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AlexMexico

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Relatos publicado por AlexMexico

  1. AlexMexico
    El invierno había casi llegado a su fin. Las temperaturas habían subido poco a poco a lo largo de toda Francia. Y en Lyon, donde había estado viviendo los cinco meses anteriores, los parques y jardines habían empezado a poblarse de verdes follajes y coloridas flores.
    Aunque una chaqueta era todavía muy necesaria al salir por las mañanas y las noches, el sol finalmente nos sonreía a diario y reconfortaba a todos los lioneses, que habían esperado su llegada desde un húmedo noviembre.
    Mi viaje por Marruecos y Bélgica había sido fascinante. Y es que pocas veces se pasa de un desierto de dunas arenosas con té de menta y turbantes en la cabeza a laberintos arquitectónicos de canales y torrejones medievales acompañado de chocolates y cervezas.
    Con el arribo de la primavera y el calendario en cuenta regresiva antes del término de mi contrato, decidí aprovechar mis últimos fines de semana libres para conocer más de las riquezas que ofrecía Francia.
    Desde hacía ya algún tiempo, un chico llamado Fabien me había invitado a conocer su casa y su ciudad residencial en la costa sur del país. Oriundo de Lyon, se había mudado a Menton apenas ese mismo año, donde consiguió un buen trabajo como contador.
    Hacía poco menos de un año, Fabien había llegado hasta el sureste de México con Olivier, donde yo les di asilo en mitad de su viaje como mochileros por Centroamérica. Ahora era momento de regresar el favor, y tras la insistencia de Fabien acepté hacer aquel pequeño viaje a la Côte d’Azur, la riviera francesa de aguas azules.
    Menton es una ciudad muy pequeña de apenas 30,000 habitantes. No era muy fácil así encontrar autobuses que llegaran directamente desde Lyon, y los tickets de tren subían sus precios hasta las nubes.
    La mejor opción fue coger un Blablacar que me llevó hasta Niza, a 30 kilómetros de Menton. Fabien me recogió en la central de trenes en su coche y nos condujo hasta su nuevo apartamento en Menton, el que era su nuevo hogar.
    Cocinamos algo para la cena y Fabien preparó una shisha. Ya que el consumo de tabaco es un enorme problema de salud pública en Francia, muchas personas han adoptado las costumbres de los inmigrantes árabes en Europa. Y tras un par de fumes de la shisha, nos fuimos a la cama para empezar el siguiente día con energía.
    Cuando el sol tocó la costa de Menton el sábado por la mañana pude deleitarme nuevamente con las maravillas que el Mediterráneo siempre ofrece a quien visita su litoral.

    Tras un breve desayuno, Fabien y yo salimos a dar un paseo por las calles de la ciudad, que aunque no muy grande, uno no tarda mucho en darse cuenta de lo que atrae a miles de turistas y jubilados a esta zona del sureste francés.

    Menton es solo una de las varias localidades que conforman la Côte d’Azur de Francia. Junto con ciudades emblemáticas como Niza, Cannes, Saint Tropez y el Principado de Mónaco, la Costa Azul es el lugar preferido por muchos franceses y europeos para su retiro laboral.
    No fue extraño así que la mayoría de las personas que encontré por las calles aquella soleada mañana pasaran fácilmente de los 60 años de edad.

    ¿Entonces por qué Fabien había elegido Menton como lugar de residencia a sus tempranos 25 años? Es una cuestión de prioridades.
    Por fortuna para él, existe hoy mucho trabajo para los contadores en Francia. Tras su arribo desde América había sido aceptado en al menos tres vacantes en su país natal, incluyendo empleos en París, Lyon y Menton.
    La diferencia entre los salarios entre París y Lyon podían no variar mucho. Pero en Menton sí. Además de eso, la calidad de vida es muy diferente. Mientras París es la mayor metrópoli de Francia, donde muchos se despiertan, trabajan, comen y duermen, Menton ofrece un ritmo mucho más tranquilo a sus habitantes.
    Además, París y Lyon no habrían ofrecido las mismas facilidades crediticias para que comprase un apartamento. La crisis inmobiliaria está haciendo cada vez más difícil a nuestra generación adquirir una propiedad en cualquier parte del mundo.
    Así, Menton fue su mejor opción por el momento. Al final de cuentas, si algún día se aburriera y decidiera mudarse de ciudad, podría rentar su apartamento y seguir pagándolo a largo plazo.
    A pesar del casi inexistente ambiente juvenil en Menton, parecía una joya dorada para muchos, incluyéndome a mí.

    Sus vivaces colores, sus aguas turquesas, su radiante sol y la sonrisa de sus habitantes la ponían en el lado opuesto de París o Lyon.

    Menton se parecía mucho más, de hecho, a las ciudades italianas del Mediterráneo que a las grandes urbes francesas. Y no estaba muy alejado de la realidad.

    A solo cinco minutos hacia el este da comienzo la costa italiana. Menton es la última localidad del sureste francés, ubicada justo en la frontera con Italia.

    Frontera con Italia.
    Y de hecho, la ciudad y toda la Côte d’Azur pertenecieron por varios años al reino de Cerdeña, que después formaría parte del Reino de Italia. Pero Francia logró anexionarse toda la costa, a excepción de Mónaco, que mantuvo su autonomía a pesar de su diminuto territorio.
    Al este de la ciudad, justo al lado del antiguo puerto, da comienzo la ciudad vieja, de callejuelas verticales que suben los acantilados naturales y las fachadas de color ocre de sus casas.

    Los callejones peatonales del casco antiguo me trajeron a la mente los pueblos de la Liguria italiana. Me refiero a Cinque Terre, la imagen más famosa del Mediterráneo occidental.

    El corazón del centro histórico lo domina la iglesia de San Miguel Arcángel, la más grande de toda la Costa Azul de Francia.

    Su estilo y fachada de estilo barroco es exquisito para cualquiera de los visitantes. Pero nada maravilla más que la increíble vista que se tiene desde su explanada central, posada justo a orillas del litoral.

    Menton es también reconocida por sus jardines perfectamente cuidados. Muchos botánicos extranjeros introdujeron en esta ciudad especies tropicales, que crecieron sin impedimento debido al microclima que posee, entre el cálido Mediterráneo y los Alpes marinos.

    De hecho, es conocida como “la ciudad del limón”, ya que es la única zona de Francia donde crecen los limoneros. Cada año, en febrero, se celebra la Fiesta del Limón, donde se decoran carros alegóricos con toda clase de cítricos. Una verdadera obra de arte que forma parte de las principales festividades de la costa francesa, junto con el festival de cine de Cannes y el rally de Fórmula 1 en Mónaco.

    Menton y la Côte d’Azur son sin duda una zona de alto poder adquisitivo, donde no cualquiera puede darse el lujo de vivir. Los precios de las casas en esta zona incrementan año con año, y no por nada la mayoría de quienes la eligen son los ancianos, y no los jóvenes, que apenas dan comienzo a su vida laboral.

    Algunas propiedades en Menton son verdaderas mansiones, que parecen haber sido erigidas por los más poderosos jeques árabes. Fabien, por el momento, se conformaba con un pequeño estudio en lo alto de un edificio habitacional.

    Luego de una mañana de paseos por su ciudad, nos dirigimos al mercado local. Cercano el mediodía, decidimos que era tiempo de un bocadillo que saciara nuestro apetito antes de seguir con nuestra jornada.

    La comida en esta región de Francia se asemeja mucho más a la comida italiana. Después de todo, se trata de la costa sur. Y nada mejor para mí, pues la dieta mediterránea es de las más sanas a nivel mundial.

    Unos bocadillos con tomate deshidratado, ajo y queso ricotta llenaron nuestro estómago momentáneamente, así que volvimos al apartamento y cogimos de nuevo el coche. Era momento de dirigirnos al oeste y conocer más a fondo la Costa Azul.
    A tan solo 10 km de distancia Fabien se detuvo frente a unos acantilados, que dejaban bien marcado la típica orografía del litoral.

    A nuestros pies, sobre las laderas de aquellos riscos, apareció el Principado de Mónaco, el segundo país más pequeño del mundo, luego de El Vaticano.

    No podía creer que un país entero pudiera aparecer en una solo foto, tomada desde un acantilado a solo pocos metros de altura sobre la costa. Mónaco era sin duda más pequeño de lo que pensaba.

    Dos puertos, un pequeño cabo y un montón de edificios apilados entre sí formaban el Principado que hasta el día de hoy sigue conservándose como un estado independiente.

    A pesar de todo, Mónaco es uno de los países más ricos y caros del mundo. Sus habitantes son simplemente multimillonarios. Y es por eso que el gobierno es muy estricto con las leyes de registro civil. Y el mayor ejemplo de ello es el caso de mi amiga Liane.
    A pocos metros al sur de Mónaco, tuvimos la vista de Cap d’Ail, un pequeño cabo hogar de una diminuta localidad perteneciente a Francia.
    Cap d’Ail es el lugar donde los padres de mi amiga Liane (ambos del Reino Unido) solían vivir y trabajar en los años 90s. Conocedores de la naturaleza humana, esperaban el arribo de Liane después de 9 meses de gestación. Pero el parto vino adelantado, y a falta de un hospital en Cap d’Ail donde la madre pudiera dar a luz, se dirigieron rápidamente a Mónaco.
    Así, Liane nació oficialmente en Mónaco, pero la ley no concede la nacionalidad a nadie solamente por haber nacido en su territorio. Y como Mónaco no es Francia, Liane tampoco era francesa. Y al estar fuera del Reino Unido, no le fue adquirida la nacionalidad inglesa de forma inmediata. Así que tuvieron que pasar un par de meses para que Liane fuera oficialmente parte del Reino Unido. Sin duda, una de las mejores y más interesantes historias de un nacimiento que he escuchado.
    Fabien me propuso volver a Mónaco al día siguiente, y volvimos al auto para dirigirnos un poco más al oeste.
    De un lado, teníamos el cálido mar Mediterráneo. Y del otro, la cordillera de los Alpes de pronto apareció de la nada.

    Era increíble como viviendo en la costa sur de Francia, con tan solo conducir una hora al norte se pudiera llegar a una estación de esquí, que hasta entonces permanecía abierta gracias a los picos nevados de los Alpes.
    De hecho, la provincia entera donde nos encontrábamos se llama oficialmente Provenza-Alpes-Costa Azul, una de las más fantásticas mezclas de paisajes naturales de toda Francia.
    Tras pocos minutos en carretera llegamos a Niza, la ciudad más grande de la Côte d’Azur y quizá también la más turística de todas.
    A 30 kilómetros de la frontera con Italia, Niza había sido el lugar elegido por mi amiga Esther para reencontrarnos luego de varios meses sin vernos. Tras más de un año de trabajo como au pair en Estados Unidos, ahora se encontraba en mitad de su viaje como mochilera en Europa junto a su novio, quien venía de Suecia.
    El verano pasado nos habíamos visto en nuestra ciudad natal en México, y siete meses más tarde estábamos almorzando juntos en la Costa Azul.
    La mejor opción en esta ciudad fue sin duda la salade niçoise, una de las más deliciosas muestras de la dieta mediterránea.

    No era la primera vez que comía una ensalada nizarda, pero era la primera vez que lo hacía en Niza. Una fresca combinación de alcachofas, tomates, pimientos verdes, cebolla, aceitunas negras y huevo cocido, todo rociado con aceite de oliva y perfumado con albahaca, acompañada por un trozo de pan. Una exquisita forma de empezar mi tarde y de dar inicio a un agradable reencuentro entre amigos.
    Aunque no lo parezca, Niza es una ciudad muy antigua. Fue fundada hace más de 2 milenios por los griegos desde su colonia ya existente en la vecina Marsella.

    Niza siempre fue un lugar estratégico para el comercio marítimo, ya que se encuentra emplazada en la desembocadura del río Var, y los Alpes en el norte marcaron una fortaleza natural contra los invasores por tierra.
    Esto la llevó a ser parte de diferentes estados a lo largo de su historia, lo que incluye a los griegos, los romanos, Liguria, Saboya, Piamonte, el Reino de Cerdeña y, finalmente, Francia.
    Niza pertenece a Francia desde apenas 1860, cuando la invadió por la fuerza aprovechándose de las guerras italianas. Cuando Francia se anexionó la Costa Azul, la mayoría de sus habitantes eran italianos, quienes se vieron forzados a migrar al recién creado Reino de Italia.
    Francia prohibió el idioma italiano en Niza, clausuró los periódicos, encarceló a los opositores y obligó a todos a aprender el francés. Y si bien hoy es una de las urbes más prominentes del país, su historia deja en claro que su belleza no se debe exclusivamente a los franceses.

    Así, caminar por las calles de Niza fue para mí y mis amigos como pasearnos por otro pueblo de la costa italiana, lleno de colores, balcones y plazuelas abiertas bajo los rayos del sol.

    Los campanarios e iglesias ostentan el mismo estilo barroco que encontré en la basílica de Menton, típicos de las urbes italianas de la época moderna.

    Solo fuera del casco antiguo los bulevares y avenidas construidas luego de 1860 reflejan la Niza francesa, mucho más haussmaniana, con aceras amplias y edificios de piedra, muchos construidos también durante la belle époque.

    La ropa tendida en el exterior tomando el sol hasta secarse, sobre las plantas y macetas sembradas a orillas de balcones de fierro, me dejaron un exquisito sabor de boca que me trajo los mejores recuerdos de Italia, aunque estuviera oficialmente en territorio francés.

    No por nada Niza es considerado como el primer destino turístico de la modernidad. Desde finales del siglo XIX la ciudad fue elegida como la preferida de la Reina Victoria del Reino Unido para pasar sus periodos vacacionales.

    Con la facilidad del transporte traída con la revolución industrial, viajar a Niza y a la Côte d’Azur de Francia se convirtió en una tradición en la aristocracia y la burguesía del norte de Europa, quienes lo eligieron como su lugar de recreo por su clima cálido, sobre todo en invierno.
    De hecho, la calle más famosa de toda la ciudad nació gracias al ferviente turismo del que ha gozado Niza desde hace casi dos siglos. Se trata del Paseo de los Ingleses.
    La promenade des Anglais es la avenida que circula al lado de las turísticas playas de la bahía y se extiende por cuatro kilómetros.

    Fue construida por la importante comunidad inglesa que pasaba sus inviernos en Niza, financiada por ellos mismos. De esta forma, la belleza actual de la ciudad se debe también en gran parte a la influencia de los europeos ricos que llegaban hasta ella en busca de sol y de momentos de tranquilidad.
    Muchos de los edificios que orillan al Paseo de los Ingleses son lujosos hoteles y casinos que se construyeron durante la belle époque para acoger a los más adinerados visitantes, y aunque hoy Niza no es mucho más turístico que París o Londres, es un vivo recuerdo de cómo nació el turismo moderno.

    De hecho, el nombre Côte d’Azur fue creado por un escritor en esta esplendorosa época de explosión turística, quien usó el término heráldico “azur” que significa “azul” para llamar a esta paradisiaca región de Francia. Los ingleses, por su parte, la llamaban la French Riviera.

    Mi tropa y yo nos sentamos unos momentos sobre las blancas playas frente a la promenade, para deleitarnos con el sonar de las leves olas mientras comíamos un bocadillo de media tarde.

    Las playas europeas tienen mucho que envidiar a las ciudades tropicales, de eso no hay duda. Una cama de incómodas piedras y agua templada para mí no era nada que desear para unas vacaciones en el mar. Pero estando en Europa, no se podía pedir mucho más.

    A un costado de nosotros avistamos el monte Boron, una colina de unos 200 metros de altura que en épocas italianas fue utilizada como base militar.
    Hoy se colma de hermosos jardines y senderos de pinos que dan un toque diferente al trazo de la ciudad costera. Y desde lo alto se tienen las mejores vistas de Niza, su centro histórico y su litoral.

    Del otro lado del cerro aparece el antiguo puerto de Niza, muy similar al resto de los embarcaderos del Mediterráneo.

    Hoy el puerto sirve para que los más ostentosos habitantes aparquen sus yates y botes privados, en los que no dudan en pasear a los turistas que así lo deseen para hacer un poco más de dinero.

    Bajamos la colina y volvimos a la playa, donde vimos el atardecer hasta bien caída la noche, que iluminó Niza de una forma simplemente mágica.

    Me despedí de Esther y de su novio, a quienes ansiaba encontrar en otra parte del mundo en alguna otra ocasión. Por su lado, era momento de seguir con la aventura de un mochilero.
    Yo, por mi parte, regresé con Fabien a Menton para cenar, ver una película y volver a la cama. Si creía que el día me había mostrado lo más caro y aparatoso de Francia y su Costa Azul, debía esperar hasta adentrarme en Mónaco, la verdadera capital del lujo en Europa.
  2. AlexMexico
    A principios de mayo la nieve en la mayoría de las ciudades de Europa se había esfumado. La primavera se había anunciado con esplendor aquel año y un delicioso clima corría por todo el continente. 
    Incluso en los rincones de la húmeda y fría cordillera noruega el sol me había sonreído con ventura, y tras cuatro días en Estocolmo me sentía totalmente satisfecho del goce del que Escandinavia me había hecho acreedor.
    A mitad de la primavera, muchos se habrían decidido por disfrutar de ciudades floreadas, llenas de canales y arboledas donde Europa pudiera ofrecer sus mejores y coloridas postales. La tranquilidad que llega cuando el invierno culmina. Pero mi decisión fue un poco más brusca. Bastante brusca, me atrevería a decir.
    Aquella última noche en Estocolmo cogí un autobús hacia el norte, con rumbo al aeropuerto internacional de Arlanda. El abordaje fue el más tranquilo que jamás hubiera vivido. Solo 10 personas íbamos a bordo de aquel Airbus a319, y claro, no podía estar más feliz de tener el avión casi totalmente para mí.
    Pero mi vuelo no se dirigía al sur. No me encaminaba hacia la calidez de latitudes más meridionales. Mi destino no era ni siquiera las tierras continentales. Volaba con rumbo al noroeste, dos husos horarios hacia el occidente, a donde solo los vikingos se atrevieron a embarcarse hace más de un milenio desde las costas del Báltico.
    Aunque la oscuridad había inundado Estocolmo, al elevarse el avión a más de 8 mil metros un haz de luz entró por mi ventana. Era el sol de medianoche que se asomaba desde el Ártico. Y aunque iluminaba también las montañosas tierras nórdicas, una densa niebla lo cubría todo debajo de nosotros.
    Tres horas pasaron para atravesar el mar de Noruega y el mar del Norte, y ganándole la carrera al tiempo, el avión comenzó a descender poco a poco entre una espesa niebla. 
    El gris del exterior era simplemente aterrador. Ni las franjas del litoral, ni la torre de control, incluso las luces de la pista de aterrizaje eran escasamente percibidas por los ojos humanos a bordo. El piloto llevó a cabo un descenso prácticamente a ciegas, guiado por la eficiente base aérea.
    Sus exitosas maniobras nos llevaron a salvo hasta el aeropuerto de Keflavík, ubicado en un cabo al suroeste de Islandia. A una latitud de 64º 08' N, era el sitio más septentrional en donde hubiera estado parado. Mi viaje de primavera sería, así, una fría aventura en aquella remota isla, a unos cuantos kilómetros por debajo del círculo polar ártico.
    Aunque durante mayo las horas de oscuridad en Islandia son escasas debido a su posición geográfica, a la medianoche, hora en que recogí mi maleta en la cinta transportadora del aeropuerto, la penumbra era total. Y aunado a la niebla que acompañaba a la noche, el exterior no era algo apetecible por disfrutar.
    Me dirigí rápidamente al estacionamiento, donde el último autobús de conexión con la ciudad saldría unos minutos después.
    Casi una hora más tarde, a 40 kilómetros al este, llegamos a Reikiavik, la capital de Islandia, que hasta hoy ostenta el título de la capital más septentrional del mundo.
    Por fortuna, el autobús condujo hasta el centro de la metrópoli, desde donde pude caminar cuesta arriba por sus empinadas calles hasta alcanzar la casa de Gisli, un estudiante que contacté por Couchsurfing y que me hospedaría por un par de días en su apartamento.
    Gentilmente, aguardó hasta casi las 2 de la mañana por mi arribo. Al parecer yo era su primer huésped, y no podía decepcionarme ante la calidez de los islandeses.
    Gisli vivía en el segundo piso de una típica casa islandesa, construida con una especie de material de lámina de colores vivos, y un tejado en picada que ayuda a que la nieve resbale y se derrita durante las nevadas del invierno.

    Alquilar un piso en Reikiavik, según me contaba, se había vuelto sumamente caro, sobre todo después de la crisis que Islandia enfrentó en 2008 y 2009. Pero sus padres le apoyaban lo suficiente para que pudiera finalizar sus estudios en la capital.
    Como la primera verdadera ciudad que se fundó en la isla por parte de los noruegos en tiempos medievales, Reikiavik se ha vuelto el centro industrial, financiero, político y cultural de Islandia. Con 200 mil habitantes, su área metropolitana alberga a dos tercios del país entero. Era más que raro hallarme en un país cuya población nativa es menor al número de turistas que alberga. 
    La niebla del día anterior había dado paso a un clima frío esa tarde, aunque aquello era bastante normal. Después de todo me encontraba al sur de Islandia, a unos cuantos kilómetros del círculo polar. Pero con el tiempo limitado, no podía dejar que el clima me hiciera perder tiempo y salí a conocer la ciudad.

    A pesar de encontrarse a latitudes equiparables al norte de Alaska y el Yukón, Islandia posee un clima subpolar oceánico templado. Sus temperaturas de hecho no bajan tan drásticamente, y el invierno puede presentar apenas -10°, un clima más cálido que el que viví en el invierno de Berlín o Polonia.

    La isla es así bastante habitable no obstante su situación geográfica, y se lo debe nada menos que al Golfo de México. La corriente del Golfo arrastra masas de agua y aire cálidas desde el trópico que contrarrestan la frialdad del Ártico. Las costa de Islandia se mantienen libre del hielo todo el año, algo impensable en otros lugares a la misma latitud.
    Caminar por Reikiavik era para mí como andar por una ciudad en miniatura construida con legos. 

    El ambiente tan tranquilo, el escaso tráfico y los pequeños edificios que le dan vista a la urbe apenas podían compararse con una modesta comarca en otros países. Sin duda era la capital más tranquila que jamás hubiese visitado.

    Me preguntaba repetidas veces con qué interés llegaron los primeros residentes a aquella remota parte del mundo. 
    Es bien sabido que los vikingos eran asiduos y expertos navegantes, lo que los llevó a conquistar y saquear múltiples territorios en la Europa continental. Pero los vikingos escandinavos se aventuraron más allá, mucho antes de que Galileo demostrara que la Tierra es esférica y antes de que los españoles arribaran al continente americano.
    Los fuertes vientos del mar del Norte llevaron a Erik el Rojo, un explorador noruego, hasta las deshabitadas islas del ártico, a las que él mismo bautizó como Islandia y Groenlandia. 
    El comerciante vikingo convenció fuertemente a varios noruegos de emigrar hacia la ‘Tierra verde’ para colonizar la isla. Así, el nombre de Ingólfur Arnarson pasó a la historia del país como el primer residente permanente de Islandia, y fundador de Reikiavik, ya que allí estableció su hacienda.
    Ingólfur es considerado el creador de Islandia como país, ya que tras su colonización se estableció el Alþing, un parlamento legislativo que es nada menos que el parlamento más antiguo del mundo entero todavía en existencia, y con ello se dio paso a la Mancomunidad islandesa, que luego formaría parte del Reino de Dinamarca-Noruega.

    Estatua de Ingólfur Arnarson.
    El parlamento se fundó primeramente en la región de Þingvellir (hoy un parque nacional que ningún parecido tiene con un centro político estatal), y fue hasta el siglo XIX cuando se trasladó a Reikiavik, lo que la convirtió en capital. Hasta el día de hoy, el parlamento se sitúa en el Alþingishúsið, el palacio parlamentario, que a mi parecer, es el más pequeño que jamás avisté.

    Con la cristianización de Escandinavia y los países nórdicos, no pasaría mucho tiempo para que Islandia abandonara también el paganismo y fuera evangelizada, lo que ocurrió alrededor del año 1000.
    El rey Cristián III de Dinamarca impuso el luteranismo luego de la Reforma de Lutero en Europa continental. Y aunque Reikiavik posee todavía una catedral católica, la catedral más importante para los islandeses es la Catedral luterana.

    Aunque no tiene absolutamente nada de monumental e impresionante comparada con el resto de las catedrales, aquel modesto templo posee más un valor simbólico que arquitectónico y religioso para todos los islandeses, pues allí se celebró el establecimiento del Reino de Islandia y se entonó el himno nacional por primera vez, lo que en el siglo XIX comenzaría con el movimiento independentista que hizo de Islandia un país soberano a mediados del siglo XX.
    Pero como toda ciudad cristianizada, Reikiavik tiene también un campanario del cual estar orgullosa. Y el título se lo da la Hallgrímskirkja, la iglesia y el edificio más alto de toda Islandia.

    La curiosa forma de su torre de 75 metros de altura se dice que fue inspirada por el movimiento de lava basáltica que caracteriza a la isla. Así, aquellos blancos pilares son visibles desde casi cualquier lugar de la ciudad y da una bienvenida a los turistas que encuentran en ella una mezcla de la cultura religiosa y los maravillosos paisajes naturales de este remoto país.

    Curiosamente, una figura pagana se yergue frente a la iglesia. La estatua de Erik el Rojo situada en lo alto de la colina celebra el descubrimiento de la isla, y frente a él desciende la totalidad del centro histórico de Reikiavik, por donde me dispuse a caminar aquella fría tarde.

    Aunque Islandia es un país mayoritariamente cristiano, poco a poco ha ido creciendo el número de ateos en la isla. Pero lo más sorprende son los movimientos neopaganos que poco a poco van cobrando fuerza.
    Estos ritos traen de vuelta las tradiciones y creencias de los pueblos vikingos que poblaron el lugar hace siglos. Y su influencia no se nota solamente en la religión, sino en el estilo de vida mismo de los jóvenes islandeses.
    La publicidad por las calles muestra a modelos con rasgos vikingos, y los mismos espectáculos musicales y teatrales intentan rescatar las sagas vikingas bajo las cuales se ha construido la historia del estado islandés.

    La moda entre los jóvenes son las barbas largas, abrigos voluminosos de piel y beber cerveza en enormes tarros de madera. Los vikingos, sin duda, siguen vivos en las tierras nórdicas.

    Por supuesto, todo se adecua a su tiempo. La vida “vikinga” de la juventud se ha transformado a los estándares del siglo XXI y la modernidad de Islandia como un país del primer mundo.
    Reikiavik se muestra hoy como un centro artístico posmoderno bastante fuerte. Entre otras muchas ciudades europeas, es una ciudad de murales.

    Los frescos en las paredes del centro metropolitano son la cara moderna de Islandia hacia el mundo exterior. Sus colores y formas sitúan a Reikiavik como una urbe a la vanguardia. No se puede ignorar la excentricidad que artistas nativos como Björk han puesto de moda en el mundo entero.

    Otra de las excentricidades características de esta tierra nórdica que llama mucho la atención de los turistas es su extraño idioma.
    El islandés es la lengua que menos ha cambiado desde que evolucionó del nórdico antiguo, familia a la que pertenecen también el noruego, el sueco y el danés. Aunque la lengua viva que más se le parece hoy es el feroés, hablado en las islas danesas de Feroe.
    Las palabras islandesas se fueron acoplando al alfabeto latino, aunque conserva todavía algunas rúnicas de las lenguas germánicas, como la Þ, siendo el único idioma del mundo que usa este caracter (que vamos, ni siquiera sé cómo pronunciar).

    Leer los vocablos islandeses es una situación de terror. Ejemplo de ello fue la relevante explosión que tuvo el volcán Eyjafjallajökull en 2010 y que dejó a buena parte de Europa sin tráfico aéreo, debido a la nube de cenizas que provocó la intensa erupción. En fin, no hace falta imaginarse el sufrimiento de los conductores televisivos de toda Europa al intentar pronunciar Eyjafjallajökull para dar a conocer la noticia a los televidentes.
    Las calles del barrio Miðborg constituyen el centro histórico y gubernamental de Reikiavik. Orillado por coloridos edificios, representa el núcleo turístico de la ciudad.

    Sus estrechas vías, muchas de ellas peatonales, me llevaron cuesta abajo hasta el estanque de Tjörnin, un pequeño lago alrededor del cual se desenvuelve el casco principal de la capital.

    El Stjórnarraðið se encuentra muy cerca al lago, y se trata de la sede del poder Ejecutivo, donde se encuentra el Consejo de Ministros. A diferencia de sus países nórdicos hermanos, Islandia abandonó la monarquía y se decidió por ser una república. Y claro, su palacio de gobierno no es nada de ostentoso comparado con los palacios reales de Escandinavia.

    El Ayuntamiento es otro de los edificios importantes, donde aproveché para refugiarme un rato del frío y pedir alguna información en la oficina de turismo. Reikiavik era solo mi primera parada en Islandia y necesitaba algo de orientación sobre su geografía.

    Bajando las colinas hacia el norte de la península donde se enclava el centro, alcancé el puerto marítimo de Reikiavik, principal actividad industrial del país.

    Desde los embarcaderos pude apreciar el Harpa, el centro de conciertos y conferencias que se ha convertido en el núcleo cultural de la isla, y que le da otro gran toque de modernidad al país.

    Los barcos y cruceros son algo típico de observar en el fiordo que se abre al norte de la capital, donde los paisajes montañosos se empezaron a asomar cuando las nubes se esfumaron y el sol al fin me sonrió algunas horas.

    Más al este, caminando por su malecón, la ensenada de Reikiavik me dio mi primer acercamiento a la accidentada geografía que me esperaba en Islandia. Volar hasta aquella remota isla no había sido sin duda para visitar su capital solamente, sino para dejarme sorprender por las maravillas naturales que solo un sitio como aquel podía darme.

    Si bien Islandia es considerada parte de Europa por su similitud cultural e histórica, la isla se posa justamente en medio de las placas tectónicas Euroasiática y Norteamericana, lo que geológicamente la coloca en ambos continentes.

    Con una falla que parte al país justo por la mitad, no es de sorprender que la actividad volcánica, sísmica y geotérmica sea lo que caracteriza a Islandia, y lo que la ha puesto en el mapa como uno de los destinos turísticos predilectos de los mochileros. 
    Y justo con dos mochileros es que me había quedado de ver aquella noche para intercambiar nuestros planes y tomar alguna copa. Pero antes de ello volví a casa de Gisli para cenar con él.
    Preparar la cena para mi anfitrión siempre ha sido un placer. Es la mejor forma para agradecer su hospitalidad. Pero comprar los ingredientes para una simple cena en Islandia fue un pequeño roce a un paro cardiaco.
    Los precios en la isla están simplemente por las nubes. Y no solamente por la proveniencia de sus productos importados (la mayoría lo son), sino por la inflación que la crisis del 2008 dejó en su canasta básica.
    4 euros por una lata de atún, 3 euros por un chocolate y la inexistencia de la venta de alcohol en supermercados (ya que la ley controla su venta libre para prevenir las adicciones) hizo de mi noche algo un poco difícil. Así que un simple platón de pasta tendría que ser suficiente para ambos.
    Tras aquella experiencia no sabía qué esperar de la vida nocturna de Reikiavik y de sus precios. Al reunirme con Alessandro y Catherine, dos couchsurfers que habían arribado a la ciudad aquel mismo día, visitar un bar local me dio algo de escalofríos. 
    En efecto, el precio promedio de una pinta de cerveza es de nada menos que diez euros. Diez euros por un vaso mediano de cerveza. Finalmente creo que el alcohol sería lo que menos buscaría beber en Islandia.
    Pero la noche se pasó divertida. Entre risas y música de origen neopagano, los bares de Reikiavik nos dejaron en claro a los turistas que la moda vikinga tiene un enorme peso.
    Un juego de ruleta le trajo bastante suerte a uno de los jóvenes locales que bastante borracho estaba ya. Y ocho cervezas gratis por una ronda de aquel inocente juego nos dio el privilegio de recibir un tarro de cerveza gratis a Alessandro, Catherine y a mí. Era obvio que aquel chico islandés no podría solo con ocho tarros de cerveza.
    Mientras volvíamos caminando cuesta arriba a nuestro hospedaje, ambos me contaron los planes que tenían para recorrer la isla y sus paisajes naturales. Habían rentado una van y la recogerían al siguiente día. Conducirían y dormirían en aquel vehículo perfectamente equipado para la vida en las carreteras árticas. Pero por las fechas en que pensaban hacerlo, no me sería posible unirmeles.
    Aquello significaba que mi travesía por Islandia la haría solo, al fracasar en mi búsqueda por un acompañante para mi aventura.
    Y con poco dinero para rentar un coche, la decisión estaba tomada. Haría mi trayecto pidiendo aventones en la carretera. Un viaje más con solo mi mochila y el hitchhiking de mi dedo pulgar.
    Con una tienda de campaña, un saco de dormir nuevo, ropa térmica, un rompevientos y botas para la nieve, la siguiente mañana sería el inicio de una inusitada hazaña, que me mostraría que con Islandia no se juega tan fácil. Pero la satisfacción de un viaje por una isla del ártico nadie me la quitaría jamás.
  3. AlexMexico
    Apenas había pasado una semana desde que pisé por primera vez las tierras europeas en la península ibérica, pero en la amena compañía de Henar y su numerosa familia a la sombra de su pueblo natal, Consuegra de Murera, parecía como si hubiera permanecido ya por toda una eternidad
    Los madrileños se habían encargado para ese entonces de mostrarme muchos de los pequeños y pintorescos rincones que la comunidad de Castilla León escondía en sus paisajes campiranos, y Álvaro, hermano mayor de Henar, me había ayudado a entender la vital importancia del antiguo reino para toda la España actual.
    Fue allí donde surgió hace siglos una de las coronas más poderosas de la península; es por ella que nuestro idioma se llama castellano; fue desde allí donde se prosiguió con la lucha contra la invasión musulmana de la Hispania; fue, por tanto, el nacimiento de la unión de los reinos peninsulares (a excepción de Portugal) que formaron un imperio que fue, en sus tiempos, el más poderoso de todo el planeta.
    Hasta entonces, habíamos visitado pequeños pueblos de origen medieval que me habían mostrado el estilo de vida de la antigua Castilla, su arquitectura, gastronomía y fiestas típicas. Ahora era el momento de adentrarse de lleno en una clase de historia profunda sobre el germen de una nación. Y el mejor lugar para iniciarla era una de las grandes ciudades de la comunidad y la capital de la provincia homónima: la ciudad de Segovia.
    De esa forma, me embarqué en mi último día en tierras castellanas con Henar, Álvaro, y sus amigos Antonio y María, dos toledanos que venían de visita al pueblo para pasar de una manera diferente sus vacaciones de verano
    Condujimos a unos 50 km al suroeste de Consuegra, donde la ciudad prontamente denotó su grandeza, dándonos la bienvenida con largas avenidas densamente transitadas. Vaya si la diferencia se sentía al llegar de un pueblo con 25 habitantes
    Allí me daría cuenta de una de las situaciones que más me desconcertaron durante toda mi estancia en España y Europa: la agotadora odisea de estacionar un coche 
    En México, salir con un auto no es ningún problema, pero en España existe una pequeña cuestión que a muchos les quita el sueño: encontrar un estacionamiento, o como le dicen ellos, un parking. Y es que es ilegal estacionarse en las calles que no poseen los espacios señalizados para dicha acción
    Así, al manejar por las arterias de cualquier gran ciudad se topa uno con líneas de distintos colores que demarcan los espacios autorizados para aparcar, muchos de ellos destinados solo a los residentes de la zona, y el resto con su respectivo parquímetro, que por cierto, suele ser bastante caro
    Y como los lugares disponibles a lo largo de los centros históricos de las urbes son muy pocos, se debe andar con los ojos abiertos para coger cualquier oportunidad. Pero como casi no sucede, se debe optar por los estacionamientos públicos, en donde se puede llegar a pagar hasta más de 20 euros por todo un día (así es, ¡más de 20 euros!).
    Después de mucho tiempo supe que en muchas ciudades y países de Europa se ha tomado esta medida para tratar de disminuir la utilización de coches propios, y difundir el uso del transporte público, o en su mejor caso, el de la bicicleta (o moverse a pie, por supuesto). Una dura pero razonable forma de disminuir la contaminación y el tráfico Y por si se lo preguntan: no, en México no se debe pagar NUNCA por estacionar un coche en la calle (ni es ilegal), salvo en algunos centros históricos de las grandes ciudades.
    Así pues, luego de la odisea de hallar un parking no tan lejano, comenzamos nuestro recorrido por la capital segoviana, que nos deleitaba con un cálido y soleado día ☀️
    Apenas al dar la vuelta a la derecha desde nuestro estacionamiento, un monumental coloso apareció frente a nuestros ojos: el gran acueducto romano de Segovia

    Una larga serie de arcos en roca se prolongaban en dirección norte, mientras las tierras de la ciudad descendían hasta el centro histórico. Conforme bajábamos, la cúspide plana del artificio se alejaba más y más hacia el cielo, dejándonos a unos 30 metros a sus pies.
    Esta gigantesca obra de arte arquitectónica es el símbolo de la ciudad, tan célebre que, incluso, aparece en su escudo heráldico. Pero además de su imponente belleza visual, Álvaro me hizo saber qué es lo que hace tan especial a tan exquisito monumento.

    Aunque no se sabe con exactitud la fecha de su construcción, se dice que los romanos hispánicos lo alzaron alrededor del siglo I d.C., es decir, dos milenios atrás Fue entonces cuando los albañiles apilaron las piedras de sillar una sobre la otra para formar un acueducto que lograría transportar el agua hasta la zona. Lo impresionante (y realmente increíble) de ello, es que dichas piedras quedaron apiladas sin ningún tipo de argamasa, es decir, sin cemento, mortero, cal ni mezcla que las uniera 

    Lo que más me sorprendió (a mí y seguro a muchos otros) es que el acueducto en su totalidad haya sobrevivido en pie dos milenios sin estar unido absolutamente por nada Es solo la fuerza física lo que lo sostiene vivo.
    Por supuesto, varios trabajos de restauración se han llevado a cabo en él, sin afectar el material original y la autenticidad de su arquitectura. Y desde tiempos de los reyes católicos hasta hoy se aprecia la figura de la Virgen de la Fuencisla (patrona de la ciudad) en el nicho central del mismo.

    No cabe duda de lo que el ingenio del ser humano puede llevarlo a crear ?
    Donde se difunde el final del acueducto se alza una de las antiguas paredes que formaron parte de la muralla de Segovia, y que vigila una de las plazuelas principales de la ciudad, donde multitudes de turistas se paseaban para fotografiar el acueducto y buscaban en sus cercanías la oficina de información turística para dar inicio a sus recorridos.

    Desde lo alto de la puerta de la muralla el paseo peatonal y el acueducto se diluían en un punto de fuga, dejando al desnudo la finura de aquella arcaica construcción que se fusionaba con una metrópoli al mismo tiempo medieval, moderna y contemporánea, fruto de la infinidad de culturas que han pasado por sus tierras.

    Continuamos el paseo por el casco antiguo de Segovia, declarado, junto con su acueducto, patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Y vaya si merece el título

    Seguimos los pasos de los grupos de viajeros que salían de la oficina de turismo, misma que no necesitamos gracias a nuestro guía experto, Álvaro, quien recién graduado de la licenciatura en historia, no escatimaba en compartir su conocimiento con todos los que lo acompañábamos
    La enorme plaza orillada por infinidad de restaurantes y bares de tapas se hacía cada vez más angosta, hasta culminar en pequeñas calles y callejones peatonales, en los que nos adentramos para conocer a fondo el espíritu más recóndito de la ciudad.

    Las primeras iglesias antiguas comenzaron a hacerse ver. Pilares clásicos terminados en arcos a medio punto, construido todo en piedra o ladrillo de colores predominantemente beige. Techos de teja que cubrían plantas con esquinas semicirculares y un altar en forma cilíndrica al fondo.

    Álvaro me hizo saber que se trataba de arquitectura románica, datada en su mayoría de la Baja Edad Media… nada parecido a lo que yo había podido ver en el continente americano, claro está.
    Sin embargo, conforme seguimos avanzando, las fachadas de las capillas empezaban a cambiar, y su forma manifestaba diferencias claras en su influencia artística construidas diacrónicamente.
    Debido a muchas razones: incendios, terremotos o asedios, muchas iglesias católicas habían sido parcialmente destruidas, sobre todo sus campanarios. Es por ello que algunas de ellas poseían torres de un evidente estilo renacentista, mientras el resto de ellas era completamente románico

    Fuera como fuere, cada una de ellas me enamoraba más y más y lograban transportarme a las distintas edades humanas de la Europa occidental.
    Mientras más caminábamos era posible ver agrandarse una magnífica torre que presumía al principal centro religioso de la ciudad: la Catedral de Segovia.

    Pero antes de insistir con nuestro viaje, hicimos una parada obligada en una plaza frente a una de las tantas iglesias. Allí buscamos la mejor opción para tomar el almuerzo del día

    El vino, la carne y las papas fritas eran ya bastante comunes para mi gusto, así que me aventuré con la entrada de mi menú, y pedí el famoso gazpacho.
    Descrita como sopa de tomate, no creí que sería algo muy lejano a las múltiples sopas a base de tomate que se preparan en mi país natal. Pero al tan solo sentir el plato en el que el mesero me lo sirvió advertí la principal diferencia con el resto de tales caldos !!
    El gazpacho es sopa de tomate servida fría, y se acompaña con trozos de pimiento morrón verde y pepinos. Un sabor bastante diferente, pero exótico y agradable para un caluroso día de verano
    Con los estómagos saciados seguimos nuestra caminata, serpenteando por las estrechas callejuelas atestadas de turistas, mientras veíamos la gran cúpula de la catedral acercarse más y más.

    Muchas de las casas en el centro de Segovia, sean antiguas o modernas, son tan bellas como los edificios públicos de su adoquinado casco viejo Para ello bastaba con detenerse un minuto ante cualquiera de sus formidables portadas, o para una mejor vista, asomarse por uno de sus miradores, ya que el relieve de la ciudad nos llevaba cada vez más alto en relación con el sur del condado.

    Finalmente, la rúa nos decantó hasta la afamada Plaza Mayor de Segovia, principal centro político y religioso de la ciudad.
    Un kiosco marcaba el centro de su zócalo, donde niños jugaban mientras sus padres tomaban un café en alguna de las orillas, donde se alzaban, entre otras cosas, el teatro de la ciudad, el Ayuntamiento provincial y la majestuosa Catedral de Segovia.
    Si bien México es un país sumamente católico, y se puede hallar una iglesia hasta en el rincón más remoto del país, nunca en mi vida había visto algo parecido a aquel descomunal templo

    Era la primera vez que tenía la oportunidad de ver una catedral de estilo gótico, corriente arquitectónica que, iniciada en la Edad Media, poco llegó a las tierras amerindias, colmándonos con iglesias neoclásicas y barrocas.

    Álvaro me explicó que fue erigida en pleno siglo XVI, cuando la mayoría de las construcciones en Europa occidental hacían caso del arte renacentista. Es por ello, quizá, que por su inigualable belleza es apodada la Dama de las Catedrales

    Antes de salir de casa, uno de los tíos de Henar y Álvaro nos habían dicho que para ingresar a la iglesia se debía pagar una cuota de recuperación. Pero en aras de ayudar a nuestros bolsillos, nos dio un pequeño tip: debíamos decirle a la mujer de la entrada que queríamos ver a nuestro tío Toño  nombre de uno de los miembros residentes del claustro.
    Fue así como pusimos a prueba la táctica, a punto de estallar de risa frente a la cajera de la parroquia Pero todo pareció marchar bien, y rápidamente nos vimos dentro sin haber pagado un centavo. Un viajero siempre debe darse sus mañas
    En el interior se podía notar su clara procedencia renacentista, con figuras que retomaban el arte clásico en cada uno de sus retablos, incluyendo el del altar.

    Sus altos muros y pilares sostenían puertas de arcos puntiagudos, que mezclaban cada pieza del edificio entre dos caracteres diferentes y diacrónicos unidos por el bien de una obra de arte

    Dejamos atrás la moderna basílica para dirigirnos al último atractivo de la vieja metrópoli. Si habíamos creído que el arcaico acueducto romano había sido lo mejor, no sabíamos lo que la punta norte de la villa tenía preparado para nosotros
    Todas las calles del casco viejo de la ciudad desembocan en forma de embudo a las puertas de un vasto jardín, que daba la bienvenida a la joya máxima de la provincia, el Alcázar de Segovia.
    Ya me lo habían advertido: ninguno de los castillos que había podido ver hasta entonces se compararía en absoluto con la belleza de lo que tenía ahora enfrente

    Un alto palacio medieval que me llevaba a cuantiosos castillos imaginarios: los de Disney, los de Mario Bros, los de Play Mobile… todos y cada uno creados a partir de cuentos de hadas ¡Pero este era más que real!
    Su típica torre principal coronada por almenas, adornada por torreones cilíndricos de menor tamaño cubiertos por cónicos y puntiagudos techos. Un puente levadizo que une al alcázar con tierra, sobre una zanja profunda con un estanque en el interior. Definitivamente éste es el castillo con el que todos soñamos
    Y tras haber sido fortaleza, residencia real, prisión, academia militar y artillería, afortunadamente hoy es solo un museo que muestra a sus visitantes las mejores partes de la histórica ciudadela.
    Entre los hechos más importantes que ocurrieron en este sitio, es que desde aquí salió Isabel la Católica hacia la Iglesia de San Miguel, en la Plaza Mayor de la ciudad, donde fue coronada como Reina de Castilla.

    Desde que era princesa y contrajo matrimonio con Felipe II de Aragón, se concilió la unión dinástica de ambas coronas, pasando ambos a gobernar así casi la totalidad de los reinos católicos en la península ibérica, además de Sicilia y Nápoles. Y tras finalizar la reconquista con la toma del último reino musulmán en Hispania, el Nazarí en Granada, se dio pie a la formación de la actual España. Además de haber expulsado a los moros y judíos de su reino católico, fueron ellos quienes apoyaron a Cristóbal Colón en la exploración de nuevas rutas a las Indias, dando paso a la posterior conquista de América y al nacimiento del Imperio español.
    Son algunas de las razones clave por las que ambos reyes, pero sobre todo Isabel, son tan célebres e importantes para los españoles (incluso, para algunos hispanoamericanos). Y conocer el castillo donde residieron ambos monarcas era algo que no podía dejar pasar
    El museo daba inicio con una muestra de las antiguas armaduras usadas por los caballos y sus jinetes guerreros, armaduras tan pesadas que no logro entender cómo podían moverse con ellas Aunque sí logro entender que dichas lanzas podían atravesar cualquier cosa que se les pusiera enfrente

    Las aberturas en sus cascos eran tan angostas que evidentemente su campo visual debía ser bastante limitado

    Después entramos de lleno a los distintos salones del palacio real. Los artistas que se encargaron del interior del castillo lo decoraron con el encanto del arte mudéjar, corriente única que mezclaba el arte árabe en los emplazamientos cristianos de la Hispania antigua.

    Los vitrales en sus ventanas representaban a antiguos reyes de Castilla con sus escudos de armas respectivos. Y en las ventanas que ostentaban vidrios normales se ofrecían vistas del despoblado norte de la ciudad.

    Nos condujimos hacia la Sala del Trono, donde se posan augustos los tronos de ambos monarcas, con el lema de los reyes católicos reluciente en la parte de arriba: “Tanto monta”, abreviación de “Tanto monta cortar como desatar”.

    También pasamos por la Sala de la chimenea, con una especie de comedor real; por el cuarto de la reina, la capilla y la Sala de los Reyes, en cuya parte superior de sus cuatro paredes hay una pequeña estatua de cada uno de los reyes de España. En realidad, son los reyes de los reinos de Asturias, León y Castilla, considerados cuna de la actual España. Es por ello que los herederos al trono del reino son llamados Príncipes de Asturias.

    Luego de una profunda clase de historia española con Álvaro a mi lado, incapaz de poder aprender el nombre de cada rey y su descendencia (tal parecía que todos le ponían el nombre de su padre o abuelo a los hijos) llegamos al ala extrema del Alcázar, desde donde tuvimos una vista de la confluencia de los dos ríos que rodean a Segovia.

    También desde allí se observaba imponente una de las torres mayores del castillo, donde parecía como si una princesa esperase a ser rescatada

    Salimos del museo y nos dispusimos a volver para buscar el coche. Pero Álvaro me advirtió que no me despidiese aún del imponente Alcázar !!
    Caminamos de vuelta por el lado sur de la ciudad, esta vez por la Judería, antiguo barrio donde habitaban los judíos, antes de que fuesen expulsados por la reina Isabel y por la Inquisición, en caso de que no quisiesen convertirse al catolicismo

    En este barrio se puede apreciar también una de las puertas por las que se accedía a la villa en los tiempos en que se hallaba fortificada.

    Antes de volver al coche, echamos un vistazo a una singular estatuilla que se encontraba frente a una rotonda a los pies del acueducto. Se trataba de una representación del nacimiento de Roma: la famosa leyenda de Rómulo y Remo, hermanos gemelos amamantados por una loba que fundarían el imperio romano.

    El monumento fue donado por Roma a Segovia como conmemoración de los dos milenios de su acueducto
    Cuando parecía que abandonábamos la ciudad, Álvaro nos llevó a un último sitio que nos brindaría la mejor postal para despedirnos de ella

    En el extremo de la punta norte, un espacioso campo verde se extendía justo a los pies del monte donde el increíble Alcázar se alzaba en su plenitud.

    Los rayos del sol poco a poco se apartaban, iluminando con parvedad la cara oeste del castillo, pero permitiéndonos captar los últimos recuerdos del tan magnífico palacio, que a todos nos había llenado de alborozo

    Meses después tendría la oportunidad de volver a Segovia con mi familia (esta vez durante el invierno), donde sería yo esta vez quien tomaría el papel de guía turístico en la ciudad

    Al día siguiente volveríamos a Madrid, listo para más viajes dentro de la bella España 
  4. AlexMexico
    Tras casi siete meses trabajando en Lyon, mis fines de semana me habían permitido conocer Francia de norte a sur, mostrándome sus diferentes caras. Desde su lujosa ciudad capital y sus pueblos alemanes hasta las villas de la costa sur mediterránea.
    A tan solo dos semanas de finalizar mi contrato y antes de emprender otro gran viaje por Europa, Liane, Yan y yo sabíamos que debíamos hacer un viaje juntos antes de separarnos y dejar Lyon en los recuerdos.
    Liane, de Escocia, y Yan, de Madrid, eran prácticamente los mejores amigos que había hecho durante mis meses en el este de Francia. Liane trabajaba, al igual que yo, como asistente de idioma en un colegio público, mientras Yann hacía su maestría en la Universidad de Lyon.
    Así que antes de partir y enfrentarnos a la dura despedida, decidimos aventurarnos hacia el sur del país, siguiendo el Ródano hasta casi alcanzar su desembocadura, en la antigua ciudad de Aviñón.
    Yann tomó un tren un viernes por la mañana, y tras tomar mis útiles consejos, consiguió hospedaje usando por primera vez su perfil de Couchsurfing, justo en el centro de la ciudad.
    Yo por mi parte, tomé un Blablacar ese mismo día por la tarde, y arribé a Aviñón antes de que la noche cayera sobre ella.
    El mes de abril había traído consigo el calor que tanto ansiábamos después de un frío invierno. A mi llegada, Aviñón lucía como una muy cálida y verde ciudad.
    El conductor me dejó en el bulevar Saint-Lazare, justo al lado del río Ródano y del otro lado de la muralla.

    Aviñón es un ejemplo perfecto de una ciudad medieval. Y como toda urbe del medievo, sus murallas fueron construidas para defender al burgo. Hoy, la muralla sigue en un perfecto estado de conservación y da la bienvenida a cualquiera que se adentre en el ahora llamado centro histórico.
    Fue en una de las calles del casco viejo donde Yan me esperaba junto con nuestra Couchsurfer, una estudiante universitaria francesa que rentaba una casa de tres pisos, y que amablemente nos ofreció uno de sus cuartos para poder dormir.

    La noche pasó entre cervezas y una cena con nuestra anfitriona y sus amigos, hasta que a Yan y a mí nos venció en cansancio.
    Los bares y la gente con la que habíamos compartido la velada mostraron el nuevo lado de Aviñón, una villa bohemia con algunos hippies que se han sentido atraídos por su calma y verdes alrededores.

    Algunos murales y tiendas de productos orgánicos decoran ahora el casco antiguo y le da el toque millenial que hace que, aún siendo una ciudad vieja, atrae a muchos jóvenes a sus calles y su universidad.

    Pero nuestra caminata del sábado por la mañana nos dejó ver aquella Aviñón medieval de la que todos nos habían hablado.

    Sus casas de piedra, ventanales de estilo italiano y sus viejos campanarios son precisamente los elementos más característicos. Una ciudad que a primera vista se ganaba el apodo de “ciudad blanca”.

    Yan y yo nos detuvimos en un café, esperando a que el sol calentara un poco más el día y para tomar un merecido desayuno que calmara nuestro apetito.

    Las plazas públicas y comercios empezaban a llenarse de gente poco a poco. Aviñón es un destino famoso en toda Francia, y sin duda no éramos los únicos que habíamos decidido pasar nuestro fin de semana allí.

    Pronto nos encontramos con Liane y su amigo Dan, quienes habían viajado esa mañana desde Lyon. Dan estaba de visita desde Escocia, y aunque no se quedaría aquella noche en Aviñón, no quería perderse de una fugaz mirada a la ciudad provenzal.
    Las calles del centro nos llevaron hasta la plaza del Palacio, la explanada principal que marca el corazón de la urbe.

    A orillas de la plaza, los más conocidos restaurantes y comercios atraen a cientos de turistas cada día. Y edificios como el Hôtel des Monnais (o el Palacio de la Moneda) marcan también una diferencia entre la arquitectura medieval y la más cercana al Renacimiento.

    La plaza lleva su nombre gracias a la mayor joya de Aviñón, y lo que prácticamente la puso en el mapa desde hace más de siete siglos. El Palacio papal.

    Es bien sabido que desde el nacimiento del cristianismo en tiempos del Imperio Romano, la ciudad de Roma fue la sede de lo que después evolucionó al catolicismo.
    Pero como también es sabido, Roma y los Estados Pontificios se han enfrentado a grandes controversias dentro de su propio gobierno. En 1305, Clemente V fue elegido el nuevo papa, y tras su elección Roma cayó en un caos total.
    Huyendo de los problemas en la ciudad, en 1309 Clemente V decidió trasladar la curia papal a Aviñón, que en ese entonces era parte del Reino de Sicilia.
    En un principio, Clemente V vivió como invitado en un monasterio dominicano, hasta que su sucesor, Benedicto XII, comenzó la remodelación del antiguo palacio obispal en 1334, para convertirlo en un lugar digno para ser la residencia de un papa.

    El palacio papal de Aviñón es la construcción gótica más grande de la Edad Media. Ocupa más de 15 mil metros cuadrados, y sus muros tienen un grosor de hasta 5 metros.

    La ubicación geográfica fue elegida estratégicamente en un afloramiento de roca al lado del río Ródano. Así, es posible verlo desde casi cualquier punto de la ciudad, y representaba para los papas un símbolo del poder de la iglesia católica.
    Hoy, el palacio papal está abierto al público como un enorme museo, que contiene incluso un centro de convenciones.

    Nuestra visita comenzó por el claustro, tras cuyo patio central se yerguen cuatro pasillos con las típicas columnas góticas en punta de pico. En lo alto, la torre del homenaje aparece como figura característica de una fortaleza medieval.

    Todo el claustro está flanqueado por altas torres de defensa que aseguraban la seguridad del papa y de toda la curia católica.

    En sus interiores, se conservan algunos importantes frescos creados por los mejores pintores europeos de la época, todos dirigidos por Matteo Giovanetti.

    El palacio fue construido en dos fases. Así, a la primera construcción comandada por Benedicto XII se le conoce como el Palais Vieux (Palacio Antiguo) y a la segunda dirigida por Clemente VI se le llama el Palais Neuf (Palacio Nuevo).
    Como era costumbre, la construcción del palacio papal consumió una enorme cantidad de dinero. Por supuesto, el financiamiento provino de todos los reinos cristianos de la época.

    Mapa con la procedencia de los recursos financieros para construir el palacio papal.
    Muchos de los pasillos y cuartos del palacio papal parecen sacados de un típico castillo medieval. La torre de humo para la cocina, las escaleras de piedra en caracol y hasta su propio calabozo formaron parte del recinto desde la construcción del Palacio Antiguo.

    Siete fueron los papas que residieron en Aviñón desde 1309 hasta 1377, año en el que sucedió el Gran Cisma de Occidente.

    Tras años de controversias iniciadas por una difícil relación entre el Reino de Francia y el Papado, el papa Gregorio XI volvió a Roma y llevó de vuelta la Santa Sede a Roma.
    La elección de un nuevo papa en 1378 estuvo llena de conflictos internos, que acabó prácticamente con dos papas, Urbano VI en Roma y Clemente VII en Aviñón, este último denominado antipapa.
    Esto no solo dividió a la iglesia católica, sino a toda Europa occidental, cuyos reinos cristianos se dividieron, unos apoyando al Papado de Aviñón y otros al de Roma, sucediéndose cambios de bando en diferentes ocasiones.
    Tras casi medio siglo del cisma, el papa Benedicto XIII fue el último antipapa, después del cual Aviñón no volvió a albergar ninguna otra autoridad pontificia.

    Desde que la Santa Sede volvió a Roma, el palacio fue abandonado poco a poco. Y a pesar de su remodelación en 1516, el deterioro fue casi imposible de evitar. Aunado a ello, con la explosión de revolución francesa en 1789, el palacio fue tomado y saqueado por las fuerzas liberales, al mismo tiempo que Aviñón pasó a ser formalmente parte de Francia.
    Por fortuna, se entendió la importancia que el palacio de Aviñón tenía para la historia de occidente, y hoy sus edificios y torres se lucen como si el tiempo no hubiera pasado de largo.

    Desde los andadores de vigilancia en lo alto del claustro, pudimos apreciar la verdadera magnitud del palacio y sus defensas, todas construidas con la misma piedra blanca con la que fue levantada Aviñón entera.

    Las torres de vigilancia nos dieron las mejores vistas de la ciudad y su centro histórico, destacando por supuesto la plaza del palacio y su tan emblemático Palacio de la Moneda.

    El palacio papal no es la única construcción cristiana en Aviñón. Los campanarios que sobresalen entre los tejados del casco antiguo dejan entrever capillas que se yerguen entre sus laberínticas calles.

    Pero el campanario más famoso es el de la catedral de Aviñón, ubicada justo al norte del palacio papal.

    La catedral de Notre-Dame-des-Doms fue construida en el siglo XII, siendo el románico su estilo arquitectónico predominante.

    Aunque su tamaño no se compara con lo monumental del palacio papal, el campanario se ha hecho también un símbolo de la ciudad, coronado por una estatua de plomo dorado que representa a la Virgen María.

    Luego de una larga caminata por el complejo papal, decidimos bajar a la plaza central para almorzar algo en uno de los restaurantes que tienen las mejores vistas del centro.

    Con el estómago lleno, nos dirigimos al lado norte del río Ródano para visitar otra de las famosas atracciones de la ciudad, el puente de Aviñón.
    A primera vista, no parece un puente tan ostentoso ni de mucha importancia. De hecho, el puente ni siquiera llega al otro lado del río.

    La verdad es que solo quedan cuatro de los 22 arcos que alguna vez cruzaron el Ródano, uniendo a Aviñón con Villeneuve-lès-Avignon.
    El puente fue construido entre 1171 y 1185, y por muchos años fue la única manera de cruzar el río desde Lyon hasta la costa del Mediterráneo.
    El puente no solo unía dos ciudades, sino dos estados diferentes, ya que la orilla derecha pertenecía a los Estados Pontificios, mientras la izquierda era ya parte del Reino de Francia. Así, el puente era fuertemente custodiado en ambas orillas, y es la puerta de vigilancia del lado papal la que hoy queda como remanente, y que da la bienvenida a los turistas.

    A la entrada, fuimos recibidos con una de las canciones infantiles más célebres de Francia, Sur le pont d’Avignon.

    Se cree que la canción originalmente decía “sous le pont” (bajo el puente) y no “sur le pont” (sobre el puente), pues se piensa que la gente solía hacer bailes folclóricos bajo el puente en la isla de la Barthelasse, que corta al río Ródano en dos al norte de la ciudad, y que hoy sigue siendo un lugar de recreo.
    Desde el puente tuvimos las mejores vistas del campanario de la catedral y el palacio papal, que se asoman tras el follaje y las murallas de la ciudad.

    Volvimos a las calles del centro para despedir a Dan, quien debía volver a Lyon esa misma tarde. Liane, Yan y yo teníamos de hecho un plan bastante diferente para aquella tarde noche.
    Regresamos a la casa de nuestra couchsurfer solo para recoger nuestras mochilas. Le dejamos una nota dándole las gracias y nos dirigimos al supermercado para comprar los ingredientes de un buen picnic al estilo francés.
    Vino, una baguette, charcutería, queso, olivas y unas cervezas para saciar la sed serían nuestro mejor aperitivo para la tarde.

    Con todo preparado y un mapa en mano, caminamos por las viejas calles del centro dirigiéndonos de vuelta a la orilla norte del Ródano.

    Cruzamos el puente Edouard Deladier, el moderno pasaje peatonal y vehicular que une la ciudad con Villeneuve-lès-Avignon, desde el que tuvimos una hermosa vista del río y el antiguo puente.

    El camino nos llevó a la isla de la Barthelasse, la cual nos había sido muy bien recomendada como lugar de recreo. Nuestra intención no fue solamente hacer un picnic en la verde naturaleza que rodea Aviñón, sino dormir en ella en una casa de campaña.

    Pasar la noche alejados del bullicio de la ciudad, y solo con el sonar de los grillos y el viento soplando entre los árboles fue justo lo que necesitábamos para nuestra última noche juntos.

    A la siguiente mañana desayunamos en el área común, un buffet que estaba incluido en el precio del camping. Caminamos después hacia el otro lado del río, hasta alcanzar la torre Philippe-le-Bel, una antigua torre medieval que protegía a Villeneuve-lès-Avignon.

    Desde ella se asomaba la vecina ciudad de Aviñón, sobresaliente entre los bosques que rodean el área.

    Una larga caminata de vuelta al centro nos esperaba con nuestras mochilas al hombro, así que decidimos tomar un bus hasta las puertas de la muralla.
    El último sitio por visitar fue el parque del palacio papal, ubicado en la colina de Rocher des Doms.

    Desde allí pudimos apreciar la totalidad de la catedral en su lado norte, que domina el casco antiguo con la Virgen bendiciendo al pueblo entero.

    Pero las mejores vistas las tuvimos al otro lado, con el Ródano, el puente de Aviñón y la isla de la Barthelasse mostrando la cara más verde de la villa papal.

    Acompañamos a Yan a tomar su tren, mientras Liane y yo esperamos un Blablacar que nos llevaría de vuelta a Lyon.
    Mi última semana en la tercera ciudad más grande de Francia fue sin duda una dura despedida, que me hizo dejar atrás no solo una hermosa ciudad y su exquisita gastronomía, sino también excelentes amigos e historias que formarían buena parte de mis memorias de viaje.
    La mitad de la primavera marcó el final de mi contrato en el colegio Jean Perrin, y con ello me preparé para un mes y medio de viajes inolvidables. El norte de Europa me esperaba, con la esperanza de encontrarme con un soleado clima y más aventuras que escribir en mi diario.
  5. AlexMexico
    Sólo un día después de arribados a Copacabana, la mágica costa del lago Titicaca nos dio nuestro primer y muy nublado amanecer en el Estado Plurinacional Boliviano, a cuyo altiplano andino no parecía importarle la próxima llegada del verano, pues sus temperaturas matutinas no hesitaron en congelarnos de pies a cabeza
     
    Asier y yo desalojamos el hostal a tempranas horas de la mañana, después de que él y muchos otros madrugaran para tomar una ducha. Al parecer, todos nos disponíamos al mismo propósito: visitar la Isla del Sol.
     
    Al ser Copacabana una ciudad de 1.5 km cuadrados y escasos 3,000 habitantes, la mayoría de los viajeros le dedica un solo día, aunque muchos otros se quedan por placer a su tranquilidad. Desde el modesto puerto en la bahía, parten tours todos los días a la famosa isla, destino obligado para todo visitante. El matrimonio boliviano que habíamos conocido la tarde anterior nos había recomendado hacer el tour al siguiente día, y sin dudarlo mucho, seguimos su consejo.
     
    Con pocos víveres a la mano, nos dirigimos a la ensenada sin muchas preocupaciones, pues habíamos sabido que la isla estaba poblada, y que fácilmente podríamos encontrar comida y suministros ahí. No obstante, mi angustia era provocada por la ausencia de un novicio producto básico: labial hidratante. Había extraviado el mío en algún lugar de Aguascalientes, en cuya elevada humedad no fue necesario utilizar. Pero luego de algunos días en las gélidas y secas alturas andinas, mis labios empezaban a quebrarse, al grado de agrietarse hasta sangrar Es una sensación terrible que tendría que aguardar una prorrogativa, pues todas las farmacias estaban cerradas, aislándome a la esperanza de su venta en la isla.
     
    Así, mientras mi boca parecía estar mudando abruptamente de piel, Asier y yo buscamos el precio más barato en el embarcadero para llegar hasta la isla. La mayoría de los capitanes nos cobraban 25 bolivianos por el viaje sencillo (3.5 USD) y 40 bolivianos por la ida y vuelta el mismo día. En vista de que todos los barcos retornaban a más tardar a la 1 pm, decidimos hacer una noche en la isla para disfrutar mejor de su belleza.
     
    Sin agotar mucho nuestras fuerzas en preguntar (el precio no parecía variar), cogimos uno de los catamaranes que, al igual que el resto, pronto se atestó de turistas. Asier y yo elegimos los asientos exteriores en la terraza, pretendiendo deleitarnos un poco con el paisaje.
     


     
    Cerca de las 9 am nuestra barca zarpó, y poco a poco fuimos dejando atrás el humilde poblado, que lentamente desapareció entre las sombras de las ennegrecidas nubes.
     
    La nave daba saltos agigantados provocados por el fuerte oleaje del lago. Todo lo que había a nuestro alrededor era un cuerpo acuífero gigantesco, la costa en el horizonte, más algunos islotes pequeños de piedra que gentilmente aparecían junto a nosotros. Y además de las imparables ráfagas de viento que golpeaban nuestros rostros, la pequeña barca era custodiada por un tupido cielo oscuro que parecía despejarse a lo lejos.
     


     
    Sin embargo, apenas y se dibujaban las franjas azules al final de nuestra vista, una leve pero fría lluvia comenzó a caer. La gente en la azotea no parecía tener intenciones de moverse. Asier me dijo que él estaba acostumbrado a ese tipo de clima, muy parecido al de su natal Pamplona. Pero pocos minutos después el chubasco se intensificó, haciendo que los primeros pasajeros descendieran por las escaleras. El capitán subió y nos dijo a todos que bajáramos, orden que pronto acaté, al contrario de Asier, quien prefirió quedarse arriba y mojarse junto con otros dos brasileños.
     
    El primer piso estaba ya bastante lleno. Por supuesto, no había más asientos disponibles, y en el pasillo no se dejaba ver ningún espacio libre. Me haciné junto a la muchedumbre, apenas rozando el límite entre la parte techada y la abierta. Cuando quise buscar mi poncho impermeable, me di cuenta de que mi mochila y la de Asier habían caído al suelo y estaban a punto de ser alcanzadas por un charco de agua, así que las acomodé junto al resto del equipaje a bordo, bajo un delgado hule que las protegería de la humedad. Al parecer, el poncho era otra de las cosas (bastante necesarias) que había extraviado en Machu Picchu. Debía ser más cuidadoso al empacar mi maleta a partir de ahora
     
    Pasé varios minutos incómodos en la parte baja, donde por lo menos, el calor humano alivianó el frío que se sentía aquella mañana. Cuando la lluvia se detuvo volví a la parte alta, donde parecía que a Asier no le había afectado en nada.
     
    Unos chinos, los brasileños y yo disfrutamos del resto del viaje con el romper del viento en nuestros cuerpos, hasta que por fin divisamos la parte sur de la isla, que pasamos de largo hasta llegar al embarcadero norte. Un pequeño conjunto de casas y un modesto muelle nos dieron la bienvenida, donde descendimos mientras el sol se abría paso entre las nubes.
     


    Zona sur de la isla del Sol
     
    La Isla del Sol es bastante conocida por ser uno de los vértices sagrados de la civilización Inca. Su nombre original es Isla Titikaka, de donde por supuesto, bautizaron al homónimo lago, cuyo significado es “puma de piedra”. Se le llama isla del Sol porque en su época de apogeo se erigía un templo, donde se refugiaba a jóvenes vírgenes dedicadas al dios Inti (o dios del Sol).
     
    Minúsculas comunidades indígenas de origen quechua y aymara aún habitan esta isla, y fueron ellos precisamente quienes con celeridad se acercaron a ofrecernos alojamientos a precios económicos. Algunas personas habían pagado un tour con un guía para recorrer la isla de norte a sur, y rápidamente comenzaron su caminata cuesta arriba, ya que el territorio es bastante accidentado. Asier y yo optamos por una estancia mucho menos apresurada, y buscamos un sitio para montar nuestro campamento y tomarnos el tiempo para conocer la isla.
     
    Caminamos un poco hacia el lado noroeste, mientras cruzábamos entre las humildes viviendas de los locales. Si bien habíamos escuchado que existía un camping oficial, no lo encontramos por ningún lado. Así que al divisar una pequeña playa en la ensenada norte, preguntamos si podíamos quedarnos ahí. Unos niños nos dieron el visto bueno, diciéndonos que era el sitio preferido de los backpackers.
     
    Había comprado mi tienda de campaña apenas unos días antes de salir de México, y era la primera vez que la armaría. Decidí hacerlo por mi cuenta para tomar la costumbre, lo que me llevó unos diez minutos. Una vez montado mi hotel, un chico que se alojaba en el hostal frente a la playa se acercó a advertirnos sobre las tormentas nocturnas. Nos dijo que el verano era temporada de lluvias, y que la noche anterior había caído un chubasco que obligó a unos campers a moverse rápidamente y refugiarse en el hostal.
    Quisimos correr el riesgo, pues nada teníamos que perder. En el caso de no resistir a la lluvia, podríamos movernos rápidamente al hostal más cercano.
     


     
    Cuando terminamos de armar el campamento estábamos todos sudados. El sol había salido ya y el cielo se había teñido de un azul claro. El calor se había hecho presente en su forma más abrupta, calcinándonos la piel y empapando nuestra ropa.
     
    Tan pronto como coloqué bloqueador solar en mis brazos y mi cara, Asier salió de su tienda con el bañador puesto y se metió al lago. Si bien ya sabía que el agua del Titicaca es muy fría, quise arriesgarme a hacer lo mismo, así que corrí por mi bañador y me metí de un solo golpe. Después de todo, ¿cuándo volvería a pisar esas tierras? Fue un momento bastante #YOLO, diría yo
     
    Mis piernas se congelaron apenas las introduje en el agua, y casi ni pude sumergirme hasta la cabeza Pasaron pocos minutos para que el calor se me quitara y mi piel se convirtiera en la de un pollo, con mis vellos erizados y mis poros abiertos. Salimos del agua no mucho después y nos recostamos sobre la arena, tomando el sol mientras platicábamos y comíamos un poco de fruta.
     
    Cuando los turistas dejaron de verse pasar, nos cambiamos y guardamos nuestras cosas para empezar nuestra caminata y conocer un poco más de la isla. Su geografía misma es bastante escabrosa, con cuantiosas penínsulas y cerros empinados. Por tanto, recorrerla es una labor que, sumado a la altura de 4000 msnm, se torna un poco agotadora.
     
    Bordeamos uno de los cerros para toparnos con una zona de cultivos en escalinata que todavía es utilizada por los habitantes. Se pueden ver borregos y sus pastores andando por sus laderas.
     


     
    La punta más septentrional de la isla parecía más deshabitada. A su vez, nos daba magníficas postales con los azules del cielo y el agua fusionados en uno solo.
     


     
    Más adelante nos topamos con un conjunto de ruinas arqueológicas, donde sobresalía la Roca Sagrada o Roca de los Orígenes, que según la leyenda fue el sitio desde el cual salieron Manco Cápac y Mama Ocllo a fundar la ciudad del Cuzco, y se convirtieron entonces en sus primeros gobernantes. Es una especie de mesita rodeada de sillas circulares, donde sinceramente se le antoja a uno sentarse a tomar una coca cola Por supuesto, hay que respetar su importancia histórica.
     


     
    Cuesta abajo, se encontraban un grupo de arqueólogos estudiando la Chinkana, una especie de laberinto de piedra que desciende hasta un pequeño muelle construido en la ensenada. Como sabíamos lo duro que debía ser el regreso en ascenso, no quisimos bajar.
     


     
    Doblamos hacia la parte sur de la isla, siguiendo un sendero marcado que para entonces parecía bastante solitario. El camino serpenteaba por las laderas de los montes, donde de pronto, en medio de la nada, aparecieron dos señores sentados. Nos pidieron una “cuota de tránsito” para visitar la parte sur, cosa que Asier y yo sospechamos que era un fraude ¿De qué tipo de “cuota” o “impuesto” estábamos hablando? Con dos personas sin ninguna identificación y con solo una libreta en su mano. Les dijimos que regresaríamos a nuestro camping y seguimos andando sin pagar y sin voltear atrás. Hay que tener mucho cuidado con estos estafadores.
     
    Al llegar el sendero a la cumbre de las montañas, paramos por un momento. La vista era simplemente increíble. Tuvimos panorámicas de todos los ángulos de la isla, de la costa boliviana del lago, parte de su costa peruana y al fondo la imponente cordillera andina con sus picos nevados velando al lago.
     


     
    Parados ahí ya debíamos estar superando los 4000 metros de altura. A pesar del abrasador calor de los rayos solares que ya no encontraban ningún tipo de obstáculo, las heladas corrientes de viento azotaban aún con más fuerza en esta parte del atolón.
     
    A falta de un mapa, echamos un vistazo al recorrido faltante hasta la punta meridional de la isla. Parecía bastante largo, seguro más de 2 horas. No quisimos que la noche nos tomara por sorpresa mientras volvíamos a la playa; además, nuestras carpas no tenían candado ni seguridad. Así que luego de unas fotos, decidimos bajar la montaña directo hasta la ensenada donde se alojaba nuestro campamento.
     
    Resbalando y saltando por la empinada pendiente, volvimos a la playa en menos de media hora. Ya teníamos vecinos, una pareja chilena que practicaba arte callejero.
     


     
    Mientras leía un poco, me quedé dormido en la arena. Cuando desperté, Asier y yo nos decidimos a saludar a los vecinos. Mi primer contacto con chilenos no fue bastante fácil: su complicado acento era más indescifrable de lo que pensé Con todas las dificultades de comunicación entre un mexicano, un español y dos chilenos, practicamos juntos malabares, cariocas y diábolo, aunque sinceramente no soy muy bueno.
     
    Cuando menos lo esperaba, la noche cayó tras nosotros. Las tenues luces de los focos de las casas a unos metros nos alumbraron pobremente. De pronto, a lo lejos, un relámpago iluminó el cielo, dejando ver las nubes que se avecinaban. La temperatura había descendido considerablemente de unos 25 a casi 10 grados Corrí hacia mi carpa para ponerme una chaqueta y calcetines. Una vez adentro, oí los gritos de los chilenos, mientras sentí como el agua empezó a caer sobre el techo de mi tienda.
     
    Una fuerte tormenta se precipitó abruptamente sobre toda la isla. Lluvia, relámpagos, truenos, viento. Tenía mucho miedo de que mi carpa no fuera a resistir las ráfagas que sin piedad la levantaban de la arena. Coloqué mi maleta en una esquina, mis zapatos en otra, todo para intentar hacer un poco de peso dentro de mi pequeña casa.
     
    Debo decir que sentí un poco de ansiedad. Estaba solo ahí dentro, en un lugar que no conocía, en la oscuridad, bajo un techo improvisado con una incesante tormenta fuera Pero traté de calmarme y ser positivo. Al menos, ni el agua ni el viento se filtraban en mi improvisada vivienda. Así que me puse mi ropa térmica para combatir el frío; me metí en mi sleeping bag, me coloqué mi antifaz y mis tapones de oído y traté de conciliar el sueño, mismo que el sonar de la lluvia arrulló.
     
    A la mañana siguiente me sentí contento de que todo estuviera seco. Había pasado un poco de frío, pero nada de qué preocuparme. Empaqué mis cosas y salí a ver cómo les había ido a mis vecinos. Asier y los dos chilenos habían tenido suerte con sus carpas, aunque los últimos dos se mojaron un poco, pues tuvieron que meter algunas cosas cuando la tormenta ya había comenzado.
     


     
    Después de invitarnos unos sándwiches de palta (aguacate) que habían preparado, nos ayudaron a desmontar nuestras carpas y nos acompañaron al muelle, donde tomaríamos la barca de retorno a Copacabana cerca de las 8:30 de la mañana.
     
    Mientras esperábamos en la costa, con en el frío viento golpeándonos (y mis labios se partían más y más), un fuerte granizo empezó a caer sobre nosotros ¡Vaya suerte!, pensé yo Nos refugiamos bajo un techo, y vi cómo los niños locales jugaban contentos bajo esas bolas de hielo. Quizá lo más sorprendente para mí, fue que ninguna de sus madres se apareciera a regañarlos (vamos, mi madre se volvería loca si me viera jugar bajo el hielo).
     
    Cuando el granizo paró, Asier y yo nos despedimos de los chilenos, quienes se quedarían en la isla por una semana más. Embarcamos el primer catamarán que partió aquella mañana. Esta vez, por supuesto, me senté en la parte baja. Y aunque el frío y la lluvia esta vez ya no me harían sufrir, el avance en contra de la corriente sumado al fuerte olor del combustible, logró que me mareara mucho pero resistí las ganas de vomitar dentro de la barca, para no fastidiar a los demás.
     
    Luego de unas tambaleantes dos horas a bordo, estábamos de vuelta en Copacabana, donde rápidamente buscamos los tickets de bus con dirección a La Paz. Antes de abordar busqué una farmacia y compré por fin mi labial hidratante que sin pensar coloqué sobre mi rugosa y lastimada boca.
     
    Dijimos adiós a este pequeño pero encantador pueblo para dirigirnos a la locura de otra ciudad capital.
     
    Pueden mirar el resto de las fotos en éste álbum:
     
     
  6. AlexMexico
    Tras apenas una noche en la ciudad costera de Valencia mi amigo Óscar me acompañó hasta las oficinas de ESN (Erasmus Students Network), la agencia estudiantil que me había convencido de costear aquel viaje tan poco fraguado que apenas podía creer que estaba allí parado
    Allí, se preparaban a salir Davide y Karina, un italiano y una letona que, de hecho, hablaban un perfecto español. Ambos eran los encargados de tal asociación en Valencia y, por tanto, quienes me habían enlistado en mi próxima aventura.
    La cita no era en la oficina. Pero para facilitarme las cosas, ambos me ofrecieron ir con ellos hasta el muelle, de donde zarparíamos con el resto del grupo.
    Me despedí entonces de Óscar, quedando a mi merced por primera vez, con gente a mi alrededor que me era completamente desconocida Tendría ahora que encarar al verdadero reto de un intercambio cultural: conocer extranjeros sin nadie a mi lado que me presentase, que me acompañase ni me conociese Pero apacigüé todo nervio, y antes de partir decidí cruzar la calle y comprar lo que sería una buena forma de hacer amigos en cualquier parte del mundo y en cualquier situación: cerveza
    Tras guardar las latas en mi atestada maleta, subí con Davide y Karina al coche. Condujimos hasta la zona portuaria de Valencia, donde caída la noche, el pequeño grupo de Erasmus aguardaba por nosotros en la zona de abordaje.
    Estudiantes de todo tipo, en su mayoría europeos, habían empezado ya a presentarse unos con otros. Me acerqué con cautela y, sorprendentemente, un acento mexicano fue lo primero que pude notar
    Y no se trataba solo de Paulina, una chica norteña residente en Texas que hacía su intercambio en la Universidad de Valencia, sino también de Pablo, un toluqueño estudiante de arquitectura.
    Haciendo a un lado la seguridad que toparse con paisanos puede brindar, pasé mis manos saludando a cada persona que llegaba, hasta que el grupo entero se formó en la sala de espera. Parecían todos ser muy majos, y todo apuntaba a que el incómodo tour que hice en Porto no se repetiría más, pues el grupo no era de hecho nada numeroso. 22 almas serían las que me harían compañía durante los próximos cinco días. Alemanes, españoles, inglesas, brasileñas, francesas, serbias, marroquíes y mexicanos…
    Nos preparamos para pasar el control de seguridad, donde supuse que mis cervezas terminarían en la basura. Pero la suerte estaba de mi lado, y el gendarme ni siquiera lo notó, o posiblemente estaba de muy buen humor
    Arrastrando nuestras valijas nos dirigimos al ferry que nos llevaría hasta la emblemática isla de Ibiza, joya del Mediterráneo y capital mundial de la fiesta
    Como mi primera vez en un ferry raramente imaginé la magnitud de la embarcación Algo semejante a un catamarán turístico era lo que en principio había venido a mi mente. Pero se trataba de un enorme bote destinado a transportar no solo pasajeros, sino autos, materias primas y todo lo necesario para que la población de toda una isla pudiera sobrevivir.
    El ticket del ferry iba ya incluido en el precio del viaje. Más comprendía solo nuestro transporte, y no un camarote donde dormir. Nuestra jornada de 6 horas (12 a 6 am) significaba que tendríamos que conciliar el sueño en donde pudiésemos acomodarnos. O bien, no dormir. ¿Quién necesitaba dormir en Ibiza después de todo?
    Además, los precios de los camarotes ascendían a unos estrepitosos ¡100 euros por noche!  ¡¿En qué diablos estaban pensando?! De cualquier manera, Karina consiguió uno para guardar nuestro equipaje, y así cogimos solo lo necesario para pasar la noche a bordo de la enorme embarcación.
    El ferry contaba con un restaurante, un bar, una sala de cómputo y wifi en su interior. En la parte superior se encontraba el área lounge, con música chill out y una barra de bebidas. Por supuesto, el lugar perfecto para empezar a conocernos

    A medida que el barco zarpaba y dejábamos atrás las luces de Valencia y su zona portuaria todos comenzamos a conocernos y presentar un poco de nuestras vidas a los otros.

    Alex era un chico valenciano ejerciendo la medicina en un consultorio de la ciudad. Su novia Lucía lo acompañaba. Yasmina era una joven marroquí que hacía su posgrado en Valencia. Pablo estudiaba arquitectura en México y ahora realizaba su intercambio en la misma ciudad. Mientras Sanja (pronunciado como Sania) era una excéntrica estudiante serbia que hacía su máster en España a través del programa Erasmus Mundus.
    Todos tenían una interesante historia que contar. Pero todos coincidíamos en algo: buscábamos descubrir la vida nocturna y las playas de Ibiza, y eso fue algo que rápidamente nos unió
    Pasamos extensas horas hablando sentados en los muebles de la cubierta, y a pesar de las altas horas de la madrugada, el viento mediterráneo se percibía cálido y bastante húmedo. Algunos exploramos un poco el resto de la proa, descubriendo unos camastros de sol donde pudimos tomar una larga siesta, al saltar de la brisa marina que golpeaba nuestros rostros.
    Antes del amanecer, volvimos a la sala interior, donde un café reavivaría nuestros cuerpos, mientras arribábamos a las aguas de las Islas Baleares.

    El equipo hacia Ibiza
    Con bastante cansancio, pero con la mejor actitud por delante, descendimos del barco con las pestañas casi unidas. Ahora nos encontrábamos en la famosa ciudad de Ibiza, que resulta no ser lo mismo que la isla de Ibiza.
    La isla se extiende por 572 km² al sur del archipiélago de las Baleares, y en ese terreno se yerguen tres principales núcleos urbanos: Ibiza, San Antonio y Santa Eulalia, de los cuales el primero es el más grande y poblado de todos. Así mismo, por su incomparable fama, suele ser el lugar más caro y cotizado por los viajeros. Por ello nuestro hotel se reservó en la comunidad de San Antonio, con precios mucho más asequibles.
    Entre San Antonio e Ibiza hay unos 15 km de distancia, distancia bastante corta comparada con la que nos separaba de muchas de las playas famosas, las discotecas más célebres y los maravillosos paisajes desde los acantilados costeros. En vista de los altos precios y de la poca conveniencia de movernos en transporte público, lo mejor para todos sería rentar coches
    ESN había ya reservado algunos autos en una agencia del aeropuerto, a donde rápidamente nos dirigimos mientras formábamos cuadrillas de viaje. Alemanas con brasileñas, alemanes con inglesas, francesas con españolas… por suerte, no tuvimos ningún problema en separarnos en grupos de cinco. Y Lucía, Yasmina y Pablo fueron los elegidos para viajar conmigo a bordo de uno de los cinco Ibizas (vaya coincidencia). Y con la mejor de nuestras suertes, Alex se ofreció como nuestro conductor designado. Alex no necesitaban del alcohol para divertirse, y eso era de respetarse. Al final, podríamos conducir a los clubes sin tener que preocuparnos por los retenes de seguridad. Mis noches en Ibiza parecían haber tomado rienda suelta

    Los cinco Ibizas en Ibiza
    Mientras el sol se levantaba condujimos hacia la parte oeste de la isla. Al igual que en Valencia, los letreros en catalán aparecieron repentinamente. Si bien poco sabía que la comunidad balear era su hablante nativa, la intensa explotación turística de la isla hace que, probablemente, el inglés sea incluso más hablado que el catalán o el castellano.

    En pocos minutos llegamos a San Antonio. Nos registramos en el hotel y nos dirigimos a nuestras habitaciones, divididos prácticamente al azar por Karina y Davide.
    Compartir el cuarto con Willi, el alemán, sería interesante. Pero hacerlo con Sanja, la extravagante rubia serbia lo haría todavía más sugestivo. Y una imagen vale más que mil palabras.

    Si me había preguntado qué podría llevar en aquella enorme maleta rosa, al llegar a nuestro cuarto todo cobró sentido

    Ahora sabía que si quería tomar una ducha sería mejor hacerlo antes de que ella se adueñase del baño
    Convenientemente todas las habitaciones contaban con una pequeña cocina, lo que nos ahorraría grandes cantidades al pasar de comer fuera
    Tomamos una fugaz siesta y volvimos a los coches. Si queríamos conocer la isla no había tiempo que perder.
    Davide visitaba Ibiza frecuentemente, y conocía los mejores rincones de pies a cabeza. Él sería nuestro guía por los próximos días, y depositamos completamente nuestra confianza en él.
    Nuestra primera parada fue al extremo sur de la isla, a orillas de un enorme acantilado de piedra rojiza, apenas moteado por la vegetación.

    El día que apenas despejaba el cielo revelaba la silueta de dos pequeños islotes rocosos que surgían de una delgada niebla. El famoso islote de Es Vedrá es de hecho un Parque Natural que, pese a su escasa extensión de suelos y exposición al viento marino, alberga varias especies vegetales endémicas, además de ser uno los lugares de reproducción de aves rapaces más activos.

    Alex, Pablo y yo
    El acceso a su superficie y alrededores está controlado por las autoridades. Fuese como fuese, las vistas desde el cabo eran anonadantes, y nos fueron suficientes para comenzar nuestra jornada

    Después de una buena foto grupal, volvimos al camino para aprovechar la hermosa y soleada tarde.
    Davide nos había prometido explorar los sitios menos conocidos y visitados en Ibiza. No obstante, había algunos imprescindibles que no nos podíamos perder. Y la cala Conta era uno de ellos.
    A pesar de lo que se diga, en Ibiza no encontramos playas. Encontramos calas. Se tratan de pequeñas extensiones del mar que penetran en la tierra y que se rodean por rocas. Es básicamente una ensenada pequeña. Y los rocosos acantilados que bordean toda la costa de Ibiza hacen que las calas sean los puntos turísticos más concurridos.
    La cala Conta se encuentra en uno de los puntos más occidentales de Ibiza, no muy lejos de San Antonio. Sus aguas son extremadamente azules, de tonos turquesas. Aunque cabe decir que la mayoría de las aguas alrededor de Ibiza poseen el mismo color.

    Su belleza incomparable, que la distingue del resto, radica en las hermosas vistas que se ofrecen desde su costa, debido al atolón de islotes rocosos que se yerguen frente a ellas, y que le dan a la playa una postal única
    Antes de bajar por las pendientes de roca decidimos subir a ellas y acudir a un restaurante, donde preferí solo hacer compañía a mis nuevos amigos y guardar mi hambre hasta llegar al hotel.

    4€ por una coca cola y 14€ por una hamburguesa no eran precios que se acomodaran a mi presupuesto
    Una vez con el estómago lleno fue momento de bajar y sumergirme por primera vez en las aguas del mar Mediterráneo.

    Octubre y el otoño apenas habían dado comienzo, y aunque la temperatura ambiente era bastante cálida, el agua a mi parecer se hallaba demasiado fría

    Menos mal que pude bañarme y aguantar al menos unos 10 minutos en el agua sin sufrir de hipotermia, al contrario de las aguas de Galicia, donde hundir el dedo meñique fue suficiente para congelarme. Problemas comunes para alguien del trópico

    El resto de nuestra tarde la pasamos al calor del sol, acostados sobre una cama de piedra rojiza que parecía reflejar los rayos y darnos el mejor bronceado para lucir en nuestro viaje

    Al atardecer volvimos a San Antonio. La noche llegaba y todos sabíamos lo que nos esperaba. Estábamos en la isla con la mejor fiesta de todo el mundo. Y era casi la razón por la que habíamos viajado hasta allí. Era octubre, y las closing parties habían dado comienzo
    Hasta entonces, todos teníamos la sensación de que Ibiza era mucho más tranquila de lo que habíamos imaginado. Sobre todo en San Antonio, donde la gente se paseaba ante nuestros ojos sin alguna señal de estado etílico o psicotrópico
    Pero Davide tenía la mejor estrategia. Nos condujo a todos con uno de sus amigos, quien al parecer nos daría los mejores precios para acceder a las discotecas.
    Eran múltiples los clubes que aquel fin de semana cerrarían su mejor temporada del año con una enorme fiesta de clausura. Y todos ellos sonaban a mis oídos como grandes sueños de mi pubertad: Space, Amnesia, Ushuaia, Bora Bora, Privilege... Pero el más altisonante de todos era sin duda alguna Pacha, el hogar de los más famosos DJs del planeta, ídolos de mi adolescencia y mi discografía personal
    Aunque cada quien compraría los boletos que quisiera, la mayoría nos decidimos por acudir a las fiestas en Privilege y Pacha. La lista era enorme, pero los precios lo eran aún más. Y gastar más de 80€ en el acceso a dos o tres night club no era una opción, al menos no para mí
    Así, volvimos al hotel con dos pulseras en nuestras muñecas, y con las provisiones necesarias para sobrevivir a nuestros días. Pan, pasta, pollo y ensaladas serían nuestra salvación y nuestra cena casi todas las noches. No podíamos quejarnos, al menos teníamos dónde cocinar
    Los víveres incluían también la materia prima para cada noche. Por supuesto, hablo del alcohol Cerveza, ron, whisky y absenta. Cada quien cogió su botella y, como si no hubiera un mañana, bebimos su interior hasta no dejar una sola gota en su rastro.

    El equipo precopeando en San Antonio
    Si bien ya estaba acostumbrado a los tardíos horarios en los que en España se lleva la fiesta, no creí que en Ibiza todo lo bueno empezara hasta pasadas las 2 am  Y aunque yo quería irme antes, nos quedamos en el hotel bebiendo hasta exactamente las 2, momento en el cual salimos hacia Privilege.
    Alex y Lucía pasarían la noche en el cierre de Lío, otro club para el que ya tenían invitación. Pero no debimos preocuparnos por el transporte. Privilege lo tiene todo preparado para sus clientes y cada noche varios buses salen desde San Antonio hasta las puertas de la disco.
    Nunca creí que un autobús podía ser tan divertido. Pero en Ibiza, al caer la noche, la fiesta está prácticamente por todas partes

    Desde el chofer hasta el último ebrio en subir, todos gritaban como si la noche les perteneciera. Y era verdad. Éramos nosotros y la noche. Ibiza estaba a punto de mostrarnos lo mejor de sí La razón por la que desde hace algunas décadas ha devenido en la capital mundial de la fiesta y la música electrónica.

    A mitad de la carretera entre Ibiza y San Antonio el bus se detuvo. Todos descendimos. Y allí, en medio de aquella remota isla, nos dispusimos a entrar a la discoteca más grande del mundo. Es eso lo que se nos había dicho. Y vaya si lo parecía

    Como bien nos habían advertido, lo verdaderamente bueno no había todavía comenzado. Pero el lugar poco a poco se seguía atestando.
    Una piscina en el medio del club enmarcaba al DJ y al letrero que anunciaba una de las fiestas electrónicas más famosas e importantes del mundo: SuperMartXé.

    Esta casa de entretenimiento nació en España y ha llevado a cabo residencias en muchos de los clubes de Ibiza, siendo Privilege donde cobró mucha mayor fama.
    Es célebre por el montaje de sus escenarios, efectos especiales y, por supuesto, por tener a los mejores DJs del mundo

    No tardé en darme cuenta cómo funcionaban las noches en Ibiza. Entras al club, sales, bailas, descansas. Buscas una copa, buscas un shot. Vas al baño, un hombre se acerca a ti. Te ofrece spliff, te ofrece cristal, te ofrece de la blanca. Te niegas y sigue buscando. Dos chicas inglesas me ven. Me preguntan por el sujeto. Ellas lo siguen y le compran una bolsa de pastillas. Su absenta no fue suficiente. Toman éxtasis. Están high. Sigue la fiesta. Y nunca termina

    Para los amantes de los estupefacientes, Ibiza es el paraíso. Ibiza ama a los turistas. Ama a los ebrios. Ama a quienes se drogan. Gastan dinero, y eso es bueno. Cada disparo de humo en una discoteca vale 500 euros. Cada DJ vale miles de euros. Ibiza es el paraíso. No hay más que decir. Ingleses, alemanes, gringos, guiris. Todos buscan lo mismo, y lo encuentran aquí.

    Pasadas las horas, llegó el momento que muchos esperaban. El show estaba por comenzar, y las luces iluminaron un enorme castillo que simulaba al de DisneyWorld.
    El intro del Rey León empezó a escucharse. Bailarinas colgando de telas dieron inicio al baile. La multitud coreaba la canción. Y el DJ se preparaba para lo mejor.

    El humo y las luces hicieron que me perdiese dentro de mí mismo, quizá no tanto como el resto de jonkies a mi alrededor

    Volteaba a todos lados, viendo a todos, buscando a nadie. Era simple. Estaba en Ibiza, y no lo podía creer. Nunca había visto algo parecido. Nunca había vivido algo parecido. Había soñado con ello muchos años atrás, y a mis 21 años ahora lo hacía
    Ibiza es la capital mundial de la fiesta y me lo estaba demostrando con creces. Y tenía mucho más preparado para mí los próximos días, para los que no podía esperar
    Pueden ver un pequeño video de cómo se vive una noche de locura en Privilege:
     
  7. AlexMexico
    Se puede decir que vivir en Galicia es algo muy cercano a vivir en Portugal. La lengua portuguesa, en efecto, se ramificó siglos atrás del idioma gallego. La conquista castellana del reino de Galicia la separó eternamente del contiguo y hermano reino de Portugal. Sin embargo, Galicia siguió conservando su antigua identidad a lo largo de su historia, a pesar de su incorporación al resto de la Corona de Castilla y León. Y esa identidad está indudablemente ligada a su vecino del sur.
    Cuando por primera vez escuché a la gente hablar en gallego me vino a la mente todo lo que alguna vez había oído en portugués: películas, música, amigos brasileños. La única diferencia es que lo hacían al estilo español.
    De hecho, una de las clases que tomé en la Universidad de Santiago fue el primer curso de lengua portuguesa en la faculta de filología. Pero apenas habrían pasado unas tres semanas de septiembre cuando me aventuraría a cruzar la frontera al sur en otro de los famosos viajes Erasmus con ESN (Erasmus Students Network).
    El destino era prometedor: Oporto, la ciudad que básicamente dio nacimiento y nombre al reino de Portugal, hogar de toda una nación, del bacalao y de uno de los vinos más célebres de todo el mundo. Por un precio bastante módico con tres noches de hotel era un viaje imprescindible  tomando en cuenta la cercanía que tenía con Santiago.
    El día de la partida dos grandes autobuses se abarrotaron de estudiantes intercambistas frente a la alameda central, guiados por un par de hermanos bolivianos que, irónicamente, eran quienes organizaban los viajes por España y sus alrededores para deleite de los extranjeros
    Aunque los viajes estudiantiles son los favoritos de muchos, viajar al lado de más de 100 personas al mismo tiempo no es nada agradable Es imposible hacerse amigo de todos, y las fugaces introducciones con “¿de dónde eres?” y “¿hablas español?” era algo que prefería reservarme para las fiestas o el salón de clases. No obstante, fue el bajo costo lo que me hizo aceptar la jugosa oferta
    No pasaron más de 50 minutos desde que partimos para que lográsemos llegar a la frontera. Era la primera vez que saldría de España desde que pisé suelo europeo. Sin embargo, pronto me daría cuenta de la realidad migratoria del viejo mundo. En la Unión Europea no existen las fronteras.
    Venga ya, claro que existen. Son naciones diferentes, son países diferentes. Son economías, pueblos, culturas y estados diferentes. Pero no en el plano migratorio. Allí todos forman un solo país, un solo espacio común para turistas y locales
    Así, me bastó con entrar por Frankfurt, Alemania, un mes atrás. A partir de entonces, no tendría que mostrar mi pasaporte ni mi visa a ninguna otra entidad hasta salir de la Unión Europea. Más específicamente del Espacio Schengen ¿Qué es el Espacio Schengen? Es el área común de libre tránsito de Europa, donde no existen controles migratorios y que funciona como un mismo país. Está formado por todos los miembros de la UE, con excepción de Irlanda y Reino Unido y sumando a Islandia, Noruega, Suiza y Liechtenstein.
    De tal suerte que al pasar oficialmente de España a Portugal nada especial ocurrió. Ningún control aduanal, ninguna gendarmería, sólo un aviso por parte de los bolivianos para que apagáramos nuestros datos móviles del celular y cambiáramos el huso horario.
    Existe una rara decisión por parte de los gobiernos por sincronizar el horario de sus países con el de sus estados hermanos, aunque esto implique perturbar las horas de sol  Y por alguna extraña razón España sigue utilizando la zona horaria de Europa Central (+1) cuando debería usar la zona cero, bajo el meridiano de Greenwich, huso horario que sí utiliza Portugal.
    Así, con una hora menos en nuestras vidas arribamos a Oporto, segunda ciudad más poblada e importante de Portugal después de Lisboa.
    Conocida como la capital del norte, Oporto es una ciudad enclava a orillas del río Duero que se cree que surgió desde la época de los griegos, siendo una de los primeras, sino es que la primera ciudad del oeste de Iberia.
    Después de infinitas civilizaciones que habitaron la antigua Cale y tras la conquista musulmana de la península, Oporto fue “liberada” por la Corona de León y perteneció a ella como un condado hasta su independencia oficial, cuando se creó el Reino de Portugal. Oporto es así el nacimiento de una nación y un imperio que exploraría los océanos del planeta entero por varios siglos.
    El arribo al anochecer de la ciudad no nos ofrecía mucho a la vista, pero la noche para un grupo de Erasmus suele ser mucho más tentadora que toda una soleada tarde.
    Después de una cena planeada en un restaurante del centro histórico, que por 10 euros poco valió la pena , llegó la hora de la fiesta en una de sus plazas nocturnas más concurridas. Y tras chocar las copas en cada esquina del bar y de una larga tanda de bailes regresamos al hotel a prepararnos para el siguiente día.
    Para nuestra poca sorpresa el clima en el norte de Portugal era prácticamente el mismo que en Galicia Y para el final del verano las lluvias ya habían comenzado 
    Un tupido cielo gris fue quien nos acogería a lo largo de todos nuestros días. Cargar un paraguas durante un paseo no es nada agradable. Pero pocas eran nuestras opciones bajo tales inclemencias
    Nuestro tour comenzó un viernes temprano, cuando el numeroso grupo de alumnos, arreados como borregos, seguimos a ambos guías por las rúas del centro histórico, haciendo nuestra primera parada en un mercado local de artesanías, imprescindible escala para toda agencia.
    En las mesas de los comerciantes un sinfín de souvenirs se ofrecía al cliente, pero eran las figurillas de los gallos las que colmaban los estantes 

    Una amable vendedora nos explicó, en un portugués bastante bien entendible, que el gallo como figura nacional tiene su origen en una leyenda local del norte de Portugal:
    No dudé entonces en llevarme un pequeño chupito con la imagen del célebre Gallo de Barcelos impreso en él
    Seguimos nuestro camino por el centro, mientras el agua no parecía cesar Los valientes que osaron abandonar el hotel sin un paraguas corrieron a comprar uno a la tienda más cercana, pero para los infortunados que eligieron un mal calzado era ya demasiado tarde para remediarlo 
    Llegamos hasta la Plaza de la Libertad, donde se erige una estatua del rey Pedro IV justo frente al hermoso edificio modernista que da cabida al Ayuntamiento de la ciudad, ambos rodeados de imponentes construcciones del siglo pasado.

    Es a partir de aquí cuando el paisaje comenzó a cambiar un poco, reemplazando al nuevo y moderno Oporto por la vieja ciudad ahora declarada Patrimonio de la Humanidad.
    Sus rúas adoquinadas nos condujeron primero al resguardo de una gran plaza techada de forma triangular, la Plaza de Lisboa. Es una moderna estructura techada que aloja algunos pares de comercios locales, como restaurantes, cafeterías y bares, bastante frecuentados por los turistas. Pero las mayores atracciones se encuentran a sus tres orillas.
    La primera a la que los guías quisieron llevarnos fue a la librería más famosa de todo Oporto y una de las más célebres del mundo. La librería Lello & Irmão. Pero era prácticamente imposible entrar Multitudes de personas se aglutinaban en su puerta y había que hacer una enorme fila para ingresar ¿Qué la hacía tan famosa? Está todo basado en un mito que ni siquiera se ha comprobado.
    La escritora J.K. Rowling vivió varios años en Oporto impartiendo clases de inglés en una academia. Se dice que frecuentaba mucho esa librería y que fue la inspiración para describir la biblioteca de Hogwarts; hay quienes dicen, incluso, que la librería entera fue quien inspiró toda la historia del famoso mago 
    Mito o realidad, aquella historia sirvió para hacer de Lello & Irmão uno de los lugares más visitados en Oporto. Lamentablemente fui testigo de su belleza arquitectónica solamente desde su exterior pues la cantidad de asistentes era simplemente insoportable.
    Y mientras el resto aguardaba por su turno yo seguí tomando fotos en los alrededores de la plaza, cuando poco a poco el aguacero comenzó a cesar.

    Me topé entonces con Kasia, una chica de Polonia con la que había cruzado algunas palabras en el viaje. Me hizo saber su descontento con el viaje y el estrés que le causaba caminar tras un grupo tan numeroso de turistas, sobre todo con los charcos de agua y los paraguas atravesándose por el camino. Le propuse separarnos y conocer el resto de la ciudad por nuestra cuenta. El cielo parecía haberse calmado y mi orientación podría más que la de los guías bolivianos
    Así, llegamos a la estación de trenes de la ciudad, donde tuvimos una vista cuesta debajo del centro histórico. Comenzamos el descenso dejándonos llevar por nuestros instintos, sin siquiera preguntar a dónde nos dirigíamos.
    Las primeras antiguas casas se dejaban ver, y no eran nada de lo que había imaginado. Estructuras alargadas y estrechas donde no parecía que cupiera una familia entera por cada piso

    La mayoría de sus paredes se tapizaban con vivos colores o eran adornadas con un juego de mosaicos de vivaces figuras.

    Balcones con curvas de fierro frente a delineadas ventanas de marcos blancos de madera, repletos de ropa colgando a fin de secarse con el naciente sol.

    Verdaderamente la ciudad empezaba a enamorarme, aunque Kasia se rehusaba a la idea de forrar una casa entera de azulejos en su exterior y a tender prendas a la vista de todos  Para mí, era lo mejor que la ciudad podía ofrecerme.

    Nuestro irregular sendero nos llevó hasta la Catedral de Oporto, una sede episcopal de estilo románico que sorprendentemente era poco asediada por los turistas en ese momento. Y para ser sincero, a nosotros tampoco nos atrajo ingresar por su nave lateral para admirar su interior, pues la pequeña plaza frente a su fachada principal fue la que nos llamó a caminar por sus balcones y fotografiar las hermosas vistas de la ciudad

    Desde allí, el tapete de tejas naranjas de estilo muy portugués se asomó en su plenitud frente a nuestros ojos.

    El anormal relieve del centro y sus colinas circundantes daban un desordenado paisaje de amontonadas casuchas que se subordinaban a los pies a la Torre de los Clérigos, famoso campanario de estilo barroco y símbolo de la ciudad. Su ubicación en uno de los puntos más altos del centro la hacen visible desde casi la totalidad de sus ángulos  y logra dominar cualquier postal que de Oporto obtengamos.

    El sol regresaba cada vez más y por todos lados hacía deslumbrar los tonos otoñales que coloreaban los tejados. Luego de descansar y de comprar una bolsa de fresas para picar seguimos el descenso por las mágicas colinas de la urbe.

    Para las personas locales era muy normal encontrarse con turistas perdidos por las calles del centro. Su costumbre hacía prácticamente ignorarnos del todo, y no hesitaban en continuar con sus vidas comunes y corrientes.

    Niños jugando futbol a mitad de calle. Señoras lavando ropa una junto a la otra. Amas de casa aprovechando los tenues rayos de luz para sacar a orear las sábanas de toda la casa. Siempre he dicho que el ambiente es lo que hace a una ciudad lo más maravillosa posible 

    No tan lejos se lograba asomar la rivera del río Duero, canal de agua que recorre toda la península ibérica y que desemboca allí, en los suelos de Oporto. Seguimos hacia abajo para alcanzar sus orillas, mientras nos adentrábamos más en el famoso barrio de la Ribeira.

    Kasia lucía muy callada y no denotaba mucho interés en lo que veíamos Pero hay que aprender a no juzgar a las personas por el primer impacto. A veces hay que acostumbrarse a lo inexpresivos y fríos que suelen ser muchos europeos 

    Cuando el fin alcanzamos la orilla del río nos vimos inmersos en un gran malecón, repleto de negocios turísticos y restaurantes. En seguida supe que debíamos alejarnos lo más pronto posible y conseguir un mejor lugar para saciar el hambre. No quería volver a pagar 10 euros por una cena de muy poco sabor 
    Caminamos hacia el este, acercándonos más hacia el puente que nos llevaría del otro lado del río. Justo pasando éste encontramos un grupo de pescadores. Y donde hay pescadores hay restaurantes de pescado baratos
    Entramos a la fonda más pequeña que hallamos, y para mi sorpresa Kasia no puso ningún “pero” Nadie nos observó raro, a pesar de que ambos lucíamos como completos turistas. Así que confié en su honestidad y pedí la “especialidad de la casa”.
    Un sándwich de bacalao capeado y un vaso de cerveza de barril fue lo que recibí en la mesa, mientras Kasia optó por una taza de café.

    No pudimos haber tomado una mejor decisión  Ese bacalao fue lo mejor que Portugal pudo haberme dado en mi corta estancia. Desde entonces lo recordaría como el hogar del mejor bacalao que he probado en mi vida Y eso no fue lo mejor… pagué solo dos euros por todo Creo que no volvería a ver precios tan baratos durante mis restantes 5 meses en Europa 
    Completamente satisfecho y con una enorme sonrisa en mi cara nos dirigimos al puente, conocido como Ponte Luis, que nos llevó hacia el otro lado de la ciudad.
    De hecho, oficialmente ya no nos encontrábamos en Oporto, sino en Vila Nova de Gaia, un municipio diferente, pero al fin parte de su zona metropolitana.
    Desde allí tuvimos las mejores vistas del centro de Oporto, con sus casonas amontonadas una junto a la otra subiendo las cuestas hasta llegar a la Torre de los Clérigos y al imponente Palacio Episcopal, otro de los símbolos dominantes de la ciudad.

    Las barcas turísticas navegaban el Duero de punta a punta, paseando a los viajeros entre las dos metrópolis más antiguas de todo el país.

    El malecón de Ribeira se convertía entonces en un aparcadero de botes que invitaban a todo turista a acercarse a sus cubiertas y circundar al mejor estilo de los antiguos veleros portugueses.

    El otoño ya había comenzado y el olor más típico de la fría Europa se hacía notar. No era la lluvia ni la nieve, sino las castañas asadas  

    Alrededor de todo el continente muchos gitanos y ambulantes venden estos frutillos calientes como una botana callejera. Mucha mejor opción que las papas fritas o grasosas frituras
    Con la amenaza de otro cielo gris encontramos a los guía y al resto de los Erasmus en este lado del río. Para nuestra sorpresa nos habían conseguido pases para abordar en las naves. Y tras luchar por el mejor lugar logramos queda hasta el frente 
    Navegar por el medio del río me dio mejores perspectivas del resto de la ciudad, pero no contaba con un pequeño detalle. El frente del bote es donde más fuerte pega el viento, mientras que la cubierta se mueve a causa del oleaje 
    Pronto tuvimos que movernos hacia atrás, pegados a la cabina techada que se encontraba ya llena por el resto de los paseantes. Sin más que hacer, aguantamos el aire frío para disfrutar de las vistas que Oporto nos ofrecía desde el milenario Duero.

    El Ponte Luis es el puente más utilizado para cruzar la ciudad de una orilla a la otra, sea por vía peatonal o por la línea férrea que conecta las estaciones de metro. Pero algo más es lo que atrae a los turistas allí. Los niños que saltan al agua.
    A pesar de la intimidante altura a la que se encuentra suspendido el puente en relación al río, un par de mocosos en ropa interior apareció de la nada para dejarse caer al agua  No sabía si me preocupaba más la altura a la que se encontraban o lo fría que podía estar el agua 

    Lo más sorprendente fue, sin duda, que al salir ambos del río, ninguno osó pedir una moneda ¿Quería decir que lo habían hecho por propia convicción? ¡Vaya valentía!
    Volvimos al embarcadero para terminar nuestro día con otra de las sorpresas del grupo: una visita guiada a las bodegas del vino de Oporto, uno de los vinos más famosos del mundo 
    Si bien nunca me consideré fan del vino, era inevitable no verse sumergido en la cultura vinícola una vez viviendo en España. Y cruzar la frontera con su hermano Portugal no me alejaba en lo absoluto de poder catar un oloroso vino
    Dividieron al grupo en dos, los hablantes hispanos y el grupo en inglés. Por comodidad, el grupo español fue el más apto para mí, sobre todo por su reducido número de oyentes.
    La guía comenzó la plática diciéndonos que los vinos de Oporto se caracterizan principalmente por ser vinos fortificados con aguardiente, sustancia agregada durante el proceso de fermentación que ayudaba a conservarlo en los largos viajes de exportación que se llevaban a cabo en los siglos XVI y XVII, cuando el vino de Oporto nació.
    Nos presentó las tres principales variedades del vino: los llamados ruby (vinos tintos), resguardados en tanques de cemento para no permitir su oxidación; los tawny, de colores dorados y añejados en barriles de roble para su oxidación; y los vinos blancos, con periodos largos de añejamiento.
    Había tenido la oportunidad de entrar a varias cavas de vino en algunos bares y casas particulares, pero adentrarse en una bodega tan enorme como aquella era simplemente espectacular

    Los gigantescos barriles parecían verdaderos tanques de guerra que con sus gruesas paredes de madera resguardaban de la mejor manera cada gota de aquella bebida de dioses 
    Para cuando terminamos el recorrido llegamos a una sala comedor donde, para otra de nuestras sorpresas, frente a cada asiento había una copa con vino tinto y otra copa con vino blanco, por supuesto, destinadas a nuestra degustación 

    Con un cuantioso número de espacios vacíos nos permitieron tomar más de nuestras dos copas servidas exclusivamente para nosotros Sin siquiera una botana de quesos o tapas para aplacar la bebida, salimos de aquella cava con la vista más nublada que el cielo sobre nosotros 
    Con las fuerzas que nos quedaban regresamos al hotel para otra noche de fiesta Erasmus. Al siguiente día volví a lo alto del Ponte Luis para enfrentarme las alturas y disfrutar de lo último que Oporto tenía para mí 

    Pueden ver el resto de las fotos en éste álbum:
    O bien en la segunda parte del mismo:
  8. AlexMexico
    El verano seguía su curso habitual, rebasando cada noche de manera tan pronta que no contaba en ninguna circunstancia mis días transcurridos en la península española.
    Bajo el acojo de la linda casa de Henar y su familia en el barrio de Carabanchel, me ensimismaba poco a poco en el modo de vida madrileño, que a mi parecer, comparado con la capital mexicana, lucía mucho más relajado
    Pero mucho ignoraba todavía de todo lo que resguardaban aquellas fronteras mediterráneas, a pesar del gozo de vivir con un historiador recién graduado, y de su tío propietario de un enorme aposento plagado de libros y películas ibéricas.
    Galicia sería quien me asilaría por los próximos cuatro meses, y el día de partida se aproximaba cada vez más. Así que antes de pirar al norte Henar me propuso visitar un último sitio, acervo de decenas de maravillas imperdibles.
    En Castilla La Mancha, la árida tierra del Quijote, comunidad vecina de Madrid, se esconde al borde del río Tajo una ciudad que una vez alojó al que fue el imperio más grande del mundo. Antes, durante y después de su invasión por parte de los moros, albergó a tres pueblos que convivían a pesar de sus diferencias, al igual que a la antigua capital de una intangible y desunida España. Así es, España tuvo otra capital antes de Madrid: la milenaria ciudad de Toledo.
    Aquella tarde condujimos 70 km al sur para cruzar a la frontera manchega. Paisajes similares a la otra Castilla se asomaban por las ventanas, dejando al desnudo una extensa y estéril meseta, cuya urbanización alejaba de mi mente la imagen que de La Mancha tenía. Adivinaron, molinos de viento y vastos sembradíos
    No tardamos demasiado en adentrarnos a la provincia, y la ciudad de Toledo no demoró en dejarse ver.

    No fue muy difícil identificarla a primera vista. La población se emplaza sobre una colina, cuya parte más alta la domina el centro histórico. Y fue desde entonces que creí en las advertencias que había hecho Henar: caminar en Toledo es muy cansado 
    Al entrar en el coche y aparcarlo a la orilla del centro, advertí el pronunciado ángulo de inclinación de la mayoría de sus calles. Desde entonces supe que sería una dura y agotadora jornada 
    Mi primera impresión de Toledo fue, nuevamente, que me estaba sumergiendo en una ciudad medieval. Sus paredes de piedra en tonos beige que encerraban estrechos callejones me daban la sensación de encontrarme en una antigua villa amurallada.

    Con la ausencia de Álvaro (hermano de Henar), quien se había convertido en mi mentor de la historia española, nos propusimos aprender lo más que pudiésemos sobre Toledo con los recursos que teníamos a la mano. Y el mejor de ellos era sin duda el Museo del Ejército, alojado en uno de los símbolos de la localidad: el Alcázar de Toledo.

    Como ya me venía acostumbrando, no me sorprendía encontrar en otra ciudad española un alcázar, palabra que por cierto proviene de los árabes que se instalaron en la península: Al-Qasar, que significa fortaleza. Además, después de haber tenido al Alcázar o Castillo de Segovia frente a mis ojos, ya pocos podrían hacerme flipar* de la misma forma.
    *Expresión española para sorprenderse.

    Sin embargo, es una de las razones por las que vale la pena visitar sus interiores y dejarse instruir por sus ancianos muros de resistente piedra

    Como bien ya dije, Henar y yo entramos al Museo del Ejército. Aunque puede sonar un poco intimidante y aburrido (lo mismo pensaba yo) fue mi mejor opción para empaparme de una clase de historia general.
    Cabe destacar que Toledo siempre ha sobresalido en España y el mundo por su exquisita industria espadera y de artillería, que se remonta a tiempos de los romanos. No es de extrañarse, por tanto, que cada rincón de la ciudad y, por supuesto, del Museo del Ejército, esté plagado de auténticas armaduras y armamento antiguo.

    Pero la esencia del museo va mucho más allá de sólo exhibir armazones medievales. Sus pasillos están repletos de interactivas clases sobre la historia de toda España, desde su confuso nacimiento a partir de los reinos visigodos, pasando por la dura invasión musulmana, hasta la reciente y cruel Guerra Civil Española.

    Fue, quizá, ésta última la que convirtió al Alcázar en una efigie de la nación, al haber sufrido un dramático y célebre asedio por parte de las fuerzas republicanas durante la guerra. El futuro dictador Franco haría de este suceso un símbolo del nacionalismo, que utilizaría como propaganda política durante las décadas de su mandato
    Así, comprendí que aquel edificio no estaba allí como un bello y ostentoso adorno de la villa manchega. Desde sus tiempos como templo romano hace 18 siglos hasta el traslado del museo de infantería a sus salones, había logrado sobrevivir a una infinidad de intrincados acontecimientos, que lo convirtieron en uno de los alcázares más famosos del país

    El castillo se posa en uno de los puntos más alto de Toledo, exactamente junto al arrollo. Por ello, al finalizar el recorrido, no dudamos en fotografiar las tierras al este de la ciudad que se divisaban a través de sus amplios ventanales

    Sintiéndonos todos unos eruditos en el tema, descendimos por el resto del centro de la ciudad para perdernos en su mar de historia.
    Las irregulares callejuelas de Toledo denotaban sus añejos orígenes godos. Si bien los romanos fueron quienes se establecieron en un principio, fue con el reino visigodo que la ciudad tuvo un vasto esplendor, convirtiéndose en su capital.

    La llegada de judíos y la posterior invasión musulmana de la península convirtieron a Toledo en una ciudad pluricultural, donde tres pueblos de distintas razas y religiones convivieron durante muchos siglos: cristianos, moros y judíos. Por ello, llegó a ser apodada “La ciudad de las tres culturas”, sobrenombre que sobrevive hasta el día de hoy.
    A pocos metros al oeste del Alcázar se podía ver ya la elegante silueta de la mayor torre de la villa. Por supuesto, perteneciente a la Catedral de Toledo.

    Nuestro arribo por su lado norte nos posó frente a una de sus bellas fachadas. La puerta del reloj tenía algo en particular: elementos neoclásicos que combinaban contrastantemente con el resto del estilo gótico del templo. Y lo más encantador era su ubicación que daba a un callejón, reservando su acceso sólo a los más exploradores que, como nosotros, llegaban por azar a tan agraciado pórtico

    Sólo al rodear la capilla contigua en forma de U dimos con su fachada frontal, ubicada justo en la Plaza del Ayuntamiento.
    Empezaba a comprender que el antiguo Imperio español no siempre siguió la misma corriente arquitectónica en la traza urbana de sus ciudades, misma que los centros históricos de las ciudades mexicanas y latinas me hacían creer por su invariable similitud:
    Toda plaza de armas (o zócalo, como se le llama en México) cuenta con un parque cuadrado o rectangular central adornado por un kiosco en su núcleo, orillado siempre por el ayuntamiento y la catedral. Y en el caso de las capitales, el palacio de gobierno. Así, el resto de las cuadras contiguas se trazaban siguiendo el mismo patrón, lo que hace de la mayoría de los centros históricos en México planos simétricos y lineales.
    Pero las ciudades que había podido visitar hasta ahora en España funcionaban de forma diferente, con calles irregulares que formaban un laberinto curvilíneo en toda su extensión Y sobre todo, con dos tipos de plazuelas que podrían llamarse centrales: la Plaza del Ayuntamiento y la Plaza Mayor, que antiguamente se destinaba a instalar los mercados locales.

    Por ello, me era extraño toparme con plazas públicas frente a una catedral que no estuvieran atestadas por vendedores ambulantes y comercios batallando por abordar al mejor cliente. Al contrario, me hallaba bajo una tranquila y plácida arboleda disfrutando del cálido día… y sobre todo, admirando a la Dives Toletana 

    La cara frontal de la iglesia dejaba ver una impecable obra maestra del gótico de finales del Medievo, con una puerta de arco en punta y saturados detalles que me recordaban al mudéjar, el arte que yo apodaba el árabe-español 
    Pero sin duda alguna lo que más resaltaba ante los ojos de cualquiera era la imponente torre del campanario de casi 100 metros de altura

    Sus columnas puntiagudas me traían a la mente a la catedral de Segovia, de la que había sido testigo apenas unos días atrás. Pero ésta, ésta marcaba su identidad por cada una de sus partes, sin tener que competir por título alguno.

    Decidimos acercarnos a la puerta sur de la iglesia para recibir informes sobre el acceso a los visitantes. Pero nuevamente el turismo español me decepcionaba: sólo era posible pagando una cuota de 8 euros por persona
    El hecho de que se cobrara por entrar a un templo que sigue siendo sede de una importante archidiócesis era algo simplemente inconcebible  (aún cuando yo no sea católico). Pero mi experiencia me enseñaría a colarme a las iglesias españolas sin tener que pagar un centavo ? lamentablemente en Toledo no había reforzado mis destrezas lo suficiente y pasé de la catedral para seguir conociendo la ciudad.
    Apenas dos cuadras al oeste llegamos a una más de las múltiples iglesias de Toledo, la parroquia jesuita de San Ildefonso. No parecía tener nada especial de lo que el resto careciera, pero algo nos llamó a su interior: su ubicación perfectamente alta
    Por una mínima cantidad (mucho más baja que la de la catedral) accedimos a la iglesia, que entonces se encontraba completamente vacía.
    Escudriñándonos por las puertas a los lados del retablo, subimos las escaleras y encontramos el camino por nosotros mismos, hasta llegar al órgano de la capilla, donde otra escalera nos llamaba.

    Ignorando completamente si aquello estaba permitido o no, continuamos nuestro ascenso hasta lo más alto de uno de los campanarios. Y saltando un alambrado conseguimos la mejor vista que de Toledo pudimos pedir

    Aceptando nuestro temor en lo alto de aquella torre, miramos hacia abajo para admirar a la ciudad en toda su plenitud
    De oeste a este los techos de teja y el posterior paisaje de áridas colinas eran sumamente opacados por los dos mayores símbolos de Toledo: la torre de su catedral y el enorme Alcázar.

    La desigual figura de la localidad y sus calles se veían iluminadas por los vivaces rayos solares que me dieron el mejor retrato de la milenaria metrópoli.
    Cautelosos de ser avistados, Henar y yo abandonamos en silencio la torre y descendimos por el mismo recorrido hacia la capilla, dejándola atrás para recorrer los últimos reductos de Toledo.
    Como muchas de las villas medievales, Toledo estuvo amurallado durante varios siglos. Y como toda fortaleza, poseía varias puertas que permitían el control de entrada y salida de la ciudad.

    Algunas de las más famosas aún permanecen en pie, como la Puerta de Cambrón al oeste y la Puerta de Nueva Bisagra al norte. Aún así, la ciudad por sí sola se protegía de sus enemigos con una barrera natural que pocos podrían cruzar: el río Tajo.

    En la parte occidental llegamos al barrio de la Judería, anunciado por placas conmemorativas del antiguo vecindario.

    Tristemente, y como no es de sorprenderse, los judíos fueron expulsados de Toledo y toda España durante el reinado de los Reyes Católicos Los que permanecieron dentro de la Hispania tuvieron que bautizarse y convertirse al cristianismo, aunque muchos siguieron profesando su religión a escondidas, siendo así objeto de persecución y ejecución por parte de la Inquisición española 
    No obstante, hasta hoy se conservan algunas antiguas sinagogas, siendo la más conocida la Sinagoga del Tránsito, que a simple vista daría la ilusión de ser una mezquita por su incomparable arte mudéjar.

    El centro histórico de la ciudad de Toledo fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO hace 30 años, y cada pequeño rincón lo merece, no solamente por su belleza, sino por su amplia importancia histórica. No cabe duda de por qué Carlos I la convirtió en la capital de la Corte de Castilla y del naciente imperio español

    Y debo admitir que pudo sorprenderme mucho más que la nueva capital ibérica, a la que Henar y yo volvimos para preparar mi partida hacia la que sería mi nueva ciudad de residencia: Santiago de Compostela…
  9. AlexMexico
    El concepto que tenemos de una región del mundo siempre está asociada a los clichés y estereotipos que de ella nos hemos hecho a lo largo de nuestra vida. Aunque algunos más fuertes que otros, es poco probable que nuestra imaginación no genere un pequeño prejuicio.
    Hacía tres días que había entrado a Escocia, desde su ciudad más grande y poblada, Glasgow. Sin ponerlo en duda, Escocia es quizá uno de los rincones del mundo del que más estereotipos posee la gente. Vamos, que un hombre con falda a cuadros con una gaita y una botella de whisky parado frente a un castillo en las montañas junto a un lago es algo que vendría a la mente de muchos.
    Pues bien, hasta entonces nada de eso se había aparecido frente a mí. Pero cambiaría al dirigirme a Edimburgo, la capital escocesa de la que tantas recomendaciones había recibido.
    Mi amiga Liane, con la que pasé varios meses en Francia, era oriunda de Glasgow. Pero varios años vivió en Edimburgo con su hermana gemela, Mairi, quien todavía vivía y estudiaba allí.
    No divagó entonces en sugerirme que mi viaje por el Reino Unido terminase allí, en las calles donde Dany Boyle ambientó la emblemática Trainspotting en los años 90s.
    Tomé entonces un autobús hasta la estación central de la ciudad, desde donde me dirigí a un apartamento en los suburbios al oeste de la ciudad, donde Krystof sería el couchsurfer que me hospedaría por dos noches.
    Ya que aquel día debía trabajar, tuve que dejar pronto su apartamento y volví al centro de Edimburgo. Y con unas horas de sobra antes de encontrarme con Mairi, recorrí por mi cuenta las calles para darme una primera impresión.
    El autobús me dejó en la llamada Ciudad nueva. Aunque claro que su construcción no es reciente al ser parte del centro histórico, lo es en comparación de la Ciudad vieja, ubicada justo del otro lado.

    El centro de la ciudad está dividido en dos por una franja de tierra sumergida que solía ser un pantano, y donde hoy se posa la estación central. Desde su lado norte, el fondo del paisaje muestra una primera conocida postal de la urbe, la Ciudad Vieja con Arthur’s seat en el fondo, la colina más famosa.

    Esta zona es considerada una obra maestra en la planeación urbanística. Culminada en 1800, uno de sus mayores íconos es la Bute House, ubicada en Charlotte Square y diseñada por el arquitecto Robert Adam. Es hoy la residencia oficial del Ministro principal de Escocia.

    El edificio neoclásico es también muestra y orgullo de Escocia, que se mantiene todavía con un ferviente sentimiento independentista dentro del Reino Unido.
    Si bien el ministro principal cumple las funciones del gobernador de una provincia o territorio (por debajo del primer ministro del Reino Unido) Escocia cuenta también con un parlamento propio, que también se ubica en Edimburgo.
    Así, desde los años 90s que fue formado, Escocia recuperó un poco de autonomía dentro del Reino del que forma parte actualmente y desde el año 1707, cuando se unió a Inglaterra.
    Al lado de la mansión, otra increíble construcción neoclásica apareció frente a mí. el hotel Balmoral, que se ha convertido en otro ícono de Edimburgo.

    Aunque para ese punto ya me había acostumbrado a que cada ciudad británica se jactara de ser el sitio donde J. K. Rowling vivió, escribió, se inspiró, etcétera, está probado que el hotel Balmoral es el lugar donde la autora terminó de escribir la saga de Harry Potter. De hecho, la habitación donde se hospedó es hoy una de las master suites, por la que habría que pagar cerca de mil libras esterlinas por noche.

    Desde el Balmoral crucé el north bridge, el puente que une al noreste ambos lados de la depresión geográfica y me adentré a la Ciudad Vieja.

    Con lo bien conservados que están los edificios del old town de Edimburgo era difícil creer que datara de la Edad Media, aunque después me enteraría que muchas construcciones fueron restauradas luego del incendio del 2002.

    Aunque las mismas cabinas telefónicas de un vivo rojo que son símbolo de Londres se encuentran en las calles del viejo Edimburgo, sus casas y calles empedradas me hacían sentir en un sitio muy diferente. Ahora me sentía en la verdadera Escocia.

    En una esquina de aquel mágico casco viejo me encontré con Mairi, quien había salido ya de clases y me invitó a pasar la tarde libre con ella.

    Mi amiga Liane había terminado su licenciatura y ahora pretendía vivir en Lyon, donde nos conocimos, para seguir dando clases de inglés. Mientras, su gemela Mairi, todavía enamorada de Edimburgo, decidió quedarse y estudiar un doctorado.

    Como parecía que una vez más había arrastrado el sol conmigo, Mairi quiso llevarme al mejor mirador de la ciudad antes de que las nubes ocultaran la ciudad, como me dijo, es costumbre que suceda cada tarde.
    Caminamos entonces hacia el parque de Holyrood, un parque real ubicado justo al lado este del centro histórico, y que representa la principal área verde de la ciudad.

    El parque se compone de colinas, lagos, cañadas y riscos de basalto que ejemplifican a la perfección el paisaje típico de los highlands de Escocia.

    El país se divide en dos zonas geográficas, las tierras bajas al sur (lowlands) y las tierras altas en el norte (highlands). Ambas se caracterizan por ser zonas de origen volcánico. Pero las highlands dejan mucho más al descubierto los tapones de basalto, y es en una de esas regiones talladas durante la última era glaciar donde se posa Edimburgo.
    El más famoso de los riscos es Arthur’s seat, o la silla de Arturo, que al elevarse 250 metros es el punto más alto de Edimburgo.

    Arthur’s seat es fácilmente accesible desde casi todos sus puntos, y fue hasta su cima a donde Mairi me invitó a subir. 

    La vista que se tiene desde lo alto es, sin duda, la mejor de la ciudad. Al este, puede verse el puerto de Leith, un suburbio donde Danny Boyle situó la vivienda de los personajes de Trainspotting.

    Al norte, la colina Halton, que sirve como Acrópolis de la ciudad y que le otorga su merecido apodo de ‘la Atenas del norte’.

    Y al oeste la Ciudad vieja dominada por el Castillo de Edimburgo, a donde más tarde caminaríamos.

    Arthur’s seat me dio un primer y estereotípico acercamiento a los paisajes de Escocia y su accidentada geografía. Ahora era tiempo de volver a sus caminos urbanos y perderme en sus calles empedradas.

    El trazo urbanístico del casco antiguo se lo dio precisamente la geografía al propio Edimburgo. La ciudad se construyó en la cola de una peña volcánica, que es donde se construyó la fortaleza que poco a poco se convirtió en un castillo. 

    Esa franja es bastante pequeña, por lo que en pocos años el aglutinamiento de personas fue muy grande, llegando a albergar 80 mil personas en algún momento, solo en aquel pequeño pedazo de tierra.

    De hecho, la Ciudad vieja de Edimburgo es una de la que posee edificios más altos en toda Europa. Y eso sucedió porque desde el medievo la urbe fue rodeada con una muralla. Por consiguiente, y como era obvio, la mayoría de la gente se negó a vivir fuera de la fortaleza, y eso llevó a que a los edificios se les colocara cada vez más pisos encima.

    El propio nombre de la ciudad posee aquella etimología. La palabra burgo era usada en la Edad Media para designar a las urbes que nacían alrededor de un castillo. En las lenguas germanas, el sufijo burgh se usó para nombrar a muchas de estas ciudades. Es el caso de Rotemburgo, Salzburgo, Hamburgo, Estrasburgo y, en este caso, Edimburgo (Edinburgh).

    Mairi quiso que nos detuviéramos en uno de los nuevos mercados para tomar una buena cerveza escocesa y disfrutar parte del partido de Galway contra Dublin, de la liga irlandesa.

    Luego del reposo, volvimos a cruzar el north bridge para pasar a la Ciudad Nueva. Ambas, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1995.
    No hay mejor vista de la Ciudad Vieja que desde el costado de la Ciudad Nueva, que por cierto, fue mandada a construir en el siglo XVIII por la necesidad de espacio para el creciente número de residentes.

    Uno de los mayores símbolos de la Ciudad Nueva es el monumento a Walter Scott, uno de los autores románticos escoceses más conocidos.

    El color de la piedra del monumento gótico se perdió durante los años de la Revolución industrial, época en la que Edimburgo era conocida como “la ciudad humeante”, por la enorme contaminación, lo que dio a muchos de sus edificios su color negruzco actual.

    Desde aquel lado de los jardines centrales, llamados Princess Street Gardens, se tiene una hermosa vista de uno de los más bellos edificios de la Ciudad Vieja: la sede del Banco de Escocia.

    Fundado en el siglo XVII, es el banco más antiguo que sigue en funcionamiento en el Reino Unido, y fue el primer banco europeo en imprimir su propio papel moneda. A decir verdad, el edificio que alberga sus oficinas centrales parece un verdadero palacio.

    De repente, paseando por los jardines apareció una pareja de novios, que posaban para la sesión de fotos de su cercana boda.

    Honestamente, no hubo nada más bello en mi visita a Edimburgo que ver a una hermosa novia pelirroja en su vestido blanco y a su guapo prometido usando el tradicional Kilt, la famosa “falda escocesa”.
    A diferencia de lo que muchos creen, el Kilt fue inventado por un inglés, y se incorporó a la identidad de las highlands de Escocia luego de su unión con Inglaterra en el siglo XVIII. Actualmente, los hombres la usan solo en las ocasiones más importantes, como en bautizos, fiestas, convenciones y, claro, el día de su boda.

    Ver a un escocés en su falda a cuadros besar a su prometida en una verde colina frente al castillo de Edimburgo fue el mayor cliché que pude esperar de Escocia. Sólo falta un whisky —me dijo Mairi—. Y es así como fuimos a un bar cercano por una copa de un buen scotch.
    Luego de ello, las colinas y las zigzagueantes calles de la Zona Vieja nos llevaron cada vez más arriba, hacia la peña del castillo.

    Mientras parte de la ciudad se encuentra en los túneles del subterráneo, es por supuesto la colina del castillo la que domina la metrópoli entera.

    El castillo fue construido en el siglo XII, y fue a partir de su construcción que surgió la ciudad misma de Edimburgo a sus pies.

    Como parte de una fortaleza que pretendía defender las tierras bajas de Escocia de los reinos del sur (sobre todo de Inglaterra), se usó casi siempre con fines militares, y nunca como la residencia del monarca escocés.

    Hoy, el castillo se usa con fines civiles y está abierto al turismo. Pero con un alto precio de entrada, decidí pasarlo por alto y seguir disfrutando la tardea al aire libre junto a Mairi.

    Me llevó luego a los pies de la catedral de Saint Giles, un templo medieval que pertenece ahora a la Iglesia de Escocia, y es considerada la madre de la iglesia presbiteriana.

    Muchos de los edificios de la Ciudad Vieja pertenecen también a la época de la reforma protestante, de la que Escocia formó un fuerte movimiento y le ha dado parte de su identidad actual.
    La calle que une el castillo y la catedral forma parte de la Royal Mile, cuatro calles que forman las principales arterias del centro, y que son hoy líneas importantes de turismo en Edimburgo.

    Desde las famosas cabinas telefónicas rojas instaladas por la Corona británica en todo el Reino Unido hasta hombres tocando la célebre gaita y espectáculos callejeros locales.

    Mairi me llevó después a los jardines de Greyfriars, una famosa iglesia de Edimburgo cuyo patio exterior resulta ser también un panteón.

    El cementerio resguarda las reliquias de algunos personajes famosos de la ciudad y miembros de la iglesia. Una vez más, Escocia me demostraba que los panteones europeos no son un sitio de temor, sino de esparcimiento y paseo.

    Fuera de la iglesia y sus jardines se encuentra The elephant house, uno de los tantos lugares en el Reino Unido que presumen ser el sitio de nacimiento de Harry Potter.

    Es bien sabido que J. K. Rowling vivió en Edimburgo y solía visitar los pubs y cafés alrededor de la universidad para poder inspirarse y escribir. Pues bien, The elephant house es uno de esos tantos, aunque no puede ponerse en duda que es hoy el más visitado de la ciudad, debido a la leyenda que se formó tras la autora.
    Aún así, no pensaba esperar varios minutos aguardando una silla y un café de dos libras, y preferimos seguir de largo.
    Cuando la noche comenzó a caer y con ella la llovizna se avecinaba, Mairi se despidió de mí. Debía volver a su apartamento y continuar escribiendo su tesis. Mientras yo, pasé por algo para la cena y regresé a la casa de Krystof, para alejarme de la lluvia y saciar mi apetito.
    Al otro día el clima no me había sonreído tanto como el anterior. Fue cuando me mandó un mensaje Adrien. Nos habíamos conocido en Lyon y ahora estaba de visita también en Edimburgo.
    Originario de Ohio, tenía planes para mudarse con su novia alemana a Bohn. Y como su primera vez en Europa, no dudó en pasar algunos momentos recorriendo la ciudad conmigo.
    Subimos a Arthur’s seat para comer un bocadillo y luego nos dirigimos a Calton, otra de las colinas que dominan la ciudad.

    Calton Hill y el castillo es quienes le dan el apodo de Edimburgo como ‘la Atenas del Norte’. Y es que no es normal encontrar en el norte de Europa ciudades que hayan surgido a partir de una acrópolis en lo alto de un cerro, como suele ser común en el sur del continente.

    Es algo extraño llegar a Calton Hill y toparse con monumentos griegos. La realidad es que ningún griego pisó estas tierras, y se trata simplemente de un monumento neoclásico que conmemora a los caídos en las guerras napoleónicas.

    Pero la colina es también un increíble mirador de Edimburgo, con la Ciudad Nueva a la derecha y la Ciudad Vieja a la izquierda.

    Pocos minutos pasaron para que la lluvia empezara a amenazar nuestra tarde. Adrien decidió entonces que sería buena idea terminar nuestra visita en Galería Nacional de Escocia, un museo de arte situado en los Princess Street Gardens.

    Inaugurada en 1859, expone obras que abarcan desde el Renacimiento hasta el impresionismo de las vanguardias del siglo XIX.

    Los artistas presentes van desde Tiziano y Rafael hasta el español Velázquez, que se hace presente con su obra Vieja friendo huevos.

    Así, Edimburgo nos demostró que Escocia nunca se mantuvo tan alejado del arte y del poder de las potencias en Europa como muchos creían.
    Su galería de arte, su castillo, su casco antiguo medieval pero, sobre todo, sus verdes y montañosos paisajes, me demostraron por qué Edimburgo es la ciudad favorita de los escoceses por excelencia.

    Edimburgo fue una excelente manera de terminar mi viaje por el Reino Unido y por Europa del norte. Al siguiente día, me embarcaría de vuelta a París, para pasar mis últimos días en Francia antes de volver a México, luego de nueve meses trabajando y viajando en el viejo continente.
    Finalizar un viaje nunca es tarea fácil. Pero siempre puede más el poderoso deseo y la seguridad de que otra larga aventura se avecina en un futuro cercano.
    Y con un diario lleno de historias y una mente llena de recuerdos, volví a México, dispuesto a preparar mi próxima travesía por el mundo.
  10. AlexMexico
    La mejor manera de lidiar con el frío en Europa tenía una sola respuesta para mí: viajar.
    Las temperaturas no dejaban de descender recién comenzado el 2017, y si bien el invierno no es mi temporada favorita para viajar, no me quedaba más remedio para escapar un poco de mi rutina en Lyon.
    Así pasé un fin de semana en Toulouse, la ciudad rosa de Francia, que me regaló tardes soleadas en bicicleta por sus calles adoquinadas y fachadas de rojizos ladrillos, junto con mi amigo Benjamín, a quien había conocido en México.
    Pero antes de volver a Lyon, era imperativo hacer una escala a 100 kilómetros al este de Toulouse, en un pequeño pueblo de Occitania que creí que difícilmente me enamoraría más de lo que Toulouse había ya hecho.
    Aquel lunes, cuando todos los franceses volvían a su rutina normal de trabajo, yo había logrado pasar mi clase para el siguiente viernes. Con un día libre más, cogí el primer tren matutino hacia Carcassonne, y di las gracias a Benjamín por haberme hospedado por dos confortables noches.
    La estación central de Carcassonne era bastante pequeña, lo que me daba a entender la minúscula magnitud del pueblo, del que poco había leído en el pasado.
    Antes de salir y enfrentarme a la fría mañana exterior, tomé mi ya rutinario croissant con un café y un jugo de naranja, lo que se había vuelto mi típico desayuno francés.
    A solo unos pasos de la estación, el Canal du Midi volvió a aparecer frente a mí.

    Aunque poco sorprendente para los ojos de un hombre contemporáneo, el Canal du Midi fue la obra de ingeniería más revolucionaria del siglo XVII, ya que logró conectar por vía fluvial al océano Atlántico con el mar Mediterráneo.
    Las embarcaciones fueron el principal transporte en el mundo hasta la llegada del ferrocarril en el siglo XVIII, y aunque el Canal du Midi no se compara con la magnificencia del Canal de Suez o el Canal de Panamá, fue el precursor de estos, y por ello es hoy una atracción turística declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.

    Aunque el Canal du Midi y sus esclusas me regalaban el reflejo de un hermoso cielo azul, no era aquello lo que me dejaría atónito aquella mañana, y con certeza no era lo que me había llevado hasta los rincones de ese pueblo del sur francés.
    Atravesé el centro de la ciudad baja, lleno de tiendas y comercios que apenas comenzaban a abrir sus puertas al público. En un sitio como aquel, un lunes por la mañana no tenía en absoluto la misma oscilante actividad que en el resto de las ciudades modernas.
    Al sur del centro de Carcassonne, un puente me atravesó al otro lado del río Aude, cuyo territorio conserva aún las casas medievales en la que solían vivir los habitantes de la ciudad.

    Hoy la mayoría son comercios dedicados al turismo. Restaurantes, posadas, tiendas de artesanías y souvenirs. Aunque poco se oye hablar de ella fuera de Francia, Carcassonne representa uno de los centros turísticos más visitados del país galo.
    La vista encima de la ciudad vieja me hizo ver el porqué. En lo alto de la colina adyacente, una enorme ciudadela con torres de castillo se posa todavía como si el tiempo se hubiera detenido, congelado diez siglos atrás.

    La ciudad histórica fortificada de Carcassonne es la ciudad medieval mejor conservada de Europa, y con mérito le ha hecho merecer el título de monumento histórico por el Estado francés y el de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
    Para llegar a la ciudadela debí rodearla por algún tramo, a lo largo de una de las calles de la ciudad baja, hasta llegar a un jardín que antiguamente funcionaba como el cementerio de la villa, ubicado fuera de sus muros.

    La cara oriental de la ciudadela me dio la bienvenida con la Puerta de Narbona, la que fuera su principal entrada, donde una placa de la UNESCO informa a los visitantes que están a punto de ingresar a uno de los recintos arquitectónicos de mayor importancia de la Europa actual.

    Hasta aquel entonces, la lista de castillos que había ya visitado en Europa había crecido bastante. El castillo de Peñafiel, el alcázar de Segovia y el castillo de Neuschwanstein en Baviera me habían dejado boquiabierto.
    No era una tarea difícil, pensando que un chico mexicano no tiene la oportunidad de visitar verdaderos castillos en América, a excepción del castillo de Chapultepec en la Ciudad de México.
    Pero Carcassonne parecía ser algo diferente. Algo sencillamente monumental. No se trataba de un castillo. Se trataba de una ciudadela, de una ciudad medieval entera que me adentraría en carne propia a la antigua vida de los burgos.

    Para ello había que entender varias cosas primeramente. Carcassonne no había sido fundada durante el medievo. Es una ciudad que se remontaba a tribus celtas que habitaron la zona antes de que los romanos la tomaran como parte de la Galia, la provincia romana que abarcaba lo que hoy es Francia (donde vivían los galos, algo así como Asterix y Obelix).
    Fueron los romanos quienes comenzaron la fortificación de la ciudad, ante el peligro de las invasiones bárbaras. Los bárbaros eran aquellos pueblos del norte y centro de Europa, ante los que el Imperio Romano de Occidente sucumbio finalmente en el siglo V.

    Así fue como los visigodos tomaron Carcassonne y la incluyeron dentro de su reino, que abarcaba gran parte de la península ibérica y la mitad de la Francia actual.
    Los visigodos continuaron con la fortificación de la ciudad, haciéndola un mecanismo de defensa de la frontera norte de su reino. Aunque ello no impidió que la ciudad fuera invadida por los musulmanes cuando estos incursionaron en la península ibérica en el año 711.
    No obstante, el gusto le duró a los árabes hasta el año 752, cuando Carcassonne fue tomada por el ejército de los francos. Es desde entonces que Carcassonne quedó ligada de por vida a Francia.
    La Edad Media que todos tenemos en la mente, aquella con reyes, caballeros, castillos y calabozos, se sucedió más bien en la Baja Edad Media, entre los siglos XI y XV. Fue el auge del feudalismo en Europa.
    Si bien el feudalismo fue el modelo económico que suplantó al esclavismo de la Edad Antigua en toda Europa, tuvo su mayor apogeo en la Europa Occidental, entre los ríos Rin y Loira, específicamente en el Sacro Imperio Romano Germánico y el reino de los francos.
    Carcassonne fue así una pieza clave en la Francia medieval, ya que se encontraba en la frontera sur que separaba a toda la Europa cristiana del mundo islámico, que para entonces se extendía por casi toda España.
    El Imperio de Carlomagno (del que surgieron el Reino de Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico) había heredado los títulos de nobleza con los que el poder de los estados se descentralizaría y daría pie a la época feudal. Marqueses, duques, condes, vizcondes, todos subordinados al rey, pero quienes tomarían el poder de sus propias tierras y darían comienzo a la Edad Media que todos conocemos.
    Carcassonne fue así elevada a la categoría de Condado, por lo que necesitaba un castillo condal.

    En la zona oeste de la ciudadela, tras caminar unas cuantas calles curvilíneas, me encontré con la entrada al castillo condal. Un castillo dentro de otro castillo.

    Dentro de la misma ciudadela, el castillo se construyó con una fosa a su alrededor, para proteger doblemente al conde y a la familia condal de posibles agresores.

    Un puente comunica con el patio principal, que se rodea de edificios que datan entre los siglos XII y XVIII.

    El castillo condal era por supuesto la residencia del conde, que ostentaba el título con mayor peso en la ciudad.
    Aunque el rey era la mayor condecoración en la Francia medieval (que sólo podía ser otorgada por herencia familiar o por el Papa, es decir, por Dios), el poder del rey estaba limitado. El rey elegía a sus nobles y les otorgaba un pedazo de tierra (el feudo), ante el cual los nobles tenían el poder absoluto.
    El noble a su vez elegía a sus vasallos (caballeros, hidalgos), que podían vivir dentro de las murallas de la ciudadela (el burgo) a cambio de prestar protección y servicio militar al señor feudal. Los miembros más ricos del pueblo, como los banqueros y algunos comerciantes, vivían también dentro del burgo. Ellos conformarían más tarde la clase burguesa.
    Así mismo, el pueblo llano pertenecía al feudo del noble, pero vivía fuera de los muros de la ciudadela. Campesinos, artesanos, ganaderos. Eran hombres libres ante la ley, pero no podían cambiar de feudo ni de estrato social. Aunque toda situación de desprivilegio se compensaba con la gloria del cielo cristiano.
    Era así como funcionaba la típica sociedad medieval feudal. Una sociedad basada en la agricultura, el autoconsumo, la vida rural y las guerras entre los caballeros de cada feudo.
    Podemos entonces imaginar que Carcassonne era solo un condado más del Reino de Francia. Un condado que parece haberse congelado en el tiempo. Pero así como aquel, cientos de condados, marquesados, ducados y señoríos se extendían por toda Europa durante los años que muchos apodan ahora el oscurantismo.
    Desde el castillo condal las escaleras de unas de sus nueve torres me llevaron hasta lo alto de las murallas.

    Muchas de aquellas torres habían sido ya construidas por los visigodos como mecanismos de defensa. Y cabe mencionar, que la ciudadela entera fue restaurada en el siglo XIX, después de décadas en el olvido por parte del gobierno francés.

    Así pude yo disfrutar de una caminata en el pasado. Un paseo solitario que parecía haberme llevado a uno de los más grandiosos sueños de mi infancia.

    Desde la muralla se tenía una vista de 360 grados de Carcassonne, lo que incluía el interior y el exterior de la ciudadela.

    En el sur de la misma, pude avistar por primera vez la Basílica de Saint-Nazaire, el principal templo católico de la ciudad y un elemento imprescindible en toda urbe medieval de Europa, que para entonces ya se había convertido en su totalidad en cristiana.

    Fue posible ver también las fachadas de teja de las pequeñas casas que se yerguen todavía en la ciudadela, donde vivía la baja nobleza y los burgueses en su época. Y es que es así, si hubiéramos vivido en la Edad Media, debíamos haber tenido mucha suerte para vivir dentro de uno de estos burgos, pues solo si se nacía en una familia noble o burguesa era posible una morada junto al señor feudal. Las mayores posibilidades apuntaban a nacer en una familia del pueblo pobre, que vivía fuera de la ciudad.

    Y aunque las vistas de la ciudad baja actual de Carcassonne (aquella fuera de la ciudadela) son hoy en día un deleite arquitectónico y paisajístico, siglos atrás sus calles se atestaban de ratas, enfermedades, suciedad e inmundicia.

    Las murallas de Carcassonne son en muchos aspectos un hito arquitectónico todavía vigente en el mundo. A decir verdad, es una ciudad doblemente amurallada, así que penetrar a su interior no era una tarea fácil para ningún ejército de caballeros.
    La primera muralla fue construida durante la época galorromana, de la que datan las torres con forma de herradura, un elemento típico de la que se conservan aún 17 en todo el perímetro.
    El resto de las torres y el segundo muro fueron construidos en la Edad Media, incorporando la forma cilíndrica icónica del medievo con techos en forma de cono.

    La postal de la Torre del Homenaje del castillo condal con la ciudad baja a sus pies fue simplemente magnífica, sumado a la perfecta elección de haber visitado la ciudadela un lunes de enero, en el que casi ningún turista se aparecía por aquellos rumbos.

    Carcassonne parecía también haber sido emplazada en uno de los más bellos puntos geográficos del sur francés, rodeada de verdes y fértiles llanuras y colinas bajas que delineaban un perfecto y nublado horizonte.

    Las líneas naturales de la muralla me llevaron a la punta sur de la ciudadela, hasta el Teatro Jean Deschamps, con forma de anfiteatro romano.

    Si bien durante los siglos de la Edad Media la cultura de la Edad Antigua quedó en el olvido, los reinos medievales europeos heredaron algunos elementos grecolatinos que permanecerían en la cultura occidental hasta la actualidad, como el Derecho romano, el cristianismo y las tragicomedias teatrales.
    Y como viva muestra de lo importante que era el cristianismo para los feudos medievales, la Basílica de Saint-Nazaire apareció justo frente al teatro, que se sigue ocupando hoy para espectáculos al aire libre.

    La basílica es un templo románico que más tarde incorporó algunos elementos góticos, tanto en su fachada como en su interior.

    Aunque gracias a su bella basílica, Carcassonne pareciera ser otra típica ciudad cristiana que obedecía las órdenes del papa en Roma durante el medievo, fue cuna de uno de los sucesos más drásticos en la historia del catolicismo.
    En el siglo XII un nuevo movimiento religioso llegó al oeste de Europa, estableciendo sus bases en el sur de Francia: el catarismo.
    Ni el papa, ni el rey de Francia, imaginaron que el catarismo se fuese a extender con tanta velocidad por aquella zona. Así que para frenar su expansión, el papa organizó, con el consentimiento del rey, la Cruzada albigense, con el objetivo de expulsar a los cátaros.
    Carcassonne no volvió a ser la misma, ya que su vizconde, así como muchos de sus subordinados, fueron acusados de herejía, y derrotados por la cruzada militar. La ciudad pasó a quedar en manos del rey de Francia.
    La persecución de los cátaros dio origen a la fundación de la Santa Inquisición, institución que nació primeramente en Francia y luego contó con el apoyo directo del papa.
    Aunque todos hemos escuchado un sinfín de historias sobre la Inquisición católica, la mayoría de ellas están mezcladas con mitos y realidades, como el número de muertes que provocó y el tipo de torturas que utilizó. Lo cierto es que la Inquisición dejó una clara huella en la iglesia católica, y Carcassonne fue parte del comienzo de aquella oscura época del cristianismo.
    Tras visitar la basílica volví en dirección al centro de la ciudadela, permitiéndome perderme en sus calles zigzagueantes que me dieron una idea de primera mano de cómo era la vida dentro de un verdadero burgo francés.

    Fachadas y calles de piedra, pozos de agua, letreros que dejaban saber el nombre de quién moraba dentro de cada una de sus casas.

    Sin el alumbrado público, algunos coches y mesas de sus restaurantes, Carcassonne podría pasar fácilmente por una recreación ficticia de película. No es de extrañarse que haya sido elegida como escenario para la filmación de varios largometrajes franceses que se suceden en épocas medievales.

    Fue en uno de aquellos acogedores y cálidos restaurantes donde me refugié algunos minutos del frío exterior y comí una cazuela de pato confitado, el platillo típico de Occitania, difícil de encontrar en otros lugares de Europa.

    Las callejuelas tortuosas y vacías de la ciudadela de Carcassonne fueron sin duda un exquisito viaje al pasado que me llevó a un sitio que sólo había experimentado antes en mi imaginación, quizá también en algún videojuego.

    Después de ella, difícilmente otra antigua ciudad europea me transportaría tan vivazmente a la misma época. Carcassonne había llenado cada uno de los muchos clichés que existen sobre las villas medievales, y me dejó en claro que saber poco es a veces lo mejor antes de viajar a un nuevo destino.
  11. AlexMexico
    El reto estaba ya asumido: mudarme a una ciudad de la que casi nada conocía, donde a nadie conocía, donde una vez más sería el nuevo de la clase, y en la que pretendería vivir con menos de 550 euros por mes.
    Mis primeras semanas en España habían pasado de forma lenta y asequible. El insistente apoyo que Henar y su familia me mostraban me facultó cómodos viajes por el centro de la península sin la más mínima preocupación, y por lo que les estaría eternamente agradecido
    No obstante, agosto había terminado, y se aproximaba la fecha del inicio del curso escolar, que en España se sitúa en los primeros días de septiembre. Y era precisamente ello lo que me había llevado hasta el Viejo Mundo, acompañado por una beca que me apadrinaría por el resto de mi estancia: un intercambio estudiantil en la Universidad de Santiago de Compostela.
    Hasta entonces, lo único que había escuchado sobre Galicia eran los absurdos chistes que en México hacen mofa de sus habitantes mismos que mi amigo Daniel (oriundo de La Coruña) había desmentido un año atrás, cuando nos hicimos buenos amigos en México
    Y fue en parte por él que decidí solicitar mi beca a la capital gallega, sabiendo que él vivía tan sólo 70 km al norte; aunque, para ser sincero, mi decisión prioritaria siempre fue Granada, la perla del sur español. Aceptémoslo, es una ciudad que a cualquiera tentaría pero de ella podré hablar en otra ocasión.
    De cualquier forma, el reto a lo desconocido es algo que siempre nos llevará a las mejores experiencias de nuestras vidas, y estaba seguro de que Santiago no sería la excepción
    Así, luego de dos semanas al lado de la acogedora familia madrileña, me despedí temporalmente de ellos para dar comienzo a mi nueva aventura, a 600 km al noroeste de la capital.
    Aunque ya había recibido varias recomendaciones para mis viajes en Europa, como aerolíneas lowcost y redes de car-sharing, decidí tomar un tren para disfrutar de un viaje más cómodo. Además, cargaba conmigo dos maletas, que por su transporte en un vuelo de bajo costo duplicaría el precio por el exceso de equipaje.
    De tal suerte que me aventuré en mi primer viaje en tren en Europa. Debo confesar que fue una experiencia sumamente palpitante Hacía ya tantos años que no viajaba en tren que ni siquiera recordaba cómo lucían los andenes, donde esperaba inocentemente a una ferromoza que demandara por mi ticket antes de abordar, y no una vez adentro como sucede comúnmente
    El chillar de los rieles al partir de los vagones; la mirada de un pasajero sentado cara a cara frente a uno; el paisaje libre de carreteras y automóviles circulando… me preguntaba entonces por qué en México había desaparecido uno de los servicios más cómodos y seguros de transporte mientras era testigo del evidente avance tecnológico ferroviario del que había perdido toda pista por casi 20 años.
    Pero, inevitablemente, algo más revoloteaba por mi cabeza. Poco más de un mes atrás, un terrible suceso había mantenido de luto a la ciudad de Santiago de Compostela: un tren se había descarrilado antes de llegar a la estación y múltiples personas habían muerto en el accidente  entre ellos, una estudiante mexicana (de la misma provincia que yo) que realizaba su intercambio en dicha ciudad.
    Las posibilidades de que sucediera lo mismo, en el tren en el que viajaba, en la misma estación, eran para mí demasiado reducidas. Además, es justo después del accidente cuando la seguridad se había reforzado al máximo, al grado de que mi tren viajaba a velocidades sumamente lentas, para evitar cualquier tipo de catástrofes. Sin embargo, no pude evitar aquel pequeño sobresalto al pasar por las mismas vías donde semanas atrás había tenido lugar tal siniestro...
    El paisaje se había transformado, desde las planicies áridas de Castilla hasta las verdes colinas del norte. Y seis horas después de mi excitante travesía por las vías, fue la hora de encontrarme con mi nuevo hogar.

    Sólo había una persona a quien yo conocía verdaderamente en la ciudad, y esa era Alemara, la otra estudiante de mi universidad que haría su intercambio en Santiago. Fue gracias a ella que me introduje meses atrás en una red social que cambiaría mi modo de vida (y de viajes) y de la que ya he hablado anteriormente: Couchsurfing. En pocas palabras, es una página web para alojar viajeros en nuestra casa, o bien, para buscar alojo (un couch) en cualquier parte del mundo.

    Alemara y yo
    Llevaba ya 4 meses inscrito, y hasta entonces había alojado a unos 6 viajeros en casa (en México, claro está). Con tales referencias, decidí apoyarme en la plataforma para pedir consejos sobre los precios de los pisos (apartamentos) en la Universidad de Santiago y sus alrededores, ya que una habitación en la residencia universitaria ascendía a 260 euros mensuales
    Fue así como contacté con Severino y Wanderley, una pareja gallego-brasileña de chicos muy majos* que me ofrecieron en renta el cuarto de su piso que normalmente destinaban a los couchsurfers. Por 120 euros al mes, no pude resistirme
    *Palabra que designa a alguien chido, chévere.
    Ambos me recogieron en la estación, siendo ese nuestro primer encuentro en persona. Lo sé, si piensan que estoy loco por haber hecho un trato de tal naturaleza por una red como Couchsurfing, quizá, lo estoy. Pero fue mi mejor opción por algún tiempo, hasta encontrar algo mejor
    La ciudad de Santiago lucía bastante más verde que las villas del centro del país. Además, el verano todavía no terminaba y prontamente pude sentir que el calor no era algo por lo que Galicia se caracterizaba

    El cielo se tupía con un gris uniforme. Ya había sido advertido varias veces sobre el microclima de Santiago: lluvias constantes entre niebla y espesas nubes. Pero parecía todo muy agradable. El calor era lo que menos buscaba en España y Europa, al menos no por las próximas semanas
    Arribamos al piso. Segunda planta, amplio, bien distribuido, con dos habitaciones y un estudio, una sala comedor, una cocina, un baño, un aseo (baño sin ducha) y un balcón lleno de huertos y macetas. La vista parecía agradable, un barrio tranquilo que tenía la pinta de un vecindario familiar.
    Ambos me invitaron a ponerme cómodo, a lo que acaté sus órdenes y me instalé en mi nueva habitación. Disfrutamos juntos de una buena cena horneada al estilo gallego-brasileño de Wanderley, quien había abandonado su natal Sao Paulo para asentarse en Santiago por tiempo indefinido.
    Concilié el sueño de una forma extraordinaria mi primera noche, bastante fría comprada con las veladas en Madrid. Sin hacerme de muchas expectativas, aguardé tranquilo por el siguiente día, en el que conocería parte de mi nueva vida universitaria.
    Convenientemente mi facultad estaba a menos de un kilómetro de distancia desde mi nuevo piso, cruzando apenas tres calles y algunos edificios habitacionales.
    Como no era de extrañarse, la Facultad de Comunicación se ubicaba en el campus norte, el más alejado de la zona universitaria. Pero el área circundante parecía bastante agradable, con extensas áreas verdes a su alrededor.

    Y pronto descubrí que aquel blancuzco y frío edificio había sido merecedor de un premio de arquitectura… y al entrar en él pude rápidamente percibir su singularidad.

    Escaleras en diagonal, sótanos que parecían laberintos, plantas en diferentes niveles de alineación... una estructura que me hizo difícil hallar las aulas de clase y el auditorio central

    El no haberme topado con ningún otro estudiante de intercambio en primera instancia era algo bizarro para mi primer día, pues había sido dicho que tal Universidad era altamente demandada por los Erasmus. Y de aquí en adelante surge el resto de mi relato:
    Cuando vivía en la Ciudad de México acudí a un congreso de posgrados en Europa, donde un conferencista nos habló sobre el sistema Erasmus.
    Se trata de un programa de movilidad en universidades europeas, para estudiantes europeos y financiado por la Unión Europea. Así, en toda Europa ser intercambista es sinónimo de ser un Erasmus, sin importar de dónde vengas. Por supuesto, ser Erasmus también es sinónimo de fiesta, locura y, sobre todo, de viajes
    Pero no debía impacientarme, pues esa misma tarde se me había invitado por parte de la coordinación académica a una bienvenida a los estudiantes extranjeros en la Facultad de Historia.
    Así, mis dos nuevos roomies me condujeron hasta el centro de Santiago, que a simple vista parecía cumplir todo lo esperado. Una vieja ciudad medieval con aires completamente cristianos, repleto de capillas y monasterios de piedra de estilo gótico y barroco.

    Una larga avenida nos llevó hasta el famoso Monasterio de San Francisco, donde el principal corredor turístico da comienzo.

    Monasterio de San Francisco
    Una calle adoquinada orillada por decenas de vendedores que sobre la acera persuadían a todo paseante a acercarse a sus boutiques de postres, artesanías y souvenirs.
    En esa misma calle se alzaba majestuosa la vieja facultad de medicina, denotando en sus paredes la antigüedad de la Universidad de Santiago, de más de 500 años de existencia, lo que la hace tan popular en España y en toda Europa

    A partir de allí empecé a percibir lo atestada que aquella pequeña villa se encontraba con los estudiantes universitarios. Cerca de 30,000 de los 150,000 habitantes son sólo estudiantes matriculados en su universidad
    Los aires juveniles contrastaban con una metrópoli de tal naturaleza, pero hermosa en todos sus rincones, o al menos los que había podido ver hasta entonces. Y el mejor de los rincones era sin duda la Plaza du Obradoiro, que metros adelante me recibió complacientemente.
    Santiago de Compostela básicamente existe gracias al entierro del apóstol Santiago en sus tierras. Tras su tumba, se construyó la totalidad de la zona vieja de la ciudad. Y esas reliquias se encuentran enclaustradas supuestamente en la hermosa e icónica Catedral de Santiago.

    La Plaza du Obradoiro es el corazón de toda la urbe, enmarcada por la Catedral en el este, el Palacio del Ayuntamiento en el oeste, el Hostal de los Reyes Católicos al norte y el Colegio de San Jerónimo al sur.

    Palacio del Ayuntamiento de Santiago
    Tanta vida y esplendor hacía falta admirarlo con mucho detenimiento, y poco a poco iría comprendiendo la vida e historia en la ciudad; por mientras, mi misión era hallar la Facultad de Historia
    Enclavada en la frontera del centro histórico, los miles de estudiantes que rodeaban el edificio anunciaron con bombo y platillo mi arribo a la facultad. Wanderley y Severino se despidieron de mí, dejándome solo en un mar de jóvenes políglotas que presumían cada uno su nacionalidad en sus pechos.
    Rápidamente los anfitriones se aproximaron para preguntarme por mi procedencia, y acto seguido pegaron la correspondiente bandera en mi suéter, misma que, quizá, una quinta parte de los presentes usaban
    Ahora no había duda que no era el único mexicano en la ciudad Y entre esa multitud multirracial apareció Alemara.
    Ella había llegado una semana antes, y tenía ya el placer de conocer a varios de los intercambistas, con los que rápidamente me introdujo. Entonces supe cuál sería el segundo grupo con mayor presencia en Santiago:
    Francesca, Giulia, Silvia, Corinna, Mariana, Claudio, Nicole, Valentina… era claro que los italianos serían la competencia con los mexicanos y los chinos para ver cuál sería el grupo más numeroso
    Si algún día se sienten deseosos de conocer gente sin ningún tipo de conflicto, no se acerquen a los clubes, bares o fiestas fancy. Acudan a una fiesta de intercambio.
    Cada diminuto centímetro por el que uno camina está ocupado por una o un estudiante deseoso de conocer a cualquiera en una ciudad y un país que no es el suyo. Así, me abría paso entre turcos, franceses, chinos, brasileños, italianos, gringos, argentinos, ingleses y españoles para acudir a cada uno de los stands publicitarios que no dudaban en regalarnos volantes para promocionar sus negocios en la ciudad. Fue así como conseguimos nuestro chip de telefonía móvil español de forma gratis
    La junta explicativa dio inicio en una de las aulas más grandes de la facultad, donde tal cantidad de gente apenas y se dio cabida. Los estudiantes anfitriones nos dieron la más cordial bienvenida, no sólo a la Universidad, sino a nuestra nueva y temporal vida

    Terminando la asamblea nos dieron un break para tomar algo cerca, y nos veríamos más tarde en la Plaza do Obradoiro.
    Rápidamente me integré al grupo de italianos que acompañaban a mi amiga Alemara, con los que tomé mi primer café en un pequeño bar tapero del centro. Debo confesar que Santiago no es la mejor ciudad para degustar las tapas españolas, pero más tarde descubriría las delicias gastronómicas que Galicia me ofrecía

    Llegada la hora, nos dirigimos todos a la Plaza do Obradoiro, donde frente a la catedral yacía el enorme grupo de estudiantes, que aguardaban ansiosos por ver la sorpresa que los anfitriones nos habían prometido.

    Bajando unas escaleras hacia el lado sur, de donde se tenía una impresionante vista del templo, nos aglutinaron frente a un restaurante gallego, para presenciar la preparación de una de las bebidas más antiguas de Galicia: la queimada.

    Se trata de una bebida de posibles orígenes medievales que según se utiliza como bebida curativa y de protección contra maleficios
    Es básicamente aguardiente y azúcar, con trozos de cáscara de cítricos, lo que la hace una bebida bastante dulce. Pero en su preparación está la magia.

    Sobre el líquido, que se vierte en una enorme cazuela de barro, se prende una llamada de fuego, que se alimenta del mismo alcohol.
    El sujeto del restaurante menaba con persistencia el cucharón, mientras todos veíamos atónitos la hipnotizante y viva llamarada.

    La escena se adornaba todavía más con un grupo de músicos de gaita gallega. Sí, la misma gaita que ha hecho tan famosos a los escoceses la encontramos ahí mismo, en la capital de Galicia

    Y es que algo que no muchos saben, es que se cree que los mismos celtas que se establecieron en las tierras del norte de Gran Bretaña poblaron también la isla de Irlanda, Normandía y el norte de la península Ibérica
    Es por ello que hasta entonces Santiago nos parecía algo fuera de lugar, una villa aislada y con una propia identidad, muy distinta a la del resto de España.
    Por si fuera poco, cuando la llama se apagó algo inusual ocurrió. Un hombre vestido con un traje de paja se posó sobre un banco y nos pidió repetir después de él. Comenzó entonces a parlar un extraño e inentendible conjuro en gallego, que serviría para ahuyentar a los malos espíritus
    Era ya de mi conocimiento que Galicia poseía su propio idioma, declarada junto con el castellano lengua oficial en la comunidad. En algunas ocasiones pude escuchar a mi amigo Daniel hablar en gallego con una brasileña, ya que de hecho el portugués ha nacido de este último idioma.
    Pero el gallego en el que este hombre recitaba se percibía mucho más complicado Tanto que me hizo pensar que se trataba de un gallego antiguo Pero a lo largo de mi estancia en Santiago me acostumbraría al repentino cambio del español al gallego, algo normal para los locales
    Al finalizar el conjuro grupal vino la prueba de fuego, literalmente, pues tras apagarse el fuego nos sirvieron a cada uno un vaso con la queimada, con el que hicimos nuestro primer brindis.

    Pero el regocijo de nuestro primer día en la ciudad no fue el mismo que nos deleitó tras probar la antigua bebida. La combinación de aguardiente con los sabores dulces del azúcar y la fruta quemó nuestras gargantas no sólo en el sentido de su alta temperatura, sino de su poderoso y raspante nivel etílico, que subió a nuestras cabezas en un santiamén
    Poco a poco el grupo de Erasmus se fue desperdigando, algunos volvieron a sus pisos y otros buscaron un bar donde meterse. Yo por lo pronto, seguí de la mano con el simpático grupo de italianos, quienes me hablaron de un concierto que habría esa noche en la Praza da Quintana, justo detrás de la catedral.

    Así culminaba mi primer día en Santiago, lleno de sorpresas y expectativas que se rompían cada vez más
    Muchos quizá llegamos esperando escuchar flamenco, bajo un cielo azul y un ardiente sol, frente a una cálida playa paradisíaca, tomando una cañita y un plato de tapas de jamón serrano.
    Pero Santiago era distinto, y logró por mucho asombrarnos a todos aquella tarde de septiembre en que nos recibió con los brazos abiertos, y como lo seguiría haciendo por el resto de nuestra estadía
    Y un pequeño video que muestra el seductor ritual de la queimada gallega, a color y en HD:
  12. AlexMexico
    Un viaje por Europa con aerolíneas lowcost comenzaba a cansarme un poco. Es verdad que había ahorrado casi la mitad de mi dinero comprando mis tickets de avión de forma anticipada, y no un ticket de tren Eurail, como muchos de los viajeros que vienen al viejo mundo hacen.
    Había gastado aproximadamente 220 euros en diez trayectos entre once ciudades de Europa del este y oeste por las que viajaría 22 días. Un ticket de 21 días con Eurail costaba, para los no europeos, 440 euros, lo que permitía coger un tren diario por todo el Espacio Schengen, de cualquier ciudad a cualquier destino y a cualquier hora.
    Pero, ciertamente, viajar con avión tiene sus desventajas. Ello implica mucho tiempo de anticipación para llegar al aeropuerto, que en la mayoría de los casos se encuentra a las afueras de la ciudad. Hay que tomar en cuenta el transporte ciudad-aeropuerto, que no suele ser muy barato.
    Además, con aerolíneas como Ryanair, hacía falta sellar el boleto de abordaje y mostrar el pasaporte en ventanilla antes de pasar al control de seguridad (solo para los no europeos), y para ello también había que hacer una fila.
    Después venía el control de seguridad, que siempre es y será un dilema. Computadora, celular, cinturón, gorros, chaquetas y hasta zapatos fuera para pasar por el lector casi desnudo. Luego toca volver a vestirse y correr hacia la sala de espera.
    Los tiempos de abordaje y despegue se hacen cada vez más eternos. Al final, se ahorra mucho tiempo y dinero para distancias largas en el continente, comparadas con un tren. Pero siempre habrá que pagar un precio.
    Y así viajé nuevamente con la aerolínea Easyjet, que me llevó desde el lujoso aeropuerto Schipol en Ámsterdam hasta el aeropuerto de Berlín-Schönefeld.
    Aunque me había asegurado esta vez de no hacer tantos viajes nocturnos o extremadamente matutinos para no tener que dormir en los aeropuertos, era invierno. Y si bien me había acostumbrado a que en España y México el sol se oculta a las 6 p.m., en el este de Europa, incluido Berlín, anochece a las 4 p.m. Así que llegar a las 5 p.m. a Berlín no me salvó de la oscura y fría noche.
    Al salir del aeropuerto parecía que me había transportado a un mundo paralelo. La oscuridad y ausencia de gente me hizo dudar de dónde diablos estaba entonces. Pero entre la negrura pude sentir debajo y casi sin poder ver, la nieve.
    Hace más de un mes había viajado al suroeste de Alemania para ver los mercados navideños y para conocer la nieve. Pero solo lo primero fue posible. Y aunque había esbozado el instante mágico en que caerían los copos sobre el mercado de Navidad, ahora el verdadero momento había llegado, y fue todo lo contrario.
    Me agaché para coger un poco de nieve con mis guantes. Era como tocar hielo de la nevera. No pude evitar pensar en hacer una bola de nieve y lanzársela a alguien. Pero no había nadie alrededor. Nadie.
    Al contrario de lo que había pensado, caminar sobre la nieve no fue una experiencia grata. En lugar de dar pasos agigantados o hundir mis pies bajo centímetros de ella, la nieve se había barrido por la acera y ahora el suelo estaba mojado y resbaladizo. Y sumado a la oscuridad y mi gran mochila, debía caminar con precaución. 
    Tras unos minutos mirando lo poco que la luz iluminaba el piso, sinceramente no podía pensar otra cosa que en llegar a casa de Ria, mi couchsurfer, y calentarme con un café con leche. Hacía casi -6 grados Celsius y estar solo fuera del aeropuerto en una noche así no es nada agradable.
    Menos mal que había viajado equipado con un guardarropa bastante adecuado. Un par de botas todo terreno, plantillas de peluche y calcetas. Pantalón y playera térmicos, más un suéter, y dos abrigos encima. Una buena bufanda a modo de cubrebocas, guantes, un gorro y orejeras. Nada, excepto mis ojos, estaban al descubierto. Y era una buena elección.
    Solo yo y un argentino estábamos en las vías del metro aquella noche. Escuchar el español en aquel vagón vacío rociado por la blanca escarcha me hizo sentir un poco más cerca de casa, aunque ahora estuviera a casi 10,000 km lejos en mitad del invierno europeo.
    Ria y Maik, su novio, vivían en un barrio residencial al este de Berlín. Encontrar su casa no fue algo complicado. Y al entrar a su acogedora morada, sinceramente, no quise salir más.
    Ambos habían preparado la cena: un puré de trigo con verduras y un poco de té caliente. Ria se desempeñaba como creativa para el teatro, y creaba espléndidas esculturas artesanales para la escenografía de las obras, que se lucían por todo el apartamento. Mientras Maik trabajaba como DJ en un club de Berlín.
    Nos sentamos en el gran salón para conocernos un poco y me ofrecieron un cómodo colchón inflable para pasar la noche. Si quería aprovechar el siguiente día en la ciudad debía levantarme temprano, sabiendo que el sol era escaso en enero.
    Mi frío día comenzó con una leve nevada en el este de Berlín. Definitivamente la nieve era mejor que la lluvia. Al menos no me mojaba. Pero no podía resistir mucho tiempo bajo ella si quería recorrer la ciudad.
    Tomé el metro hasta Alexanderplatz, en el corazón de la ciudad, el punto perfecto para iniciar mi recorrido invernal.
    La plaza solía ser el centro del Berlín del este, capital de la antigua República Democrática Alemana que estaba en manos de la Unión Soviética, en tiempos de la Guerra Fría.
    Aunque Berlín es hoy una de las capitales europeas y mundiales por excelencia, es bien sabido que por más de cuarenta años estuvo dividida por los bloques de la OTAN y la URSS, lo que la convirtió en el símbolo de la Guerra Fría y de la eterna lucha entre el mundo capitalista y comunista.
    Pero lo que hace 27 años era el centro de un mundo separado hoy es un vivo espacio público rodeado por innumerables monumentos y edificios icónicos de Berlín.
    Justo al oeste de la plaza corre el río Spree, el principal afluente de la ciudad. Y en el medio se forma una pequeña isla llamada Spreeinsel, mejor conocida como la Isla de los Museos. Su nombre, claro está, se debe a la cantidad de museos que existen, hoy catalogados como Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO.
    En ellos se exponen las colecciones de arte y antigüedades que pertenecían a los reyes de Prusia, antiguo reino al que pertenecían Brandemburgo y Berlín.

    Entre los más famosos se encuentran el Museo Antiguo (o Altes Museum), el Museo Nuevo (Neues Museum) y la Galería Nacional Antigua.

    Museo Antiguo
    Pero el más icónico edificio en la isla es sin duda la imponente catedral de Berlín, un enorme templo neobarroco que se alza en el medio de un país mayormente protestante.

    Seguí mi camino hacia el oeste de la ciudad, cubriendo mi boca y casi imposibilitado de sacar mi cámara con mis guantes para tomar una foto. Mis dedos estaban congelados.
    Y si la nieve aún tenía para mí un poco de encanto, se esfumó rápidamente cuando, al llegar a la Universidad de Humboldt, resbalé sobre el hielo y caí de de un solo y fuerte sentón.

    Me vi allí, a mí mismo, tirado sobre el blanco suelo del campus. ¿Qué podía hacer? Solo reír. Y después de mirar a todo mi alrededor (no pude evitar sentir las miradas ajenas) me levanté y continué con mi frente en alto.
    Caminé por todo el bulevar Unter den Linden, una de las principales avenidas del centro, que me llevó hasta el emblema mundial de la ciudad. La Puerta de Brandemburgo.

    Este monumento neoclásico que recuerda a la Acrópolis de Atenas, con la diosa Victoria montada sobre un carro tirado por cuatro caballos, no fungió solo como una puerta de la antigua metrópoli. Entre sus columnas se han sucedido varios de los más importantes sucesos de la Alemania actual.
    El 30 de enero de 1933 15,000 hombres de la SA desfilaron a través de ella, marcando el inicio del nazismo y del ascenso de Hitler como canciller y futuro führer. Pero su fama mundial recae en el gran suceso de 1961: la construcción del Muro de Berlín.
    La muralla que dividiría a Alemania y Berlín por 28 años pasaría exactamente por la Puerta de Brandemburgo, dejándola a la merced y convirtiéndola en “tierra de nadie”.
    Por años fue el símbolo de la Guerra Fría, de la división del mundo entero, de oriente y occidente, de Estados Unidos y Rusia, de la humanidad.
    Así mismo en 1989, al ser derrumbado por fin el muro, pasó a ser el símbolo de la desintegración de la URSS, de la unión de Alemania y del planeta tierra.
    Hoy la puerta es sede de los principales eventos masivos en Berlín, como la celebración del fin de año y algunos conciertos y eventos conmemorativos. No es entonces de extrañarse que todo el tiempo se rodee de turistas y locales curiosos por conocerla.

    Y entre todos ellos, un chico joven de unos 25 se acercó a mí con su celular, hablándome en alemán y luego en inglés. Me pidió tomarle una foto frente a la puerta, a lo que rápidamente acepté.
    “Pero será una foto algo extraña”, me dijo. “¿Por qué?”, pregunté yo. “Porque es para cumplir una apuesta”.
    Luego caminó un poco hacia la puerta y dejó su bolso en el suelo. Se quitó el gorro, la chaqueta y los guantes. Y después empezó a desabotonar su camisa. Ahora sabía de qué se trataba la apuesta.
    Menos mal que no implicaba salir completamente desnudo. Solo sin su camisa. Así que no tardé mucho en tomarle la foto. Si yo me estaba congelando con tanta ropa encima, no podía imaginar lo que quitarse la camisa a -6 grados podía ser.
    Detrás de la puerta se llevaba a cabo una manifestación por un grupo de árabes que pedían la renuncia del presidente Rouhani de Irán. No sabía qué podrían lograr estando tan lejos de su país. Pero las políticas internacionales y la mayoría de las guerras se controlan desde Estados Unidos y Europa, por lo que no resulta extraño que numerosos grupos de migrantes en Alemania se manifestaran en contra del régimen islámico actual.

    Seguí mi camino en dirección oeste hasta entrar al gigantesco parque Tiergarten.
    Por supuesto, durante el invierno no podía esperar otro tipo de paisaje en un jardín que una espesa capa de nieve sobre la escasa vegetación.

    En su interior se encuentran también algunos edificios públicos, como el Reichstag. Fue la sede del parlamento durante el Segundo Imperio Alemán y de la República de Weimar, y hoy punto de reunión del Parlamento de la República Alemana.

    Nadie osaba dar un paseo matutino por aquella fría sábana blanca. Solo yo. Pero estaba en Berlín por solo tres días y tenía que aprovecharlo.

    En el medio del parque, en el cruce de las grandes avenidas que lo atraviesan, se alza la llamada Siegessäule, o Columna de la Victoria, que conmemora las victorias de Alemania en el siglo XIX.

    Para quienes hayan visitado la Ciudad de México alguna vez, seguro les recordará al Ángel de la Independencia.
    Fue en aquel enorme bosque donde vi por primera vez un río congelado. Era algo que solo había visto en las películas. Una textura impresionante que me hacía desear jamás tener que caer sobre su superficie (o peor aún, bajo ella).

    Al llegar a la columna, ya en el Berlín occidental, tomé el camino hacia el lado este, llegando a la famosa Potsdamer Platz.

    Se trata de un centro financiero, como muchos otros. La diferencia recae, nuevamente, en que fue el símbolo del Berlín occidental, y que marcaba la diferencia entre las ideologías y sistemas económicos de occidente y oriente.
    Muy cerca se encuentra una reconstrucción del Checkpoint Charlie, el más célebre de los pasos fronterizos del Muro de Berlín que hoy se muestra como una atracción turística, con todo un soldado estadounidense resguardando la caseta.

    Caminé de vuelta al río, viendo la noche caer sobre mí y la Alexanderplatz, con su torre de telecomunicación sobresaliendo entre toda la ciudad.

    Huyendo del frío y deseando otra taza de té, volví a casa de Ria para descansar y calentarme.
    El siguiente día lo dediqué a conocer un poco los alrededores del barrio donde Ria y Maik vivían.

    Me topé, claro está, con otro día nevado, pero un poco menos frío.

    Tras las iglesias góticas y los panteones cristianos se escondía un barrio residencial lleno de turcos.

    Ria me había hablado un poco sobre la gran influencia que tiene Berlín de aquellos inmigrantes. De hecho, los berlineses suelen decir que el famoso plato dürüm kebab nació en su ciudad, y no en Turquía.

    Lo cierto es que el kebab que comí en Berlín fue el más barato y rico de la historia.
    Todo ello me hacía notar en qué lugar del mundo estaba parado. Definitivamente no me sentía en Alemania. Me sentía en una especie de capital mundial. Con gente de todos colores, nacionalidades, idiomas, vestimentas…
    Y aunque entonces veía muy poca gente en la calle (a causa del frío), me habían contado que Berlín es una de las mejores ciudades para disfrutar el verano en Alemania, y por ello desearía volver en un futuro mucho más cálido.
    Pero ahora había que aprovechar el frío y la nieve. De regreso en México no podría hacerlo. Así que volví con Maik y Ria y nos reunimos con algunos de sus amigos, quienes planearon una tarde de juegos en la nieve en un parque cercano.
    Llevamos un pequeño trineo y una tabla de snowboarding. Todo lo que había deseado hacer en mi infancia ahora lo estaba haciendo. A mis 22 años.

    En el parque había una pequeña colina, donde decenas de niños con sus padres y hermanos se lanzaban por la nieve sin temor alguno.

     
    No hizo mucha falta que me enseñaran cómo usar el trineo. El principio era fácil. Sentarse y deslizarse.

    Pero debo aceptar que la primera vez tuve miedo de caer. ¿Cómo se sentiría golpearme contra la nieve? Era algo que tenía que descubrir. Una experiencia nueva como ver el mar por primera vez. 

    Luego de unos minutos mis dedos y manos estaban completamente congelados, y no sabía qué hacer para calentarlos. Ria tuvo una buena idea.
    Había llevado un termo con vino caliente para degustar. Todos nos amontonamos alrededor de su humeante sabor para ingerir un poco del calor que emanaba. Aunque no servía de mucho.

    Al caer la noche volvimos a casa y no volvimos a salir. La temperatura había descendido a casi -10 grados y estaba claro que era demasiado para alguien de la costa mexicana como yo. 
    Al siguiente día dejaría la acogedora morada berlinesa y prometería volver algún verano. Ahora cruzaría la frontera por carretera, adentrándome en la desconocida Europa del este.
  13. AlexMexico
    Haber viajado más de 9000 km desde México hasta España no habría sido en vano. Conseguir una beca con tanta competencia en mi universidad no habría sido, por supuesto, nada fácil, sobre todo a un país europeo y de habla hispana.
    Pero no fue una elección al azar. Al contrario. España fue mi país elegido entre una lista de más de 20 disponibles ¿Por qué no cualquiera de los otros?, como muchos me preguntaron. Algunos motivos suelen ser más fuertes que cualquier recomendación. Y los amigos españoles que hice en México me bastaban para cumplir mi deseo
    Hasta entonces, mi reencuentro con mi amiga Henar y su familia en Madrid me habían valido recorridos y viajes por toda la capital y sus alrededores, incluyendo antiguos pueblos, capitales, parques naturales, castillos medievales, platillos de la Iberia central y muchísimas experiencias en el día a día de un español.
    Pero ahora vivía en Santiago, la joya católica del norte y capital de Galicia. Y tras más de un mes en la ciudad compostelana era momento de visitar a otro de mis buenos amigos, Daniel, a quien había prometido visitar en su natal La Coruña, al extremo norte de la provincia.
    Habíamos tenido oportunidad de hablar sobre su ciudad desde un año atrás cuando vivíamos en la capital mexicana. La suya y la mía parecían asemejarse en su historia y estructura en muchos aspectos. Ambas importantes zonas portuarias, ambas atacadas por piratas, ambas fortificadas y nacidas a extramuros de una antigua muralla.
    Así, a mediados de un húmedo mes de octubre, cogí un tren desde la estación de ferrocarriles de Santiago y, por sólo 5 euros, viajé 70 km al norte, y en menos de media hora arribé a mi destino temprano por la mañana. Era increíble la cercanía a la que nos encontrábamos
    Tras poco menos de un año sin vernos, Dany apareció frente a la estación de trenes y corrimos a su auto que había estacionado sin pagar parquímetro
    Me condujo a su barrio al norte de la metrópoli, que un poco más grande que Santiago, resultaba ser el área más poblada de toda Galicia; de hecho, su antigua capital.
    Antes de subir a su apartamento y despertar a todos un sábado por la mañana, tomamos el desayuno en la cafetería local, que visitaba con frecuencia.
    Desde varios días atrás había tratado de acostumbrarme al desayuno típico español; más bien, típico europeo y de muchos países fuera de México: pan y café 
    Uno de los shocks más maravillosos al viajar es darnos cuenta que muchas de las cosas que creíamos normales no lo son fuera de nuestra ciudad o nuestro país. En México, desde niños, nos es enseñado que el desayuno es la comida más importante del día: desayuna como rey, come como príncipe y cena como mendigo, es un dicho muy famoso.
    Tacos, huevos, enchiladas, tortas, tamales, sándwiches, panqueques, chilaquiles, frijoles, salsas picantes… nuestros desayunos suelen ser bastante completos, con frutas, carbohidratos y proteínas enteras en cada platillo, además de nuestra bebida de frutas y/o café. Pero al parecer, casi nadie en el resto del mundo (excepto, quizá, los gringos) comen tal cantidad de cosas al despertar Les basta con un café y una o media pieza de pan con mermelada.
    A mi estómago mucho le solía faltar al finalizar cada insignificante desayuno europeo. Pero si comía fuera de casa no podía esperar mucho más El menú por las mañanas en las cafeterías no suele ser de lo más variado.
    Luego de ponernos al corriente y cargar los gastos a la cuenta, subimos al piso de Dany, donde conocí a su familia, y a su escandalosa perra
    Un numeroso grupo de gallegos conformaban el núcleo de aquella afable familia: algunos nietos, dos o tres nueras, cuatro hijos varones, la madre de Dany y la abuela a la cabeza. Por suerte, en aquella pequeña pieza sólo vivían su hermano, su madre y la abuela
    Entrar a la habitación de Dany y toparme con objetos que transportó desde México me trajo muchísimos recuerdos, y una indescriptible valoración por el país que apenas hacía dos meses había dejado temporalmente. Finalmente, era ahora mi turno de conocer su patria
    En poco tiempo llegó a casa Alba, la novia de Dany. Juntos se propusieron mostrarme la ciudad. Un día soleado aguardaba fuera y no dudamos en salir a dar un paseo a pie junto al mar azul.
    El apartamento se ubicaba a pocos metros de la Playa Riazor, la más grande y más visitada por locales y turistas. No obstante, y a pesar del sol, no tenía ninguna intención de darme un chapuzón. Me había sido suficiente con meter un pie en el agua de las islas Cíes, al sur de Galicia, para darme cuenta que el agua fría no está hecha para mí
    A pesar de sus bajas temperaturas, las playas de Coruña, y de toda Galicia, suelen ser frecuentadas por buzos y surfistas. Hay, incluso, una estatua que los conmemora en el malecón de la ciudad.
    Desde aquel punto se podía ver toda la Ensenada que cubría esa parte de la ciudad, y en la punta oeste la silueta de la estructura más simbólica de la ciudad: la Torre de Hércules, a donde nos dirigíamos serenamente.

    La arena de la bahía era blanca y algo gruesa. Alba me confesó que mucha había sido depositada ahí de manera artificial para ampliar la playa, traída desde una comunidad cercana Engaños de los gobiernos para hacer más linda sus ciudades. Es algo que pasa en todos lados…
    Pero nuestra tranquila y despejada mañana abruptamente se convirtió en un chubasco que dejó caer toda su furia sobre nuestras cabezas Cascadas de lluvia borraron de los cielos un inmenso nubarrón que pareció haber emergido de una dimensión invisible a nuestros ojos
    Galicia estaba dándome una lección de la manera más brutal: nunca salgas de casa sin un paraguas. Y vaya si la había aprendido
    Sin un techo donde guarecernos en una playa totalmente vacía, nos resignamos a dejar de correr y entregarnos a la Pacha Mama, completamente mojados y arrepentidos de no haber cargado si quiera un abrigo impermeable con nosotros
    Volvimos a casa como los viajeros más novatos, y colocamos cada prenda a secar en el deshumificador. Mientras rascábamos el closet, al exterior la madre naturaleza nos echaba en cara nuestra pésima suerte, alejando todo rastro de nube del cielo y pintándolo de un azul vívido y terso En un caso así sólo podíamos reír
    Sin hacer más alarde, nos despedimos y volvimos a la calle. Esta vez Dany prefirió no arriesgarse y coger el coche
    Condujimos por toda la orilla del malecón, bordeando las playas turísticas para adentrarnos al centro de la ciudad. Pasando éste último llegamos al cabo más septentrional de la ciudad, donde un extenso campo verde rodeaba la Torre de Hércules.

    El majestuoso faro de 57 metros de altura de estilo neoclásico guardaba en sus cimientos remodelados una vetusta y prolongada historia de vida que, al igual que el acueducto de Segovia, databa del siglo I d.C

    Ninguno podría imaginar que fueron los romanos quienes erigieron tal monumento en el último pedazo de tierra conocida en la antigua provincia de Hispania. El día de hoy, es el único faro romano en pie y aún en funcionamiento en el mundo. No por nada fue declarado Patrimonio de la Humanidad, lo que le ha valido con creces ser el símbolo más representativo de La Coruña

    Su peculiar nombre lo debe a una leyenda que envuelve al faro de misticismo y valor. La historia cuenta que existía un gigante llamado Gerión, rey de Brigantium (antigua Coruña) que forzaba al pueblo a entregarle la mitad de sus posesiones, incluyendo sus hijos. Cansados, los súbditos acudieron a Hércules, quien retó a Gerión en una pelea. Hércules mató a Gerión, lo enterró y levantó sobre él una enorme antorcha. Cerca de este túmulo fundó una ciudad y, como la primera persona que llegó fue una mujer llamada Cruña (o Crunia), puso a la ciudad dicho nombre.

    Los romanos y su pasado griego han heredado su legado a la posteridad de la urbe, tanto que, de hecho, los coruñenses son a veces llamados herculinos. Dotada de un emblema tan bello y único, La Coruña tiene el poder de conquistar a cualquiera, de la misma forma en que me conquistó a mí
    Aparcamos el auto y caminamos por el campo, hasta subir la pequeña colina donde se posa el faro, al que pudimos acceder por unas pocas monedas.

    No hay mucho que ver por dentro, claro está. Pero subir las escaleras de caracol en un edificio de un milenio de antigüedad no tiene comparación alguna. Además, las vistas de la ciudad desde su punta son increíbles

    El centro de La Coruña está situado en una península en forma de T, unida a la plataforma continental por un estrecho istmo de menos de 1 km de ancho.

    En uno de sus extremos yace el faro y el acuario de la ciudad, y en su otra punta se extiende el complejo portuario y el antiguo Castillo de San Antón.
    Esta fortaleza ubicada en un pequeño islote en la Ría de Coruña me recordó por muchas cosas a la Fortaleza de San Juan de Ulúa en Veracruz. Ambas construidas en el siglo XVI; ambas levantadas en un islote para defender la ciudad; ambas sedes de algunas batallas contra imperios enemigos, en especial el imperio inglés, siendo el ataque del corsario Francis Drake el más famoso de todos; ambas convertidas en prisión y más recientemente en museos históricos.

    La afluencia de turistas aquel día otoñal era bastante pobre, aunque normalmente Coruña goce de un gran número de visitantes, especialmente durante el verano.
    Seguimos nuestro recorrido, ahora dirigiéndonos a la zona vieja de la ciudad, donde nos reunimos con otro amigo de Dany.

    Coruña fue prácticamente refundada en el siglo XIII, después de haber sido abandonada debido a los ataques vikingos. Pero la mayoría de las construcciones en su casco antiguo ostentan fachadas de un estilo más modernista, como es el caso de su ayuntamiento y de las coloridas residencias a su alrededor.

    El centro de La Coruña es también hogar de la primera boutique de Zara del mundo, abierta en 1975. Fue aquí donde vio la luz la mayor empresa textil del mundo, grupo Inditex, que hoy es imposible no conocer, con más de 8 marcas principales en los 5 continentes del planeta. Muchos morirían por comprar en un lugar como éste. Para mí fue un atractivo turístico más al que no presté muchísima atención

    Cuando el hambre hizo presencia volvimos al piso de Dany. Su madre nos había preparado un platillo gallego por excelencia, que era imprescindible degustar antes de abandonar Galicia.
    Había ya oído hablar mucho sobre el célebre caldo gallego, pero mis antiguos roomies nunca se dispusieron a cocinar uno para mí.
    Desde la edad media, las familias gallegas, como muchas otras en Europa, engordaban un cerdo durante todo un año. Antes que llegara el invierno, en el mes de noviembre, se elegía un día específico para la matanza. Era todo un ritual. Matar a un cerdo y prepararlo no debe ser nada fácil (especialmente para gente como nosotros que vivimos en la ciudad).
    Aquel día se preparaban todas y cada una de las partes del animal para su preparación. Se curtían los embutidos, se salaban los cortes, se ahumaban los intestinos, se vertía la sangre… El final de la matanza solía ser agotador. Así, mientras los hombres luchaban con la inmensidad del cerdo, las mujeres preparaban un caldo para la cena, ocupando los ingredientes recién obtenidos.
    El caldo gallego hoy se sirve como una entrada de sopa con alubias y repollo, acompañada con un trozo de pan. Fue una sopa muy rica, y no tuve ningún inconveniente en terminarla. El reto vino después

    El plato fuerte consiste en una costilla de res, una costilla de cerdo, un chorizo y una presa de pollo, todo acompañado con una papa, pan y una copa de vino o agua.
    Sabía que podría ser mala educación dejar el plato lleno en la mesa, pero mi estómago no aguantaría tal cantidad de carne
    En casa estaba muy acostumbrado a comer una sola proteína principal por cada comida, sea pollo, sea res, sea pescado o mariscos ¿Pero comer cuatro presas enteras de carne? Definitivamente ese era un platillo invernal, donde la grasa, los carbohidratos y la proteína aportan la energía necesaria para lidiar con el frío
    A pesar de todos mis esfuerzos, los restos quedaron allí. Y mi estómago estaba a punto de estallar. Sin tratar de ofender a nadie, mis platillos gallegos favoritos serían siempre los mariscos y la tarta de Santiago. Mucho más liviano y sencillo para mí
    Antes del atardecer Dany y Alba quisieron mostrarme un último lugar al oeste de la ciudad. El Monte de San Pedro y sus parques miradores.
    En la colina más alta de Coruña, donde solían asentarse baterías de artillería para la defensa de la ciudad, hoy se posa un moderno complejo atractivo para disfrutar de la naturaleza y de las vistas de la ciudad.
    Es sencillamente el mejor mirador de Coruña, con vistas a la totalidad del municipio de las aldeas aledañas, además de una impresionante vista del horizonte atlántico

    Los caminos llevan a su centro donde se luce una enorme estructura esférica de cristal llamada la Cúpula Atlántica. Esta moderna semiesfera ofrece servicios multimedia, galerías, productos audiovisuales y materiales interactivos para que el turista, o el local, aprendan más sobre la ciudad. Y desde su punto más despejado se tienen las mejores postales de Coruña, desde donde apreciamos cómo el cielo se teñía de rosa para ocultar a la ciudad en la oscuridad de la noche, mientras el faro herculino comenzaba sus labores como dese hace mil años.

    Pasamos aquella noche conociendo la vida nocturna de Coruña, y curamos nuestra resaca con una buena comida familiar para celebrar a la abuela, quien cumplía un año más de vida.

    Pasar mis días con las familias españolas de norte a sur del país me brindaría las mejores experiencias de mi viaje adentrándome en un mundo desconocido del que, lo quisiera o no, mis raíces mexicanas provenían.
  14. AlexMexico
    Un itinerante sol me despertó la mañana del 31 de Octubre. Era una habitación desconocida, donde había dormido solo por dos noches.
    Me quité la pijama y metí mis últimas prendas a Isabel, cuyos 50 litros parecían no poder resguardar ya más cosas. Aquella mochila se había convertido en mi mejor amiga. Más que mi laptop, con la que trabajaba desde cualquier punto de Europa. Y más que mi celular, que para entonces no tenía aún línea telefónica.
    Cogí a Isabel en la espalda y dejé una nota sobre su escritorio a Mortiz. Caminé por el pasillo, adornado con banderas de todos los continentes en las puertas de sus habitaciones. Tomé un yogur del refrigerador y salí del apartamento. Fuera aguardaba Farzad, a quien regresé las llaves y despedí con un fuerte abrazo.
    Stuttgart había sido el primer lugar del mundo donde un desconocido me había prestado su habitación para dormir. Un couchsurfer a quien nunca pude ver a la cara en persona, porque se había ido de viaje a la península itálica. Con quien solo crucé un par de palabras en un sitio web y luego agradecí en WhatsApp.
    Moritz y un grupo de estudiantes amantes del forró brasileño en Stuttgart; un descendiente turco nacido en Franconia; un antropólogo que repartía paquetes a bordo de su bicicleta en Tübingen; un estudiante que ayudaba a los refugiados sirios en Múnich. Los alemanes me habían demostrado que tras una dura historia, son ahora personas sumamente abiertas. Cálidas, simpáticas, cordiales.
    Aquel 31 de octubre fue momento de despedirme nuevamente de Alemania. Y me dirigí a la estación central de Stuttgart para regresar a mi entonces país de residencia: Francia.
    Antagónico a sus habitantes, los trenes y el transporte alemán me habían dado muchas experiencias carentes de contento. Y para cruzar la frontera oeste me decidí entonces por Blablacar.
    La start-up francesa me había hecho la vida fácil y barata en varias ocasiones. Además, viajar compartiendo un auto intrínsecamente llenaba siempre un vacío ecológico en mí. “Comparte auto y reduce tus emisiones de CO2”, suele decir la empresa.
    Pero Alemania parecía querer dotarme de mala suerte.
    A las 8:30 de la mañana, esperaba pacientemente a Ghislain y su Peugeot 308 en el parking frente a la Haupbahnhof. El reloj seguía avanzando y mi paciencia comenzaba a agotarse.
    Los franceses suelen ser muy puntuales, así que 7 minutos me parecieron excesivos para no ver señales de él. Y como parte de mi desfortuna, el wi-fi del Starbucks en la estación parecía no funcionar en mi móvil.
    Caminé por el rededor, tratando de no alejarme mucho. Ghislain sabía ya el color gris de mi jersey y el rojo de mi mochila. Y yo tenía la foto de su coche. Pero, ¿dónde diablos estaba?
    20 minutos pasados tras la hora, estaba a punto de entrar a la estación y comprar un costoso boleto de tren a Estrasburgo, mi próximo destino en Francia. Pero a un costado de la central, otro parking se asomó a mi vista, y Ghislain con su móvil en mano esperaba junto a su Peugeot negro.
    Otra vez, me dije, aparento ser el mexicano impuntual. Pero el conductor y el resto de los pasajeros parecían haber adivinado mi ausencia de malas intenciones. Y sin más que alegar, condujimos a la frontera.
    A 150 km al oeste, cruzamos un puente sobre el río Rin, el río más transitado de la Unión Europea. Y justo al atravesarlo, nos encontrábamos ya en Francia.
    Estrasburgo es una de las importantes ciudades situadas en la ribera del Rin, que utilizan el río para transportar y exportar mercancías. Su situación geográfica es una de las más privilegiadas del continente, ubicada justo a la mitad entre la Europa atlántica y la continental.
    Sin embargo, es el mismo honor de su emplazamiento el que la ha puesto en disputa durante más de tres siglos entre los estados alemanes y Francia. Y es por ello hoy un símbolo de la hermandad entre las naciones europeas.
    Tan solo quince minutos después de haber dejado Alemania, Ghislain nos adentraba en las transitadas avenidas de otra metrópoli francesa que se sumaba a mi lista. Una que había estado en mi checklist desde hacía ya tres años.
    Una pareja local, Gwen y Alex, habían aceptado mi solicitud en Couchsurfing, y me alojarían por dos noches antes de volver a mi trabajo habitual en Lyon.
    Ghislain me dejó, junto con los otros pasajeros, en la estación central de trenes de Estrasburgo. Y como Alex y Gwen no llegarían a casa antes de las 7 p.m., debía deambular solo por la ciudad hasta entonces.
    Dejar a Isabel en la estación central parecía más costoso que dejar a un niño en una guardería. Si recorrí Sudamérica con ella, ¿por qué no cargarla en Estrasburgo unas cuantas horas? Pensé. Lo peor que podía pasar era que tuviera que vaciar el tubo entero de relajante muscular sobre mi espalda al terminar el día.
    Pregunté a un par de policías la parada más cercana del tranvía que pudiese llevarme al centro de la ciudad. La distancia no era muy larga, pero debía guardar fuerzas para la caminata de 8 horas que con Isabel aguardaba.
    Así, pasé a ser un mochilero en Estrasburgo. Con mi mochila al hombro y mi cámara sobre el cuello, me balancee en el pequeño tren tratando de no empujar ni lastimar a nadie a mis costados.
    Bajé en la estación Grand Rue, y me adentré en la histórica Grand Île de Estrasburgo, el corazón de la ciudad.

    La totalidad de la Gran Isla fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1988, que la describió como una de las mejores muestras de ciudades medievales.

    Al comenzar a caminar por las calles de la Grand Île, ni yo, ni seguramente muchos de los turistas, nos sentíamos en Francia. La Grand Île fue para mí uno de los mejores ejemplares de una ciudad típica alemana.

    El mismo estilo de edificios germánicos con fachadas de madera en formas triangulares aparecieron en las principales plazas del casco viejo.

    Estrasburgo resguarda muchos secretos ante los turistas que, con emoción, la visitan cada año. Y para visitarla hay que saber algo muy claramente: Estrasburgo ha sido parte de Alemania y de Francia en repetidas ocasiones.
    Luego de que el Imperio Romano de occidente cayera ante las invasiones germánicas, la ciudad formó parte del Imperio Carolingio, que al partirse en dos quedó en manos del reino de Germania, comenzando la influencia alemana sobre la ciudad.
    La región histórica donde se ubica Estrasburgo es Alsacia, que si bien ahora pertenece a Francia, tiene su propio dialecto germánico: el alsaciano, todavía hablado por muchos de sus habitantes.
    Alsacia vivió épocas de prosperidad durante la Edad Media, período en que perteneció al Sacro Imperio Romano Germánico. Pero poco a poco cayó en depresión, con crudos inviernos, malas cosechas y la llegada de la peste. Pero su peor época llegó con la Guerra de los Treinta Años, cuando los Habsburgo de Austria perdieron los derechos sobre el territorio alsaciano, que pasó a formar parte del Reino de Francia en 1648.
    Alsacia tuvo cierto grado de autonomía dentro de Francia. Su población hablaba otro idioma, tenía otra religión y se administraba de forma diferente. Por ello, el Imperio Germánico siempre lo tuvo en la mira.
    En 1870, con la guerra franco-prusiana, Estrasburgo y Alsacia volvieron a formar parte de Alemania. Luego, con el fin de la Primera Guerra Mundial, Alemania la devolvió a Francia. Pero en 1940, a principios de la Segunda Guerra Mundial, Hitler y su ejército nazi la incorporó al Tercer Reich. Y al finalizar la guerra, en 1945, volvió a ser de Francia.
    La belleza de las calles y los edificios en Estrasburgo no hacen parecer que se ha derramado tanta sangre sobre ellas. Y mi arribo a la Place du Château reforzó mi teoría.

    El núcleo de la metrópoli se encuentra allí. Entre viejas casonas con tejados medievales y vívidos colores sobre sus longevas paredes.

    Me acerqué a la oficina de turismo para pedir un mapa de la ciudad, ya que mi celular, sin línea, sin datos, sin GPS, no podía serme de gran ayuda.
    Aquel lunes 31 de octubre era el último día para poder visitar todas las atracciones que quisiera en la ciudad. El 1 de noviembre, como en casi todos los países católicos, es un día festivo (el Día de Todos los Santos), y muchos de los mejores sitios estarían cerrados.
    Aquello no representaba un problema para mí. Un mochilero al que le bastaba con perderse en la ciudad con Isabel al hombro.
    La Place du Château es el núcleo de la ciudad por varias razones. La principal de ellas está en su centro: la imponente Catedral de Notre-Dame de Estrasburgo.

    Iniciada como culto católico, luego protestante y nuevamente católico, está dedicada hoy a la Virgen María.
    Su único campanario fue la construcción humana más alta del mundo por casi dos siglos, superada después por la catedral de Ruan.

    El templo cristiano es uno de los mejores modelos del gótico tardío, y sus rojizos portales frontales y laterales me invitaban a entrar y admirar su interior. Pero, cumpliendo la promesa que me hice tres años atrás en España, nunca pagaría por entrar a una iglesia.
    Sus centenarios muros sufrieron los embates de la guerra franco-prusiana y de la Segunda Guerra Mundial. Por ello, hoy la catedral de Estrasburgo es un símbolo de la reconciliación franco-alemana y la Unión Europea, justo en el centro de la ciudad que en mitad del continente funge como una de sus más amadas capitales.

    Las rúas al sur de la vasta explanada me portaron bajo la sombra de sus regios edificios hasta el malecón del río Ill (leído como “il”).

    El río es uno de los afluentes del Rin, y es el que rodea a la Grand Île de Estrasburgo, y por tanto, a todo su centro histórico.

    Son casi veinte los puentes que unen a la isla central con el resto de la ciudad, y cada uno de ellos formaba una postal magnífica para mi álbum de fotografías.

    Pero los más bellos paisajes a lo largo del Ill los formaba sin duda el histórico barrio de la Petite France.

    Al ras del agua, sobre esos pequeños trozos de tierra que parecen flotar como chinampas, vivían antiguamente los pescadores, molineros y curtidores de pieles.

    Su arquitectura tiene un marcado estilo renano, lo que, como dije anteriormente, a ninguno hace sentirse en Francia (ni en la Petite France). Sino en una antigua y colorida Alemania.

    Su pintoresca elegancia lo convierte en el barrio más turístico y famoso de Estrasburgo.

    Sobre sus aguas, multitudes de visitantes fotografiaban las orillas de sus tranquilos y apaciguantes canales cristalinos.

    Y si bien es cierto que Estrasburgo es conocida como la capital de la Navidad en Europa por su célebre mercado, el clima decembrino no me causaba ninguna envidia. El sol de otoño y los colores de sus follajes era para mí la mejor época para estar allí, parado entre balcones de flores y románticos ventanales.

    La pequeña isla se forma de tres alargadas puntas que sirven como malecones principales, todas ellas vías peatonales donde ningún coche puede entrar.
    En la punta occidental de la isla, tres torres forman uno de los paisajes más típicos de la ciudad, tras las cuales el campanario de la catedral sobresale reluciente.

    Les ponts couverts, o los puentes cubiertos, unen a la Petite France con la Grand Île y el sur de la ciudad.

    Las torres forman parte de la antigua muralla fortificada que resguardaba a la ciudad de sus enemigos.

    La mejor vista de los puentes y de la Petite France la tuve sin duda al subir al dique Vauban, que ofrece una hermosa vista del lado occidental del centro histórico.

    Pero el lado oriental era otra bella zona que me quedaba todavía por explorar.
    Una de las avenidas principales del centro histórico me llevó hasta el jardín de la Plaza de la República, el corazón del llamado Distrito Alemán.
    Tras 1870, el Imperio Alemán tomó posesión nuevamente de Alsacia y Estrasburgo, y dejó su gran legado en esta zona de la ciudad.
    El edificio más emblemático es el Palacio del Rin, antiguo palacio imperial que formó parte de una remodelación urbana, marcada por la arquitectura prusiana.

    El Distrito Alemán aloja también el barrio universitario, con su biblioteca, el Teatro Nacional y varios edificios guillerminos que fungen ahora como oficinas del gobierno citadino y regional.

    Al toparme de nuevo con el río Ill crucé el puente de Auvergne, desde donde podía ver el sol cayendo sobre la emblemática Grand Île y su catedral en el horizonte.

    Y al otro lado, la conocida iglesia de Saint-Paul, de culto protestante, se iluminaba con los fuertes rayos del ocaso.

    Aquella tenue y rojiza iluminación me apresuró a moverme al último rincón de Estrasburgo que no podía perderme. Así que cogí a Isabel con fuerza y tomé otro tranvía al Barrio Europeo.
    Tras la dura historia en la que se vio inmersa Alsacia, y tras vistos los horrores que dejó en Europa la Segunda Guerra Mundial, Estrasburgo fue elegida como capital de la Unión Europea, como un símbolo de la cohesión que debe existir entre los países del continente.
    Ni Francia ni Alemania pueden reclamar haber tenido más influencia sobre esta ciudad. Y ello la hace la metrópoli europea por excelencia.
    El Barrio Europeo alberga los edificios de muchas de las instituciones de la Unión Europea, siendo el más importante de ellos el Parlamento Europeo.

    Con la creación de una organización supranacional, única en su género, como lo es la UE, se necesitaba un organismo que regulara las funciones legislativas que representaran a la ciudadanía europea. Y helo allí.
    Las banderas de todos los países miembros ondeaban alumbradas por el atardecer.

    Un vacío de gente dejaba entrever que ninguna sesión plenaria se estaba entonces llevando a cabo.
    Dentro de esos muros de cristal y pilares de hormigón, 751 diputados toman varias de las decisiones más importantes del mundo. Tienen control sobre las leyes que rigen al continente y el presupuesto anual.
    Y aún en Europa, nunca falta el descontento con el Congreso.

    No fue entonces sorpresa encontrarme un grupo de manifestantes acampando a un costado del complejo parlamentario, acompañados de sus letreros de protesta.

    Gobernar una sociedad nunca será fácil. Ni en Estrasburgo, ni en Europa ni en ninguna otra parte del planeta.
    En un país como Francia, y viniendo de un país latinoamericano, quejarme me era difícil. Sobre todo al comparar la calidad de mis derechos sociales y prestaciones laborales. Pero el ser humano siempre buscará sus propios problemas. Es la raíz de la sociedad.
    Parado, en medio del gobierno, del descontento, de dos países históricamente enemigos, de todo un continente, mis pies y mi espalda no podían dar ya mucho más.
    Me dirigí a la parada más cercana y cogí un tranvía de vuelta al centro de la ciudad. Me resguardé del frío en un café local y comí un pastel de chocolate para calmar mi hambre de azúcar.
    Aún en Octubre, Estrasburgo se preparaba ya para recibir al mercado navideño, el más famoso del mundo. Y sobre la Plaza Kléber, las mágicas luces dejaban ver la silueta del pino de Navidad, que anunciaba que diciembre ya estaba más cerca.

    Me encontré con Alex y Gwen en la central de trenes, desde donde tomamos un tranvía a su apartamento.
    Una ducha y una cena vegetariana eran justo lo que necesitaba para poder descansar.
    Ambos planeaban un largo viaje por Latinoamérica para el 2017, y no dudaron en pedir mis sabios consejos y practicar su español.
    El siguiente día, Día de Muertos en México, ambos visitarían la tumba de su abuela en el panteón. Mientras yo planeaba una escapada algo diferente para el Día de Todos los Santos. Una que me llevaría a otro mágico punto de Alsacia, el punto perfecto entre Alemania y Francia.
  15. AlexMexico
    Salir de casa temprano nunca ha presentado un desafío para mí. Y despertarme por las mañanas tampoco. Todo depende de la costumbre. Pero en un día frío, salir de cama siempre se vuelve un martirio, uno al que no estoy muy habituado.
    Aquel 19 de diciembre Turín amaneció con una temperatura helada. Menos mal que los grados descendieron a casi cero hasta el día que yo abandonaba la ciudad. El frío era lo que menos buscaba en mis vacaciones de invierno en Italia.
    Ni hablar de meterse a la ducha y esperar a que saliese el agua caliente. Sólo me vestí, tomé mi mochila y salí del apartamento donde Luca, un italiano de Couchsurfing, me había hospedado por un par de noches. Me acompañó hasta la puerta del edificio y caminé hacia la avenida principal a tomar el tranvía, que me llevaría lo más cerca a la parada de mi autobús, que no podía darme el lujo de perder.
    Al salir del vagón, una nieve ligera comenzó a caer y golpear suavemente mi rostro, que cubrí rápidamente con mi bufanda y un gorro, que había cargado por si el frío hacía de las suyas.
    El punto de partida de mi Flixbus no era precisamente el mismo al que había arribado dos días antes. Ahora debía caminar por una larga avenida. Y junto a un parque, el omnibus aguardaba por mí y el resto de los pasajeros. Compré un café para calentar mi cuerpo y no tardé en entrar al coche y recostarme.
    Y mientras salíamos de la ciudad, la nevada se intensificaba hasta casi borrar toda silueta por las ventanas. Pero nuestro rumbo al este, lejos de los Alpes, mejoró el clima, y después de tres horas y media entrábamos a la estación Porta Nuova de Verona.
    Llegaba a una pequeña ciudad de la que, nuevamente, poco sabía, aunque su nombre resonaba en mi cabeza. Mi amiga Antonia me la había recomendado ampliamente. Así que una escala de un sólo día no me haría ningún daño.
    La suerte me había sonreído otra vez, y un couchsurfer había aceptado hospedarme aquel día. Pero él llegaría a casa por la noche. Así que el resto de la mañana y toda la tarde, estaría yo solo y la hermosa ciudad bajo mis pies.
    Y ya que nunca encontré la consigna de equipaje en la estación central, debía llevar mi mochila al hombro conmigo todo el día. No era lo más cómodo, pero no era algo nuevo a lo que me enfrentaría. Mi experiencia me había enseñado a cómo cargar menos de 10 kg en ella. Incluso en el frío invierno.
    La Navidad también había llegado a aquel rincón del norte italiano. Y frente a la antigua Porta Nuova, un pino navideño me dio la bienvenida.

    Guiándome por el GPS de mi móvil, caminé hacia la Via Guglielmo Marconi, donde los antiguos y pintorescos edificios comenzaron a alumbrar mi recorrido.

    En una de sus puertas encontré una bandera argentina. Y aunque sabía que estaba en Italia, no me resistí a comer una empanada de carne. ¡Vaya si extrañaba Argentina y sus empanadas salteñas! Después de todo, tenía el resto de mis vacaciones para seguir comiendo pizza, pastas y lo que Italia me pusiera enfrente.
    La ciudad, como dije, es pequeña, y pronto alcancé los arcos del Corso Porta Nuova, una calle que lleva hasta el centro histórico.

    Y tras aquellos arcos me abrí paso en la Pizza Brà, la plaza pública más famosa y grande de Verona.

    A ambos costados de la acera, los mercaderes ya habían colocado sus carpas para vender toda clase de productos y comida, especialmente las que hacían referencia al Natale (la Navidad).

    Las nubes se disiparon por completo aquel hermoso día y dejaron ante mis ojos una colorida y vívida Verona, excelente para el lente de mi cámara.

    La Piazza Brà es el testimonio más fiel de lo bien que se ha conservado la arquitectura veronesa, incluso después de las guerras que azotaron al país en el siglo XX. Y a sus orillas, los tornasoles edificios dan una muestra magnífica de las corrientes artísticas que se expandieron con el Renacimiento, de la que Italia fue cuna y propulsora. Desde el neoclásico hasta el barroco.

    Pero al Renacimiento no es lo único que la ciudad deja todavía de manifiesto. Tan sólo unos pasos más adelante, me topé con la portentosa Arena de Verona.

    El vetusto anfiteatro romano es una de las construcciones de su tipo mejor preservadas en Italia, y un símbolo memorable de la Era Antigua.
    El edificio de casi 2,000 años de antigüedad fue construido fuera de las murallas que delimitaban la ciudad en la época romana, y era tan famoso que muchas personas viajaban desde lejos para contemplar los espectáculos que se llevaban a cabo en su interior.

    A pesar de su longevidad, la Arena se sigue utilizando para algunas presentaciones de entretenimiento, gracias a su excelente acústica y a su capacidad para 22,000 espectadores.
    Así, durante el Festival de Verona en el verano, son comunes las óperas y conciertos, y han dado cabida a grupos tan célebres como Pink Floyd, Elton John y Muse.
    Cualquiera diría que al haber presenciado ya el Coliseo de Roma (una de las llamadas siete nuevas maravillas del mundo), todo anfiteatro de su mismo tipo no tiene comparación. Pero la Arena de Verona me dejó simplemente boquiabierto.

    A un costado del monumental teatro, las callejuelas más turísticas de Verona se abrían paso, con boutiques de moda, cafeterías, joyerías y tiendas de regalos.

    No tardé en alejarme lo más posible del gentío, perdiéndome en los callejones veroneses a donde ningún coche puede entrar.
    Algunas casas me recordaban, por alguna razón, a la costa mediterránea, que había pisado un mes atrás en Marsella.

    Con aquellas fachadas matizadas cual verano, el frío se escapaba de mi cuerpo con tan sólo voltear hacia arriba, a donde las torres de sus iglesias y antiguos puestos medievales de vigilancia se asomaban bajo el cielo azul.

    No me cabía ninguna duda de por qué Verona era conocida como la ciudad del amor y el romance, a donde muchas parejas viajan a casarse o pasar su luna de miel.

    Pero este último dato tiene su explicación. Una tan sencilla que tres palabras lo dejan todo en claro: Romeo y Julieta.
    Aun quien no haya nunca leído la tragedia de Shakespeare, conoce un poco de la historia que se esconde detrás. Dos jóvenes enamorados cuyas familias no apoyan el amor que se tienen el uno por el otro, y aun así deciden casarse de forma clandestina. La presión de sus parientes y la serie de desfortunios que viven, los hace encontrar en el suicidio la única forma de felicidad, lo que supone al final de la obra la reconciliación de las dos familias.
    Las obras más aclamadas del dramaturgo inglés están casi siempre basadas en hechos y personajes de la vida real, al igual que sus escenarios. Así, Macbeth se sucede en Escocia con uno de sus reyes; Hamlet en un castillo de Dinamarca; Romeo y Julieta toma lugar en Verona.
    Existen muchas teorías que contradicen que las familias protagonistas (los Montesco y los Capuleto) hayan sido originarias de Verona en la vida real. Aunque sí se tiene certeza de que los Cappelletti vivieron en Verona en el siglo XII.
    Y la casa que presume todavía el escudo de armas de la familia en su entrada, es hoy llamada “la casa de Julieta”, y es por supuesto, uno de los principales atractivos de la ciudad, ubicada en la Vía Capello 23.

    Shakespeare nunca visitó Verona, y su obra original es una mezcla de leyenda con realidad. Por lo que no se sabe con exactitud que en aquella casona haya realmente vivido una tal Julieta. Pero sin duda, los enamorados prefieren pensar que así fue.
    En el pasillo que recibe al patio principal, ambas paredes se colman de miles de mensajes de amor que los turistas han dejado con el paso de los años, desde 1905 cuando la casa fue convertida en museo.

    La cantidad de cartas de amor es tal, que el ayuntamiento de la ciudad debe retirarlas por lo menos dos veces al año, al igual que los candados que los novios colocan en una de sus puertas, y que pueden comprarse fácilmente en cualquier tienda de souvenirs.

    En la representación teatral, Romeo y Julieta se declaran su amor en un balcón de la casa. Y ese balcón fue estratégicamente añadido al edificio en los años 30, para hacerlo más ad hoc al libreto de la famosa puesta en escena.

    En el patio, una estatua de Julieta es la forma en la que muchos hombres y mujeres creen poder enamorarse. La tradición cuenta que quien toque el seno derecho a Julieta encontrará por fin el amor verdadero.

    Realidad o mito, no cabe duda que Shakespeare y su célebre drama hicieron a Verona famosa en todo el mundo desde el lejano siglo XVI. Y hayan o no vivido Romeo y Julieta en ella, no puedo negar que cada calle de la ciudad hace a cualquiera enamorarse.

    Muy cerca de la casa de Julieta llegué a la Piazza delle Erbe, la más antigua de Verona, donde años atrás se hallaba su foro romano.
    La plaza está flanqueada por varios edificios y monumentos medievales, como la torre del Gardello, que vigilaba el antiguo centro político de la ciudad.

    En su centro, el mercado de Natale tentaba a cualquiera a comprar chocolate caliente, dulces, adornos y gorros de Santa Claus. Yo me resistí a todo, y me conformé con la belleza del lugar.

    El mayor símbolo de la plaza es la torre de Lamberti, de unos 84 metros de altura, desde donde se custodiaba la ciudad en la Edad Media.

    Para separarme un poco de los turistas, caminé hacia la rivera del río Adigio, que parte a la ciudad en dos y que acordona al casco histórico.
    Desde su orilla contemplé las pequeñas colinas que rodean al centro de Verona, sobre una de las cuales se alza el Castillo de San Pedro, del que poco pude ver, ya que se encontraba en restauración.

    De cualquier forma, no quise perderme la oportunidad de subir hasta la cima, así que crucé el Ponte Nuovo hacia el otro lado del río.

    El campanario de la iglesia de Santa Anastasia fue lo que más acaparaba la atención desde aquel ángulo.

    Pero una vez al otro extremo, el longevo Ponte Pietro apareció sobre la furiosa corriente del Adigio, sobre el que emergía la torre de la catedral de Verona.

    Casi al lado del Puente de Pedro, unas escaleras subían por la ladera de la colina, entre las coloridas casas y sus floreados ventanales.

    Pero Google Maps no marcaba precisamente a dónde llegaban las escalinatas. Di un par de pasos arriba, pero no podía ver mucho más allá de las casas.
    Ante la incógnita, decidí tomar el camino seguro, y subí por la Vía Castello San Felice, que bordeaba la colina por su parte trasera.
    Mi tedioso andar por un camino zigzagueante parecía no llevarme a ningún lugar. No al menos a uno agraciado que quisiera fotografiar. Pero el espectro de un camping de recreo sobre una verde plancha de césped, me condujo a los pies del castillo.
    Y aunque éste último cerraba entonces sus puertas al público para dar paso a su restauración (en plena época navideña) las vistas que su balcón me regaló merecieron muchísimo la pena.

    El casco viejo de Verona circundado por el río Adigio fue el panorama ideal para descansar, y para comer un racimo de uvas verdes bajo los pinares.
    Me preguntaba si aquel castillo habría sido suficiente para avizorar por la pimpolla ciudad hace algunos siglos, cuando el Imperio Romano Germánico y el Austrohúngaro intentaron en repetidas ocasiones invadir el norte de Italia. Pero por suerte, lo mejor de ella parecía haber quedado intacto.
    Sus tejados anaranjados y sus torres medievales me dejaron en claro por qué Shakespeare la eligió como escenario principal para una historia de amor, aunque por desventura nunca tuvo el placer de verla con sus propios ojos.

    Ante mí, una decena de parejas había subido hasta el castillo a pie. Habían tomado las escaleras que no tuve la osadía de explorar. Tras toda una tarde con mi mochila a los hombros, bajarlas fue la mejor elección, y crucé de vuelta a la ciudad por el Ponte Pietra antes del atardecer.

    Busqué un local de comida rápida para saciar mi hambre y descansar mi espalda. Y cuando hube terminado, la noche había caído, el frío se había intensificado y las luces habían alumbrado a una Verona que recibía la Navidad.

    Volví camino al centro para pasar mis últimos minutos en el mercado navideño, donde una pareja de recién casados bailaba su vals por las calles de aquella romántica ciudad.
    El coro hacía sonar sus villancicos, alentando a los novios a besarse en señal de amor. Si una época del año puede poner sentimental a muchos, es sin duda la temporada navideña.

    Las luces, los adornos, el sonar de los cascabeles. Un cuarto menguante en el cielo, el calor de los calefactores callejeros. Las canciones del coro italiano y un grito de ¡Buon Natale!

    Parado solo aquella noche allí, en una ciudad donde nadie me conocía, a unos cuantos días de la Navidad, no tardó en sacarme una lágrima del ojo. Pero pronto supe que era una lágrima de alegría. No todos los días podía disfrutar de aquel tipo de momentos, que aunque en plena soledad, me hacían saber lo afortunado que soy.
    Y unos minutos después me encontraba en el apartamento de Franco, comiendo una pizza de pepperoni y tomando una copa de vino. La mejor manera de curar la melancolía.
    Tras una ducha caliente caí muerto en la cama. Navidad se acercaba y debía seguir mi camino, que al otro día me llevaría a la costa del Mar Adriático.
  16. AlexMexico
    Mientras el resto de los viajeros con quienes me hospedé en Florencia tomaban un autobús hacia Roma para cumplir con la típica ruta turística de Italia, aquella mañana yo me dirigí hacia la costa mediterránea.
    Y aunque descendí del tren en Pisa, mi intención no era pasar el día allí. Aún con su famosa torre ladeada, yo me incliné por otra opción. Una que llevaba años esperando poder conocer.
    Mis vacaciones decembrinas casi llegaban a su fin. Italia había sido un cálido y barato destino para pasar la Navidad. Aunque para año nuevo pretendía estar de vuelta en Lyon. Retomar las clases el 2 de enero es siempre una tarea fuerte, y más valía estar bien descansado.
    Y viviendo no tan lejos de la frontera norte con Italia, la costa del mar de Liguria es escenario de otros de los múltiples Patrimonios de la Humanidad que el país resguarda, y que no quería perderme por nada del mundo.
    Así que tras pocos minutos de escala en Pisa cogí el próximo tren a La Spezia, una provincia perteneciente a la región de Liguria.
    La Spezia no tiene mucho para ver. Pero una enorme multitud de turistas llegaron esa mañana a su estación de trenes y esperaban junto a las vías por el próximo vagón.
    Caminé hacia el punto de información turística y pedí los precios para visitar Cinque Terre, los cinco pueblos más mágicos de la costa italiana.
    Debido a la fama que estas cinco pequeñas villas han tomado durante los últimos años, existen hoy diferentes paquetes para los turistas. Algunos incluyen un pase de tren válido por tres días, otros por una semana; pero el más solicitado es el pase de un día, mismo que compré por solo 13 euros.
    Con aquel ticket era posible durante todo el día tomar cualquier tren entre las ciudades de La Spezia y Levanto y bajar en cualquiera de las cinco estaciones, pertenecientes por supuesto a los cinco pueblos.
    Eran menos de las 9 de la mañana y los andenes estaban ya repletos, en su mayoría, por chinos, algo que no me sorprendía en lo absoluto.
    Así que mi primer trayecto desde la Spezia no fue algo confortable. 15 minutos en los que muchos de los pasajeros, incluyéndome, nos balanceábamos parados sin tener un soporte de dónde sostenernos, y respirando hacinados el mismo aire en el que muchos tosían.

    Aunque algunos tomaron la decisión de seguir de largo hasta la última estación para evitar la conglomeración de turistas, decidí bajar en Riomaggiore, la primera estación después de la Spezia y el más oriental de todos los pueblos.
    Los pueblos de Cinque Terre son originalmente pueblos de pescadores y campesinos, aunque hoy muchos de sus habitantes viven por supuesto del turismo. Aún así, mis primeros pasos en Riomaggiore me hicieron ver que la vida en aquel diminuto rincón del Mediterráneo acontece como en cualquier otro sitio, con comerciantes de frutos, ropa, bebidas y todos los oficios que a uno se le venga a la mente.

    Sin embargo, bastó avanzar un par de metros para descubrir que se trata de una villa italiana que nació hace poco menos de ocho siglos.

    Las fachadas de sus edificios denotan el cliché más vivaz de las ciudades mediterráneas de Italia, con coloridas pinturas y ventanas de madera que dejan filtrar la eterna luz solar.

    Era sin duda un paisaje que me recordaba a Marsella, sobre todo al barrio Le Panier en su zona centro.
    Pero al llegar a la costa todo cambió, y Cinque Terre dejó en claro la razón por la que se encuentra en la lista de patrimonios italianos.

    La particular geografía de la costa de Liguria no impidió a sus antiguos habitantes construir pueblos pesqueros a sus orillas, respetando siempre la ecología y el paisaje que los rodea.

    Aunque eso no es lo único sorprendente. Al voltear la mirada más allá de sus edificios, Riomaggiore dejó entrever las avanzadas técnicas de agricultura que sus pobladores desarrollaron para aprovechar los terrenos verticales en los que se encuentra emplazada.

    Así que no solamente se trataba de un mágico y colorido pueblo italiano, sino de una avanzada técnica de producción en un lugar sumamente pequeño.
    Caminar bajo o sobre los tejados de Riomaggiore fue simplemente una experiencia maravillosa. De aquellas que me hicieron abrir los ojos y darme cuenta de que estaba parado allí.

    Pero alejarse un poco del pueblo es una buena decisión. Aunque caminar por su embarcadero, sus cafeterías, sus tiendas y rúas son elementos exquisitos, la mejor vista de Riomaggiore se tiene desde los acantilados que la rodean, que dejan ver el conjunto de todo aquello en una misma y emblemática postal.

    Observar la costa mediterránea es siempre un deleite. Pero hacerlo desde Cinque Terre fue sin duda un momento memorable.
    Aunque el encanto de Riomaggiore es hipnotizante, la dimensión de los pueblos no permite a la compañía de trenes hacer decenas de trayectos por día. Junto con el boleto, la oficina de turismo me dio una tarjeta con los horarios de llegada y partida de los trenes hacia cada una de las estaciones, que normalmente salen en el transcurso de una a una hora y media.
    Así que para poder visitar los cinco pueblos de Cinque Terre en un solo día es importante no dejar pasar el próximo tren. Entonces caminé de vuelta a la estación y aguardé por el próximo vagón.
    Esta vez el tren iba casi vacío. Algunos turistas habían reservado una noche en Riomaggiore. Otros se maravillaron con su belleza. Otros quizá perdieron el tren.
    El siguiente pueblo a visitar fue Manarola, quizá el menos famoso de Cinque Terre.
    No muchos turistas gustan de quedarse allí. Su embarcadero es mucho más pequeño. Las posadas y restaurantes tienen vistas menos atractivas. Y desde su orilla nada más que el azul del mar y los acantilados son alcanzados por la vista.

    Sus calles, sin embargo, mantienen todavía el vivo colorido que caracteriza a Cinque Terre.

    Como adivinando el itinerario perfecto, el próximo tren no tardó más de 40 minutos en salir de la estación de Manarola. Mis opciones eran tomar ese o esperar una hora más para continuar al siguiente. Y esperando una mejor vista para la hora del almuerzo, continué hasta Corniglia, el tercero de los pueblos.
    Cinque Terre fue declarado Patrimonio de la Humanidad desde 1997. No sólo por sus pueblos, sino por la hermosa geografía en la que fueron construidos.
    A partir de entonces, se creó el Parque Nacional de Cinque Terre, por el que hoy existen senderos para llegar caminando de un pueblo a otro.
    Si bien los senderos deben ofrecer hermosos, pero agotadores paisajes a sus visitantes, un viaje en tren por Cinque Terre es una experiencia alucinante.
    La estación de Corniglia nos dejó justo frente a la costa de Liguria, a diferencia del resto de las estaciones, que se ubican más bien en túneles que penetran los acantilados de arenisca.

    Desde las vías se asomaban en lo alto las pintorescas casas que se acomodan en los precipicios, casi como obras perfectas de la naturaleza.

    Corniglia fue así, el más difícil y cansado de los pueblos. Para llegar a él debí subir varios escalones desde su estación, cargando siempre conmigo mi inseparable mochila, en la que transportaba temporalmente mi vida.

    Pero todo valió la pena al llegar a la cima, a las rúas de piedra custodiadas por floreados balcones y verdes ventanales de madera.

    ¿Cuánto costaría vivir en una de esas casas?, me pregunté. Vaya suerte con la que corrían aquellos afortunados que heredan una propiedad en una tierra tan mágica.

    Aunque para ser sincero, la mayoría de las personas locales simulaban tener más de 60 años. Personas que quizá eligieron Cinque Terre como la mejor opción para su retiro de la vida laboral.

    Corniglia era el vivo cliché de la postal mediterránea. Ciudades mal trazadas, adaptadas a la costa, con casas de diferentes tamaños, colores, materiales, formas, ornamentación. Un pueblo que demuestra que la imperfección a veces puede ser perfecta.

    Un pasillo desde la plaza principal me llevó a la abrupta costa de uno de los acantilados, bajo el que las olas de un azul turquesa golpeaban con esmero las piedras blanquecinas.

    No había mejor lugar para el almuerzo, pensé. Y volví a la plaza principal para buscar un lindo restaurante. Un buen plato de lasagna ragú no solo cambió mis ansias. Me dio un orgasmo bucal imposible de olvidar.

    Italia no es solo un viaje de turismo. Es una vivencia gastronómica que ni yo, ni nadie, querría que terminase nunca.
    Y así como nunca hubiera querido irme de Corniglia, era tiempo de moverme si quería conseguir ver las cinco tierras de Liguria. Y bajé los escalones hacia las vías del tren, que me llevaron a Vernazza, el penúltimo de los pueblos.
    Desde su entrada Vernazza parecía sin duda uno de los pueblos más turísticos y cotizados de todos. Las filas de turistas andando por su calle principal eran parte innata de su paisaje.

    Además, Vernazza es el lugar ideal para comprar uno de los múltiples recuerdos que los comerciantes venden de Cinque Terre. Camisas, tazas, imanes, postales, llaveros, alhajas, figuras en miniatura.

    No faltaban por supuesto los restaurantes y heladerías colmadas de asiáticos y niños que rogaban por otra bola de gelato.
    Pero la magia de la vía principal no estaba en ella, sino al final de su camino, cuando las piedras se topan con el mar.
    El embarcadero de Vernazza es sin duda el más hermoso de Cinque Terre, ya que deja ver cada uno de los elementos que forman parte de su encanto. Sus colores, sus acantilados, sus cultivos, su capilla, su ensenada, su gente.

    Y al voltear la cara hacia el otro lado, el último de los pueblos se asoma entre el verde de los riscos, iluminado por un sol que comenzaba a descender.

    Pero lejos del embarcadero, Vernazza resguardaba también otro atractivo del que pocos turistas se enteraban. Bastaba andar algunas calles hacia el este, serpenteando por sus callejones y escaleras de piedra, por el que muchos visitantes adoran perderse.

    Y un túnel bajo el acantilado conduce a la única playa de Vernazza, escondida del resto del pueblo por un risco que se cubría con una malla  para evitar un posible derrumbe.

    Un baño en el Mediterráneo entonces por supuesto no era una opción. El invierno de diciembre no permite a muchos un agradable momento en sus aguas. Pero contemplar las olas al nivel del mar es siempre un deleite digno de agradecer.

    Volví rápidamente a la estación antes de que el próximo tren me dejase. Y pocos minutos después la locomotora apareció desde la oscuridad del túnel.

    Llegué a Monterosso poco antes de las 4 de la tarde. El más occidental y grande de los pueblos es una buena manera de terminar el recorrido.
    Desde el principio Monterosso mostró claramente que se trata del pueblo más fácil de recorrer, ya que cuenta con una larga línea de playas tras la que se posa un malecón turístico.

    Así que para andar por Monterosso no hacía falta subir y bajar muchos escalones, como en el resto de las villas construidas en terrenos muchos más escarpados.

    Monterosso me pareció lo más moderno de Cinque Terre, con coches estacionados en las orillas, calles de concreto, tiendas de conveniencia con una mayor cantidad de productos y hoteles mucho más prominentes.
    No obstante, sumergirse en sus calles seguía siendo una experiencia increíble. Si bien la señalización o su pequeño tráfico lo diferencian mucho, sus terrazas y callejones son inolvidables.

    Volví al malecón, donde parejas y grupos de amigos se aglomeraban para ver la puesta de sol, que comenzaba poco a poco muy cerca del risco contiguo que daba fin al parque nacional.

    Yo por mi parte pensé que admirar el atardecer en Vernazza sería una mejor idea. Los acantilados no estorbaban tanto a la luz del sol. Y seguro que ver su embarcadero iluminado por los colores de un ocaso sería algo que no querría perderme.
    Corrí entonces a la estación y tomé el tren de vuelta a Vernazza antes de las 5 de la tarde. Me apresuré a caminar hasta su embarcadero, que se encendía entonces con el rojo vivo del intenso sol.

    En efecto, no había nada que estorbara los rayos de luz. Solo las oscuras siluetas de las lanchas que navegaban, y la sombra de los turistas que se sentaban a la orilla del malecón.

    Contemplar un atardecer en aquellas circunstancias hacían cuestionarse la idea de tomar una foto. Quizá sentarse, sin pensar ni hacer nada, era una mejor decisión. Un momento para recordar mi visita a Cinque Terre.

    El 2016 estaba casi por terminar y aquella puesta de sol me dio uno de los mejores momentos de mi año, cuando otro de mis objetivos de viaje culminó por ser cumplido.

    Las luces de Vernazza poco a poco comenzaron a encenderse, dándole a Cinque Terre una vida diferente, llena de pizza, café, música relajante y velas en sus mesas. Un destino elegido por muchos como el más romántico del mundo.

    El último tren me llevó hasta Levanto, la ciudad al norte del parque nacional donde se da por terminado el ticket turístico. Allí compré un boleto para mi último destino en Italia, antes de volver a Francia para recibir el próximo año.
  17. AlexMexico
    El fin de una larga estadía fuera de casa es siempre un momento triste. No importa dónde estemos, las despedidas nunca son fáciles para nadie. Y tampoco para mí.
    Para mediados de enero había pasado ya cinco meses en España, y prácticamente cuatro meses viviendo en Santiago de Compostela, una ciudad que me había dado mucha lluvia y nuevos amigos.
    Mi vuelo de vuelta a México estaba programado para el 12 de febrero, lo que quería decir que al terminar mis exámenes me quedaban todavía más de veinte días libres en Europa.
    Era invierno, un frío invierno, y mi presupuesto se había reducido a pocos pesos en mi cuenta bancaria. Por lo que en un principio mis planes no iban mucho más allá de quedarme en la ciudad o esperar mi partida en Madrid. Pero en el mes de diciembre recibí mi mejor regalo de Navidad.
    Mi universidad me envió un correo notificándome de un último depósito antes del día 20. Había hecho todo lo posible por dejar mi apartamento antes y no generar más gastos hasta antes de regresar. Pero ese último depósito salvó mis últimas vacaciones.
    Sin dudarlo mucho tiempo me dirigí a la mejor página web de viajes que había conocido en Europa, www.drungli.com (aunque debo decir que funcionaba mucho mejor hace tres años que el día de hoy).
    Su secreto era buscar el vuelo más barato con un origen y una fecha específica, sin importar el destino y la clase de aerolínea. Con un botón que decía “take me anywhere”, drungli me dirigió a todas las aerolíneas lowcost de Europa para armar mi próximo viaje de manera aleatoria.
    Y habiendo gastado menos de 250 euros visitaría nueve ciudades a lo largo del continente, desde la costa española hasta la fría Europa del este. Y mi primer destino era Barcelona.
    Al abordar el avión en el aeropuerto de Santiago intenté no pensar en lo que dejaba atrás y, más bien, pensar en lo que venía por delante.  No quería llegar a Barcelona empapado en lágrimas pensando en los inolvidables meses que viví como un estudiante en Galicia. “Todavía no termina”, me dije. Y miré los increíbles viajes que me esperaban.
    Como siempre, mi viaje fue planeado en su totalidad con transportes baratos y Couchsurfing, la mejor red de huéspedes de la que me he valido hasta ahora.
    Llegué cerca del mediodía al aeropuerto de Barcelona-El Prat, donde mi nuevo host, Eloi, me recogió en su coche.
    Aunque estábamos a mitad de enero, el día era bastante soleado y me hacía olvidar un poco al triste, gris y nublado cielo de Galicia. Eloi me recibió con una gran sonrisa y eso me hizo olvidar un poco la melancolía que recorría mi mente.
    No obstante, me sorprendí de la bondad que se podía encontrar en Couchsurfing cuando me enteré de que él había pedido el fin de semana libre para poder pasar conmigo algún tiempo, y que había rentado el coche en una comunidad de car sharing solo para poder recogerme en el aeropuerto.
    “No era necesaria tanta bondad”, le dije. “Eres mi primer couchsurfer y quiero ser el mejor anfitrión”, respondió.
    Sin nada más que decir que un sincero “gracias”, me llevó hasta su estudio-apartamento ubicado en el céntrico barrio de Gracia.
    Nacido y criado en Barcelona, Eloi conocía a la perfección la ciudad como para poder mostrarme lo mejor en aquel fin de semana. Y aprovechando el sol del mediodía salimos a recorrer un poco la ciudad, no sin antes parar a comer unos buenos pinchos españoles, que incluían tortilla de patatas, croquetas y un quiche bastante francés.
    La historia de Cataluña, y especialmente de Barcelona, me había llevado hasta allí con un sinfín de dudas.
    Había visto la reacción de los madrileños al perder las elecciones para los Juegos Olímpicos del 2020, mismos que Barcelona ya ha tenido en 1992 y que es una más de sus eternas rivalidades. Había leído mucho sobre la intención de Cataluña de separarse de España. Había escuchado ya a dos catalanes hablando catalán. En fin, Barcelona parecía ser una ciudad única que podría hacerme sentir fuera de España estando dentro de España… y no estaba tan equivocado.
    Nuestro tour comenzó en el emblemático Paseo de Gracia, una de las principales avenidas de la ciudad que cruza el distrito central de Ensanche. Es una especie de Campos Elíseos de Barcelona.
    No son solo las tiendas a sus costados lo que la hacen tan famosa, sino los numerosos y curiosos edificios que dotan de identidad a la ciudad.
    No se puede hablar de Barcelona sin mencionar a Antoni Gaudí, uno de los arquitectos más famosos en la historia. Y para quien no lo conozca, basta solo googlear su nombre y echar un vistazo a sus inigualables creaciones.
    Antoni Gaudí fue conocido por su incomparable manera de diseñar edificios, a veces recurriendo a la maquetación sin un plano previo, o improvisando ideas a la marcha ya en la etapa de construcción.
    Su imaginación lo llevó a límites extremos en su época (finales del siglo XIX y principios del XX), esquivando las formas geométricas y dejándose inspirar por la naturaleza, lo que finalizó en el nacimiento del modernismo catalán y en edificios de formas totalmente orgánicas.
    Uno de los mejores ejemplos es la Casa Batlló, número 43 del Paseo de Gracia, cuyo primer dueño fue precisamente la adinerada familia Batlló.

    Su fachada no era algo que pudiera comparar con ningún imaginario previo. Su alocado diseño era simplemente algo que no creía posible a principios del siglo pasado.
    Columnas parecidas a huesos humanos, balcones en forma de antifaz, ventanas de colores y paredes decoradas con restos de mosaicos y azulejos que formaban un conjunto vívido y primaveral, adornado en su parte superior por una cruz de cuatro brazos que denota el amor que Gaudí poseía por la religión católica.

    Para mí era algo así como una casa sacada de un cuento de hadas. Pero allí no acababa lo mejor.
    A lo largo de la avenida Eloi me mostró varias de las obras más importantes de la arquitectura modernista catalana, que incluían obras de maestros un poco menos conocidos a nivel mundial, como Lluis Domènech y su maravillosa Casa Lleó Morera.

    Otro gran arquitecto fue Josep Puig, creador de la Casa Amatller, un edificio con una fachada plana de forma triangular que mezcla el gótico, el flamenco y el increíble modernismo que da como resultado una casa de ensueño donde cualquiera quisiera vivir.

    Al final del paseo llegamos a una enorme plaza desde donde comenzaba otra famosa avenida llamada Las Ramblas, famosa por estar orillada por restaurantes, cafés, comerciantes de prensa, flores, aves, artistas callejeros y un sinfín de atracciones que la hacen lucir llena a todas horas de la tarde.

    En el extremo sur llegamos al Puerto Antiguo de Barcelona, repleto de pequeñas embarcaciones y yates privados y cuna de la ciudad fundada hace cientos de años.

    A su alrededor hay numerosas atracciones, como un centro comercial, un acuario, un lujoso hotel y el moderno World Trade Center, dotando a Barcelona de instalaciones de talla mundial.

    El puerto antiguo es un lugar perfecto para relajarse dentro de una zona metropolitana de más de cinco millones de habitantes.

    Volvimos a pie por la ciudad antigua serpenteando el llamado Barrio Gótico, el vecindario más antiguo de la urbe que forma el centro histórico actual.

    Eloi me mostró los edificios más emblemáticos de la antigua Barcelona, como el Palacio de Gobierno de Cataluña y la Catedral de la ciudad.

    Catedral de Barcelona
    Todos aquellos edificios se ubican sobre las antiguas ruinas de lo que fue un asentamiento romano que hoy testifica el cambio de la humanidad a través de los siglos.
    Volvimos a casa para descansar, mientras yo sentía un ligero ardor en la garganta. “Es el frío”, me dije. Algo normal que intenté ignorar y esperé que mejorara mientras dormía.
    El sábado por la mañana Eloi me dejaría a mi suerte. Él tenía cosas que hacer y decidimos vernos al final de la tarde.
    No muy lejos de Gracia caminé hacia el monumento más emblemático del arquitecto Antoni Gaudí y que se ha convertido en el ícono de Barcelona por excelencia: la Sagrada Familia.
    Con el título oficial de la Iglesia católica de Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, su belleza no solo radica en su fachada exterior, sino en la cantidad de enigmas que envuelven su construcción.
    Antoni Gaudí inició su construcción en el año 1882 y en sus planos hizo toda una síntesis de la arquitectura naturalista y de su estilo personal, siendo la obra cúspide del arquitecto.
    Pero Gaudí murió y solo fue testigo físico de la cripta y del ábside, dejando los planos listos para la continuación de su construcción. Pero descifrar los planos de un arquitecto como él no es una tarea fácil.
    El templo no ha sido terminado y se sigue construyendo con donaciones de origen privado, lo que quiere decir que su construcción ha durado más de 130 años.
    Es por ello que la expectativa de visitar la Sagrada Familia se rompió cuando la vi rodeada de grúas y cubierta por mallas de contención. Sin embargo, estudiar sus fachadas exteriores es todo un viaje a la extraña mente de Gaudí.

    Los detalles ornamentales del llamado Pórtico de la Fe posee un gran número de esculturas que representan la vida de la Virgen María. Y verlas de pies a cabeza significa perderse por un instante en un mundo imaginario que solo Gaudí pudo concebir.

    Las formas orgánicas inspiradas en la naturaleza son también evidentes en todo el edificio, dejando el legado de Gaudí para la posteridad de la ciudad.
    Más al sur llegué a la Plaza Monumental de Toros de Barcelona, que hoy sirve para realizar eventos musicales y deportivos. Pero es otro testimonio de una tradición española que sobrevive ya en pocos lugares del país, debido al cambio de mentalidad de las nuevas generaciones y a las leyes de protección animal.

    Un detalle interesante que noté al caminar por las calles de la ciudad fue la cantidad de banderas catalanas que vi colgadas en los balcones de los apartamentos. Por supuesto, entendí su significado como símbolo de la lucha separatista de los catalanes en España.

    Cataluña tiene una historia lejana y cercana con el resto del país, habiendo sido un principado adjunto al Reino de Aragón que poseía su propia lengua y una cierta independencia cultural y económica diferente a la castellana, corona misma que logró incorporar a Cataluña dentro del Reino Español.
    El idioma catalán ha sufrido a lo largo de los siglos. Ha estado a punto de perderse en muchas ocasiones, siendo la más reciente la dictadura de Franco, donde fue estrictamente prohibido.

    Hoy Cataluña lucha por regresarse a sí misma lo que intentó serle arrebatado; pero muchos quieren más que eso. Quieren que Cataluña sea un país soberano reconocido por España y por el mundo.

    Caminé hacia el sur por la calle Carrer de la Marina que me llevó justo hasta la costa donde se estableció la Villa Olímpica en 1992.

    Aunque era pleno invierno y la temperatura no era precisamente la más cálida, las playas de Barcelona me dieron esa brisa mediterránea que necesitaba para continuar los siguientes días en el resto de la fría Europa.

    Habiendo vivido toda mi vida en la costa este de México la playa será algo que siempre me hará falta, esté donde esté.

    El litoral barcelonés cuenta con nueve playas de alto nivel con todo el equipamiento necesario para dar a los turistas y locales la mejor de sus estadías.
    El arte en Barcelona es algo común de encontrar en cada rincón de la metrópoli, y la playa no puede quedarse detrás.

    Tras relajarme unos instantes frente al mar volví a girar al norte rumbo al Parque de la Ciudadela, que aloja al parlamento catalán, algunos museos y al célebre Arco del Triunfo de Barcelona, que recuerda al mundo la importancia de la ciudad que alojó dos veces una Exposición Universal en 1888 y en 1929.

    Al caer el ocaso me reuní con Eloi y sus amigos en un bar local para probar algunas cervezas.

    Eloi resultó ser un VJ profesional. Sí, VJ. Un Video Jockey. Se encargaba de todos los efectos de video para algunos de los mejores clubes nocturnos de la ciudad.
    Y como buen sábado en la noche no quiso dejarme ir sin conocer la famosa vida nocturna de Barcelona. Así que volvimos a casa para cambiarnos de ropa y fuimos junto con una de sus amigas a uno de los clubes donde él trabajaba.
    Para ese entonces mi garganta estaba casi cerrada. Había comprado algunas pastillas para chupar. Pero el ardor era cada vez más intenso. Y tristemente decidí no beber nada frío para evitar empeorarla.
    Le entrada de la discoteca estaba repleta, como de costumbre. Pero Eloi conocía a todos, y como los más privilegiados tuvimos una entrada gratis y exclusiva antes que los demás. Era entonces que me daba cuenta de la suerte que Couchsurfing me podía brindar.
    La discoteca era enorme, con varias salas de música electrónica. Algunas más lounge, algunas más chill out. Y la más grande, por supuesto, con la mejor música tecno house del momento.
    Me sentía decepcionado por estar en una de las mejores discotecas de Barcelona con entrada gratis sintiéndome no del todo bien por mi garganta. Pero decidí ignorarlo.
    Eloi y su amiga me ofrecieron algunos tragos sin mucho hielo, a lo que accedí para integrarme un poco al ambiente. Estaba en una noche de sábado en Barcelona con dos chicos muy agradables y debía tratar de disfrutarlo.
    La noche de fiesta terminó para nosotros muy cerca de las 6 a.m., cuando volvimos los tres al apartamento para dormir, ya derrotados.
    A la siguiente mañana la lucha por despertar fue bastante ardua. Eloi tenía dolor de cabeza y yo no soportaba el dolor en mi garganta.
    Pero comimos algo para reponernos y salimos un poco para aprovechar el día antes de que el sol se ocultase. Era mi último día en la ciudad y no podía irme sin conocer otra de las joyas de Gaudí: el Parque Güell.
    En 1900 el empresario Eusebi Güell encargó al ya famoso Gaudí una villa alejada del ruido de la ciudad para familias adineradas, rodeadas por la belleza natural de la zona.
    El resultado fue este parque surrealista que hoy está abierto como un sitio público para los barceloneses y turistas.

    Es otra de las muestras del amor de Gaudí por la arquitectura orgánica y naturalista que comenzó a practicar a principios del siglo XX.

    La entrada al parque está marcada por un par de pabellones que parecen dos pequeñas casas de jengibre donde vive algún personaje de un cuento de hadas, coronadas por techos de mosaicos y una colorida cruz católica en lo alto.

    Tras ella subimos por una escalera donde se hallan dos fuentes y una escultura que se ha convertido en el símbolo del parque. El llamado Dragón de la Escalinata, o Dragón de Gaudí. Aunque más bien simula ser una salamandra.

    Todas esas pequeñas y particulares esculturas denotan el perfeccionismo de la técnica trencadís, que él mismo creó, donde juntaba pequeños restos de mosaicos de distintos colores para tapizar una figura.
    En lo alto de la escalinata llegamos a lo que parecía ser una imitación de un antiguo templo griego, con columnas estriadas que parecen ser de mármol, aunque no lo son.

    Dichas columnas sirven para sostener la explanada principal del parque, donde ya se acumulaban algunos charcos de agua que avisaban una lluviosa noche en Barcelona.

    La explanada está completamente delimitada por un banco ondulante decorado de la misma manera que el pequeño dragón y que simula la forma de las olas en la costa, que podía verse a lo lejos hacia el sur.

    Con Eloi y su amiga comiendo un bocadillo
    La situación geográfica del parque es la mejor manera de alejarse del bullicio y de tener una vista panorámica de la capital catalana.

    Tras una agradable caminata por sus pórticos y de un buen bocadillo español volvimos al coche para manejar al sur.

    Eloi quiso terminar mi visita con el antiguo Castillo de Montjuic, una fortaleza en ubicada en una de las colinas de la ciudad.

    Por desgracias la noche ya había caído, y el acceso estaba ya cerrado. Era el precio por haber tenido una gran noche de fiesta y de haberse levantado tarde… pero todo había valido la pena.
    Regresamos a casa y despedimos a su amiga, quien partió esa misma noche a un pueblo cerca de la ciudad. Al siguiente día sería yo quien se despediría de Eloi, dándole las gracias por haber sido un grandioso host y por haberme regalado tres increíbles días en Barcelona. Sin duda, había cumplido su objetivo de ser un excelente anfitrión.
    Tomé el metro hacia el aeropuerto para coger mi vuelo al próximo destino que drungli había elegido para mí: Ámsterdam.
  18. AlexMexico
    Buena parte del turismo en Gran Bretaña se centra en los grandes museos y palacios de las megalópolis, haciendo de las grandes ciudades sus principales destinos, que incluyen incluso un turismo musical y deportivo (claro, por sus grandiosos equipos de fútbol).
    Pero la segunda cosa que suele atraer a los visitantes a los rincones del Reino Unido son sus célebres y bien reconocidas universidades.
    Cambridge, Oxford, St. Andrews o el Colegio Imperial de Londres han visto egresar a los más aplaudidos científicos, artistas, catedráticos y doctores del mundo. Digamos que ser un graduado de una universidad británica podría ser el sueño de cualquiera.
    Y al igual que en Harvard, Yale o Stanford en los Estados Unidos, los estudiantes británicos suelen sentirse felices y orgullosos de que personas de todo el mundo decidan visitar sus campus, aunque sea solo como un paseo turístico.
    Pues en las calles de York, al norte de Inglaterra, yo quería ser uno de aquellos turistas. Pero algo lejos de Cambridge y Oxford, tomé una opción menos ortodoxa, y un poco menos conocida. Me dirigí entonces hacia la villa de Durham, no muy lejos de Newcastle, casi en la frontera norte con Escocia.
    Con una población sumamente universitaria, era obvio que la mayoría de la comunidad de anfitriones de Couchsurfing fueran estudiantes. Y casi a finales de mayo, la temporada de exámenes había comenzado. Eso me dejaba con pocas posibilidades de alojamiento.
    Pero finalmente encontré una opción. Una pareja de polacos que, a sus más de 30 años, ya no eran más estudiantes, sino trabajadores y padres de familia.
    Con su pequeña bebé de un año, vivían ahora en los suburbios de Durham, a donde llegué con un bus que tomé desde la estación central aquella mañana. 

    Pero los universitarios no me decepcionarían. Días antes de llegar, una estudiante de letras hispánicas llamada Naomi me había ofrecido mostrarme la ciudad. Después de todo, no todos los días tenía la oportunidad de conocer un hablante hispano nativo para practicar antes de obtener su grado.
    Me despedí entonces de mis anfitriones y me dirigí al centro de la ciudad, que como muchos en los diminutos pueblos británicos, se compone de calles estrictamente peatonales.

    No me tomó mucho tiempo darme cuenta que Durham es una ciudad verde, muy verde. Su casco antiguo se encuentra sobre una península serpenteada por el río Wear, que alimenta las tierras de vivos y coloridos follajes.

    Fue en la plaza del mercado, la explanada central de la ciudad, donde me encontré con Naomi, que tenía toda la tarde libre para poder compartir conmigo.

    Frente a la iglesia de San Nicolás y el ayuntamiento, Naomi gritó mi nombre y corrió a saludarme, acompañada de una amiga suya que iba camino a la biblioteca.

    ¿Qué te trajo hasta Durham, siendo tú de México? —preguntó con vehemencia su amiga, poco habituada a la presencia de turistas—. Su vida universitaria —respondí sin titubear.
    Con certeza no era el único mexicano en el lugar, ya que Durham aloja estudiantes de decenas de nacionalidades, que buscan entrar a sus puertas con becas para extranjeros.
    Naomi me llevó a recorrer las pequeñas calles empedradas de la ciudad, que ofrecían otra típica postal de una villa medieval británica.

    Durham nació hace más de mil años, alrededor del 995, cuando un grupo de monjes buscaban un lugar donde enterrar los restos de San Cuthbert.
    Exactamente en la meseta donde caminaba con Naomi fue donde construyeron un pequeño templo de madera, que con el tiempo se convirtió en la catedral de Durham, a la que no tardamos en llegar.

    La verde explanada frente a la catedral es el sitio favorito de los estudiantes para sentarse a estudiar, escuchar música, dormir o hacer un picnic con los amigos. Y en compañía de una universitaria nativa de Nottingham,  era casi obligatorio sentarse a tomar el té.
    Mientras Naomi sacó de su bolso un par de sandwiches que había preparado, me contó un poco sobre la historia del majestuoso templo.

    Fueron los normandos quienes empezaron a construir la catedral justo después de su arribo en el siglo XI, y hoy es considerada una de las mejores construcciones normandas de Europa.

    Aunque el complejo se considera de estilo románico, muchos piensan que fue el precursor de la arquitectura gótica de las iglesias normandas en el norte de Francia, ya que posee elementos como arcos puntiagudos, muy característicos del gótico.

    Como muchos templos británicos, empezó como una catedral católica pero se convirtió en la sede del obispado de Durham de la iglesia anglicana, tras romperse las relaciones con Roma por decisión del rey Enrique VIII.

    La catedral es de tanta importancia que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1986, tras considerarla la más perfecta obra maestra de la arquitectura normanda en toda Inglaterra.

    No es de sorprender entonces que haya sido elegida por las películas de la saga de Harry Potter para hacerla pasar por el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, después de algunos retoques y añadiduras digitales, por supuesto.

    Y es que cuando uno pasea por sus pasillos arqueados y su patio central es imposible no sentirse en el cuento de magos más famoso del mundo. 
    No hace falta viajar hasta los Universal Studios en Florida. Un simple paseo por las calles de Durham me hicieron transportarme al mundo de hechicería de J.K. Rowling. Incluso para alguien que, como yo, no es fan de la saga de Potter.

    La amiga de Naomi debía marcharse de vuelta a casa. Y su casa estaba justo al frente de la catedral, en el castillo de Durham. Sí, aquella chica vivía en un castillo medieval. Y lo hacía en compañía de otros 100 alumnos.
    El Durham castle fue construido por los reyes normandos para mostrar su poder en el norte de Inglaterra, y era habitado por el obispo de Durham que representaba, a su vez, al mismo rey.

    Pero tras la fundación de la Universidad de Durham, la fortificación fue cedida al University College, y desde entonces sirve como pensión estudiantil. Así, hoy su torre está provista de varios dormitorios, una biblioteca y un aula de informática, el salón principal sirve como comedor, la cripta como sala de reuniones y las capillas como salas de teatro.

    Los universitarios de Durham poseen así el sueño de muchos. Vivir en un castillo. Y lo hacen así durante los años que les toma obtener su grado. Por desfortuna para mí, el ingreso está solo permitido a sus residentes. Tuve que conformarme con admirarlo desde fuera y con escuchar las historias de Naomi, quien por cierto, no vivía en él.

    Me invitó entonces a su casa y hacer lo más inglés que puede hacer un turista: tomar el té. Pero antes era necesaria una escala en uno de los puestos de comida rápida más atestados por los estudiantes, para hacer otra de las cosas más inglesas que no podía esquivar: comer fish & chips.

    Hasta entonces sólo había podido ver las fish & chips en pubs irlandeses alrededor del mundo, pero poco había para poder imaginar. Literalmente, es un plato de papas a la francesa con pescado frito. Poco sabroso, poco apetitoso. Ni siquiera un chorro de su fabuloso vinagre pudo arreglar el tan célebre snack inglés. Era mejor ir por aquel té.
    Para ello debimos bajar por la colina que se alza sobre el río, entre cuyo follaje sobresalen algunas de las otras residencias universitarias, mucho más modernas que el Durham castle.

    Por dondequiera que pasábamos, el ambiente estudiantil podía respirarse. Con una pinta de cerveza siendo servida, un libro nuevo siendo leído, un grupo de amigos discutiendo los resultados del último partido, y algunos debatiendo acerca del próximo examen a rendir.

    Los verdes paisajes que orillan al río Wear hacen de Durham el sitio perfecto para la vida estudiantil. Una excelente mezcla entre la vida nocturna y el aire natural que cualquier estudiante necesita para aliviar el estrés.

    Estudiar en Oxford o Cambridge puede ser el sueño de muchos; pero mudarse a Durham para sus estudios sigue manteniendo la mente de muchos preuniversitarios ocupada.

    La tercera universidad más antigua de Inglaterra se ha ganado el respeto y cariño, no solo del Reino Unido, sino de un sinfín de estudiantes extranjeros que tocan a sus puertas en busca de una oportunidad en uno de sus 16 colegios.
    Y así como cualquier mago de J.K. Rowling aguarda pacientemente su invitación a Hogwarts, son muchos los ingleses que esperan con ansias su carta de aceptación a Durham. Y yo también lo haría.

    Aquella tarde, con un té en mano, Naomi y Durham me mostraron lo que se siente ser un universitario en el Reino Unido. Y fue una magnífica manera de tomar aquel pequeño bocado.
    Y con dirección al norte al siguiente día, ahora me tocaría ponerme en otros zapatos, para poder entender un poco más lo que marca la diferencia de Inglaterra con Escocia.
     
  19. AlexMexico
    Cuando nuestros muros de Facebook e Instagram se ven abarrotados por fotos de nuestros últimos viajes la mayor parte de nuestros contactos creen que se trata de viajes que han sido planeados con mucha cautela, y por los que hemos pagado una gran cantidad de monedas.
    La realidad suele ser muy diferente La comunidad de viajeros estaría de acuerdo en afirmar que el mayor porcentaje de nuestros escapes son eso, una fugaz marcha a nuestros impulsos que apenas unos días o semanas antes han sido concebidos en nuestras cabezas
    Para mí, la mejor forma de planear un viaje es mirar mi calendario para saber qué días tendré libres, y cuál es el vuelo o ticket de bus que más barato hallo para tal fecha. Pero algunas veces simplemente no sucede así.
    Muchos de los turistas que llegan a México, sea por dos semanas o un año entero, planean pasar al menos dos noches en las playas de Cancún y la Riviera Maya. Es un destino caro, y enteramente hecho para los turistas. Pero es hermoso, de eso no hay ninguna duda.
    Cuando supe que viviría en España seis meses no pude evitar pensar, al igual que la mayoría de los turistas, en visitar la paradisiaca isla de Ibiza, la capital mundial de la fiesta. Playas, mediterráneo, música electrónica, las discotecas más grandes y famosas del mundo. No muchos podrían resistirse a ello
    Sin embargo, con solo imaginarme lo caro que sería resistí toda tentación desde poner el primer pie en la Iberia Pero conocer en Madrid a Óscar, oriundo de mi ciudad natal, sería el acto que cambiaría ese destino
    Óscar haría el mismo programa que yo. Estudiaría un semestre en Valencia, mientras yo lo haría en Galicia. De costa a costa, la distancia entre nosotros no era nada corta, pero no dudaríamos en vernos si teníamos la oportunidad.
    Valencia es una cálida ciudad en la costa este de la península, famosa por sus fiestas (las fallas) y sus extensas líneas de playa. Tercera ciudad más poblada de España y una de las de mayor afluencia turística en el país. Pero con todo ese encanto no lograba atraer mucho mi atención Pero hubo algo que lo cambió.
    La asociación ESN (Erasmus Student Network) de Valencia organizó un viaje estudiantil a Ibiza para los primeros días del mes de octubre. 4 noches y 5 días de hotel; viaje redondo en ferry de Valencia a la isla; descuentos en las entradas a los bares. Y todo por 160€ 
    Sería Óscar quien me persuadiría a apartar mi lugar. Las dudas daban vueltas y más vueltas en mi cabeza. El vuelo a Valencia no saldría tan caro. Tendría que tomarme cuatro días de asueto en la escuela. Pero estaba en España, con dinero y juventud. Vamos, seguro no era el único que lo haría
    Más una vez con todos mis gastos primarios pagados, Óscar me confesó que él no iría Había contado bien su presupuesto y simplemente no le daba para más ¿Algo le haría pensar que mis cantidades eran superiores a las suyas?  Quizá. Pero algo era seguro. No había reembolso, y mi viaje a Ibiza, aunque fuera solo, ya estaba agendado
    El viaje tenía una razón: asistir a las Closing Parties en los mejores clubes de la isla. Dado el caso, partiríamos en el ferry el primer día de octubre. Por ello, a finales de septiembre llegué a Valencia con algo de temor.
    Había recibido muchos comentarios sobre la aerolínea Ryanair. Algunos buenos, algunos malos. Fueran lo que fueran, era sin duda la aerolínea más barata de toda Europa. Y pagar 65€ por un viaje redondo de Santiago a Valencia me lo demostró
    Así, sobreviví a mi primer vuelo lowcost en Europa, para llegar a Valencia un soleado miércoles por la tarde. A penas al salir del metro supe que no necesitaría más de mi abrigo y mis pantalones largos  La inmensa humedad y alta temperatura en pleno otoño me retornó por un instante a Veracruz. Y la verdad es que poco extrañaría la incesante lluvia de Santiago de Compostela.
    A petición de Óscar fui recibido por su buena amiga Sofía, una chica chilena que realizaba su intercambio en la Universidad de Valencia. Después de comer un exquisito Kebab (nada estrictamente valenciano ) caminamos al apartamento de Óscar, donde nos encontramos con él y sus compañeras de piso.
    Antes de que el sol se ocultara Óscar decidió mostrarme uno de los mayores atractivos valencianos: la Ciudad de las Artes y las Ciencias.

    Junto al viejo río Turia (de cuyo cauce ya no queda casi nada) se alza este complejo arquitectónico futurista, que es uno de los más importantes encuentros de arte moderno en todo el mundo.

    Sus figuras y colores lograron transportar a mi mente a un lugar que nunca conocí en un tiempo que nunca viví. Prácticamente, algo fuera del mundo actual

    El lugar está compuesto por varias construcciones de exteriores algo similares. Cada uno alberga atracciones culturales, artísticas y de entretenimiento para todos los gustos y las edades.

    Desde l’Hemisfèric, un planetario con una gigantesca sala IMAX, hasta el Museo de las Ciencias Príncipe Felipe, con una estructura que se asemeja al esqueleto de un enorme dinosaurio.

    El sitio alberga también al Oceanográfico, el acuario más grande de Europa, donde se dan cabida especies marinas de todos los ecosistemas posibles, desde los humedales y el Mediterráneo hasta las heladas aguas antárticas. Por desgracia el acceso, como era de esperarse, no era del todo barato, y tuve que limitarme a contemplar todo por fuera

    Cada edificio se rodeaba por un cuerpo de agua, donde sus perfectas siluetas eran reflejadas con la cada vez más tenue luz del sol, incluyendo al paseo botánico l’Umbracle, desde donde podía verse la totalidad del campo artístico.

    Regresamos andando al apartamento, donde las amigas de Óscar nos hicieron pasar la noche al puro estilo latino, tomando clases de salsa gratis en uno de los clubes cercanos. Es extraño cuando uno quiere sentir lo estrictamente nacional y termina bailando canciones colombianas. En fin, la atracción de los españoles por la cultura latina es algo innegable
    Al siguiente día, antes de partir a la isla a la medianoche, me dedicaría exclusivamente a conocer el centro de la ciudad, lo que incluía toda la zona vieja de Valencia.
    Al igual que muchas ciudades españolas, Valencia fue fundada por los romanos siglos antes de Cristo. Aunque pocos vestigios queden de su presencia en esta zona costera.
    A la caída del imperio varios pueblos habitaron sus tierras. Visigodos, musulmanes, judíos y cristianos. Por supuesto, la mayoría de las edificaciones remanentes datan del reino cristiano.

    Aunque Galicia parecía tener su lado separatista, sumamente orgullosos de su lengua y su raíz, Valencia me dejó con los ojos en claro. Sinceramente, no tenía idea de que otro idioma era hablado allí  El llamado valenciano.
    No es más que una especie de dialecto del catalán, lengua romance hablada en la costa este de España. Así, era normal mirar en las calles nombres hispanos/catalanes que, para mí, lucían como una combinación de castellano con francés.
    Así mismo, observar la bandera valenciana (muy parecida a la bandera catalana) ondeando en lo alto de los tejados no era algo por lo cual extrañarse.

    El centro de Valencia posee edificios construidos en muchas etapas de su historia, desde la reconquista cristiana hasta el siglo pasado, por lo que presenta estilos arquitectónicos muy variados.

    Pude encontrarme con algunas casonas con elementos muy cercanos al mudéjar (lo que revela el legado del Califato en la ciudad) o de estilos bastante renacentistas.

    Las múltiples parroquias denotaban fachadas románicas con los característicos colores arenosos de todo pueblo hispano. Y las construcciones neoclásicas resaltaban el contraste de la ciudad.

    Pero la joya de su casco viejo es sin duda la catedral. Esta iglesia de pinta gótica es uno de los símbolos de la ciudad, cotizando hasta la entrada a su interior a un moderado precio, mismo que pude esquivar haciéndome pasar por un católico ferviente

    El campanario de la catedral es conocido como el Miguelete, antigua torre datada del remoto siglo XIV. Su peculiar forma y su dominante altura de más de 60 metros la hacen una de las postales más famosas de Valencia.

    Pero quizá no hay algo más famoso de Valencia que su exquisita paella, conocida hasta mis tierras como la mejor de España. Y no pudiendo irme sin probarla, compré un plato en un pequeño puesto de calle, donde comí la paella más deliciosa de todo mi viaje (sin menospreciar la que la madre de mi amiga Henar me cocinó en Madrid ).

    Volvimos al piso de Óscar por mis cosas y al anochecer me acompañó a la oficina de ESN Valencia, donde conocería mis nuevos compañeros de viaje con quienes partiría pronto a la isla de ensueño
    Pueden ver el resto de las fotos aquí:
     
  20. AlexMexico
    Cuando llegué a Francia en septiembre del 2016 tenía ya en mi cabeza el calendario escolar que regiría mis días de vacaciones durante los siguientes ocho meses en el país.
    Aunque no suelo ser un arduo planificador de mis viajes, y me gusta dejar la mayoría a la improvisación, algo era seguro: no quería volver a viajar con un frío de -10°C en Europa (como lo había hecho dos años atrás).
    Sin embargo, había dejado todavía varios destinos pendientes en mi lista. Y lo único que me tocaba hacer era elegir la mejor temporada para visitarlos.
    Así, el principal objetivo de mi viaje por Europa Central fue visitar los Alpes en Innsbruck y el castillo de Neuschwanstein en Baviera, cuya mejor fecha fue sin duda el otoño de octubre, cuando el clima está todavía bastante templado.
    El resto de los destinos fueron elegidos porque quedaban al paso. Aunque todos me habían dejado un excelente sabor de boca.
    Después de visitar Núremberg, al norte de Baviera, debía volver poco a poco a Francia, para estar de vuelta en Lyon el 2 de noviembre. Y al atravesar el vecino estado alemán de Baden-Wurtemberg, la parada obligada era Stuttgart, su ciudad capital. Sin embargo, antes de reservar mis boletos, un nombre vino a mi mente.
    Ülrich, un chico alemán que un año atrás había hospedado en México a través de Couchsurfing, me había dicho alguna vez que estudiaba en una ciudad al sur de Alemania, muy cerca de la frontera con Francia.
    No temí pedir todos sus consejos. Y como estudiante de antropología, era de esperarse que me recomendara no parar en Stuttgart, una metrópoli moderna de hormigón y cristal.
    Y poca fue la sorpresa entonces cuando me invitó a visitarlo en su casa, en la pequeña e histórica ciudad de Tubinga (a la cual me gustaría referirme por su nombre en alemán, Tübingen).
    Fue así como Ülrich hizo un espacio en su fin de semana para mí. Y un viernes por la mañana me dirigí a la terminal de autobuses de Núremberg para tomar mi camino al suroeste alemán.
    El mayor pasmo de todo mi viaje había sido, sin duda, haberme quedado sin línea telefónica, que la compañía francesa había cancelado por un malentendido. El wi-fi y mi Samsung Galaxy se convirtieron entonces en mis mejores amigos.
    Por otro lado, el sistema de transporte alemán se había vuelto mi peor enemigo. Me había ya obligado a llegar tarde en dos ocasiones y perder un bus. En tan solo 4 días.
    Transcurría entonces el quinto día y la historia se repetía. Mi autobús a Tübingen llegó con una hora de retraso a la estación.
    Sin más corajes que hacer, avisé en cuanto pude a Ülrich sobre mi demora. La débil red de internet a bordo era mi único medio de comunicación, y mi mejor arma hasta entonces eran las citas a la antigua: “nos vemos bajo el reloj de la estación a las 10:30”.
    Una hora y media después de lo esperado descendí en un frío estacionamiento, donde Ülrich me esperaba sosteniendo su bicicleta.
    Una de las mejores cosas de Couchsurfing son los reencuentros. Un año atrás él y yo habíamos disfrutado de las playas soleadas de Veracruz, del tequila y los tacos en la fiesta de cumpleaños de mi prima junto a su buen amigo Luis. Ahora caminábamos a su apartamento en una templada tarde de otoño, a más de 9,000 km de distancia.
    La Universidad Autónoma de Guadalajara lo había acogido durante un semestre de intercambio. Ahora estaba ya por terminar su tesis para titularse en Antropología.
    Nada podía sorprenderme ya de los científicos sociales, después de haber pisado tantas facultades de Humanidades en mi vida. Ülrich era uno más de aquellos que en su dificultad por encontrar un trabajo que les dé dinero haciendo lo que les gusta, entregaba paquetes a domicilio a bordo de su bicicleta.
    Al menos en Alemania eso es suficiente para pagar una renta. Un peculiar apartamento en el ático de una vieja casa junto al bosque.
    Ülrich me invitó a pasar, no sin antes dejar mis zapatos en la entrada. Pocos europeos disfrutan de caminar con calzado dentro de sus casas, me atrevería a decir.
    Un largo pasillo con al menos seis cuartos a ambos lados componían la totalidad de un típico piso estudiantil. Algo por lo que ya había pasado repetidas veces. Pero nunca es malo volver por un día a la vida universitaria.
    De la caótica alacena sacó un par de patatas, tomates, una cebolla y dos salchichas Frankfurt del refrigerador. Podrá ser antropólogo, pero al fin alemán, pensé.
    Tras aquel tradicional almuerzo, salimos de casa para aprovechar la tarde. Y mientras nos poníamos al día con lo sucedido en nuestras vidas, las calles de Tübingen comenzaron a aparecer frente a mí.

    La ciudad se sitúa justo al lado de la famosa selva negra, un macizo montañoso al suroeste de Alemania famosos por sus abundantes áreas boscosas y, claro, por sus pasteles y postres.
    Rápidamente otro típico y mágico pueblecillo germano es lo que penetró mis ojos al descender las rúas de la ciudad.

    No sé si hay manera de que las casas al estilo alemán, forradas con triángulos de madera y con un tejado en V, pudiesen llegar a cansarme. Después de ya 4 lugares recorridos en Baviera, empezaba a creer que no.
    La plaza central de Tübingen fácilmente me podía remembrar al recién visitado Ruthenburg, a Füssen, al centro de Núremberg o la Plaza Römer en Frankfurt, en la que había recorrido el mercado de Navidad.

    Pero Tübingen guarda en sí una característica que las diferencia de todas ellas.
    La ciudad aloja una de las universidades más antiguas del país. Se le considera de hecho una de las cinco ciudades clásicas universitarias de Alemania, junto con Marburgo, Gotinga, Friburgo y Heidelberg.
    Ülrich formaba parte de los 24 mil estudiantes matriculados, de los cuales 15 mil viven en la ciudad. Una tercera parte de la población de Tübingen son universitarios. Así que encontrarme con jóvenes en las calles no era nada extraño.

    Y aunque el centro histórico y la urbe tienen su encanto personal, es sin duda el ambiente juvenil lo que le da el toque especial. Ahora sabía por qué Ülrich lo prefería ante lugares como Stuttgart.

    El principal punto a donde lleva el casco antiguo es a la iglesia de Tübingen.

    El edificio de estilo gótico domina lo alto de la colina central, siendo su torre el punto más alto, desde donde se ofrecen vistas increíbles. Pero viajar con un antropólogo a veces significa no querer pagar por atracciones turísticas tan banales. Así que pasamos de ella y seguimos de largo nuestro camino.
    Tras comprar un croissant y un pan berliner, llegamos a la calle Mülhstrasse, que nos condujo hasta el pequeño puente Eberhardsbrücke, que se posa sobre el río Neckar, el afluente de la ciudad.

    Unas pequeñas escaleras nos bajaron hacia el parque Neckarinsel, un mezquino y largo islote que funge como la mejor área verde del centro histórico.

    Desde allí tuvimos hermosas vistas de la riviera, sobre la cual se yerguen antiguas casonas tradicionales al pie del castillo de Tübingen.

    El palacio es pequeño a comparación de muchos de sus hermanos en Alemania. Hoy resguarda varios museos históricos y muchas de las oficinas y aulas de la universidad. Vaya vivencia poder estudiar en un castillo medieval como ese, pensé.
    En la misma orilla del Neckar se sitúa otro de los edificios más famosos de la ciudad. La Torre de Hölderlin. Es una antigua casa real que sirvió como residencia y lecho de muerte del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Hasta entonces permanecía cerrada por remodelación,

    Antes de volver a casa Ülrich me llevó a conocer a algunos de sus amigos en un bar local.
    Una cerveza y un pretzel no podían faltar para el ocaso. Y, cómo no, una partida de futbolito. Aunque para alguien como yo, ganarle a un alemán fanático del fútbol era una hazaña un tanto imposible de lograr.
    Al caer la noche volvimos a casa bastante cansados, atravesando la ciudad que poco a poco cobraba una bohemia y simpática vida.

    Al siguiente día por la mañana, después del desayuno, Ülrich me llevó a un mercado de pulgas.
    Los mercados de pulgas son famosos en Europa. Se instalan normalmente en zonas extensas al aire libre, como áreas verdes, y venden todo tipo de artículos de segunda mano.

    Antigüedades, ropa, electrónicos, vajillas, utensilios del hogar, decoración, muebles, libros, y no puede faltar la comida.

    Aunque el desayuno había pasado hace poco, comer una salchicha bratwrust nunca está de más en Alemania.
    En nuestro camino a la ciudad nos topamos con otra antigua casona que se posaba junto al río. Un castillo que se asomaba entre las copas del bosque. Ülrich me explicó que se trataba nada menos que de la casa de una fraternidad.

    Las studentenverbindung son asociaciones estudiantiles en Alemania que funcionan de forma similar a las de Estados Unidos. Algunos de ellos son asociados a la masonería, y poseen reglas estrictas de ingreso y códigos de discreción sobre lo que pasa dentro.
    Poco podía Ülrich contarme sobre lo que ocurría dentro de aquel castillo. Pero me dejó en claro que el poder de las fraternidades va mucho más allá de los consejos griegos que comúnmente veo en las películas americanas. Incluso con las mismas novatadas.
    Volvimos a pie al costado del río Neckar, disfrutando del otoño que había colmado ya el follaje con sus vivaces y cálidos colores.

    Un grupo de jóvenes se asomaron entre la hojarasca navegando en el Neckar a bordo de sus kayaks, práctica que según Ülrich es bastante típica en la ciudad cuando las temporadas lo permiten.

    El parque Neckarinsel sirve también como embarcadero para aquellos que prefieren de un recorrido acuático que uno terrestre. Y la torre Hölderlin y el castillo vigilan siempre atentos a sus pies.

    La tarde en Tübingen no podía terminar sin probar un platillo típico de Baden-Wurtemberg, famoso en toda Alemania.
    Ülrich me llevó entonces a una taberna local para comer un plato de Käsespätzle. Son básicamente copos de pasta que se preparan con harina y huevo y se sirven con cebolla y mucho queso.

    Terminar aquel plato fue toda una odisea. Pero un tradicional apfelsaft (jugo de manzana mineral) me ayudó a pasar la comida.
    La tranquila vida en Tübingen me dio ese par de días que necesitaba, después de tanto estrés y movimiento por las ciudades del centro de Europa y los Alpes.
    Volver a la vida estudiantil nunca es algo que me moleste realmente. Y aunque sabía que Ülrich ansiaba poder finalizar su tesis de Antropología para dejar Tübingen atrás, yo me iría deseando volver para perderme en su selva negra.
  21. AlexMexico
    Algo muy común que pasa con los no europeos es que nuestra idea del viaje perfecto por Europa es siempre a bordo de un tren. Maravillosos paisajes, flexibilidad de horarios y acceso a los pueblos más recónditos del continente. Y hay mucha razón en ello. De verdad la hay.
    Pero hay algo más de lo que los viajeros muchas veces no somos conscientes: los precios de los billetes de tren no son baratos.   Además, Europa parece ser pequeño para los que venimos de países como México o Estados Unidos. Pero vamos, las distancias entre país y país van desde los pocos hasta los miles de kilómetros. Y recorrerlas en tren a veces no se adapta a nuestro tiempo si no disponemos de mucho.
    Y algo más que los novatos ignoramos es lo bajo de los costos a los que se puede conseguir un vuelo internacional en el Viejo Mundo. Todo gracias a las aerolíneas lowcost   
    Si no saben de qué hablo, échenle un vistazo a los siguientes sitios web:
    www.ryanair.com, www.easyjet.com, www.wizzair.com
    La búsqueda de vuelos es una tarea ardua para muchos viajeros primerizos que puede tornarse bastante aburrida. Pero no para alguien como yo. Especialmente cuando descubrí que mi cumpleaños (el 6 de diciembre) es el día de la Constitución española, y por tanto un día feriado para todos los estudiantes del país
    Con el aeropuerto de Santiago a pocos kilómetros de casa, mi roomie Jacob y yo sabíamos que escaparnos a cualquier parte de Europa era la opción perfecta para celebrar el puente vacacional. Pero con las reducidas opciones de destinos desde Galicia y con un presupuesto tan ajustado, nuestra mente colapsó   
    Pero un sitio web nos ayudaría en nuestra búsqueda. Su nombre es drungli.com.
    Se trata de una aplicación donde eliges el aeropuerto de salida y la fecha en la que viajas, y con el botón Take me anywhere, drungli entonces buscará los destinos más baratos entre todas las aerolíneas que operan en dicho aeropuerto.
    Sería así como conseguimos un vuelo redondo desde Santiago de Compostela hasta Frankfurt por tan solo 32 euros (sí, 580 pesos mexicanos en aquel entonces).   
    Alemania, ¿por qué no? Era casi invierno. La nieve comenzaría a caer. Salchichas, cerveza, chocolates… por un precio meramente ridículo. No veía una mejor manera de celebrar mi cumpleaños 22, lo que me llevó a comprar ambos tickets sin titubeo alguno.   
    Y si hasta entonces Jacob y yo habíamos estado alojando viajeros en nuestro apartamento y habíamos conseguido referencias en Couchsurfing (véase www.couchsurfing.com para más información) era precisamente para poder buscar un host en un momento como este. Nunca había utilizado Couchsurfing como surfer (huésped). Pero siempre hay una primera vez.   
    Con la invitación de Alex (un inglés que nos alojaría en Frankfurt) y con el vuelo pagado, no había más que hacer maletas y partir al norte. Pero todo lo barato tiene su precio.
    Nuestro primer inconveniente fue tener que faltar a clase y Jacob a su trabajo. El vuelo disponible era del 3 al 8 de diciembre, y cambiarlo representaba un alto costo extra. Así que un frío martes por la mañana (el puente comenzaba el jueves) partimos en nuestro vuelo con Ryanair, la aerolínea más barata en toda Europa.

    La compañía trabaja muy bien a pesar de todo. Muchos le adhieren una mala fama por sus precios extremadamente absurdos. Pero Ryanair tiene sus reglas, y no ofrece lugar en la cabina de equipaje ni comidas a bordo a los pasajeros que no estén dispuestos a pagar algunos euros más por los servicios.
    Después de unas dos horas en el aire llegamos a Frankfurt. Y he ahí nuestro segundo inconveniente: Ryanair no opera en el aeropuerto de Frankfurt am Main (el aeropuerto oficial de la ciudad). Ryanair solo opera en el aeropuerto de Frankfurt-Hahn, una antigua base aérea bastante alejada de la ciudad. Y con bastante me refiero a unos 120 km al oeste.   Así que básicamente nuestro vuelo no llegaba a Frankfurt, sino a algún punto del occidente alemán, prácticamente en el medio de la nada.  
    Afortunadamente Jacob se había percatado de ello antes de nuestro arribo, y gestionó la mejor forma de optimizar nuestro viaje. El aeropuerto está bien conectado por bus con varias ciudades aledañas, incluyendo Luxemburgo, Colonia, Dusseldorf y Frankfurt.
    Para ser sinceros, no es que Frankfurt nos llamase tanto la atención. Fue solo que cogimos un vuelo demasiado barato.   Cinco días en la capital financiera de Alemania podía incluso ser mucho. Así que podríamos aprovechar el tiempo dirigiéndonos a una de sus ciudades cercanas.
    Y perdido en el mapa Jacob se topó con Heidelberg, un pequeño punto 90 km al sur de Frankfurt del que no sabíamos absolutamente nada.   
    Parecía ser una ciudad atractiva. Más modesta y pequeña que su hermana del norte. Sin grandes edificios y con un castillo. Y si queríamos sumergirnos en el espíritu alemán quizá valdría la pena ver sus dos caras. La moderna y la tradicional.   
    En menos de un día Jacob nos consiguió alojo con un chico que rentaba un dormitorio en una residencia universitaria. Y en vista de nuestro nuevo plan, aplazamos nuestra llegada a Frankfurt para el miércoles por la noche, y nos quedaba aguardar por el autobús a Heidelberg.
    Realmente no hay mucho que hacer en un aeropuerto como el de Frankfurt-Hahn. Nuestro bus partía cerca de las 5:30. Y para matar el tiempo (omitiendo nuestra saludable comida en McDonald’s) decidimos recorrer un poco los alrededores.
    Mi más grande sorpresa fue ver lo rápido que oscurecía en Alemania en el horario de invierno. Apenas darían las 5 y el sol se había esfumado por completo. En verdad parecía que había llegado la hora de dormir.
    Pero no para mí. Así que caminé al vecindario más cercano para calentar un poco mis piernas (la temperatura descendía a unos dos grados para entonces).

    Paseando por los alrededores del aeropuerto Frankfurt-Hahn
    La larga espera de casi tres horas acabó cuando un gran grupo de personas abordamos el bus. Y en unas dos horas estábamos en Heidelberg.
    Jacob había recibido las indicaciones de Julian, nuestro couch, para dar con su casa. Caminamos a la parte posterior de la estación de bus y continuamos al oeste, a lo largo de una carretera que parecía bastante desolada.   
    Ninguna casa aparecía por aquel rumbo. Solo edificios industriales, talleres automotrices y alguna que otra tienda. Pero era precisamente uno de esos edificios el que habían convertido, creativamente, en una residencia estudiantil.
    Como si fuesen antiguas oficinas, dos de las tres plantas del inmueble estaban habilitadas como dormitorios, baños comunales y cocinas para los estudiantes. Y Julian estaba allí, aguardando por nosotros. Nos dio la bienvenida a la peculiar fraternidad. Para ser mi primera experiencia como couchsurfer parecía que iba a ser bastante interesante.   
    Si bien la noche parecía ya bien entrada, eran apenas las 8 p.m. Habíamos dormido en el avión y en el bus, y realmente no sentíamos sueño. Así que Julian nos ofreció dos de sus múltiples bicicletas para recorrer a gusto la ciudad.
    La cantidad de bicicletas en el bici-parking era realmente abrumadora, y denotaba el modo sustentable en el que los alemanes han decidido vivir. Por supuesto, decidimos aceptar la oferta.   
    Era difícil manejar con mi cuerpo congelándose. Casi bajábamos de los cero grados y apenas y sentía mis dedos bajo el guante. Hundía mi boca y nariz dentro de mi bufanda para poder calentarme con mi propio aliento. De verdad no estaba acostumbrado a aquel tipo de clima invernal.   
    Aparcamos las bicicletas junto a una pequeña galería y nos dirigimos a las calles del centro histórico.

    La Navidad parecía haber llegado, pero a esa hora las calles lucían poco más que desiertas. La mayoría de las tiendas y restaurantes habían cerrado ya sus puertas, y no había mucho que hacer.

    Desde el centro pudimos advertir dos de los grandes íconos de la ciudad: su puente antiguo y el Palacio de Heidelberg. Aunque para ambos sería mejor aguardar hasta la mañana para visitarlos como se merece.

    Así que rendidos, nos metimos al primer bar que encontramos y pedimos la cerveza que la mayoría tomaba: Astra, de origen alemán por supuesto.

    Luego de brindar por nuestro improvisado viaje volvimos a la residencia y descansamos para el siguiente día.
    Heidelberg es una ciudad con apenas 140 000 habitantes, por lo que su mancha urbana no es muy extensa. Julian vivía a unos 3 km del centro histórico, y tomar un tranvía fue la forma más rápida de llegar.

    La zona vieja de la metrópoli está repleta de antiguas casonas de varios metros cuadrados de superficie, la mayoría de estilos barrocos con algunos de los distintivos alemanes más conocidos.

    La mañana era bastante fresca y la gente parecía destinar el día a sus labores más cotidianas. A pesar de la alta demanda de turistas que Heidelberg suele recibir, como una de las ciudades más viejas del país, el frío otoño parece no ser la temporada favorita. Lo cual era una ventaja para nosotros.  
    Antes de adentrarnos en el centro nos dirigimos directamente a la punta este de la ciudad, pasando por corredores orillados por hermosas construcciones. Grandes viviendas con fachada de madera, iglesias góticas de órdenes luteranas. Nada parecido a lo que podía ver en México ni en España.

    La razón de nuestra visita al extremo oriental de la urbe era visitar su principal joya, el Palacio de Heldelberg, la construcción, quizá, más antigua de todas.

    Jacob junto al Palacio de Heidelberg
    Se tiene pensado que esta fortaleza existe desde los tiempos en que los celtas dominaban esta zona de Europa Central. Mientras los pueblos germánicos expulsaban a los romanos, se apoderaron de las ruinas de sus construcciones.
    A pesar de su origen medieval, su fachada actual data del Renacimiento, cuando se hicieron las mayores modificaciones a su estructura.

    Si bien las diferentes guerras sostenidas a lo largo del tiempo y algunos desastres naturales redujeron su esplendor a solo ruinas, se tiene el registro de que el Palacio de Heidelberg fue uno de los más monumentales castillos del antiguo Sacro Imperio Romano Germánico,   estado antecesor de la actual República Alemana.
    El alcázar se encuentra en una hermosa área boscosa en lo alto de un monte, a unos 80 metros de altura en relación con el resto de la ciudad, y caminar entre ella era como estar en un antiguo cuento del Medievo.   

    En su exterior, del lado oriente, unos extensos senderos y jardines conducen a la punta de la ladera del Königstuhl, la colina que domina la ciudad.

    Desde ahí tuvimos vistas increíbles de la cara lateral del palacio y del centro de Heidelberg.

    Lo que la neblina de aquella fría mañana nos dejaba admirar era simplemente magnífico. Era tal y como había imaginado a una antigua villa alemana renacentista. En un valle, a la orilla de un río, con su campanario sobresaliendo de los tejados en V y su puente de piedra que conectaba ambas partes.

    Era como viajar en el tiempo de vuelta al siglo XV.

    Bajamos de la colina para dar un paseo por el centro histórico de Heidelberg, esta vez con toda la actividad del mediodía y con la luz del sol (aunque fuese ocultada por el espesor de la niebla).
    Una mágica sorpresa que Alemania tenía preparada para mí eran los mercados navideños que tienen lugar cada diciembre.
    Si bien Alemania no es precisamente el origen del personaje de Santa Claus, Papá Noel, San Nicolás o como se le conozca en cada país, la mercadotecnia moderna ha dibujado su mítica figura en pequeños pueblos nevados de tejados de madera y arquitectura germánica. Y era imposible no sentirse en una de esas villas de ensueño caminando entre las calles de una Heidelberg decembrina.   

    Los mercados navideños consisten en stands comerciales y publicitarios posados en las plazas centrales de la ciudad. Por supuesto, cada uno decorado con la temática navideña de costumbre.

    Osos, renos, pingüinos y el infaltable Santa Claus adornaban las fachadas de cada kiosco donde se ofrecían todo tipo de productos y servicios que la época ameritaba.
    Una pista de patinaje sobre hielo, chocolate caliente, café, caramelos, figurillas de colección, esferas, bolsas de regalo, y hasta cerveza de barril.   

    La temperatura oscilaba los cero grados, pero la hospitalidad del pueblo alemán que gritaba y cantaba en aquel encantador mercado me hacía sentir más cálido que nunca.  
    Un paseo por la Karlsplatz y la calle Hauptstrasse fue para mí, prácticamente, vivir por un instante en un cuento de navidad.   

    La cantidad de productos alemanes a la venta era realmente vasta. Los apetitosos quesos, los barriles de cerveza, las butterschneeballen (bolas de nieve de mantequilla) y demás postres locales con nombres sumamente extensos y difíciles de pronunciar relucían en las vitrinas y aparadores de cada tienda. Pero un mercado de navidad es la ocasión perfecta para sacar provecho de los visitantes. Y, por supuesto, los precios suelen ser más altos.   

    Entre tantos productos y souvenirs disponibles sabía que debía comprar de forma estratégica. Gastar lo menos posible y disfrutar lo máximo.
    La elección para mi desayuno fue un gofre con crema batida y un chocolate caliente. Sencillo, barato, calórico y europeo.   

    Llegamos a la Marktplatz, la plaza central de Heidelberg, ubicada justo al lado de la antigua catedral.

    La Heiliggeistkirche, o Iglesia del Espíritu Santo, es una capilla de origen medieval y, como la mayoría de las iglesias postluteranas de Alemania, de estilo gótico. Después de calentar nuestra temperatura corporal un poco en su cálido interior, Jacob y yo seguimos nuestro recorrido hacia la segunda efigie de la ciudad.
    El puente antiguo, formalmente nombrado Puente de Carlos Teodoro en honor al príncipe que lo mandó a construir, es una de las postales más famosas de Heidelberg.

    En el lado sur de la rivera del río Neckar, que divide a la ciudad en dos, se alza una hermosa puerta custodiada por dos torres, misma que iconiza la totalidad del puente.
    Lo más maravilloso no fue caminar por su superficie de rocas, sino las estupendas vistas que desde allí se ofrecían.

    El imponente castillo sobre lo alto de todo el centro histórico, y a su vez dominado por la nubosidad del bosque a sus espaldas.

    Unas calles más al oriente la urbe parecía tocar su fin. Pero nuestra vista se dirigía siempre hacia el lado sur del río, donde se formaba un cuadro perfecto entre la torre del puente y el campanario de la catedral.   

    El puente de rojizas paredes llevaba a una zona un poco despoblada al pie de una gran colina arbolada, desde donde aprovechamos los mejores ángulos para fotografiar a la desconocida Heidelberg.

    Cuando el hambre volvió a nosotros, caminamos de regreso a la Marktplatz, en busca del mejor platillo alemán para nuestro estómago.
    Si pensaba en qué debía probar estando en Alemania, la primera respuesta para mí y para muchos era evidente: salchichas y cerveza.

    Pero la elección no era nada fácil. Por supuesto que la cerveza más barata a consumir era la de barril que ofrecían en todos los stands. Pero, ¿qué había de las salchichas?
    Con una oferta tan grande me dejé guiar por mi instinto. Y mi olfato me llevó hasta las salchichas bratwurst.
    Si bien el término bratwurst abarca una gama entera de embutidos alemanes, las bratwurst han devenido en un platillo célebre por lo fácil de su consumo. No hace falta estar sentado; no hace falta usar un plato. Sólo se necesita hambre y un buen estómago para digerir la carne de cerdo.   

    Las Rostbratwurst son, específicamente, las salchichas preparadas a la parrilla. Y es común comerlas en un pan (que me recordó al bolillo) acompañadas por papas fritas o chucrut. Yo en lo personal quise comerla al natural.
    A partir de entonces haría oficial mi adicción a las salchichas bratwurst, y no podría dejar de comerlas en toda mi estancia en Alemania, además de buscarlas hasta en los rincones más escondidos de España, México o cualquier país donde me encontrase.   

    Como postre no hubo nada mejor que un chocolate, también bastante típico alemán.   Es gracioso saber que ingredientes como el cacao y la vainilla provienen de las culturas mesoamericanas de México. Pero hay que aceptar que fueron los europeos, en especial los suizos, franceses y alemanes, quienes agregaron los ingredientes precisos para crear delicias como el chocolate con leche (vamos, los aztecas fumaban el cacao y lo preparaban con chile… no suena muy apetitoso, ¿o sí?)

    Antes de caer a la tentación y seguir comiendo salchichas y dulces,   dejamos el mercado para conocer la orilla del río y el resto del centro histórico.

    Nos topamos con viviendas flotantes, al estilo holandés, que se estacionaban justo al frente de las ostentosas y clásicas casonas junto al río Neckar.

    Las calles empedradas nos llevaron por barrios residenciales cada vez más bellos y detallados, que parecía que los balcones decorados y los tejados en V eran una obligación inmobiliaria.

    Nuestra andanza terminó de frente a un edificio administrativo de la Universidad de Heidelberg, nada más y nada menos que la universidad más antigua de toda Alemania.

    Esta es quizá la razón más poderosa por la que miles de jóvenes deciden mudarse a la ciudad para hacer sus carreras de licenciatura e ingeniería. Pero no cabe duda de todo lo mágico que Heidelberg puede albergar en cada uno de sus rincones.

    Historia, monumentos, arquitectura, naturaleza, paisajes, cerveza, salchichas y la Navidad.

    Heidelberg me había sorprendido en todas las medidas posibles. Para ser una ciudad que apenas y apareció en nuestro mapa y a la que dudamos en visitar o no, había valido completamente la pena.
    Ahora era tiempo de regresar por nuestras cosas a la residencia de Julian, de donde caminamos a la estación de bus para coger nuestro próximo destino: Frankfurt am Main.
    Pueden ver todas las fotos en los siguientes álbumes:
  22. AlexMexico
    Ser miembro de Couchsurfing comenzaba a rendir verdaderos frutos durante mi primer viaje en Europa. Había ahorrado una enorme cantidad de dinero en comparación a lo que hubiese pagado en hostales. Aunque para ser sinceros, ese dinero no existía. Mi presupuesto se acortaba cada vez más y lo reservaba exclusivamente a la comida y a cualquier emergencia.
    Si bien al llegar a España había experimentado ya la sensación de un reencuentro con amigos a miles de kilómetros de mi hogar, estaba por vivir la primera experiencia real de un intercambio Couchsurfing (para los que no conozcan la comunidad, echen un vistazo a su página web).
    Unos ocho meses atrás, cuando apenas llevaba unas cuantas semanas inscrito en la comunidad, había hospedado en mi ciudad natal a Maciek, el primer polaco que tuve el gusto de conocer.
    Un aventurero de 27 años, Maciek había recorrido los miles de kilómetros desde Ushuaia (el poblado humano más al sur del planeta, ubicado en la punta meridional de Argentina) hasta llegar a mi ciudad, Veracruz, en la costa este mexicana. Todo ello sin gastar un solo centavo en transporte, valiéndose solo de su dedo pulgar para conseguir rides en la carretera.   
    Y los cuatro días en mi casa no fueron su último destino. Alcanzó la punta norte de Alaska en menos de ocho meses desde su partida.
    Su historia y su capacidad de hablar casi siete lenguas distintas (polaco, inglés, rumano, ruso, español, portugués y francés) maravillaron a mi familia y amigos. Y a mí, por supuesto.
    Y al otro lado del mundo, a 10 000 kilómetros de Veracruz y sus calientes playas, ahora en medio de la nieve y de un crudo invierno, Maciek me había escrito para invitarme a visitar su ciudad: Cracovia.
    De hecho, él era oriundo de Toruń, al norte de Polonia. Pero vivía ahora con su novia en un apartamento de Cracovia trabajando como diseñador independiente.
    Por mi parte, había encontrado un trayecto en bus bastante barato desde Budapest, ciudad encantadora de la que partí para despedir el mes de enero.
    Y sin esperar nada más que nieve por las ventanas, atravesamos Eslovaquia para adentrarnos en Polonia, un histórico y olvidado país del que poco se sabe, más allá de su destrucción en la Segunda Guerra Mundial.
    Ansioso por descubrir más a fondo sus rincones llegué, otra vez, con una hora de retraso a la estación. Pero Maciek había aguardado pacientemente por mí.
    Caminamos hasta su casa al sur de la ciudad, atravesando el río Vístula, que divide Cracovia en dos.
    Me presentó a su novia, quien me recibió con mucho entusiasmo, sabiendo ya que yo había hospedado a su novio meses atrás en México. Me preparó un té y me dejó instalarme en el sofá de su sala, junto a su simpático gato.
    La noche no tardó en caer, que en el invierno polaco es a las 16 horas cuando el sol se oculta sin dejar nada más que la fría y oscura nieve.
    Menos mal que tenía compañía, y no tenía que pasar aquella tenebrosa noche solo en un hostal.  Y para amenizar un poco más las cosas Maciek y su novia invitaron a dos amigas suyas a casa, una de ellas una polaca judía nacida en Londres, a donde sus abuelos habían huido antes de la invasión nazi.
    Aquella chica, de la que lamentablemente solo conservo una foto y no su nombre, nos invitó a su peculiar apartamento a beber una botella de vodka, brindándome así la mayor experiencia polaca de mi vida. Vodka en la nieve.

    Y si tuviera que describir su casa en una palabra sería “acogedora”. Para decirlo más fácil, se trataba de un ático. La parte alta de una antigua casa de madera con dos piezas (salón y cuarto) decorada con velas, lámparas tenues, columpios colgantes del techo inclinado, tapetes árabes e instrumentos alternativos. Sin duda alguna se trataba de un grupo de amigos hipster.

    Una cámara análoga, una lista de películas poco conocidas, fotografías antiguas en las paredes, drinking games que trataban problemas existenciales…
    Yo no me opuse a nada. Después de todo, de eso se trataba un intercambio cultural. Mi último momento con Maciek había sido bailando música latina en el Festival de Salsa de Veracruz y bebiendo cerveza vestidos en bermudas y sandalias en el balcón de mis amigos. Ahora me tocaba sumergirme en una fría noche hipster con polacos. Son las cosas de la vida.
    La siguiente mañana Maciek me llevó a un mercado de pulgas, donde encontré algunos utensilios viejos que databan de la época comunista, en que la Unión Soviética gobernaba el país. Luego de ello estuvo dispuesto a enseñarme un poco de la ciudad que ahora le acogía.

    Cracovia no es la capital de Polonia, pero es un nombre que, por lo menos, a muchos les suena conocido.
    Es la segunda ciudad en tamaño, población e importancia en el país, después de Varsovia. Un punto de referencia cultural, estudiantil e industrial para el este europeo.
    No por nada fue una de las ciudades que muchos emigrantes eligieron cuando arribaron a esta zona del continente, entre otros los judíos.
    Aunque todos conocemos la trágica historia que vivió Polonia de 1939 a 1945, en especial la comunidad judía ante la invasión de los nazis, el barrio judío de Cracovia, Kazimierz, es uno de los que quedaron en pie después de la Segunda Guerra Mundial.

    Así, en Kazimierz algunas sinagogas todavía se yerguen en su esplendor, casi intactas. Aunque hoy ya no es un vecindario exclusivamente judío, una de las sinagogas todavía está abierta al culto.

    Las calles de Kazimierz son también el lugar donde se grabaron las escenas urbanas de La lista de Schindler, el filme de Steven Spilberg que mereció el Oscar a la mejor película en 1993.

    De hecho, la fábrica real (Deutsche Emailwaren Fabrik) donde Oscar Schindler empleó a miles de judíos para salvarlos de ser deportados a los campos de concentración, se encuentra al sureste de Cracovia, convirtiéndola en otra atracción turística.
    Cracovia es también el lugar donde crecieron celebridades como Karol Józef Wojtyła (el Papa Juan Pablo II) y Roman Polanski (director de El pianista), quien de hecho fue un sobreviviente judío del gueto durante el holocausto, cuyos padres fueron asesinados en Auschwitz.
    Pero las cosas en Cracovia no son del todo malas. La historia es solo cosa del pasado. Así que Maciek se encargó de mostrarme su mejor cara. Y eso incluía, por supuesto, la comida.
    Me llevó entonces a un pequeño puesto que parecía ser de comida rápida, en el centro de la ciudad. Me contó que era el mejor sitio para probar el platillo estudiantil por excelencia: la zapiekanka.

    No es nada complicado. Se trata de medio pan tipo baguete servido con algún tipo de carne, embutido o champiñones, queso derretido, vegetales y kétchup para decorar.
    No es el mejor platillo del mundo, pero sacia el hambre por solo 10 eslotis (unos 2.5 euros).
    Luego de comer Maciek tuvo que dejarme para volver a casa a trabajar. Así que me dije a conocer Cracovia por mi cuenta.
    Me dirigí primero al sur del centro histórico, donde se distingue desde lejos la colina de Wawel. Y en su cima se alza uno de los mayores elementos históricos de Polonia: el Castillo de Wawel.

    No muchos saben la fuerza que alguna vez poseyó el Reino de Polonia, que durante más de 700 años gobernó más allá de los territorios que actualmente posee el país, hasta que en el siglo XVIII fue repartido entre las tres potencias adyacentes: los imperios de Prusia, Austria y Rusia.
    Y como todo reino en Europa, Polonia tuvo su propio castillo amurallado que sirvió como residencia para la familia real.

    El Castillo de Wawel fue por tanto el centro político del Estado durante muchos siglos, y hoy permanece orgulloso como muestra de una nación que ha resurgido de las cenizas repetidas veces.

    Polonia no solo se vio invadida por las potencias extranjeras durante los siglos XVIII y XIX, sino durante la Segunda Guerra Mundial con el Tercer Reich Alemán y durante la Guerra Fría, como una república satélite de los soviéticos.
    Hoy el gobierno conserva cuidadosamente el complejo del castillo, que alberga un enorme museo de arte.

    Es difícil describir el castillo en pocas palabras, ya que por las repetidas guerras que ha sufrido la ciudad durante su historia el conjunto de edificios que se agrupa alrededor de un patio central ha sido modificado constantemente.
    Así, mientras las murallas tienen un estilo medieval románico, muchas construcciones lucen fachadas completamente renacentistas o góticas.

    Pero sin duda el edificio que más destaca entre todos es la Catedral de San Wenceslao y San Estanislao, mejor conocida como Catedral de Wawel.

    Se trata del santuario religioso más importante de Polonia, ya que en su interior fueron coronados todos los reyes del antiguo reino.
    A primera vista me pareció un grupo de torres separadas. Pero todas forman parte del mismo templo.

    Esto se debe a la cantidad de reformas que añadieron los distintos monarcas a lo largo de sus más de mil años de historia, cuando el cristianismo llegó a Polonia, siendo hoy uno de los países más fuertemente católicos del mundo.
    Los estilos arquitectónicos que más saltaron a mi vista fueron el gótico y el renacentista, testigos de los distintos gustos artísticos de cada época.

    El conjunto de Wawel fue declarado por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad, al igual que el antiguo barrio de Kazimierz. Ahora me faltaba conocer el resto del patrimonio que la ciudad resguardaba en su centro histórico.
    Por suerte la nieve había ya comenzado a derretirse, haciendo un poco menos difícil mi paseo por las calles. Aunque, sinceramente, a veces prefería la nieve densa que la nieve a medio derretir, una insoportable trampa para mis pies.

    No obstante, pude disfrutar de mi caminata sin copos de nieve ni viento que golpeasen mi cara, sintiéndome libre de mirar a todos lados para estudiar cada detalle de la antigua Cracovia de hoy.

    A diferencia de ciudades como Berlín, muchos de los edificios en Cracovia permanecen intactos tras los horrores de la guerra, dejando al descubierto las maravillas arquitectónicas de la urbe.

    Desde iglesias góticas medievales hasta lujosas viviendas renacentistas.

    El corazón de la metrópoli lo marca sin duda la gran Plaza del Mercado, la plaza medieval más grande de Europa.

    Su nombre se debe al edificio que se posa en el medio. El Sukiennice, o Lonja de los Paños, es una síntesis de la arquitectura polaca, donde por muchas décadas se llevó a cabo el trueque comercial de productos tan diversos como especias, textiles, seda, cuero y minerales, lo que demuestra el poder económico que alguna vez poseyó Cracovia.
    Al este de la explanada se encuentra otro monumento religioso de suma importancia para la ciudad. La Basílica de Santa María.

    Otro deleite del gótico polaco, su peculiaridad está en la desigualdad de sus torres, que resguardan una leyenda.
    Se dice que ambas fueron construidas por dos hermanos arquitectos, quienes hicieron una apuesta para ver quién construía la torre más alta en menos tiempo. En la faena, uno de ellos mató al otro. Tiempo después, el homicida arrepentido se tiró desde la torre que él mismo construyó.
    Verdad o mentira, es otro ícono distintivo de Cracovia que marca una estampa para cualquier turista que, como yo, recorre la inmensidad de su patio central.

    Y del otro lado, al oeste de la Lonja, se posa majestuosa una torre barroca que vigila la totalidad de la villa.

    Se trata de la Torre del Ayuntamiento, el único vestigio que queda del antiguo palacio de gobierno local de Cracovia, que hoy sirve como sala de exposiciones permanentes sobre la Plaza del Mercado.
    Finalmente caminé rumbo al norte para toparme con un trozo de la antigua muralla de la ciudad.

    La barbacana es uno de los últimos recuerdos de lo que alguna vez fue una de las metrópolis medievales más poderosas del este europeo.

    Al volver a casa de Maciek y atravesar el río tuve una increíble vista nocturna del Castillo de Wawel, una perfecta postal para recordar lo mejor de Cracovia.

  23. AlexMexico
    Hasta el año 2012 el punto más lejano que mis inquietos pies habían alguna vez pisado era la estrepitosa Guatemala, a donde ingresé sin pasaporte y sin documento alguno que me protegiera en el extranjero como ciudadano mexicano (bastante arriesgado para cualquiera ).
    Al finalizar aquel año daría el adiós a un grupo de inigualables amigos, que como una familia foránea, me habían acogido en la capital mexicana, y ahora partían de regreso a su lugar de origen. El más remoto de ellos, España, donde cuatro de mis compañeros habían sido patriados desde el primer momento en que vieron la luz.
    Mis deseos de volver a verlos me orillaron a buscar hasta la oportunidad más recóndita para partir en un viaje relámpago hacia la madre patria… y como una aguja en un pajar, esperaban por mí las becas de movilidad estudiantil, que recién habían firmado un nuevo convenio con la Universidad de Santiago de Compostela, en la punta gallega del país ibérico.
    Con algunas dudas sobre mis posibilidades de obtener la subvención, pero sin nada que me detuviera a solicitarla, pocas semanas pasaron para que me fuese informado que había sido uno de los afortunados seleccionados para partir a Europa a mediados del 2013, año en que se consumaría el primer gran viaje de mi vida
    Y con solo información nubosa sobre el destino que me esperaba, me vi inmerso en toda serie de trámites y eventos que me iniciaron en un ritual burocrático, que pronto se volvería rutina para un novato como yo  procedimientos mismos del que todo viajero primerizo debe estar enterado.
     
    PREPARATIVOS PARA EL EXTRANJERO
    Desde la remota Edad Media eran utilizadas por las autoridades locales de los principados europeos pequeñas papeletas que permitían el pase por las puertas (o portes) de las ciudades. Es quizá la forma en que nacieron los famosos pasaportes, que aunque devotos de un mundo del que todos somos dueños, y en el cual merecemos libre tránsito, tras décadas de guerras y atentados es necesario un control de quién entra y sale de cada estado nación.
    Por ello, el pasaporte es nuestro primer paso en aras de salir del país. En algunos casos específicos no será necesario portarlo, pero ello solo se reducirá a los miembros del Espacio Schengen (Unión Europea, Suiza, Noruega e Islandia, con excepción de Irlanda y Reino Unido) y a los miembros del Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay, Bolivia, Uruguay y Venezuela). Siempre que viajen dentro de los territorios del espacio común, bastará con mostrar su carné de identidad nacional. Para todos los demás, el pasaporte siempre nos será solicitado.

    Puede que el trámite o renovación de un pasaporte nos produzca algunos dolores de cabeza, con las citas anticipadas, los pagos al banco nacional y la recopilación de algunos documentos  pero poseer este pequeño cuadernillo nos llenará de satisfacción, sobre todo al verlo repleto de rúbricas que marcarán nuestra entrada y salida a cada país de tal suerte que nos convertiremos en afanados coleccionistas de sellos.
    El pasaporte nos abrirá la puerta a la mayoría de los países del mundo, pero es aquí donde jugarán un papel importante las relaciones exteriores: depende del país en el que hayamos nacido tendremos la suerte o no de transitar fácilmente con solo este documento en mano  Si no es el caso, tendremos que tramitar un visado para el país que nos recibirá.
    De esta forma, conforme a los acuerdos y relaciones que haya entre las naciones, éstos pedirán la posesión de una visa o no a los turistas que los visiten. Así, los latinoamericanos necesitaremos visa para ingresar a Estados Unidos, los gringos la portarán para ingresar a Rusia y prácticamente todos la necesitarán para visitar Corea del Norte Por ello, es importante informarnos desde antes si nuestro destino exige dicho trámite y acudir a su embajada local lo antes posible.
    La mayor parte de los países permiten a los visitantes en condición de turistas permanecer de 90 a 180 días dentro del territorio nacional (aunque puede variar mucho de un estado a otro). Solo se nos permitirá quedarnos más tiempo si poseemos alguna de las otras modalidades de visado internacional: visa de trabajo, visa diplomática, visa de matrimonio o, como en mi caso, visa de estudiante

    Un detalle importante a mencionar es que no compremos nuestro boleto de avión antes de recibir un visado ‼️ pues las autoridades migratorias del país destino son quienes decidirán las fechas de vigencia del mismo, y no nos convendrá haber comprado un vuelo que llegue dos días antes de nuestra fecha de entrada permitida, ni diez días después de nuestra fecha de salida En dicho caso, se nos podrá negar el ingreso al país, o tendremos que pagar una multa por cada día extra (como desafortunadamente me pasó en Perú, donde debí pagar un dólar por cada uno de los 14 días que permanecí de más  ).
    Con suerte, será suficiente para nosotros portar nuestro pasaporte y correspondiente visado para viajar por todo el mundo… pero cada país, libre y soberano, pondrá sus propios requisitos de ingreso, que además de pasaporte y visa, pueden incluir otros documentos como: reservas de hotel o cartas de invitación de ciudadanos locales, estados de cuentas de tarjetas de crédito o débito, cartillas de salud con ciertas vacunas obligatorias, boleto de transporte de salida del país y comprobante de un seguro médico de gastos mayores.
    Comúnmente podemos hallar este tipo de información en el sitio web del Ministerio de Asuntos Exteriores de cada estado. Y, por experiencia, debo decir que rara vez se nos solicitarán tales papeles. Pero es aquí donde el oficial de migración, comúnmente clasista, racista y soberbio, tendrá el libre albedrío de pedirnos o no los documentos, y será él quien tenga la última palabra Así que más nos vale ir preparados ante cualquier situación que se nos presente.
    Así nos sea o no exigido un seguro médico, será necesario ante cualquier caso de emergencia. Aunque la salud sea un derecho humano básico y universal, rara vez un país cubrirá los gastos de seguridad de una persona que no sea ciudadana local ‼️ Y me tomo la molestia de hacer otra mención: si bien nuestros consulados estarán siempre ahí para abogar por nosotros fuera de nuestro país natal, ellos NO tienen la obligación de pagar por nuestros servicios médicos.
    Claro está que en algunos casos serán otros quienes puedan costear cualquier daño a nuestra persona, como los accidentes de transportes (en los que las compañías nos otorgarán un seguro de viajero) o en casos extremos donde el estado se vea involucrado.
    Existen muchas compañías de seguros, y vale la pena cotizar con cada una de ellas. Para darse una idea general, yo pagué cerca de 280 USD por un seguro con cobertura de 180 días.
    Dicho todo esto, con mi pasaporte, visa y seguro médico en mano, fue momento de buscar mi pase de abordaje
     
    BOLETOS DE AVIÓN
    La fastidiosa búsqueda por el mejor ticket de avión fue quizá el trabajo más arduo de toda la jornada sobre todo si tomamos en cuenta que casi siempre es el mayor gasto que tendremos en un viaje de esta naturaleza.
    Para aquel entonces nunca había tomado un vuelo, y la corta experiencia de mis familiares y amigos reducía mis posibilidades a muy pocas
    En un principio fue común pensar que las únicas aerolíneas que tendrían un vuelo México – España serían Aeroméxico e Iberia, y que en el resto de ellas, al verse obligadas a hacer escalas, el precio se elevaría mucho más. Pero para mi sorpresa, ambas compañías ofertaban vuelos excesivamente caros para la temporada en que yo debía arribar
    Los buscadores de internet no me auxiliaban mucho, al mostrarme los costos sin impuestos incluidos, que me ofrecía una idea errónea del precio total. Y si intentaba comprar alguno con la tarjeta de crédito de mi padre, dejaban a un lado la modalidad de pago a meses, y no hace falta hablar de los cuantiosos intereses
    Al final, descubrí que la mejor manera de adquirir los vuelos es cotizarlos desde las páginas oficiales de las aerolíneas siempre tratando de ser flexible con nuestras fechas. Si tenemos la totalidad del dinero en nuestra cuenta bancaria nos convendrá comprarlo en una sola exhibición, a menos que la compañía nos ofrezca una promoción de pagos sin intereses.
    Como no fue así mi caso, me vi obligado a recurrir a una agencia de viajes  donde pudimos hallar una manera de pago favorable con una tarjeta de crédito departamental. Finalmente, la aerolínea elegida fue la prestigiosa Lufthansa, ya que al no poseer visa de tránsito estadounidense no podía hacer escala en ningún aeropuerto con American Airlines 
    Por supuesto, toda agencia de viajes cobrará un precio extra por la gestión y expedición del boleto. Es mejor, desde luego, hacer la compra nosotros mismos. Para ello (como muy tarde lo supe) podemos usar las alarmas de los buscadores de vuelos, como skyscanner o despegar, quienes nos avisarán cuando salga un vuelo acomedido a nuestra fecha y presupuesto
     
    AEROPUERTOS
    No debe existir en el mundo un lugar más concurrido y agobiante que un aeropuerto internacional (aunque también quizá la bolsa de valores de Nueva York ).
    Una noche antes de mi partida recibí un correo electrónico de la compañía, pidiéndome realizar lo antes posible mi check-in, concepto que hasta entonces solo conocía en los hoteles
    Siendo éste último un requisito que se puede realizar en línea o de manera presencial en los kioscos del aeropuerto, vale la pena hacerlo con la mayor antelación posible (entre 72 y 24 horas antes, según la compañía). De todas formas, no pude cambiar mi asiento, que como todo mundo sabe, no son nada buenos cuando se encuentran en medio de una fila de tres No tener acceso al pasillo de forma directa es, sin duda, un gran inconveniente del que uno se da cuenta en un vuelo nocturno de más de 10 horas de duración
    Confirmado mi viaje, me preocupé por imprimir mi pase de abordar que, cabe decir, de nada nos sirve cuando necesitamos documentar una maleta en el mostrador de la aerolínea. Pero debemos tener cuidado. En todos nuestros viajes aéreos debemos verificar las políticas de la empresa, pues hay quienes extienden el pase de abordar en ventanilla de forma gratuita, y hay quienes lo hacen por un costo extra (y hasta una hora determinada). Así que nunca está de más imprimir nuestro boleto desde el momento del check-in en línea (o al menos, llevarlo en nuestro Smartphone o tablet).
    Llegar por primera vez al aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México fue como adentrarme en una telaraña gigantesca  donde yo era el último eslabón de la cadena alimenticia, listo para ser devorado

    Una marabunta humana corría en todas direcciones de la desmedida terminal número 1 siempre cargando sobre sus hombros la inapelable presión del tiempo. Y acatando las órdenes de mi pase de abordaje, me vi en la entrada del aeródromo 3 horas antes de mi partida, que devendrían en una prolongada e innecesaria jornada de espera 
    Tan cándido como todo principiante, busqué apresuradamente la ventanilla de Lufthansa, pensando en si el tiempo que me quedaba era suficiente para mi documentación.
    Después de una escrupulosa búsqueda advertí la extensa fila que se formaba tras la ventanilla de la aerolínea, tras lo cual mi desesperación podía más que mi paciencia
    Con dos o tres hojas de la reserva y el check-in en mis manos, el empleado del mostrador me miró como a un inocente cordero adentrándose en el matadero. Me sonrió y tomó las hojas; luego me dijo: esto no sirve de nada, no lo necesitas.
    Con tan solo mi número de pasaporte, buscó mi reserva y procedió a pesar mi maleta. En ese momento me sentía más dentro del avión que fuera, y el desasosiego entonces subió hasta las nubes
    Por tal conmoción, no pude analizar la siguiente frase que de la boca del hombrecillo salió:
    “Nuestro vuelo está sobrevendido. Estamos ofreciendo una compensación de 400 euros a los pasajeros que deseen quedarse en tierra una noche más, y quieran salir en el vuelo de mañana a la misma hora.”
    Un día antes había acordado con mi amiga Henar nuestro encuentro en el aeropuerto de Madrid, y no deseaba hacerla cambiar de planes. Por tanto, rápidamente rechacé la oferta.
    Con mi boleto en mano y mi mochila rumbo al portaequipaje, corrí a encontrarme con mis padres. Fue entonces cuando reaccioné ante la situación  no había rechazado 400 pesos mexicanos ¡Había rechazado 400 euros gratis! ¡Por una noche menos en Madrid que nada más me costaba! Vaya lío, pensé Pero ya nada podía hacer
    Resignado a partir sin 400 euros más en la bolsa, mi siguiente paso fue hallar una casa de divisas para cambiar mis últimos pesos por algunos euros en efectivo. Y aquí es donde debo recomendar, siempre tratar de cambiar fuera del aeropuerto, pues dentro del mismo las monedas suelen casi siempre ser más caras a la venta
    Con más de dos horas por delante, me di cuenta de la exageración de ser tan preventivo, y de lo aburrido que puede ser llegar tres horas antes de un vuelo, cuando la puerta de abordaje cierra aproximadamente media hora antes del despegue.
    Paseándome entre los negocios de comida rápida y la muchedumbre fue como decidí matar el tiempo, hasta que mis padres decidieron partir de regreso al hotel. Entonces llegó el momento de la primera gran despedida cuando su retoño se aventuraba completamente solo a 9000 kilómetros de distancia.

    Entre bendiciones y caricias, me dirigí al control de seguridad, para ingresar por fin a la sala de espera.
    Es conveniente saber qué portar y qué no portar en los controles, sobre todo si contamos con una maleta de mano que viajará con nosotros a bordo de la cabina del avión.
    Líquidos en botes de más de 100 mililitros y fuera de bolsas de plástico están prohibidos !! Bebidas, alimentos, artículos inflamables, puntiagudos, gases, elementos corrosivos, alcoholes, todo ello está por demás prohibido.
    Lo mejor es ir preparado y evitarnos de pena de perder algo en manos de los guardias, quienes deliberadamente tirarán nuestras cosas a la basura Aunque cabe decir que algunos aeropuertos son menos estrictos. Pero ni hablar de los de Estados Unidos o Alemania, donde por ninguna súplica nos dejarán portar nada de lo acordado
    Tras casi desnudarme para pasar el escáner, cogí mi maleta y proseguí a la oficina de migración, donde me obsequiaron mi papeleta de salida del país. Después, no había más que esperar el momento del abordaje
     
    VUELOS
    Para mi suerte, mi primer vuelo sería en un gigantesco avión Boeing 747, que con tan solo verlo por fuera me hacía pensar en lo valientes que eran los pilotos al poner al aire tan monumental estructura artificial
    El control de abordaje suele ser bastante lento, sobre todo para vuelos internacionales tan demandados. Y como había decidido viajar con Lufthansa, la mejor aerolínea de Alemania, haríamos una escala en Fráncfort, ruta sumamente cotizada desde todos los puntos del planeta.
    Personajes de todas las edades y razas subían lentamente al interior de la nave. Buscaban sigilosamente su asiento, auxiliados por las hermosas azafatas de acento germánico
    Su perfecta adaptación políglota nos daba la bienvenida en tres idiomas diferentes, hasta que tomábamos nuestro asiento en los pasillos de clase turista.
    El aire acondicionado era perfecto para la época, lo cual me hizo arrepentirme rápidamente de la ostentosa vestimenta que había decidido portar aquel día, con dos suéteres al hombro que terminaron en el portaequipaje de cabina  No hay nada mejor que viajar cómodos, con ropa holgada y suave que nos permita circular la sangre tras largas horas en la misma posición
    El rápido ascenso dejó a nuestros pies la inmensidad de la capital mexicana, de la que me despedía para no volverla a ver hasta dentro de seis largos meses
    Las 12 horas de vuelo que se venían encima me hacían preguntarme cómo sobreviviría a tan incómodo asiento No se trataba del cojín, ni de la atención al pasajero, sino del reducido espacio con que Boeing y Airbus diseñaban las sillas en la clase económica (que claro, por algo se llamaba económica).
    Verme atrapado entre dos pasajeros alemanes que se disponían a dormir toda la noche me decía al oído: no bebas más agua, no querrás pararte al baño… pero era simplemente inevitable
    Por fortuna, el hombre a mi derecha se mostró siempre tan amable, al dejarme salir en repetidas ocasiones, mismas en las cuales aprovechaba para estirar mis entumidas extremidades
    Una apetitosa cena, un saludable desayuno, aperitivos para mis películas y cero bebés en llanto hicieron de mi primer vuelo una mejor estadía de la que había imaginado. Y tras medio día en el aire por fin arribamos al increíble aeropuerto internacional Frankfurt am Main, uno de los más grandes de Europa y de los más transitados en el mundo
    Realizar una conexión en el aeropuerto de Fráncfort es una cosa de locos descender del avión, pasar por migración, enfrentar la entrevista del gendarme, buscar la línea de conexión, descubrir que tu vuelo parte de la otra terminal, hallar el aerotren que te llevará a la otra terminal, caminar largos pasillos, llegar al control de seguridad, enfrentar una extensa y lenta fila, enfrentar a la seguridad alemana…
    Debo aceptar que el aeropuerto es muy amigable con los pasajeros, poseedora de múltiples señalizaciones y policías bien informados. Pero la inmensidad del complejo y la cantidad de gente que transita es simplemente una demencia
     
    REENCUENTROS Y SUEÑOS CUMPLIDOS
    Al fin a bordo del segundo y último avión, viajamos pocas horas hasta el Aeropuerto de Barajas en Madrid
    Siguiendo mi instinto de burocracia, buscaba la oficina de migración para recibir mi sello de entrada al país; pero ahora conocía el funcionamiento de los bloques económicos: la Unión Europea funciona como un solo país en cuestiones de migración, por lo que solo se sella en el primer país de entrada.
    Seis meses después de mi promesa, hallé fuera del aeropuerto a mi amiga Henar, fumando un cigarrillo en espera de mi arribo. Un fuerte abrazo me dio la bienvenida a tierras ibéricas, donde pasaría mis próximos seis meses, repletos de aventuras inimaginables aguardando por mí
    Es así como comienzo los relatos de mis aventuras por el viejo continente...
  24. AlexMexico
    Mientras más me aproximaba al levante de Europa, casi culminado el mes de enero, más desdeñaba la temperatura de los cero grados centígrados, que ahora lucían casi como un anhelado verano para mí.  
    Praga había sido mi primera parada en la Europa Central y no me había dado nada de qué arrepentirme. Pero cada vez me movía más al este del continente y, francamente, se acentuaba mi cobardía por encarar al invierno oriental.   
    Mi última mañana en la capital de la República Checa tomé el bus que me llevaría 300 kilómetros al sur, justo al lado del legendario río Danubio, el más largo de la Unión Europea que por siglos marcó la frontera norte del Imperio Romano.
    Me adentré entonces en los actuales territorios de Austria, el sexto país en mi lista. Viena estaba justo en el paso hacia mi último destino del este, y era obligado hacer una escala en la centenaria ciudad imperial.
    En ella vivía entonces Matthías, un austriaco (originario de Graz) estudiante de Relaciones Internacionales que había hecho su intercambio en la Universidad Autónoma de México, y a quien había conocido hace poco más de un año atrás.
    Para mi suerte, cursaba el último año de su carrera en la capital austriaca antes de volar a México para reencontrarse con su novia. Y antes de desalojar su apartamento me ofreció gentilmente hospedarme en él durante mi estancia.   
    El único problema era que él debía trabajar hasta las 6 p.m. aquel día. Viajar en enero, durante los exámenes finales, no era una buena idea del todo si quería hacer Couchsurfing. Así que desde mi arribo al mediodía debía cargar mi mochila hasta que cayera la noche sobre la ciudad.
    Desde la estación de bus tomé el metro hacia el centro histórico, exactamente a la parada Stephansplatz.
    La estación lleva ese nombre por encontrarse justo al lado de la Plaza de San Esteban, y más específicamente, de la Catedral de San Esteban.

    Su torre de campanario de 136 metros de altura es uno de los símbolos de Viena y el elemento gótico más representativo de todo el país.

    Desde que salí del cálido subterráneo para ver el imponente templo me di cuenta de que la ropa térmica, mis dos jersey y mi chaqueta no serían suficientes para aguantar toda una tarde al aire libre en Viena.
    Aunque la nieve en las aceras estaba casi por completo derretida, la sensación térmica bajaba hasta unos 9 grados bajo cero. Y, al igual que me ocurrió en Berlín, eso convertía en un reto tomar una buena fotografía, lo que implicaba sacar mis manos de los bolsillos y exponerlas al gélido ambiente. Y sabía que con mi pesada mochila sobre mi espalda, aquella sería una larga y fatigante jornada.   
    Desde la Plaza de San Esteban también era visible la Iglesia de San Patricio, un templo barroco que hoy ha sido transferido al Opus Dei.

    Justo cuando comencé a caminar hacia el sur para alcanzar la avenida principal del centro, una fuerte nevada comenzó a caer. No era una nevada de ensueño, sino todo lo contrario. El viento bufaba con lozanía y sin piedad, atizando mi rostro con sus helados copos que se hacían cada vez más gruesos. 
    Mi afelpado gorro y mi cubreorejas devinieron en un nada absoluto que se vieron incapaces de proteger mi cara de aquel blanco infierno. Y me dispuse pronto a resguardarme en el café más cercano, donde aproveché para comer algo caliente.
    Entonces lo decidí: ¡no volvería a viajar en invierno! Al menos no a Europa Central.   
    Cuando la ventisca abdicó pude por fin salir en paz. Di la última bocanada de un abrasador aire antes de dejar la holgura de la cafetería y me enfrenté de nuevo a la cana atmósfera que inundaba Viena.
    Caminé hacia el sur hasta alcanzar la RingStraße, la avenida de circunvalación que rodea el centro de la ciudad.
    Hasta 1857 estaba ocupada por la muralla que rodeaba la capital austriaca. Hoy es un amplio bulevar que posee en ambas orillas monumentos increíbles que han sido declarados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad, lo que lo convierte en uno de los atractivos más visitados por los turistas.
    Uno de los más célebres es, por supuesto, el Teatro de la Ópera Estatal de Viena.
    Viena es bien conocida por ser la capital musical de Europa y, para muchos, del mundo. No por nada la imagen de Mozart, nacido en Austria, aparece en casi la mitad de los souvenirs que se venden en las tiendas.   
    El edificio posee, de entrada, una historia bastante controversial. Por más bello que parezca, su construcción a mediados del siglo XIX causó una decepción en los vieneses, quienes esperaban mucho más de la nueva casa de la música nacional. Eso ocasionó nada menos que el suicidio del primer arquitecto y la muerte por infarto del segundo, quienes nunca vieron terminada su obra neorenacentista de la que hoy goza la metrópoli.

    Al verme frente al inmenso y emblemático edificio y tocar mi billetera supe de inmediato que Viena sería otra ciudad a la que debería volver. Un concierto en la Ópera y la entrada a sus innumerables museos sumaba una cuantiosa suma. Y era algo que, lamentablemente, no podía darme el lujo de pagar. No si quería comer y asegurarme de no dormir en la calle   Y la Ópera no fue el último lugar al que desearía haber podido entrar.
    Unos metros al oeste, siguiendo la RingStraße, me topé con el inmenso Palacio Imperial de Hofburg, residencia antigua y actual del poder ejecutivo de la nación austriaca.

    Sus numerosas salas y estancias albergaron a las familias imperiales de Austria durante más de seis siglos, que vieron pasar por su territorio a un ducado, un archiducado y un imperio que tuvo su fin al final de la Primera Guerra Mundial, cuando el país abandonó la monarquía para convertirse en una república.
    Con el mapa de la ciudad en mis torpes manos envueltas con unos débiles guantes que poco me ayudaban, llegué a la parte sur del palacio desde los jardines imperiales, que para entonces no eran otra cosa que una enorme manta de nieve.

    Exquisitas estatuas de mármol se posaban por toda la extensión de los huertos, que fusionaban su blanco con el de la escarcha a su alrededor.

    Pero el monumental palacio parecía no mostrarme su mejor ángulo. No con la docena de edificios que, de hecho, componen el complejo, entre los que se encuentran el Museo de Etnología, la Biblioteca Nacional de Austria y la Escuela Española de Equitación, todos ellos destinos que pueden ser visitados por separado por precios individuales que no me vi dispuesto a costear.  
    Por el contrario, preferí caminar hacia la Maria-Theresien-Platz para fotografiar los exquisitos edificios que la flanquean.

    La plaza pública está justo al lado de la RingStraße y está dedicada a la emperatriz María Teresa, cuya estatua se posa en el medio.

    Los dos formidables edificios gemelos (de hecho, casi gemelos) en sus extremos norte y sur fueron mandados a construir a finales del siglo XIX por el emperador Francisco José I para dar cabida a las colecciones privadas de la realeza de una forma digna de la misma. Hoy, al ser bienes públicos, albergan al Museo de Historia Natural y al Museo de Historia del Arte.

    Y si creía ya haber visto suficientes museos en el centro de la capital austríaca, solo bastaba voltear al oeste de la plaza y admirar el Museumsquartier.

    Es el octavo complejo cultural más grande del mundo, y fue edificado en el 2001 para albergar a otros tantos museos, centros de convenciones, estudios y espacios de exhibición que hacen de Viena otra capital cultural del mundo.
    Pero no había terminado.
    Del lado este de la Maria-Theresien-Platz otra plaza más grande, también flanqueada por museos, se extendía bajo la nieve.

    La famosa Heldenplatz, o Plaza de los Héroes por las estatuas de los heroicos jefes miliatres del Imperio, es justo donde hace ochenta años Hitler anunciaba la anexión de Austria al Tercer Reich.

    Pero la plaza no es solo célebre a causa del discurso nazi que opacó la historia del país, sino por la magnitud de las construcciones que se posan a su alrededor.
    Allí estaba el resto del Palacio de Hofburg, la cara que me había estado ocultando ante su enorme extensión.

    Y por si fuera poco, y nada sorprendente ya, su interior resguardaba otro puñado de museos y salones imperiales que tampoco podía atreverme a pagar. ¡Vaya decepción!   

    Estaba en Viena, capital de la música y los museos, parado frente a uno de los palacios más lujosos y emblemáticos de la monarquía europea, sin dinero para entrar.   
    Pero no todo era tan malo. Estar allí era mejor que no estarlo. Aun con la nieve. Aun con el frío. Aun con mi mochila al hombro sin un lugar donde alojarme hasta que llegase la noche.   
    Para calmar un poco mis ansias y mi depresión financiera caminé un poco más al norte de la RingStraße, donde se asomaba otra torre icónica de la ciudad entre un nublado cielo.

    Se trataba del Ayuntamiento de Viena, un maravilloso edificio neogótico frente al cual se había instalado una pertinente pista de patinaje para el recreo de los residentes y turistas.

    En la otra esquina, los patinadores podían deleitarse con la fachada del Burgtheater, el Teatro Nacional de Viena.
    Allí, mirando a los pequeños caerse sobre el rígido hielo, tomé un poco confortable descanso bajo el frío para coger el wi-fi gratuito que la ciudad me ofrecía y enviar un mensaje a Matthias, avisando de mi situación actual.

    Sabiendo que en poco tiempo podría reunirme con él, sin tener que esperar necesariamente la oscura noche, di mi última caminata hacia el norte de la RingStraße, hasta alcanzar la iglesia Votivkirche, donde pude tomar el metro hacia el sur de la ciudad.

    Me reuní finalmente con Matthias en su increíble apartamento, muy distinto al que rentaba en la ciudad de México cuando lo conocí.  
    Su bienvenida no pudo haber sido más reparadora. En aquella fría noche entrar a un cálido departamento adornado con papel picado de colores y botellas de salsas picantes mexicanas me reconfortó después de la dura caminata, y me llevó por un instante de vuelta a mi país, al que Matthias parecía amar y extrañar.
    Sin embargo, esa noche no cocinaría algo mexicano. Y decidió, por el contrario, hacerme degustar un básico platillo austriaco: una salchicha vienesa con mostaza y raíces.   
    Era muy parecida a las bratwurst alemanas, pero esas raíces le dieron sin duda un toque distinto. Aunque para ser sincero, eran demasiado picantes para mí. Un picor muy distinto al de los pimientos mexicanos a los que estoy acostumbrado.   Pero a Matthias parecía no molestarle en lo absoluto.
    Tras un poco de crema muscular en mis hombros y encogido en mi saco de dormir, quien se había convertido en mi segundo mejor amigo durante el viaje (el primero eran mis botas), concilié el sueño sobre el sofá del salón, recobrando mis energías para la siguiente mañana.
    Matthias vivía en el suroeste de la ciudad, en un barrio residencial un poco alejado del centro. Pero para mi conveniencia, justo al lado se encontraba uno de los atractivos más famosos de la ciudad y, quizá, el más visitado: el Palacio de Schönbrunn.
    Es conocido como “el Versalles vienés”, y con justa razón.

    Como muchas de las monarquías europeas que construían castillos residenciales y de recreo a las afueras de las grandes ciudades, los austriacos no podían quedarse atrás.

    Pero esta maravilloso mansión no solo fue declarado Patrimonio de la Humanidad como un símbolo de Austria, sino también como el mayor ícono de una de las familias más influyentes en la historia desde la Edad Media hasta la Contemporánea: la dinastía de los Habsburgo.
    Es casi imposible que algún país europeo (incluso, muchos no europeos) no haya pasado por las manos de algún rey o emperador de esta familia real. Vaya, incluso México tuvo un emperador Habsburgo.
    Las tierras gobernadas por estos poderosos hombres abarcaron prácticamente todo el planeta, desde las provincias más cercanas a Viena (convertida en su capital imperial por excelencia) hasta los confines de la América colonial y las islas asiáticas, durante el mandato de Carlos V.
    Austria no formó parte solamente del Imperio Austrohúngaro, constituido apenas hace dos siglos, sino que por cientos de años fue un archiducado del Sacro Imperio Romano Germánico, muchos de cuyos gobernantes reinaron desde Viena y, específicamente, desde el Palacio de Schönbrunn.
    Pero este castillo es también conocido como el “palacio de verano”, ya que el Hofburg, en el centro de la ciudad, era ocupado por la familia real en el invierno.

    Dos palacios de excéntricas magnitudes. Enormes jardines como patio de recreo, que entonces me recibieron repletos de nieve, por supuesto. Fuentes con esculturas de historias míticas de la Antigüedad. Glorietas descomunales marcando nodos en los hermosamente simétricos caminos del bosque trasero.

    Y una vista impresionante desde su colina superior.

    No cabe duda de que los Habsburgo supieron llevar una buena vida.   Y supieron también cómo dejar el mejor legado a su futuro país republicano, con galerías, colecciones, salas, teatros, científicos y artistas inigualables en el mundo.
    Mi visita en la capital austriaca finalizaría con una cara totalmente opuesta a la entonces vista, cuando me vi con Matthias para visitar la zona norte de la ciudad.

    El distrito financiero ubicado justo en la orilla del río Danubio es también un sitio de recreo para los locales, según me contó Matthias. Un lugar que, en verano, luce lleno de jóvenes y familias que toman el sol en las pequeñas islas del río y hacen parrilladas para aprovechar al máximo el calor centroeuropeo.

    Para mí fue, por supuesto, una experiencia diferente, con el río casi congelado frente a mis ojos.   
    Al siguiente día por la mañana partiría en un bus por toda la rivera del Danubio, que me llevaría a otra de las grandes capitales imperiales europeas.
  25. AlexMexico
    Después de tres días haciendo dedo en las carreteras de la puna argentina y de dos noches de acampar al lado de la ruta, por fin pude despertar en una cama cómoda y decente en un hostal de San Pedro de Atacama, mi primer destino dentro de Chile, al cual había llegado con 25 pesos en mi cartera desde la ciudad de Salta, en su país vecino del este.
     
    En mi larga travesía me había acompañado Max, un brasileño sin el cual, posiblemente, no habría podido llegar, pues con su acento carioca convenció a un conductor brasileño de llevarnos hasta allí en su enorme camión de carga.
     
    Habíamos cenado y pagado la noche en el hostal con el dinero que un loco alemán nos había regalado en Argentina. Chile me había sorprendido con sus altos precios, casi equiparables a lo de Europa.
     
    La noche en un cuarto compartido nos había costado más de 15 dólares y hasta ese entonces había venido pagando no más de 5 USD por noche en el resto de los países. Comer medio pollo nos costó casi 12 dólares. Sin duda, sabía que sería un duro golpe a mi bolsillo Pero mantuve la calma, supuse que al ser Atacama un lugar turístico, era normal que el centro de la ciudad ostentara tales precios.
     
    De todas formas, ese alemán nos había regalado la primera noche en la ciudad. Pero el siguiente paso para nosotros era, entonces, sacar dinero del cajero, pues no poseíamos un centavo más en efectivo.
     
    Luego de un ligero desayuno que Max amablemente preparó, salimos a conocer un poco la pequeña ciudad, en busca de un cajero automático.
     
     


     
     
    La mayoría de las calles de San Pedro de Atacama no están pavimentadas. En oposición, están hechas de ripio, piedras y tierra, donde al caminar se levanta el polvo al aire, dando esa sensación de un pueblo del viejo oeste.
     
     


     
     
    Sus estrechas vías son costeadas por casitas de adobe de baja altura, pero de superficies a veces enormes. Por supuesto, la mayoría de las edificaciones en el centro están ocupadas por hoteles, comercios, agencias de viajes y restaurantes que tratan de ofrecer lo mejor al público. Sin embargo, San Pedro de Atacama tuvo el poder de cautivarme a pesar de las enormes masas de turistas que caminaban entonces (y a lo largo de todo el año) por sus calles.
     


     
    Sus paredes de adobe, sus calles adoquinadas, su escasa y desértica vegetación, sus colores opacos, la arena en el aire, el incesante sol de verano... Así no tuviese los paisajes más coloridos y su clima fuera tan extremo, Atacama ofrecía, además, algo que no muchas ciudades tienen: una infinidad de bellezas naturales a las que cualquier turista podía acceder. Solo había un problema: los precios
     
    Cuando apenas llegué al pueblo la noche anterior, me quedé anonadado de la cantidad de excursiones que ofrecían las agencias y hostales y que presumían en cartelones colgados fuera de sus edificios: lagunas altiplánicas de colores turquesa, aguas termales, géiseres, colonias de flamencos, ruinas arqueológicas, salares, el cráter de un volcán activo, paseos por el desierto, noches en un observatorio astronómico…
     
    Pero de la misma forma en que todo ello me sorprendió, los precios me dejaron con la boca abierta poniendo mis pies en la tierra y resignándome a no poder conocer casi nada de lo que el magnífico y gigantesco Desierto de Atacama y la Reserva Nacional de los Flamencos me proponían
     
    Sólo había una excursión que no rebasaba por mucho nuestro presupuesto: un paseo por el Valle de la Luna. Los costos rondaban entre los 9,000 y 16,000 pesos chilenos (algo como entre 15 y 28 USD). Ya que nos habían dicho que en Atacama no había cajeros de Santander (cuya comisión es mínima por ser mi banco), sacamos dinero de otro cajero de red.
     
    Un día antes habíamos mirado los precios al Valle de la Luna, pero recordamos haber visto en el hostal un grupo de bicicletas en renta amontonadas en una de las salas. Así que antes de contratar cualquier paquete, fuimos a investigar qué tan lejos estaba el valle, y si era posible alcanzarlo sobre dos ruedas. La mujer de la oficina de información turística nos dio un mapa de la ciudad y sus alrededores y nos indicó el camino para llegar. Según ella, era fácil recorrerlo en bicicleta. El día era hermoso y la idea era simplemente cautivadora
     
    Volvimos al hostal y nos dispusimos a rentar dos bicicletas. Cada uno pagamos 3,000 pesos (poco menos de 5 USD) por 6 horas a bordo del austero vehículo. Nos dieron nuestros cascos y el dueño del hostal, amablemente, me prestó una mochila para guardar mi cámara, mi botella con agua y las herramientas de emergencia que nos proporcionó.
     
    Nos habíamos ahorrado más de dos tercios del precio del tour, y todo parecía mucho más divertido Era apenas medio día y teníamos toda la tarde para recorrer el desierto. El hotelero nos recomendó llevar mucha agua y bloqueador solar. A diferencia de la mujer en la oficina de turismo, me confesó que era una larga y dura travesía. No obstante, ya no podía apaciguar mis ánimos en lo absoluto
     
    Alrededor de las 12 pm, con el sol justo sobre nuestras cabezas, Max y yo salimos del hostal montados en nuestras bicicletas, listos para recorrer de pies a cabeza el famoso Valle de la Luna.
     
    Antes de salir de la ciudad, nos dirigimos a la estación de buses. Yo sabía que mi presupuesto no me daría para ninguna otra excursión. El resto de los lugares estaba demasiado lejos para ir en bicicleta, y no había transportes públicos que nos llevasen. Supuse entonces que, más allá del Valle de la Luna y San Pedro de Atacama, no tenía mucho más a qué quedarme y pagar otra noche de hostal, pues no pude conseguir un couchsurfer que me alojase De esa forma, quise comprar mi ticket de bus para dejar el pueblo ese mismo día y pasar la noche a bordo, con tal de salvar algo de plata.
     
    La central de buses era bastante pequeña, pero con suficientes opciones de empresas entre las cuales poder elegir. A sabiendas de lo caro que me estaba saliendo mi estadía en aquel país decidí no viajar más hacia el sur. Quería regresar pronto a Perú, donde los precios me hacían sentir más cómodo. Así que me dirigiría a Iquique, una pequeña ciudad al oeste, en la costa del Pacífico, desde donde podría subir fácilmente hasta el sur de Perú.
     
    Una vez con mi ticket en la bolsa, pedaleamos por las arenosas calles del centro de Atacama y en unos cuantos minutos salimos de la ciudad, tomando la carretera 23 al oeste, en dirección a Calama.
     


     
    Avanzamos uno o dos kilómetros aproximadamente por la autopista, riendo y disfrutando del aire seco, mientras fotografiaba todo a mi alrededor, y Max grababa un video a modo de selfie La silueta del Volcán de Lascar dominaba todo el panorama.
     


     
    Pasamos un puente y una parada de bus. El pueblo comenzaba a alejarse de nuestra vista. En la primera bifurcación, tornamos a la izquierda, dirigiéndonos hacia al sur. Allí, la carretera parecía interminable. Corría de forma recta por una inmensa llanura árida, sin una señal de vida vegetal a sus orillas. Desde allí, manejábamos paralelos al pueblo, el cual se divisaba como un oasis de adobe adornado por una fila de verdes árboles en su parte frontal. Esos serían los últimos colores vivos que vería por las siguientes 4 horas.
     


     
    Me había puesto desde antes toneladas de bloqueador solar. No quería que me pasara lo mismo que me ocurrió en Lima, donde una capa grisácea de niebla y nubes me hizo creer que mi piel no se quemaría. Pero mientras más avanzaba el reloj, el sol parecía intensificar la fuerza de sus rayos
     
    La llana autopista nos llevó por otros 4 km hasta la caseta de información del parque. En un letrero se leía “Valle de la Luna” y a la entrada del complejo se alzaba una especie de escudo de piedra, con figuras antiguas talladas y con la bandera de Chile en su parte superior.
     


     
    Nos acercamos a la oficina de información. Sólo había un par de mujeres en la ventanilla y el señor de la limpieza. El complejo es bastante cómodo y amable con el turista. Hay un pequeño museo de geología que explica a profundidad las endémicas y peculiares características del valle. Al parecer, los estudios han concluido que millones de años atrás existió un lago cerca de un volcán de la zona, cuyo arrastre fluvial y residuos orgánicos formaron la base de lo que ahora es la depresión del valle. La erosión de varios siglos ha tallado lentamente las rocas sedimentadas de sal, yeso, arcilla y arena, dándoles esa forma lunar tan singular.
     
    Luego de recorrer a grandes rasgos el museo, compramos nuestros tickets (a mitad de precio con credencial de estudiantes cerca de unos 3 USD) tomamos un par de folletos y empezamos el recorrido. Mientras varios coches y autobuses turísticos pasaban de ida y de vuelta, Max y yo comenzamos a pedalear constantemente. La carretera por la que habíamos llegado parecía partirse en dos. Tomamos el camino asfaltado de la derecha que después se convirtió poco a poco en un camino de ripio.
     
    Aquí, la cosa se empezaba a complicar un poco más para mí Había una que otra rampa poco empinada, lo que empezó a debilitar mis piernas. Max, por el contrario, parecía estar en muy buena condición. Solía practicar box en Río de Janeiro y levantaba pesas en su tiempo libre. Por lo tanto, la hazaña le era mucho más fácil
     
    No pude evitar empezar a tomar agua de mi botella de litro. Estaba quemando muchas calorías y el calor y escasa humedad me agotaban y resecaban mi piel. En especial, resecaban mis labios. Cuando me di cuenta, la botella estaba ya casi a la mitad. Faltaba mucho por recorrer todavía, debía racionarla si quería alcanzar mi meta
     
    Luego de pasar una pequeña colina, vimos un camión de pasajeros estacionado en una orilla del camino. Al ver un pequeño parqueadero de bicicletas, nos estacionamos para averiguar de qué se trataba.
     
    Un grupo de turistas caminaba por la arena hirviente hacia una especie de cañón. Max y yo avistamos a sus espaldas, un letrero que anunciaba las Cuevas de Sal. Nos alejamos un poco del numeroso rebaño y nos adentramos en las misteriosas cuevas.
     
    Un camino de arena nos llevó serpenteando entre grandes paredes de roca, que formaban pasadizos cada vez más estrechos. Las paredes empezaron a cerrarse cada vez más desde arriba, cubriendo la entrada de la luz del sol. La roca escarpada y rugosa era algo placentera al tacto. Además, nos habíamos dejado los cascos puestos, y así protegíamos nuestras cabezas de un choque contra la piedra.
     


     
    Mientras el camino dejaba la arena para convertirse en roca, el laberinto se tornaba más y más angosto, al grado que nos tuvimos que arrastrar para salir de algunas de las pequeñas cuevas. Al final salimos por la parte alta de un montículo, desde donde tuvimos que saltar hacia el arenal donde comenzamos.
     
    Allí, el camino seguía hacia una especie de cañón de poca altura, de donde los turistas ya se habían retirado. Solo un par de viajeros eran nuestros compañeros en aquel inmenso paisaje de rocoso.
     
    Los otros chicos jugaban un poco con el eco de sus voces; Max y yo llegamos hasta el final del camino, donde una modesta cuerda dividía un montículo de roca de un montículo de arena, una estampa sublime que podía describir a la perfección la composición básica del desierto del norte chileno.
     


     
    Caminamos de vuelta hacia el parking, donde antes de coger mi bicicleta, descubrí una pequeña garita, donde creí que habría un poco de agua potable
     
    Tres jóvenes estaban ahí. Me dijeron que era la última caseta en todo el Valle de la Luna. De ahí en adelante estaríamos solos Les pregunté si el agua de la llave era potable, a lo que contestaron que no. Pero detrás suyo, había un garrafón de agua. Les ofrecí algo de dinero si me dejaban rellenar mi botella. Lo pensaron un poco, y luego negaron mi efectivo, pero amablemente me dejaron llenar mi garrafa
     
    Ese nuevo litro de agua debía durarme el resto del recorrido. Habíamos avanzado ya unos 10 km desde la ciudad y yo sentía que mis labios se habían convertido en las cuevas de sal que acababa de visitar
     
    Cogimos las bicicletas y dimos la vuelta a la garita, pues el camino seguía detrás de la pared de roca que la custodiaba ¡Y vaya sorpresa que me llevé! El camino seguía con una enorme rampa de unos 800 metros de largo y una pendiente de unos 30 grados Mi corazón palpitó y mi boca no pudo evitar resoplar en un suspiro Eso era apenas el comienzo del gran valle.
     
    Por supuesto, decidimos subirla andando. El esfuerzo era menor si caminábamos a que si pedaleábamos. Y Max sabía que yo debía reservar fuerzas. Después de todo, él fue un excelente compañero de viaje, pues siempre tuvo consideración por mi condición física
     
    Luego de varios minutos cuesta arriba alcanzamos la punta, donde sonreímos al avistar el paisaje del Valle Lunar. Pero sobre todo, el mirar que el camino seguía cuesta abajo con pendientes poco pronunciadas
     


     
    Max y yo nos deslizamos varios metros abajo y seguimos hacia adelante. Eché un vistazo a nuestro mapa para saber cuánto nos faltaba. Debíamos llegar hasta una especie de minas, donde el camino se cerraba y no se permitía ir más allá.
     
    Para entonces, el paisaje entero se alejaba tanto de mi realidad, que de verdad me transportó a la escenografía de una película, a la Guerra de las Galaxias, simplemente a otro planeta Mis ojos se deslumbraban por los colores ocre en formas rocosas tan irregulares que contrastaban con el pabellón azul uniforme y perfecto que se iluminaba ante el poderoso sol de aquel día.
     


     
    Aquel sitio parecía tan inhóspito que me daba miedo que mi llanta se ponchara por alguna circunstancia, y quedarme varado allí, en mitad de la nada Cada metro que avanzaba sin pedalear me asustaba un poco más. No por lo fácil que era descender las pendientes poco inclinadas, sino porque sabía que de regreso, ese sería un enorme reto para mí
     
    A pesar del cansancio y del calor, no sudábamos tanto como pensamos. Pero el viento que azotaba nuestras caras mientras avanzábamos era el más seco que había sentido en toda mi vida Mi piel me picaba por el quemar del sol; mi boca se llenaba de una rara e incómoda masa blanquecina que me hacía jadear y escupir a cada centímetro. Pero lo que más sufría por sobre todo, eran mis labios… entonces recordé que el Desierto de Atacama es el más árido de todo el mundo. Después del desierto de hielo en la Antártida, es el sitio con menos humedad en todo el planeta. Y vaya que lo había descubierto por mí mismo
     


     
    Cuando casi ya no sentía mis piernas ni mi boca, y después de casi una hora de pedalear sin parar y sin hablar entre nosotros, llegamos al final del camino. Eran ya las 3 de la tarde. No había una sola sombra a la vista. Tomé agua para reponerme un poco, pero sentía que ya no podía más Me aventé sobre la tierra, jadeando bajo el sol. Y lo único que logró hacerme poner en pie fueron las palabras de ánimo de Max, a quien envidié por mostrarse tan sereno con menos de un litro de agua que llevaba consigo.
     
    El término del viaje era marcado por un grupo de formaciones rocosas llamadas Las 3 Marías. Se trata de tres columnas de granito, cuarzo y arcilla que han sido maravillosamente erosionadas por la sal y el viento del desierto. Como estaba prohibido tocarlas, solo tomamos algunas fotos desde lejos.
     


     
    El mapa indicaba que las minas estaban unos metros hacia la izquierda de aquella ruta. Había un camino de piedras que marcaba dicha dirección, y Max quería conocerlas. Pensé que si me quedaba parado muchos minutos, perdería aún más fuerza, y que sería mejor seguir en movimiento antes de darme completamente por vencido
     
    Cogimos nuevamente las bicicletas y nos adentramos al camino. Pronto, nos dimos cuenta que no era tan buena idea ir pedaleando. Las piedras nos hacían rebotar mucho y nos cansaban más de lo debido Yo decidí bajarme y seguir caminando.
     
    Casi un kilómetro más adelante llegamos a una especie de construcción en ruinas, donde vimos un grupo de bicicletas estacionadas. Max se fue a asomar a donde creyó que eran las minas, pero no vio más que un gran hoyo en el suelo, donde estaba el grupo de turistas.
     
    Marcando el final de nuestro recorrido, tomamos algunas fotos del inmenso valle que se abría frente a nosotros y emprendimos la caminata de regreso.
     


     
    Cuando el camino volvía a ser de ripio, debíamos andar unos 18 kilómetros de vuelta hasta la ciudad Yo ya no sabía qué pensar, así que simplemente dejé mi mente en blanco y comencé a pedalear. No demoré mucho para bajarme otra vez de la bicicleta y empezar a caminar. La primera cuesta apareció, y aunque poco inclinada, era un golpe duro para mis piernas.
     
    Tomé parte de mi última reserva de agua y me dispuse a avanzar. Me dije a mí mismo que si había aguantado tres días haciendo dedo por la puna argentina con solo agua, plátanos y naranjas, debía aguantar esas dos horas en bicicleta
     
    El tiempo transcurrió en silencio. Max siempre iba delante de mí. El calor lo había despojado de su camisa y empezaba a sufrir un poco más las penurias. Mientras tanto, yo jadeaba y cerraba los ojos para no avistar las distancias que me hacían falta
     
    Pronto, el grupo de turistas alemanes que estaban en la mina, apareció con sus bicicletas manejando junto a nosotros. Los saludamos amablemente y seguimos juntos el camino. Al menos, me sentía acompañado por si algo me sucedía
     
    Las chicas alemanas parecían padecer igual que yo del cansancio y la deshidratación. Pero todos nos apoyamos con gritos de entusiasmo. Y con tal compañía, cuando menos nos dimos cuenta, llegamos a la cima de la última cuesta, la mayor de todas, que nos llevaría hasta la garita del valle.
     


     
    Antes de bajarla tomamos algunas fotos, con una vista maravillosa de los volcanes que custodian todo Atacama.
     


     
    Me sentí contento, porque de ahí en adelante el camino se haría más fácil Tumbé por un momento mi bicicleta y casi me terminé el agua para celebrar mi osada travesía.
     


     
    Luego de las fotos, nos formamos en fila y descendimos juntos por la cuesta de casi 1 km de largo. El viento rosaba nuestras caras y la velocidad nos obligaba a frenar poco a poco para no volcarnos boca abajo.
     
    En pocos segundos llegamos a la garita. Ya ningún grupo de turistas parecía estar entrando al valle. Ya pasaban las 4 de la tarde y el sol no parecía avanzar rumbo a su ocaso.
     
    Salimos del valle y tomamos la ruta de ripio que daba hasta el complejo de información. A pesar de andar en línea recta, cada empuje al pedal era un golpe para mis piernas. Los alemanes empezaron a adelantarse y nos dejaron a Max y a mí un poco más atrás. Me sentía mal por causar la demora pero como Max me dijo, no llevábamos ninguna prisa
     
    Cuando arribamos a la estación, dejé la bicicleta y me tumbé bajo la sombra. Un grupo de turistas que entraban en su coche me vieron allí botado. “Wow, debe ser muy duro”, me dijeron. Yo solo reí, y les dije “lo logré”
     
    Pasé al baño para lavar mi cara, que ya se sentía más que arenosa y seca. Mojé mis labios para aliviarlos un poco. A pesar de haber usado el labial hidratante, no dejaban de producir esa extraña masa blanca de resequedad
     
    Luego de un ligero reposo, seguimos adelante los últimos 6 km por carretera para retornar finalmente a San Pedro de Atacama.
     


     
    Poco más de las 5 pm, nos vimos de vuelta en el hostal. Aunque ya habíamos desalojado las habitaciones y no teníamos derecho a usar el baño, el señor nos dejó pasar al mirar nuestro estado de sumo cansancio. Pero me dijo que si queríamos ducharnos tendríamos que pagar dos mil pesos (4 USD)
     
    Sabiamente, escondí mi shampoo en mi bermuda y entré al baño. Usando solamente el lavabo, enjuagué mi cabeza llena de polvo, mis brazos y mis manos. Me sequé con mi playera y salí como si nada hubiera pasado
     
    En ese transcurso, Max salió para comprar su boleto para el Salar de Uyuni. Al final se decidió por comprar el tour de 3 días que lo llevaría por las maravillas del desierto hasta el suroeste de Bolivia.
     
    Tomé mi tiempo libre antes de ir a la estación de buses para comer un merecido menú de ensalada y carne en la zona de mercados de la ciudad que siempre es más barato que los restaurantes del centro.
     
    Antes de dejar el hostal, escuché a un chico belga que se dirigía hacia Iquique esa misma noche. Kenzo tomaría el mismo bus que yo, y no dudé en presentarme con él. Max me acompañó a coger mi autobús y me despedí de él, deseándole suerte en su viaje de vuelta a Brasil
     
    Después de todo, de eso se trataba el viajar solo. Cuatro días antes había conocido a Max y ahora lo dejaba atrás para seguir mi viaje junto a un desconocido belga… pero al final, todos y cada uno permanecerían en mi memoria, haciendo de mi viaje por Sudamérica un hermoso y aventurado recuerdo
     
    Pueden ver todas las fotos en este álbum:
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