto.
     
    LA GUERRA Y LA PAZ.
     
    Nuestra Señora de La Paz fue la tercera ciudad boliviana fundada por el imperio español. Hasta entonces, era una zona habitada por aymaras y otros grupos indígenas andinos. Su nombre conmemora la restauración de la paz después de la guerra civil que procedió a la insurrección de Gonzalo Pizarro contra el virrey del Perú. Sin embargo, poco honor hace su nombre al pacifismo con el que la ciudad vive hoy en día.
     
    Después de dormir algunas horas en el bus, me desperté con la imponente vista que desde la carretera oeste la capital boliviana nos ofreció a mí y a los pasajeros. La metrópoli se abrió como un embudo frente a nosotros, deslavándose a través de las laderas en un enorme agujero dominado por las negras nubes y los picos nevados de la Cordillera Real Andina, cuyo símbolo inmortal es el Monte Illimani.
     


    Primera vista de la ciudad con el Monte Illimani al fondo
     
    Desde que aquella aglomeración de edificios se asomó por detrás de los árboles, la tranquilidad que se respiraba en el bus se vio interrumpida por una baraúnda que nos dio la bienvenida: coches, combis, camiones, microbuses, motocicletas, mototaxis, todos avanzando rápido y sin precaución Los vehículos nos rozaban por milímetros mientras éramos agobiados por el bullicio de los cobradores de transporte público, los pitidos de los clackson sin sentido y los gritos de los vendedores ambulantes que parecían entes traslúcidos capaces de traspasar cualquier obstáculo que se les pusiera en la calle. Habíamos llegado a la capital más alta del mundo: La Paz
     
    Tal caos pareció desconcertar un poco a Asier, quien al llegar a la estación de buses me dijo que no pensaba quedarse ni una sola noche, pues prefería seguir su camino al este y estar en Porto Alegre para navidad. Así que lo acompañé para buscar el boleto más barato hacia la población de Uyuni, por el que pagó unos 100 bolivianos.
     
    Faltaba alrededor de una hora para que su autobús partiera, así que se ofreció a acompañarme hasta el centro de la ciudad, desde donde pretendía encontrar un sitio con internet y buscar un lugar donde hacer noche.
     
    Antes de dejar la central, nos topamos con un argentino que habíamos conocido en Copacabana (y que había visto desde la ciudad de Lima; es gracioso cuando encuentras a la misma gente en el trayecto de una larga ruta ). El chico había llegado a la ciudad apenas una noche antes, y estaba listo para dirigirse al sur. Me recomendó un hostal barato y me dio su dirección, no muy lejos de la estación. Le di las gracias y caminé con Asier en busca de dicho hospedaje.
     
    Sumado a lo serpenteantes que son las calles del centro capitalino, no confiaba mucho en las confusas indicaciones que los bolivianos me daban. No obstante, sabía que la avenida por la que caminaba bajaba directo a la Plaza Mayor, y si no encontraba el hostal que el argentino me había dicho, desde ahí me movería para hallar otro.
     


    Plaza Mayor de San Francisco
     
    Luego de minutos andando, el hostal nunca apareció, y Asier me acompañó hasta la plaza central, donde nos despedimos para que cada quien siguiera su camino.
     
    Entre la muchedumbre que se aglutinaba en la concurrida explanada, identifiqué un letrero de información turística en un pequeño edificio comercial. Mi esperanza se esfumó cuando encontré las oficinas cerradas. Al acercarme a preguntar a un policía si sabía de algún hospedaje cercano, un coreano que compraba dinero en la casa de cambio se me acercó y me dijo: “yo conozco uno, me estoy quedando ahí”.
     
    Como el sol estaba a punto de ocultarse, seguí al simpático oriental dos cuadras arriba, hasta el cómodo y barato hostal Inti Huasi, donde sin pensarlo dos veces, pagué 25 bolivianos (3.5 USD) por una noche de estadía en una habitación compartida.
     
    Apenas tomé una ducha caliente y pude escuchar cómo afuera comenzaba a llover. Por suerte, una mujer me había vendido un poncho impermeable en la Isla del Sol aquella mañana. Aún así, no tuve muchas ganas de salir solo en una noche lluviosa. Me quedé en el hostal y aproveché la conexión de wifi.
     
    Había recibido dos invitaciones en couchsurfing: un tal David me había ofrecido quedarme en su casa, y otro chico llamado Maurice me había invitado a dar una vuelta por la ciudad. Acepté ambas propuestas y me quedé de ver con ellos al siguiente día.
     
    También contacté a René y Jennifer (los colombianos) y a Rocío y Nico (los argentinos), para saber si todavía estaban en la ciudad. Sólo éstos últimos se quedarían otra noche, así que de igual forma, hice una cita con ellos.
     
    El jueves desperté y tenía un mensaje de Maurice. El chico estudiaba turismo y quería tomar un poco de práctica. Me alisté para salir con él y dejé mi mochila en recepción, esperando volver por ella cuando me viera con David.
     
    Aunque era un poco desesperante y no dejaba de hablar, mi corta jornada con Maurice fue agradable. Dimos una caminata por el casco viejo de la ciudad, visitando una de las zonas más famosas y concurridas: el Mercado de Brujas.
     


     
    Se trata de un pequeño andador peatonal a unas tres cuadras detrás de la Plaza Mayor, donde decenas de comerciantes venden todo tipo de artesanía indígena y criolla. Pude comprar una pequeña llama tallada en piedra, la figura de la puerta del Sol inca y una de Pacha Mama, la Madre Tierra de los incas.
     
    Mientras me paseaba comiendo una salteña (empanada supuestamente argentina que se vende en las calles de Bolivia), escuché a alguien gritar mi nombre desde la esquina trasera. Era Nico, quien corría para saludarme y decirme que estaban en el café más próximo con su novia. Como ya eran las 12, y me había quedado de ver con David en la Iglesia de San Francisco, prometí reencontrarme con ellos en el café, y les pedí que no se movieran.
     
    Maurice me acompañó a la plaza, donde apenas saludamos a David y se despidió de nosotros, pues tenía cosas que hacer. Tras unos minutos de introducción simple con él, David y yo fuimos al café, donde nos reunimos con Nico y Rocío para platicar un rato. Ellos debían partir esa misma noche hacia Sucre, pero decidieron pasar el día con nosotros visitando la ciudad.
     
    Primero nos dirigimos a la zona de El Alto en uno de los nuevos sistemas de transporte y ahora atracción turística: el teleférico. Este complejo de cableados me pareció sumamente ingenioso para una ciudad como ésta. Sus empinadas cuestas y su forma de embudo con calles angostas provocan una aglomeración de vehículos alucinante, sobre todo en la zona central. Y no hay nada mejor que conectar los altos suburbios y el bajo centro que por el aire. En las áreas más elevadas de este departamento de la zona metropolitana, se puede llegar a estar hasta los 4000 metros de altura.
     


    Vista desde el teleférico rumbo a El Alto
     
    Una vez arriba, David pasó a su casa y cogió las llaves del apartamento donde me dejaría hospedarme esa noche. Cuando empezó a granizar, tomamos un taxi de vuelta al centro.
     
    Mientras Nico y Rocío iban a comer algo, recogí mi mochila del hostal y fui a dejar mis cosas al apartamento de David, una experiencia que jamás olvidaré:
     
    El chico me había tratado muy bien y, en cierta forma, había pasado todo el tiempo presumiéndome su sumamente atractivo estilo de vida. Se dijo a sí mismo ser un maquillista reconocido para los mejores artistas de La Paz y estar bien colado en el medio de la producción audiovisual. Me dijo que a su corta edad era alguien independiente, solvente y con muchas propiedades
     
    No obstante, en el momento en que llegamos a su apartamento, pude descubrir buena parte de sus mentiras. Se trataba de un diminuto cuarto con tablas de madera como piso, un techo de lámina, sin luz eléctrica, sin baño, sin muebles y con una ventana sin cristal Las únicas cosas a la vista eran un par de cojines en el suelo y un perro en el patio delantero.
     
    En ese momento me vi entre la espada y la pared. Quise dejar atrás mis prejuicios y hacer a un lado por un instante mi zona de confort. Me quedé completamente callado, sin decir un “sí” o un “no”. Pero no pude evitar pensar en cómo un chico tan “exitoso” y con tanto supuesto dinero podía vivir de esa manera. Simplemente no lo entendía. David me dio la llave y me dijo: “puedes venir cuando quieras, es tu casa”. Ante tal situación, no tuve las fuerzas para decir que no Después de todo, era yo quien quería obligarse a conocer en todo lo posible a Sudamérica.
     
    Dejé mi mochila en la habitación y nos reunimos de nuevo con Rocío y Nico, esta vez en el Mercado Lanza, donde por unos 8 o 10 bolivianos se recibía un menú completo que jamás pude terminar
     
    La pareja argentina debía irse, y como si me hubieran visto en apuros, me invitaron a seguir el viaje con ellos, primero a Sucre y luego a Uyuni, para después pasar la navidad con ellos. Pensé seriamente en partir en ese momento, pero me obligué a mí mismo a no dejarme invadir por los miedos momentáneos y decidí quedarme al menos una noche. Así que nos despedimos y seguí junto con David conociendo la ciudad.
     


     
    Caminamos primero por el Paseo del Prado, una larga avenida repleta de comercios, grandes edificios y vida nocturna. Lo interesante allí es que solía ser un río. Visitamos también una exposición de productos bolivianos en el Centro de Convenciones de La Paz, y finalmente cenamos en una cafetería.
     
    Al final del día David me acompañó de vuelta a la habitación, que encima de todo, se hallaba en una zona que de noche lucía bastante oscura y peligrosa Por si fuera poco, él se iría a dormir a su otra casa (que bien pudo ofrecerme, pero no estaba en posición de exigir).
     
    Eran cerca de las 10 pm y toda la ciudad había caído en una fría negrura. Intenté concebir el sueño enrollado en mi saco de dormir y arrullado por el crujir de la madera, pero el viento helado que entraba por la ventana no me dejaba descansar
     
    Como una decisión poco meditada, tomé mi equipaje y dejé la llave sobre los cojines. Salí de la habitación y corrí una cuadra hacia la avenida principal, que se encontraba entonces desierta. Afortunadamente, un taxi pasó rápido y le hice la parada. Me dirigí de vuelta al hostal, pretendiendo haber dormido ahí esa noche para no hacer sentir mal a mi anfitrión. Fue sin duda una experiencia bizarra y bastante incómoda
     
    EL VALLE DE LA LUNA.
     
    Dejando atrás un poco la odisea de mi día anterior y tratando de no encasillar a Bolivia ni a Couchsurfing por mis extrañas experiencias, decidí que dejaría el hostal y la ciudad ese viernes por la tarde, no sin antes dedicarle toda la mañana a uno de sus mejores atractivos: el Valle de la Luna.
     
    Tomé un microbús hacia el distrito de Mallasa, al sur de la metrópoli. Pasé casi una hora sentado contemplando el urbano paisaje por la ventana, que poco a poco fue cambiando para tornarse en grandes macizos de rojizos colores rodeados por arboledas verdes y serpenteados por pequeños arroyos. Por fin podría disfrutar de una verdadera “paz en La Paz”
     


    Paisaje de Mallasa
     
    Al subir por una de las carreteras, el bus giró a la derecha, dejando ver el letrero que anunciaba la entrada al valle. La zona parecía bastante vacía, con uno que otro turista. Si bien el relieve era similar a lo que venía viendo desde antes de entrar a Mallasa, la zona delimitada como el Valle de la Luna tiene su chiste:
     


     
    Es una plataforma de formaciones rocosas en tonos beige que se alzan en grandes y puntiagudos picos verticales, que parecen haber sido tallados como arcilla por algún sujeto desde el cielo
     


     
    La vegetación es ciertamente escasa en esta pequeña área, reduciéndose a pequeños arbustos y algunos cactus.
     
    La entrada es bastante económica, uno 15 bolivianos por persona. Además, el lugar es bastante amigable con el turista, con acceso a baños, wifi gratis, garrafones de agua y una galería de arte Pero lo mejor de todo es, sin duda, los tranquilos senderos marcados a lo largo del valle.
     


     
    Hay dos opciones: un camino corto de 15 minutos y otro de 45. Aprovechando mi tiempo libre, tomé el más largo para tener la mayor cantidad de vistas posibles de todo el complejo desde donde, por supuesto, saqué decenas de fotografías.
     


     
    Algunas de las formaciones han sido bautizadas con nombres que se asemejan a sus siluetas (con algo de imaginación).
     
    Algo muy curioso es que el sitio fue llamado así por Neil Amstrong, quien visitó el lugar por la cercanía con el campo de golf donde juagaba después de ver un partido en la ciudad. Según éste, el valle tenía mucha similitud con la superficie lunar, que sólo él conocía con exactitud.
     
    Después del mediodía, la sombra era todavía más nula, y luego de refugiarme un momento en la recepción, cogí el bus de vuelta al centro de la ciudad, donde tomé unos minutos más para conocer el resto de la zona vieja.
     
    Visité la Plaza Murillo, el zócalo de la ciudad, donde se yerguen la catedral de La Paz y el Palacio de Gobierno de Bolivia, que en ese entonces se adornaban por el árbol y el pesebre que anunciaban la pronta llegada de la navidad.
     
     


     
    Regresé al hostal para recoger mi mochila, con la que caminé cuesta arriba hasta la estación de autobuses. Una vez ahí, decidí dirigirme a Sucre para alcanzar a Nico y Rocío, quienes me dijeron que se quedarían una noche más antes de partir hacia Uyuni… Cuál sería mi sorpresa al encontrar todas las rutas hacia la ciudad blanca agotadas
     
    Pensé en otra posibilidad: la ciudad de Potosí. David me había hablado bien sobre ella, y René y Jennifer estarían ahí. Sabía que podría recorrerla en un día para salir por la noche hacia el sur. Pero vaya juegos del destino, también estaban agotados Los únicos lugares disponibles eran en primera clase, que por la llegada de la temporada vacacional habían subido bastante de precio.
     
    Tenía dos opciones: quedarme una noche más en La Paz, o probar suerte y dirigirme esa misma tarde al pueblo de Uyuni, donde podría reencontrarme con los argentinos. Alentado por la gran cantidad de jóvenes mochileros que abordaban hacia la nueva joya del sur boliviano, compré el pasaje más barato (en unos 120 bolivianos) y me dispuse a conocer otra maravilla natural: el Gran Salar de Uyuni.
     
    Pueden ver el resto de las fotos de la capital boliviana y el hermoso Valle de la Luna en este álbum:
     
     
  22. AlexMexico
    Sólo un día después de arribados a Copacabana, la mágica costa del lago Titicaca nos dio nuestro primer y muy nublado amanecer en el Estado Plurinacional Boliviano, a cuyo altiplano andino no parecía importarle la próxima llegada del verano, pues sus temperaturas matutinas no hesitaron en congelarnos de pies a cabeza
     
    Asier y yo desalojamos el hostal a tempranas horas de la mañana, después de que él y muchos otros madrugaran para tomar una ducha. Al parecer, todos nos disponíamos al mismo propósito: visitar la Isla del Sol.
     
    Al ser Copacabana una ciudad de 1.5 km cuadrados y escasos 3,000 habitantes, la mayoría de los viajeros le dedica un solo día, aunque muchos otros se quedan por placer a su tranquilidad. Desde el modesto puerto en la bahía, parten tours todos los días a la famosa isla, destino obligado para todo visitante. El matrimonio boliviano que habíamos conocido la tarde anterior nos había recomendado hacer el tour al siguiente día, y sin dudarlo mucho, seguimos su consejo.
     
    Con pocos víveres a la mano, nos dirigimos a la ensenada sin muchas preocupaciones, pues habíamos sabido que la isla estaba poblada, y que fácilmente podríamos encontrar comida y suministros ahí. No obstante, mi angustia era provocada por la ausencia de un novicio producto básico: labial hidratante. Había extraviado el mío en algún lugar de Aguascalientes, en cuya elevada humedad no fue necesario utilizar. Pero luego de algunos días en las gélidas y secas alturas andinas, mis labios empezaban a quebrarse, al grado de agrietarse hasta sangrar Es una sensación terrible que tendría que aguardar una prorrogativa, pues todas las farmacias estaban cerradas, aislándome a la esperanza de su venta en la isla.
     
    Así, mientras mi boca parecía estar mudando abruptamente de piel, Asier y yo buscamos el precio más barato en el embarcadero para llegar hasta la isla. La mayoría de los capitanes nos cobraban 25 bolivianos por el viaje sencillo (3.5 USD) y 40 bolivianos por la ida y vuelta el mismo día. En vista de que todos los barcos retornaban a más tardar a la 1 pm, decidimos hacer una noche en la isla para disfrutar mejor de su belleza.
     
    Sin agotar mucho nuestras fuerzas en preguntar (el precio no parecía variar), cogimos uno de los catamaranes que, al igual que el resto, pronto se atestó de turistas. Asier y yo elegimos los asientos exteriores en la terraza, pretendiendo deleitarnos un poco con el paisaje.
     


     
    Cerca de las 9 am nuestra barca zarpó, y poco a poco fuimos dejando atrás el humilde poblado, que lentamente desapareció entre las sombras de las ennegrecidas nubes.
     
    La nave daba saltos agigantados provocados por el fuerte oleaje del lago. Todo lo que había a nuestro alrededor era un cuerpo acuífero gigantesco, la costa en el horizonte, más algunos islotes pequeños de piedra que gentilmente aparecían junto a nosotros. Y además de las imparables ráfagas de viento que golpeaban nuestros rostros, la pequeña barca era custodiada por un tupido cielo oscuro que parecía despejarse a lo lejos.
     


     
    Sin embargo, apenas y se dibujaban las franjas azules al final de nuestra vista, una leve pero fría lluvia comenzó a caer. La gente en la azotea no parecía tener intenciones de moverse. Asier me dijo que él estaba acostumbrado a ese tipo de clima, muy parecido al de su natal Pamplona. Pero pocos minutos después el chubasco se intensificó, haciendo que los primeros pasajeros descendieran por las escaleras. El capitán subió y nos dijo a todos que bajáramos, orden que pronto acaté, al contrario de Asier, quien prefirió quedarse arriba y mojarse junto con otros dos brasileños.
     
    El primer piso estaba ya bastante lleno. Por supuesto, no había más asientos disponibles, y en el pasillo no se dejaba ver ningún espacio libre. Me haciné junto a la muchedumbre, apenas rozando el límite entre la parte techada y la abierta. Cuando quise buscar mi poncho impermeable, me di cuenta de que mi mochila y la de Asier habían caído al suelo y estaban a punto de ser alcanzadas por un charco de agua, así que las acomodé junto al resto del equipaje a bordo, bajo un delgado hule que las protegería de la humedad. Al parecer, el poncho era otra de las cosas (bastante necesarias) que había extraviado en Machu Picchu. Debía ser más cuidadoso al empacar mi maleta a partir de ahora
     
    Pasé varios minutos incómodos en la parte baja, donde por lo menos, el calor humano alivianó el frío que se sentía aquella mañana. Cuando la lluvia se detuvo volví a la parte alta, donde parecía que a Asier no le había afectado en nada.
     
    Unos chinos, los brasileños y yo disfrutamos del resto del viaje con el romper del viento en nuestros cuerpos, hasta que por fin divisamos la parte sur de la isla, que pasamos de largo hasta llegar al embarcadero norte. Un pequeño conjunto de casas y un modesto muelle nos dieron la bienvenida, donde descendimos mientras el sol se abría paso entre las nubes.
     


    Zona sur de la isla del Sol
     
    La Isla del Sol es bastante conocida por ser uno de los vértices sagrados de la civilización Inca. Su nombre original es Isla Titikaka, de donde por supuesto, bautizaron al homónimo lago, cuyo significado es “puma de piedra”. Se le llama isla del Sol porque en su época de apogeo se erigía un templo, donde se refugiaba a jóvenes vírgenes dedicadas al dios Inti (o dios del Sol).
     
    Minúsculas comunidades indígenas de origen quechua y aymara aún habitan esta isla, y fueron ellos precisamente quienes con celeridad se acercaron a ofrecernos alojamientos a precios económicos. Algunas personas habían pagado un tour con un guía para recorrer la isla de norte a sur, y rápidamente comenzaron su caminata cuesta arriba, ya que el territorio es bastante accidentado. Asier y yo optamos por una estancia mucho menos apresurada, y buscamos un sitio para montar nuestro campamento y tomarnos el tiempo para conocer la isla.
     
    Caminamos un poco hacia el lado noroeste, mientras cruzábamos entre las humildes viviendas de los locales. Si bien habíamos escuchado que existía un camping oficial, no lo encontramos por ningún lado. Así que al divisar una pequeña playa en la ensenada norte, preguntamos si podíamos quedarnos ahí. Unos niños nos dieron el visto bueno, diciéndonos que era el sitio preferido de los backpackers.
     
    Había comprado mi tienda de campaña apenas unos días antes de salir de México, y era la primera vez que la armaría. Decidí hacerlo por mi cuenta para tomar la costumbre, lo que me llevó unos diez minutos. Una vez montado mi hotel, un chico que se alojaba en el hostal frente a la playa se acercó a advertirnos sobre las tormentas nocturnas. Nos dijo que el verano era temporada de lluvias, y que la noche anterior había caído un chubasco que obligó a unos campers a moverse rápidamente y refugiarse en el hostal.
    Quisimos correr el riesgo, pues nada teníamos que perder. En el caso de no resistir a la lluvia, podríamos movernos rápidamente al hostal más cercano.
     


     
    Cuando terminamos de armar el campamento estábamos todos sudados. El sol había salido ya y el cielo se había teñido de un azul claro. El calor se había hecho presente en su forma más abrupta, calcinándonos la piel y empapando nuestra ropa.
     
    Tan pronto como coloqué bloqueador solar en mis brazos y mi cara, Asier salió de su tienda con el bañador puesto y se metió al lago. Si bien ya sabía que el agua del Titicaca es muy fría, quise arriesgarme a hacer lo mismo, así que corrí por mi bañador y me metí de un solo golpe. Después de todo, ¿cuándo volvería a pisar esas tierras? Fue un momento bastante #YOLO, diría yo
     
    Mis piernas se congelaron apenas las introduje en el agua, y casi ni pude sumergirme hasta la cabeza Pasaron pocos minutos para que el calor se me quitara y mi piel se convirtiera en la de un pollo, con mis vellos erizados y mis poros abiertos. Salimos del agua no mucho después y nos recostamos sobre la arena, tomando el sol mientras platicábamos y comíamos un poco de fruta.
     
    Cuando los turistas dejaron de verse pasar, nos cambiamos y guardamos nuestras cosas para empezar nuestra caminata y conocer un poco más de la isla. Su geografía misma es bastante escabrosa, con cuantiosas penínsulas y cerros empinados. Por tanto, recorrerla es una labor que, sumado a la altura de 4000 msnm, se torna un poco agotadora.
     
    Bordeamos uno de los cerros para toparnos con una zona de cultivos en escalinata que todavía es utilizada por los habitantes. Se pueden ver borregos y sus pastores andando por sus laderas.
     


     
    La punta más septentrional de la isla parecía más deshabitada. A su vez, nos daba magníficas postales con los azules del cielo y el agua fusionados en uno solo.
     


     
    Más adelante nos topamos con un conjunto de ruinas arqueológicas, donde sobresalía la Roca Sagrada o Roca de los Orígenes, que según la leyenda fue el sitio desde el cual salieron Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar la ciudad del Cuzco, y se convirtieron entonces en sus primeros gobernantes. Es una especie de mesita rodeada de sillas circulares, donde sinceramente se le antoja a uno sentarse a tomar una coca cola Por supuesto, hay que respetar su importancia histórica.
     


     
    Cuesta abajo, se encontraban un grupo de arqueólogos estudiando la Chinkana, una especie de laberinto de piedra que desciende hasta un pequeño muelle construido en la ensenada. Como sabíamos lo duro que debía ser el regreso en ascenso, no quisimos bajar.
     


     
    Doblamos hacia la parte sur de la isla, siguiendo un sendero marcado que para entonces parecía bastante solitario. El camino serpenteaba por las laderas de los montes, donde de pronto, en medio de la nada, aparecieron dos señores sentados. Nos pidieron una “cuota de tránsito” para visitar la parte sur, cosa que Asier y yo sospechamos que era un fraude ¿De qué tipo de “cuota” o “impuesto” estábamos hablando? Con dos personas sin ninguna identificación y con solo una libreta en su mano. Les dijimos que regresaríamos a nuestro camping y seguimos andando sin pagar y sin voltear atrás. Hay que tener mucho cuidado con estos estafadores.
     
    Al llegar el sendero a la cumbre de las montañas, paramos por un momento. La vista era simplemente increíble. Tuvimos panorámicas de todos los ángulos de la isla, de la costa boliviana del lago, parte de su costa peruana y al fondo la imponente cordillera andina con sus picos nevados velando al lago.
     


     
    Parados ahí ya debíamos estar superando los 4000 metros de altura. A pesar del abrasador calor de los rayos solares que ya no encontraban ningún tipo de obstáculo, las heladas corrientes de viento azotaban aún con más fuerza en esta parte del atolón.
     
    A falta de un mapa, echamos un vistazo al recorrido faltante hasta la punta meridional de la isla. Parecía bastante largo, seguro más de 2 horas. No quisimos que la noche nos tomara por sorpresa mientras volvíamos a la playa; además, nuestras carpas no tenían candado ni seguridad. Así que luego de unas fotos, decidimos bajar la montaña directo hasta la ensenada donde se alojaba nuestro campamento.
     
    Resbalando y saltando por la empinada pendiente, volvimos a la playa en menos de media hora. Ya teníamos vecinos, una pareja chilena que practicaba arte callejero.
     


     
    Mientras leía un poco, me quedé dormido en la arena. Cuando desperté, Asier y yo nos decidimos a saludar a los vecinos. Mi primer contacto con chilenos no fue bastante fácil: su complicado acento era más indescifrable de lo que pensé Con todas las dificultades de comunicación entre un mexicano, un español y dos chilenos, practicamos juntos malabares, cariocas y diábolo, aunque sinceramente no soy muy bueno.
     
    Cuando menos lo esperaba, la noche cayó tras nosotros. Las tenues luces de los focos de las casas a unos metros nos alumbraron pobremente. De pronto, a lo lejos, un relámpago iluminó el cielo, dejando ver las nubes que se avecinaban. La temperatura había descendido considerablemente de unos 25 a casi 10 grados Corrí hacia mi carpa para ponerme una chaqueta y calcetines. Una vez adentro, oí los gritos de los chilenos, mientras sentí como el agua empezó a caer sobre el techo de mi tienda.
     
    Una fuerte tormenta se precipitó abruptamente sobre toda la isla. Lluvia, relámpagos, truenos, viento. Tenía mucho miedo de que mi carpa no fuera a resistir las ráfagas que sin piedad la levantaban de la arena. Coloqué mi maleta en una esquina, mis zapatos en otra, todo para intentar hacer un poco de peso dentro de mi pequeña casa.
     
    Debo decir que sentí un poco de ansiedad. Estaba solo ahí dentro, en un lugar que no conocía, en la oscuridad, bajo un techo improvisado con una incesante tormenta fuera Pero traté de calmarme y ser positivo. Al menos, ni el agua ni el viento se filtraban en mi improvisada vivienda. Así que me puse mi ropa térmica para combatir el frío; me metí en mi sleeping bag, me coloqué mi antifaz y mis tapones de oído y traté de conciliar el sueño, mismo que el sonar de la lluvia arrulló.
     
    A la mañana siguiente me sentí contento de que todo estuviera seco. Había pasado un poco de frío, pero nada de qué preocuparme. Empaqué mis cosas y salí a ver cómo les había ido a mis vecinos. Asier y los dos chilenos habían tenido suerte con sus carpas, aunque los últimos dos se mojaron un poco, pues tuvieron que meter algunas cosas cuando la tormenta ya había comenzado.
     


     
    Después de invitarnos unos sándwiches de palta (aguacate) que habían preparado, nos ayudaron a desmontar nuestras carpas y nos acompañaron al muelle, donde tomaríamos la barca de retorno a Copacabana cerca de las 8:30 de la mañana.
     
    Mientras esperábamos en la costa, con en el frío viento golpeándonos (y mis labios se partían más y más), un fuerte granizo empezó a caer sobre nosotros ¡Vaya suerte!, pensé yo Nos refugiamos bajo un techo, y vi cómo los niños locales jugaban contentos bajo esas bolas de hielo. Quizá lo más sorprendente para mí, fue que ninguna de sus madres se apareciera a regañarlos (vamos, mi madre se volvería loca si me viera jugar bajo el hielo).
     
    Cuando el granizo paró, Asier y yo nos despedimos de los chilenos, quienes se quedarían en la isla por una semana más. Embarcamos el primer catamarán que partió aquella mañana. Esta vez, por supuesto, me senté en la parte baja. Y aunque el frío y la lluvia esta vez ya no me harían sufrir, el avance en contra de la corriente sumado al fuerte olor del combustible, logró que me mareara mucho pero resistí las ganas de vomitar dentro de la barca, para no fastidiar a los demás.
     
    Luego de unas tambaleantes dos horas a bordo, estábamos de vuelta en Copacabana, donde rápidamente buscamos los tickets de bus con dirección a La Paz. Antes de abordar busqué una farmacia y compré por fin mi labial hidratante que sin pensar coloqué sobre mi rugosa y lastimada boca.
     
    Dijimos adiós a este pequeño pero encantador pueblo para dirigirnos a la locura de otra ciudad capital.
     
    Pueden mirar el resto de las fotos en éste álbum:
     
     
  23. AlexMexico
    Luego de un día entero de caminar por la riviera del río Urubamba y de viajar 6 horas en una incómoda van a través de las curveadas carreteras de montaña, retornamos a Cuzco sólo para estacionar nuestros cuerpos nuevamente y disponernos a otra travesía. Jennifer, René y yo nos dirigimos juntos a la estación de buses, en donde pronto regateamos por el precio más barato para llegar a Puno, que se fijó en 30 soles (cerca de 10 USD), bus en cuyos asientos caímos literalmente derrotados
     
    Parecía que la mayoría de los viajeros seguían esa ruta. A pesar de que Puno era la ciudad costeña del Titicaca más cercana, y desde cuyas cercanías se pueden visitar las islas flotantes de Uro (en donde supuestamente siguen viviendo descendientes incas autóctonos), parecía que no prometía mucho. Había recibido ya cuantiosos comentarios sobre la suciedad, la calumnia y lo poco que la ciudad podía ofrecer. No obstante, era la parada obligada antes de cruzar a mi todavía incógnito destino: Bolivia.
     
    Como buen (o mal) viajero, me lancé completamente a la aventura, sin haber investigado tan si quiera un poco sobre lo que Bolivia podía ofrecerme. De esta forma, quise dejar que me sorprendiera por sí misma
     
    Jennifer y René se dirigirían a La Paz (destino que Nico y Rocío, la pareja argentina que conocí en Cuzco, me habían dicho que visitarían). Pero no quería dejar pasar la oportunidad de estar en la costa del lago más alto del mundo.
     
    Llegamos a Puno cerca de las 6 am, y la verdad es que el desaseado horizonte que vi por la ventana no me había entusiasmado mucho. Tan solo unos pasos dentro de la estación de buses comenzaron a acercarse los caza-turistas, siendo el destino que más promovían a gritos y voces el pueblo de Copacabana.
     
    Se trata de una pequeña ciudad boliviana a sólo 8 km de la frontera con Perú, justo en la costa del lago Titicaca, al pie de la famosa Isla del Sol, isla sagrada de los antiguos incas. Con su insignificante magnitud, su mágica línea costera, sus precios reducidos y su excelente ubicación geográfica, era el destino perfecto para mí Así que negociamos con la primera señora que se apareció y pagué el reducido precio de 10 soles (3.3 USD) por llegar a Copacabana en un bus turístico, que nos esperaría en la frontera para hacer los trámites necesarios.
     
    Después de un desayuno con los colombianos, abordamos el bus y acaparamos los asientos traseros. Entre la multitud de jóvenes turistas de todas nacionalidades que se amotinaron en el vehículo, un español llamado Asier, se sentó junto a mí.
     
    En mi nostalgia por volver a pisar tierras españolas después de haber vivido seis meses en Galicia, entablé rápidamente conversaciones con Asier, cuyo acento delató rápidamente su procedencia vasca, origen que el terramozo desconoció cuando se acercó a entregarnos la boleta de entrada a Bolivia, que debíamos llenar y entregar en la oficina de migración.
     
    Asier me pidió mi bolígrafo prestado, y fue que pude notar que ninguna de sus manos tenía dedos. Más allá de los prejuicios o de incómodas preguntas, su habilidad para escribir me cautivó, y más después de que me contara que estudiaba para ser profesor de educación física en España Sin duda, son de esa clase de seres humanos que nos enseñan que no existe obstáculo para cumplir nuestros sueños.
     

    Paisaje fronterizo entre Perú y Bolivia
     
    Luego de pocas horas el bus se detuvo en la frontera, donde todos descendimos con nuestro pasaporte en mano. René y Jennifer pronto desaparecieron de mi vista, cuando se alejaron en un taxi rumbo a un café-internet, donde debían imprimir una carta de no antecedentes penales que les era solicitada por Bolivia
     
    Nos movimos poco a poco de una oficina a otra, donde sellaron nuestra salida y entrada de ambos países. La vista era hermosa hacia el inmenso lago, que pronto serenó los exhaustivos papeleos migratorios por los que habíamos pasado. Todos volvimos al bus, ansiosos por llegar a nuestro destino; pero al parecer, a Jennifer y René no les había ido tan bien.
     

    Primeras vistas del lago Titicaca
     
    El chofer arrancó el bus cuando ellos aún no volvían. Me levanté furioso y pedí que se detuviera petición a la que el conductor respondió: “no es mi culpa que se tarden tanto”. Mientras replicaba enfadado a su supuesta promesa inicial de “esperar a los pasajeros en sus trámites migratorios”, los colombianos aparecieron caminando lentamente hacia el bus, con sus rostros evidentemente irritados.
     
    Les abrí la puerta mientras el bus seguía avanzando lentamente y traté de consolarlos, sin saber aún qué había ocurrido. Tomaron asiento y Jennifer recargó su cabeza sobre el pecho de su novio, con lágrimas de enojo en sus ojos. René me contó lo mal que los oficiales de migración los habían tratado:
     
    Ellos hicieron fila como todos, pero los oficiales no respetaron su turno, y los dejaron hasta lo último. Una vez adentro, pidieron sus pasaportes, carta de migración y de antecedentes penales, que ambos tenían en orden. De repente, las solicitudes estúpidas comenzaron: cartillas de vacunación, vacuna de la fiebre amarilla, reservas de buses y de hoteles, cartas de invitación de bolivianos, estados de cuenta de tarjetas bancarias, boleto de salida del país… Según la legislación, el país está en su derecho de pedir dichos requisitos, pero fue solo a los colombianos a quienes se los solicitaron ¿por qué no a los brasileños, por qué no a los europeos, por qué no a mí? Son las ocasiones en que pienso que la nacionalidad es sólo una manera estúpida de separarnos y marcar tontas diferencias entre seres humanos que deberíamos ser tratados por igual, sin importar raza, sexo, edad o procedencia. Ante este sueño utópico, el asunto se arregló (por supuesto), con un soborno solicitado por los mismos oficiales, el que René y Jennifer no tuvieron opción de rechazar.
     
    Después de la mala experiencia, no sabía qué pensar de Bolivia, y traté de dejar mi mente en blanco para reescribir mi historia en este nuevo país. Después de todo, este tipo de cosas no me asustaban, ya que también suceden en México
     
    Sólo unos pocos kilómetros adelante llegamos a la ciudad de Copacabana, siendo casi las primeras construcciones que se avistan desde que se cruza la frontera. El autobús aparcó y anunció su salida próxima para quienes seguirían su camino hasta la ciudad capital, recorrido que tomarían Jennifer y René. Así que luego de bajar a estirar sus piernas y conocer un poco del menudo pueblo, se despidieron de mí, esperando volvernos a encontrar en alguna otra parte del subcontinente. De esta forma, me quedé al lado de Asier para seguir mi aventura.
     

     
    No hace falta describir la modestia con que el pueblo nos recibió. Si bien los edificios de ladrillos sin repello, las azoteas llenas de ropa tendida y las cholitas paseándose con sus múltiples hijos y extravagantes sombreros no difieren mucho de la imagen peruana, notamos pronto la diferencia en los precios todavía más baratos que en su país vecino.
     
    Comenzamos la odisea de la búsqueda de un hostal, donde el precio no era lo que nos incomodaba, sino a dificultad para conseguir wifi las 24 horas y agua caliente para ducharnos Los pocos que ofrecían conexión a internet lo hacían sólo durante algunas horas y en la recepción, o había que pagar extra para la renta de un ordenador.
     
    Por fortuna encontramos el sitio ideal: el Hostal Arco Iris. 15 bolivianos por noche (2 USD) en una habitación privada para dos personas, baño compartido con agua caliente (con derecho a sólo una ducha por día) e internet gratuito Las camas no fueron lo más cómodo del mundo, pero no se podía esperar mucho por tal precio.
     
    Después de avisar a mi familia y amigos que había llegado con bien, tomé una ducha y lavé un poco de ropa en el lavamanos. El dueño del hostal me regañó y me dijo que estaba prohibido hacerlo, que para eso había lavanderías. Un momento después, con los ánimos menos álgidos, me explicó que en Copacabana el agua escasea (cosa rara para mí, pues se encuentra junto un enorme lago ). Tratando de no ser grosero y sin hacer tantas preguntas, acepté su petición de lavar en la azotea, con el agua que reservaban para lavar las sábanas, y que se encontraba en un gran tambo de fibra de vidrio.
     
    En seguida comencé a entender las situaciones en las que me encontraba y lo sutil que debía ser al tratar a los bolivianos. Su apertura al turismo no data de mucho tiempo atrás, y en sitios como Copacabana la mayoría de los establecimientos turísticos son atendidos por personas indígenas, que pocas veces tienen estudios, y mucho menos cursos de atención al cliente. En su afán por conseguir algo de dinero para vivir, han abierto sus culturas y tradiciones al capital extranjero globalizado para que gente como yo los pueda conocer a precios realmente bajos. A pesar de lo grosero que pudieran sonar para mí, debía ser respetuoso; después de todo, ahí yo era el invasor.
     
    Además de reflexionar sobre el choque cultural que estaba a punto de vivir, esos minutos en el techo me sirvieron para que mi piel se enrojeciera y me diera cuenta de la altura a la que estábamos (3840 msnm), donde los rayos del sol queman mucho más
     
    Al terminar, bajé por Asier y nos decidimos a conocer el pueblo, no sin antes colocar una buena capa de protector solar sobre mi ya rojiza piel. Nos dirigimos primero al Cerro Calvario, un pequeño montículo que domina la ciudad y desde donde pretendíamos tener una vista panorámica.
     
    Desde la primera calle empinada mis pulmones empezaron a sufrir de la altura andina, a la que supuestamente ya debía estarme acostumbrando. Cada paso parecía una eterna lucha por respirar mientras mi piel experimentaba una extraña sensación térmica, acompañada de una tez caliente cuyos poros sudaban frío. Como dije, los rayos del sol penetraban más fuerte, y a su vez, los gélidos vientos de montaña soplaban contra nosotros, haciéndonos poner y quitar el suéter cada pocos minutos.
     
    El vigor se suavizó cuando alcanzamos el primer mirador, donde tomamos un descanso. La vista que el cerro nos ofreció fue simplemente maravillosa. La plenitud del lago Titicaca se abrió frente a nuestros ojos, dibujando en el horizonte la silueta de la Isla del Sol, sometida por las nubes que lucían mucho más bajas que lo normal. Ahora me daba cuenta de que en verdad estaba en el lago más alto del mundo
     

     
    En el mismo mirador se hallaba una pareja que parecían recién casados, a los que un hombre (quien creemos era un chaman) realizaba una especie de ritual espiritual. Las palabras que salían de su boca eran una mezcla de castellano con quechua, a las que pudimos entender cosas como “que dios los bendiga”, “bendiga a este nuevo ser”. Concluimos que estaba bendiciendo a un bebé que venía en camino. Pasaba un anafre con incienso alrededor suyo. Luego tomó cerveza de una botella de vidrio y la escupió por todo el piso. Después la escupió al aire, salpicándonos hasta a nosotros. Al final, formó una cruz cristiana en el suelo con la espuma del licor. Es interesante ser testigo de la mezcla de tradiciones que la conquista religiosa española trajo consigo 5 siglos atrás.
     

     
    Seguimos nuestro camino hasta la cima. Para ese entonces, parecía que mis piernas subían, pero mi dignidad resbalaba por los suelos, cada vez que una cholita anciana me pasaba al lado, escalando tan rápido como si el cansancio no existiera en su organismo haciéndome ver como un debilucho con pésima condición física (lo cual quizá no se aleje tanto de la realidad).
     
    En la punta del cerro (ya a 4100 metros de altura ) nos recibieron unas pequeñas capillas en fila, que parecen ser lápidas, al final de las cuales se erige una más grande que alberga la imagen de una virgen. Es la Virgen de Copacabana, venerada en toda Bolivia. A sus alrededores, decenas de personas vendían figurillas de casas y coches hechas de plástico y yeso. La tradición hace que uno ofrezca a la virgen la figurilla del objeto que le gustaría recibir, en señal de petición de ayuda a la misma.
     

     
    Bajamos a la parte frontal de la cima para tener mejores vistas. Toda la ciudad se extendió frente a nosotros, dándonos una estampa entre el rojizo de sus ladrillos, el verde de su colina, el azul de sus aguas y el blanco/grisáceo de un cielo que comenzaba a nublarse.
     

     
    Sentados en las escaleras y con el siempre solemne lago frente a nosotros, Asier y yo hicimos amistad con un matrimonio boliviano que dijeron ser profesores. Platicar con ellos me ayudó a tener una lectura diferente sobre la nación que estaba pisando. Pude entender la “fiebre Evo Morales”, el eterno odio entre Bolivia y Chile, la transición de estilo de vida de las comunidades indígenas, la apertura del país ante el mundo, entre otros aspectos sociopolíticos que ahora me hacían sentir verdaderamente adentrado en este viaje no planeado.
     

    Niña boliviana relajándose bajo el ardiente sol andino
     
    Aconsejados por la pareja, decidimos visitar al día siguiente la Isla del Sol, en uno de los múltiples viajes en catamarán que salen temprano desde la bahía de Copacabana. Así que descendimos del cerro para buscar algo que comer y víveres para el siguiente día, ya que nuestra intención era acampar en la isla.
     
    Acudimos al mercado, donde por exiguos 8 bolivianos (1 USD) comí un mogollón de carne molida con arroz, que incluso me duraría para el siguiente día Compramos algunas frutas y volvimos al hostal, donde rápido concebí el sueño.
  24. AlexMexico
    Era un viernes 12 de diciembre y los rayos del sol apenas y apaciguaban la helada temperatura con la que se amanecía en la antigua capital inca de Cuzco. Desperté antes de las 7 de la mañana, y Eucebio ya había partido.
     
    Tranquilamente decidí tomar una ducha caliente antes de desalojar la habitación. Apenas mis ojos se abrían luego de un largo y conciliado sueño, pude avistar las ronchas que habían aparecido a lo largo de mis brazos. Pequeños círculos rojos que rebosaron mis cuatro extremidades Un poco asustado al ignorar la razón de dicho brote e indispuesto a acudir a un médico antes de emprender mi viaje, bajé mis cosas a la recepción y esperé por el desayuno, tratando de pensar en la más simple de las explicaciones (pulgas en las sábanas).
     
    Mientras comía un pan francés con mermelada, un vaso de jugo de naranja y una taza de café, imaginaba cómo se habría vivido la noche anterior en mi lejano México, cuyas noches del 11 de diciembre comienzan las festividades del cumpleaños de la virgen de Guadalupe (de la que ya hablé en un relato anterior http://www.viajerosmundi.com/blog/23/58-basilica-de-guadalupe/), y que se celebra justamente el 12 de este mes.
     
    Evocando en mi boca un tamal con champurrado caliente, al sonar de los diligentes rezos de las vecinas en la capilla que se erige frente a mi hogar, guardé un bulto de cosas que dejaría en los lockers del hostal, en vista de la ligereza con la que pretendía llegar a Aguascalientes, pequeño pueblo del Valle Sagrado de los Incas desde donde escalaría al otro día hacia una de las siete maravillas del mundo: Machu Picchu.
     
    Justo antes de reñir con el chico de recepción por la presencia de pulgas en las camas un señor llamó a la puerta del hospedaje preguntando por mí y por una pareja chilena. Ya con algunos kilos menos en mi mochila, subí a la combi aparcada unos metros fuera y busqué el asiento que pareciera lo menos incómodo para un extenso viaje de 6 horas. No así, las oscilantes sillas de atrás fueron las únicas plazas disponibles para mí, Jennifer y René, una pareja de colombianos con los que pronto hice amistad, y quienes me tranquilizaron al decirme que las ronchas eran piquetes de mosquitos, y que debía usar harto repelente de insectos al viajar por aquella selva montañosa
     
    El plan era simple: haríamos dos escalas para comer y llegaríamos a la Central Hidroeléctrica a las 2:30 pm (15 USD), desde donde caminaríamos hasta Aguascalientes. Allí, buscaría un hostal (5 USD) para subir al otro día a Machu Picchu (20 USD con credencial de estudiante y 40 USD para extranjeros). Haría otra noche en el pueblo (5 USD) para caminar de vuelta a Hidroeléctrica al otro día y tomar la combi de vuelta a Cuzco (15 USD). Tres días llenos y agitados que son, para mí, el mínimo para disfrutar de buena forma dicha jornada. Y especifico los precios son para ayudar a los futuros viajeros, ya que ciertamente es la opción más barata que encontré de hacerlo.
     
    Al entablar mis primeras palabras con Jennifer y René, el grupo de chicas delante de nosotros rápidamente reconocieron el acento de sus compatriotas… ahora me encontraba en mi camino por las laderas del sureste peruano rodeado de simpáticos colombianos
     
    Como si el ruido del viejo motor de la van que avanzaba a paso ágil por las altas carreteras de Cuzco no fueran suficiente, los colombianos y yo pasamos las primeras horas del viaje platicando en voz alta (como buenos latinos). Cualquier viajero experimentado o novato se puede imaginar la pluralidad de temas que surgen a raíz de un simple “hola”, mismos que colmaron los oídos del resto de nuestros compañeros durante la mañana de aquel viaje.
     
    Después de unas dos incómodas horas botando en los asientos traseros, el conductor hizo una escala en el poblado de Ollantaytambo, donde nos dio 20 minutos para ir al baño y comprar comida y agua.
     
    Nuevamente a bordo y con la luz del sol ya sobre nosotros, eché un vistazo a mis piernas, que parecían cada vez más enrronchadas Coloqué el repelente de insectos casi en todo mi cuerpo y recosté mi cabeza sobre la ventana, por la que pronto se empezaron a avistar los primeros picos nublados de la cordillera.
     


     
    Cuando nos adentramos en la espesa niebla que cubría las cumbres orientales, el calor dejó de sentirse, y dio paso a un frío discreto que calmó a todos en la combi. Nuestro sueño se arrulló con la cumbia regional que comenzó a sonar cada vez más alto desde el estéreo del coche y que parecía alentar al conductor a avanzar cada vez más rápido por las pronunciadas curvas.
     
    Pronto, las palabras de Fabio volvieron a mí, cuando el camino se empezó a hacer más estrecho y los precipicios por las laderas más profundos. Al conductor no parecía importarle, pues su objetivo era claro: llegar a la hidroeléctrica a las 2:30 pm, para así volver a Cuzco con el otro grupo esa misma noche. Nos encontrábamos en el segundo camino de la muerte (aquí pueden saber cuál es el primero http://www.viajerosmundi.com/blog/35/148-el-camino-de-la-muerte-o-casi/).
     
    Nuestras cabezas pegaban casi al techo, al saltar por el camino de ripio. El polvo del sendero se alzaba cada vez que otro auto nos pasaba al lado, y se introducía por las ventanas llenándonos de tierra. Ni la alegre cumbia podía mitigar nuestro miedo cada vez que la combi se topaba con un coche viniendo de frente Sólo mirábamos cuesta abajo, hacia el turbulento río Urubamba, que corría desde hace un tiempo junto a nosotros.
     


    Pueblo de Santa Teresa
     
    Poco más de las 2 pm (más de 5 horas después de haber partido) llegamos a Santa Teresa, última población antes de la central hidroeléctrica. Comimos un merecido menú de sopa y milanesa de pollo, luego de lo cual no tuvimos tiempo alguno de reposar, pues el conductor un poco malhumorado nos hizo a todos retornar a la combi.
     
    Tras los últimos botes en los asientos y de sacudir el polvo de nuestras cabezas, llegamos a la hidroeléctrica. No es nada más que las ruinas de una antigua central que se posa junto al río, donde decenas de combis se aglutinaban para dejar a los cientos de viajeros que se disponían a llegar a Aguascalientes. Algunos mercantes han aprovechado y han abierto puestos de comida a lo largo del complejo. No obstante, lo que más llama la atención es el tren.
     


     
    En vista de la creciente afluencia turística, se construyó una vía desde la central hasta Aguascalientes (aparte de la ruta directa Cuzco – Aguascalientes). Los menos osados prefirieron tomar el tren, cuyo ticket cuesta alrededor de 23 USD. Fuera de ello, la única opción es caminar. Por supuesto, fue la que nosotros tomamos.
     
    Al ser los últimos en arribar, la mayoría de los viajeros nos habían dejado atrás. Como ya habíamos pagado la vuelta con la misma agencia de viajes, confirmamos nuestra hora de retorno para el día domingo. Colocamos protector solar y repelente en nuestra piel, y comenzamos la travesía.
     


     
    El paisaje había ya cambiado bastante. Dejamos atrás las altas montañas nubladas de clima seco y nos adentramos en las húmedas yungas peruanas. Es increíble ser testigo del contraste que marca el fin de la cordillera andina y el comienzo de la selva amazónica
     
    Se podían escuchar los estruendos del río Urubamba en su rápido avanzar por el cauce. Un pitido anunciaba el paso del tren, con el cual debíamos abandonar las vías férreas y caminar por las orillas. El camino era bastante plano, lo cual agradecimos infinitamente. Pronto, un simpático perro se unió a nuestro grupo de trekking Lo llamamos Chapo (en honor al narcotraficante más poderoso de México).
     


    "Chapo", nuestro acompañante en la caminata
     
    El sol empezó a desvanecerse entre las tenues nubes que aparecían en el cielo, ayudado por las prominentes copas de los árboles que encuadraban nuestro sendero. Bordeamos gran parte del río, que a su vez era costeado por los montes verdes, típicos del paisaje del valle de Machu Picchu (sí, esos que se ven en las fotos de google).
     
     


     
    Ligeras gotas comenzaron a caer, pero nada de qué preocuparse. La jornada fue bastante amena al lado de tan encantadores colombianos No cabe duda del por qué su alegre personalidad ha adquirido tanta fama a nivel mundial.
     
    Luego de más de 2 horas y media de caminata llegamos a la primera bifurcación, donde al tomar el camino de la derecha me topé con un gringo que estaba un poco perdido. Lo auxilié y entablé una conversación con él, que se prolongó hasta que apareció frente a nosotros aquella aldea mítica. Una encantadora mini masa urbana que parecía haber sido dibujada por una especie de dios en el medio de un valle sagrado. Era Aguascalientes.
     


    Nuestra primera vista de Aguascalientes
     
    Nada de lo que pude imaginar sobre el sitio en el que haría noche pudo haberme cautivado más que mis primeros avistamientos del pueblo. Modestas edificaciones que se asomaban al final del horizonte, marcado por el tumultoso río y la montaña a la que subiría al día siguiente.
     
    Cuando el primer hotel se mostró frente a nosotros, había perdido a los colombianos, quienes se habían rezagado muchos pasos atrás. Como era de esperarse, los caza-turistas aparecieron, y comenzaron a ofrecernos alojamientos a precios baratos (en español y en inglés). Entonces me di cuenta de lo mal que nosotros podíamos hacerle a aquel mágico pueblo, que había transformado sus tradiciones indígenas en aras de capitalizar su tesoro más preciado y obtener toda la plata posible de ello.
     
    Primero que nada, el gringo y yo compramos nuestras entradas a Machu Picchu en la oficina de turismo de Aguascalientes. A pesar de ser un pueblo tan pequeño, aquí se puede encontrar de todo. Desde lujosos hoteles, restaurantes, cajeros automáticos, internet y agua caliente, hasta las pequeñas chozas donde vive a gente nativa que, en su gran mayoría, viven precisamente del turismo. Es sin duda un sitio mágico que da el mejor recibimiento al viajero antes de ascender a la cumbre sagrada de los incas.
     


     
    Tratando de mantenernos lo más lejos posible del globalizado estado actual de Machu Picchu, nos alojamos con una señora nativa que nos ofreció una cama por 15 soles en su precario hostal, donde el gringo y yo compartimos habitación con Kati y Fabrice, dos franceses que habían bajado desde Quebec hasta Sudamérica. Con el sonar del río que pasaba junto a la habitación y con el sol ya casi en su ocaso, fue sin duda el mejor lugar para pasar la noche en aquella yunga legendaria
     


     
    Luego de una espléndida ducha fría en aquel clima cálido húmedo, el gringo y yo salimos por unas cervezas a un bar local, donde vi pasar a Jennifer y René. Habían encontrado una habitación muy cerca. Nos quedamos de ver la mañana siguiente pasa subir juntos a Machu Picchu. Cuando la lluvia empezó a caer, el mesero nos tomó la cuenta y corrimos de vuelta al hostal, para madrugar al día siguiente y comenzar la jornada con la mejor actitud.
     
    La alarma sonó a las 5 am. Tomé un modesto abrigo para el sereno de la mañana, mis dos plátanos que había comprado el día anterior y mi botella de agua. Cuando salimos a la calle, una muchedumbre de todas nacionalidades caminaba hacia la salida del pueblo, todos por supuesto con el mismo destino. Kati, Fabrice y el gringo se adelantaron, pues ellos habían comprado su entrada para subir al Huayna Picchu (el famoso pico tan fotografiado que vigila a la ciudad de Machu Picchu). Debían estar en la entrada a las 7 am, y subir la montaña a pie no es nada fácil ni rápido. Esperé a los colombianos fuera de su hostal casi 20 minutos. Al ver los rayos del sol en el horizonte, decidí seguir mi camino solo y encontrarme con ellos arriba.
     
    A la salida del pueblo, un motín de autobuses se disponía a subir cada pocos minutos a grupos de turistas que preferían pagar 10 USD que andar a pie hasta la cima. Yo pensé “vaya aventura que se están perdiendo”. Cuando miré hacia arriba y comencé a subir, definitivamente los comprendí
     
    No sabía si mi estado físico era demasiado malo o si en verdad los incas tenían unos músculos de hierro Después de unos 30 minutos cuesta arriba cada paso parecía una eternidad. Entre cada bocanada de aire mis piernas sólo gritaban “¡para ya!”, mientras el palpitar de mi corazón se aceleraba a la par del ritmo en que el sol ofrecía su mágico alba sobre mí. El calor y el sudor empezaron a sofocarme, y me obligaban a tomar descansos a pocos escalones de distancia Comí mis dos únicas bananas y más de la mitad de mi litro de agua para cobrar las fuerzas de seguir adelante.
     


    Valle que rodea Machu Picchu
     
    Por un momento me sentí único, con las espléndidas vistas que el valle me ofrecía mientras más alto subía. Sólo se escuchaba el lejano andar de los camiones de turistas. Hasta que de pronto, el Huayna Picchu apareció a lo lejos, cuando en seguida arribé a la cima, donde los miles de turistas se ponían bloqueador solar para ingresar al parque de Machu Picchu. Tras un menudo descanso, coloqué más bloqueador y repelente en mi piel y me dispuse a seguir con la jornada. No hace falta mencionar los estrepitosos precios de los productos (y del baño) que se ofrecen en el parque, por lo que decidí sobrevivir con la cantidad de agua que me quedaba.
     
    No fue sino hasta que tuve la ciudad custodiada por el Huayna Picchu frente a mis ojos que de verdad me di cuenta de dónde me encontraba parado (más bien, sentado ).
     


     
    Es la extraña y reconfortante sensación de viajar a un destino must go, cuya obligada visita nos persigue desde años atrás (es el caso de la Torre Eiffel, el Coliseo Romano o la Muralla China). Si bien la torre Eiffel había cumplido pocas de mis expectativas preliminares, Machu Picchu es simplemente eso: otro mundo, otra historia, otra esencia, otra magia.
     
    En ese momento no importaba la cantidad de figuras humanas que se veían caminar por los pasillos de la ciudad. No importaba en cuántos idiomas se oía hablar a los guías turísticos. No importaba que hubiera gastado mi presupuesto de una semana en dos días. Y ya no importaba el dolor de mis piernas, para entonces dormidas. Me levanté luego de un descanso y seguí la ruta. Machu Picchu tenía mucho más para sorprenderme
     
    Pasé de largo la famosa piedra donde todos los turistas se toman selfies y piden matrimonio a sus parejas, y seguí cuesta arriba hasta La Casa de los Guardianes. Es una pequeña cabaña de vigilancia en lo alto de un montículo, desde donde se puede distinguir fácilmente la división de la ciudad: su zona urbana y su zona agrícola.
     


    Casa de los Guardianes, en lo alto de la colina
     
    Una de las maravillas de Machu Picchu son los andenes de cultivo, que lucen como grandes escalones a las laderas de la montaña. Sus paredes de roca y su relleno de tierra permitían drenar el agua para fines agrícolas. La gran pluviosidad de la zona permitió a los incas sobrevivir en tan extrema ubicación.
     


    Sistema de cultivos
     
    Antes de bajar del área de guardianes, Jennifer y René aparecieron, grabando con su videocámara junto a mí. Amablemente me invitaron parte de su sándwich de jamón y queso, antes de descender juntos a la zona urbana del complejo.
     
    Machu Picchu era de por sí una ciudad de difícil acceso para los pueblos enemigos. No obstante, todo su perímetro estaba amurallado. De esta forma, la única entrada a la ciudadela es una puerta ubicada al sur, por donde todavía entran los visitantes.
     


    Única puerta de entrada a la ciudad
     
    Prácticamente son pocos los accesos que están actualmente señalizados. Pero los guardias del recinto suelen ser bastante estrictos, y no permiten a uno seguir su propio camino, sino el que todos los turistas toman con sus grupos. A veces es un poco complicado, pues casi no hay flechas que digan a dónde seguir
     
    De esta forma, iniciamos el recorrido por el Templo del Sol, que fue utilizado para ceremonias alusivas al solsticio de junio. Posee una ventana por donde los rayos del sol del 21 de junio penetran exactamente por sus bordes.
     


    Templo del Sol
     
    Más adelante nos topamos con la zona de viviendas, donde habitaban la mayoría de los pobladores. La más fina por supuesto, es la Residencia Real, que incluye incluso una terraza con vista al lado este de la ciudad. A diferencia de las edificaciones que había visto hasta entonces (de aztecas y mayas), los techos de los incas eran triangulares y cubiertos de paja. Quizá se debía a la cantidad de precipitaciones que tenían lugar en el valle.
     


    Antiguas viviendas incas
     
    Entre el Templo del Sol y las viviendas se entrelazan una serie de fuentes artificiales, cuya agua corre desde el cerro Machu Picchu (al sur). Las corrientes de agua servían también para regar los cultivos del este. Los incas fueron realmente unos expertos en ingeniería
     
    Seguimos adelante hacia el lado oeste de la ciudad, desde donde tuvimos vistas de los Andes más elevados, cuyos picos nevados desaparecían entre las nubes que poco a poco se avecinaban. A pesar del quemante sol de mediodía (sobre mi piel todavía pelada por aquel día en Lima ), apresuramos el paso, antes de que los cumulonimbos nos rociaran con su lluvia.
     
    Llegamos a la Plaza Principal, que está rodeada por el sector de templos, siendo los más famosos el Templo de las Tres Ventanas y el Grupo de las Tres Portadas. Otra de las cosas que sorprenden de la ingeniería inca es la forma de rompecabezas que sus construcciones parecen ostentar. Una roca sobre otra tallada a la exactitud de las medidas. Algunas de ellas, incluso, ni siquiera tienen una forma cuadrada sino aristas inclinadas y con líneas irregulares, sostenidas sin ningún tipo de cemento o mezcla.
     


     
    Nos encontramos con unas simpáticas llamas símbolo mundial del Perú. Enormes grupos de turistas disfrutaban de tomar fotos y acariciar a estos joviales camélidos, que parecían estar más que acostumbrados a las miradas de extraños que se sentían atraídos por ellas
     


     
    Exhaustos, bajamos hacia el final del recorrido: el Templo del Cóndor y el grupo de depósitos o Qolcas. En este primero hay una piedra en el medio del patio, en el que muchos creen ver representado un cóndor, ave sagrada de los Incas y símbolo de los Andes. Realmente me hubiera ser el afortunado que pudiera haber avistado el solitario vuelo de esta gigantesca ave
     
    Luego de casi 5 horas recorriendo toda la ciudad (que parecía pequeña desde lo alto de la Casa de los Guardianes ) retornamos a la entrada principal, donde muchos abordaban el autobús para volver a Aguascalientes. Indispuestos a gastar un centavo más, Jennifer, René y yo bajamos nuevamente a pie toda la montaña. Esta vez el esfuerzo fue menor, y llegamos al pueblo cerca de las 2 de la tarde.
     


    Descenso de vuelta a Aguascalientes
     
    Tomé una ducha y caí muerto en mi cama. Cuando desperté pocas horas después, Kati y Fabrice habían vuelto ya. Su travesía había sido el doble que la mía, pues habían escalado además el Huayna Picchu. No quisieron salir, sino reposar en el hostal. Además, Fabrice tenía seriamente lastimada la rodilla. Son los gajes de visitar maravillas como esta
     
    Compré algunos souvenirs y comí algo en el mercado local de Aguascalientes. Luego de unos deliciosos picarones regresé al hostal y me dispuse a descansar. El gringo había vuelto directamente hasta la central hidroeléctrica ese mismo día (pobre de él). Así que al siguiente día quedé de caminar de vuelta con los franceses.
     
    La pareja y yo tomamos un desayuno en el mercado y emprendimos la caminata, no sin antes colocar un vendaje en la rodilla de Fabrice (es bueno ir preparado para toda eventualidad de emergencia ). Sin tanta prisa, caminamos lento en solidaridad con él y llegamos a la hidroeléctrica en 3 horas. Ahí, me despedí de los franceses (cuyo blog recomiendo leer http://lesvoyagesdekatietfabrice.overblog.com/ a los que sepan francés) y me reencontré con los colombianos para tomar juntos la combi de vuelta a Cuzco.
     
    Fue un viaje de 6 horas hacinado en los mismos incómodos asientos y con el mismo imprudente conductor Ésta vez me tocó ir sentado junto a un holandés que hablaba muy bien el español y que era fan de la música latina. Se vio muy interesado en conocer todo sobre México, y platicamos a lo largo de todo el viaje. Empezaba a conocer a mucha gente en tan poco tiempo; y era algo que disfrutaba Me recomendó dirigirme al lago Titicaca en Bolivia después de dejar Perú. Tomé su consejo bastante en serio.
     
    Llegamos a Cuzco a las 9 pm. No tenía ningún plan en absoluto. Jennifer y René se dirigían hacia Puno para después cruzar a Bolivia. Decidí seguir mis instintos y continuar mi aventura con ellos. Volví por mis cosas al hostal y tomamos un taxi a la central de autobuses, donde cogimos el próximo bus a Puno, donde transbordaría a mi siguiente destino, todavía incógnito...
     
    Los invito a ver el resto de las fotos del legendario Machu Picchu :
     
     
  25. AlexMexico
    No fue fácil tomar una decisión para dejar atrás la ciudad de Lima. Era el único destino que verdaderamente había planeado visitar. De hecho, era mi única parada obligatoria, tanto que su aeropuerto me recibió y me despediría.
     
    En principio mis planes apuntaban hacia el norte del subcontinente. Tenía intenciones de visitar a mi amiga Juliana en Bogotá y había recibido una invitación de Freddy, un estudiante colombiano de intercambio, para pasar el fin de año en su natal Santa Martha. Y la verdad que el Caribe colombiano puede tentar a cualquiera. No así, sabía que volar 5 horas hasta las tierras Incas y no visitar Machu Picchu me haría merecedor a un Fail Goal, y sobre todo al reproche de todos mis amigos (y de mí mismo), y fracasaría como viajero del sur.
     
    Pensé en la posibilidad de subir hasta Colombia y dejar Machu Picchu como última escala, antes de volver a México. Pero algunas charlas con Karen y un vistazo a mi cuenta de débito me bastaron para enderezar mi decisión. Visitar las icónicas ruinas incas no sería precisamente lo más barato de mi viaje; en cambio, sería una de las cosas que más huecos le haría a mi billetera. En efecto, me dirigí a la milenaria ciudad de Cuzco para después dejar que el viento me llevara consigo a donde mejor conviniera a mi destino.
     
    Pronto me di cuenta de que ya no estaba más en México. Investigar los precios de los tickets de bus para Cuzco no fue tan fácil como teclear en un buscador online o una página web de una estación de autobuses. En la ciudad de Lima cada compañía tiene su propia terminal (a excepción de la central norte, donde se aglutinan todas). Por tanto uno debe caminar calle por calle para preguntar por los precios, que pocas veces se muestran en sus sitios web. Por suerte, casi todas las empresas de transporte terrestre se encuentran en el mismo lugar, al este de la vía exprés, entre las estaciones México y Estación Central del metropolitano.
     
    Un buen tip para quien visite Perú es que los costos de viaje en bus suelen ser variables. Muchas veces se consiguen boletos mucho más baratos si se compran con bastante antelación. Además, no es lo mismo viajar de día y de noche, o viajar en días hábiles o fin de semana. Y lo mejor, o peor de todo, es que en ocasiones se puede regatear. Por ejemplo, si un bus está a punto de salir y aún no se ha llenado, los vendedores rematan los precios a bajo costo. Uno se puede dar cuenta por los estruendosos gritos de las mujeres que anuncian su salida próxima, y que son ya parte de la atmósfera auditiva de viajar a través del Perú. Lo malo de esto va para los gringos y guiris, a los que por su escaso español o rubia cabellera incrementan los precios, creyéndolos idiotas que soltarán cualquier cantidad de plata por un pasaje.
     
    Al ver que las cosas funcionaban algo diferente que en mi país, opté por comprar un día antes el pasaje más barato en la compañía más decente y confiable que pude encontrar, en aras de las advertencias que Karen y Luzmi me habían hecho sobre los accidentes y asaltos en las carreteras (lo cual sinceramente no me preocupaba mucho, después de mi viaje nocturno en Guatemala).
     
    Conseguí pagar 80 soles (27 USD) en un bus de la compañía CIVA, empresa que contaba con tres tipos de servicio: Económico, Super y Exclusivo. Por supuesto, escogí el económico. Sabía que me esperaban cerca de 21 horas a bordo sin servicio de wifi, comida, bebidas o asientos cama (lo que sí ofrecía el servicio exclusivo por 100 soles más). Pero estaba dispuesto a sacrificarme un poco por guardar ese dinero que días después de abriría las puertas al famoso recinto sagrado. Después de todo, nada podría ser peor que aquel bus en el que viajé con polleros en Guatemala.
     
    Sin más, me despedí de mis couch, prometiendo volver a Lima para finales de enero, fecha en la que Karen me ofreció regresar con ellos.
     
    Tomé mi bus un miércoles a la 1:30 pm. A mi equipaje de mano se habían agregado sándwiches de jamón y queso, algunos chocolates, una botella de agua, pastillas para el soroche y hojas de coca. A partir de entonces esas pequeñas hojas fueron mi pan de cada día. Karen me las había recomendado para cuando me diera el soroche o (mal de altura), mientras Luzmila, como si lo que menos quisiera fuera calmarme, me recomendó pastillas ya que eran más fuertes y efectivas que las hojas.
     

    Hojas de coca, solución andina al mal de altura
     
    En fin, desde poco después de partir pude dormir cómodamente, disfrutando de la poca demanda que esa ruta tuvo aquel maravilloso día. No existe nada mejor que tener dos asientos para ti solo. A penas antes del anochecer pude avistar las primeras colinas que anunciaban las curvas de la cordillera más larga del mundo, que estábamos a punto de atravesar.
     

     
    El tiempo pronto perdió su propia noción, entre las veces que me despertaba y me volvía a acomodar. Entonces pude arrepentirme un poco de no haber pagado algunos soles más por un servicio mejor, en vista de la resistencia que opuso el conductor a encender el aire acondicionado, a pesar de las gotas de sudor que empapaban nuestras camisas durante el día. Pero sobre todo, de sentir nuestras piernas congeladas cuando ascendíamos la cordillera andina a altas horas de la noche :(Más me arrepentí de haber dejado mi saco de dormir dentro del portaequipaje.
     
    La primera escala llegó, y todos bajaron a cenar. Comer uno de esos caldos de gallina que me ofrecían en mitad de la carretera no me abría mucho el apetito. Mucho menos después del hedor que el baño del autobús emanaba por el pasillo (y que no pretendía utilizar en todo el viaje). Así que mejor sacié mi hambre con un pequeño sándwich y aproveché para orinar en un lugar sin movimiento.
     
    En el modesto restaurante de aquella autopista nocturna conocí a Eucebio, un peruano del Callao que resultó ser mi colega de profesión. Viajaba a Cuzco para celebrar su cumpleaños. Luego de una pequeña charla con él, volvimos al bus y seguimos el camino, no sin antes tomar el consejo de Eucebio y mascar mis primeras hojas de coca, para evitar el soroche a la altura a la que estábamos a punto de subir.
     
    En mi ciudad (en la costa del Golfo), la gente cree que le dará el mal de altura si visita la Ciudad de México, a unos 2200 metros sobre el nivel del mar. Pero cuando de Perú se trata, hablamos de ligas mayores. En este país se encuentran las ciudades más altas del globo. Basta con mencionar La Rinconada, cerca de la frontera con Bolivia. Se trata de la población permanente más alta del mundo, a 5100 msnm. A los pies de los picos nevados de los Andes, ni siquiera los monjes tibetanos se atreven a establecerse en altitudes tan abruptas Y por si el estilo de vida en un clima de esa naturaleza no fuera poco, la mayoría de sus habitantes vive de la extracción de oro (sí, trabajan en minas a esa altura). Por supuesto, las condiciones de salubridad y las esperanzas de vida son todavía muy bajas.
     
    Y como si las hojas de coca me hubieran sedado (o drogado, como algunos lo creen por su ya famoso nombre), no desperté en toda la noche. Si bien el frío penetraba hasta mis huesos, parece que mi posición en ambos asientos ayudaba un poco a calentar mi cuerpo, apoyado por la prudencia del resto de los pasajeros que decidieron al fin cerrar sus ventanas para evitar que el gélido viento entrara a la cabina.
     
    Desperté cuando paramos a desayunar, donde nuevamente hablé con Eucebio, mientras disfrutaba de mi último sándwich y chocolate. Según él, ya habíamos pasado lo peor, aunque la verdad no sentí dolor alguno a pesar de ser mi primera vez en los montes andinos. Creo que Karen, Luzmila y él me habían asustado más de lo que debían.
     
    Apenas algunos metros adelante, el bus se detuvo involuntariamente, debido a un grupo de trabajadores que arreglaban la autopista. Todos comenzaron a desesperarse, y dieron paso a las quejas Como sabía que no podía arreglar nada gritando y enfadándome, me senté en una roca a divisar por un momento el río que corría junto a nosotros. No pude evitar comprar un plato de estofado de pollo a una señora que, como ángel, apareció cargando cubetas con comida junto a la larga fila de autos que se aglutinaban esperando poder pasar. El sol de mediodía ya calentaba nuestras cabezas, cuando el embotellamiento se disipó y pudimos al fin avanzar.
     
    Llegamos a Cuzco a la 1 pm. Fueron prácticamente 24 horas de viaje (literal, el viaje más lago de mi vida hasta ahora). Eucebio me ofreció buscar hospedaje juntos. Cogimos un bus al centro de la ciudad y comenzamos la búsqueda. Paré antes en un ciber-centro, y revisé mi perfil de Couchsurfing, para saber si algún host de la zona había aceptado mi solicitud. Al verificar que las pocas respuestas recibidas eran negativas, seguimos la caminata hacia la Plaza de Armas. A pesar del cansancio y la carga que llevaba en mi espalda, pude disfrutar de las hacinadas calles de Cuzco.
     
     

    Plaza de Armas de Cuzco
     
    A pesar del amor que muchos de los viajeros le toman a esta longeva ciudad, a mi no me enamoró de la misma manera. Desde el momento en que pisé los alrededores de la Plaza de Armas, decenas de agentes turísticos se acercaron a mí para ofrecerme infinidad de tours. Aunque reconozco que es su trabajo y que muchos pueblos del Perú viven de ello, me molesta mucho verme atestado de personas que lo único que buscan es hacer plata conmigo, mucho más que ayudar a un viajero Y es algo que, en ocasiones, le quita mucho de su encanto original a un lugar.
     
    No obstante, pisar la ciudad de Cuzco era ya para mí, un privilegio Fue declarada por la constitución nacional como la capital histórica del país. Es además, la ciudad continuamente habitada más antigua de toda América, al haber sido la capital del milenario imperio Inca y, quizá, la ciudad más importante del Virreinato del Perú del imperio español durante su conquista en el continente. No por nada, la UNESCO la nombró oficialmente Patrimonio de la Humanidad en 1983.
     
    Las historias que esta urbe guarda consigo son de por sí magníficas. Son tan impresionantes como las historias que permanecen en la vieja Tenochtitlán (capital de los aztecas que vive ahora bajo la estruendosa Ciudad de México). Un encuentro entre dos mundos distintos, y una guerra de dominación que marca un hito en la cultura e identidad actual del Perú y de todas las tierras hispánicas.
     

    Convento de Santo Domingo
     
    Eucebio y yo nos dirigimos al barrio de San Blas, donde nos dijeron que es una zona común de hospedaje para backpackers que buscan economizar (ya que Cuzco es una ciudad por demás turística). Al subir aquella pequeña cuesta detrás de la catedral, anhelando hallar un refugio donde descansar, pude al fin sentir que la altura me mataba. Y no precisamente en mi cabeza, sino en lo agitado que palpitaba mi corazón con tan sólo dar un paso 3400 metros de altura no era algo a lo que estuviera acostumbrado.
     
    Finalmente hallamos una habitación de dos camas por 20 soles cada uno (6.5 USD). Me di una ducha rápida y bajé a la recepción. Eucebio debía verse con sus amigos, así que seguí el día por mi cuenta.
     
    A pesar de haber pedido algunos consejos a una amiga mía que ya había visitado la ciudad, y de haber leído algunos foros, no estaba en nada seguro de cuál sería la mejor forma de llegar a Machu Picchu. Todos me ofrecían tours distintos (incluso en el hostal) que no bajaban de los 120 dólares por dos noches. Necesitaba hallar información con alguien que no pensara que mi cara tenía forma de billetera. Decidí salir a caminar para buscar información, mientras me adentraba en las mágicas calles coloniales del centro histórico, que según los arqueólogos, tiene forma de puma.
     

    Catedral de Cuzco
     
    Debo decir que los españoles supieron ubicarse en un punto bastante estratégico para comenzar su conquista en el cono sur del continente. Y parece que no repararon en gastos con las edificaciones que alzaron aquí, con mano de obra esclava, claro está.
     
    Es una pena que pocos son los vestigios reales del imperio inca que permanecen aún como atractivos. Es el caso de Coricancha, un santuario al dios del sol sobre el que se construyó el Convento de Santo Domingo, sitio con una de las mejores colecciones de pintura de la Escuela Cusqueña (corriente artística que se aprecia en muchas de las iglesias católicas del Perú).
     

    Coricancha con el Convento de Santo Domingo
     
    Las imponentes estructuras antiguas del imperio ibérico contrastan a sus pies con las cholitas peruanas que se pasean con sus coloridas vestimentas, sus altos sombreros y sus inseparables y gigantes bolsos en sus espaldas (cuyo contenido siempre ha sido un misterio para mí). Bien cargando una alpaca bebé o un niño bailando, intentan hacer un poco de dinero ofreciendo fotos de ellas mismas a los turistas que, como yo, las observan con curiosidad.
     

     
    Luego de una serie de preguntas en la oficina de turismo de Cuzco, donde me ofrecían una única posibilidad (pagar el tren de 100 dólares hasta Machu Picchu ), regresé un poco decepcionado al hostal, donde acompañé a Eucebio a cenar una hamburguesa Bembo (franquicia peruana que es consumida aún más que Mc Donald’s).
     
    Ya de vuelta en el hostal, encontré a una pareja argentina sentados en la recepción, que esperaban la hora de salida de su bus rumbo a Puno: Nico y Rocío. Terminaban apenas una larga jornada por la ciudad y habían ya regresado de Machu Picchu. Habían pagado uno de los tours de 120 dólares, y me contaron su experiencia. Pero Rocío (que estudió una licenciatura en Turismo) me recomendó ir con una agencia al otro día temprano y pagar solamente por el transporte de ida y vuelta, sin hospedaje, comidas ni entrada al recinto. Además, con mi credencial de estudiante podría ahorrarme la mitad del precio de admisión.
     
    El chico de la recepción del hostal escuchó nuestra conversación, y me ofreció el transporte por 90 soles (30 USD) de ida y vuelta. Era lo más barato que había encontrado hasta entonces. Además, llegar a Machu Picchu era más complicado de lo que había creído. No había transportes públicos ni sería muy fácil hacer autostop. Y para llegar caminando con el Camino Inca, debía pagar más de 200 USD, además de gastar 4 días en la caminata. Así que no lo dudé por más tiempo y me animé a reservar el lugar para el siguiente día por la mañana, por lo que me fui a dormir temprano para recobrar fuerzas.
     
    Agradecí el consejo a Rocío y pedí a ambos sus nombres en facebook para contactarlos si por casualidad me dirigía a Bolivia. Nunca creí que el destino me reuniría de nueva cuenta con ellos dos y pasaría experiencias maravillosas a su lado. Mi verdadera aventura estaba por fin, a punto de comenzar…
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