Saltar al contenido

AlexMexico

Usuario 5
  • Contador de contenido

    5602
  • Registrado

  • Última visita

  • Días Top Escritor

    612

Todo el contenido de AlexMexico

  1. El frío mes de enero había llegado y las vacaciones habían terminado para la mayoría en España. Para mí también. Aunque para ser sinceros yo seguía en Madrid, sin tener una idea muy clara de qué es lo que haría hasta volver a Santiago de Compostela para hacer mis últimos exámenes semestrales a mediados del mes. Mi familia había regresado a México después de pasar dos semanas conmigo durante las navidades. E incapaz de pagar más noches en el hotel y en vista de los ocho días libres que me quedaban por delante, decidí usar el arma que como viajero siempre tenía guardada: Couchsurfing. En mi ardua búsqueda por los múltiples perfiles de couchsurfers en Madrid fue Agustín, un argentino del norte, quien aceptó mi solicitud y decidió alojarme por algunos días. Él, al igual que yo, hacía un semestre de estudios en España. Así que inicié el año 2014 mudando mis maletas del hotel a la casa de un desconocido. Un couchsurfer más que me llevaría a lo inesperado. Agustín vivía en el barrio de La Latina, al oeste de la ciudad, en un piso bastante cómodo junto con un español y una alemana. Y como yo, pasaba sus primeros días de enero relajándose en casa, pues no volvería a clases dentro de un corto tiempo. Pese a su considerada oferta de alojo en su casa yo no quería sentirme un parásito, viviendo una semana entera con él sin hacer nada de interés, pues ya había visitado la mayoría de las cosas en Madrid. Y como mi cuenta bancaria lucía casi vacía y debía guardar la mayoría para mi viaje final (que ya había planeado) creí que sería una buena idea aventurarme a hacer algo bastante nuevo para mí: viajar haciendo hitchhiking (pidiendo rides en la carretera). Deseaba explorar un poco más el sur de la península, y llegar de ser posible a las ciudades andaluzas de Córdoba y Sevilla, de las que todo mundo me había hablado maravillas. Cuando le dije esto a Agustín en él surgió un cierto interés. Tampoco tenía muchos planes y tampoco había conocido el sur. Y cuando supe que él era un hitchhiker experimentado en su natal país, no dudé en invitarlo a unirse a mi travesía. En los próximos días planeamos nuestro viaje juntos, tomando en cuenta dos cosas importantes que a ambos nos faltaban: una chaqueta invernal para él y una buena mochila para mí. Había conseguido una mochila de backpacker en México, pero era demasiado grande para unos cuantos días de viaje. Además resultó ser de mala calidad y se habían roto los tirantes. Fue entonces que decidí invertir en una buena maleta que resistiese las peripecias de un buen viajero. Por 40 euros una Boomerang de 40 litros en El Corte Inglés fue la mejor promoción. Y para Agustín una casaca que una amiga suya en Madrid le prestó lo protegería del invierno andaluz, que nos habían contado podía ser bastante crudo por las noches. Con todo listo partimos apenas pasado el Día de Reyes y apenas comenzado el año. Ahora Agustín y la carretera eran mis guías, a quienes había entregado mi confianza plena para que me llevasen hacia el sur gastando lo menos posible. Nuestra aventura comenzó en Getafe, al sur de la ciudad de Madrid, lugar que habíamos leído era el mejor para coger un ride. Pero la carretera era demasiado amplia, había un distribuidor vial, mucho tráfico y poca esperanza de que alguien parase. Como viejo hitchhiker, Agustín supo que debíamos movernos, y caminamos hacia una calle contigua a la autopista, un poco escondida y donde nos posamos frente a una tienda de autoservicio. En pocos minutos un hombre paró, y nos dijo que ese no era lugar para conseguir un aventón. Nos dejó subir al auto y nos ofreció dejarnos en la próxima gasolinera, donde podríamos conseguir algo mucho más fácil. Avanzamos apenas unos pocos kilómetros sobre la carretera nacional A-42, que llevaba hacia Toledo y luego hacia Andalucía. El hombre nos dejó en la estación de gas y siguió su camino. Él iba apenas un pueblo más adelante y no tenía sentido que nos llevase hasta allí. Así que tomamos nuestras mochilas y todo nuestro entusiasmo para levantar el dedo a cada auto que pasaba. Creímos que sería mejor si la gente sabía a dónde queríamos ir. Así que cogimos un pedazo de cartón y escribimos con un marcador y en letras grandes “Córdoba”. Con suerte mucha gente regresaría de sus vacaciones con dicha dirección. En menos de media hora apareció una patrulla. En seguida el policía que la conducía se orilló frente a nosotros y nos llamó. No había de qué preocuparse, no iríamos a la cárcel. Pero nos dijo que “hacer dedo” estaba prohibido en España. Y no se multaba a quien pedía el aventón, sino a la persona que recoge. Así que nos invitaron a caminar hacia la gasolinera y pedir individualmente de coche en coche si nos podían llevar. Pero no junto a la carretera. No donde pudiésemos distraer a los conductores. Eso nos decepcionó bastante y bajó nuestros ánimos hasta el suelo. ¿Cómo se supone que haríamos dedo sin estar en la carretera? Si no queríamos ser arrestados no teníamos más opción que acatar las órdenes del oficial. Desanimados, volvimos a la estación de gas y nos paramos justo en la entrada/salida, donde todos los conductores podían vernos con nuestro letrero. Uno tras otro pasaban y a nadie parecía causar alguna sensación nuestra rara presencia. Ahora entendía lo que era ser ignorado. Era mi primera vez haciendo dedo y estaba descubriendo el verdadero significado de “paciencia”. Agustín parecía estar más tranquilo. Su experiencia en viajes le había enseñado varias duras lecciones. Pero aceptó que en Argentina había sido más fácil ser recogido. Eso me preocupaba aún más. Decidimos probar suerte preguntando directamente a los conductores, como nos lo había sugerido el policía. Para ello debíamos poner nuestra mejor cara, una buena sonrisa y entonces abordar a la gente. Tarea dura. Y ante la cual también fracasamos. Teníamos algo de comida en la maleta, pero mi hambre era voraz. Y combatiendo a todos mis males que me detenían ante gastar dinero, me dirigí hambriento al Burger King de enfrente y compré una hamburguesa de un euro. No era lo mejor, pero era barata y llenó mi estómago por un momento. Habían pasado más de tres horas desde que estábamos en la estación. Y más de cinco horas desde que salimos de Madrid. Nunca creí que coger un ride fuera tan difícil. Agustín quiso intentar con uno de los camioneros que conducía un enorme tráiler. “Normalmente ellos viajan solos y no les cae mal algo de compañía”, dijo. Tenía lógica, y no teníamos nada que perder. El hombre era pequeño, de un metro sesenta quizá. Moreno, barrigón, una cachucha en la cabeza, una coca cola en la mano. Era la típica imagen de un trailero. Cuando nos acercamos él sabía lo que buscábamos. Y desde pronto nos advirtió que solo podía llevar a uno de nosotros. “Me detienen si descubren que llevo más de un pasajero. Lo siento chavales”. Por un momento pensé en ofrecerme a ir con él y dejar que Agustín probase suerte con algún otro camionero. Estaba desesperado y nadie parecía estar interesado en llevarnos. No teníamos tienda de campaña y no podíamos acampar allí, ni pretendíamos pagar un hotel en la carretera si se hacía de noche. Pero habíamos iniciado esto juntos y así debíamos llegar a nuestro destino. Dividirnos no era una buena opción. El camionero nos invitó a fumar un porro detrás de unos almacenes. Estaba actuando demasiado extraño, para mí. Pero no para Agus. Él sabía cómo eran los camioneros, y sabía que había que seguirles el juego para ser llevados. Así que fuimos con él, más ninguno de los dos tocó el porro de marihuana. De hecho, Agustín sabía el riesgo que corríamos si cargábamos con marihuana por la carretera haciendo dedo. Sobre todo en un país como España. Por ello, él dejó toda su mercancía en casa y yo, bueno, yo no soy precisamente fan de la marihuana. Finalmente el camionero se fue, y no aceptó llevarnos a ambos. Y más decepcionado que antes volví a la gasolinera y me senté frente a mi mochila con el letrero en mano, que ahora decía solo “Andalucía”. Ante mi cara larga, cansado y aún con hambre, un hombre de unos 35 años se me acercó y me dijo: “Os he visto desde que llegué a comer al restaurante. Pensé que ya habían cogido un aventón. Yo voy a Granada, si les sirve de algo”. Mi cara se iluminó. A alguien le importábamos. Alguien considerado y solidario quería ayudarnos. Era lo mejor que me había pasado en mucho tiempo. Todo ello pensé en pocos segundos antes de soltar de mi boca un: “¡claro, nos sirve de mucho! ¡aceptamos!”. Corrí a buscar a Agus, quien aún probaba suerte con quienes ponían gasolina en sus coches. Grité: “¡deja eso, que ya tenemos ride!”. Nos apresuramos y alcanzamos al chico en su auto, de quien lamentablemente no recuerdo su nombre. Solo sé que estaba casado con una chica inglesa y que él, en su no lejana juventud, también había viajado a dedo por España e Inglaterra. Ahora entendía el porqué se había solidarizado con nosotros. Ahora nos dirigíamos a Granada. Una vez más me dirigía a la perla de Andalucía, a la antigua capital nazarí en la que dos meses antes había vivido una de mis mejores fiestas junto a mi amiga Henar y Alex. ¡Pero qué importaba! Podíamos intentar ir a Córdoba después. Al menos teníamos transporte y un destino seguro. Desde un día antes habíamos enviado solicitudes de Couchsurfing a varios perfiles en Córdoba. Ahora, lo primero que hice al subirme al auto, fue enviar muchas otras solicitudes a los perfiles de Granada. Con suerte alguien nos acogería aquella fría noche. Pasamos unas tres horas en el viaje hablando con nuestro nuevo amigo y escuchando sus viejas aventuras en Jaén e Inglaterra. Cuando nos preguntó si teníamos ya un lugar dónde dormir yo esperaba fervientemente que él nos ofreciese un pequeño rincón en su casa. Pero no podíamos pedirle más. Y ahora todo dependía de los couchsurfers. Llegamos a Granada cerca de las 7 pm. El chico nos dejó cerca del centro de la ciudad, junto a un centro comercial. Dimos las gracias y lo vimos partir. Ahora estábamos nuevamente solos. Y sin respuesta de ningún couch, nos dispusimos a caminar y buscar algún sitio para dormir. La noche era fría y dormir en un parque no era una buena alternativa. Yo ya había estado en Granada y conocía las calles del centro. Aunque la vez pasada me había alojado en el apartamento del primo de Henar. Y sin otra alternativa, decidí buscar un hostal en Hostelworld y dirigirme al lugar con el precio más bajo. Mientras tanto, nos topamos con un mochilero en la calle principal que parecía algo perdido. Su nombre era Keiran, un neozelandés de origen iraní que estaba en España para trabajar como voluntario en una granja de la Sierra Nevada. Le hablé en inglés y le dije que estábamos buscando un hostal. Él respondió que debía hacer lo mismo y decidimos buscar uno juntos. Caminamos hacia la parte norte de la catedral, donde un hostal ofrecía una noche por 8 euros. Era un precio imposible, pero era temporada baja y era Granada, la ciudad (casi) más barata de España. Aceptamos sin dudar y tomamos una cama en una habitación compartida por dos noches. Así podríamos disfrutar de la ciudad sin tantas prisas. Agotado, pero feliz de haber logrado mi primer viaje a dedo, invité a los chicos a comer unas tapas en uno de los mejores bares en los que había estado en la ciudad, junto a la Gran Vía, donde por 2.5 euros recibimos una cañita (cerveza), un bagel, ensalada de pasta y papas fritas. Al día siguiente quise mostrarles un poco de lo que bueno que tiene Granada, y de lo que yo había podido disfrutar dos meses atrás. En el hostal conocimos a otros dos argentinos. Uno de ellos era Nacho, quien también había estudiado un semestre en Madrid y ahora estaba de vacaciones. Los cinco entonces decidimos dar un paseo por la ciudad, comenzando por la imponente catedral, donde están las reliquias de los Reyes católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. A sus pies me abordó una gitana, quien no dudó en tomarme de la mano y empezar a “leer mi futuro”, sin que yo se lo hubiese pedido. La mujer habló tan rápido que pocas fueron las palabras que entendí. Pero al final pude entender perfectamente su mensaje: “algunos euros para ayudarme”. No tenía casi dinero. Tenía que comer y sobrevivir unos días más antes de llegar a Santiago. Así que le dije sutilmente que no. Después de ello su semblante cambió. Su rostro lucía enojado y comenzó a hablar en un idioma extraño. Yo me alejé rápidamente, un poco atemorizado, para ser honesto. Ahora veía por qué la mayoría de la gente huía de ellos. En vista de que ninguno de los argentinos ni Keiran quería pagar la entrada a la Alhambra, la mejor atracción de Granada, decidí llevarlos al Albaicín para recorrer sus callejuelas de estilo árabe hasta llegar a las antiguas casas de los gitanos en el Sacromonte. En una de ellas pudimos entrar para admirar las pinturas de uno de los artistas que vivió allí hace varios años. Y aprovechamos su patio exterior para tomar un descanso y para que los argentinos me enseñasen el arte del mate. Como buenos argentinos, los tres cargaban su mate con hierba y un termo con agua caliente para beberlo cuando les diese la gana. Y el mejor momento era allí, sentados en círculo en el maravilloso barrio gitano de Granada. Después los llevé hasta el mirador del Sacromonte, donde tuvimos una vista espectacular de la Alhambra con la Sierra Nevada a sus espaldas. Es increíble cómo Granada, a tan solo unos kilómetros de la playa, es el único lugar en España del sur donde se puede hacer esquí en el invierno. Y para completar aún más la postal, un par de músicos tocaban y cantaban flamenco sentados frente al imponente palacio nazarí, a quienes no dudé en comprarles uno de sus CDs. Sin duda, volver a Granada era algo que no me molestaba en lo más absoluto. Y fue el momento para aceptar que Granada es mi ciudad favorita en España. Una ciudad a la que podría volver a cada instante. Bajamos del Sacromonte y el grupo se separó. Algunos volvieron al hostal y Agustín y yo seguimos caminando por el Albaicín, conociendo sus hermosas casas por dentro y por fuera. Terminamos nuestro tour en el Callejón de los Tristes, al pie de la Alhambra, de donde volvimos al hostal a comer y descansar un poco para el próximo día, en que nos aventuraríamos nuevamente para coger un ride, esta vez más al oeste, hasta la ciudad de Sevilla.
  2. Para playa los mejores creo que son Valparaíso e Iquique, en el norte. Las playas del sur son muy frías para bañarse. De por sí el agua de Chile es fría. Para destinos culturales Santiago es de lo mejor, con muchos museos y actividades durante el año.
  3. Yo te recomiendo las zonas al lado del lado Baikal. Es el lago más profundo del mundo y tiene paisajes muy bellos. En verano, claro. No pretendas ir en invierno porque te congelarás. La idea del transiberiano también suena perfecta para ahorrar tiempo y búsqueda de transportes.
  4. Nunca he ido, pero una amiga vivió allá. Debes saber que no es nada barato. Una habitación, aunque sea en un hostal, puede costarte más de 50 dólares americanos. Lo mejor es que hagas los tours por tu cuenta y no con una agencia. Es fácil llegar a lugares como Queenstown, Fiordland, Christchurch y algunos senderos que puedes hacer por tu cuenta como Tongariro.
×
×
  • Crear nuevo...

Important Information

By using this site, you agree to our Normas de uso .