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AlexMexico

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  1. Ve todo el tiempo que puedas, así puedes visitar más allá de Ushuaia. Tienes Punta Arenas, Cabo de Hornos, y puedes hacer hasta un tour más al norte si nunca has ido a los glaciares o Torres del Paine, por ejemplo.
  2. El Chaltén sigue siendo bastante turístico al igual que el Perito Moreno. Podrías ir a la costa este, aunque sinceramente no sé si habrá mucho que visitar. Me refiero al Río Gallegos y las comunidades de la costa.
  3. Puedes visitar Mar de Plata, por qué no? Está muy cerca de capital y si es verano mucho mejor. Si quieres cogerte un vuelo yo creo que Bariloche o Calafate valen mucho la pena.
  4. Yo estuve en el norte en diciembre y no hubo ningún problema. Lo que no sé es si puedas ver mucho en cuatro días. Al menos desde Salta yo te recomendaría subir a Jujuy uno o dos días para ver Purmamarca, el Cerro de los 7 colores, Humahuaca y las Salinas. Después también te recomiendo Cafayate y sus viñedos. La ciudad de Salta puedes verla en un día (al menos lo principal).
  5. Yo te recomiendo empezar por el norte. Oporto y Guimaraes. Ahí no olvides probar un bacalao con una copa de vino de Oporto. Ya después puedes bajar a Lisboa y a las playas de Faro
  6. Yo te recomiendo Iruya, en Salta. Tiene paisajes bastante desolados de la Quebrada, pero es el lugar perfecto para avistar el vuelo del Cóndor.
  7. Si vas a Puerto Rico ve más allá de San Juan. Tiene muchos atractivos, pero también al interior de la isla hay cosas que ver. La bahía luminiscente, que es una playa que, prácticamente, brilla por la noche. También puedes visitar Toro Verde y la Playa Escondida, que no está tan lejos de la capital.
  8. Yo te recomiendo mucho el desierto de Namibia. Si bien es cierto que Sudáfrica, Botswana, Tanzania y Kenya son los que tienen el mercado de safaris más desarrollado, también merece la pena los paisajes de Namibia
  9. Pasada la medianoche era oficial que mi cuerpo cumplía 22 años de vida en el mundo, y no podía estar más contento de encontrarme al otro lado del mundo para celebrarlo: en la cosmopolita ciudad de Frankfurt, tomando shots de zambuca que un par de simpáticos alemanes nos invitaron en un bar. Habíamos pasado dos días en la gran metrópoli y de hecho era mucho más de lo que Jacob y yo habíamos esperado. Mucho más que un montón de concreto y cristal con un hermoso skyline. Sobre todo en la hermosa y fría época en que habíamos acudido, ya que todos los diciembres Alemania se decora con sus encantadores mercados navideños. Mi roomie Jacob y yo habíamos vuelto por la madrugada al apartamento de Alex, quien fuera nuestro host en Frankfurt. Por la mañana él trabajaría, y nosotros dedicaríamos el día a explorar un poco más para celebrar mi cumpleaños de una manera diferente. Bien que Frankfurt es una ciudad grande con una gran oferta de actividades, habíamos ya visto sus principales atractivos y sus barrios más simpáticos. Así que Jacob propuso un pequeño viaje a las afueras, oferta a la que no pude negarme. Habíamos comprado los vuelos desde Galicia hace un mes de una manera muy aleatoria e improvisada. Y era así mismo como imaginamos que sería nuestro viaje al oeste de Alemania. Y siguiendo nuestros instintos en un país cuya lengua no hablábamos, nos dirigimos a la estación de tren más cercana y cogimos un boleto al primer punto del mapa que nos llamó la atención: un pequeño pueblo llamado Gelnhausen. ¿Qué sabíamos de él? Honestamente nada. ¿Qué esperábamos ver en él? Honestamente nada. Pero Jacob y yo, dos chicos de la costa del Golfo de México donde el invierno tiene una media de 20 grados por las noches, deseábamos desde hace muchos años conocer la nieve. Pasaríamos el invierno en España; pero la caída de nieve en Galicia es muy esporádica. Creíamos que Alemania era el lugar perfecto para conocer la nieve en sus mercados navideños. Pero hasta el momento ni Frankfurt ni Heidelberg nos habían regalado el honor. Así que cogimos un tren al este, alejado lo más posible de la contaminación y la civilización, esperando toparnos con un clima más extremo que nos dejase sentir los copos invernales en las zonas más altas. No hace falta mencionar que los trenes alemanes funcionan de maravilla. Son enteramente cómodos y extremadamente puntuales. Y mientras veíamos pasar villa tras villa por la ventana, ningún revisor caminaba por el pasillo del vagón. Comencé a pensar que no era incluso necesario tener un boleto para haber abordado. Y antes de llegar a Gelnhausen Jacob me propuso bajarnos una estación después; así conoceríamos un pueblo más por el mismo precio. Pero como si hubiéramos llamado a la cabina, la revisora llegó a nuestro asiento, tomó nuestro boleto y empezó a hablar en alemán. Le dijimos que sólo hablábamos inglés y español. La verdad es que sabíamos lo que quería decirnos, pero nos excusamos bajo la barrera del idioma. Un chico se acercó para traducirnos lo que quería decir. No fue sorpresa que nos aclarara que debimos haber descendido una estación antes. Y no nos quedó más que hacernos los occisos y pedir perdón, proponiendo bajar en la siguiente estación (justo lo que queríamos lograr). De esa forma, bajamos en lo que parecía un típico pueblo rural alemán, cuyo nombre nunca supimos. No tenía un centro histórico. No tenía un main square, un city hall, una catedral o algo parecido. Solo casas, casas y más hermosas casas. No había letreros para visitantes. No había letreros para locales. No había muchos lugares más a donde se pudiera ir al descender del vagón de tren. Era el pueblo o el bosque. Los pocos locales en las calles nos miraban de forma extraña. ¿Cada cuánto tiempo llegaban dos turistas a aquel remoto lugar, con una cámara réflex fotografiando cada casa particular? Pero le dimos poca importancia. Y recorrimos la pequeña villa como si se tratase de un parque de atracciones. Y en vista de que el cielo parecía no ceder a la nieve, volvimos a la estación de tren para volver a nuestro primer destino, Gelnhausen. Justo al bajar del vagón algunos copos de nieve comenzaron a golpear nuestros abrigos. Hacía mucho frío, uno o dos grados bajo cero. Nuestros cuerpos estaban congelándose. Pero había que quitarse los guantes para sentir la verdadera nieve. Jacob comenzó a grabar con su móvil, relatando la experiencia de nuestra primera nevada. Pero vaya pena, los copos ni siquiera se veían en video. Y poco tiempo después la nieve dejó de caer. El momento no fue nada mágico; nada memorable. Ni siquiera sabía si eso había sido nieve o agua cayendo de forma muy suave. Pero no importaba ya. Estaba en un pueblo alemán y había que disfrutarlo. Una calle nos llevó hasta un arco de piedra que parecía una antigua torre de vigilancia, la cual daba la bienvenida a Gelnhausen. Como la villa anterior, esta no parecía ser nada turística, en lo absoluto. Aunque en una pequeña tienda de la avenida principal encontramos un par de postales de las que Jacob cogió una. Al menos sabíamos que estábamos en un lugar que aparecía en el mapa. Las calles ya habían sido adornadas con motivo de la navidad. Y aunque no encontraríamos un enorme (o pequeño) mercado navideño, los modestos adornos eran suficientes. El pueblo estaba lleno de pendientes que subían hacia el norte, lo que hacía más agotadora la caminata. Ahora me estaba acostumbrando a lo que significaba viajar en invierno: con mucha ropa encima (lo que es igual a muchos kilos encima) y un par de botas, el cansancio viene más rápido al cuerpo. Al menos para mí. Todas las casas lucían un típico estilo alemán, las llamadas Vieelbau. Es decir, casas alargadas con fachadas de colores claros, adornadas con líneas gruesas de madera, ventanas cuadradas y techos inclinados en V invertida que alojan áticos en su interior. La multitud de tejados subían hasta dejar ver la bella catedral, de puntiagudos campanarios y paredes de un naranja vivaz. En el centro de la ciudad llegamos a una explanada rodeada de casas antiguas, justo al mismo estilo de la Plaza Römer en Frankfurt. Solo que esta, por suerte, no había sido destruida ni reconstruida, pues sobrevivió a ambas guerras y a la invasión de los Aliados el siglo pasado. Seguimos subiendo por los estrechos callejones y escaleras para alcanzar la catedral, aunque muy próximos a ella no dejaba mucho a la vista. No había casi nadie andando por las calles. Parecíamos ser los únicos locos que osábamos de dar un paseo en un día tan frío. La diferencia entre ellos y nosotros es que nosotros no estábamos acostumbrados a rodearnos de tan hermosas viviendas renacentistas. Y no teníamos intención de perder la oportunidad. Más allá de las construcciones góticas y barrocas del pequeño pueblo, llegamos hasta una colina con un pequeño andador peatonal donde (sin ser ya más una sorpresa) nos topamos con otro monumento a los judíos caídos durante la II Guerra. Parecía que los nazis no habían olvidado ni el más pequeño rincón de Alemania y el Tercer Reich. Pero no todo era feo en la colina. Desde lo alto subimos a una antigua fortaleza en ruinas, desde donde tuvimos una vista panorámica de todo el pueblo. La imponente catedral dominaba el horizonte, que a pesar de una leve neblina dejaba entrever los pequeños cerros al fondo. Y si bien la postal merecía nuestro tiempo, el frío viento que golpeaba nuestras caras allí arriba nos despidió rápidamente para seguir nuestro camino. Subimos aun más alto para alcanzar el bosque, esperando encontrar un poco de nieve cayendo del cielo. Pero el invierno todavía no llegaba a su apogeo, y lo único con lo que nos topamos fue un charco de hielo regado sobre un montón de leña. Decidimos bajar antes de que anocheciera, sabiendo lo rápido que el sol se ocultaba en el centro de Europa durante el horario invernal. Para cuando la noche llegó nos encontramos con hermosas imágenes por todo el pueblo, que iluminado al estilo más navideño parecía otra cautivadora villa sacada de un cuento. Y mientras todos esperaban la pronta llegada de Santa Claus, Jacob y yo decidimos aprovechar la happy hour de un bar local para beber una cerveza y calentarnos un poco en su cálido interior. Y al iluminarse toda la plaza principal como si fuera un árbol de Navidad, Jacob quiso darme mi mejor regalo de cumpleaños: un exquisito bratwurst, que como llevo diciendo en los últimos tres relatos, es y será mi platillo alemán favorito. Volvimos a la estación de tren para no arribar a Frankfurt demasiado tarde, y nos despedimos del pequeño y desconocido pueblo que me había dado un peculiar pero inolvidable cumpleaños. Por la madrugada nos levantaríamos a las 2 am y daríamos las gracias a Alex, para después tomar el bus que nos llevaría hasta el lejano aeropuerto de Frankfurt Hann, desde donde volveríamos a Galicia a las 6:00 horas. Ahora descubría por qué los precios de Ryanair eran tan ridículamente baratos. ¿Quién querría viajar a la mitad de la nada un domingo a las 6 am? Por 16 euros, no creo que fuéramos los únicos.
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