Saltar al contenido

Top Escritores


Popular Content

Showing content with the highest reputation since 09/19/18 en Relatos

  1. 4 puntos
    Hace un poco más de diez años que había visitado la provincia de Misiones para ir a un congreso cuando era estudiante de la carrera de la carrera de Licenciatura en Turismo... Estuve algunos días en la capital, la ciudad de Posadas y dos noches en Iguazú. En este momento todavía las Cataratas de Iguazú no habían sido declaradas como Maravilla Natural, no había una gran cantidad de turistas. A decir verdad, cuando fui al parque con mis compañeros estábamos solamente nosotros. Vale aclarar, que era temporada baja, era el mes de mayo. Hacía bastante tiempo que tenía ganas de regresar, por eso, en el mes de enero pasado, decidí tomarme mis vacaciones de verano en las Cataratas. Organicé un tour que empezó en Salta y terminó en Iguazú. Decidimos dedicarle 5 noches a la ciudad de Iguazú ya que sabemos que es una de clima subtropical donde puede haber abundantes lluvias que impidan salir a recorrer el parque. Llegamos a destino y nos recibió una lluvia afortunadamente no muy intensa. De todas formas, es bastante frecuente que corramos con esa suerte... siempre los destinos que visitamos nos reciben con lluvia pero los días siguientes suelen tener unas condiciones climáticas espectaculares, así que no nos preocupamos. El primer día que llegamos, teníamos pensado visitar el Parque pero con la lluvia no era un buen plan. Entonces, optamos por cruzar la frontera y visitar Ciudad del Este en Paraguay. Es una ciudad que tiene la fama de ser un destino de compras ya que es una zona franca, libre de impuestos. Tomamos un colectivo y en menos de una hora estábamos en destino. Creo que no hay palabras para describir a este sitio... Es una ciudad cargada de comercios, de carteles, de vehículos, de gente, de ruido ambiente... Una ciudad totalmente caótica en la que no existen semáforos que orden el tránsito. Afortunadamente, fuimos con información de los mejores lugares para comprar y también teníamos en mente que comprar con el modelo ya elegido. Creo que no hay otra manera de visitar esta ciudad si no es con información previa... Hay muchísimos lugares, vendedores ambulantes y carteles que compiten entre sí. Es recomendable ir temprano, ya que todos los lugares cierran a las 16:00 de la tarde porque suelen abrir muy temprano en la mañana y trabajan en horario de corrido. Nosotros llegamos con el tiempo muy justo pero por suerte llegamos a conseguir lo que teníamos planeado, una cámara de fotos de viaje. El objetivo principal del viaje era visitar el Parque Nacional Iguazú... También nos interesaba conocer el Parque del lado de Brasil... Fuimos un día del lado de Brasil fue un paseo muy corto porque teníamos que regresar temprano para tomar el colectivo. La vista es muy distinta a la vista del lado argentino, ya que las pasarelas están muy cerca de las Cataratas, pero el parque en este lado es mucho más pequeño. No volvería a visitarlo, pero si volvería una y otra vez al lado argentino ya que aquí el parque es muchísimo más grande y como los colectivos pasan hasta más tarde, se puede estar disfrutando del paisaje hasta las 17:00. Un dato muy importante para quienes deseen visitar las Cataratas, es que comprando la entrada para dos días consecutivos, el segundo día sale la mitad de precio. Desde Iguazú se pueden hacer muchas excursiones como por ejemplo visitar las Ruinas de San Ignacio un sitio arqueológico muy interesante, visitar las Minas de Wanda y comprar piedras semipreciosas, etc. Era verano, días de calor intensos cargados de húmedad, por lo que no tenía mucho interés en realizar excursiones de días completos. Nos quedaba un día libre, aprovechamos para conocer la ciudad de Foz de Iguazú. Visitamos un Shopping y recorrimos la ciudad. A decir verdad, la ciudad no me pareció muy llamativa pero siempre me resulta interesante conocer distintas ciudades del mundo. Consejos importantes para quienes deseen visitar Iguazú Conviene destinarle al menos dos días para recorrer todo el parque en el lado argentino es posible que un día no alcance para conocerlo completo. Es aconsejable evitar la temporada alta ya que es un destino muy turístico por lo que en enero y mitad de julio suele haber más cantidad de gente que en otros meses. Resulta óptimo dejar días libres porque es una zona de clima subtropical, pueden tocar días de lluvia en los que no sea la mejor opción visitar el Parque. En el Parque se pueden comprar souvenires, hay varios restaurantes, kioscos y cafés. No hay que olvidar el protector solar, repelente y anteojos de sol. Por supuesto, es necesario llevar calzado cómodo. Aconsejo que al llegar al Parque, lo primero que hagan sea visitar la Garganta del Diablo, es el paseo que está un poco más alejado comparado con el resto de los circuitos, sumado a ello es el más imponente. Para llegar hasta allí se puede ir caminando o sino el trencito ecológico del Parque, es muy lindo y pintoresco. La cena show que se ofrece en Foz de Iguazú es imperdible! Se puede disfrutar de un espectáculo de danzas con música regional mientras se pueden degustar cientos de platos. Para visitar las Cataratas se recomienda un mínimo de 4 noches. Para quienes deseen estar en contacto con la naturaleza en su máximo esplendor, pueden realizar el sendero Macuco, para ello es imprescindible llevar agua y alimentos ya que en ese trayecto no existen kioscos ni lugares de ventas de alimentos.
  2. 4 puntos
    Hacía bastante tiempo que venía investigando y leyendo sobre los destinos del Norte de Argentina, era un viaje que venía posponiendo desde hace bastante tiempo hasta que en enero decidí hacerlo realidad. Al principio, me parecía un poco rara la idea de ir al Norte en enero ya que es una zona bastante cálida, contrario a mis expectativas el calor no fue excesivo, es más hubo días bastante frescos. Comenzamos el viaje por la capital de Salta, ciudad que lleva el mismo nombre y es apodada "La Linda". Como de costumbre, casi siempre que llegó a un lugar me recibe la lluvia. No fue molestia ya que conseguimos rápidamente un taxi que nos trasladó hacia el centro. Luego de dejar las cosas, comenzamos a recorrer el centro y visitamos las postales más tradicionales... El Cabildo, los museos, la Plaza 9 de Julio y el Convento de San Francisco. Hicimos nuestra primer parada para probar la gastronomía del lugar comiendo empanadas salteñas. Mis preferidas fueron las de queso. En casi todos los lugares las cocinan en horno de barro, lo que les da un sabor muy diferente y especial. Al día siguiente hicimos una excursión para conocer Cafayate. No soy amante de las excursiones, porque duran bastante tiempo y sumado a ello implican levantarse muy temprano. Pero, no hay otra manera de conocer esta hermosa zona. Lo interesante no está en el pueblo, sino camino al pueblo donde se pueden ver unas formaciones rojizas muy llamativas, la Quebrada de las Conchas o también conocida como Quebrada de Cafayate. Durante el recorrido también paramos en una bodega tradicional de la zona y finalmente recorrimos el pequeño pueblito. Luego de pasar dos noches en la ciudad de Salta nuestro viaje seguía con destino a Tilcara. Para conocer los principales atractivos turísticos del Norte, una opción es alojarse en Salta y desde allí hacer todas las excursiones... Pero, como comentaba anteriormente me resulta muy estresante hacer tantas excursiones, por ello elegimos Tilcara, una localidad a mitad de camino entre Purmamarca, las Salinas y Humahuaca. Del pueblo no hay mucho para contar, a decir verdad, me decepcionó bastante, me lo imaginaba más pintoresco, mejor conservado, pero resultó todo lo contrario. De todas maneras, esto se olvida al disfrutar de los paisajes. Para quienes visiten Tilcara, recomiendo que se tomen unas horas para recorrer el Pucará, es un sitio arqueológico enmarcado en un hermoso paisaje de cactus y montañas. También se encuentra en el lugar, un Jardín Botánico con todas las especies representativas de la zona. La "meca" de mi viaje, era visitar el Salar llamado Salinas Grandes. Nunca había estado en un sitio así, un desierto blanco! Para llegar al Salar el punto de partida es la localidad de Purmamarca la cual se encuentra muy cerquita, un poco menos de una hora en colectivo. En Purmamarca hay varias postales imperdibles como el Cerro de los Siete Colores y el Paseo de los Colorados. Un tip muy importante! Si visitan con tiempo Purmamarca no dejen de subir al mirador "El Porito" desde allí se puede disfrutar de la mejor vista del Cerro de los Siete Colores. Llegar a las Salinas ya es todo un paseo en sí mismo, atravesamos la Cuesta de Lipán, un zigzagueante camino de montaña. Mientras hacíamos el paseo íbamos comiendo caramelos de coca para evitar "el mal de altura" o también conocido como "apunamiento". Creí que el camino sería más difícil pero fue todo lo contrario ya que está todo asfaltado y con unas vistas únicas!! En las Salinas estuvimos una hora, al bajar nos recibió la magia de dos arcoiris en el cielo!! Si o sí hay que ir con antejos... Intenté sacarmelos para poder disfrutar de la magia del paisaje blanco pero fue imposible. Nunca había estado en un lugar tan único. La fotografía es una de mis pasiones por lo que aproveché a tomar fotos y a conectarme con la magia del lugar. Desde Tilcara, como comentaba anteriormente, se puede visitar Humahuaca otra de las localidades de la Quebrada. Recorrimos el centro histórico y también visitamos su monumento. Otro paseo que se puede hacer desde aquí es visitar el Cerro Hornocal, es un cerro similar al de los Siete Colores, muy llamativo por su paleta de colores, también es conocido como Paleta de Pintor. Luego de pasar tres noches en Tilcara regresamos hacia Salta ya que nuestro próximo vuelo partía desde allí. Estuvimos dos noches más en las que aprovechamos a recorrer nuevamente el centro histórico y también visitamos el Cerro San Bernardo. Para subir al cerro y disfrutar de la vista de la ciudad hay dos opciones... Subir y bajar en teleférico o subir sus 1001 escalones. Elegí la opción de los escalones, por suerte son escalones cómodos y mientras se va subiendo se puede disfrutar de la vegetación y de las aves. El esfuerzo vale la pena para disfrutar de una hermosa vista del valle, de la ciudad rodeada de montañas llenas de vegetación. Nuestro viaje siguió rumbo a Iguazú... Como en todo viaje, siempre queda algo pendiente, en esta oportunidad nos quedó pendiente conocer Cachi. La idea era ir en excursión pero el verano es época de lluvia y había riesgos de no poder volver durante el día y perder el vuelo. Recomiendo que si visitan el Norte dejen varios días en el medio entre excursión y excursión o entre paseo y paseo ya que las rutas pueden cortarse por lluvias, especialmente durante los meses de verano. Mis impresiones sobre el Norte argentino Es una región con unas postales únicas, muy distintas a las que estaba acostumbrada a ver. Se puede visitar tranquilamente en verano, el calor no es excesivo, la única contra es que es una época de lluvias, sin embargo tuvimos mucha suerte porque no llovió mucho. De todas formas las lluvias suelen ser pasajeras. Los pueblos son muy antiguos, no tienen una buena gastronomía y oferta de actividades, pero aún así conviene parar en distintos sitios ya que hacer todos los paseos desde la ciudad de Salta implica muchas horas de viaje. A la hora de averiguar por excursiones, conviene preguntar en más de una agencia de viajes. Los precios suelen variar bastante. Lo mismo sucede con las casas que venden artesanías. No recomiendo alquilar vehículo. Manejar en el Norte en algunos tramos tiene dificultades. Es importante llevar efectivo, en casi ningún lado se acepta débito ni crédito. Las agencias y comercios que los aceptan suelen cobrar bastante recargo e interés. Para quienes no están acostumbrados a vivir en zonas altas, es conveniente comprar caramelos de coca o sino hojas para masticar y evitar el mal de altura. Otra cosa que nos resultó bastante efectiva es ir subiendo de a poco, es decir, evitar ir por ejemplo al segundo día de viaje a Humahuaca o los puntos más altos sobre el nivel del mar. Conviene aclimatarse con tiempo. La ciudad de Salta es un buen punto de partida.
  3. 4 puntos
    Tras casi siete meses trabajando en Lyon, mis fines de semana me habían permitido conocer Francia de norte a sur, mostrándome sus diferentes caras. Desde su lujosa ciudad capital y sus pueblos alemanes hasta las villas de la costa sur mediterránea. A tan solo dos semanas de finalizar mi contrato y antes de emprender otro gran viaje por Europa, Liane, Yan y yo sabíamos que debíamos hacer un viaje juntos antes de separarnos y dejar Lyon en los recuerdos. Liane, de Escocia, y Yan, de Madrid, eran prácticamente los mejores amigos que había hecho durante mis meses en el este de Francia. Liane trabajaba, al igual que yo, como asistente de idioma en un colegio público, mientras Yann hacía su maestría en la Universidad de Lyon. Así que antes de partir y enfrentarnos a la dura despedida, decidimos aventurarnos hacia el sur del país, siguiendo el Ródano hasta casi alcanzar su desembocadura, en la antigua ciudad de Aviñón. Yann tomó un tren un viernes por la mañana, y tras tomar mis útiles consejos, consiguió hospedaje usando por primera vez su perfil de Couchsurfing, justo en el centro de la ciudad. Yo por mi parte, tomé un Blablacar ese mismo día por la tarde, y arribé a Aviñón antes de que la noche cayera sobre ella. El mes de abril había traído consigo el calor que tanto ansiábamos después de un frío invierno. A mi llegada, Aviñón lucía como una muy cálida y verde ciudad. El conductor me dejó en el bulevar Saint-Lazare, justo al lado del río Ródano y del otro lado de la muralla. Aviñón es un ejemplo perfecto de una ciudad medieval. Y como toda urbe del medievo, sus murallas fueron construidas para defender al burgo. Hoy, la muralla sigue en un perfecto estado de conservación y da la bienvenida a cualquiera que se adentre en el ahora llamado centro histórico. Fue en una de las calles del casco viejo donde Yan me esperaba junto con nuestra Couchsurfer, una estudiante universitaria francesa que rentaba una casa de tres pisos, y que amablemente nos ofreció uno de sus cuartos para poder dormir. La noche pasó entre cervezas y una cena con nuestra anfitriona y sus amigos, hasta que a Yan y a mí nos venció en cansancio. Los bares y la gente con la que habíamos compartido la velada mostraron el nuevo lado de Aviñón, una villa bohemia con algunos hippies que se han sentido atraídos por su calma y verdes alrededores. Algunos murales y tiendas de productos orgánicos decoran ahora el casco antiguo y le da el toque millenial que hace que, aún siendo una ciudad vieja, atrae a muchos jóvenes a sus calles y su universidad. Pero nuestra caminata del sábado por la mañana nos dejó ver aquella Aviñón medieval de la que todos nos habían hablado. Sus casas de piedra, ventanales de estilo italiano y sus viejos campanarios son precisamente los elementos más característicos. Una ciudad que a primera vista se ganaba el apodo de “ciudad blanca”. Yan y yo nos detuvimos en un café, esperando a que el sol calentara un poco más el día y para tomar un merecido desayuno que calmara nuestro apetito. Las plazas públicas y comercios empezaban a llenarse de gente poco a poco. Aviñón es un destino famoso en toda Francia, y sin duda no éramos los únicos que habíamos decidido pasar nuestro fin de semana allí. Pronto nos encontramos con Liane y su amigo Dan, quienes habían viajado esa mañana desde Lyon. Dan estaba de visita desde Escocia, y aunque no se quedaría aquella noche en Aviñón, no quería perderse de una fugaz mirada a la ciudad provenzal. Las calles del centro nos llevaron hasta la plaza del Palacio, la explanada principal que marca el corazón de la urbe. A orillas de la plaza, los más conocidos restaurantes y comercios atraen a cientos de turistas cada día. Y edificios como el Hôtel des Monnais (o el Palacio de la Moneda) marcan también una diferencia entre la arquitectura medieval y la más cercana al Renacimiento. La plaza lleva su nombre gracias a la mayor joya de Aviñón, y lo que prácticamente la puso en el mapa desde hace más de siete siglos. El Palacio papal. Es bien sabido que desde el nacimiento del cristianismo en tiempos del Imperio Romano, la ciudad de Roma fue la sede de lo que después evolucionó al catolicismo. Pero como también es sabido, Roma y los Estados Pontificios se han enfrentado a grandes controversias dentro de su propio gobierno. En 1305, Clemente V fue elegido el nuevo papa, y tras su elección Roma cayó en un caos total. Huyendo de los problemas en la ciudad, en 1309 Clemente V decidió trasladar la curia papal a Aviñón, que en ese entonces era parte del Reino de Sicilia. En un principio, Clemente V vivió como invitado en un monasterio dominicano, hasta que su sucesor, Benedicto XII, comenzó la remodelación del antiguo palacio obispal en 1334, para convertirlo en un lugar digno para ser la residencia de un papa. El palacio papal de Aviñón es la construcción gótica más grande de la Edad Media. Ocupa más de 15 mil metros cuadrados, y sus muros tienen un grosor de hasta 5 metros. La ubicación geográfica fue elegida estratégicamente en un afloramiento de roca al lado del río Ródano. Así, es posible verlo desde casi cualquier punto de la ciudad, y representaba para los papas un símbolo del poder de la iglesia católica. Hoy, el palacio papal está abierto al público como un enorme museo, que contiene incluso un centro de convenciones. Nuestra visita comenzó por el claustro, tras cuyo patio central se yerguen cuatro pasillos con las típicas columnas góticas en punta de pico. En lo alto, la torre del homenaje aparece como figura característica de una fortaleza medieval. Todo el claustro está flanqueado por altas torres de defensa que aseguraban la seguridad del papa y de toda la curia católica. En sus interiores, se conservan algunos importantes frescos creados por los mejores pintores europeos de la época, todos dirigidos por Matteo Giovanetti. El palacio fue construido en dos fases. Así, a la primera construcción comandada por Benedicto XII se le conoce como el Palais Vieux (Palacio Antiguo) y a la segunda dirigida por Clemente VI se le llama el Palais Neuf (Palacio Nuevo). Como era costumbre, la construcción del palacio papal consumió una enorme cantidad de dinero. Por supuesto, el financiamiento provino de todos los reinos cristianos de la época. Mapa con la procedencia de los recursos financieros para construir el palacio papal. Muchos de los pasillos y cuartos del palacio papal parecen sacados de un típico castillo medieval. La torre de humo para la cocina, las escaleras de piedra en caracol y hasta su propio calabozo formaron parte del recinto desde la construcción del Palacio Antiguo. Siete fueron los papas que residieron en Aviñón desde 1309 hasta 1377, año en el que sucedió el Gran Cisma de Occidente. Tras años de controversias iniciadas por una difícil relación entre el Reino de Francia y el Papado, el papa Gregorio XI volvió a Roma y llevó de vuelta la Santa Sede a Roma. La elección de un nuevo papa en 1378 estuvo llena de conflictos internos, que acabó prácticamente con dos papas, Urbano VI en Roma y Clemente VII en Aviñón, este último denominado antipapa. Esto no solo dividió a la iglesia católica, sino a toda Europa occidental, cuyos reinos cristianos se dividieron, unos apoyando al Papado de Aviñón y otros al de Roma, sucediéndose cambios de bando en diferentes ocasiones. Tras casi medio siglo del cisma, el papa Benedicto XIII fue el último antipapa, después del cual Aviñón no volvió a albergar ninguna otra autoridad pontificia. Desde que la Santa Sede volvió a Roma, el palacio fue abandonado poco a poco. Y a pesar de su remodelación en 1516, el deterioro fue casi imposible de evitar. Aunado a ello, con la explosión de revolución francesa en 1789, el palacio fue tomado y saqueado por las fuerzas liberales, al mismo tiempo que Aviñón pasó a ser formalmente parte de Francia. Por fortuna, se entendió la importancia que el palacio de Aviñón tenía para la historia de occidente, y hoy sus edificios y torres se lucen como si el tiempo no hubiera pasado de largo. Desde los andadores de vigilancia en lo alto del claustro, pudimos apreciar la verdadera magnitud del palacio y sus defensas, todas construidas con la misma piedra blanca con la que fue levantada Aviñón entera. Las torres de vigilancia nos dieron las mejores vistas de la ciudad y su centro histórico, destacando por supuesto la plaza del palacio y su tan emblemático Palacio de la Moneda. El palacio papal no es la única construcción cristiana en Aviñón. Los campanarios que sobresalen entre los tejados del casco antiguo dejan entrever capillas que se yerguen entre sus laberínticas calles. Pero el campanario más famoso es el de la catedral de Aviñón, ubicada justo al norte del palacio papal. La catedral de Notre-Dame-des-Doms fue construida en el siglo XII, siendo el románico su estilo arquitectónico predominante. Aunque su tamaño no se compara con lo monumental del palacio papal, el campanario se ha hecho también un símbolo de la ciudad, coronado por una estatua de plomo dorado que representa a la Virgen María. Luego de una larga caminata por el complejo papal, decidimos bajar a la plaza central para almorzar algo en uno de los restaurantes que tienen las mejores vistas del centro. Con el estómago lleno, nos dirigimos al lado norte del río Ródano para visitar otra de las famosas atracciones de la ciudad, el puente de Aviñón. A primera vista, no parece un puente tan ostentoso ni de mucha importancia. De hecho, el puente ni siquiera llega al otro lado del río. La verdad es que solo quedan cuatro de los 22 arcos que alguna vez cruzaron el Ródano, uniendo a Aviñón con Villeneuve-lès-Avignon. El puente fue construido entre 1171 y 1185, y por muchos años fue la única manera de cruzar el río desde Lyon hasta la costa del Mediterráneo. El puente no solo unía dos ciudades, sino dos estados diferentes, ya que la orilla derecha pertenecía a los Estados Pontificios, mientras la izquierda era ya parte del Reino de Francia. Así, el puente era fuertemente custodiado en ambas orillas, y es la puerta de vigilancia del lado papal la que hoy queda como remanente, y que da la bienvenida a los turistas. A la entrada, fuimos recibidos con una de las canciones infantiles más célebres de Francia, Sur le pont d’Avignon. Se cree que la canción originalmente decía “sous le pont” (bajo el puente) y no “sur le pont” (sobre el puente), pues se piensa que la gente solía hacer bailes folclóricos bajo el puente en la isla de la Barthelasse, que corta al río Ródano en dos al norte de la ciudad, y que hoy sigue siendo un lugar de recreo. Desde el puente tuvimos las mejores vistas del campanario de la catedral y el palacio papal, que se asoman tras el follaje y las murallas de la ciudad. Volvimos a las calles del centro para despedir a Dan, quien debía volver a Lyon esa misma tarde. Liane, Yan y yo teníamos de hecho un plan bastante diferente para aquella tarde noche. Regresamos a la casa de nuestra couchsurfer solo para recoger nuestras mochilas. Le dejamos una nota dándole las gracias y nos dirigimos al supermercado para comprar los ingredientes de un buen picnic al estilo francés. Vino, una baguette, charcutería, queso, olivas y unas cervezas para saciar la sed serían nuestro mejor aperitivo para la tarde. Con todo preparado y un mapa en mano, caminamos por las viejas calles del centro dirigiéndonos de vuelta a la orilla norte del Ródano. Cruzamos el puente Edouard Deladier, el moderno pasaje peatonal y vehicular que une la ciudad con Villeneuve-lès-Avignon, desde el que tuvimos una hermosa vista del río y el antiguo puente. El camino nos llevó a la isla de la Barthelasse, la cual nos había sido muy bien recomendada como lugar de recreo. Nuestra intención no fue solamente hacer un picnic en la verde naturaleza que rodea Aviñón, sino dormir en ella en una casa de campaña. Pasar la noche alejados del bullicio de la ciudad, y solo con el sonar de los grillos y el viento soplando entre los árboles fue justo lo que necesitábamos para nuestra última noche juntos. A la siguiente mañana desayunamos en el área común, un buffet que estaba incluido en el precio del camping. Caminamos después hacia el otro lado del río, hasta alcanzar la torre Philippe-le-Bel, una antigua torre medieval que protegía a Villeneuve-lès-Avignon. Desde ella se asomaba la vecina ciudad de Aviñón, sobresaliente entre los bosques que rodean el área. Una larga caminata de vuelta al centro nos esperaba con nuestras mochilas al hombro, así que decidimos tomar un bus hasta las puertas de la muralla. El último sitio por visitar fue el parque del palacio papal, ubicado en la colina de Rocher des Doms. Desde allí pudimos apreciar la totalidad de la catedral en su lado norte, que domina el casco antiguo con la Virgen bendiciendo al pueblo entero. Pero las mejores vistas las tuvimos al otro lado, con el Ródano, el puente de Aviñón y la isla de la Barthelasse mostrando la cara más verde de la villa papal. Acompañamos a Yan a tomar su tren, mientras Liane y yo esperamos un Blablacar que nos llevaría de vuelta a Lyon. Mi última semana en la tercera ciudad más grande de Francia fue sin duda una dura despedida, que me hizo dejar atrás no solo una hermosa ciudad y su exquisita gastronomía, sino también excelentes amigos e historias que formarían buena parte de mis memorias de viaje. La mitad de la primavera marcó el final de mi contrato en el colegio Jean Perrin, y con ello me preparé para un mes y medio de viajes inolvidables. El norte de Europa me esperaba, con la esperanza de encontrarme con un soleado clima y más aventuras que escribir en mi diario.
  4. 4 puntos
    La Costa Azul es la región de Francia que recibe más horas de luz del sol durante todo el año, y eso no podía hacerme más feliz después de un gris y lluvioso invierno en Europa. Mi amigo Fabien me habían convencido de viajar al litoral sur para visitarlo en su nueva casa un fin de semana, ubicada en Menton, la última ciudad al este de la Côte d’Azur. En la misma Riviera francesa me había encontrado con Esther, quien se quedaba en Niza con su novio. Menton y Niza son dos ciudades parecidas, predilectas por los ancianos franceses para su retiro, gracias a su cálido clima, azules playas y tranquilo estilo de vida, sumado a sus coloridos centros históricos que hicieron de la región el nacimiento del turismo moderno durante el siglo XIX. Ambas se tratan de ciudades costosas, donde adquirir una propiedad se vuelve cada año un sueño más lejano para los jóvenes, aunque Fabien tuvo la suerte de poder conseguir un crédito inmobiliario para su apartamento en Menton. Por ello fue muy conveniente hospedarme en su casa y aceptar su oferta de recorrer la costa en su coche, ahorrando un par de euros y disfrutando de la visita con un excelente guía local, aunque no llevara viviendo en la riviera más allá de un año. Si bien Menton y Niza eran destinos de lujo para muchos, nada se comparaba con mi siguiente destino, a donde Fabien me llevó el domingo por la mañana. Entre ambas ciudades, la joya de la Côte d’Azur es sin duda Mónaco, una ciudad-estado que posee el récord como el segundo país más pequeño del mundo, después de El Vaticano. Si me costaba trabajo dimensionar la extensión de Mónaco, bastó con pararme en uno de los acantilados que lo rodean y mirar hacia abajo. Los dos kilómetros cuadrados comprendidos entre los riscos y el mar Mediterráneo conformaban la totalidad de su superficie. Literalmente, un país que cabe en una sola fotografía. Los acantilados de Mónaco estuvieron habitados desde la época de los fenicios por tribus de ligures, aunque el estado moderno se formó durante la Edad Media, cuando se convirtió en un principado dominado por una familia noble proveniente de Italia, los Grimaldi, que siguen gobernando el país hasta la actualidad. Las anexiones de Italia y Francia le fueron quitando poco a poco buena parte de su territorio, que pasó de 24 kilómetros cuadrados a solamente dos. No obstante, el Principado de Mónaco sigue manteniendo su soberanía, y a pesar de tener acuerdos de seguridad con Francia, puede considerarse como un país independiente. Sin duda, quería ser testigo de un país tan particular como aquel. No me cabía en la cabeza imaginar la vida en un estado de solo dos kilómetros junto a la costa. Y al llegar, una menuda estación de la policía monegasca marcó la frontera entre Francia y Mónaco. Fabien me contó que los controles migratorios son estrictos, pero se efectúan sobre todo dependiendo de la nacionalidad de la matrícula del coche. Al ver que el nuestro era francés, poco interés le dieron, y nos dejaron seguir adelante hasta alcanzar la costa de la ciudad. Muchos franceses e italianos trabajan en Mónaco, cuya economía es mucho mayor, como suele pasar con los diminutos principados y ducados de Europa, como Luxemburgo o Liechtenstein. Sin embargo, no cualquiera puede darse el lujo de vivir allí. Los precios de las viviendas y rentas inmobiliarias son simplemente inalcanzables, sobre todo para los jóvenes como Fabien. Así que recibir un sueldo monegasco y vivir en Francia es la mejor opción para muchos. Literalmente, cruzan a diario una frontera internacional para trabajar. Mónaco cuenta con dos estaciones ferroviarias, por donde pasan los trenes de la compañía francesa, la SNCF. Así mismo, comparte el Aeropuerto Internacional de Niza, recibe muchas cadenas de telecomunicaciones francesas y recibe por parte del ejército francés protección internacional, a pesar de contar con su propia policía. No se podía esperar que un país de 30,000 habitantes lo hiciera todo por sí mismo. Túnel hacia la estación ferroviaria de Mónaco. Aunque pagar derecho de estacionamiento en Mónaco no es nada barato, era nuestra mejor opción para no caminar desde fuera de la frontera. Así, conseguimos dónde aparcar en La Condamine, el barrio central de Mónaco que rodea al puerto. El malecón posee los hoteles más caros de la ciudad, así como muchos edificios residenciales de verdadero lujo, donde solo los más adinerados pueden permitirse vivir. La avenida también forma parte del famoso circuito del Grand Prix de Mónaco, uno de los circuitos de Fórmula 1 más célebres del mundo. Una estatua de un piloto en su antiguo modelo Ferrari conmemora la primera carrera realizada en 1929, desde cuando el Gran Premio de Mónaco comenzó a cobrar fama internacional. Cada mayo, las suntuosas avenidas de la ciudad se colman de turistas aficionados al automovilismo. Para mí, era difícil creer cómo un área urbana tan densamente poblada podía albergar una carrera de tan alta velocidad. Fabien me hizo saber que una multitud de accidentes han tenido lugar en Mónaco. Aun sin autos de Fórmula 1, el malecón de La Condamine era para mí uno de los más bellos paseos que había realizado a orillas del Mediterráneo. Y aunque el final de la cordillera de los Alpes toca la costa monegasca con sus torrenciales nubes, el sol se hace presente los 365 días en la Costa Azul. Mirar hacia abajo, a la bahía, era admirar un hermoso puerto lleno de yates y veleros, a los que muchos de sus dueños permiten subir por una gran cantidad de euros. A simple vista, el puerto de Mónaco no tenía muchas diferencias con el resto de los puertos que había podido contemplar en el Mediterráneo, como en Marsella, Niza, Menton, Barcelona, Valencia, Génova o Ibiza. Pero la historia de cada embarcación era suficiente para poner al puerto de Mónaco como el más costoso en todo el Mediterráneo. El mejor ejemplo de ello me lo llevé al mirar el fondo del embarcadero, donde el más grande de los yates se asomó por encima del resto. Se trataba del Ona, el 32° yate más grande del mundo. Propiedad del magnate ruso Alisher Usmanov, tiene una longitud de 110 metros, una tripulación de 48 personas, puede albergar hasta 20 pasajeros y su valor actual se estima en más de 800 millones de dólares. Tan solo estacionarlo en el puerto de Mónaco puede costarle a su dueño la cantidad de 50 mil euros al mes. Así que cuando digo que Mónaco es para los ricos, es porque va en serio. Aun con la pinta de cada monegasco que caminaba por la ciudad o la ostentosa fachada de cada edificio sobre el malecón, La Condamine no era precisamente el barrio que me mostraría lo más caro de Mónaco. Para ello existe Montecarlo. Es quizá el barrio más famoso de Mónaco. Incluso se llega a pensar de forma errónea que se trata de la capital del país. Recordemos que Mónaco mide solo 2 kilómetros cuadrados, así que la ciudad es su propia capital. Montecarlo se fundó en el siglo XIX, haciendo honor al príncipe que gobernaba en aquella época, Carlos III de Mónaco. Y aunque después se dividió es más distritos (hoy son diez distritos los que forman el país), el barrio es famoso por una cosa en especial: el Casino de Montecarlo. En 1850, la familia real estaba casi en la quiebra, tras haber perdido Menton y Roquebrune como parte de su principado, quienes se unieron a Francia tras la firma de un acuerdo. Así, al príncipe se le ocurrió una gran idea para reactivar su economía: legalizar el juego para los extranjeros y abrir un casino de renombre. Al parecer, el plan funcionó a la perfección, y hoy el Casino de Montecarlo es uno de los más famosos del mundo, a donde miles de turistas adinerados llegan día tras día a derrochar su dinero en sus lujosas instalaciones. El edificio exhibe los mejores detalles de la corriente Beaux Arts y el estilo imperial de Napoleón III de Francia. El complejo incluye también un teatro, una ópera y una casa de ballet, aunque la mayoría llega a él buscando la adrenalina de las apuestas. El casino no permite la entrada de los monegascos a los juegos de azar, como una forma de asegurar su economía. Y aunque Fabien y yo éramos oficialmente extranjeros, ni de broma juntábamos la suma necesaria para ingresar a sus salas de juego. Así que una partida de blackjack en un pequeño casino contiguo (menos ostentoso y más barato) fue suficiente para colmar mi apetito de apostar en Mónaco. Si bien no pude disfrutar de la opulencia de sus mesas, sus esculturas y fuentes decorativas, sus bocadillos en bandeja de plata y sus empleados perfectamente aliñados y perfumados, el Casino de Montecarlo me dejó en claro su valía. Bastó con echar un vistazo a su fachada. Y no me refiero solamente al fasto de sus columnas y estatuas blanquecinas, sino a la aparatosa fila de autos de lujo que se estacionaban frente a él. Aunque el casino cuenta, por supuesto, con un servicio de valet parking, tal parece que los más acaudalados pagan por estacionar su lujoso coche frente a la entrada principal. Ferrari, Maserati, Audi, Volvo y las más reconocidas marcas se lucían alineadas para el deleite de los turistas (o para su ineludible envidia). Tras perder quince euros en la mesa de blackjack, dimos marcha atrás de vuelta hacia el malecón, por donde descendimos hasta toparnos de nuevo con el puerto. Del otro lado de la ensenada los antiguos edificios del centro histórico se asomaban, llamándome para descubrir la otra cara de Mónaco, una más antigua y tradicional. Al alcanzar las tierras más bajas, el puerto se llena de bares y restaurantes que son la mejor elección para almorzar y refrescarse en la ciudad. Aunque la pinta de cerveza asciende a 7 euros (dos euros más que en París), no se pueden encontrar opciones más baratas. Mónaco, al igual que toda la Côte d’Azur, posee una gastronomía totalmente influenciada por la dieta mediterránea, especialmente la italiana. Así que bocadillos con tomate, queso y hierbas provenzales fueron lo más apetitoso que pudimos elegir. Al lado sur de la bahía Fabien y yo comenzamos a subir la Roca de Mónaco, un gran monolito posado sobre el mar Mediterráneo, sobre la cual se encuentra el distrito más antiguo de la ciudad, Monaco Ville. Conforme fuimos escalando a nuestras espaldas se fueron abriendo las mejores vistas del país, con La Condamine y el puerto expuestos en su totalidad, dominados por los últimos acantilados de los Alpes marinos que nos seguían amenazando con nubarrones de lluvia. La cara norte de la colina se corona por los restos de la antigua fortaleza que protegía a Mónaco de los enemigos, erigida durante la Edad Media, de cuando datan la mayoría de los edificios en su centro histórico. Aunque el actual Mónaco fue una posesión deseada por muchos de los antiguos imperios en el Mediterráneo, por el que pasaron los griegos, ligures y romanos, fue una dinastía de origen genovesa quien logró consolidar al principado hasta lo que conocemos el día de hoy. Los Grimaldi llegaron a Mónaco en 1297, y expulsaron a los güelfos (facciones que apoyaban al Sacro Imperio Romano Germánico) de una manera muy peculiar. Francisco Grimaldi logró cruzar la fortaleza que protegía a la ciudad vistiéndose de monje. Una vez dentro, abrió la puerta a su ejército y tomó Mónaco por la fuerza. Desde entonces, los Grimaldi se aliaron al Reino de Francia y servían fielmente a su monarquía. Con el apoyo de Francia, los Grimaldi lograron separarse de Génova y autoproclamarse como señores feudales de Mónaco, y más tarde, como un principado. Así, hasta la actualidad, el Príncipe de Mónaco es la figura política más importante del país. Y como todo estado moderno europeo, posee su propio palacio real. Aunque el Palacio del Príncipe de Mónaco pudiera parecer como cualquier otro en Europa, hay varios factores que lo diferencian del resto. Primero, su fortificación. Ya que Mónaco nunca fue un estado con un gran territorio, fue necesario fortificar la residencia real, a diferencia de las demás monarquías en Europa, donde Versalles, San Petersburgo o Buckingham no tenían tal necesidad, al poseer vastas posesiones terrenales. La segunda, es que la familia Grimaldi es la única familia real europea que ha vivido en el mismo palacio desde su nacimiento hace más de 700 años, ya que no tenían espacio para edificar más residencias. Así, mientras los Habsburgo, los Romanov y los Borbones construían nuevos palacios continuamente a lo largo de sus reinos, los Grimaldi tuvieron que conformarse con darle mantenimiento y seguir agrandando su mismo castillo. A finales del siglo XIX y principios del siglo XX, el palacio y su familia real no gozaban de tanta popularidad ni del mismo glamour que el resto de las ciudades de la Côte d’Azur, el nuevo destino turístico de los ricos. Pero ese lujo y ese glamour llegaron en 1956, cuando la estrella de cine Grace Kelly pasó de ser una actriz hollywodense a la Princesa de Mónaco más famosa hasta ahora. A pesar de todo, la familia real de Mónaco puede presumir ser la casa reinante más antigua de Europa, con 722 años de reinado continuo. El palacio y la monarquía poseen atractivos igual de relevantes que otros reinos europeos, como el célebre cambio de guardia, que se lleva a cabo todos los días a las 11:55 horas. Al otro lado de La Roca, otra pequeña bahía se abre entre los territorios que Mónaco se vio obligado a ganar al mar en los años 70s. El barrio de Fontvieille es el más nuevo de los distritos del país, y es sede de un pequeño pero importante embarcadero, de un helipuerto, de la conexión con el aeropuerto de Niza y del estadio de fútbol del Mónaco FC, que juega en la liga francesa. Al frente del palacio, el casco viejo de Mónaco se extiende en su totalidad. A pesar de ser una ciudad tan diminuta, en su zona medieval no se permite la entrada de autos que no sean locales, ni se permiten motocicletas después de las 22 horas. Así, los pocos autos que pueden encontrarse en sus calles son los de la policía monegasca. Las vías peatonales de Mónaco no tienen nada que envidiar al resto de los centros de las ciudades europeas. Tengo que decir que en ninguno de ellos los colores me habían cautivado más que en aquel mezquino principado del Mediterráneo. Mónaco nació y sigue existiendo con la ayuda de Francia, y eso se nota en la arquitectura de la ciudad. Un estilo renacentista combinado con algunas fachadas de porte italiano. Aunque quizá, el mayor logro arquitectónico del centro histórico sea el Museo Oceanográfico de Mónaco, ubicado justo frente al mar. Hogar de más de 400 especies de peces, el museo fue inaugurado en 1910 y sigue siendo uno de los más reconocidos del mundo. El famoso explorador e investigador marítimo Jacques Cousteau fue director del mismo durante varios años. Lamentablemente, no pudimos ser testigos de su fachada frontal, ubicada sobre el acantilado frente al mar, al que se puede acceder solamente sobre una embarcación. Pero no solamente el museo de ciencias marinas evocaba mi curiosidad, sino también la Catedral de San Nicolás, el principal centro religioso de Mónaco. Aunque la primera catedral fue erigida en el siglo XIII, la actual construcción data del siglo pasado, y es todo un tributo al estilo neorrománico, con una blanca y limpia fachada que posee incluso toques bizantinos. La catedral es el lugar preferido por la casa real para realizar la sepultura de los difuntos de la familia reinante. Así, en su interior pueden encontrarse las macabras tumbas de los príncipes anteriores, incluyendo los padres del actual Príncipe Alberto II. Antes de que el día avanzara más y la lluvia o la noche cayeran sobre nosotros, Fabien me llevó por un helado y comenzamos el descenso de vuelta a La Condamine. La ciudad parecía tranquila desde sus calles peatonales, pero al volver al melcón el tráfico y la vida urbana nos llevaron de vuelta al país más densamente poblado del mundo. Mónaco había sido una experiencia sin igual comparado con el resto de mis viajes. No solo se trataba de una ciudad, sino de un país contenido en una ciudad. Sus lujos, su historia y la manera en que aquel diminuto principado había conseguido sobrevivir tantos siglos me dejaron fascinado. Ahora era tiempo de regresar a Menton, desde donde volvería al otro día a mi vida de profesor en Lyon.
  5. 4 puntos
    Hacía bastante que no planificaba un viaje al Sur de mi país, aunque ya viajé varias veces, no he terminado de recorrerlo... Tiene muchos lugares turísticos, otros no tanto y muchas cosas para ver y para hacer, en un sólo viaje es prácticamente imposible conocerlo completo. Esta vez no quería un viaje de muchas idas y vueltas, con varias paradas, varios hospedajes, varias veces de armar y desarmar valijas, sino que quería viajar más tranquila, con la famosa modalidad de slow travel. Considero que para conocer un destino hay que estar varias noches, sino es una simple “pasada por el lugar”. El Chaltén tiene el apodo de Capital Nacional del Trekking, esto es así porque tiene varios caminos para hacer con vistas a imponentes paisajes. Sabía que iban a ser seis largos días donde más que descansar, iba a sentirme parte del paisaje. Armé el equipaje con los bastones de trekking, calzados apropiados y ropa cómoda... El primer día, como en todo viaje sirve para ubicarse y acomodar el equipaje. Es un pueblo muy pequeño con muy pocas cuadras, pero con una gran cantidad de negocios, todo en función del turismo. El Chaltén es un lugar único y muy especial. Está dentro de un parque, el Parque Nacional los Glaciares, es un pueblo que vive exclusivamente del turismo y que se fundó hace muy poquito, en el año 1985. Como está en un Parque Nacional, no tiene aeropuerto, para llegar lo más cómodo es tomar un avión hasta El Calafate y desde allí un transfer. En mi caso, el viaje había sido bastante largo, desde mi ciudad, Mar del Plata a la Capital Federal, desde allí a El Calafate y finalmente a El Chaltén, unas cuantas horas de viaje y otras tantas en espera... El segundo día que llegamos, El Chaltén amanecía con un día único, soleado, sin viento (cosa bastante rara para tratarse de la Patagonia) y con una muy buena temperatura. Después de desayunar en el hotel salimos a caminar con rumbo al Cerro Torre. Hay varios circuitos de trekking, este está considerado como de dificultad intermedia. Es un trayecto de 22 kilómetros, está calculado para hacerse entre 5 y 6 horas. Así que salimos temprano, equipados con todo lo necesario para pasar el día, agua, frutas, un almuerzo liviano. Un consejo importante que nos habían dado los lugareños es que, el agua que se encuentra en el camino en los arroyos y cascadas es natural y que no es necesario entonces trasladar varias botellas de agua, basta con llevar una y recargar. Creo que nunca había tomado una agua tan rica y fresca Otra de las caminatas que se pueden hacer en este pueblo de montañas, es ir al Fitz Roy, es la meca de los escaladores y el camino más buscado por los amantes de las caminatas o del senderismo. Hubiera estado muy bien tener un día de descanso entre caminata y caminata, pero estaba anunciado mal tiempo para los días siguientes. Dicen los lugareños que un día de sol, despejado y sin viento, no se puede desaprovechar... A pesar del cansancio, luego del desayuno volvimos a salir. Para llegar al inicio del camino es conveniente tomar un minibus. Una vez llegado al punto de inicio nos esperaban unas nueve horas de caminata. Son unos 25 kilómetros. Lo bueno es que era verano y en verano en el sur, oscurecer después de las 22:30. De todas maneras salimos temprano para que no nos agarrase la noche en el camino. Durante la primera hora, la pendiente del camino es algo pronunciada, tuve que ir haciendo pausas para evitar la sensación molesta de falta de aire. Los ñires forman parte del paisaje junto con arroyos. Lo más lindo, el silencio y el aire puro. El punto más difícil del camino, es una pendiente empinada, la cual debe tener aproximadamente unos 400 metros. Demanda, según los carteles una hora de esfuerzo, ante mi falta de experiencia en este tipo de "travesías" me tomo una hora y media. De todas maneras cada segundo de esfuerzo valió la pena para disfrutar de La Laguna de los Tres con unos imponentes cerros de fondo. Después de tanto andar, era hora de sentarse a descansar, contemplar y hacer un picnic disfrutando tal hermosa postal. Una vez finalizado el almuerzo tuvimos que emprender el regreso, en total fueron aproximadamente nueve horas de caminata, a pesar del cansancio se disfruta igual, a lo largo del camino aparecen distintas postales que son realmente únicas. Los días siguientes fueron más tranquilos en cuanto a caminatas y exigencias físicas. Hicimos el paseo más sencillo, visitar el Chorrillo del Salto y lógicamente probar su exquisita agua pura de deshielo. A los días siguientes el tiempo empeoró , pero no fue un impedimento para seguir paseando.... Hicimos una excursión al Lago del Desierto, otro paraíso natural con senderos para caminar, afortunadamente mucho más sencillos. También visitamos los miradores desde donde se puede ver el pequeño pueblo rodeado de montañas que marcan sus límites naturales. Hubiera faltado más tiempo para recomponerse y hacer la tercera caminata larga que propone este destino, visitar el Pliegue Tumbado, pero de todas formas es lindo que siempre quede algo pendiente para planificar una vuelta ... El Chaltén es un pueblo único, al que seguramente en otra oportunidad volveremos!
  6. 3 puntos
    El transcurso de una vida urbana puede fácilmente tornarse en algo rutinario, incluso en la grandeza de la Ciudad de México donde, no importa cuándo, siempre se encuentra algo por hacer. Si bien, la rutina es algo que se puede fácilmente esquivar en la capital mexicana, hay algo de lo que es imposible escapar. La contaminación y la gente. Un pacífico fin de semana, a solas en el aire fresco, es una demanda de colosales magnitudes en una de las metrópolis más pobladas del mundo. Pero hay algo que la hace única, a pesar de su estresante e incesante actividad. Hace casi 700 años, los mexicas (mejor conocidos como aztecas) decidieron construir su capital en uno de los más bellos paisajes del Aztlán, la tierra que ellos consideraban su mundo. Fue en un islote, en medio de un lago rodeado por montañas, donde fundaron Tenochtitlán, lo que hoy todos conocemos como Ciudad de México. Los alrededores de Tenochtitlán están cercados de impresionantes paisajes naturales, que dejaron en claro por qué Mesoamérica fue y será el cuerno de la abundancia. Es así que escapar de la ajetreada vida capitalina es, incluso hoy, una tarea fácil. Aquella vez, la decisión para reposar un fin de semana fue tomada por Sediel, uno de mis mejores amigos con cuya novia haríamos el viaje. Con una tienda de campaña casi nueva, un saco de dormir y una mochila sedienta por querer ser utilizada, el estado de Hidalgo fue lo que atrajo nuestra atención. Contiguo al Estado de México, Hidalgo cuenta con pueblos coloniales, grutas, aguas termales, bosques, cañones, cascadas, minas y un sinfín de interesantes propuestas de aventura. Y muy cerca de Pachuca, su capital, el pueblo de Huasca de Ocampo fue el destino elegido. La pequeña localidad nació en la época colonial española, cuando la producción minera atrajo a adinerados hacendarios europeos, que usaron la mano de obra indígena para la explotación. El pueblo creció alrededor de cuatro grandes haciendas, y aunque en el declive de la zona (cuando México se volvió independiente) muchos edificios quedaron casi en ruinas, en el siglo pasado se restauró para hacerlo un pueblo de paseo para turistas. Son varias cosas que hacen especial a Huasca. Su café, sus leyendas (que incluyen a duendes y brujas) y, sobre todo, su hermosa situación geográfica. Ubicada entre la Sierra de Pachuca y el Valle de Tulancingo, los paisajes aledaños a Huasca son un deleite visual, perfecto para los cazadores de un reposo en la naturaleza. Así que en vez de quedarnos mucho más tiempo en Huasca decidimos seguir nuestra ruta hasta los prismas basálticos, uno de los principales atractivos del valle. Huasca se emplaza en el oriente del Eje volcánico transversal, una cadena de volcanes que atraviesa el país de este a oeste y lo corta por su parte central. Hace un par de millones de años, el enfriamiento del escurrimiento de lava que se generó en esta zona formó columnas de basalto que tomaron formas de prismas pentagonales y hexagonales. El resultado es hoy una maravilla. El conjunto de prismas encimados entre sí parecen una estructura de legos. Es difícil creer que la naturaleza haya creado formas tan inorgánicas por sí sola. Accedimos a los prismas bajando unas escaleras que llevan hasta un pequeño corredor, por donde cae un arroyo. El agua es traída desde los ríos y las presas que alimentan de agua la comunidad de Santa María Regla, a la que pertenecen las columnas. Aunque algunas de las pequeñas cuatro cascadas fueron arrastradas hasta allí por el hombre, no hay mejor manera de darle un toque más encantador a un lugar como aquel que con caídas de agua. El arroyo culmina en un pequeño estanque, al que se debe acceder desde la hacienda contigua. Es la llamada Cascada de la Rosa. Este lugar fue visitado y estudiado incluso por personajes como Alexander von Humboldt, durante sus viajes por América Latina. La UNESCO nombró al sitio como uno de los 30 geoparques de la Red global de geoparques. Aunque ya había sido testigo de columnas basálticas del mismo estilo en Islandia, verlas en México no hizo más que reafirmar que es un país que lo tiene todo. Antes de que se hiciera más tarde, era momento de decidir dónde debíamos acampar. La zona de Huasca de Ocampo posee múltiples sitios para hacerlo. Pero al ser el último fin de semana del verano estudiantil, los campings y balnearios estaban repletos. El pueblo no era una buena idea para huir del bullicio. Y con ganas de un contacto mucho más natural, decidimos escuchar la sugerencia de un chofer. Unos kilómetros al norte, lejos de la carretera, había un lugar llamado Peña del Aire. Nada habíamos escuchado sobre él. Incluso, encontrarlo en Google Maps no fue del todo fácil. La información en internet era casi escasa. Pues bien, eso lo hacía el lugar perfecto. Según se nos dijo, pocas personas llegaban hasta la peña, ubicada al borde un acantilado bajo el cual se extendía un enorme cañón. Y en lo alto, una zona de camping era ideal para pasar la noche, lejos de las luces, del ruido y de cualquier contacto humano. Aceptamos así un viaje en taxi hasta la peña. Y tras un arduo viaje por un feo y estrepitoso camino de ripio, el chofer nos dejó en un centro de visitantes, que no era más que una palapa. Peña del Aire es un parque ecoturístico protegido. Hay pocas casas y propiedades privadas dentro del terreno. Las únicas construcciones son casetas de vigilancia, cobranza y algunos puestos de comida y tiendas. A solo unos pasos de aquel puesto de visitantes se abrió ante nosotros un enorme cañón, parte de la Sierra de Pachuca. El nombre Peña del Aire se debe, precisamente, a una gigantesca peña que se yergue en uno de los costados de la barranca. Y sí, de hecho, parece que flota en el aire. Estas formaciones rocosas son características de las barrancas de la Sierra Oriental. Y el sitio perfecto para un centro ecoturístico. Una tirolesa de unos 70 metros de largo se tiende al lado de la peña y permite a los visitantes volar sobre el abismo. En la parte más baja, un río dibuja el camino del valle, junto al cual solo una pequeña iglesia se posa junto a un par de campos de cultivo. Al mirar abajo, creímos que sería un excelente lugar para acampar. Comenzamos el descenso con mochila al hombro, cuidadosos de seguir el mezquino sendero que nos guiaba. El calor era sofocante, pero valía la pena hacer el intento. Las vistas desde las laderas eran sencillamente magníficas. La vegetación parecía hacerse cada vez más verde y, a decir verdad, no era lo único colorido que apareció en nuestro camino. El curso nos llevaba por todo el costado de la barranca, pero poco simulaba bajar al río. Aunque los lugareños nos habían asegurado un rápido descenso, la travesía era más larga de lo esperado. Antes de seguir, supimos que algo no resultaría. Esperábamos el arribo de dos amigos más, y en lo bajo de la barranca la señal de telefonía era escasa. Sería mucho más fácil encontrarlos en lo alto del acantilado. Volvimos entonces, entregados al calor de la tarde que, por cierto, no tardaría en esfumarse para dar paso a un fresco atardecer. La planicie superior fue el mejor lugar para montar el campamento. Un terreno llano, pastoso y fresco donde, al parecer, seríamos los únicos en pasar la noche. Nuestros amigos no tardaron su arribo, por suerte, antes del ocaso. Y con las tres tiendas una junto a la otra, fue momento de armar la hoguera. Una pila de malvaviscos y roles de canela fue el menú perfecto para el atardecer, que tras un cielo nublado se esfumó sin mucha presencia. Pero aquellas nubes de tormenta, cuyos relámpagos eran lo único que iluminaba el horizonte nocturno, crearon la atmósfera perfecta para las historias de terror que se avecinaban. Huasca de Ocampo es el sitio perfecto para alguien como Sediel, un fanático de las criaturas de fantasía. El pueblo está lleno de leyendas sobre duendes y brujas que moran los bosques circundantes, y que han hecho sus apariciones en repetidas ocasiones. De hecho, cuenta con su propio museo de los duendes. Y vaya que nuestro campamento simulaba ser su hogar, con una torre de metal en forma de sombrero que, de hecho, albergaba los únicos baños disponibles, a los que nadie se atrevía a entrar una vez caída la noche. Cuando el fuego se fue consumiendo, una extraña luz apareció detrás de los arbustos. Un color amarillo fluorescente de forma redonda se movía con delicadeza, y de repente palpitaba como el latido de un corazón. No le prestamos mucha atención, quizá era alguien con una linterna. Tras pocos minutos se esfumó sin darnos cuenta. A la siguiente mañana, los lugareños nos contarían que se trataba de una bruja. Aparecer como pequeñas centellas era su especialidad en aquella zona. Pues bien, al menos no decidió visitar nuestro campamento. El alba fue bastante frío. El sereno dejó nuestras carpas más que húmedas por fuera. Y no había nada que deseáramos más que un café caliente. Pero habría que esperar la apertura de los puestos. Entretanto, un temprano despertar fue la mejor decisión grupal tomada para poder ser testigos de un hermoso amanecer. El sol se levantó sobre la sierra oriental, iluminando tenuemente la figura de cada barranca del cañón. Nada, sino el cantar de las aves, se podía escuchar en el abismo. Es lo que un grupo entero de capitalinos buscaba lejos de la metrópoli. La serenidad de una fría y verde mañana. Pero acompañada de un café de olla a la apertura del primer puesto, todo fue incluso mejor. Luego del desayuno fue momento de bajar a la peña, y contemplar el valle dibujado por los primeros rayos del sol. La bruma de la mañana poco a poco se retiraba, y dejaba al desnudo la vitaleza de un cañón que podía apaciguar todo pensamiento y todo presente. Escalar la peña no era una opción segura, pero hasta la poca altura que pudimos llegar fue suficiente para sentirnos satisfechos en nuestro viaje. Disfrutar de la barranca sin la presencia de turistas durante la noche y la mañana fue una excelente decisión, que nos daría el respiro necesario para volver a la vida de una colmada ciudad.
  7. 3 puntos
    El concepto que tenemos de una región del mundo siempre está asociada a los clichés y estereotipos que de ella nos hemos hecho a lo largo de nuestra vida. Aunque algunos más fuertes que otros, es poco probable que nuestra imaginación no genere un pequeño prejuicio. Hacía tres días que había entrado a Escocia, desde su ciudad más grande y poblada, Glasgow. Sin ponerlo en duda, Escocia es quizá uno de los rincones del mundo del que más estereotipos posee la gente. Vamos, que un hombre con falda a cuadros con una gaita y una botella de whisky parado frente a un castillo en las montañas junto a un lago es algo que vendría a la mente de muchos. Pues bien, hasta entonces nada de eso se había aparecido frente a mí. Pero cambiaría al dirigirme a Edimburgo, la capital escocesa de la que tantas recomendaciones había recibido. Mi amiga Liane, con la que pasé varios meses en Francia, era oriunda de Glasgow. Pero varios años vivió en Edimburgo con su hermana gemela, Mairi, quien todavía vivía y estudiaba allí. No divagó entonces en sugerirme que mi viaje por el Reino Unido terminase allí, en las calles donde Dany Boyle ambientó la emblemática Trainspotting en los años 90s. Tomé entonces un autobús hasta la estación central de la ciudad, desde donde me dirigí a un apartamento en los suburbios al oeste de la ciudad, donde Krystof sería el couchsurfer que me hospedaría por dos noches. Ya que aquel día debía trabajar, tuve que dejar pronto su apartamento y volví al centro de Edimburgo. Y con unas horas de sobra antes de encontrarme con Mairi, recorrí por mi cuenta las calles para darme una primera impresión. El autobús me dejó en la llamada Ciudad nueva. Aunque claro que su construcción no es reciente al ser parte del centro histórico, lo es en comparación de la Ciudad vieja, ubicada justo del otro lado. El centro de la ciudad está dividido en dos por una franja de tierra sumergida que solía ser un pantano, y donde hoy se posa la estación central. Desde su lado norte, el fondo del paisaje muestra una primera conocida postal de la urbe, la Ciudad Vieja con Arthur’s seat en el fondo, la colina más famosa. Esta zona es considerada una obra maestra en la planeación urbanística. Culminada en 1800, uno de sus mayores íconos es la Bute House, ubicada en Charlotte Square y diseñada por el arquitecto Robert Adam. Es hoy la residencia oficial del Ministro principal de Escocia. El edificio neoclásico es también muestra y orgullo de Escocia, que se mantiene todavía con un ferviente sentimiento independentista dentro del Reino Unido. Si bien el ministro principal cumple las funciones del gobernador de una provincia o territorio (por debajo del primer ministro del Reino Unido) Escocia cuenta también con un parlamento propio, que también se ubica en Edimburgo. Así, desde los años 90s que fue formado, Escocia recuperó un poco de autonomía dentro del Reino del que forma parte actualmente y desde el año 1707, cuando se unió a Inglaterra. Al lado de la mansión, otra increíble construcción neoclásica apareció frente a mí. el hotel Balmoral, que se ha convertido en otro ícono de Edimburgo. Aunque para ese punto ya me había acostumbrado a que cada ciudad británica se jactara de ser el sitio donde J. K. Rowling vivió, escribió, se inspiró, etcétera, está probado que el hotel Balmoral es el lugar donde la autora terminó de escribir la saga de Harry Potter. De hecho, la habitación donde se hospedó es hoy una de las master suites, por la que habría que pagar cerca de mil libras esterlinas por noche. Desde el Balmoral crucé el north bridge, el puente que une al noreste ambos lados de la depresión geográfica y me adentré a la Ciudad Vieja. Con lo bien conservados que están los edificios del old town de Edimburgo era difícil creer que datara de la Edad Media, aunque después me enteraría que muchas construcciones fueron restauradas luego del incendio del 2002. Aunque las mismas cabinas telefónicas de un vivo rojo que son símbolo de Londres se encuentran en las calles del viejo Edimburgo, sus casas y calles empedradas me hacían sentir en un sitio muy diferente. Ahora me sentía en la verdadera Escocia. En una esquina de aquel mágico casco viejo me encontré con Mairi, quien había salido ya de clases y me invitó a pasar la tarde libre con ella. Mi amiga Liane había terminado su licenciatura y ahora pretendía vivir en Lyon, donde nos conocimos, para seguir dando clases de inglés. Mientras, su gemela Mairi, todavía enamorada de Edimburgo, decidió quedarse y estudiar un doctorado. Como parecía que una vez más había arrastrado el sol conmigo, Mairi quiso llevarme al mejor mirador de la ciudad antes de que las nubes ocultaran la ciudad, como me dijo, es costumbre que suceda cada tarde. Caminamos entonces hacia el parque de Holyrood, un parque real ubicado justo al lado este del centro histórico, y que representa la principal área verde de la ciudad. El parque se compone de colinas, lagos, cañadas y riscos de basalto que ejemplifican a la perfección el paisaje típico de los highlands de Escocia. El país se divide en dos zonas geográficas, las tierras bajas al sur (lowlands) y las tierras altas en el norte (highlands). Ambas se caracterizan por ser zonas de origen volcánico. Pero las highlands dejan mucho más al descubierto los tapones de basalto, y es en una de esas regiones talladas durante la última era glaciar donde se posa Edimburgo. El más famoso de los riscos es Arthur’s seat, o la silla de Arturo, que al elevarse 250 metros es el punto más alto de Edimburgo. Arthur’s seat es fácilmente accesible desde casi todos sus puntos, y fue hasta su cima a donde Mairi me invitó a subir. La vista que se tiene desde lo alto es, sin duda, la mejor de la ciudad. Al este, puede verse el puerto de Leith, un suburbio donde Danny Boyle situó la vivienda de los personajes de Trainspotting. Al norte, la colina Halton, que sirve como Acrópolis de la ciudad y que le otorga su merecido apodo de ‘la Atenas del norte’. Y al oeste la Ciudad vieja dominada por el Castillo de Edimburgo, a donde más tarde caminaríamos. Arthur’s seat me dio un primer y estereotípico acercamiento a los paisajes de Escocia y su accidentada geografía. Ahora era tiempo de volver a sus caminos urbanos y perderme en sus calles empedradas. El trazo urbanístico del casco antiguo se lo dio precisamente la geografía al propio Edimburgo. La ciudad se construyó en la cola de una peña volcánica, que es donde se construyó la fortaleza que poco a poco se convirtió en un castillo. Esa franja es bastante pequeña, por lo que en pocos años el aglutinamiento de personas fue muy grande, llegando a albergar 80 mil personas en algún momento, solo en aquel pequeño pedazo de tierra. De hecho, la Ciudad vieja de Edimburgo es una de la que posee edificios más altos en toda Europa. Y eso sucedió porque desde el medievo la urbe fue rodeada con una muralla. Por consiguiente, y como era obvio, la mayoría de la gente se negó a vivir fuera de la fortaleza, y eso llevó a que a los edificios se les colocara cada vez más pisos encima. El propio nombre de la ciudad posee aquella etimología. La palabra burgo era usada en la Edad Media para designar a las urbes que nacían alrededor de un castillo. En las lenguas germanas, el sufijo burgh se usó para nombrar a muchas de estas ciudades. Es el caso de Rotemburgo, Salzburgo, Hamburgo, Estrasburgo y, en este caso, Edimburgo (Edinburgh). Mairi quiso que nos detuviéramos en uno de los nuevos mercados para tomar una buena cerveza escocesa y disfrutar parte del partido de Galway contra Dublin, de la liga irlandesa. Luego del reposo, volvimos a cruzar el north bridge para pasar a la Ciudad Nueva. Ambas, fueron declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO desde 1995. No hay mejor vista de la Ciudad Vieja que desde el costado de la Ciudad Nueva, que por cierto, fue mandada a construir en el siglo XVIII por la necesidad de espacio para el creciente número de residentes. Uno de los mayores símbolos de la Ciudad Nueva es el monumento a Walter Scott, uno de los autores románticos escoceses más conocidos. El color de la piedra del monumento gótico se perdió durante los años de la Revolución industrial, época en la que Edimburgo era conocida como “la ciudad humeante”, por la enorme contaminación, lo que dio a muchos de sus edificios su color negruzco actual. Desde aquel lado de los jardines centrales, llamados Princess Street Gardens, se tiene una hermosa vista de uno de los más bellos edificios de la Ciudad Vieja: la sede del Banco de Escocia. Fundado en el siglo XVII, es el banco más antiguo que sigue en funcionamiento en el Reino Unido, y fue el primer banco europeo en imprimir su propio papel moneda. A decir verdad, el edificio que alberga sus oficinas centrales parece un verdadero palacio. De repente, paseando por los jardines apareció una pareja de novios, que posaban para la sesión de fotos de su cercana boda. Honestamente, no hubo nada más bello en mi visita a Edimburgo que ver a una hermosa novia pelirroja en su vestido blanco y a su guapo prometido usando el tradicional Kilt, la famosa “falda escocesa”. A diferencia de lo que muchos creen, el Kilt fue inventado por un inglés, y se incorporó a la identidad de las highlands de Escocia luego de su unión con Inglaterra en el siglo XVIII. Actualmente, los hombres la usan solo en las ocasiones más importantes, como en bautizos, fiestas, convenciones y, claro, el día de su boda. Ver a un escocés en su falda a cuadros besar a su prometida en una verde colina frente al castillo de Edimburgo fue el mayor cliché que pude esperar de Escocia. Sólo falta un whisky —me dijo Mairi—. Y es así como fuimos a un bar cercano por una copa de un buen scotch. Luego de ello, las colinas y las zigzagueantes calles de la Zona Vieja nos llevaron cada vez más arriba, hacia la peña del castillo. Mientras parte de la ciudad se encuentra en los túneles del subterráneo, es por supuesto la colina del castillo la que domina la metrópoli entera. El castillo fue construido en el siglo XII, y fue a partir de su construcción que surgió la ciudad misma de Edimburgo a sus pies. Como parte de una fortaleza que pretendía defender las tierras bajas de Escocia de los reinos del sur (sobre todo de Inglaterra), se usó casi siempre con fines militares, y nunca como la residencia del monarca escocés. Hoy, el castillo se usa con fines civiles y está abierto al turismo. Pero con un alto precio de entrada, decidí pasarlo por alto y seguir disfrutando la tardea al aire libre junto a Mairi. Me llevó luego a los pies de la catedral de Saint Giles, un templo medieval que pertenece ahora a la Iglesia de Escocia, y es considerada la madre de la iglesia presbiteriana. Muchos de los edificios de la Ciudad Vieja pertenecen también a la época de la reforma protestante, de la que Escocia formó un fuerte movimiento y le ha dado parte de su identidad actual. La calle que une el castillo y la catedral forma parte de la Royal Mile, cuatro calles que forman las principales arterias del centro, y que son hoy líneas importantes de turismo en Edimburgo. Desde las famosas cabinas telefónicas rojas instaladas por la Corona británica en todo el Reino Unido hasta hombres tocando la célebre gaita y espectáculos callejeros locales. Mairi me llevó después a los jardines de Greyfriars, una famosa iglesia de Edimburgo cuyo patio exterior resulta ser también un panteón. El cementerio resguarda las reliquias de algunos personajes famosos de la ciudad y miembros de la iglesia. Una vez más, Escocia me demostraba que los panteones europeos no son un sitio de temor, sino de esparcimiento y paseo. Fuera de la iglesia y sus jardines se encuentra The elephant house, uno de los tantos lugares en el Reino Unido que presumen ser el sitio de nacimiento de Harry Potter. Es bien sabido que J. K. Rowling vivió en Edimburgo y solía visitar los pubs y cafés alrededor de la universidad para poder inspirarse y escribir. Pues bien, The elephant house es uno de esos tantos, aunque no puede ponerse en duda que es hoy el más visitado de la ciudad, debido a la leyenda que se formó tras la autora. Aún así, no pensaba esperar varios minutos aguardando una silla y un café de dos libras, y preferimos seguir de largo. Cuando la noche comenzó a caer y con ella la llovizna se avecinaba, Mairi se despidió de mí. Debía volver a su apartamento y continuar escribiendo su tesis. Mientras yo, pasé por algo para la cena y regresé a la casa de Krystof, para alejarme de la lluvia y saciar mi apetito. Al otro día el clima no me había sonreído tanto como el anterior. Fue cuando me mandó un mensaje Adrien. Nos habíamos conocido en Lyon y ahora estaba de visita también en Edimburgo. Originario de Ohio, tenía planes para mudarse con su novia alemana a Bohn. Y como su primera vez en Europa, no dudó en pasar algunos momentos recorriendo la ciudad conmigo. Subimos a Arthur’s seat para comer un bocadillo y luego nos dirigimos a Calton, otra de las colinas que dominan la ciudad. Calton Hill y el castillo es quienes le dan el apodo de Edimburgo como ‘la Atenas del Norte’. Y es que no es normal encontrar en el norte de Europa ciudades que hayan surgido a partir de una acrópolis en lo alto de un cerro, como suele ser común en el sur del continente. Es algo extraño llegar a Calton Hill y toparse con monumentos griegos. La realidad es que ningún griego pisó estas tierras, y se trata simplemente de un monumento neoclásico que conmemora a los caídos en las guerras napoleónicas. Pero la colina es también un increíble mirador de Edimburgo, con la Ciudad Nueva a la derecha y la Ciudad Vieja a la izquierda. Pocos minutos pasaron para que la lluvia empezara a amenazar nuestra tarde. Adrien decidió entonces que sería buena idea terminar nuestra visita en Galería Nacional de Escocia, un museo de arte situado en los Princess Street Gardens. Inaugurada en 1859, expone obras que abarcan desde el Renacimiento hasta el impresionismo de las vanguardias del siglo XIX. Los artistas presentes van desde Tiziano y Rafael hasta el español Velázquez, que se hace presente con su obra Vieja friendo huevos. Así, Edimburgo nos demostró que Escocia nunca se mantuvo tan alejado del arte y del poder de las potencias en Europa como muchos creían. Su galería de arte, su castillo, su casco antiguo medieval pero, sobre todo, sus verdes y montañosos paisajes, me demostraron por qué Edimburgo es la ciudad favorita de los escoceses por excelencia. Edimburgo fue una excelente manera de terminar mi viaje por el Reino Unido y por Europa del norte. Al siguiente día, me embarcaría de vuelta a París, para pasar mis últimos días en Francia antes de volver a México, luego de nueve meses trabajando y viajando en el viejo continente. Finalizar un viaje nunca es tarea fácil. Pero siempre puede más el poderoso deseo y la seguridad de que otra larga aventura se avecina en un futuro cercano. Y con un diario lleno de historias y una mente llena de recuerdos, volví a México, dispuesto a preparar mi próxima travesía por el mundo.
  8. 3 puntos
    Con una ruta dibujada al norte desde que arribé a Londres una semana antes, era inevitable resistirse a cruzar el antiguo trazo del muro de Adriano, que durante años marcó el límite boreal del Imperio romano dentro de Britannia, una de sus provincias más preciadas. Descansado un par de días en Durham, eran solo 100 kilómetros los que me restaban para salir de Inglaterra, pues al norte, una invisible frontera marcaba el inicio de Escocia. Después de pasar siete meses en Francia y de la amistad que forjé con Liane, una chica escocesa, era imposible que mi rumbo no pretendiese culminar en las tierras septentrionales del Reino Unido. Y fue allí a donde tomé mi autobús. El Reino Unido es un país bastante complicado de entender. Planear mi viaje no fue, por tanto, lo más fácil con lo que pude enfrentarme. ¿Por qué ninguno de los escoceses que había conocido hasta entonces se definía así mismo como british? De hecho, ¿cuál es la palabra verdadera para definir la nacionalidad de las personas del Reino Unido? Es más, ¿es el Reino Unido un país? Bastante complejo había de ser comprenderlo. Y aunque toda la vida había escuchado hablar de Escocia, ¿era Escocia un país, o solo una provincia del Reino Unido? No podía dirigirme a las tierras altas de la Gran Bretaña sin antes comprender un poco más sobre la historia y el funcionamiento de este país insular. El Reino Unido es, después de todo, un país soberano. Pero el reino se compone, de hecho, por cuatro países o naciones integrantes, que gozan de cierta soberanía dentro del mismo: Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte. Así, el nombre oficial del estado es Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte. Gran Bretaña, como muchos saben, es el nombre de la isla principal del reino, donde se encuentran Inglaterra, Gales y Escocia. Irlanda del Norte es la cuarta nación, ubicada al norte de la República de Irlanda, y ambos países comparten la isla de Irlanda. Por tanto, es un error común confundir los gentilicios. Un irlandés es cualquiera que haya nacido en la isla de Irlanda, aunque se usa más bien para los nacidos en la República de Irlanda. Alguien nacido en Irlanda del Norte es un norirlandés. Sin embargo, los norirlandeses pueden también ser británicos, ya que es el gentilicio oficial para todos los nacidos en el Reino Unido. Pero cuidado, porque un inglés es exclusivamente la persona nacida en Inglaterra, excluyendo a Escocia, Gales e Irlanda del Norte. Así, los norirlandeses, ingleses, galeses y escoceses son todos a su vez británicos, pues forman parte del Reino Unido. Pero es extraño encontrar un galés, norirlandés o escocés que se defina a sí mismo como británico. Y esa es la primera viva muestra del sentido independentista que recorre el país. El Reino Unido no es muy unido. De eso me di cuenta rápidamente. Y si las cuatro naciones se encuentran unidas se debe a la fuerza que ha ejercido Inglaterra sobre sus reinos vecinos a lo largo de la historia, pues hasta el momento, es el integrante más poderoso. Debía entonces estar consciente que aquella tarde me estaba adentrando en algo distinto. Seguía en el suelo del Reino Unido; seguía en el suelo de Gran Bretaña; pero estaba entrando en Escocia, una nación completamente diferente. Al bajar del autobús en la estación central caminé a través del centro histórico de Glasgow, la ciudad más grande de toda Escocia, donde pasaría un par de días hospedado por Gaz, un chico local que aceptó mi solicitud en Couchsurfing. La primera impresión que tuve de él quizá no fue la mejor. Los estereotipos sociales que innegablemente recorrían todavía mi cabeza forjaron los primeros prejuicios sobre su persona, basado solamente en sus fotos de perfil. Un corte de mohicano, perforaciones por todo el cuerpo y tatuajes que cubrían hasta su cráneo, mientras se le veía parado bajo puentes y lotes baldíos llenos de basura y pintando obras de grafiti con botellas de aerosol. Pero sus referencias eran bastante buenas. Al parecer, uno de los mejores anfitriones que se podía encontrar en Glasgow. El punto de encuentro fue al frente de un edificio corporativo del centro financiero, de donde Gaz salió vestido tal y como lucía en sus fotos. Me saludó con entusiasmo y me ofreció ir por el almuerzo. Quizá es que nunca había visto a alguien con tal pinta trabajar en una oficina tan moderna y lujosa como aquella. Al menos no en México. Pero de entrada, eso me daba gusto. Era la viva muestra de la poca discriminación que en Escocia se hace por la apariencia de las personas. Al pasearnos al lado de restaurantes de comida rápida y bares, la elección de Gaz fue un restaurante vegano. Sí, aquel escocés con pinta de chico malo estaba en su transición para convertirse en vegano. Mis prejuicios poco a poco se empezaron a desmoronar. Gaz no fumaba, no se drogaba, no comía carne y rara vez bebía alcohol (a excepción de un whisky o una cerveza ocasional, después de todo, es escocés de nacimiento). Luego de un plato de lentejas y verduras con un poco de pan, caminamos hasta su casa, ubicado en una de las zonas residenciales no muy lejos del centro, llamada Dennistoun. Las casas de aquel barrio simulaban mucho el estilo de vida de los suburbios de Estados Unidos, con una verde y pacífica calle donde reinaba la tranquilidad, muy cerca, pero lejos del bullicio de la gran metrópoli escocesa. Más adelante, la fachada de los hogares cambió. Esta vez por edificios con una notable influencia de la arquitectura victoriana. Ahora me sentía mucho más en Escocia, país que también vivió el gobierno de la reina Victoria. En uno de aquellos bellos edificios victorianos es donde vivía Gaz. Su apartamento, una vez más, destruyó mis estereotipos. Un espacioso y limpio departamento donde la luz entraba por cada hueco era algo que pocos se imaginarían de alguien como él. No me cabía duda entonces del porqué tantas referencias positivas colmaban su perfil. Cuando por fin pude dejar mi mochila y liberar mis hombros de su peso, salimos a dar una caminata y disfrutar del sol que alumbraba Glasgow aquella tarde. No muy lejos de Dennistoun pasamos frente a la Wellpark Brewery, una de las fábricas de cerveza más viejas de Glasgow. Fundada en 1740 por dos hermanos creadores de la filial Tennent Caledonian, dentro de sus instalaciones se producen alrededor de 10 marcas de cerveza, siendo la más famosa la Tennent Lager, la cerveza líder en Escocia, que abarca el 60% de las ventas. La creación de cerveza en la zona data, de hecho, desde 1556, casi cinco siglos atrás. Aunque la compañía nacería 200 años más tarde. Hoy, es la mayor exportadora de cerveza escocesa en el mundo. No podíamos resistirnos entonces a entrar a uno de los bares del East End en Glasgow y probar una buena Tennent, que apaciguó por un rato el calor que se sentía aquel día. Detrás de la Wellpark Brewery y luego de un tarro de cerveza, Gaz me llevó hasta una colina baja que domina el este de la ciudad, donde se encuentra la necrópolis. ¿Por qué diablos me llevaría a un cementerio? Era quizá la pregunta. Pero la Necrópolis de Glasgow es mucho más que eso. Inaugurada en 1883, sus planificadores se inspiraron en el cementerio Pere laChaise de París, que más que un simple panteón es un hermoso parque público. El concepto de cementerio-jardín recorrió varias ciudades europeas, y en el Reino Unido sucedió sobre todo durante la ostentosa época victoriana. Es por ello que las tumbas que atestan la necrópolis son verdaderos monumentos mausoleos que, a decir verdad, fueron construidos por los mejores arquitectos escoceses de la época. Muchas de las 50 mil personas que han sido enterradas en la colina fueron gente que gozó de privilegios económicos, y pudieron costear un digno monumento que los acompañara en la otra vida. No obstante, a muchos de los ciudadanos de Glasgow que allí residen el ayuntamiento los apoyó con fondos públicos para su entierro. Con cementerios como los victorianos de Europa hasta dan ganas de morirse. Lo mejor de todo, es poder hacer un picnic o tomar una clase de acroyoga (como hicimos nosotros) sin el miedo que recorre las entrañas por pararse sobre los difuntos. Como dije, la necrópolis es mucho más que solo muertos enterrados bajo tierra. Y justamente al lado del cementerio llegamos a la catedral de Glasgow, o catedral de San Mungo, el sitio más visitado por los turistas en la ciudad. El templo es una de las iglesias medievales mejor conservadas en el Reino Unido. Tuvo la suerte de no ser destruida durante la guerra de la Reforma protestante, ya que nació bajo el culto católico, pero pasó a ser parte de la iglesia de Escocia. Fue durante el siglo XVI cuando muchos reinos europeos decidieron cortar relaciones con el papado de Roma y fundar su propio culto, inspirados por la tesis de Martín Lutero. Así, Inglaterra hizo su propia iglesia (la iglesia anglicana), mientras Escocia fundó la suya. Aunque hoy ambas naciones forman parte del mismo reino, no comparten la religión. Y mientras la reina Isabel II es la cabeza de la iglesia anglicana, no lo es de la iglesia de Escocia, que funge como un ente independiente. La arquitectura gótica de la catedral es el fiel testigo de que Escocia nunca se quedó atrás ante el poderío arquitectónico y político de sus vecinos en Europa. Y si no fuera por compartir tierras con Inglaterra, sería hoy quizás un poderoso país independiente y una potencia occidental. Antes de que el sol se escondiera volvimos al apartamento, no sin antes comprar algo para la cena. Y una degustación de whisky al lado de Gaz sería el vaso ideal que necesitaba para conciliar mejor el sueño. Al siguiente día nos tocó el turno de recorrer el centro histórico de la ciudad. A diferencia de la catedral, el casco antiguo no data del medievo, ni siquiera de la Reforma protestante. En cambio, muchos de sus edificios fueron construidos durante el siglo XIX. Aunque antes de 1707 Escocia fue un reino independiente, nunca sus ciudades gozaron de tanto poder como lo hicieron durante la época victoriana. Y es que la reina Victoria marcó el punto álgido de la revolución industrial. En aquel tiempo, Glasgow llegó a ser considerada la segunda ciudad del imperio, después de Londres, por supuesto. Los astilleros que se erigieron en la preciada ubicación junto al río Clyde, así como la extracción de carbón y hierro, y las fábricas de algodón y textiles, marcaron una escalación económica sin precedentes en Escocia y en el mundo. Los principales edificios del centro lucen así una increíble arquitectura victoriana. Es el caso de la Plaza George, la principal explanada de la ciudad. Aquel día, un puñado de ramos de flores adornaban el jardín alrededor de la columna principal. Era un mensaje de solidaridad y pésame para las víctimas de los ataques terroristas sucedidos apenas unos días antes en Manchester. El Estado islámico se autoproclamó autor del ataque que dejó al menos 22 personas muertas durante un concierto de Ariana Grande en la Arena de la ciudad. Los escoceses pueden ser separatistas y sentir a veces un gran recelo contra Inglaterra. Pero, después de todo, siguen siendo seres unidos y pacifistas. Más adelante llegamos a la Galería de Arte Moderno, que se alberga en un exquisito edificio neoclásico del siglo XVIII. Glasgow es la capital cultural de Escocia. Su escena artística tiene de todo un poco. La calle Buchanan, por ejemplo, fue una viva muestra de ello. Rodeada de tiendas, museos, restaurantes y bares, el ambiente vivo que se respira en esta avenida peatonal del centro deja al desnudo la sonrisa del pueblo escocés. Los bares y salones de música han visto pasar a multitudes de solistas y bandas que han alcanzado gran fama, tal es el caso de Oasis y los Snow Patrol. Un poco más hacia el sur, al lado del río Clyde, llegamos a Glasgow Green. el mayor y más bonito de los parques de la ciudad. La bienvenida nos la dio el monumento que conmemora los Juegos de la Mancomunidad del 2014, un evento deportivo que se lleva a cabo cada cuatro años entre todos los miembros de la Commonwealth. Glasgow es también la capital deportiva de Escocia. Al fondo llegamos al People’s palace, un museo que muestra la historia de la ciudad y cómo la revolución industrial la llevó hasta el puesto que ocupa ahora. Lo mejor de todo fue, sin duda, el invernadero de cristal que se yergue en su exterior. Pero la belleza artística de Glasgow no me había mostrado todavía su mejor cara. Hacía falta dar un paseo por las comunes y corrientes calles de sus distritos. Bastaba solo alzar un poco la vista para darse cuenta que Glasgow es, también, la capital del grafiti y los murales. Ahora entendía por qué Gaz tenía tantas fotos frente a los muros pintados con aerosol. Es que esas pequeñas latas de pintura representan un verdadero espíritu para los locales de la urbe escocesa. Desde figuras deportivas hasta artistas musicales, las paredes de Glasgow hablan por sí solas. Y si la gente me había hecho pensar en Escocia como un lugar lluvioso, frío y gris, el street art del que estaba siendo testigo me decía todo lo contrario. Con antecedentes mexicanos tan majestuosos, como Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, era imposible no quedar anonadado ante la belleza de aquellas pinturas. Los murales de Glasgow fueron la mejor manera de pasar mi último día en la ciudad. Y aunado a la hospitalidad de Gaz, Escocia había sido hasta ahora un lugar del que difícilmente podía evitar enamorarme. Y faltaba lo mejor, pues al siguiente día los castillos, el parlamento y la silla de Arthur me transportarían a las locaciones de Danny Boyle y Trainspotting.
  9. 3 puntos
    Buena parte del turismo en Gran Bretaña se centra en los grandes museos y palacios de las megalópolis, haciendo de las grandes ciudades sus principales destinos, que incluyen incluso un turismo musical y deportivo (claro, por sus grandiosos equipos de fútbol). Pero la segunda cosa que suele atraer a los visitantes a los rincones del Reino Unido son sus célebres y bien reconocidas universidades. Cambridge, Oxford, St. Andrews o el Colegio Imperial de Londres han visto egresar a los más aplaudidos científicos, artistas, catedráticos y doctores del mundo. Digamos que ser un graduado de una universidad británica podría ser el sueño de cualquiera. Y al igual que en Harvard, Yale o Stanford en los Estados Unidos, los estudiantes británicos suelen sentirse felices y orgullosos de que personas de todo el mundo decidan visitar sus campus, aunque sea solo como un paseo turístico. Pues en las calles de York, al norte de Inglaterra, yo quería ser uno de aquellos turistas. Pero algo lejos de Cambridge y Oxford, tomé una opción menos ortodoxa, y un poco menos conocida. Me dirigí entonces hacia la villa de Durham, no muy lejos de Newcastle, casi en la frontera norte con Escocia. Con una población sumamente universitaria, era obvio que la mayoría de la comunidad de anfitriones de Couchsurfing fueran estudiantes. Y casi a finales de mayo, la temporada de exámenes había comenzado. Eso me dejaba con pocas posibilidades de alojamiento. Pero finalmente encontré una opción. Una pareja de polacos que, a sus más de 30 años, ya no eran más estudiantes, sino trabajadores y padres de familia. Con su pequeña bebé de un año, vivían ahora en los suburbios de Durham, a donde llegué con un bus que tomé desde la estación central aquella mañana. Pero los universitarios no me decepcionarían. Días antes de llegar, una estudiante de letras hispánicas llamada Naomi me había ofrecido mostrarme la ciudad. Después de todo, no todos los días tenía la oportunidad de conocer un hablante hispano nativo para practicar antes de obtener su grado. Me despedí entonces de mis anfitriones y me dirigí al centro de la ciudad, que como muchos en los diminutos pueblos británicos, se compone de calles estrictamente peatonales. No me tomó mucho tiempo darme cuenta que Durham es una ciudad verde, muy verde. Su casco antiguo se encuentra sobre una península serpenteada por el río Wear, que alimenta las tierras de vivos y coloridos follajes. Fue en la plaza del mercado, la explanada central de la ciudad, donde me encontré con Naomi, que tenía toda la tarde libre para poder compartir conmigo. Frente a la iglesia de San Nicolás y el ayuntamiento, Naomi gritó mi nombre y corrió a saludarme, acompañada de una amiga suya que iba camino a la biblioteca. ¿Qué te trajo hasta Durham, siendo tú de México? —preguntó con vehemencia su amiga, poco habituada a la presencia de turistas—. Su vida universitaria —respondí sin titubear. Con certeza no era el único mexicano en el lugar, ya que Durham aloja estudiantes de decenas de nacionalidades, que buscan entrar a sus puertas con becas para extranjeros. Naomi me llevó a recorrer las pequeñas calles empedradas de la ciudad, que ofrecían otra típica postal de una villa medieval británica. Durham nació hace más de mil años, alrededor del 995, cuando un grupo de monjes buscaban un lugar donde enterrar los restos de San Cuthbert. Exactamente en la meseta donde caminaba con Naomi fue donde construyeron un pequeño templo de madera, que con el tiempo se convirtió en la catedral de Durham, a la que no tardamos en llegar. La verde explanada frente a la catedral es el sitio favorito de los estudiantes para sentarse a estudiar, escuchar música, dormir o hacer un picnic con los amigos. Y en compañía de una universitaria nativa de Nottingham, era casi obligatorio sentarse a tomar el té. Mientras Naomi sacó de su bolso un par de sandwiches que había preparado, me contó un poco sobre la historia del majestuoso templo. Fueron los normandos quienes empezaron a construir la catedral justo después de su arribo en el siglo XI, y hoy es considerada una de las mejores construcciones normandas de Europa. Aunque el complejo se considera de estilo románico, muchos piensan que fue el precursor de la arquitectura gótica de las iglesias normandas en el norte de Francia, ya que posee elementos como arcos puntiagudos, muy característicos del gótico. Como muchos templos británicos, empezó como una catedral católica pero se convirtió en la sede del obispado de Durham de la iglesia anglicana, tras romperse las relaciones con Roma por decisión del rey Enrique VIII. La catedral es de tanta importancia que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 1986, tras considerarla la más perfecta obra maestra de la arquitectura normanda en toda Inglaterra. No es de sorprender entonces que haya sido elegida por las películas de la saga de Harry Potter para hacerla pasar por el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, después de algunos retoques y añadiduras digitales, por supuesto. Y es que cuando uno pasea por sus pasillos arqueados y su patio central es imposible no sentirse en el cuento de magos más famoso del mundo. No hace falta viajar hasta los Universal Studios en Florida. Un simple paseo por las calles de Durham me hicieron transportarme al mundo de hechicería de J.K. Rowling. Incluso para alguien que, como yo, no es fan de la saga de Potter. La amiga de Naomi debía marcharse de vuelta a casa. Y su casa estaba justo al frente de la catedral, en el castillo de Durham. Sí, aquella chica vivía en un castillo medieval. Y lo hacía en compañía de otros 100 alumnos. El Durham castle fue construido por los reyes normandos para mostrar su poder en el norte de Inglaterra, y era habitado por el obispo de Durham que representaba, a su vez, al mismo rey. Pero tras la fundación de la Universidad de Durham, la fortificación fue cedida al University College, y desde entonces sirve como pensión estudiantil. Así, hoy su torre está provista de varios dormitorios, una biblioteca y un aula de informática, el salón principal sirve como comedor, la cripta como sala de reuniones y las capillas como salas de teatro. Los universitarios de Durham poseen así el sueño de muchos. Vivir en un castillo. Y lo hacen así durante los años que les toma obtener su grado. Por desfortuna para mí, el ingreso está solo permitido a sus residentes. Tuve que conformarme con admirarlo desde fuera y con escuchar las historias de Naomi, quien por cierto, no vivía en él. Me invitó entonces a su casa y hacer lo más inglés que puede hacer un turista: tomar el té. Pero antes era necesaria una escala en uno de los puestos de comida rápida más atestados por los estudiantes, para hacer otra de las cosas más inglesas que no podía esquivar: comer fish & chips. Hasta entonces sólo había podido ver las fish & chips en pubs irlandeses alrededor del mundo, pero poco había para poder imaginar. Literalmente, es un plato de papas a la francesa con pescado frito. Poco sabroso, poco apetitoso. Ni siquiera un chorro de su fabuloso vinagre pudo arreglar el tan célebre snack inglés. Era mejor ir por aquel té. Para ello debimos bajar por la colina que se alza sobre el río, entre cuyo follaje sobresalen algunas de las otras residencias universitarias, mucho más modernas que el Durham castle. Por dondequiera que pasábamos, el ambiente estudiantil podía respirarse. Con una pinta de cerveza siendo servida, un libro nuevo siendo leído, un grupo de amigos discutiendo los resultados del último partido, y algunos debatiendo acerca del próximo examen a rendir. Los verdes paisajes que orillan al río Wear hacen de Durham el sitio perfecto para la vida estudiantil. Una excelente mezcla entre la vida nocturna y el aire natural que cualquier estudiante necesita para aliviar el estrés. Estudiar en Oxford o Cambridge puede ser el sueño de muchos; pero mudarse a Durham para sus estudios sigue manteniendo la mente de muchos preuniversitarios ocupada. La tercera universidad más antigua de Inglaterra se ha ganado el respeto y cariño, no solo del Reino Unido, sino de un sinfín de estudiantes extranjeros que tocan a sus puertas en busca de una oportunidad en uno de sus 16 colegios. Y así como cualquier mago de J.K. Rowling aguarda pacientemente su invitación a Hogwarts, son muchos los ingleses que esperan con ansias su carta de aceptación a Durham. Y yo también lo haría. Aquella tarde, con un té en mano, Naomi y Durham me mostraron lo que se siente ser un universitario en el Reino Unido. Y fue una magnífica manera de tomar aquel pequeño bocado. Y con dirección al norte al siguiente día, ahora me tocaría ponerme en otros zapatos, para poder entender un poco más lo que marca la diferencia de Inglaterra con Escocia.
  10. 3 puntos
    El temor de dormir con una interminable tormenta del Ártico no solo me venció a mí, sino al resto del grupo de turistas que decidieron pasar la noche en el comedor común del camping de Vík, la comunidad más septentrional de Islandia. La decisión de no alojarse dentro de las casas de campaña fue casi unánime. Los vientos de casi 100 kilómetros por hora acompañados por una helada lluvia y arena empujada desde el norte hacían que las estacas se desprendieran poco a poco de la tierra donde las habíamos enterrado bajo piedras. Aún así, un reducido grupo de campistas tuvo la fortaleza de dormir en su tienda, lo que incluía a Enni y Lauri, los finlandeses con los que había viajado el día anterior desde Selfoss, al oeste de la isla. Sus insomnes rostros mostraban el mismo desvelo que el ruido del viento y la lluvia me habían hecho pasar. Incluso dentro de la seguridad del comedor, el miedo por una ventana rota y el crujir del piso de madera no me dejó conciliar el sueño. Ya que las áreas comunes del camping se encontraban en mantenimiento, el comedor no tenía calefacción. Aquella noche durmiendo en mi saco de dormir sobre el suelo fue una de las más frías en mi viaje. Por lo menos teníamos algo de agua caliente, pero con los baños y regaderas a medio construir, bastaba con solo lavarse la cara para acicalar las lagañas de aquella dura noche. Mientras hacíamos el desayuno, viré hacia Lauri y tomé el coraje para hacer la difícil pregunta que vagaba en mi cabeza desde que desperté: “¿cómo está mi tienda de campaña?”. La tempestad al otro lado de las ventanas se veía todavía terrible. Sin duda, pasar la noche en Vík no había sido la mejor decisión para ninguno. No se ve nada bien —contestó sin divagar un segundo, y con un rostro de escasa esperanza—. Deberías ir a echarle un vistazo. Con la cabeza abajo, asentí ante la proposición, lo que haría después del desayuno. Si una mala noticia me esperaba afuera tenía que tomarla con el estómago lleno. Un plato de avena con frutas y una ronda de salchichas con pan después, empaqué mis cosas y salimos del comedor. Al abrir la cajuela de la camioneta para dejar mi mochila me encontré con una escena más espeluznante de lo que esperaba. Mi casa de campaña no estaba. ¡Se fue! —grité mientras miraba a un vacío espacio en el ventoso campo verde—. ¡Ya no está! Al acercarme a donde un día antes había instalado mi hotel temporal me percaté de los agujeros que las estacas habían dejado como rastro. Algunas piedras se habían movido de su lugar, y no habían resistido ante el soplar del viento. Al voltearme hacia Lauri y Enni no pude hacer nada, más que soltar una carcajada. Una risa que indudablemente denotó mi respeto hacia la naturaleza. No se le puede enfrentar, no se le puede dar la cara. No podía más que aceptar que Islandia y su clima ártico ganaron la batalla. Ahora me tocaba buscar dónde dormir mis siguientes dos noches en la isla. Todo dentro del coche olía otra vez a humedad. La lluvia, que todavía caía con fuerza sobre nosotros, hacía imposible que nuestro equipaje se secara. Con la calefacción al cien por ciento, nos vimos esperanzados de un poco de sequedad. Con una bolsa de frituras y galletas en las manos, Lauri nos condujo hacia el este de la isla. Si habíamos sobrevivido a una tormenta en Vík (aunque mi carpa no lo hizo), era justo que aquel día pudiéramos ver con nuestros ojos lo que habíamos llegado buscando en Islandia: un glaciar y su laguna llena de icebergs flotantes. Las risas no paraban en el viaje. ¿Cómo era posible que mi carpa hubiera volado? ¿Cómo el viento había desprendido las estacas enterradas bajo piedras en la tierra del camping? ¿Dónde dormiría ahora? Eran preguntas que solo podíamos tomar con el mejor humor. Apenas unos kilómetros avanzados desde Vík, Lauri detuvo el coche en un pequeño parking que hallamos junto a la carretera. Habíamos llegado a Eldhraun, y debíamos bajar del auto para apreciar mejor su belleza. Eldhraun es una palabra islandesa que significa “desierto de lava”. Y es precisamente sobre lo que estábamos parados. En junio de 1783 el volcán Laki entró en erupción. La lava que escurrió desde sus fisuras cubrió un área de más de 500 kilómetros cuadrados, y se estancó permanentemente en una llanura ubicada al sur del país. Durante años, aquella lava petrificada se fue cubriendo de abundantes capas de musgo, que hoy forman uno de los paisajes más bellos y alucinantes de Islandia. Nunca creí poder tener la oportunidad de caminar sobre lava. Por supuesto, no pensaba hacerlo sobre lava ardiente. Pero la sensación del paseo fue simplemente única. Seguimos nuestro camino por la carretera 1, hasta tomar una desviación hacia el norte, donde aparcamos el coche nuevamente, esta vez junto a una casa de huéspedes ubicada casi en medio de la nada. Aunque habíamos dejado atrás el pueblo de Vík y su insoportable viento, la lluvia no había cesado desde entonces. Gota a gota, nuestros abrigos seguían empapándose poco a poco. Y eso nos ponía en una muy incómoda situación, pues buscábamos que nuestro equipaje dentro de la camioneta se secara. Aun con la lluvia, caminamos casi dos kilómetros por un sendero de piedras que pronto nos llevó hasta el río Fjaðrá, que nace en los glaciares tierra adentro. El río es célebre por ser el causante de otra de las grandes formaciones geológicas de Islandia, el cañón Fjaðrárgljúfur. Unas escaleras nos llevaron hasta lo alto de las paredes, en un mirador que fue construido para que los turistas puedan apreciar la magnificencia del lugar. En mayo de 2019 el cañón fue cerrado al turismo por las excesivas visitas, luego de haber aparecido en un videoclip de Justin Bieber. Por suerte, Lauri, Enni y yo llegamos un par de años antes de lo sucedido, y tuvimos la fortuna de contemplar el Fjaðrárgljúfur a nuestros pies. La erosión y el curso de los ríos glaciares tallaron las paredes de hasta 100 metros de altura durante varios milenios, dejando su forma actual en la pasada Era de Hielo, unos dos millones de años atrás. Desde el lado oeste del cañón el río forma una cascada que parece más una obra de arte creada por el pincel de un amaestrado pintor. Las perfectas líneas onduladas de Fjaðrárgljúfur son la viva muestra de la belleza que la Tierra puede llegar a crear en el largo transcurso de su vida. Volvimos a la camioneta para intentar secarnos un poco, y para seguir nuestro camino al este de la isla. La carretera 1 seguía sorprendiéndonos con sus paisajes. Y esta vez no solo con los naturales, sino con los construidos por los habitantes de las pequeñas comunidades islandesas. Adaptándose a su entorno, muchos granjeros construyen sus graneros y establos escarpando las rocas de las montañas a su alrededor. El resultado eran pequeñas casas parecidas casi a una villa de hobbits. Aunque en realidad, muchas de ellas son solo granjas equinas, cuyos verdes campos sirven como el alimento perfecto para los caballos. Con una altura que lo equipara casi con un pony, y con un largo y lacio pelaje, el caballo islandés es una de las razas equinas más hermosas que existen en el mundo; por tanto, no es una sorpresa que su precio pueda alzarse hasta las nubes. Fueron introducidos durante la Edad Media por los escandinavos, y tras siglos de selección natural adquirieron su aspecto actual. El día de hoy, el gobierno islandés tiene estrictamente prohibido la entrada de otras especies de caballos a la isla. Así mismo, los ejemplares que son exportados no pueden volver nunca más a Islandia. Con un enorme número de estos hermosos animales, Islandia es un país estrechamente ligado con la cultura equina, y son comunes las muestras equinas, el deporte hípico e, incluso, el consumo de su carne. Varada al lado de una de aquellas granjas nos topamos con una hitchhiker, que alzaba su dedo en búsqueda de un aventón. Lauri decidió detenerse y ofrecerle llevarla con nosotros hacia el este. La aventura chica era proveniente de Ucrania. Mientras comenzábamos a conocerla y escuchar sus historias de viaje, nos adentrábamos en el parque nacional Vatnajökull, el más grande toda Europa, pues abarca 12 mil kilómetros cuadrados. La ucraniana no dudó en pronto sugerirnos visitar una de las grandes recomendaciones que había escuchado sobre el parque. La cascada de Svartifoss. Para ese momento, los tres creíamos haber tenido suficiente de cascadas. Habíamos visto ya al menos cuatro de ellas en toda la isla. Pero Svartifoss prometía ser distinta a las demás. Con el tiempo que aún teníamos por delante Lauri decidió que sería buena idea deternos. Después de todo, no perdíamos nada con hacer otra pequeña escala en la ruta 1. El sendero que comenzaba luego del estacionamiento dejaba ya entrever la magnitud del parque Vatnajökull, que era mi principal objetivo desde que aterricé en la isla. Las montañas nevadas se asomaban detrás de los frondosos bosques. Pero a pesar de la tentación de seguir de largo, debíamos darle una oportunidad a Svartifoss. Las primeras caídas de agua no parecían mucho más impresionante que las cataratas de las que ya habíamos sido testigos. Pero una vez frente a ella conseguí entender lo que convertía a Svartifoss en uno de los saltos de agua más visitados de la isla. Más allá del río que cae, las paredes que rodean la cascada son columnas hexagonales de lava basáltica negra. Estos perfectos pilares suelen formarse por un lento proceso de enfriamiento de la lava, que se cristaliza paulatinamente tomando su peculiar forma. Aunque no fue ni la primera ni la última pared de prismas basálticos que pude atestiguar, Svartifoss valió la pena. Y dejó en claro que Islandia lo tiene todo. Nuevamente empapados por la lluvia, volvimos a la camioneta, que para entonces se había ya convertido en un tendedero de ropa. Y el olor a humedad era simplemente insoportable. Unos kilómetros más adelante las montañas nevadas por fin nos mostraron lo que tanto habíamos anhelado alcanzar en nuestro viaje por la isla. El glaciar Vatnajökull. Lo que pudimos ver desde el coche fue solo una de las pequeñas entradas al río de hielo, que de hecho es el segundo glaciar más extenso de Europa. Con más de 8 mil kilómetros cuadrados de superficie, cubre el 8 por ciento del territorio islandés. Y con aproximadamente 3 mil kilómetros cúbicos, es el glaciar más grande del continente en volumen. Claro que es posible visitar el glaciar de cerca. Es más, hay excursiones para tomar caminatas dentro de él, literalmente caminar entre y debajo del hielo. Pero por la temporada en que estábamos, las excursiones estaban detenidas por el momento. Un paso en falso en el glaciar puede significar la muerte. Y ni hablar de lo que sucedería si un bloque de hielo decide desprenderse mientras un grupo de turistas se pasea bajo él. Pero existen otras formas de apreciar un glaciar. Y es por ello que habíamos manejado hasta allí. Paramos entonces en Fjallsárlón, una pequeña laguna frente al glaciar donde los trozos que se desprenden de él forman icebergs flotantes. Pararme frente a un glaciar era uno de los mayores sueños de mi vida. Pero a decir verdad, el clima que no nos sonreía mucho aquel día hizo de la experiencia algo un poco decepcionante. Con la neblina que cubría el horizonte y la lluvia que no había dejado de caer sobre nuestras cabezas, el glaciar apenas podía verse a lo lejos. Pero la esperanza es lo que muere a lo último, y todavía nos quedaba otra alternativa para apreciar Vatnajökull como se debía. Seguimos entonces hasta Jökulsárlón, la más grande las lagunas donde Vatnajökull toca su fin al encontrarse con el agua del mar. Aunque la niebla nunca se disipó, al igual que las nubes y el agua, Jökulsárlón fue una experiencia inolvidable. El penetrante azul de los icebergs que flotaban sobre el estanque era hipnotizante. Y el movimiento de las olas rompiendo sobre sus bases era algo imposible de no apreciar. Las colonias de aves migrantes que venían del Ártico usan los icebergs como modo de reposo. Era algo que, sin duda, nunca podría tener la oportunidad de ver en mi país natal. Si bien los glaciares son cuerpos de hielo en constante movimiento y el desprendimiento de icebergs es un proceso natural, su derretimiento se ha vuelto mucho más acelerado durante los últimos años. Es un gran indicador de lo que el calentamiento global está provocando en los polos. Y la veloz licuefacción de estos ríos de hielo provocará en un futuro un incremento en el nivel del mar en todo el planeta. Avistar un glaciar con mis propios ojos y ser testigo de lo cómo desaparece día con día es algo que hizo todavía más rica mi experiencia. El sueño que tanto anhelé cumplir pronto puede ser precisamente solo un sueño, y no una realidad. Frente a los témpanos de hielo flotantes una conocida voz llamó mi nombre. Era Loïc, mi amigo francés que había volado hasta Islandia con el mismo objetivo que yo. Ser testigo de su belleza natural y alcanzar el glaciar. La tormenta nos había sorprendido a ambos, pero encontrarnos frente a aquel glaciar, a más de 2 mil kilómetros de Francia (donde nos habíamos conocido), nos llenó de orgullo y regocijo. Nuestro sueño se había cumplido. Aquella misma noche Loïc regresaba hacia Reikiavik, donde tomaría su vuelo. Yo por mi parte, regresé con Lauri y Enni hasta Selfoss, tras un largo viaje en carretera. Tras una noche más en el camping que se había vuelto casi como mi hogar, me dirigí al siguiente día a Reikiavik, donde pasé mi última tarde visitando sus tiendas, antes de tomar un bus al aeropuerto, donde pasaría mi última noche durmiendo en el helado suelo, aguardando mi vuelo la próxima mañana. Nueve días en Islandia me habían dado varias lecciones. No encarar a la naturaleza, no fiarse nunca del clima, prepararse siempre para el frío del Ártico y, claro, comprar una buena tienda de campaña. Pero la amabilidad de sus habitantes, la facilidad de conseguir aventones, el respeto por su naturaleza y, sobre todo, sus magníficos paisajes, hicieron de Islandia una de las aventuras más memorables de mi vida.
  11. 3 puntos
    Los días de un viajero son a veces una moneda al aire. Mientras una mañana se amanece en un cómodo sofá con calefacción y sábanas limpias, en otra es la fastidiosa patada de un policía la que te levanta de tu sueño, dentro de un saco de dormir en el frío suelo de un aeropuerto. Y así es como mis ojos tuvieron que despegarse aquella fría mañana en las salas de espera del Keflavík, el último amanecer que vería en Islandia. Luego de nueve días huyendo de una tormenta y durmiendo en una casa de campaña que, cabe mencionar, se esfumó junto con el viento proveniente del Ártico, me era justamente necesario pasar la noche en una cama. Los extraños horarios del aeropuerto no me permitieron dormir ni siquiera cuatro horas. A las 3 de la mañana, el guardia despertó a todos con una ligera patada. Vaya forma de despedirme del país. Pero era momento de partir, ahora hacia una nueva isla. Una que llevaba años queriendo recorrer. A 1800 kilómetros al sureste mi vuelo llegó hasta el aeropuerto de Gatwick en Londres, luego de tres horas de haber partido desde Reikiavik. Así, me dispondría a pasar mis últimas semanas en Europa recorriendo de sur a norte la isla de Gran Bretaña. Pero llegar a Londres aquella tarde después de haber aterrizado me tomó más de una hora. El tráfico y la lluvia no ayudaban en mucho. Ahora sí que notaba el cambio de un pacífico y despoblado país como Islandia a la locura de una enorme capital. La ciudad más grande de Europa, que me acogería por los próximos cuatro días. Hacía años que anhelaba visitar el Reino Unido y su ciudad capital. Pero el miedo por la fama de sus altos costos me había detenido. Pues bien, con suficientes ahorros en mi cuenta, era ahora o nunca. Un vuelo de bajo costo y un hostal de 20 euros la noche habían hecho posible y accesible mi viaje. Pero al llegar a la estación Victoria, la central de metro más caótica, descubrí que el mito de sus precios era verdad. ¿4.95 libras por un viaje sencillo en metro? Vaya, hasta para los propios londinenses es un precio excesivo. Pero no tenía otra opción para llegar al Hyde Park, el Central Park de Londres, cerca de donde se ubicaba mi hostal. Con tanto que ver en una capital de tal magnitud, y con tan pocos días a mi disposición, sería imprescindible dejar de lado algunas atracciones. Y he aquí a las que dediqué mi tiempo y atención. Hyde Park. Al igual que Nueva York, el corazón de Londres se encuentra a la sombra de uno de sus mayores y verdes pulmones. Con 225 acres de superficie total, el Hyde Park es más grande que el Principado de Mónaco, el segundo país más pequeño del mundo. Así, recorrerlo puede tomar más tiempo que caminar de punta a punta por la ciudad de la Costa Azul francesa. A tan solo dos cuadras de mi hostal (que, por cierto, se llamaba Smart Hyde Park Inn), fue mi primera visita y mi primera impresión de la ciudad. Por supuesto, fue la mejor que pude tener en un día tan hermosos y soleado como aquel. Disfrutar de un cielo tan azul en Londres es casi un privilegio. La megalópolis es bien conocida por ser el vertedero de Europa, una de las zonas más lluviosas del continente. Así que digamos que corrí con bastante suerte. Como muchos parques de Londres, alguna vez fue propiedad de la Corona. Específicamente fue Enrique VIII quien adquirió la mansión que allí se encontraba, y usó el bosque como un sitio privado de caza. Fue hasta el reinado de Carlos I cuando el parque fue abierto al público. Es desde entonces que una larga lista de paisajistas y arquitectos han modificado el parque para convertirlo en el gran atractivo que es hoy. De hecho, se trata oficialmente de dos parques, divididos por un lago que lleva el nombre de Serpentine. Mientras el Hyde Park se encuentra del lado oriente, del lado occidental se extienden los jardines del Kensington. El Palacio de Kensington es una de las tantas residencias reales del Reino Unido, propiedad de la Corona británica. Aunque la familia real no reside en él, sí lo hacen algunos miembros de la realeza, como los duques de Kent y de Gloucester. La residente más famosa fue, en sus días, la Princesa Diana de Gales. Hyde Park es también el lugar de encuentro de muchos oradores. Y para ello existe la Speaker’s corner. Se trata de una zona del bosque donde se permite la oratoria al público, sin temas realmente prohibidos ni prescritos. Así, cualquier ciudadano puede ejercer su derecho de libre expresión, incluso si su discurso es contrastante con la ley británica o la monarquía. Pero es casi imposible separar hoy a Inglaterra y Gran Bretaña de la monarquía. Y el Hyde Park es fiel testigo de ello, con estatuas y monumentos dedicados a la realeza. Y claro está, las famosas cabinas telefónicas de color rojo que se hallan hoy como un recuerdo de las telecomunicaciones antes de la era digital. Al salir del parque, cruzar la calle fue otra de las venturas que tuve que vivir en Londres donde, como muchos saben, se conduce por el lado derecho del automóvil. Voltear a ambos lados de la calle es imprescindible en cualquier ciudad transitada del planeta. Pero cambiar de un día para otro los sentidos de orientación no es una tarea fácil. El Palacio de Buckingham. Aunque el Kensington es una obra maestra de los palacios reales del Reino Unido, ninguno se compara con la verdadera residencia de la monarquía británica. Una vez finalizado el Hyde Park da comienzo una vereda orillada por los jardines del palacio y el Green Park, y que contiene varios monumentos significativos para el reino, como el memorial de la guerra de Nueva Zelanda y la guerra de Australia, así como el arco de Wellington, que conmemora el triunfo sobre las guerras napoleónicas. La calzada, llamada Constitution Hill, da la bienvenida a los paseantes con los memoriales de la Mancomunidad de Naciones (o Commonwealth, en inglés), una agrupación de 53 países que comparten lazos históricos con el Reino Unido, ya que la mayoría fueron parte del Imperio Británico. Es difícil para muchos dimensionar el peso que este país todavía posee sobre el mundo entero. Tanto así que una multitud de naciones todavía reconocen a la Reina Isabel II como jefa de Estado. Es el caso de muchos miembros de la Commonwealth. Seguí por la Constitution Hill hasta alcanzar el Palacio de Buckingham, la joya de la monarquía británica. El recibimiento lo ofrece el monumento a la reina Victoria, una de las más queridas y reconocidas monarcas que ha tenido la nación. Su legado se marcó por el auge de la revolución industrial y la máxima extensión del imperio. Y si no fuera por la actual reina Isabel II, Victoria seguiría siendo la persona cuyo reinado ha durado más años en la historia. Quizá Isabel II no llegue a tener la misma popularidad de Victoria, pero no puede negarse que ha sabido ganarse el respeto de muchos alrededor del mundo. Con la suma vejez de la monarca, era de esperarse que ella y la familia real estuviesen en aquel momento dentro del palacio. Y me bastó con pararme frente a las rejas de su entrada principal para saberlo. Un desfile de aristócratas se paseaba por una alfombra roja colocada alrededor de las paredes, vistiendo sus mejores atuendos para un almuerzo organizado por la Corona. Monárquico, republicano o comunista, es a veces imposible resistirse a la exquisitez de la realeza. Aquellos trajes, vestidos de alta costura, sombreros de plumas y de copa es algo que no se puede ver todos los días. Al menos no en un país que carece de un rey. Fue con la reina Isabel II que el Palacio de Buckingham empezó a abrir sus puertas cada vez más a la sociedad británica, ofreciendo banquetes y ceremonias oficiales en su interior. Antes de ella, era casi imposible que un ciudadano común pudiese ingresar. Comprado inicialmente como un petit hôtel (una casa de vacaciones temporal de la burguesía y la aristocracia), el palacio se convirtió en la residencia oficial de la familia real a partir del arribo de la reina Victoria, en el siglo XIX. Con 777 habitaciones, es uno de los palacios más grandes de Europa entera. Y además de alojar a la realeza, le da empleo a unas 450 personas que allí trabajan. A pesar de ser el hogar actual de la reina, es posible visitar algunas de las alas del palacio, sobre todo durante el verano. Pero con la fiesta privada que estaba en pie, no era ni de pensarse poder ingresar entonces a la mansión. Aún así, admirar el Palacio de Buckingham desde fuera fue un deleite. Sobre todo, porque tuve la oportunidad de ver a la guardia real, aquellos hombres vestidos de rojo, con altos y peludos sombreros negros. Museo de Historia Natural. No muy lejos del Hyde Park y el Palacio de Buckingham llegué a la Exhibition Road, una calle conocida por albergar tres de los mejores y más famosos museos de Londres. El Museo de Ciencia, el Museo de Victoria y Albert y el Museo de Historia Natural, al que no pude dejar de asistir, sobre todo por su entrada gratuita al público en general. Mucho más allá de su bella arquitectura exterior, el museo es uno de los mayores y más bellos atractivos por la enorme colección que posee, lo que incluye varias áreas de la ciencia, como la botánica, la mineralogía, la paleontología y la zoología. El museo de la bienvenida con fósiles tamaño real de animales extintos, como un stegosaurus y un rinoceronte lanudo. Por supuesto, la sección de paleontología también alberga fósiles de las diferentes especies humanas que han habitado la Tierra, haciendo una comparación de sus cráneos. Desde el recibidor principal del Exhibition Road accedí a la zona roja, que muestra de una forma interactiva la evolución geológica del planeta Tierra. Además de mostrar algunas gemas, rocas y minerales con una luz lo suficientemente tenue para apreciar su interior, tiene algunos fósiles de animales y plantas. Lo mejor es la parte interactiva, con la que muchos grupos de estudiantes de primaria y secundaria se divertían, experimentado los movimientos simulados de un terremoto real. Pero la zona más esperada por muchos es la zona azul, donde se encuentra la sala de dinosaurios, que gracias en gran parte a este museo londinense cobraron fama en el mundo entero (así es, no solo fue por Jurassic Park y sus consiguientes películas). Si bien, las recreaciones de un T-Rex y un par de velociraptors en tamaño real son simplemente robots animatrónicos, el museo posee también esqueletos reales obtenidos por una multitud de paleontólogos británicos. De hecho, el museo es la viva muestra de la grandeza que el Reino Unido ha cobrado en las ciencias naturales. El mismo Charles Darwin es egresado de Cambridge, y muchos de sus especímenes capturados se encuentran resguardados en el museo. La zona verde, por ejemplo, muestra figuras disecadas de las diversas familias de aves alrededor del mundo. Desde los coloridos pájaros de la selva centroamericana y el Amazonas hasta los cuervos y aves de rapiña de Escandinavia. La zona de reptiles fue también algo interesante por ver, con especímenes en tamaño real que difícilmente podría llegar a ver en la vida real, como el lagarto de cuello de volantes de Australia. Pero, sorprendentemente, no fue la sala de dinosaurios la que más me asombró. Todo sucumbió al llegar a la colección de mamíferos. Un modelo tamaño real de una ballena azul es suficiente para dejar atónito a cualquiera. El ser vivo más grande que ha habitado nuestro planeta. La creación de aquella réplica está llena de leyendas, una de las cuales asegura que sus constructores dejaron monedas y un directorio telefónico dentro del estómago de la ballena, que serviría después como una cápsula del tiempo. El Museo de Historia Natural de Londres no es solamente un lugar donde sentirse un niño insignificante y admirar las réplicas de las especies terrestres. Es una verdadera referencia en la comunidad científica, gracias a sus aportes a la biología y las ciencias naturales en el mundo entero. Westminster. El Támesis es el cuerpo de agua que divide a la ciudad de Londres en dos, respetando la geografía de la mayoría de las capitales europeas, que son igualmente bañadas por un río. Es al oeste del Támesis donde se ubica el corazón de la capital británica, el barrio de Westminster donde, de hecho, se encuentra oficialmente el Palacio de Buckingham. El Westminster se ha ganado su fama por ser el centro político, real y cultural de todo el Reino Unido, así como lo fue durante años para el propio imperio británico, pues es allí donde se lleva a cabo la coronación de los reyes, donde reside la monarquía y donde se hallan los edificios del gobierno, como los ministerios y el famoso 10 Downing Street, la residencia y oficina de trabajo del primer ministro, por donde pasaron personajes como Winston Churchill y Margaret Thatcher. Pero sin duda el edificio más célebre es el Palacio de Westminster, mejor conocido como el Big Ben, el edificio más emblemático de todo Londres y el Reino Unido. A decir verdad, es un error común en todo el mundo. El Big Ben se refiere a la campana ubicada en lo alto de la torre, que toca los cuartos de horas. La torre se llama oficialmente Clock tower. Es el reloj de cuatro caras más grande del planeta, y muchos lo toman como referencia, al creerse que es el reloj más exacto del mundo. La misma BBC lo toma como base para dar la hora por sus transmisiones de radio. Y es que es en Londres, estrictamente en el observatorio de Greenwich, por donde pasa el meridiano cero, marcando el inicio de las zonas horarias hacia el este y oeste de la ciudad en el planeta entero. Es también la torre que marca las doce campanadas del año nuevo cada 31 de diciembre, bajo la cual se llevan a cabo las celebraciones con fuegos artificiales que reflejan su belleza en las aguas del Támesis. Pero como lo dije, el Big Ben no refiere al edificio entero. Su nombre es el Palacio de Westminster, Patrimonio de la Humanidad según la UNESCO. El edificio de estilo gótico actual se erigió en su mayoría en el siglo XIX, luego de un incendio al cual siguió una remodelación. Pero no siempre fue así. Desde su nacimiento en la Edad Media, el palacio sirvió como residencia real. Es allí donde vivieron los reyes ingleses en el medievo, predecesores de Enrique VIII, quien fue el primer monarca europeo en romper relaciones con la iglesia católica, fundando la iglesia anglicana. Desde el siglo XVI, ningún monarca ha vivido en su interior. En cambio, el palacio pasó a albergar diversas instituciones gubernamentales. Hasta el día de hoy, es el hogar del Parlamento británico, con la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes. El Parlamento del Reino Unido es un referente mundial de la democracia legislativa, pues son muchos los países que lo han tomado como modelo madre para crear su propias cámaras de congreso, sobre todo con los miembros de la Commonwealth. Así, el Westminster merece con creces su título de patrimonio. No solo por su belleza arquitectónica, sino por la importancia que tiene en la política mundial. La Galería Nacional. París tiene el Louvre. Madrid tiene El Prado. Pues Londres no podía quedarse atrás, y para ello cuenta con The National Gallery. A diferencia del Louvre y El Prado, la Galería Nacional de Londres no se compone de obras de arte que alguna vez pertenecieron a la colección privada de la realeza, para después exhibirlas al público a modo de museo (para eso existe la Royal Collection). Esta galería se creó como una especie de obra pública, bajo la idea de que el arte es para todos. Así, el gobierno británico comenzó a adquirir obras bastante bien valuadas de corredores particulares para después exhibirlas a los ciudadanos. Por fortuna, hoy también se exhiben a los extranjeros, y también de forma gatuita. Huyendo de la lluvia que empezó a caer en el Westminster (de la que, después de todo, no pude salvarme), la Galería Nacional fue la forma perfecta de refugiarme. El museo resguarda obras de un increíble renombre, y que al ser bienes públicos son el orgullo de muchos británicos. Las escuelas de arte presentes pasan por todos los rincones de Europa. Inglaterra, por supuesto, inaugura la galería, con Joseph Wright de Derby y su Experimento con un pájaro en una bomba de aire, una obra maestra del manejo de luces al óleo. La escuela alemana me recibió con The Painter’s father, de Alberto Durero, el oriundo de Núremberg famoso por haber hecho “la primer selfie del mundo” (su autorretrato, en realidad). En esta obra, es el retrato de su padre. Algunos pintores españoles también se lucen por sus pasillos. El más famoso de ellos es Diego Velázquez, que con San Juan en Patmos muestra sus inicios en España. La etapa italiana de Velázquez queda al desnudo con uno de sus mayores óleos, Cristo contemplado por el alma cristiana. Y de la escuela italiana habría mucho que hablar. Después de todo, son los creadores del Renacimiento Europeo. Giovanni Bellini y su Madonna del Prato fue uno de mis favoritos. Y aunque no es una obra original de Miguel Ángel, una de las muchas copias que se han hecho de The Dream of Human Life se exhibe también como parte de la colección italiana. Pero, sin duda, la obra maestra y orgullo de la Galería Nacional es La Virgen de las Rocas, del maestro Leonardo Da Vinci. De las dos obras idénticas existentes del autor (la otra se encuentra en el Louvre), la de Londres es la que aún permanece sobre la tabla. Tras unos minutos ante la imagen de la Inmaculada Concepción, fue momento de salir y volver a mi hostal, no sin antes coger en el camino un pasty de res, bocadillo típico para los londinenses. La City de Londres. Un nombre que puede ser confuso, y al que me tomé el tiempo de llegar caminando para aprovechar el día sin lluvia. El Gran Londres se refiere a la zona metropolitana que forma una de las nueve regiones administrativas de Inglaterra. La City de Londres es en realidad el nombre histórico de la zona centro de Londres, donde solía ubicarse la antigua ciudad en el medievo. De la Edad Media se conserva hoy solamente la Torre de Londres, un castillo al norte del río Támesis que por su importancia histórica fue también nombrado Patrimonio de la Humanidad. Desde su construcción en el siglo XI por parte de los normandos, ha funcionado como prisión, armería, tesorería, casa de la moneda y como resguardo de la joyería de la monarquía británica. La Torre de Londres es quien le da su nombre a uno de los emblemas de la ciudad que se posa justo al lado del castillo, el puente de la Torre, que pude cruzar de ida y vuelta. Así es, esta pasarela que une ambas orillas del Támesis se llama oficialmente el puente de la Torre, y no el puente de Londres, con el que normalmente es confundido y que se encuentra unos metros río abajo. Aunque no es tan antiguo como muchos suelen pensar, desde su construcción durante la época victoriana se ha convertido en un símbolo de la urbe. El siglo XIX marcó para todo el Reino Unido el refinamiento de la tecnología con el auge de la revolución industrial, en los que el país se llenó de vías férreas, barcos de vapor, automóviles y telecomunicaciones. El puente de la torre es una obra maestra de la ingeniería de su época, con plataformas elevadizas que dejan circular tanto al tráfico terrestre como al marítimo, y que en su tiempo se alzaban con motores de vapor. La City de Londres es también el distrito financiero más importante del mundo, donde diariamente se compran y venden productos financieros que representan la tercera parte del dinero del planeta. No es sorprendente entonces que la ciudad cuente con un skyline típico de la era posmoderna, lleno de lujosos y altos rascacielos que contrastan con el castillo y el puente victoriano. Portobello road market. Con un día libre más, fue momento de recibir la visita de mi amigo Dane, a quien había conocido tres años atrás en Perú, y quien vivía en la ciudad conurbada de Reading. Nos vimos en la estación de Paddington, no muy lejos de mi hostal. Y desde allí caminamos a la Portobello road market, una famosa calle con un mercado callejero, ubicada en el barrio de Notting Hill. Dane no se explicaba por qué me interesaba tanto visitar Portobello. Pues bien, no muchos días atrás había leído que era una de las calles más bonitas del mundo, no solo por sus coloridas casas victorianas, sino por el animado bullicio de sus mercantes. Si han visto la película de Notting Hill, con Julia Roberts y Huge Grant, es precisamente en Portobello donde se lleva a cabo su romántica historia. La librería de William donde Ana Scott llega por casualidad en la película, se encuentra en uno de los múltiples locales comerciales que orillan a esta mágica y encantadora callejuela. Camden Town. Y luego de caminar un buen rato, probando bocadillos y bebidas en el street market de Notting Hill, era momento para que Dane me mostrase su lugar favorito en todo Londres. Me llevó así hasta Camden Town, otro suburbio con mercados callejeros, pero de un estilo indudablemente diferente. Basta con decir que es allí donde vivió y murió la inolvidable Amy Winehouse. Un barrio que lleva en la sangre el mismo espíritu extravagante y alternativo que la cantante británica. Las tiendas de Camden Town lo tienen todo. Comida color fluorescente con exóticos sabores de todo el mundo, sucursales de luces neón donde se vende ropa para las fiestas más locas que uno podría imaginar. Y droga, mucha droga por doquier. Camden Town se ha ganado el título de la capital del rock alternativo del Reino Unido, y no cabe duda del porqué. Un típico plato de curry y una cerveza sobre uno de los locales del Regent’s canal fue mi manera de despedir a Dane y a Londres, una ciudad que me mostró todas sus caras en tan pocos días, que sería algo difícil de olvidar. Realeza, arte, historia, ingeniería, arquitectura, palacios, castillos, puentes, museos, ciencia, mercados y el bullicio callejero. Londres me enseñó con creces por qué ha sido siempre una capital mundial. Y ahora me tocaba dirigirme a aquellos pequeños pero significativos puntos de Inglaterra que han hecho del Reino Unido una de las mayores naciones del mundo.
  12. 3 puntos
    Aquel 13 de mayo parecía ser el día. Un nublado pero tranquilo día en el que por fin podría continuar el camino que había trazado para aquel viaje. Un viaje hacia el este de Islandia, a donde había querido cruzar desde hacía tres días para alcanzar su laguna glaciar. Desde que llegué a Reikiavik, se pronosticó una fuerte tormenta que finalmente azotó el sur de la isla y que impidió el paso por sus carreteras. Lluvias torrenciales, vientos de más de 100 km/h, nubes de arena y algunas ráfagas de nieve golpearon con fuerza algunas comunidades islandesas, dejando en su rastro automóviles sin vidrios y varias ventanas dañadas. Mi amigo Loïc, a quien había conocido en Francia aquel año, fue uno de los que quedaron atrapados en Vík, la ciudad más septentrional de la isla. Encerrado en el comedor de un camping, fue el fiel testigo que me advirtió no acercarme al pueblo hasta que la tormenta se disipara. Y ese día la tempestad por fin se esfumó. Al menos, eso parecía. Con la buena noticia que recibí de Loïc, quien ya había zarpado hacia la costa oriental, me levanté con un excelente ánimo por la mañana, mi tercer amanecer en el camping de Selfoss, una de las pocas comunidades donde la tormenta no llegó. Me apresuré a coger un lugar en el comedor para tomar mi desayuno, pues las multitudes no se hacían esperar. Y entre ella pronto arribaron Enni y Lauri, una pareja de finlandeses que había conocido la noche pasada. Habíamos cenado con Ashley, la canadiense con la que me aventuré por las montañas para alcanzar un río de aguas termales. Ahora, con la tormenta disipada, los tres se dirigían hacia Vík, cada uno en su respectivo coche. Esta vez, acepté el aventón por parte de los finlandeses, quienes querían recompensarme por la cena que les preparé la noche anterior. Recogí entonces mis cosas para colocarlas en la cajuela de su camioneta. Mi tienda de campaña nunca había logrado secarse. Parecía que esperar los rayos del sol en Islandia se trataba casi de una utopía. El olor a humedad era una constante dentro del coche. Pero no había mucho que pudiéramos hacer. Nada que no fuera encender la calefacción a todo lo que daba. El frío matutino y las nubes en el cielo no ayudaban mucho a calentarnos. Me despedí de Ashley, con la seguridad de que nos toparíamos en el camino. Y con la esperanza de un buen clima por delante, Lauri nos condujo hasta la cascada de Seljalandfoss, que por cierto, ya había visitado dos veces en la misma carretera. Mientras Enri y Lauri fotografiaban la cascada, que ya bastante había admirado por todos sus ángulos, decidí adentrarme en las cuevas de sus acantilados. Seljalandfoss es la mayor de las cascadas que caen por aquel risco que divide las tierras altas de las tierras bajas. Los saltos de agua son algo común en Islandia, y encontrarse con uno no es una sorpresa para muchos. Seguimos por la ruta número 1, la autopista circular que bordea la costa de la isla y que pasa por muchos de sus principales atractivos naturales. Conducir por la ruta 1 islandesa es una completa maravilla. Basta con mirar por las ventanas y dejarse fascinar por los paisajes que circundan las tierras bajas. Islandia es una mezcla de montañas nevadas, verdes y vivos pastizales de baja altura, cabañas de madera, granjas de caballos, ríos y cascadas, que poco hacen a uno imaginar que se encuentra a solo unos cuantos kilómetros por debajo del círculo polar ártico. La gran pregunta de muchos es, ¿por qué los vikingos bautizaron con esos nombres a Groenlandia e Islandia? Grønland significa “tierra verde”, mientras Ísland significa “tierra de hielo”. Basta con ver un par de fotografías para darse cuenta de que, contrario a sus nombres, Islandia es una tierra verde, mientras Groenlandia es una tierra de hielo. Algunos piensan que Erick el Rojo bautizó así a Groenlandia porque la descubrió durante el verano, cuando la parte sur de la isla no se cubre de nieve y deja crecer algunos verdes pastizales. No obstante, otros historiadores afirman que fue una estrategia para atraer colonos provenientes de Islandia, con la falsa promesa de que Groenlandia era una tierra más verde. La realidad, es que Islandia es una tierra tanto verde como de hielo. Y no solo eso, sino también una tierra de fuego. La isla se encuentra justo en medio de la falla tectónica que divide la placa norteamericana de la placa euroasiática, lo que la dota de una enorme actividad geotérmica. Eso incluye un puñado de volcanes, muchos de los cuales son sumamente activos. La carretera 1 nos llevó frente al volcán Eyjafjallajökull, el responsable de la última erupción volcánica que ha acontecido en Islandia, y cuya nube de humo dejó al norte y centro de Europa incomunicada por vía aérea. Lauri tomó una desviación hacia Raufarfellsvegur, una pequeña ruta que nos adentró en las montañas. Él y Enni habían escuchado sobre una piscina termal al aire libre que valía la pena conocer. Lo interesante de ella, es que se trata de una piscina abandonada. Aparcamos el coche justo donde la carretera desaparece, y se convierte en una explanada de suelo rocoso atravesada por un arroyo de baja altura. El agua corre desde los picos nevados que se elevan al norte de Raufarfellsvegur, una comunidad de verdes laderas que a simple vista parecían desiertas. No había señales de un sendero, y poca información en Google Maps que nos indicara de la existencia de una piscina en aquel rincón de la cordillera. Pero un par de coches estacionados metros atrás nos habían dotado de esperanzas. Sin un rumbo fijo que seguir, caminamos hacia las colinas, aguardando alguna seña que nos guiara. Y llegó justo cuando una pareja de turistas apareció por detrás de los cerros. Había que caminar aproximadamente un kilómetro para toparse con Seljavallalaug, la piscina abandonada, según nos explicaron quienes venían de regreso. Eso incluía subir por las empinadas paredes de piedra y resbalosos pastizales. Aunque la recompensa era indudable: una increíble vista hacia las montañas que marcan el comienzo de las tierras altas islandesas. El camino hacia el norte lleva directamente hacia el volcán Eyjafjallajökull y su cráter activo, rodeado de glaciares por los que difícilmente podría uno caminar. Pero aquello no haría falta, ya que en poco tiempo nos topamos con Seljavallalaug. La piscina de 25 metros resulta ser una de las más antiguas de Islandia, construida en 1923 para la pequeña comunidad de Saljavellir. Pero ahora que los habitantes tienen una nueva pileta para sus clases de nado, Seljavallalaug ha quedado en el abandono. Pero es precisamente su abandono lo que la convierte en un punto turístico para muchos, lo que nos incluía a nosotros. La bienvenida nos la dio un precario y diminuto edificio a medio pintar, donde un par de oscuros y fríos cuartos de piedra sirven de vestidores. Así, tuvimos que despojarnos de nuestra ropa sin el abrazo de la calefacción. Por suerte, el viento no atacaba el valle aquel día. Salir semidesnudo entre las heladas montañas tiene su encanto, después de todo. Poco a poco nos sumergimos en la alberca, que para nuestra sorpresa, no era una piscina de aguas termales. ¡Habíamos sido timados! Es verdad que el agua proviene de los arroyos que escurren de las montañas. Pero la temperatura del río más caliente en la zona no se equipara en lo absoluto con el agua termal. Aún así, no se puede decir que se trata de aguas glaciares. Luego de algunos minutos, era una mejor decisión quedarse dentro del agua que fuera. Cualquier contacto con el exterior era casi un peligro de hipotermia. El suelo y las paredes de la piscina estaban llenas de un resbaloso y desagradable moho que se adhería a nuestros pies como en una película de terror. A penas una vez al año, cada verano, a Seljavallalaug se le da mantenimiento, gracias a los pocos donativos que dejan los visitantes en un pequeño buzón a la entrada. A pesar del hongo, el frío y el abandono, nadar a los pies de las montañas es una sensación indescriptible, que poco se compara a una película de terror, cosa que muchos buscan al llegar a Seljavallalaug. Para mí, después de todo, se trataba de un paraíso. Aunque en 2010 la piscina, como el resto de sus alrededores, fueron cubiertos completamente por cenizas luego de la explosión del Eyjafjallajökull, gracias al trabajo de voluntarios hoy Seljavallalaug se encuentra de nuevo abierta al público. Eso sí, al pie de un volcán activo, es como nadar a unos pasos del infierno. Una vez secos y vestidos, caminamos de vuelta a la camioneta, intentando no resbalar con las piedras y el arroyo que por ellas escurría. Manejamos por media hora directamente hasta Vík, la ciudad más septentrional de Islandia, a 30 kilómetros al este de Seljavallalaug. Desde hacía tres días que me había propuesto arribar, pero la tormenta de la que me advirtió mi amigo Loïc lo había hecho imposible. Pues bien, al fin estaba en el lugar, donde algunos autos y casas habían perdido casi por completo sus ventanas a causa de los fuertes vientos. Nos dirigimos directamente hasta el camping. Como los primeros en arribar, pudimos elegir el sitio más privilegiado para dormir aquella noche. Aunque la tormenta se había disipado, al menos de forma oficial, el viento todavía soplaba desde el norte. Decidimos colocar nuestras carpas lo más cercano a las rocas de un acantilado, esperando que así nos protegiera lo más posible de las ventiscas. Aunque el cielo se cubría de una ligera niebla, el tiempo parecía haber mejorado mucho. A pesar de lo que me había contado Loïc, aquel día Vík parecía casi un paraíso. Por ello decidimos comer en el jardín del camping. Hacía días que no disfrutábamos de una comida al aire libre, y sobre aquellos verdes campos era simplemente el momento ideal. Nos apresuramos para ir al supermercado antes de que cerrara, y compramos algunos víveres para la noche y los siguientes días. Aunque anteriormente había ya cogido algunos remanentes de comida enlatada y embolsada en el camping de Selfoss. Vík es una comunidad muy pequeña en la costa sur, pero muy famosa por los atractivos naturales que la rodean, mismos que nos dimos a la tarea de conocer antes de que el sol empezar a caer. A un par de kilómetros al oeste, detrás del acantilado que gobierna Vík, se encuentra Reynisfjara, una de las playas no tropicales más bellas y fascinantes del planeta. ¿Qué hace a Reynisfjara tan especial? Pues muchas cosas. Entre las más destacadas, su alucinante arena negra. Cuando uno piensa en la palabra “playa” quizá se viene a la mente una isla tropical paradisíaca, con aguas azules y tranquilas, arena blanca y suave, y un mogollón de palmeras donde se puede tomar una siesta sobre una hamaca. Reynisfjara es todo lo contrario. Debo decirlo, es uno de los sitios más tenebrosos que he visitado en mi vida. Caminar sobre la oscura arena rocosa que crujía al pisar de mis botas; el estruendo de las fuertes olas y su espuma al golpear contra la abrupta costa y los acantilados volcánicos; la figura de los turistas que desaparecían cual fantasmas, al difuminarse en la neblina que empezaba a cubrir el paisaje, sin un mínimo indicio de los rayos del sol que se posaba en alguna parte sobre la bruma. Y claro, el frío viento que soplaba del norte combinado con la húmeda brisa marina del Atlántico norte. La playa de Reynisfjara es increíblemente célebre en Islandia; así mismo, tiene la mala fama de ser uno de los sitios más peligrosos de la isla. Algunas de las olas que azotan la costa sur reciben el nombre angolsajón de sneaker waves. Son olas extremadamente engañosas y asesinas, ya que se esconden detrás de las olas ordinarias y arriban a la costa con una enorme fuerza, arrastrando al mar lo que se tope en su camino, dándole pocas probabilidades de volver a tierra. El número de víctimas mortales que estas olas han cobrado en Reynisfjara es alto, y su mayoría siguen siendo turistas. Visitantes despistados que hacen caso omiso de los letreros de advertencia, que previenen no acercarse demasiado al mar, no subirse a las rocas cercanas, incluso no tomarse selfies ni darle la espalda al océano. Es un bello espectáculo, pero la madre naturaleza es brava, y asesina. Mar adentro, un grupo de tres peñascos son una de las postales más famosas de la costa sur. Los islotes de Reynisdrangar alguna vez fueron parte del acantilado, pero la erosión jugó con ellos hasta dejarlos aislados de la tierra. La leyenda local cuenta que tres troles se aventuraron al mar para arrastrar los barcos hacia la orilla durante la noche. Y sin percatarse que se hacía de día, el sol los petrificó y se convirtieron en roca para la eternidad. Ahora sirven como los guardias de la costa. Pero las rocas más famosas de Reynisfjara se encuentran en tierra. Las hálsanef, las columnas hexagonales de piedra volcánica que fácilmente nos recordaron al órgano de una enorme catedral. Es común ver a los niños brincando de una piedra a otra, como si tocasen el organillo para la multitud. Los hálsanef se encuentran en la pared del acantilado, que también da forma a una misteriosa y tenebrosa cueva que parecía ser el único refugio del viento. Pero, a decir verdad, no es un refugio nada seguro, pues durante la marea alta la cueva suele llenarse de agua salada. Y nadie querría estar dentro de ella mientras las sneaker waves azotan sin piedad su interior, por lo que las precauciones para los turistas también se hacen notar por todo el camino. Volvimos andando por la playa para coger nuevamente el coche. Ya que la neblina se hacía cada vez más espesa, lo que había hecho oscurecer la tarde, decidimos visitar de una vez la otra punta de la península. Los acantilados de Dyrhólaey. Estas formaciones de roca eran realmente una pequeña isla, que se han unido a Islandia por las playas que los rodean. Caminar hacia la cima muestra desde otro ángulo la verdadera fuerza del Atlántico norte, cuyo estruendo combinado con el viento del norte es lo único que podía oírse una vez en el sendero. En realidad, toda la zona es una reserva natural protegida, que desde mayo hasta junio tiene la entrada de visitantes prohibida debido a la reproducción de las aves migratorias que anidan en las paredes de sus riscos. Eran ya mediados de mayo, y por suerte la reserva todavía estaba abierta. Y vaya si notamos que mayo había llegado, pues los frailecillos habían ya comenzado a crear sus nidos en las laderas. Estas aves son más diminutas de lo que alguna vez pensé. Típicas del Atlántico norte, los puffins (como se les conoce en inglés e incluso en islandés) se han convertido en el animal nacional de Islandia, y verlo tan de cerca fue todo un privilegio. En la cima del acantilado se encuentra un faro, que marca el punto más alto de la caminata. Aunque hoy ya no funciona como lo hacía en el siglo XX, es posible rentarlo como un hotel rural, donde pueden hospedarse hasta cinco personas. Lo más impresionante es la vista que aquel faro ofrece. Al oeste, otra extensa playa de arena negra donde la marea baja dejaba al desnudo los contrastantes colores de Islandia. Y al este, el arco de Dyrhólaey, una famosa formación rocosa que marca el punto más al sur de toda la isla. Allí en lo alto, notamos cómo la niebla había cubierto casi la totalidad del paisaje, haciendo casi imposible ver el horizonte del mar. El frío se había agudizado y el viento nos sacudía con cada vez más fuerza. Pero la tormenta había acabado, al menos eso nos habían dicho. Sin más riesgos por tomar, decidimos volver a la camioneta y regresar lo más pronto posible a Vík. Necesitábamos ver cómo se encontraban nuestros dormitorios para aquella tétrica noche. El camping se había colmado poco a poco de otros visitantes. Pero las tiendas de campaña se mecían hacia un costado con la fuerza de las rafagas, que habían incrementado en pocas horas. Mi cara lo dijo todo, esa sería una noche muy difícil. Ahora entendía por qué Loïc me había advertido no venir a Vík, la ciudad más ventosa de la isla. Me apresuré a encontrar algunas piedras pesadas para colocarlas dentro de mi carpa. Si debía dormir allí aquella noche, debía protegerla con algo más que solo un puñado de estacas sobre la húmeda tierra. Entramos al comedor del camping para refugiarnos del frío y de las gotas de lluvias que el viento había empezado a traer consigo. Sacamos nuestros víveres y cocinamos algo caliente para la cena. Un guisado de salchichas con tomate que calmó nuestro grueso apetito. Al acabar la cena, el sonido que emanaba del techo del comedor no era nada alentador. La lluvia parecía traer consigo rocas, que hacían sonar la madera y la lámina como si fueran a explotar en cualquier inesperado momento. El camping estaba en remodelación, y la calefacción en el comedor no era suficiente. El frío era inevitable, pero mejor que estar afuera con el viento amezando con volarlo todo. Al caer la noche, salir al exterior era enfrentarse a la furia del Ártico. Muchos de los campistas nos miramos los unos a los otros y tomamos una decisión en un silencio unánime. Dormiríamos en el comedor. Preferíamos pasar frío en el suelo de madera y protegidos del viento, que arriesgarnos a pasar la madrugada bajo una carpa, que cada vez parecía más débil ante la tempestad. Entonces nos dimos cuenta de lo que significa para los islandeses una “mejora en el pronóstico del tiempo”. Otra vez, Islandia nos dejó en claro que no se puede jugar con su clima. Y la lección me quedaría todavía más clara a la siguiente mañana.
  13. 3 puntos
    Luego de haber pasado una noche en medio una tempestad, cobijado solo por el menudo calor que mi saco de dormir me procuraba, despertar bajo mi endeble carpa en el camping de Selfoss fue todo un placer. La ciudad ubicada en el suroeste de Islandia era de las pocas zonas que no estaba siendo golpeada por la tormenta que azotaba el sur de la isla, misma que me había impedido seguir adelante con mi travesía. El cantar de los pájaros y el sereno de la fría mañana fue indudablemente una más apacible forma de comenzar mi día, que en las tierras bajo el círculo polar comenzaba alrededor de las 4 de la mañana, cuando el sol deja ver sus primeros rayos para permanecer casi 20 horas sobre la isla. Con el sueño apartado, la sala común se llenaba poco a poco de campistas que preparaban su desayuno. Y llegar antes que todo tuvo sus grandes ventajas. Una enorme caja en el salón, equipado con cocina, muebles, varios comedores y conexión a internet, invitaba a los huéspedes a dejar las cosas que ya no necesitaran. Selfoss era la última parada de muchos antes de volver a Reikiavik y coger su vuelo de vuelta a casa. Al mismo tiempo, nos exhortaba a coger libremente lo que pudiésemos necesitar para nuestro viaje. Un paquete de salchichas, tomates, spagueti, un frasco de salsa boloñesa, papas, verduras. Conseguir gratis todo aquello en Islandia era casi un milagro. Pero el mayor regalo fue sin duda una cobija. Un voluptuoso cobertor que me brindaría el calor extra tan necesario durante los siguientes días en la remota y fría isla. Pasadas las 6 de la mañana Sebastián entró a la sala común. Él, junto con su van perfectamente equipada, me habían salvado de la tormenta la tarde anterior. Y aquella mañana, Sebas volvió a ofrecerme un ride, esta vez solo hasta la carretera 1, donde podría comenzar a pedir un aventón. Acepté su invitación, y tras desmontar mi carpa, todavía húmeda por el sereno, me reuní con él en el estacionamiento. Nos despedimos a orillas de la autopista y empecé a alzar mi dedo pulgar, esperanzado de, esta vez, poder cruzar hacia el este. Una pareja de chicos franceses detuvo su coche frente a mí. Después de casi un mes de haber dejado Francia, hablar con aquel par me trajo algo que necesitaba, además de un ride que agradecí de antemano. Paramos en la oficina de información turística de Hella, la siguiente comunidad sobre la autopista 1. Habríamos de saber las condiciones del clima y si las carreteras hacia el este se encontraban abiertas. En efecto, las rutas hacia el interior de la isla se encontraban cerradas, una mala noticia para los franceses, quienes planeaban escalar al volcán Hekla por el sendero que hasta entonces permanecía cerrado al público por la nieve. Pero la autopista costera hacia el este ya había sido abierta al tránsito, aunque la tormenta todavía no acababa. Nos aventuramos así conduciendo hacia el oriente. Los franceses habían reservado una noche en un hostal de Vík, a donde yo pretendía llegar para encontrarme con mi amigo Loïc. En el camino nos detuvimos en Seljalandsfoss, la cascada que había visitado fugazmente la tarde anterior, en cuyo camping no se me permitió acampar. Con tiempo de sobra y una ligera mejora en el clima, era tiempo de conocer otra pequeña porción de Islandia y su belleza natural. La cascada de Seljalandsfoss es una de las más famosas del país, fácil de encontrar en cualquier postal o imagen publicitaria de Islandia. La caída de 60 metros del río Seljalands marca el límite entre las tierras altas y las tierras bajas de la costa, con una pared vertical que forma una enorme meseta junto al océano y justo al lado de la autopista 1, lo que la hace muy accesible al turismo. Pero la fama de Seljalandsfoss no recae solamente en su cercanía a la carretera o los verdes campos que la encaran, sino a la cueva que se esconde tras sus aguas. Es una de las pocas cascadas donde el público puede prácticamente adentrarse. Un pequeño sendero circular rodea la cueva y permite tener otra perspectiva del salto de agua, una que definitivamente no se obtiene todos los días ni en cualquier lugar. El encanto que ofrece una caída de agua natural es indescriptible. Pero la magia de admirarla desde dentro es algo que solamente Islandia ha podido darme hasta el momento. Sentir la helada brisa de la cascada en nuestra cara no era la mejor ni más esperada sensación, pero necesaria para poder cruzar la cueva y seguir nuestro camino hacia los campos contiguos. La meseta irrumpe el camino para el mismo arroyo que se desplaza en diferentes caminos, lo cual crea un par de cascadas de menor volumen en la parte norte de la pared de piedra. Con ayuda de nuestras propias manos fue posible escalar el muro para tener un fotografía más cercana de la caída de agua. Con el sol brillando en un cielo despejado, mis esperanzas de llegar a Vík con una tormenta disipada aumentaban todavía más. Las aguas del río Seljalands, que dan lugar a las cascadas, viajan hasta el océano provenientes de los glaciares del Eyjafjallajökull, un volcán cercano al que llegamos apenas unos kilómetros más adelante. Sí, Eyjafjallajökull es una palabra nada fácil de pronunciar. Yo tuve que mirar un video de YouTube repetidas veces para aprender a hacerlo. Aún así, es un nombre que muchos europeos no olvidarán. El 14 de abril del 2010 este pequeño pero potente volcán, uno de los más activos y antiguos de Islandia, tuvo una erupción de carácter explosiva que causó el deshielo de sus glaciares, la inundación de los ríos cercanos y la evacuación de las zonas aledañas. Aunque las consecuencias no fueron tan catastróficas como la de otros volcanes en el mundo, la nube de ceniza de 250 millones de metros cúbicos se alzó hasta los once kilómetros de altura, y cubrió una vasta área que dejó al noroeste y centro de Europa incomunicado por vía aérea. El cierre del espacio aéreo y la cancelación de más de 20 mil vuelos causó la furia de miles de europeos y turistas, quienes quedaron atrapados en el continente por varios días gracias a este pequeño volcán. Algunos kilómetros más adelante del Eyjafjallajökull llegamos a Skógafoss, una más de las decenas de cascadas que pueblan Islandia. Aunque quizá menos impresionante que otras, se trata de una de las mayores cascadas del país, con 25 metros de ancho y 60 de alto. La misma meseta que marca el límite entre las tierras altas y bajas es la que intercepta el camino del río Skógá y da nacimiento a este salto, que ubicado también junto a la carretera es uno de los más visitados por los turistas. La cantidad de espuma generada por las cascadas como la de Skógafoss suelen crear fácilmente la ilusión de un arco iris en sus cercanías. Pero con el sol ahuyentado entonces por las nubes era difícil poder divisarlo. De hecho, el clima comenzó a empeorar una vez en Skógar, la comunidad aledaña. Los vientos se habían intensificado, haciendo a su vez bajar la temperatura. Unas escaleras nos llevaron hasta la punta de la meseta, donde pudimos admirar la cascada desde su punto más. elevado. Las tierras altas de Islandia y sus verdes paisajes invitan a cualquier a recorrer sus senderos, que bien señalizados llegan hasta los glaciares de las grandes montañas. Pero la senda era completamente inaccesible en aquel momento. La densa niebla cubría todo a nuestra vista a pocos metros de distancia. Y el viento, por supuesto, golpeaba con todavía más fuerzas en la cima de la meseta, donde ninguna pared de roca rompía las ventiscas. Mi paciencia con el viento estaba llegando a su límite. Así que descendimos de vuelta al estacionamiento. En el centro de visitantes, bajo un mezquino techo de madera, un ciclista había montado su casa de campaña. La pequeña casucha lo protegía del viento y la lluvia que había empezado a caer. Me acerqué a hablar con él solo para descubrir que la tormenta en el este había incluso empeorado. Las carreteras fueron abiertas, se supone que la tormenta debía haber mejorado —expresé—. Esto es Islandia —replicó con toda razón—. Volví con los franceses a su coche, temeroso de seguir el camino al este por el clima que nos pudiese aguardar. Aunque la autopista estuviera abierta, una tormenta no es buena idea cuando la única alternativa para pasar la noche es una tienda de campaña. Así, los franceses siguieron conduciendo hacia el oriente, donde la niebla se hacía cada vez más espesa, y el viento incrementaba sus rachas. Sus intenciones de visitar el glaciar Mýrdalsjökull, unos kilómetros adelante, pasaron a segundo plano. Salir del auto era una misión imposible. Aparcaron el coche en un parking junto a la playa. El vehículo se movía, aún estacionado, golpeado por los fuertes vientos que lo meneaban como solo un juguete. Decidí entonces hacer una llamada. Si pensábamos llegar hasta Vík, debía hablar con una persona que estuviera en Vík. Loïc cogió mi llamada. El ruido en la línea telefónica no era estática. Era el ruido de la tormenta que golpeaba el techo de su camping sin piedad. Su mensaje fue muy claro: ¡no vengas a Vík! Hay vidrios rotos en los coches, y cosas volando por los aires. La visibilidad es nula. No creo que sea una buena idea seguir hacia el este —les hice saber—. Aunque la ruta esté abierta, conducir en estas condiciones es sumamente peligroso. Y Vík es el centro de la tormenta. Ambos tenían una reservación en un hostal de Vík, que no pensaban perder. Por mi parte, con mi cartera inhabilitada para pagar una cama en un cuarto compartido, no pretendía pasar la noche en una tienda de campaña en medio de aquella tempestad. Te llevaremos de vuelta a Skógafoss y será mejor que desde allí pidas un ride de regreso al oeste —me ofrecieron como última alternativa, que por supuesto, no me atreví a rechazar—. Me despedí de ellos frente a la belleza de la cascada y deseé toda la suerte para enfrentarse a aquella tormenta. El campista tenía razón, esto es Islandia, y no se puede jugar con el clima. Un grupo de polacas que trabajaban temporalmente en el centro de visitantes de Skógafoss me recogió en la carretera. Manejarían hasta Reikiavik, pero les pedí dejarme en Selfoss. Si la tormenta seguía en pie, sería mejor acampar en un lugar seguro como el que me ofrecía el camping de aquella pequeña ciudad. Por la tarde, cenando en la sala común del campamento, conocí a Ashley, una chica canadiense que celebraba sus últimas vacaciones en Islandia antes de comenzar un nuevo trabajo en Toronto. Su objetivo era, al igual que el mío, viajar al este de la isla. Llevo dos días intentando cruzar, pero hay una tormenta que es imposible atravesar —le dije, rompiendo sus ánimos instantáneamente—. Ambos acordamos aguardar a la siguiente mañana para revisar el pronóstico del tiempo y el estado de las carreteras hacia Vík. Basado en ello, tomaríamos una decisión al respecto. Quizá debíamos abandonar la idea de dirigirnos al este y optar por el norte de la isla. Pero esperanzados aún, dejamos que la noche conciliara nuestras expectativas. Una noche más en que el clima de Islandia mostró su increíble fuerza.
  14. 3 puntos
    Conciliar el sueño casi a las 11 de la noche, cuando el sol se metió tras el horizonte, no fue una tarea tan difícil como había pensado. En medio de las montañas nevadas del parque nacional Þingvellir fue donde puse a prueba por primera vez el equipo con el que me había aventurado a viajar hasta Islandia, un país de extremos a escasos metros del círculo polar ártico. Un saco de dormir que soportaba temperaturas de 5 grados, una manta de primeros auxilios para calentar mi cuerpo en emergencias, ropa interior térmica, botas todo terreno, una liga para cubrir mi cabeza y mis orejas del viento. Todo parecía excelente, aquella noche no pasé tanto frío. Pero había algo que debí haber previsto con mucho mayor detalle: mi tienda de campaña, una carpa que sería mi hogar por al menos una semana. A las 4 a.m. la luz del sol se asomó por el este. Sí, un país de extremos, donde el invierno deja apenas dos o tres horas de luz, mientras el verano ilumina por casi veinte. Pero no fueron los tenues rayos solares los que ahuyentaron mi sueño a tan temprana hora, sino las potentes ráfagas de viento que azotaban sin piedad las paredes de mi tienda y la levantaban con vehemencia del firme suelo donde se posaba. Chubascos helados caían con vigor y creaban un ensordecedor estruendo que me apartó bruscamente de mi apacible sueño. El miedo recorrió mis entrañas, y me impidió abrir los ojos. No me atrevía a mirar hacia el techo y observar cómo mi única casa se estremecía con debilidad ante la fuerza del clima ártico. El pronóstico del tiempo había cumplido su promesa. Como bien me lo dijo una conductora local la tarde anterior, vientos del norte, lluvia y nieve se esperaban para los próximos días. Vaya que ahora extrañaba la calidez de mi ciudad natal en el trópico mexicano. A pesar de todo, logré soportar un par de horas recostado, cubierto de pies a cabeza con mi saco de dormir, y con los ojos bien envueltos para intentar ignorar lo que a mi alrededor acontecía. Pero había algo de lo que sin duda no podía escapar. El agua empezó a filtrarse por las paredes y por el suelo de mi tienda. Una tienda por la que pagué poco más de 20 dólares en un Walmart. Una tienda con un solo forro que, por supuesto, debí adivinar que no ganaría una cruel batalla contra el clima polar. Llegó entonces el momento de encarar el miedo. Abrí por fin los ojos. Ambos párpados se separaron para encontrarse con una terrorífica escena. Mi casa se estaba inundando. Antes de que el agua llegase hasta mi mochila, reposada a mi lado derecho, saqué de ella mi abrigo rompevientos y lo coloqué con rapidez encima de mi cuerpo. Me puse las botas, cogí la mochila y el saco de dormir, que para entonces ya estaba empapado por debajo. No había tiempo que perder, y si no quería terminar como el suelo de mi casa, debía huir aprisa de aquella pecera. Al abrir la puerta me enfrenté a una dura realidad, todavía peor que la que sucedía dentro de mi tienda. Los charcos de lodo se habían esparcido, el agua caía casi de forma horizontal por la fuerza del viento, mi saco de dormir casi vuela junto con la tormenta, que azotaba sin clemencia cada cabeza bajo ella. Eso era la verdadera Islandia. Sin pensarlo dos veces, cerré la puerta tras de mí y corrí velozmente hacia la lavandería del camping. Sabía que era el sitio más seco que podría encontrar, cerrado casi herméticamente, donde podría encontrar una fuente de calor. Una vez dentro, extendí mi saco a lo largo para dejar que se secase un poco. Por suerte, mi mochila estaba casi intacta, y mis cosas a salvo de la humedad. Sin más remedio, me senté temblando de frío sobre el piso de madera. ¿Debía salir y tratar de rescatar mi tienda? Quizá, pero en ese momento lo que menos quería era volver a enfrentarme a la feroz tormenta. Así que lo dejé a la suerte. Si mi casa sobrevivía o no, sería ahora una decisión de la madre naturaleza. Una media hora más tarde llegó a la lavandería Jack, uno de los chicos californianos que habían acampado conmigo y con su grupo de compañeros universitarios. Al parecer, era su turno de preparar el desayuno. Pero con una cocina al aire libre con apenas un techo de madera encima, parecía una tarea imposible. Aun así, puso todos sus esfuerzos en cocer un poco de fruta para un potaje, para que al despertar sus amigos (quienes por cierto, seguían en sus tiendas bajo la tormenta), pudieran comenzar el día con energías. Jack parecía mucho más preparado que yo, con un impermeable de cuerpo entero que cubría incluso sus zapatos. Su ropa debajo se mantenía completamente seca. La tempestad no paró sino hasta las 7 de la mañana, cuando pude al fin salir a reconocer los daños. ¡Mi casa seguía viva, y estaba de pie! Finalmente, esos 20 dólares parecían haber servido de algo. Aunque eso sí, su único forro no resistió la filtración del agua. Mientras el resto de los chicos salían de sus guaridas sanos y salvos para tomar su desayuno, yo desmontaba mi casa y la llevaba a la lavandería. La tormenta había terminado, pero en un lugar como Islandia, no confiaba en que la calma durara por mucho tiempo. El grupo de californianos se despidió de mí cerca de las 8 a.m. Y una vez que mi casa se escurrió un poco sobre el suelo de la lavandería (con la falta de sol, era mi única alternativa), empaqué mis cosas y salí del camping, todavía enlodado por la lluvia. Me dirigí entonces a un costado de la carretera para seguir mi camino por el golden ring, uno de los circuitos turísticos más famosos de Islandia. Alcé mi dedo y me mostré firme ante un cielo todavía nublado y amenazador. Luego de solo tres minutos, un señor paró y me invitó a subir. No deberías estar aquí parado esta mañana, el clima es una locura —me dijo consternado—. Es mi única alternativa, y hay que seguir adelante —le contesté con seguridad—. El hombre vivía en Laugarvatn, una comunidad unos kilómetros al noreste, sobre la carretera 37 que seguía el ‘círculo dorado’. Me dejó en la salida del pueblo, sobre la autopista. Allí, el viento y la lluvia volvían a azotar, aunque con un poco menos de fuerza que en Þingvellir. Y como aún era muy temprano para empezar a cazar un ride con los turistas hacia mi próximo destino, decidí refugiarme en un mini supermercado, donde un café con galletas apaciguaron mi ayuno. Tras media hora de reposo volví a la carretera y me dispuse a coger un aventón, que llegó a mí en menos de dos minutos. Islandia era sin duda un país amigable con los hitchhikers. Una pareja de testigos de Jehová provenientes de Selfoss, al sur del país, me llevaron hasta una granja muy cerca del valle Haukadalur, justo donde se encontraba mi siguiente parada. El viento parecía haber parado un poco a los pies de aquella granja, aunque el clima parecía aún amenazador. Y con mi dedo al aire cogí mi tercer aventón de la mañana luego de solo cinco minutos en la carretera. Los pasajeros eran esta vez dos turistas, que momentos antes había visto sentados ante una mesa del supermercado disfrutando, al igual que yo, un café caliente. Se trataba de una pareja alemana que, vaya historia, estaban celebrando su luna de miel. Nunca pensé que en medio de un romántico viaje dos personas se detuviesen a recoger a un mochilero desconocido en la autopista. Pero eran alemanes, y su amabilidad nunca paraba de sorprenderme. Provenientes de Heidelberg (mi ciudad favorita en toda Alemania), las anécdotas no se detuvieron en todo el trayecto. Y ante las distracciones, aquel viaje casi nos cuesta una enorme suma de dinero, y es que una oveja se atravesó frente a nosotros. Atropellar a una cabeza de ganado en Islandia se paga con una enorme multa, además de tener que cubrir los gastos del animal muerto con su dueño. Menos mal que teníamos un conductor precavido que se detuvo justo a tiempo ante el lanudo borrego. Poco después del infortunado susto arribamos al valle Haukadalur, donde estacionaron el coche y bajamos a nuestra próxima visita. El valle es uno de los lugares más famosos de Islandia por un buen motivo: es el hogar de los géiseres, una de las mayores atracciones de la isla. Los géiseres son una especie de fuente termal que emite una columna de agua caliente y de vapor al aire, algo así como una piscina que explota periódicamente. Un géiser requiere de varios elementos hidráulicos y geológicos para su formación, y eso los convierte en un evento nada común, con menos de mil géiseres en todo el planeta. Pues bien, al ser Islandia uno de esos escasos lugares en el mundo, era algo que no podía perderme. La entrada al parque de los géiseres en Haukadalur está marcada por un sendero acordonado y por varios trabajadores que vigilan que, bajo ninguna circunstancia, alguien se atreva a cruzar los límites del camino. El agua que emana de los géiseres hierve a más de 90°C, una temperatura con la que nadie desearía quemarse. Además, el hospital más cercano está a 62 kilómetros de distancia, algo bueno de saber para los despistados. La palabra géiser proviene precisamente del idioma islandés, ya que el más famoso de ellos en aquel parque es llamado Geysir, el más antiguamente conocido en el mundo, y que proviene a su vez del verbo geysa (emanar, erupcionar). El Geysir es capaz de lanzar agua a más de 80 metros de altura, aunque es raro tener la suerte de verlo erupcionar. Ha pasado incluso años sin lanzar una gota de agua al aire. Por fortuna para los ansiosos turistas existe el géiser Strokkur, que aunque más pequeño, erupciona entre cada 5 u 8 minutos, alcanzando una altura promedio de 20 metros. Las erupciones son provocadas por el contacto del magma subterránea con el agua, que suele quedar estancada en los conductos del géiser tras las lluvias. Ya que los conductos suelen ser largos, el agua en la parte baja comienza a alcanzar su punto de ebullición, mientras aquella en la superficie se enfría rápidamente. Puesto que el agua no encuentra salida más que por un pequeño orificio en el suelo, viaja hasta ella por las rocas porosas del subterránea y actúa tal como una olla de presión, liberando con gran energía el vapor y el agua caliente en su interior. Luego de ello, el agua cae de vuelta en el agujero y el ciclo se repite. Un espectáculo natural digno de admirar. Luego de un par de hermosas explosiones del Strokkur, volvimos al auto y seguimos el camino hacia el norte, donde la última atracción del círculo dorado nos esperaba. Junto a un grupo de gigantescos camiones de montañistas los alemanes estacionaron su modesto automóvil. Al bajar, sentimos rápidamente como el viento había comenzado a azotar despiadadamente desde el norte. Ya que el centro de visitantes y las escaleras bajaban hacia el sur, debíamos cogernos de las manos para no perder el equilibrio. Nunca creí que vería vientos tan fuertes como de los que fui testigo durante un huracán en mi ciudad natal, por allá del 2010. Aunque aquello no era un huracán, era solo el Ártico. Las escaleras nos llevaron hasta las orillas del río Hvitá, que al encontrarse con un cañón forma la cascada de Gullfoss, una de las cataratas más famosas de Islandia. El río corre en dirección sur y llega desde los glaciares en las montañas centrales, aunque el cañón interrumpe bruscamente su camino y hace que gire hacia el este. El estruendo de la catarata hacía imposible escucharnos entre nosotros mismos. Toda comunicación para tomarnos fotos y seguir el camino era a través de la mímica. En ese momento, el viento del norte se mezclaba con el viento y la brisa empujados por el río y la gigantesca catarata. Y aunado a las charcos de agua en el suelo, no era nada fácil moverse por aquellos senderos. Tomar una foto que no saliese movida por la fuerza del viento que empujaba nuestras manos era otra ardua tarea en la que nos vimos envueltos. Pero capturar aquella belleza lo valía ante todo. El círculo dorado es una de las rutas más turísticas de Islandia, y no cabía duda del porqué. Una falla tectónica, géiseres y una catarata glaciar representan las maravillas naturales más características de la isla, razón que me había llevado hasta sus hostiles tierras. De vuelta en el coche, los alemanes condujeron hacia el sur. Se dirigían de vuelta a Reikiavik, donde pasarían su última noche. Yo por el contrario, pretendía seguir mi camino hacia el este y tratar de darle la vuelta entera a la isla en los siete días que me quedaban por delante. Al alcanzar la autopista uno los alemanes me bajaron en Selfoss, una de las mayores comunidades en el suroeste de Islandia. El clima era templado y bastante tranquilo a mi parecer. Un buen amigo que había hecho en Francia, Loïc, se encontraba también en tierras islandesas, viajando como mochilero y tratando de rodear la isla. Pero un mensaje de texto aquella tarde me hizo saber que se encontraba atrapado. Había llegado hasta Vík, la ciudad más septentrional de Islandia ubicada 130 kilómetros al sureste de Selfoss. Famosa por ser el lugar donde con más fuerza azotan los vientos, se había detenido en un camping, donde una cocina techada fue su único refugio ante una fuerte tormenta que golpeaba el sur de la isla. Mi objetivo así, era acercarme lo más al este posible, donde la tormenta no azotara con tanta fuerza y donde pudiera acampar de forma tranquila. Luego de comer un subway (que por seis euros, era sin duda lo más barato que podía obtener) me acerqué a la oficina de información turística de la ciudad. Me dijeron que, en efecto, una tormenta azotaba el sur de la isla un poco más al este, pero que al menos podría llegar hasta Seljalandfoss, una de las cascadas más bellas, donde una de las californianas que había conocido la noche anterior me había recomendado un buen camping. Caminé entonces hacia la salida del pueblo y comencé nuevamente a pedir un aventón. Esta vez, me recogió un islandés que no hablaba inglés. Así que tras un viaje en silencio me dejó en Laugaland, 30 kilómetros adelante. Otro conductor me dejó en Hella, unos diez kilómetros que me acercaban cada vez más. Sin embargo, me hizo saber que más hacia el este las carreteras habían sido cerradas debido a la tormenta. Pues bien, no pretendía pasar más allá de Seljalandfoss, a donde me dijeron que podría llegar. Fue un húngaro quien me recogió en la comunidad de Hella. Al presentarse conmigo, me dijo que vivía por el momento en Hafursey, una ciudad más al este de Vík, donde se encontraba Loïc. Enterado del estado del tiempo, sabía que llegar a casa aquella tarde podía ser imposible. Pero quería al menos intentarlo. Al llegar a Seljalandfoss, un par de patrullas cerraban el paso. No era posible seguir más adelante. La tormenta era más fuerte de lo esperado y la visibilidad completamente nula. Adentrarse en la carretera sur era un peligro que nadie debía correr. Con la suerte del lado de ninguno, el húngaro dio marcha atrás y volvió hacia Hella para buscar dónde pasar la noche. Yo por mi parte había llegado a mi destino. Seljalandfoss no es una ciudad, ni siquiera una pequeña comunidad. Es una cascada más que marca el límite entre las tierras altas y bajas de la isla. Su nombre se lo otorga el río Seljalandsá, que al toparse con la pared vertical cae 60 metros hasta una escollera, ubicada casi junto al océano. Allí, frente a aquella hermosa cascada, era donde me habían recomendado acampar. Uno de los campings más bellos de toda Islandia, me habían dicho los californianos. Pero al llegar a la recepción, las malas noticias no se hicieron esperar. El camping estaba cerrado debido a la tormenta. Aunque la enorme pared de las cascadas parecían cubrir el lugar del viento, en Islandia simplemente nunca se sabe. Y así, sin un lugar donde dormir, me vi obligado a volver a la carretera y pedir un aventón de vuelta al oeste. Una pareja de ingleses de edad avanzada me recogieron luego de que los policías los forzaran a regresar. Ambos tenían reservaciones en un hotel de Vík, el ojo del huracán en aquel momento, a donde les era imposible llegar. Un poco desmotivados los tres debido a las inoportunas inclemencias del clima, volvimos hasta Hella, donde se estacionaron fuera de un hostal para pedir una habitación donde pasar la noche. Sabía que aquel alojamiento podía ser una opción para una pareja de jubilados, pero no para un mochilero como yo. Aún así, algo temeroso de acampar a la intemperie, pregunté el precio de una habitación compartida. 50 euros era lo que costaba un rincón en un cuarto con mi saco de dormir. ¡50 euros! Los ingleses me miraron y sonrieron, sabiendo que se trata de un precio exorbitante para mí. Así que di las gracias y volví a la carretera para coger otro ride. Sabía que en Selfoss había un camping municipal, y con el escaso viento que soplaba en la ciudad, sería quizá mi mejor opción hasta que se calmase el clima. Un español llamado Sebas pasó en su vagoneta, donde pasaba las noches en un camastro de la parte trasera. También venía huyendo de la tormenta de Vík, y con una aplicación islandesa que le servía para encontrar campamentos donde estacionar su auto, me recogió y buscamos juntos un buen camping que pudiese darnos alojo a ambos. Condujimos más de una hora por las tierras altas y bajas de la costa sur. Cada camping que visitábamos seguía el mismo patrón. Una pequeña cabina con baños y un buzón donde dejar el dinero. Sin cocina, sin sala común, sin techo donde resguardarse. Solo baños. Ni un solo coche o tienda de campaña aparcaban en ellos. Temerosos de lo que aquello podía significar y con el clima que se avecinaba, decidimos seguir todavía más al oeste, hasta que llegamos nuevamente a Selfoss, donde todo había comenzado. Nos dirigimos sin pensarlo hacia su camping municipal, cuyas cómodas instalaciones y falta de vientos lo hicieron el lugar más seguro para pasar la noche. Monté mi casa, que para entonces ya se había secado. Y luego de un rato en la sala común charlando con Sebastián, me introduje en mi tienda para otra fría noche en Islandia. Aquel día el clima del Ártico me mostró que con él nadie puede jugar. Pero mi perseverancia era mayor, y no me daría por vencido hasta al menos alcanzar Vík, donde mi amigo Loïc se había quedado varado.
  15. 3 puntos
    Arropado con ropa térmica, envuelto en mi saco de dormir, postrado sobre un colchón inflable y con la calefacción encendida a mitad del mes de mayo, es como desperté mi segunda mañana en Reikiavik, a unos kilómetros al sur del círculo polar ártico. Aun después de dos noches en la ciudad, mi cuerpo y mi mente no sentían todavía en Islandia. Mirar la situación geográfica de aquella remota isla, considerada parte de Europa, me hacía poco creíble que tuviera los pies allí. A pesar de su latitud, la capital islandesa posee todas las comodidades del primer mundo. Y hospedarme en el apartamento de Gisli, mi couchsurfer, me lo dejó en claro. Tuberías de gas para aclimatar las casas, agua caliente natural proveniente de los manantiales termales de la isla, conexión a internet ininterrumpida... Pero los días avanzaban, y no obstante mi resistencia mental, era momento de partir. Y abandonar aquellas comodidades sería parte esencial de ello. Mi aventura estaba por delante. Aunque Reikiavik es una prominente metrópoli que se ha ganado su lugar en el mundo, la gente no viaja hasta Islandia solo para ver su capital. Y eso me incluía a mí. La peculiar locación de la isla, en medio de las placas tectónicas norteamericana y la euroasiática, la dota de paisajes naturales increíbles, y de una actividad geotérmica que es poco común hallar en otros lugares del planeta. Y es la razón de que el número de turistas supere a los propios habitantes de Islandia. Cuando el país se independizó de Dinamarca en 1918, no era más que una pequeña y fría isla que sobrevivía de la pesca y la explotación de sus recursos naturales. Pero tras la Segunda Guerra Mundial, en la que el Reino Unido y los Estados Unidos construyeron los aeropuertos que hoy sirven como conexión internacional, Islandia se convirtió en un país industrializado y con un alto desarrollo económico. Hoy, el turismo es sumamente accesible, con conexiones aéreas que han bajado cada vez más sus precios. Por solo 60 euros pude volar hasta sus tierras desde Estocolmo. Así, miles de turistas llegan a diario, y emprenden desde Reikiavik su travesía por una de las islas más hermosas del mundo. Por la inexistencia de vías férreas y escasos autobuses de transporte público (ya que la isla tiene apenas 300 mil habitantes) el turismo en Islandia puede funcionar de las siguientes maneras: Hacer base en Reikiavik y pagar costosos tours por sus maravillas naturales, que incluyen a veces noches de hospedaje en carísimos hoteles y hostales de la isla. Rentar una van equipada con cama, cocina, incluso hasta baño en su parte trasera, y recorrer la isla conduciendo por la autopista que bordea sus costas, pasando las noches dentro de la comodidad del vehículo, que se aparca en algunos de los estacionamientos oficiales que colman el país. Rentar un automóvil común y visitar la isla manejando por la costa, pasando las noches en una tienda de campaña en uno de los cientos de campings a lo largo del país. Viajar pidiendo aventones a los conductores en la carretera hacia las principales atracciones naturales de la isla, durmiendo en los campings bajo una buena carpa. Por supuesto, y debido a mi bajo presupuesto, la cuarta opción fue mi predilecta. Y pasando por alto la regla más importante de un hitchhiker (término anglosajón para quien viaja pidiendo aventones), me levanté tarde y salí de casa de mi anfitrión a las 10 de la mañana, lo que me había hecho perder ya bastante tiempo valioso. Me despedí y di las gracias a Gisli por mis noches en Reikiavik y me dirigí a un paradero de buses no muy lejos de su casa, donde cogí un modesto camión hacia la comunidad de Mosfellbær, a 16 kilómetros al este del centro de la ciudad. Para colmar un poco más mi paciencia luego del tiempo perdido, el autobús avanzó lento, deteniendo la marcha en cada paradero aunque no hubiera gente aguardando a abordar. Por fortuna, los avances en las políticas de telecomunicaciones en Europa me habían permitido contratar un plan de datos móviles, por un asequible precio, cuya cobertura se extendía por toda la Unión Europea, incluida Islandia. Pero la red celular no era del todo buena en muchas zonas de la carretera. Consiguientemente, la ubicación en mi GPS era con frecuencia algo deficiente. Así fue como me bajé del autobús hasta la última parada, no tan cerca de la ruta 1, la autopista principal que me llevaría hasta el golden ring, mi primer objetivo turístico en la isla. Varado en medio de una diminuta comunidad rural, tuve que caminar un kilómetro de vuelta hasta la orilla de la carretera, donde no aguardé más de dos minutos para coger mi primer ride. El conductor me dejó apenas un kilómetro más al norte, al costado de una glorieta, donde la bifurcación derecha dirigía hacia la ruta 36, donde el golden ring comienza. El ‘círculo dorado’ es una de las rutas turísticas más famosas de Islandia. Las carreteras que lo componen forman un anillo que rodean parte de la falla tectónica que atraviesa Islandia y que, sin siquiera alejarse mucho de Reikiavik, poseen parte de las maravillas naturales más célebres del país. La primera parada era el parque nacional de Þingvellir (pronunciado en inglés como Thingvellir), donde un valle de cañones pone al desnudo la deriva continental. La ruta 36 llevaba directo hasta Þingvellir, y por suerte, una afable señora se detuvo por mí al comienzo de la autopista. Aunque no llegaría hasta el parque, su granja se encontraba unos kilómetros al este, uno de los últimos lugares poblados al lado de la autopista. Su inglés era bastante claro, y con ello me contó algo que no me reconfortó demasiado. Acababa de escuchar por la radio que el pronóstico del tiempo no anunciaba muy buen clima. Tormentas con fuertes ráfagas de viento azotarían el sur de Islandia durante los próximos días (sí, justo donde yo estaba), y varios centímetros de nieve caerían en zonas altas de la isla. Una tormenta a tan corta distancia del círculo polar no era una idea divertida. Y teniendo en cuenta que las siguientes siete noches dormiría dentro de una casa de campaña, la incertidumbre era algo aterradora. Justo en la entrada de su granja equina, di las gracias a la señora y bajé de su vehículo. El cielo estaba entonces bastante nublado, y con lo que recién había escuchado sobre el clima que podría avecinarse, supe que el tiempo era oro para conseguir un último ride que me llevara hasta el valle Þingvellir. Aunque los hermosos caballos islandeses están acostumbrados a las ventiscas árticas con su lanudo cuerpo, el crudo frío no es lo más reparador para un mochilero. Pero era justo lo que esperaba de Islandia, y mi ardua preparación con ropa térmica, botas todoterreno y un abrigo rompevientos fue entonces de agradecerse. Hallarme en medio de las montañas que orillaban la carretera a la total interperie me hizo al fin darme cuenta que estaba en Islandia, donde nadie puede tomarse el clima a la ligera. Eran casi las 2 de la tarde para entonces, y un número muy reducido de coches era el que había visto conducir hacia el este. Aunque las visitas a Þingvellir son muy comunes, no muchos islandeses viven por aquella zona. Así que mis esperanzas se limitaban a los turistas que, por alguna razón, se dirigieran al valle a tan avanzada hora del día. Tras sesenta minutos de paciente espera con nada más que montañas y caballos a mi alrededor, una pareja se detuvo y me ofreció subir. Por suerte, eran turistas provenientes de Serbia y Bosnia y Herzegovina, y su destino era precisamente Þingvellir. Conforme fuimos avanzando los riachuelos se iban haciendo cada vez más corpulentos, alimentados por el deshielo de los picos nevados que nos rodeaban. Aunque la niebla y los densos nubarrones negros nos intimidaban, nos mantuvimos optimistas. Aún así, no tardé en hacerles saber sobre el pronóstico del clima que había llegado a mis oídos. Nosotros también acamparemos esta noche, así que esperemos que todo mejore —me dijeron esperanzados—. No cabía duda de que la mejor forma de recorrer Islandia era conduciendo un automóvil. Deternos en cualquier punto para capturar una postal de su espléndido paisaje estaba a la altura del pedal de freno. Los musgos sobre la piedra volcánica y la hierba baja nos daban un primer adelanto del valle de Þingvellir. Pero unos kilómetros delante el lago Þingvallavatn, el más grande de Islandia, nos dio la verdadera bienvenida al parque nacional. La geografía de Islandia es fácil de entender desde un punto de vista lógico. El centro de la isla posee las tierras altas, con montañas, glaciares y nieve, mientras que la costa, aunque puede ser escarpada, posee las tierras bajas y climas más templados. Al habernos adentrado un poco hacia las tierras centrales, las montañas se alzaban con ímpetu frente a nosotros. Por suerte, no sería necesaria subir para disfrutar de Þingvellir. A la entrada del parque nacional, justo antes de que un camino de terracería nos adentrara en el valle, visualicé un centro de visitantes. Sabía que sería el sitio perfecto para acampar. Islandia suele contar con campings equipados con baños, electricidad y cocinas por todo su territorio, y nada mejor que la seguridad que brinda un centro de visitantes. Ya que la pareja bosnio-serbia no sabía si harían noche o seguirían de largo su camino, decidí bajar de su coche con mi mochila al hombro. Por mi parte, prefería disfrutar del parque nacional y acampar allí esa noche. No pensaba arriesgarme tierra adentro bajo aquel sospechoso y nublado cielo. Þingvellir fue un primer gran ejemplo de lo que es Islandia. Su terreno volcánico y rocoso con hierbas y arbustos bajos es la imagen típica que suele apreciarse en gran parte de la isla. Uno de los hechos más difíciles de enfrentar en Islandia es que es un país sin árboles. Vaya, sí los hay, pero en cantidades insignificantes. Cuando los primeros colonos poblaron la isla, talaron la mayoría de los bosques para poder construir sus casas con la madera, sin saber que aquella deforestación condenaría al país de por vida. Aunque en la actualidad el gobierno ha llevado a cabo un programa para reforestar Islandia, en un lugar tan aislado y con un clima tan hostil como aquel, no es una tarea nada fácil. Solo el 5% de Islandia cuenta con bosques. Aun así, los verdes y vivos paisajes de pastizales y arbustos de Þingvellir eran dignos de nuestra admiración. Þingvellir fue declarado parque nacional desde 1928. Y aunque no lo parezca, al menos no ante los ojos de cualquiera que no sea un geólogo, el valle es realmente la falla que divide a la placa norteamericana de la placa euroasiática. De tal suerte que nos encontrábamos parados en el lugar exacto donde dos continentes se dividen. Tomó muchos años a la comunidad científica aceptar la teoría que afirma que los continentes se mueven, y que millones de años atrás todos los continentes se hallaban unidos en uno solo, llamado posteriormente Pangea. Pues bien, Þingvellir les ha dado a los geólogos un claro ejemplo de que la deriva continental es real. Y el cañón Almannagjá lo demuestra. Caminar en aquel cañón es caminar entre dos mundos. América al oeste y Europa al este, separados solo por un par de metros. Y en efecto, las mediciones que se llevan a cabo cada año dejan en claro que el cañón se separa continuamente. Es decir, ambos continentes se mueven. El cañón Nikulasargja es otra de las fallas presentes en Þingvellir. Y este se encuentra atravesado por un río, que para entonces, corría con bastante fuerza desde las montañas. Aunque el arroyo baña las tierras bajas del valle y culmina en el lago Þingvallavatn, bastaba subir un par de escalones de piedra para maravillarse todavía más. El río Öxará escurre por los campos de lava y cuando se topa con el cañón forma una cascada de aguas cristalinas que rompía con fuerza sobre las rocas de magma petrificado. Aunque menuda y de poca altura, la cascada Öxaráfoss me dio mi primer acercamiento a las decenas de caídas de agua que recorren Islandia. Pero aquella no sería, sin duda, la más impresionante de todas. Þingvellir es un lugar hermoso, único, mágico. Fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2004. Sin embargo, aquel título no se lo ganó solamente por su incomparable belleza natural. Þingvellir es un sitio histórico de suma importancia para el planeta entero, pues allí, en medio de las rocas volcánicas y de dos continentes, se fundó la institución parlamentaria más antigua del mundo, el Alþingi. Aunque el parlamento es una herencia de la política romana, el Alþingi se distingue por seguir vivo hasta la actualidad. Fundado en el año 930, no mucho después de que los primeros colonos vikingos pisaron estas remotas tierras, el Alþingi se reunía cada año, cuando el lögsögumaður (hablante de leyes) recitaba las leyes y se resolvían las disputas. También eran los encargados de castigar a los criminales, ejerciendo el poder judicial en el país. De hecho, en vez de encarcelarlos, preferían ahogar a los juzgados como culpables en las heladas aguas del Öxará, en el llamado Drekkingarhylur (piscina de ahogamiento). De esta manera, puede decirse que Þingvellir es el lugar donde nació el estado islandés. Y de hecho, fue considerada su capital (aunque carente de edificios) por ser su centro político, y no fue sino hasta 1844 cuando se trasladó a Reikiavik. El recorrido por el valle de Þingvellir puede abarcar los extensos territorios del sur y bordear su lago, pero la mayoría de los turistas lo terminan en un centro de visitantes que se halla en la cima del cañón, desde donde se tienen vistas increíbles del lago Þingvallavatn. Aunque el cielo seguía nublado, no había señales de ráfagas de viento que se avecinaran hacia el parque. Eso me dio un poco más de tranquilidad. Así que di las gracias a mis conductores, quienes siguieron su camino por el golden ring. Descendí el cañón y caminé hacia la entrada del parque nacional, donde un empleado del centro de visitantes me dijo que podría acampar de forma segura. No eran más allá de las 6 de la tarde cuando llegué al camping. Había un un grupo de tiendas ya instaladas sobre el césped. Y ya que la compañía en un solitario viaje siempre viene bien, decidí colocarme junto a ellos. Islandia es uno de los países más amigables con los campistas. Al costado de la carretera y cada pocos kilómetros, siempre habrá un camping a la vista, algunos mejor equipados que otros. Aquel en Þingvellir contaba con baños, regaderas con agua caliente, una cocina al aire libre (aunque techada) y hasta una lavandería. Los islandeses están tan acostumbrados a la honestidad y buena voluntad que no se acercan al campista para cobrarle el derecho de piso y los servicios (que a pesar de todo, suele ser un precio bastante alto, de unos quince euros por noche). Al contrario, esperan que el campista se acerque a pagar al mostrador. En algunos campamentos, incluso, no existe trabajador alguno, y una simple caja en forma de buzón es el lugar donde los campistas deben depositar su dinero de forma voluntaria. Ya que aquella tarde los trabajadores estaban cerrando el centro de visitantes, decidí esquivar el pago. Sabía que no era lo correcto, pero vamos, Islandia es un país bastante caro. Y solo alimentarme era una ardua y costosa tarea. Unos minutos más tarde un coche se estacionó. Kiki era una estudiante de California que viajaba sola por Islandia en su pequeño auto. Colocó su tienda de campaña junto a la mía y me hizo compañía mientras preparábamos algo para la cena. La incógnita sobre los dueños del resto de las tiendas se resolvió cuando apareció un grupo de 13 universitarios con su profesor de geología. Curiosamente, también venían de California. Menos mal que aquella noche no estaría solo, y nada mejor que la compañía de aquellos simpáticos y animados californianos. Tomamos la cena juntos y pasé la noche escuchando sus recomendaciones sobre la isla. Ellos iban terminando su viaje por Islandia y volvían al siguiente día a Reikiavik. Aunque no sabía si atreverme a llamar aquello como “noche”. En plena primavera, el sol se ocultaba en Islandia a las 11 pm, mientras se asomaba en el horizonte desde las 4 am. El control del sueño con horas de sol tan irregulares era difícil, y sería normal entonces dormir solo cuatro o cinco horas al día. Finalmente, me preparé para pasar mi primera noche entre las montañas y los valles islandeses. Pero mi tranquilidad y profundo sueño serían interrumpidos brusca y súbitamente por la hostilidad del Ártico. Era solo el comienzo de mi aventura.
  16. 3 puntos
    A principios de mayo la nieve en la mayoría de las ciudades de Europa se había esfumado. La primavera se había anunciado con esplendor aquel año y un delicioso clima corría por todo el continente. Incluso en los rincones de la húmeda y fría cordillera noruega el sol me había sonreído con ventura, y tras cuatro días en Estocolmo me sentía totalmente satisfecho del goce del que Escandinavia me había hecho acreedor. A mitad de la primavera, muchos se habrían decidido por disfrutar de ciudades floreadas, llenas de canales y arboledas donde Europa pudiera ofrecer sus mejores y coloridas postales. La tranquilidad que llega cuando el invierno culmina. Pero mi decisión fue un poco más brusca. Bastante brusca, me atrevería a decir. Aquella última noche en Estocolmo cogí un autobús hacia el norte, con rumbo al aeropuerto internacional de Arlanda. El abordaje fue el más tranquilo que jamás hubiera vivido. Solo 10 personas íbamos a bordo de aquel Airbus a319, y claro, no podía estar más feliz de tener el avión casi totalmente para mí. Pero mi vuelo no se dirigía al sur. No me encaminaba hacia la calidez de latitudes más meridionales. Mi destino no era ni siquiera las tierras continentales. Volaba con rumbo al noroeste, dos husos horarios hacia el occidente, a donde solo los vikingos se atrevieron a embarcarse hace más de un milenio desde las costas del Báltico. Aunque la oscuridad había inundado Estocolmo, al elevarse el avión a más de 8 mil metros un haz de luz entró por mi ventana. Era el sol de medianoche que se asomaba desde el Ártico. Y aunque iluminaba también las montañosas tierras nórdicas, una densa niebla lo cubría todo debajo de nosotros. Tres horas pasaron para atravesar el mar de Noruega y el mar del Norte, y ganándole la carrera al tiempo, el avión comenzó a descender poco a poco entre una espesa niebla. El gris del exterior era simplemente aterrador. Ni las franjas del litoral, ni la torre de control, incluso las luces de la pista de aterrizaje eran escasamente percibidas por los ojos humanos a bordo. El piloto llevó a cabo un descenso prácticamente a ciegas, guiado por la eficiente base aérea. Sus exitosas maniobras nos llevaron a salvo hasta el aeropuerto de Keflavík, ubicado en un cabo al suroeste de Islandia. A una latitud de 64º 08' N, era el sitio más septentrional en donde hubiera estado parado. Mi viaje de primavera sería, así, una fría aventura en aquella remota isla, a unos cuantos kilómetros por debajo del círculo polar ártico. Aunque durante mayo las horas de oscuridad en Islandia son escasas debido a su posición geográfica, a la medianoche, hora en que recogí mi maleta en la cinta transportadora del aeropuerto, la penumbra era total. Y aunado a la niebla que acompañaba a la noche, el exterior no era algo apetecible por disfrutar. Me dirigí rápidamente al estacionamiento, donde el último autobús de conexión con la ciudad saldría unos minutos después. Casi una hora más tarde, a 40 kilómetros al este, llegamos a Reikiavik, la capital de Islandia, que hasta hoy ostenta el título de la capital más septentrional del mundo. Por fortuna, el autobús condujo hasta el centro de la metrópoli, desde donde pude caminar cuesta arriba por sus empinadas calles hasta alcanzar la casa de Gisli, un estudiante que contacté por Couchsurfing y que me hospedaría por un par de días en su apartamento. Gentilmente, aguardó hasta casi las 2 de la mañana por mi arribo. Al parecer yo era su primer huésped, y no podía decepcionarme ante la calidez de los islandeses. Gisli vivía en el segundo piso de una típica casa islandesa, construida con una especie de material de lámina de colores vivos, y un tejado en picada que ayuda a que la nieve resbale y se derrita durante las nevadas del invierno. Alquilar un piso en Reikiavik, según me contaba, se había vuelto sumamente caro, sobre todo después de la crisis que Islandia enfrentó en 2008 y 2009. Pero sus padres le apoyaban lo suficiente para que pudiera finalizar sus estudios en la capital. Como la primera verdadera ciudad que se fundó en la isla por parte de los noruegos en tiempos medievales, Reikiavik se ha vuelto el centro industrial, financiero, político y cultural de Islandia. Con 200 mil habitantes, su área metropolitana alberga a dos tercios del país entero. Era más que raro hallarme en un país cuya población nativa es menor al número de turistas que alberga. La niebla del día anterior había dado paso a un clima frío esa tarde, aunque aquello era bastante normal. Después de todo me encontraba al sur de Islandia, a unos cuantos kilómetros del círculo polar. Pero con el tiempo limitado, no podía dejar que el clima me hiciera perder tiempo y salí a conocer la ciudad. A pesar de encontrarse a latitudes equiparables al norte de Alaska y el Yukón, Islandia posee un clima subpolar oceánico templado. Sus temperaturas de hecho no bajan tan drásticamente, y el invierno puede presentar apenas -10°, un clima más cálido que el que viví en el invierno de Berlín o Polonia. La isla es así bastante habitable no obstante su situación geográfica, y se lo debe nada menos que al Golfo de México. La corriente del Golfo arrastra masas de agua y aire cálidas desde el trópico que contrarrestan la frialdad del Ártico. Las costa de Islandia se mantienen libre del hielo todo el año, algo impensable en otros lugares a la misma latitud. Caminar por Reikiavik era para mí como andar por una ciudad en miniatura construida con legos. El ambiente tan tranquilo, el escaso tráfico y los pequeños edificios que le dan vista a la urbe apenas podían compararse con una modesta comarca en otros países. Sin duda era la capital más tranquila que jamás hubiese visitado. Me preguntaba repetidas veces con qué interés llegaron los primeros residentes a aquella remota parte del mundo. Es bien sabido que los vikingos eran asiduos y expertos navegantes, lo que los llevó a conquistar y saquear múltiples territorios en la Europa continental. Pero los vikingos escandinavos se aventuraron más allá, mucho antes de que Galileo demostrara que la Tierra es esférica y antes de que los españoles arribaran al continente americano. Los fuertes vientos del mar del Norte llevaron a Erik el Rojo, un explorador noruego, hasta las deshabitadas islas del ártico, a las que él mismo bautizó como Islandia y Groenlandia. El comerciante vikingo convenció fuertemente a varios noruegos de emigrar hacia la ‘Tierra verde’ para colonizar la isla. Así, el nombre de Ingólfur Arnarson pasó a la historia del país como el primer residente permanente de Islandia, y fundador de Reikiavik, ya que allí estableció su hacienda. Ingólfur es considerado el creador de Islandia como país, ya que tras su colonización se estableció el Alþing, un parlamento legislativo que es nada menos que el parlamento más antiguo del mundo entero todavía en existencia, y con ello se dio paso a la Mancomunidad islandesa, que luego formaría parte del Reino de Dinamarca-Noruega. Estatua de Ingólfur Arnarson. El parlamento se fundó primeramente en la región de Þingvellir (hoy un parque nacional que ningún parecido tiene con un centro político estatal), y fue hasta el siglo XIX cuando se trasladó a Reikiavik, lo que la convirtió en capital. Hasta el día de hoy, el parlamento se sitúa en el Alþingishúsið, el palacio parlamentario, que a mi parecer, es el más pequeño que jamás avisté. Con la cristianización de Escandinavia y los países nórdicos, no pasaría mucho tiempo para que Islandia abandonara también el paganismo y fuera evangelizada, lo que ocurrió alrededor del año 1000. El rey Cristián III de Dinamarca impuso el luteranismo luego de la Reforma de Lutero en Europa continental. Y aunque Reikiavik posee todavía una catedral católica, la catedral más importante para los islandeses es la Catedral luterana. Aunque no tiene absolutamente nada de monumental e impresionante comparada con el resto de las catedrales, aquel modesto templo posee más un valor simbólico que arquitectónico y religioso para todos los islandeses, pues allí se celebró el establecimiento del Reino de Islandia y se entonó el himno nacional por primera vez, lo que en el siglo XIX comenzaría con el movimiento independentista que hizo de Islandia un país soberano a mediados del siglo XX. Pero como toda ciudad cristianizada, Reikiavik tiene también un campanario del cual estar orgullosa. Y el título se lo da la Hallgrímskirkja, la iglesia y el edificio más alto de toda Islandia. La curiosa forma de su torre de 75 metros de altura se dice que fue inspirada por el movimiento de lava basáltica que caracteriza a la isla. Así, aquellos blancos pilares son visibles desde casi cualquier lugar de la ciudad y da una bienvenida a los turistas que encuentran en ella una mezcla de la cultura religiosa y los maravillosos paisajes naturales de este remoto país. Curiosamente, una figura pagana se yergue frente a la iglesia. La estatua de Erik el Rojo situada en lo alto de la colina celebra el descubrimiento de la isla, y frente a él desciende la totalidad del centro histórico de Reikiavik, por donde me dispuse a caminar aquella fría tarde. Aunque Islandia es un país mayoritariamente cristiano, poco a poco ha ido creciendo el número de ateos en la isla. Pero lo más sorprende son los movimientos neopaganos que poco a poco van cobrando fuerza. Estos ritos traen de vuelta las tradiciones y creencias de los pueblos vikingos que poblaron el lugar hace siglos. Y su influencia no se nota solamente en la religión, sino en el estilo de vida mismo de los jóvenes islandeses. La publicidad por las calles muestra a modelos con rasgos vikingos, y los mismos espectáculos musicales y teatrales intentan rescatar las sagas vikingas bajo las cuales se ha construido la historia del estado islandés. La moda entre los jóvenes son las barbas largas, abrigos voluminosos de piel y beber cerveza en enormes tarros de madera. Los vikingos, sin duda, siguen vivos en las tierras nórdicas. Por supuesto, todo se adecua a su tiempo. La vida “vikinga” de la juventud se ha transformado a los estándares del siglo XXI y la modernidad de Islandia como un país del primer mundo. Reikiavik se muestra hoy como un centro artístico posmoderno bastante fuerte. Entre otras muchas ciudades europeas, es una ciudad de murales. Los frescos en las paredes del centro metropolitano son la cara moderna de Islandia hacia el mundo exterior. Sus colores y formas sitúan a Reikiavik como una urbe a la vanguardia. No se puede ignorar la excentricidad que artistas nativos como Björk han puesto de moda en el mundo entero. Otra de las excentricidades características de esta tierra nórdica que llama mucho la atención de los turistas es su extraño idioma. El islandés es la lengua que menos ha cambiado desde que evolucionó del nórdico antiguo, familia a la que pertenecen también el noruego, el sueco y el danés. Aunque la lengua viva que más se le parece hoy es el feroés, hablado en las islas danesas de Feroe. Las palabras islandesas se fueron acoplando al alfabeto latino, aunque conserva todavía algunas rúnicas de las lenguas germánicas, como la Þ, siendo el único idioma del mundo que usa este caracter (que vamos, ni siquiera sé cómo pronunciar). Leer los vocablos islandeses es una situación de terror. Ejemplo de ello fue la relevante explosión que tuvo el volcán Eyjafjallajökull en 2010 y que dejó a buena parte de Europa sin tráfico aéreo, debido a la nube de cenizas que provocó la intensa erupción. En fin, no hace falta imaginarse el sufrimiento de los conductores televisivos de toda Europa al intentar pronunciar Eyjafjallajökull para dar a conocer la noticia a los televidentes. Las calles del barrio Miðborg constituyen el centro histórico y gubernamental de Reikiavik. Orillado por coloridos edificios, representa el núcleo turístico de la ciudad. Sus estrechas vías, muchas de ellas peatonales, me llevaron cuesta abajo hasta el estanque de Tjörnin, un pequeño lago alrededor del cual se desenvuelve el casco principal de la capital. El Stjórnarraðið se encuentra muy cerca al lago, y se trata de la sede del poder Ejecutivo, donde se encuentra el Consejo de Ministros. A diferencia de sus países nórdicos hermanos, Islandia abandonó la monarquía y se decidió por ser una república. Y claro, su palacio de gobierno no es nada de ostentoso comparado con los palacios reales de Escandinavia. El Ayuntamiento es otro de los edificios importantes, donde aproveché para refugiarme un rato del frío y pedir alguna información en la oficina de turismo. Reikiavik era solo mi primera parada en Islandia y necesitaba algo de orientación sobre su geografía. Bajando las colinas hacia el norte de la península donde se enclava el centro, alcancé el puerto marítimo de Reikiavik, principal actividad industrial del país. Desde los embarcaderos pude apreciar el Harpa, el centro de conciertos y conferencias que se ha convertido en el núcleo cultural de la isla, y que le da otro gran toque de modernidad al país. Los barcos y cruceros son algo típico de observar en el fiordo que se abre al norte de la capital, donde los paisajes montañosos se empezaron a asomar cuando las nubes se esfumaron y el sol al fin me sonrió algunas horas. Más al este, caminando por su malecón, la ensenada de Reikiavik me dio mi primer acercamiento a la accidentada geografía que me esperaba en Islandia. Volar hasta aquella remota isla no había sido sin duda para visitar su capital solamente, sino para dejarme sorprender por las maravillas naturales que solo un sitio como aquel podía darme. Si bien Islandia es considerada parte de Europa por su similitud cultural e histórica, la isla se posa justamente en medio de las placas tectónicas Euroasiática y Norteamericana, lo que geológicamente la coloca en ambos continentes. Con una falla que parte al país justo por la mitad, no es de sorprender que la actividad volcánica, sísmica y geotérmica sea lo que caracteriza a Islandia, y lo que la ha puesto en el mapa como uno de los destinos turísticos predilectos de los mochileros. Y justo con dos mochileros es que me había quedado de ver aquella noche para intercambiar nuestros planes y tomar alguna copa. Pero antes de ello volví a casa de Gisli para cenar con él. Preparar la cena para mi anfitrión siempre ha sido un placer. Es la mejor forma para agradecer su hospitalidad. Pero comprar los ingredientes para una simple cena en Islandia fue un pequeño roce a un paro cardiaco. Los precios en la isla están simplemente por las nubes. Y no solamente por la proveniencia de sus productos importados (la mayoría lo son), sino por la inflación que la crisis del 2008 dejó en su canasta básica. 4 euros por una lata de atún, 3 euros por un chocolate y la inexistencia de la venta de alcohol en supermercados (ya que la ley controla su venta libre para prevenir las adicciones) hizo de mi noche algo un poco difícil. Así que un simple platón de pasta tendría que ser suficiente para ambos. Tras aquella experiencia no sabía qué esperar de la vida nocturna de Reikiavik y de sus precios. Al reunirme con Alessandro y Catherine, dos couchsurfers que habían arribado a la ciudad aquel mismo día, visitar un bar local me dio algo de escalofríos. En efecto, el precio promedio de una pinta de cerveza es de nada menos que diez euros. Diez euros por un vaso mediano de cerveza. Finalmente creo que el alcohol sería lo que menos buscaría beber en Islandia. Pero la noche se pasó divertida. Entre risas y música de origen neopagano, los bares de Reikiavik nos dejaron en claro a los turistas que la moda vikinga tiene un enorme peso. Un juego de ruleta le trajo bastante suerte a uno de los jóvenes locales que bastante borracho estaba ya. Y ocho cervezas gratis por una ronda de aquel inocente juego nos dio el privilegio de recibir un tarro de cerveza gratis a Alessandro, Catherine y a mí. Era obvio que aquel chico islandés no podría solo con ocho tarros de cerveza. Mientras volvíamos caminando cuesta arriba a nuestro hospedaje, ambos me contaron los planes que tenían para recorrer la isla y sus paisajes naturales. Habían rentado una van y la recogerían al siguiente día. Conducirían y dormirían en aquel vehículo perfectamente equipado para la vida en las carreteras árticas. Pero por las fechas en que pensaban hacerlo, no me sería posible unirmeles. Aquello significaba que mi travesía por Islandia la haría solo, al fracasar en mi búsqueda por un acompañante para mi aventura. Y con poco dinero para rentar un coche, la decisión estaba tomada. Haría mi trayecto pidiendo aventones en la carretera. Un viaje más con solo mi mochila y el hitchhiking de mi dedo pulgar. Con una tienda de campaña, un saco de dormir nuevo, ropa térmica, un rompevientos y botas para la nieve, la siguiente mañana sería el inicio de una inusitada hazaña, que me mostraría que con Islandia no se juega tan fácil. Pero la satisfacción de un viaje por una isla del ártico nadie me la quitaría jamás.
  17. 3 puntos
    Templos cristianos en madera negra, cuervos azulados, un enorme puñado de inmigrantes árabes, un sauna sobre las heladas aguas del Báltico, pepperoni de alce, carne de ballena, fiordos milenarios en la costa atlántica, un sinfín de figuras y estatuas de trolls, elfos y enanos. Hasta ahora la península escandinava me había dado lo que, con muchas ansias, había esperado de ella. Sumado a ello, me había llenado de placeres que poco pude aguardar, entre ellos un suculento y soleado clima que había hecho de mis días hasta ahora los mejores en mi viaje por Europa. Aunque poco deseaba marcharme de Bergen, de sus increíbles paisajes montañosos y de la calidez de mis anfitriones en la ciudad noruega, lo que tenía por delante me alentaba a partir. Y así, aquella noche me despedí de Angélica y Aleks, y tomé el tram con dirección al sur para llegar al aeropuerto internacional de Flesland. Aún siendo las 9 pm, el sol brillaba al otro lado de ventanas del avión como si fuese un amanecer. Y poco después de despegar en el fondo se asomó un paisaje alucinante. La cordillera de los Montes Kjolen aparecía ahora desde otro ángulo, uno que los rayos solares me dieron el goce de apreciar en su máxima desnudez. Pero las montañas quedarían atrás por un par de días. Era momento de volver a la gran ciudad, y cerca de las 22:15 horas mi vuelo aterrizó en Estocolmo. El tráfico en el aeropuerto era mayor del que había esperado. No aguardaba hallar tal cantidad de gente una noche entre semana. Pero la capital sueca es la mayor urbe de Escandinavia, y pronto descubriría su importancia. Tomé un shuttle bus hacia la estación central de la ciudad, donde Logan aguardaba por mí. Aquel chico francés que estudiaba su máster en Estocolmo había sido el único couchsurfer en aceptar mi solicitud de estadía por cuatro días. Después de ocho meses en Francia, sabía que los franceses no me decepcionarían. Cogimos el metro hasta su casa, en una residencia estudiantil del campus norte de la universidad. Ahora comenzaba a resentir los altos precios escandinavos de los que tanto había escuchado. 4 euros el viaje sencillo, era simplemente el metro más caro que había costeado en mi vida. Aunque la vida estudiantil seguía siendo atractiva, había pasado ya varios días hospedado en campus universitarios en Dinamarca. Era momento de salir y explorar la ciudad por mi cuenta, cosa que hice a la siguiente mañana, cuando el hambre despertó mi estómago y mi paladar. Extrañamente, Escandinavia resultó ser el único lugar en Europa donde encontré tiendas de la cadena 7-Eleven, y Suecia parecía ser el país donde más se había esparcido la multinacional. Si bien prefiero los productos naturales, los combos que 7-Eleven ofrecía en Estocolmo fueron irresistibles, y la manera más barata de llenar mi estómago. Por cuatro euros, la tienda ofrece dos piezas y una bebida. Aquella mañana una manzana, una dona y un café fue lo más barato que pude conseguir para saciar mi hambre. Tomé el metro hacia el centro de la ciudad, y descendí justo en la estación central, donde el bullicio y el gentío fue todavía mayor al que me había topado la noche anterior en el aeropuerto. La estación central se encuentra en el área comercial de Estocolmo, una zona más moderna y sumamente viva donde todos los días convergen locales y turistas en una guerra de transeúntes, una bastante educada, me atrevería a decir. Pero unos pasos más al sur el viejo Estocolmo comienza a aparecer, con exquisitos edificios del siglo XIX que ponen en alto la ciudad como una verdadera capital europea. El Palacio de la Ópera es un gran ejemplo de la arquitectura neoclásica que imperó en Estocolmo y que la puso en el mapa como una prominente metrópoli desde hace dos siglos. Al cruzar uno de los tantos puentes que atraviesan los canales de Estocolmo (y que la convierten en una más de las Venecias del Norte), me adentré de lleno en el centro de la ciudad, formado por tres pequeñas islas que dividen el delta del lago Mälaren del mar Báltico. La más pequeña de ellas es Helgeandsholmen, cuyo único edificio ocupante es el Palacio del Parlamento sueco, el Riksdag. Suecia, como el resto de los países nórdicos, tiene un enorme respeto por su gobierno y sus representantes políticos, Así, el parlamento es uno de los más queridos en el mundo por sus ciudadanos. Suecia encabeza también la lista de los países con menor índice de corrupción. El estilo barroco de la casa parlamentaria es otro buen ejemplo de la envergadura con la que la capital sueca salió a flote a pesar de la competencia que representaban las demás monarquías europeas. Después de todo, fue Suecia quien rompió la Unión de Kalmar una vez terminado el medievo, heredando así al mundo los cinco países nórdicos que hoy conocemos, en lugar de uno solo que pudo haber sobrevivido de no haber sido por la separación de los suecos. Fue precisamente durante la Edad Media cuando Estocolmo se fundó, y el mejor homenaje a aquella época lo rinde el Museo de Estocolmo medieval, ubicado prácticamente bajo tierra en ese pequeño trozo de isla donde me encontraba parado frente al parlamento. Ya que el acceso era gratuita, no dudé en entrar a conocer la historia que resguardaban aquellos túneles subterráneos. La razón de su peculiar ubicación es que el museo está posado sobre las ruinas arqueológicas de la antigua ciudad medieval, que todavía resguarda los restos de la muralla que rodeó la pequeña Estocolmo entre 1250 y 1520. La ciudad no llegaba más allá de las dos pequeñas islas que hoy conforman el centro de Estocolmo, pero representó una gran hazaña para el reino de Suecia una vez extinta la era vikinga, ya que controlaba el comercio entre el mar Báltico y los lagos interiores de la península, gracias a su increíble conexión por vía fluvial. El museo muestra algunas figuras reales encontradas durante las excavaciones, como los rostros de los antiguos reyes tallados en piedra, y algunos de los manuscritos antes de que Gutenberg revolucionara el mundo con la imprenta. Los restos de algunas embarcaciones dejan en claro la herencia que los vikingos dejaron a la sociedad monárquica sueca de la Baja Edad Media. Al igual que Copenhague y Oslo, la situación geográfica de Estocolmo fue clave para las hazañas marítimas. Una de las figuras más conocidas en el museo es una pequeña estatua de San Jorge, quien se muestra cabalgando su caballo y asesinando al dragón a quien, cuenta la leyenda, asesinó para salvar a toda una ciudad. El mito de San Jorge, un santo procedente de la Capadocia que fue canonizado luego de ser decapitado por no renunciar a su fe cristiana durante la época del Imperio Romano, ha traspasado tiempos y fronteras. Y al igual que muchos europeos, los suecos le tenían un enorme respeto, ya que lo veían como protector de los caballeros y los guerreros del medievo. Pero las figuras que quizá llamaron más mi atención fueron las escenas de la cotidianeidad que Estocolmo vivía durante aquellos años. Skedna Gertrude era la carnicera de la ciudad, y curiosamente, sus ganancias eran iguales a la de los hombres, algo sumamente raro en la época. Y el zapatero en su taller, quien se dice podía realizar un par de zapatos por día, algo muy distinto a la producción en masa de la época contemporánea. Antes de que el día avanzara más, preferí no confiarme del sol que abrasaba la ciudad aquel día, y quise aprovechar la soleada tarde para caminar al aire libre. Crucé entonces otro puente hacia la isla contigua de Stadsholmen, la más grande del centro de Estocolmo y donde se emplaza Gamla Stan, el casco antiguo de la ciudad. Gamla Stan es el sitio donde Estocolmo nació, más precisamente durante el siglo XII. Y aunque muchos de los edificios originales fueron demolidos o remodelados, hoy el barrio sigue conformándose por callejuelas de estilo medieval. Al ser el distrito que atrae a más turistas en toda la ciudad, Gamla Stan está repleta de tiendas, cafeterías, restaurantes y algunos hoteles. Aunque posee también muchos de los edificios más célebres de Estocolmo y toda Suecia. El Museo Nobel es uno de ellos. Presenta a los laureados con el galardón Nobel desde 1901, así como la vida de Alfred Nobel, uno de los ciudadanos suecos más reconocidos a nivel mundial. El museo se ubica justo en la plaza Stortorget, la más antigua de la ciudad y el corazón desde donde se desarrolló el resto de Estocolmo desde su nacimiento. Pero el edificio más famoso y quizá el más importante en Gamla Stan es el Palacio Real, la residencia oficial y el mayor de los palacios de la realeza sueca. Aunque la residencia donde realmente viven los reyes de Suecia y su familia se encuentra en Drottningholm, el de Estocolmo funge como el palacio oficial, y es donde se llevan a cabo las funciones del rey como jefe de estado, así como alojar a los asistentes personales y administrativos de la familia real. Al llegar al sur de Gamla Stan, a la orilla de uno de los canales que la delimitan, la isla contigua de Södermalm apareció. Y es allí donde aparcan los cruceros que traen a los turistas a visitar la mayor ciudad de Escandinavia. Un puente vehicular y peatonal une a ambas islas. Y por recomendación de la oficina de turismo, una breve visita a Södermalm valía la pena. Se trata de un barrio un tanto más bohemio con numerosos cafés, restaurantes y galerías de arte independientes, lo que le da el toque hipster y juvenil al centro de la ciudad. Pero quizá lo mejor de Södermalm son sus colinas a la orilla del canal, desde donde se tienen las mejores vistas de Gamla Stan y de los campanarios de sus iglesias. Por la noche volví hasta el campus universitario, donde me reuní nuevamente con Logan y cenamos una pizza con dos de sus amigos, un sueco y una peruana que había decidido mudarse a Suecia porque le encanta la oscuridad del invierno. Ambos, fervientes amantes del black metal escandinavo. Al siguiente día me dirigí hacia la zona este de la ciudad, comenzando por una breve visita al Museo de Historia Sueca, que también ofrecía entrada gratuita al público general. Aunque el museo va dirigido un poco más hacia el público infantil, ya que muestra juegos y muestras interactivas, fue una buena manera de sumergirme en la forma en que Suecia y la población escandinava se desarrolló desde la era vikinga. Las maquetas de los antiguos asentamientos y las figuras a escala de los drakkar son un ejemplo de cómo el pueblo vikingo se desarrolló en estas tierras desde la Alta Edad Media. Y tras la llegada y el triunfo del cristianismo a la península, Suecia pasó a ser un reino más que obedecía al papado de Roma, aunque el paganismo y las tradiciones vikingas perduraron para siempre. Unos metros hacia el sur desde el Museo de Historia alcancé la riviera de otro de los tantos canales de Estocolmo. Aquel que divide la parte continental de la ciudad de Djurgården, otra de las islas de la ciudad. Djurgården es una isla que, casi en su totalidad, contiene un parque urbano, lo que la convierte en el barrio más apreciado por los locales para poder relajarse y alejarse del bullicio de la capital. Pero para los turistas, Djurgården es mucho mejor conocido por alojar varios de los mejores museos de Estocolmo, y que son de gran interés para muchos. El Museo Nórdico, por ejemplo, se encarga de presentar la historia del pueblo sueco ubicada específicamente entre finales de la Edad Media y la Edad Contemporánea. El Museo Skansen es uno de los más apreciados, ya que se trata del primer museo al aire libre del mundo. Contiene representaciones de la vida cotidiana de los suecos durante los últimos siglos. Incluso hay actores disfrazados que simulan el día a día de su época. El Museo Vassa es quizá el orgullo de Estocolmo y de toda Suecia. Es el museo más visitado de toda Escandinavia. Presenta al único navío del siglo XVII que ha sobrevivido intacto hasta nuestros días. El Vassa, fue un buque de guerra que naufragó apenas después de haber zarpado desde Estocolmo. En el siglo XX, el barco pudo recuperarse y hoy se presume casi ileso en la isla de Djurgården. Y aunque no sea el de mayor afluencia, el Museo Abba es también uno de los más queridos. Y es que no hay grupo musical sueco más famoso en el mundo que este peculiar cuarteto pop de los años 70s. Djurgården posee también un parque de diversiones, y es justo desde allí donde zarpan los ferrys al resto de la ciudad. Por 4 euros el boleto sencillo en el transporte público de Estocolmo, lo que menos podía esperar es que los ferrys estuviesen incluidos en el precio. Así, pude al fin presumir que di al menos un paseo en bote por los canales de Estocolmo. No se puede visitar la Venecia del Norte sin navegar por sus aguas. Volví nuevamente a Gamla Stan para un último paseo, antes de volver con Logan para cenar juntos en la residencia. Los siguientes días en Estocolmo los pasaría tomando clases de acroyoga y kung fu en las enormes explanadas de sus parques. El sol me sonrió como nunca y esperaba que así permaneciera para los siguientes días, pues me esperaba una larga travesía por uno de los lugares con los climas más hostiles en el planeta.
  18. 3 puntos
    Haberme adentrado a Noruega era quizá la decisión más cara que había tomado en mi viaje por Europa. Los países nórdicos me habían intimidado bastante por la fama que tienen como los más costosos del mundo, junto con Suiza y Japón. Eran precisamente los viajes que solo Couchsurfing me permitía hacer. Con el precio del hospedaje fuera de la jugada, conocer un poco de Escandinavia era más fácil de lo previsto. Pero aunque Oslo había sido hasta ahora una ciudad de precios asequibles, había algo que me preocupaba. Tenía ya un vuelo reservado desde Estocolmo hasta Islandia una semana más adelante. Y entre Oslo y Estocolmo había planeado visitar Bergen, la segunda ciudad más grande de Noruega, ubicada en la costa atlántica y rodeada de hermosos fiordos. Pero por alguna extraña razón había olvidado comprar mis pasajes de Oslo a Bergen y de Bergen a Estocolmo. Dany, mi anfitrión en Oslo, me hizo saber que aquel fin de semana se trataba de un puente vacacional, y los precios por ende podrían incrementar súbitamente. Blablacar no funcionaba en Escandinavia, y por el contrario, existía GoMore, una aplicación para compartir coche. Pero todos los viajes estaban llenos. Llegar en tren hasta Bergen parecía estrepitosamente caro, y las aerolíneas de bajo costo no son algo tan común en aquel lugar del mundo. Mi desespero era desmesurado, y estuve a punto de dejar escapar Bergen y dirigirme directamente hacia la capital sueca. Pero mis deseos eran mayores, y luego de una intensa búsqueda, un boleto de bus de 550 coronas hasta Bergen y un vuelo de 68 euros hasta Estocolmo me dejó satisfecho, aunque aquello significaba que pasaría un día entero viajando hacia el oeste, con la luz del día sobre el techo mientras el autobús me llevaba 460 kilómetros hacia la costa. No había más remedio, y así emprendí mi viaje dejando atrás la capital noruega la mañana de un 30 de abril. Me había propuesto aprovechar aquel prolongado viaje para trabajar a bordo con mi ordenador. Pero no tardé en darme cuenta que el trayecto hacia Bergen sería algo digno de admirar. Aunque la zona este de Noruega es un terreno llano, Oslo se emplaza justo al comienzo de los Montes Kjolen, la cordillera que atraviesa el país de norte a sur. Pero las bajas colinas de Oslo no se comparaban en nada con la belleza orográfica que le da a Noruega su peculiar forma geográfica y división política. Un vistazo por la ventana era suficiente para atestiguarlo. Por suerte para mí, aquella mañana el cielo estaba completamente despejado. El sol brillaba como no lo había visto brillar en muchos días sobre Europa, y con los rumores sobre lo lluvioso que puede ser el centro y oeste del país, yo no podía sentirme más afortunado. Los bosques y montañas de Noruega se han convertido un buena parte de su identidad. No me cabía duda del porqué es una gran tradición para sus habitantes tener una cabaña de madera fuera de la ciudad. Con paisajes tan hermosos, cualquiera aceptaría tal proposición. Aquella vasta y bella cordillera es tan famosa que ha dado pie a leyendas y cuentos conocidos en todo el mundo, como el troll de las montañas (del que se supone que existe una fotografía real) y La Reina de las Nieves (cuento del cual se inspiró Disney para crear Frozen). No esperaba encontrar colinas cubiertas de nieve en plena primavera. El mes de mayo estaba por empezar y al parecer las bajas montañas no habían dejado escapar el tapiz blanco que cubría todavía sus faldas. Aunque en algunos otros puntos es deshielo se empezaba a notar, y eran solo las cimas de los cerros que se cubrían todavía con la densa nieve. Divisar las pequeñas y pintorescas casitas de madera que que se posaban junto a las decenas de lagos que rodeaban la carretera me generaba una enorme envidia. Pasar toda una vida en la costa tropical de México hacía inevitable aquel anhelo. Pero el ser humano siempre ansía lo que no tiene. Cualquier escandinavo nos dirá que su mayor sueño es una casa frente a una playa tropical. Nada que yo pudiera realmente envidiar. Cuando la autopista fue ascendiendo poco a poco la nieve comenzó a cubrirlo todo a ambos costados. Parecía un verdadero invierno. El autobús empezó a hacer paradas continuas, en cada cual bajaba una o dos parejas de personas que cargaban consigo su equipo de esquí. La zona centro del país resultó ser uno de los lugares predilectos por muchos para practicar deportes de invierno. Y aunque ganas no me faltaban para bajarme y acompañarlos, la renta de un equipo de esquí no es nada barata, así que nada mejor que seguir mi camino. Pero unos kilómetros más adelante el autobús se detuvo por completo y el chofer nos invitó a bajar. Y allí, en medio de las montañas con solo la carretera y un par de baños públicos, arribó otro autobús en el que tuvimos que trasbordar. La capa de nieve poco a poco empezó a desaparecer, pero el paisaje se fue convirtiendo en algo cada vez más extraordinario. Sentarme sobre el cómodo asiento de ese autobús por el que desembolsé 50 euros me hacía sentir que había pagado un verdadero paseo turístico. Con aquella carretera que atravesaba los más hermosos paisajes noruegos, no había necesidad alguna de contratar un tour. No tardamos en alcanzar los fiordos, accidentes geográficos que significan para Noruega la mayor parte de de los ingresos del turismo internacional. Los fiordos son cañones que rodean rías de agua salada que se adentran desde el mar, y cuyo origen se remonta a millones de años atrás, cuando aquellos enormes huecos eran ocupados por gigantescos glaciares. Nueva Zelanda, Islandia y Noruega son quizá los países que mayor fama gozan por sus fiordos. Y aunque en la mayoría de los casos es necesario contactar a una agencia turística para poder navegar sobre ellos o apreciarlos desde la costa, mi fortuna fue tanta que aquella carretera nacional bordeaba los mejores fiordos del país. A la orilla de aquellos monumentales cañones se situaban, sorprendentemente, algunas pequeñas comunidades. En su mayoría constaban de apenas un puñado de casitas, una capilla y un muelle para atracar las embarcaciones. El autobús se detuvo en una de esas singulares poblaciones, y nos dio un par de minutos para ir al baño, estirar las piernas y comprar algo de comer. Yo por mi parte, sabía que debía aprovechar el momento para sentarme a sus márgenes y fotografiar la majestuosidad del fiordo. Luego de más de una veintena de países visitados sabía que no cualquier autopista goza de aquellas privilegiadas vistas de forma gratuita. Más adelante alcanzamos la orilla de otro estuario. Pero en esta ocasión el chofer no se detuvo frente a una cafetería. Siguió su camino de largo hasta detenerse al interior de un ferry. En un país con una geografía tan accidentada como Noruega, son necesarios miles de puentes y túneles para ahorrar tiempo y dinero y no tener que bordear los profundos fiordos. Pero el ferry es otra barata y rápida opción. Así, poco a poco nos fuimos alejando del embarcadero para dirigirnos al otro lado de la costa. Y a bordo de un ferry que navegaba en mitad de un fiordo, no podía permitirme quedarme adentro del bus. Pedí entonces al chofer poder bajar y caminar por la cubierta, mientras fotografiaba las maravillas a mi alrededor. Un yate, un paseo en kayak o un bungee desde lo alto de un acantilado debe ser sin duda una experiencia única. Pero con un presupuesto tan bajo como el mío, poder navegar por un fiordo noruego fue mucho más de lo que esperaba de aquel viaje. Un trayecto que sigo considerando el mejor de mi vida hasta ahora. Llegué a la estación central de Bergen a las 8 de la noche, todavía con un radiante sol sobre la ciudad, que en esa época se oculta después de las 10 pm. Angélica me recogió en el andén. Ella y su novio serían mis anfitriones de Couchsurfing durante los siguientes días. Cogimos juntos el tranvía hacia su casa en el oeste del condado, mientras me contaba un poco sobre ella. Angélica resultó ser una excelente hablante del español. Aunque nació en Polonia, vivió muchos años en Valencia junto con sus padres. Y aprovechando su dominio de idiomas, se dedicaba ahora a dar clases particulares de noruego y español. Aunque bastante lejos del centro de la ciudad, al llegar a su casa supe que era afortunado de hospedarme allí. No todos los días se puede uno quedar en una pintoresca y típica casa noruega de madera. Su novio, Aleks, me dio la bienvenida, y me llevó hasta el jardín trasero, donde otros dos couchsurfers alemanes acababan de llegar y preparaban la cena. Una sopa de lentejas, pan de la India, plátanos asados y un platón de arroz fue un excelente menú después del largo viaje que tuve aquella tarde. Luego de la cena, los alemanes montaron su tienda de campaña en el jardín. ¿Por qué no duermen adentro y evitan pasar frío? —les pregunté—. Porque la sala está reservada para los rusos que llegan en unos minutos. Angélica y Aleks eran quizá los miembros más activos de Couchsurfing en Bergen. No cualquiera acepta hospedar a cinco personas la misma noche. Y como bien lo dijeron, la pareja de rusos llegó a la brevedad. Habían arribado aquella mañana, y pasaron toda la tarde escalando las colinas alrededor de Bergen. Al verlos llegar, todos nos quedamos estupefactos ante el rostro del chico. Estaba completamente hinchado, y de un vivo y radiante color rojo. Era sin duda una severa reacción alérgica. Sin bloqueador solar encima, aquel ruso de piel blanca como la leche había cometido un grave error, y aquellas quemaduras eran merecedoras de un tratamiento médico. Con lo mucho que se dice que se llueve en Bergen se me hacía imposible creer que aquellas quemaduras hubieran sido causadas por el sol de primavera sobre la ciudad. Así me anticipé al calor que colmaría la costa noruega por los siguientes días. Para mí no había, de hecho, nada mejor. A la siguiente mañana desayunamos juntos un potaje de trigo con canela y frutas y sandwiches de queso con salsas. Los rusos se fueron pronto (aquel chico necesitaba de verdad visitar a un médico). Yo por mi parte, tomé el tranvía rumbo al centro de la ciudad. Bergen, al igual que Oslo, está rodeado por colinas de baja altura. que son fácilmente visibles desde el centro de la ciudad. La historia e importancia de Bergen en Noruega radica básicamente en su puerto. Si bien Oslo es la mayor ciudad de Noruega, la ubicación de Bergen en la costa del océano Atlántico la convierte en una urbe sumamente estratégica para el comercio, la navegación y la guerra. No es de extrañarse entonces que el puerto natural de Bergen sea el mayor del país, y que reciba a centenas de cruceros de todas partes del mundo, llenos de turistas deseosos de dar un paseo por su célebre malecón. Aquel día era el primero de mayo, y en Noruega, al igual que en muchos otros países, se festeja el Día del Trabajo. Como un importante día feriado, aquella mañana del lunes la plaza central se llenaba de espectáculos callejeros, pequeños conciertos, y algunas banderas anunciaban un desfile que se llevaría a cabo más tarde por las calles del casco antiguo. Mientras aquel desfile daba inicio decidí visitar una de las mayores atracciones turísticas y comerciales de Bergen: el mercado de pescado. Noruega es mundialmente famosa por su industria pesquera y por sus productos marinos, que exportan a todos los rincones del mundo. Aunque es de saberse que sus pescados y mariscos no son nada baratos, los fanáticos de la comida marina acuden a este mercado para deleitarse con los excéntricos platillos y productos que en él se pueden encontrar. Desde anguilas eléctricas y aceite de foca hasta carne de ballena. Esto último representa quizá la mayor controversia de Noruega a nivel mundial, ya que solo otro país del planeta apoya la caza de ballenas: Japón. Para mi desfortunio, ningún negocio de pescados ofrecía muestras gratuitas, e indispuesto a pagar las exorbitantes cantidades de dinero, me fui del mercado sin probar un solo bocado. Pero antes de salir, una chica se me acercó, ofreciéndome degustar el salchichón de alce. Vaya si los noruegos estaban obsesionados con la carne de alce. Al otro lado del viejo embarcadero las casitas de colores en madera del malecón crean la postal más famosa de Bergen. Se trata de Bryggen, el más antiguo barrio de la ciudad, donde se reunían los comerciantes marítimos que provenían de todos los rincones de la Liga Hanseática, una comunidad comercial y defensiva del mar Báltico y el mar del Norte que por varios años representó la principal actividad económica de Europa. Aunque junto a las coloridas casitas se ubican ahora edificios de una arquitectura similar, pero construidos en piedra, las edificaciones en madera son las originales que formaron Bryggen, y que incluso han sido declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Y para apreciarlas más de cerca le di la vuelta al malecón para posarme frente a ellas. Por la naturaleza de su materia prima, Bryggen ha sufrido varios incendios a lo largo de su historia, y las casas que hoy se yerguen en el malecón datan del siglo XVIII, posterior al último incendio que arrasó con el conjunto. Adentrarse al interior de Bryggen es un verdadero viaje en el tiempo. Aunque los edificios resguardan hoy restaurantes y tiendas turísticas, su arquitectura, completamente en madera, muestra la veracidad de cómo se vivía en Bergen hace tres siglos. Parecía un pueblo del viejo oeste, solo que rodeado de montañas y bosques en vez de un infernal desierto de arena. Los bustos de alces y renos eran animales disecados de verdad, muestra de lo importante que ha sido la caza de estas especies en la península para el sustento de sus habitantes. El sonido de las batucadas me llamó de vuelta al malecón, así que corrí para encontrar un lugar en la acera y poder disfrutar del desfile del Día del Trabajo. Aunque es algo que ya he visto varias veces en México, no es lo mismo mirarlo con la bandera noruega ondeando en lo alto de los marchantes. Y la banda de guerra real de Noruega es algo imposible de ver en un desfile de trabajadores mexicanos. Pero aquel desfile iba mucho más allá del apoyo a los derechos del trabajador y los sindicatos. Noruega es un país que acoge a miles de refugiados, y su presencia se hizo notar con carteles que exigían el final de la guerra en Siria o la liberación de Palestina por parte del gobierno israelí. Incluso me volví a topar con la bandera republicana de España, que había visto en grupos separatistas de Galicia durante mis meses en Santiago de Compostela. Feministas, comunistas y varias minorías se hicieron notar como parte de la fuerza laboral noruega. Luego de una hamburguesa y un helado en un parque del centro, volví a casa de mis anfitriones para unirme a la cena que preparaban con sus amigos polacos. Por alguna razón, los polacos son una de las más grandes comunidades de inmigrantes en Noruega. Una sopa de verduras y muchas salchichas saciaron nuestro apetito. Y luego de un par de cervezas nos fuimos a la cama. Aleks y Angélica vivían en un suburbio a las afueras de Bergen, llamado Paradis. Al parecer no había muchas cosas interesantes por hacer alrededor, pero bastó con googlear un par de palabras y encontrar una atracción que no podía perderme, y que estaba a tan solo un kilómetro al norte. Caminé entonces unos quince minutos hacia Fantoft, siguiendo una carretera y adentrándome en un profundo y solitario bosque, que con un ligero viento y el sonar de la hojarasca por el suelo, debo confesar que fue bastante tenebroso. En mitad de aquel bosque apareció la iglesia de Fantoft, una de las tantas Stavkirke en Noruega. Los Stavkirke son antiguos templos cristianos construidos en madera que fueron muy comunes durante la Edad Media en el norte de Europa. Hoy, la gran mayoría que aún quedan en pie se encuentran confinadas en Noruega, siendo la mayor de ellas (la iglesia de Urnes) Patrimonio de la Humanidad. Algunos creen que tienen orígenes paganos provenientes de los pueblos vikingos (y vaya que lo parece). Incluso, hace pocos años algunos de estos templos fueron utilizados para cultos paganos que resurgieron en Escandinavia. Para mi suerte, una de las Stavkirkes se encontraba en Bergen, a unos cuantos pasos de la casa de mis anfitriones. La imponencia de su arquitectura y sus sombríos colores me llevaron sin duda a un oscuro cuento nórdico, especialmente a una partida de uno de mis videojuegos favoritos (Age of Mythology), donde los dragones y los gigantes de las montañas defendían sus templos ante los pueblos enemigos. Pero aquella Stavkirke se trataba simplemente de una reconstrucción datada de los años 90s, aunque el templo original se erigió en 1150. La razón, es que muchas de estas iglesias fueron objeto de incendios provocados intencionalmente por los grupos de black metal noruego. La de Fantoft, lamentablemente, no fue la excepción. Volví a casa con Aleks y Angélica para tomar el almuerzo. Luego de ello me dirigí de nuevo al centro de Bergen. Esta vez me dispuse a subir a una de las siete colinas que rodean la ciudad. La montaña de Fløyen es la de más fácil acceso y más visitada por los turistas. En buena parte, porque es la única que posee un funicular que transporta fácilmente hasta su cima, a unos 320 metros de altura. Pero yo decidí caminar. Tras veinte minutos cuesta arriba la cima y el centro de visitantes aparecieron frente a mí, dejando a mis pies la mejor vista de Bergen, de sus montañas y su bahía. Muchos de los turistas aquella tarde habían bajado de los cruceros que se aparcaban en el puerto. Bergen recibe cruceros de todo el mundo literalmente a diario. La tarde era bastante calurosa. Nunca creí ser capaz de pasearme con una bermuda y una playera por una ciudad noruega. Pero el sol era ardiente, y el bochorno uno que rara vez había sentido en Europa. Antes de bajar me di una vuelta por los parques en la cima de Fløyen, bastante concurridos por las familias. La temática, como de costumbre, eran los trolls. Aunque bastante tenebrosos para muchos, los niños noruegos parecen estar acostumbrados a estos escalofriantes seres míticos de Escandinavia, con los que se regocijaban a las risas. Descendí la colina, esta vez tomando un rumbo diferente, adentrándome en las callejuelas de un barrio residencial donde otro puñado de casas de madera aparecieron a la vista. Esta vez los colores no eran tan vívidos, y el blanco era el único predominante en las fachadas. Pero la bella arquitectura de las casas noruegas no se comparaba con nada que hubiera visto antes. Cogí el tram de vuelta a casa, donde me reuní con un nuevo grupo de couchsurfers, tres chicas polacas que habían llegado de visitar uno de los fiordos. Al parecer, habían corrido con tanta suerte que se habían hospedado en casa de un couchsurfer que resultó ser dueño de un yate, en el que las llevó a navegar por los fiordos de la costa oeste. ¡Vaya envidia! Pasamos la noche con un plato de pasta y tragos de vodka. A la siguiente mañana, las invitadas me recomendaron una última visita por la zona: Gamlehaugen, una antigua residencia real que hoy se ostenta como parque público. Lo que antes era una granja fue adquirida por el magnate Christian Michel en 1898. Dueño de varios barcos, Christian llegó a convertirse en el Primer Ministro de Noruega, y es hasta el día de hoy el político más prominente que ha tenido el país, ya que ayudó a que el estado lograra su independencia de Suecia en 1905. A orillas de una ensenada de agua salada, la residencia de Christian Michel fue una excelente opción para mi última tarde en Bergen, con las risas de los adolescentes y las casas de hobbits que parecían sacadas de un cuento de hadas. Aquella noche me dirigí al aeropuerto para tomar mi rumbo de vuelta a Suecia. Bergen y sus fiordos me habían dado el toque natural que mi viaje necesitaba. Ahora era momento de volver a otra gran ciudad, la más grande de toda Escandinavia.
  19. 3 puntos
    Un par de días en Malmö habían significado una verdadera e inesperada aventura con la que me di a mí mismo la bienvenida a la península escandinava. Atravesar las islas danesas hasta el puente que las une con Suecia solo pidiendo aventones en la carretera fue algo sin duda bastante inusitado. Pero nadar desnudo en el mar Báltico bajo aguas de 6°C me sorprendió más de lo esperado. Los cuervos, un puente colgante, el horizonte de Copenhague al otro lado del mar, la gran comunidad de inmigrantes iraquíes, un rascacielos torcido, un sauna sobre la playa. Cada pequeña cosa me produjo un exquisito sabor de boca que dejaría a Escania y a Suecia en el bagaje de mis buenas memorias de viaje. El jueves por la mañana almorcé en un restaurante oriental con Andreas, quien me alojó en Malmö y me mostró la dicha de los saunas suecos. Luego de un plato de falafel me condujo hasta la estación central, donde lo despedí para luego tomar mi autobús hacia la frontera noruega, a más de 500 kilómetros hacia el norte. Con más de siete horas de camino sabía que una buena lista de reproducción y un puñado de snacks alivianarían la pesadez del viaje, aunque los autobuses escandinavos no le piden nada al resto de las compañías europeas (lo que incluye el precio, que de hecho, no fue tan caro). Pero tras unas horas a bordo, las imágenes al otro lado de la ventana me hicieron saber que aquel trayecto no sería, en absoluto, algo aburrido. Al contrario de todo, Escandinavia comenzaba a dejarme ver la belleza natural que atrae a tantos turistas a sus costosos rincones. De nada me arrepentí más que de haber dejado mi cámara en el equipaje debajo del autobús. Pero los bosques de coníferas a mi alrededor me hicieron olvidar todas mis preocupaciones al instante. El verde y exuberante follaje del bosque que rodeaba la carretera E20 me dejó muy en claro el respeto que Suecia le tiene a la madre naturaleza. Y al llegar a Noruega las cosas no cambiaron mucho. Noruega es el primer país del mundo que prohibió la tala de árboles, argumentando que como parte de su modelo nórdico de bienestar, la naturaleza forma una pieza esencial en la calidad de vida de sus habitantes. No es de extrañarse que Noruega figure como el país con el más alto índice de desarrollo humano en el mundo, mostrando no solo que es un país rico (situado en tercer lugar por su PIB), sino uno que se preocupa en demasía por el bienestar de sus ciudadanos. Aunque Noruega forma oficialmente parte del Espacio Económico Europeo y del Espacio Schengen, no pertenece a la Unión Europea. La mayoría de los noruegos no aprueba la adhesión del país a la UE, ya que creen que puede perjudicar su estado de bienestar. Simplemente parece ser que no lo necesitan. Y aunque el Espacio Schengen ha roto las fronteras europeas para crear un libre tránsito, una pequeña caseta de peaje con gendarmes de seguridad fue lo que nos dio la bienvenida al país. A pocos más de 100 kilómetros de la frontera nuestro autobús llegó a Oslo, la capital noruega en la que pasaría un fin de semana entero. Mi viaje en los países nórdicos dependía muchísimo de Couchsurfing. Sin esta red de anfitriones me habría sido imposible costear el hospedaje, que en Escandinavia puede subir hasta casi los 50 euros por noche en una habitación compartida. Y en efecto, había corrido con mucha suerte. Y en Oslo sería Danny quien me hospedaría por un par de días en su apartamento de soltero. Fuera de la estación central, donde el autobús me dejó cerca de las 10 de la noche, cuando apenas se había ocultado el sol en la ciudad, los rieles del tranvía me indicaron el camino. Con lo costoso que pueden llegar a ser las multas no podía arriesgarme a tomar el tram sin pagar el boleto antes. Pero los tranvías en Oslo ya no usan boletos. Todo se maneja por tarjeta o con una aplicación para smartphone. Imposibilitado de adquirir un boleto físico, decidí bajar la app y comprar el ticket en línea, cuyo código QR es válido por una hora e incluye toda el área metropolitana. Y por 33 coronas noruegas (unos 3.5 euros) arribé a casa de Danny antes de la media noche. Ver a Danny cenando alitas de pollo mientras mi estómago rugía de hambre no fue muy agradable. Pero no me atrevía a coger una sin su permiso, mismo que nunca llegó a ofrecer. Me conformé entonces con una barra de chocolate y una taza de té para poder dormir en su confortable sillón. Por la mañana Danny partió al trabajo. Aquel día me tocaría conocer la ciudad solo, y comencé caminando cuesta abajo por Grünerløkka, distrito residencial hoy lleno de cafeterías y bares, barrio mismo en el que me alojaba aquel fin de semana. Aunque el sitio solía resguardar a las familias de clase obrera, actualmente vivir allí no parece nada barato. Y así me lo confirmó Danny, quien se decidió por aquel apartamento solo por compartir los gastos con su ex novia. Ahora que estaba soltero, las cosas se habían vuelto más complicadas. Hospedarme en Grünerløkka fue todo un privilegio, con un balance perfecto entre el paisaje urbano y la naturaleza de Oslo. No tardé en darme cuenta de la fascinación que los noruegos tienen por los alces y los venados, animales que se han convertido en su símbolo nacional, a los que en muchos lugares de la capital rinden homenaje con imágenes y estatuas. Pero hay otro simbólico elemento que se esparce por todo Oslo y, de hecho, por toda Noruega: los trolls. Es quizá la criatura de la mitología nórdica que más fama ha cobrado alrededor del mundo. Han sido representados desde seres gigantes y malignos (como en la saga de Harry Potter) hasta pequeños, incomprendidos y tiernos seres antropomorfos, a los que mucha gente les ha tomado un especial cariño. Aunque los trolls casi siempre son personificados con rasgos bastante feos, muchos han llegado a ver aquella fealdad como algo dulce, y al igual que pasa con los duendes de los cuentos infantiles en Irlanda, la gente ahora los ama y los abraza como parte de su identidad nacional. Pero está claro que la mitología nórdica tiene gustos para todos. Guerreros de leyenda como Ragnar Lodbrok, poderosas bestias como los dragones y los cuervos, figuras femeninas como las valquirias, razas antropomorfas como los enanos o elfos y, por supuesto, el linaje completo de los célebres dioses de Asgard, entre los que se incluyen Loki, Odín y Thor. Las tiendas de souvenir de Oslo lo tenían todo para los coleccionistas y amantes de la historia de los pueblos escandinavos germánicos. Yo como siempre, me conformé con un pequeño vaso de shot. Aunque los dioses de Asgard que adoraban los vikingos han sido desplazados desde la Edad Media por el dios único de la cristiandad, fueron los mismos vikingos quienes fundaron el reino de Noruega y unificaron a sus pueblos en un solo estado. Hoy, la familia real que gobierna Noruega es la casa de Glücksburg, con el rey Harald V a la cabeza, y como toda monarquía tienen su propia y lujosa residencia, El Palacio Real de Oslo. A pesar de que Noruega es prácticamente el reino más rico de Europa en la actualidad, su palacio real no es tan ostentoso como otros, y no se compara con el resto de sus hermanos en el continente. Pero hay que recordar que Noruega se hizo independiente de Dinamarca hace apenas unos 200 años, tiempo en el que el palacio fue construido, y desde entonces el poder del país no creció de forma tan rápida. Con todo y ello, hay cosas que casi en ninguna monarquía europea cambian mucho, como su guardia real que, sorprendentemente, está formada en su mayor parte por adolescentes inexpertos que apenas y rebasan la mayoría de edad. La zona real de Oslo posee algunos otros atractivos e importantes edificios, no solo para los turistas, sino para el pueblo noruego. El Storting es uno de ellos. Construido en 1866, es donde la asamblea del parlamento noruego lleva a cabo sus plenarias. Es poco frecuente encontrar un país donde sus ciudadanos confíen tanto en los miembros de su parlamento. Bien, Noruega es uno de ellos. El Teatro nacional, o Nationaltheatret, es otro de los símbolos de los que los capitalinos y los noruegos se sienten orgullosos. El hermoso edificio neoclásico se remonta a 1829, aunque la apertura oficial fue hasta 1899. Y a pesar de que nació como una institución privada y atravesó varias crisis, el gobierno noruego pudo salvarlo y resguardarlo hasta nuestros días. El padre renacentista de la literatura danesa y noruega, Ludvig Holberg, se presume en una estatua a la entrada del teatro, poniendo en alto ante los visitantes el amor que los noruegos le tienen a su propia cultura. Más allá del palacio real, bajando las cuestas hacia el oeste de la ciudad, me adentré poco a poco en Frogner, el distrito más caro y lujoso de todo Oslo. Muchas de sus mansiones han sido las predilectas por varios países para instalar sus embajadas. Después de todo, parecía que solo un gobierno rico podía darse el lujo de vivir en aquella privilegiada zona junto al mar. Las colinas me llevaron hasta el embarcadero en uno de los estrechos del fiordo de Oslo, la bahía glaciar donde se posa la ciudad. Tras aquel pequeño muelle daba comienzo una península que se adentraba en la bahía, una zona boscosa donde parecía que la ciudad había terminado. Algunas pequeñas casas aparecían en el medio del bosque, y solo tras el montón de árboles de conífera se dejaban ver las señales de la capital. Y de pronto, la criatura que Noruega ha hecho su animal nacional apareció frente a mí. Un pequeño y solitario venado que vagaba por los prados del bosque, pastando libremente y sin mucho miedo a los depredadores. Nada me daba más gusto que saber lo bien que los habitantes de Oslo se habían acostumbrado a convivir con la naturaleza a su alrededor. Casi al toparme de nuevo con el mar, y antes de de adentrarme más en el bosque, me detuve en la primera carretera que visualicé para tomar el autobús de vuelta al centro de la ciudad. El cielo se estaba nublando y no quería que la lluvia me tomase por sorpresa. Caminé entonces por el Aker Brygge, un amplio malecón que representa el paseo más turístico de Oslo, con vista a las islas de la bahía y a las embarcaciones que navegan por todo el fiordo que forma parte de la zona urbana. Es en uno de esos ferrys que Anders Behring Breivik llegó a la isla de Utoya el 22 de julio del 2011 para cometer el ataque terrorista más mortífero que ha tenido Europa, donde murieron 77 personas, la mayoría de ellos niños y adolescentes que se encontraban de campamento en el islote y quedaron atrapados en él. Los atentados y la posterior condena al atacante de ultraderecha ha sido quizá el hecho más controversial en toda Noruega, ya que ante la respetada ley noruega el asesino fue condenado a solo 30 años en prisión, mientras que muchos civiles opinan que merece cadena perpetua e, incluso, la pena de muerte. Los tratos del gobierno noruego hacia sus presos son aplaudidos por casi todo el mundo. Allí, las cárceles (casi vacías) son verdaderos centros de readaptación, donde se trata al reo como un ser humano común y corriente y se le reintegra a la sociedad sin ser discriminado. Pero el caso de Anders, asesino de decenas de niños inocentes por una causa racista y xenófoba extrema, es simplemente algo que se salió de lo que todos los noruegos están acostumbrados en su país. Y precisamente uno de los símbolos de la paz por la que Noruega aboga es el Centro Nobel de Oslo, un museo ubicado en pleno malecón que presenta la lista de los premiados y la biografía de Alfred Nobel. Aunque este último es de nacionalidad sueca, tanto Noruega como Suecia son sedes de entrega del tan reconocido galardón internacional. La llovizna comenzó a pegar cada vez más fuerte contra mí. Y poco deseoso de mojarme en pleno malecón cogí el tranvía de vuelta a casa. Danny había dejado una tarea para mí. Sazonar con especias y sal una pata de cabra y meterla al horno. Aquella noche nos esperaba una reunión de Couchsurfing en su apartamento. Al parecer, él era uno de los miembros más activos de la comunidad en Oslo. Para ello, decidí colaborar con un cartón de cervezas, ya que no tuve tiempo de cocinar nada. En el supermercado, encontré un paquete de cerveza nacional noruega. Y el precio, de 20 coronas, no me sorprendió tanto. Pero al llegar a la caja todo cobró sentido. Las 20 coronas era el costo de cada lata, no del paquete de seis. Casi dos euros por cerveza fue sin duda el mayor precio que he pagado en toda Europa. Y mi sorpresa fue mayor empezada la reunión. Nadie parecía aceptar mis cervezas. Y la respuesta me la dio Angélica, una mexicana que vivía ahora en Oslo con su novio. Los noruegos no comparten el alcohol entre sí —me hizo saber—. Es muy caro en este país, por eso cada quien compra lo suyo. Aquel dato no me pareció la mejor forma de conocer a los noruegos, que después de todo sí que tienen un alto nivel de frialdad. Pero eran los anfitriones de la reunión, y no iba a quedarme con ese mal sabor de boca. La noche transcurrió entre charlas en inglés, comida y bebidas de todo el mundo. Noruega, al igual que Suecia, recibe una gran cantidad de inmigrantes de todo el mundo, y aquella reunión fue una gran muestra de ello. Mexicanos, uruguayos,polacos, estadounidenses, búlgaros, vietnamitas, iraníes y japoneses. No cabía duda de que Couchsurfing siempre es mejor que un costoso hotel. A la siguiente mañana nos levantamos bastante tarde. La fiesta nos había dejado derrotados. Luego de una rápida visita a su madre, Danny volvió por mí y me llevó hacia el norte de la ciudad, una zona montañosa que me hizo sentir todavía más con los pies en Noruega. Subimos andando la colina, que sorprendentemente a finales de abril todavía tenía restos de nieve sobre el suelo. Algunas cabañas de madera aparecieron entre los árboles. Según me contó Danny, es muy común entre los noruegos tener una cabaña en el bosque. Es necesario comprar al gobierno el terreno y conseguir el permiso para talar madera. Él mismo, me dijo, tiene una cabaña a una hora de la ciudad, que construyó desde cero junto con su ex suegro. Desde lo alto pudimos ver el fiordo de Oslo, el accidente geográfico por el que Noruega es tan famoso para el turismo de aventura. Los fiordos son una especie de cañones de origen glaciar que se formaron hace millones de años, cuando los glaciares se derritieron dejando a su paso bocas de agua marina que se adentran en el continente. Al otro lado de la colina, un hermoso espejo de agua dulce me deslumbró entre las altas coníferas. Aquel lago sirve como reserva de agua para la capital entera. Aunque parezca imposible que Oslo un día se quede sin agua, a eso se le llama verdadera prevención. En la cima del cerro llegamos a un restaurante-mirador, donde parecía que muchos capitalinos habían elegido asolearse en aquel hermoso y despejado día. Nos sentamos en una mesa y Danny pidió una pizza de alce. Así es, una pizza de alce. La caza de alces en Noruega está permitida, siempre con un permiso en la mano. Y aunque parezca raro, la posesión de armas por civiles también lo está, pero se trata solo de armas de caza de animales salvajes. Aquello sin duda fue una sorpresa para mí. Danny me contó que incluso su familia se dedica a la caza de alces. A pesar de todo, la regulación gubernamental es estricta, y así se cuida en gran medida la estabilidad de las poblaciones de cérvidos en los bosques del país. A decir verdad, la pizza no fue más que una pizza de pepperoni. Pepperoni de alce, por supuesto. Descendimos caminando nuevamente hasta conseguir tomar el tranvía, que nos llevó hasta el parque de Vigeland, en el oeste de la ciudad. El parque fue creado por el escultor noruego Gustav Vigeland por orden del ayuntamiento de Oslo a principios del siglo XX, y se ha convertido en el jardín más famoso de todo Oslo y Noruega. El parque está repleto de estatuas de figuras humanas que representan la vida cotidiana de toda persona: el nacimiento, la infancia, la adolescencia, el primer amor, la adultez, la familia, la vejez… El monolito central es una de las esculturas más célebres. Es una columna de granito con 121 cuerpos humanos esculpidos que entrelazados forman el bloque entero. Pero la parte más icónica es el puente, orillado por más de 50 esculturas que presentan diferentes facetas humanas. El niño enojado es la que más ha cobrado fama. Quizá sea por su tierna expresión, o por que todos se identifiquen con él. De cualquier forma, el niño enojado se ha convertido en un verdadero símbolo de Oslo. Caminamos de nuevo por el lujoso barrio de Frogner hasta alcanzar el embarcadero, que por fortuna aquel día no se cubría con nubarrones de lluvia. Incluso pudimos ver un par de cruceros navegando por el fiordo de Oslo, que posee la anchura y profundidad suficiente para atracar barcos de gran escala en sus orillas. Danny me llevó hasta Aker Brygge, donde el día anterior la lluvia no me había dejado disfrutar de la lujosa y activa vida que el barrio junto al mar ofrece en Oslo. Los modernos edificios son residencia de los habitantes más adinerados de la capital, pero también alojan centros comerciales, restaurantes, discotecas y museos. Al fondo del malecón, el edificio del Ayuntamiento resaltaba con sus dos icónicas torres. Aquella construcción alberga la entrega del Premio Nobel de la Paz año tras año, lo que lo hace también un importante recinto para los noruegos. Al otro lado de la bahía, la antigua fortaleza de Arkehus es uno de los pocos vestigios que la Edad Media ha dejado en Oslo. Antigua residencia de los reyes, hoy es un museo donde todavía se entierra a algunos miembros de la familia real al morir. Con una cerveza sobre el malecón, pasé mi última tarde con Danny admirando la belleza natural del fiordo de Oslo, su bahía y sus lejanos y boscosos islotes. Mi camino hacia el oeste de Escandinavia no había terminado, y si los bosques y montañas de la capital noruega me habían sorprendido, lo que estaba por ver al siguiente día no tenía comparación alguna.
  20. 3 puntos
    La deshidratación y una terrible jaqueca fueron el resultado final de una noche de sábado en Lyngby, a las afueras de Copenhague. Una fiesta en una residencia estudiantil de Dinamarca me mostró que la fama de los daneses y el alcohol es más que certera. Con la cabeza dando vueltas e intentando recuperar mis fuerzas con una botella de electrolito, fue como tuve que tomar un tren hacia la capital, donde cogí un autobús que me llevó 150 kilómetros hacia el oeste, hasta la isla de Fionia, unida a Selandia por el puente del Gran Belt, el tercer puente colgante más largo del mundo. Pocos kilómetros de tierra y agua separan a Dinamarca y al continente europeo de la península escandinava. La construcción de estos puentes colgantes significan una increíble reducción de tiempos y costos de transporte. Así que no fue necesario tomar un ferry hasta Fionia, y el bus me llevó directamente hasta Odense, capital de la isla. Odense es la tercera ciudad más grande del país. Mis saberes sobre ella eran vagos, pero su cercanía a Copenhague la hacía un destino atractivo. Además, no quería irme de Dinamarca habiendo visitado solamente su capital. A pesar del miedo que había en mí nacido por los altos costos de los países nórdicos, el transporte resultó más barato de lo esperado. Las distancias en Dinamarca no suelen ser muy grandes. Aunado a ello, las carreteras sin peaje son parte del estado de bienestar danés, uno de los muchos beneficios que el gobierno proporciona a sus habitantes. Cerca de las 7 pm el bus me dejó en una carretera en el sur de la ciudad. Mi anfitrión, Liron, me había mandado la ubicación de su casa. Otra vez, se trataba de una residencia estudiantil, junto al campus principal de la universidad de Odense, donde estudiaba letras y enseñanza de la lengua inglesa. Ya que el sol de primavera me sonreía con esmero (a esa latitud la luz solar se esfuma a las 9 pm en abril), decidí caminar hasta el campus, paseándome entre verdes senderos y tranquilos vecindarios. A mi arribo, parecía que volvía a la residencia que me acogió en Lyngby. Esta vez no estoy preparado para una fiesta universitaria, me dije. La resaca era suficiente como para querer solamente recostarme y descansar. Por fortuna, era domingo, y Liron me recibió con una cena que había preparado para sus compañeros de piso, quienes se disponían a disfrutar tranquilamente del clásico europeo: Barcelona contra Real Madrid. No había señales de cervezas que amenazaran mi sosiego. A la mañana siguiente el cielo despertó con furia, y dejó caer la lluvia sobre toda la isla de Fionia. Ni siquiera Liron quiso acudir a su clase matutina para no empaparse en el corto camino. Pero el sol de mediodía hizo de mi visita a la ciudad algo que valiese la pena. Y ya que Liron partiría a sus clases, no dudó en dejarme una de las bicicletas de la residencia para permitirme conocer Odense sobre ruedas. La avenida principal que conecta el campus universitario con el centro de la ciudad me mostró a sus orillas construcciones de ladrillo cobrizo que forman parte característica de la arquitectura danesa. Las iglesias de corte protestante construidas del mismo material dejaban al desnudo la fuerza que la reforma de Lutero trajo hasta la península varios siglos atrás. Al cruzar el río Odense, que atraviesa la ciudad de norte a sur, me adentré en su casco histórico, recibido por el Adelige Jomfrukloster, un antiguo convento que hoy pertenece a la Universidad del Sur de Dinamarca. Aunque Odense es una de las urbes más antiguas de Dinamarca (con más de mil años de haber sido fundada), sus edificios no conservan mucho de la historia medieval que vio nacer a la ciudad. En cambio, la mayoría de sus casonas permiten a uno viajar de vuelta al siglo XVI, época en que fueron edificadas. Muchas de las casas de la calle Overgade, por donde comencé mi andar, han convertido su vestíbulo en negocios que ofrecen a los turistas platillos, cafés, souvenirs e incluso museos. Overgrade fue la mejor manera de adentrarme a Nedergade, la zona del centro histórico donde, aunque se permite el tránsito de vehículos, conserva mucho más la esencia de la antigua Odense. La totalidad de las calles en Nedergade están adoquinadas, y es a veces difícil diferenciar la acera de la propia rúa. Al final uno quiere pasearse por cualquiera de las vías que en ella encuentra. Pero Nedergade se distingue sobre todo por las bellísimas casitas de madera que lucen sus magníficos y vivos colores, incluso en un día nublado como aquel. Las fachadas bajas con ventanales en madera, tejados triangulares en picada y áticos con chimenea hacían del centro de Odense un verdadero pueblito de cuentos. Y no era de extrañarse que aquella villa de ensueño hubiera inspirado algunos de los cuentos infantiles más célebres en el mundo. En mi caminar por Nedergade me topé con la casa más famosa de todas. El lugar que había visto nacer y crecer a Hans Christian Andersen. Aunque a los 14 años Christian Andersen habría de partir a Copenhague para intentar convertirse en un cantante de ópera, el mundo entero lo recordaría como el mejor escritor de cuentos infantiles de la historia. Si “El patito feo”, “La Sirenita”, “El soldadito de plomo”, “La reina de las nieves” y “El ruiseñor” traen a nuestra mente pasajes de nuestra infancia, se lo debemos todo a este enorme poeta y escritor que Odense tuvo la fortuna de acoger. Se dice que muchos de los cuentos escritos por Andersen fueron inspirados en la mitología nórdica. Aunque es verdad que sus múltiples viajes y amoríos con hombres y mujeres pudieron inspirar varios de sus pasajes. Suecia, Alemania, Turquía, Italia, Grecia y Malta fueron algunos de los sitios que el autor pudo visitar, a pesar de haber nacido en una pobreza casi extrema. Odense presume así hoy un museo entero dedicado a Hans Christian Andersen, que aunque está dirigido sobre todo al público infantil, es capaz de cautivar a cualquiera. Finalmente, seguro que alguno de los cientos de personajes creados por su imaginación y llevados a la televisión, cine y teatro, forman parte de nuestros recuerdos de la niñez. Las callejuelas de Nedergade me transportaron sin duda a alguno de sus cuentos. Quizá a “Las zapatillas rojas” o “El soldadito de plomo”. Pero Odense era por sí misma una ciudad que me hacía crear mi propio cuento en mi cabeza. Al cruzar hacia la parte oeste del casco antiguo el centro se convirtió en una enorme zona peatonal, que fue cambiando poco a poco el paisaje circundante. La zona de Vestergade es el área comercial del centro, donde las tiendas de ropa, restaurantes y comercios crean una atmósfera menos fantástica, pero todavía cálida y amena. El palacio del ayuntamiento y las oficinas del gobierno de Fionia se encuentran en su mayoría en este sector, conservando la arquitectura de ladrillos tan típica de Dinamarca. Y no había mejor ejemplo para ello que la catedral de San Canuto, una de las catedrales góticas más grandes de toda Europa. Aunque Dinamarca, al igual que el resto de los países nórdicos, no posee una enorme población católica, los vestigios de Roma y el papado siguen presentes hasta el día de hoy. Un buen hot dog al estilo danés, con pepinillos y salsa Remoulade, fue una excelente forma de aliviar el apetito, para luego dar un último paseo por Nedergade y sus casas encantadas. Me había quedado de ver con Liron después de sus clases en un supermercado central. Era mi turno de comprar los ingredientes para cocinar la cena para él y algunos de sus compañeros de piso. La sorpresa me la llevé cuando Liron no me dejó comprar nada, más que algunas bolsas de nachos para preparar mis chilaquiles. La mayoría de los ingredientes él los tenía en casa, y los que faltaban estábamos a punto de conseguirlos gratis. Cuando una parte de mí creyó que Liron estaba sugiriendo robar el supermercado, el shock se hizo todavía más fuerte al observar la siguiente escena. Liron se sumergió en el contenedor de basura en la parte trasera de la tienda, y comenzó a sacar productos caducados y a meterlos a su mochila. Se llama dumpster diving —me dijo—. Lo hacemos todo el tiempo mis amigos y yo. El dumpster diving era una práctica que sin duda había visto antes. En indigentes, personas pobres, niños trabajadores o drogadictos. Pero no era algo que me esperar de un grupo de estudiantes universitarios en Dinamarca. Los supermercados siempre tiran todos los productos caducados —Liron insistió en explicarme—. La verdad es que la mayoría de esos productos todavía son comestibles y están en muy buen estado de calidad. Mi mente no entendía qué necesidad tendrían aquellos chicos de comer cosas de la basura. Si algo me había sorprendido de Dinamarca era el esmero de su gobierno en preservar su estado de bienestar social. Los daneses pagan el mayor porcentaje de impuestos del mundo, casi de un 50%. Aquello le da a sus ciudadanos carreteras sin peaje, permisos de maternidad pagados de un año, salud pública, gratuita y de calidad para todos, subsidios de vivienda, desempleo, retiro de la vejez y una de las mejores educaciones del mundo entero. Cada estudiante mayor de 18 años (incluidos Liron y sus amigos) recibe 5,384 coronas danesas al mes (alrededor de 725 euros). Eso, sumado a que la universidad es gratuita, me hacía dudar seriamente sobre por qué necesitaban comer de la basura. Hacer el dumpster diving significaba para Liron y sus amigos no solamente ahorrar varias coronas danesas al mes, sino una manera de ayudar al planeta y disminuir el desperdicio de comida. Parecía que aquellos chicos habían entendido muy bien a su edad la fortuna de la que gozaban al vivir en Dinamarca, y desperdiciar comida los hacía sentir culpables de la pobreza que desafortunadamente muchos otros países atraviesan. Dinamarca es quizá el único país en donde la población ha protestado en contra de bajar los impuestos. Los daneses prefieren seguir pagando altos impuestos con tal de mantener su estado de bienestar. Eso demuestra la plena confianza que los ciudadanos tienen en su gobierno. Sin poner en duda las decisiones que vi aquella noche, preparé por primera vez una cena con productos caducados extraídos directamente de la basura. Y sobreviví a ello. Me atrevo a decir que el sabor y la calidad no fue nada desagradable, incluso la del pollo y el yogur que comí de postre. Superado la prueba, Liron me llevó con uno de sus amigos a disfrutar de mi última noche en Odense, bajo el calor de un bar local y acompañados de cerveza artesanal fabricada en la propia ciudad. Dinamarca me había sorprendido, no solo con su excelente calidad de vida, sino con la excelente calidad de sus anfitriones. Y aunque comer de la basura no fue algo que hubiese esperado, demostró todavía más que los daneses son personas increíbles. Ahora me tocaría descubrir las otras caras de Escandinavia. Los países nórdicos aguardaban por mí con más sorpresas bajo el cielo nórdico.
  21. 3 puntos
    Muchos dicen que la parte más dura de un viaje es siempre volver a casa. Pero mi experiencia me ha demostrado que la parte más difícil son las despedidas. Dejar atrás una ciudad que me dio cobijo y trabajo por varios meses no fue algo fácil de enfrentar. Si bien es cierto que luego de decenas de experiencias en Couchsurfing y más de una veintena de países visitados, despedirse de un sitio sin saber si volveré a él es algo a lo que todavía no logro acostumbrarme. Pero decirle adiós a Lyon, al colegio Jean Perrin o al río Ródano y sus tardes de vino, no se comparó con la amargura de decirle adiós a mis amigos. Un puñado de personas de varios rincones del mundo que seguirían procurando en Lyon una forma de vida permanente. Yo por mi lado, debía partir. Con un mes y medio por delante antes de coger mi vuelo a México, mi siguiente viaje estaba planeado, dejando como siempre una pizca a la aventura y a la incógnita que da a cada travesía el enigmático entusiasmo que merece. Mi tren me llevó hasta la Gare de Lyon de París, donde permanecí un par de días con mi buena amiga Danya, quien vivía entonces con su novio Julien en los suburbios de La Défense. Tras depositar mi valija en sus aposentos, una mañana de abril me despedí de ella y de Julien, prometiendo volver en poco más de un mes, luego de mi andar por el norte europeo. Desde los hangares del Charles de Gaulle mi vuelo partió hasta un aeropuerto en la isla Amager, ubicada justo en el estrecho que conecta al mar del Norte con el mar Báltico. Es el aeropuerto principal que sirve a Copenhague y a la ciudad sueca de Malmö. Aquel día, yo tomé un tren hacia la isla de Selandia, donde Copenhague sería mi primer destino por visitar en los rincones de Escandinavia. Había varias razones por las que los países escandinavos habían sido mi elección final. La primavera había llegado, y con ella la esperanza de toparme con un clima mucho más cálido que me permitiera recorrer los países nórdicos con calma y regocijo. También, era de mi conocimiento lo excesivamente caros que pueden ser aquellos rincones de Europa para alguien como yo. Y con los euros que había logrado ahorrar en Francia, sabía que era el momento ideal de disfrutar del norte sin padecer hambre ni penurias. Y aunque al dejar el avión y coger mi tren en el aeropuerto el cielo me mostró un frío y nublado clima, mi promesa ilusoria seguiría depositando mi confianza en ver salir el sol sobre la península danesa. Un grupo de niños no dejó de mirarme en todo el recorrido dentro del vagón. Sus murmullos en un idioma totalmente ininteligible a mis oídos no me daban pista alguna sobre su conversación. Un turista dirigiéndose a Copenhague no podía ser una gran sorpresa para ellos. Pero el pasmo vino a mí cuando una anciana señora se me acercó al salir del tren en la estación central. Disculpe, mis niños dicen que es usted un famoso jugador de fútbol. ¿Es verdad? —preguntó esperanzada hablando un extraño inglés—. ¡It’s Alexis Sánchez! —gritó uno de los pequeños—. La reacción inmediata de todos a mi alrededor fue voltear estupefactos a observar la escena. ¿Qué haría Alexis Sánchez viajando en un tren a Copenhague, solo y con una vieja mochila al hombro? —me pregunté—. Sin guardias de seguridad, sin ropa deportiva, sin la prensa asediando y sin el Club Arsenal FC a su lado (con el cual jugaba en aquel entonces). Por unos segundos me quedé inmóvil, sin palabra que emanara de mi boca, mirando fijamente y con ternura al grupo de niños, a los que no quería romperles el corazón, romper el sueño de conocer a uno de sus héroes en la central de trenes de su mismísima ciudad natal. Me llamo Alexis —contesté, mirando a los ojos al pequeño del que emanó el grito—. Pero no me apellido Sánchez, ni soy jugador de fútbol. Estoy seguro de que un día lo conocerás. Al ver a los niños partir tomados de las manos, por un minuto pensé que quizá debí darles mi autógrafo y hacer de aquel uno de los mejores días de su vida. Pero vamos, que aquello había ido demasiado lejos. Decir que me parezco a Alexis Sánchez luego de saber que me llamo Alexis no era algo sorprendente. Pero aquella escena en plena central de trenes, fue sin duda una historia de viaje que hizo de mi día algo memorable. Al salir de la estación cambié mis euros por coronas y compré un hot dog en un pølsevogn, un típico carrito de salchichas. Aunque el hot dog no es un invento nacido en Dinamarca, el estilo danés incluye pepinillos sobre la salchicha y una salsa Remoulade, un aderezo que luce como la mostaza, pero que tiene un sabor inigualable. El tranvía me llevó hasta el barrio residencial donde vivía Rasmus, el couchsurfer que había aceptado hospedarme por algunas noches en Copenhague. La puerta de su edificio estaba abierta, y la de su apartamento también. Al tocar, nadie contestó mi llamado. Al fondo, los ruidos de la televisión se escuchaban en uno de los cuartos. Me quité las botas y caminé hasta él, donde Rasmus y su novia jugaban FIFA con toda su concentración en el televisor. Me senté entonces en el mueble y los observé jugar, esperanzado de recibir al menos una simple bienvenida. Traté de ignorar mi extrañeza por el incómodo momento, hasta que Rasmus se paró y se dirigió a la cocina. Cogió una botella de vodka y tomó un trago directo de la boca. Era la 1 de la tarde. Me duele la muela —me dijo al darse cuenta que lo miraba fijamente y con rareza—. Esto aliviará el dolor, no me gustan las pastillas. Rasmus parecía sin duda un chico inusitado. Pero, ¿qué era Couchsurfing sin la peculiaridad de sus miembros? De pronto, Rasmus no pudo quitarme la mirada de encima. ¿Alguna vez te han dicho que te pareces a Alexis Sánchez? —me preguntó. Y no pude hacer nada más que soltar una carcajada al aire—. Sí, acaban de preguntarme si era él justo al llegar a la estación de tren —le conté. Y su reacción fue similar a la mía frente a aquellos pequeños. Al menos, mi supuesto parecido con Alexis Sánchez había por fin roto el hielo luego de tan engorroso primer encuentro. Sin pensarlo mucho tiempo, Rasmus me ofreció prestarme una de sus bicicletas. Así, los tres disfrutaríamos de la tarde dando un paseo por la ciudad al mejor estilo danés: sobre dos ruedas. Después de Ámsterdam, Copenhague es la ciudad europea donde la población usa más la bicicleta para transportarse, casi más que los propios automóviles o el tren metro. Según las últimas estadísticas, más del 50% de los habitantes de la urbe utilizan la bicicleta para ir al trabajo o a la escuela. Es a veces más probable ser atropellado por un ciclista que por un automovilista. Nuestra primera parada fue La Sirenita, la estatua inspirada en el cuento del danés Christian Hans Andersen que años más tarde fue llevada a las salas de teatro y de cine, habiéndose convertido no solo en un ícono de los cuentos infantiles, sino en el mayor símbolo de Copenhague y Dinamarca. Aunque Christian Hans Andersen nació realmente en Odense (a 160 kilómetros de Copenhague), la estatua se colocó a orillas de la bahía del puerto de la ciudad capital, dando la bienvenida a los buques que entran junto al paseo de la costa Langelinie. La estatua fue construida hace más de 100 años por Edvard Eriksen, y es ahora el monumento más fotografiado de toda Dinamarca. Así, fue necesario hacer fila para poder conseguir una foto decente de la misma. La Sirenita está catalogada como una de las atracciones turísticas más decepcionantes del mundo, junto con la estatua del Manneken Pis en Bruselas (esa famosa fuente con un niño que orina). Es el ejemplo perfecto de la expectativa contra la realidad. Seguimos por la orilla del Langelinie atravesando su parque, que mostraba las primeras señales del arribo de la primavera a la ciudad. Rasmus nos llevó hasta posarnos frente a la gran fuente de Gefion, una monumental escultura emplazada frente a la iglesia de San Albán. La escultura es una representación de la leyenda del nacimiento de Selandia, la isla donde se encuentra Copenhague. Según las sagas de la mitología nórdica, el rey sueco Gylfi prometió a la diosa Gefion un territorio que ella pudiese arar por las noches. Gefion convirtió entonces a sus cuatro hijos en bueyes y comenzó a arar la superficie. La fuerza de su trabajo fue tanta que el territorio fue despojado de Suecia y arrojado al mar entre Escania y Fionia, creando así la isla de Selandia y dejando en Suecia un hueco que se conoce hoy como el lago Vänern. La fuente muestra así a Gefion y sus cuatro bueyes arando la tierra y llegando hasta Selandia, un ejemplo de lo importante que la mitología y las sagas nórdicas siguen siendo para muchos habitantes de los países escandinavos, aún cuando la mayoría son ateos y cristianos. Como sus hermanos Suecia y Noruega, Dinamarca sigue siendo hoy una monarquía parlamentaria, desde que se abolió la monarquía absoluta. Y como toda monarquía europea, Dinamarca tiene su propio palacio real, residencia de la familia real, encabezada hoy por la Reina Margarita II. El Palacio de Amalienborg es muy diferente al resto de las residencias reales de las que había sido testigo en Europa. De hecho, para mí parecían más bien cuatro palacios diferentes, ya que se tratan de cuatro edificios de estilo rococó que flanquean una plaza central. Los cuatro palacios tienen funciones distintas, y solo uno es el lugar de residencia de Margarita II. De hecho, la reina estaba allí, ya que Rasmus me hizo saber que cuando la bandera danesa está izada indica la presencia de la soberana en sus aposentos. La monarquía danesa es una de las más antiguas del mundo, ya que ha gobernado Dinamarca continuamente desde el año 958. Aunque Dinamarca es el más pequeño de los estados nórdicos, su fuerza ha sido tal que fue capaz de unir a todos los países nórdicos en la Unión de Kalmar, la cual solo Napoleón fue capaz de disolver. Los daneses aprecian y respetan mucho a la familia real, aunque no ejerza ningún poder de decisión en los asuntos públicos de la nación. Tal y como otras realezas europeas, representan más bien a la ayuda humanitaria, la investigación científica, el medio ambiente, el arte y hasta íconos de la moda. A unos pasos del palacio, una enorme cúpula verde llamó mi atención. Rasmus me llevó justo frente a ella, corona de un famoso edificio cristiano. La iglesia de Federico, mejor conocida como Marmorkirken (iglesia de Mármol), es un templo luterano que posee nada menos que la cúpula más grande de Escandinavia. Como el resto de los países nórdicos, Dinamarca fue influenciada por la Reforma protestante de Martín Lutero, convirtiendo a una buena parte de su población y su propia monarquía en cristianos protestantes, dejando atrás a Roma y a la iglesia católica. La construcción de Marmorkirken fue incluso interrumpida por su alto costo, ya que la cúpula fue inspirada en la mismísima basílica de San Pedro en El Vaticano, decorada con doce columnas con frescos de cada uno de los apóstoles. La iglesia de Federico es un gran y bello ejemplo del poder que los luteranos cobraron en Dinamarca y su ciudad capital, y hoy es casi la iglesia más visitada del país. Pero Rasmus estaba por mostrarme apenas el punto más visitado de todo Copenhague y la península danesa entera. El Nyhavn, traducido al español literalmente como “puerto nuevo”. Copenhague nació en el siglo X como un puerto de pescadores vikingo, y desde su nacimiento hasta hoy, la parte esencial de la ciudad ha sido su puerto, que domina desde tiempos medievales la entrada al mar Báltico. Nyhavn fue mandado a construir en el siglo XVII por el rey Cristian V para que los barcos llevasen las cargas de los pescadores. Su malecón pronto se volvió famoso por sus bares, los marineros y la prostitución. Con el paso de la revolución industrial, los buques de enormes dimensiones ya no podían entrar en el pequeño embarcadero, por lo que pasó al abandono. Aunque hoy, perfectamente restaurado, es el paseo más turístico de todo Copenhague. Y quizá su fama se deba sobre todo a los petit hôtels que se posan en ambas orillas del canal. Los petit hôtels eran típicas residencias de la burguesía de los siglos XVIII y XIX, donde alojaban a sus familias durante su tiempo de estadía en la ciudad, antes de volver a sus enormes casas rurales. Hoy, el primer piso de la mayoría de estos edificios los ocupan restaurantes, tiendas y bares que ofrecen sus servicios a los turistas los 365 días del año. Nyhavn es quizá el lugar más colorido y animado de todo Copenhague. Rasmus me llevó de vuelta por la orilla del puerto, donde antiguos barcos de madera denotan la importancia que el puerto ha tenido para la ciudad desde tiempos memorables. El propio Rasmus es un marino mercante. Se encontraba entonces en sus dos meses de descanso, que solía pasarlos en su ciudad natal con su novia, antes de volver a hacerse a la mar. La happy hour en un bar local (con cerveza nacional por solo 2 euros la botella) fue sin duda el mejor sitio para escuchar las vivencias de un marinero danés. La filosofía de vida de Rasmus me dejó ver su lado más humano. Detrás de ese tosco hombre escandinavo que diez meses al año vivía sobre el agua, se encontraba un joven cuyas aventuras alrededor del globo le habían hecho ver realidades tan distintas que terminaron por llegar a su lado más sensible. Su próxima aventura, según me contó, sería en Groenlandia, territorio perteneciente al Reino de Dinamarca, donde enseñaría en una escuela local. Antes de que el frío hiciera más difícil la vuelta a casa, cogimos las bicicletas y regresamos a su apartamento, por una cena caliente y una partida de FIFA, donde claro, Rasmus me obligó a jugar con el Arsenal FC y Alexis Sánchez como delantero. A la siguiente tarde decidí verme con mi amiga Isabel, quien había también trabajado en Lyon, y a quien no le vendría mal un poco de compañía en un día lluvioso en Copenhague. La cita fue en la plaza central del Palacio Amalienborg, donde a mitad del cambio de guardia nos encontramos con Isabel. Según nos contó Rasmus, los chicos de la guardia real no son más que adolescentes de unos 18 o 19 años quienes cumplen con un servicio a la nación. Posiblemente ni tengan los huevos de hacerte daño si te acercas —nos hizo saber—. Pero tienen el permiso de atacarte si te aproximas demasiado al palacio o a la reina. Ya que solo dos bicicletas viajaban con nosotros, subí a Isabel al asiento trasero para hacerla disfrutar de un paseo sobre ruedas. Condujimos de nuevo hacia Nyhavn, donde la llovizna parecía haber ahuyentado a muchos de los turistas que suelen atestar el canal. Rasmus nos llevó al estudio donde se ha hecho sus tatuajes. ubicado justo en el malecón de Nyhavn. Tattoo-Ole presume ser el estudio de tatuajes registrado más antiguo del mundo. Verdad o mentira, su fama es indudable en toda Dinamarca, y los diseños del tatuador son verdaderas obras de arte. Subimos de nuevo a las bicicletas y esta vez atravesamos el canal Havnebussen, que separa la isla de Selandia y la de Amager, al sur. El barrio de Christianhavn y su zona residencial fue otra manera de enamorarnos de Copenhague y sus vivos colores. Las casitas de ladrillo y tejados en V no era algo extraño en una ciudad europea. Pero cuando tales colores aparecen frente a uno en un día lluvioso como aquel, cualquiera se detiene por un par de fotos. La llovizna combinada con la velocidad sobre las bicicletas parecían amenazar el humor de Isabel y hasta el mío. Pero llegar a lugares como aquellos nos sacaban una sonrisa de forma inmediata. Aunque Rasmus nos había llevado hasta Christianhavn por otra razón. La incógnita y peculiar ciudad libre de Christiania. Se trata de un barrio parcialmente autogobernado que desde 1971 se declaró independiente del gobierno danés. A la entrada del barrio, un letrero avisa a los visitantes “está usted saliendo de la Unión Europea”, ya que los residentes consideran la zona fuera de la misma. La situación de Christiania se considera legal, ya que a pesar de los conflictos, el gobierno ha aceptado que dentro de ella no se paguen impuestos, que las viviendas no sean propiedades particulares individuales, sino de la propia comunidad e, incluso, está permitida la venta de drogas blandas, lo que la hace por supuesto un destino común para los locales y turistas. En Christiania vive gente, hay bares, restaurantes, tiendas de ropa y parques. Es una ciudad dentro de otra. Las bebidas y productos cuestan casi la mitad que fuera de ella, ya que no abonan impuestos. Su nacimiento en los 70s le da ese toque hippie que nunca esperé encontrar en Copenhague. Las fotografías están prohibidas por cuestiones de seguridad, y para resguardar la zona como residencial, y no como un zoológico de ciudadanos radicales. Ramus me contó que si alguien grita “¡policía!” como parte de una broma, el mito dice que se te castigará metiendo una botella de refresco en tu culo, como represalia por ahuyentar a los vendedores de droga con falsas advertencias. Christiana fue sin duda una experiencia poco esperada en Dinamarca. Uno jamás pensaría que en un país con un índice de desarrollo tan alto, un puñado de ciudadanos se puedan rebelar contra el gobierno. Volvimos a casa para cenar y beber algunas cervezas. Me despedí de Isabel antes de ir a la cama, esperando volver a verla en un futuro cercano. Mi siguiente mañana me orilló a dejar el apartamento y decir adiós a Rasmus, dándole las gracias por tan agradable experiencia. Pero el adiós a Copenhague todavía no llegaba del todo. Cogí un tren hacia la localidad de Lyngby, a pocos kilómetros de la ciudad. La razón de mi partida hacia tal desconocida área de la isla fue reencontrarme con Mads, a quien había hospedado cuatro años atrás, y quien ahora estudiaba en aquella remota zona de Selandia. Las residencias de Lyngby dejaban ver una tranquila y poco transitada área urbana que existía allí por una importante razón, la Universidad Técnica de Dinamarca. Mads vivía en una de las residencias estudiantiles mientras se esforzaba por terminar su maestría en Ingeniería de Energías Renovables. Y Lyngby parecía el lugar perfecto para dicha tarea. Los verdes paisajes que rodean la zona me permitieron respirar el aire tan puro que tanta falta me hacía luego de varios días en la ciudad. La vegetación acuática regada por las aguas de su lago hacían creer que se trataba de un manglar. Dinamarca se distingue por sus tierras bajas que, al igual que Holanda o Bélgica, la hace gozar de cuerpos de agua como aquel. Mads me hizo aprovechar la tarde junto a la tranquilidad del lago. El sol por fin había salido y había dejado un cielo despejado, que por suerte me acompañaría los siguientes días de mi viaje. Por la noche volvimos a la residencia, donde una dorm party nos esperaba. Había ya escuchado hablar de la fama que tienen los daneses con el beber alcohol. Pero una fiesta de dormitorios en una residencia universitaria era mucho más de lo que había esperado de una noche de copas. La fiesta de dormitorios consiste en lo siguiente. A cierta hora, todos los habitantes del pasillo de la residencia se reúnen en la sala común para cenar. Luego de ello, hay un sorteo para elegir a uno de ellos. El elegido, es el primero en invitar al resto a su dormitorio, donde ha preparado un tema para un drinking game. Luego del primer juego de bebidas, el sorteo vuelve y elige al segundo anfitrión, luego el tercero, el cuarto, y así hasta llegar al dormitorio diez. En resumen, los invitados a una dorm party deben aguantar juegos con bebidas alcohólicas en diez habitaciones diferentes. Por supuesto, no todos aguantan el ritmo, y llegar al cuarto número diez significa una enorme resistencia a la embriaguez de los daneses. El muro de Trump fue el tema para el dormitorio de Mads, donde él representaba al gringo republicano y conservador, y yo, claro, al mexicano de clase obrera que cruza el muro de forma ilegal. El beer pong, la música y el tequila me dejaron casi inconsciente al final de la noche. Pero la fuerte resaca no me impediría seguir con mi trayecto por las tierras escandinavas.
  22. 3 puntos
    Cuando fui elegido por el Ministerio de Educación francés para trabajar en Lyon algunos meses una de las cosas que más me alegró escuchar fue la privilegiada ubicación en la que se encuentra posada la ciudad. La confluencia de los ríos Ródano y Saône que esculpen dos colinas que dominan la metrópoli dan a Lyon el toque perfecto entre urbanización y naturaleza, lo que sin duda me regocijó de haber sido enviado allí en lugar de a ciudades como París. De hecho, desde la cima de la Croix Rousse y Fourvière, las dos colinas lionesas, se podía avistar a lo lejos la figura de los Alpes que custodian la frontera francesa. Algunos dicen que con mucha imaginación y esfuerzo, el Mont Blanc se aparecía en los días más despejados. A pesar de las recomendaciones de muchos, dejé pasar el invierno sin visitar una estación de esquí. Abril había llegado y mucha de la nieve se había derretido, aunque en los Alpes siempre existen picos cubiertos de nieve durante todo el año. Mi firme decisión de pasar por alto el esquí tuvo una sola razón: su alto precio. Por ello aproveché el invierno para visitar otros países que ansiaba conocer. No obstante, sabía que no dejaría pasar los Alpes franceses antes de partir de Francia. Y por ello decidí visitar Annecy. Las villas alpinas como Annecy son famosos destinos turísticos de fin de semana. Fue por eso que mi amiga Lianne y yo preferimos hacerlo un miércoles, día libre para ambos en la escuela donde trabajábamos. 130 kilómetros son los que separan a Lyon de Annecy, ubicadas en la misma región de Auvernia-Ródano-Alpes, aunque Annecy pertenece a otro departamento, el de la Alta Saboya. La Casa de Saboya fue una casa real europea que gobernó un estado independiente por varios siglos, territorio que actualmente forma parte de Francia. La mayor atracción de la Haute Savoie es nada menos que el Mont Blanc, la montaña más alta de toda Europa. Pero poco interesados en el alpinismo, Lianne y yo nos conformamos con admirar los Alpes desde tierras bajas. El tren hasta Annecy no tardó mucho en arribar. Y sin llegado el mediodía, nos dimos cuenta de que habíamos elegido un excelente día para la visita, que gozaba de un radiante sol y un liviano fresco que golpeaba desde el este. La estación central de Annecy está convenientemente ubicada justo al lado del casco antiguo, en el que pronto nos sumergimos en una tranquila mañana despejada de turistas. Las casitas de colores, los preciosos puentes de madera, los balcones llenos de flores y el reflejo de los mismos en los canales de agua cristalina pronto nos dejaron en claro el origen del apodo de Annecy: la Venecia de Saboya. Para ese entonces había perdido la cuenta de cuántas ciudades había ya visitado cuyo apodo fuera “la Venecia de algo”. Brujas, Ámsterdam, Colmar. Pero incluso después de haber estado en la propia Venecia, la belleza de pueblos como Annecy no se comparaba con ninguna del resto. No tardamos mucho en atravesar el centro histórico de la ciudad, que como capital de la Alta Saboya parecía bastante pequeña. Sus caminos nos llevaron hasta un malecón, que recorre un tramo de la orilla del lago de Annecy, el paisaje que todos buscan al viajar a este rincón de Francia. Es bien sabido por muchos el cuidado que Suiza tiene por preservar sus paisajes naturales. Pues bien, ese mismo extremo cuidado lo han copiado sus hermanos fronterizos para conservar lugares como el lago de Annecy. El claro azul de su superficie es testigo de la pureza de sus aguas, que caen directamente desde los picos nevados de los Alpes a sus orillas. El malecón ofrece a sus visitantes una gama de actividades acuáticas para disfrutar mejor del lago, como paseos en bote de remo, botes de motor, veleros e, incluso, practicar esquí acuático en los días cálidos. Ya que el sol todavía no alcanzaba su punto más cenital debido a la temprana hora, no nos era posible divisar la nieve de las montañas, que se perdía difuminada con el azul del cielo. Así que volvimos al centro para dar una caminata. A orillas del canal la iglesia de Saint François de Sales es una de los principales templos católicos que dominan el centro de la ciudad, aunque nada imponente comparado con otras parroquias de su estilo. Los cafés y restaurantes al lado del canal se habían comenzado a llenar de turistas y locales que buscaban un buen sitio para la hora del almuerzo. La razón por la que Lianne y yo teníamos libre los miércoles en Francia era la misma razón por la que muchos franceses podían darse la libertad de almorzar juntos aquel día. El gobierno francés decidió hace algunos años que las clases de educación básica finalizaran máximo a las 12 los días miércoles en todo el país, a diferencia del resto de la semana, en que muchos estudiantes se quedan en la escuela hasta las 5 o 6 de la tarde. Es la manera del gobierno de fomentar el tiempo en familia, brindándole a muchos trabajadores el beneficio de trabajar menos horas el miércoles para pasar más tiempo de calidad con sus hijos. Annecy es también sede de una famosa tienda de helados artesanales, que se han ganado la fama de ser de las mejores heladerías de Francia. Ofrece más de 70 sabores de helados en presentaciones que van desde una bola hasta nueve. ¿Nueve bolas de helado en una villa de los Alpes? Ni siquiera en un día tan soleado podía tentarme una oferta así. La primavera se hacía presente no solo en los floreados balcones del casco antiguo, sino en los árboles que con el viento dejaban caer sus pétalos rosados sobre las calles de piedra. Esas mismas rúas nos guiaron hasta la cima de una de las colinas a orillas del canal, donde se asomaba la torre del castillo de Annecy. Como toda buena urbe europea, Annecy cuenta con su propio castillo fortaleza, que fue residencia de los condes de Ginebra y de los duques de Genevois-Nemours en tiempos en que Saboya era un condado y ducado independiente. Las casitas a su alrededor traen a la mente sin duda a las viviendas de los Alpes Suizos. Su cercanía con el país helvético no solo se nota en sus moradas, sino en sus tradicionales platos como el fondue y la raclette. Y hablando de comida, el hambre se nos hizo presente pasado el mediodía, así que volvimos al centro por un par de bocadillos y un café para despistar el cansancio. En una de las cafeterías de la célebre calle Santa Clara, almorzamos bajo sus centenarias arcadas de piedra. Seguimos nuevamente de largo el canal por su floreado malecón, que para entonces se había llenado ya de vida por el ánimo de sus transeúntes. De regreso en la orilla del lago el sol había ya iluminado los picos de los Alpes, que hasta entonces nos dejaban ver el poder con el que custodiaban la ciudad. Las embarcaciones habían comenzado a zarpar para pasear a los más deseosos por la superficie de la cristalina laguna, sobre la que incluso se veía a un par de aventureros sobrevolando a bordo de un parapente. Sobre el famoso parque de los Jardines de Europa nos sentamos a comer un helado, mientras contemplaba por última vez la siempre extraordinaria cordillera alpina. Nos despedimos de la ciudad, no sin antes decirnos que no sería la última vez que contempláramos los Alpes, así como no sería la última vez que Lianne y yo viajaríamos juntos, ya que un fin de semana después nos reuniríamos para otra fugaz visita a un pueblo francés.
  23. 3 puntos
    El invierno había casi llegado a su fin. Las temperaturas habían subido poco a poco a lo largo de toda Francia. Y en Lyon, donde había estado viviendo los cinco meses anteriores, los parques y jardines habían empezado a poblarse de verdes follajes y coloridas flores. Aunque una chaqueta era todavía muy necesaria al salir por las mañanas y las noches, el sol finalmente nos sonreía a diario y reconfortaba a todos los lioneses, que habían esperado su llegada desde un húmedo noviembre. Mi viaje por Marruecos y Bélgica había sido fascinante. Y es que pocas veces se pasa de un desierto de dunas arenosas con té de menta y turbantes en la cabeza a laberintos arquitectónicos de canales y torrejones medievales acompañado de chocolates y cervezas. Con el arribo de la primavera y el calendario en cuenta regresiva antes del término de mi contrato, decidí aprovechar mis últimos fines de semana libres para conocer más de las riquezas que ofrecía Francia. Desde hacía ya algún tiempo, un chico llamado Fabien me había invitado a conocer su casa y su ciudad residencial en la costa sur del país. Oriundo de Lyon, se había mudado a Menton apenas ese mismo año, donde consiguió un buen trabajo como contador. Hacía poco menos de un año, Fabien había llegado hasta el sureste de México con Olivier, donde yo les di asilo en mitad de su viaje como mochileros por Centroamérica. Ahora era momento de regresar el favor, y tras la insistencia de Fabien acepté hacer aquel pequeño viaje a la Côte d’Azur, la riviera francesa de aguas azules. Menton es una ciudad muy pequeña de apenas 30,000 habitantes. No era muy fácil así encontrar autobuses que llegaran directamente desde Lyon, y los tickets de tren subían sus precios hasta las nubes. La mejor opción fue coger un Blablacar que me llevó hasta Niza, a 30 kilómetros de Menton. Fabien me recogió en la central de trenes en su coche y nos condujo hasta su nuevo apartamento en Menton, el que era su nuevo hogar. Cocinamos algo para la cena y Fabien preparó una shisha. Ya que el consumo de tabaco es un enorme problema de salud pública en Francia, muchas personas han adoptado las costumbres de los inmigrantes árabes en Europa. Y tras un par de fumes de la shisha, nos fuimos a la cama para empezar el siguiente día con energía. Cuando el sol tocó la costa de Menton el sábado por la mañana pude deleitarme nuevamente con las maravillas que el Mediterráneo siempre ofrece a quien visita su litoral. Tras un breve desayuno, Fabien y yo salimos a dar un paseo por las calles de la ciudad, que aunque no muy grande, uno no tarda mucho en darse cuenta de lo que atrae a miles de turistas y jubilados a esta zona del sureste francés. Menton es solo una de las varias localidades que conforman la Côte d’Azur de Francia. Junto con ciudades emblemáticas como Niza, Cannes, Saint Tropez y el Principado de Mónaco, la Costa Azul es el lugar preferido por muchos franceses y europeos para su retiro laboral. No fue extraño así que la mayoría de las personas que encontré por las calles aquella soleada mañana pasaran fácilmente de los 60 años de edad. ¿Entonces por qué Fabien había elegido Menton como lugar de residencia a sus tempranos 25 años? Es una cuestión de prioridades. Por fortuna para él, existe hoy mucho trabajo para los contadores en Francia. Tras su arribo desde América había sido aceptado en al menos tres vacantes en su país natal, incluyendo empleos en París, Lyon y Menton. La diferencia entre los salarios entre París y Lyon podían no variar mucho. Pero en Menton sí. Además de eso, la calidad de vida es muy diferente. Mientras París es la mayor metrópoli de Francia, donde muchos se despiertan, trabajan, comen y duermen, Menton ofrece un ritmo mucho más tranquilo a sus habitantes. Además, París y Lyon no habrían ofrecido las mismas facilidades crediticias para que comprase un apartamento. La crisis inmobiliaria está haciendo cada vez más difícil a nuestra generación adquirir una propiedad en cualquier parte del mundo. Así, Menton fue su mejor opción por el momento. Al final de cuentas, si algún día se aburriera y decidiera mudarse de ciudad, podría rentar su apartamento y seguir pagándolo a largo plazo. A pesar del casi inexistente ambiente juvenil en Menton, parecía una joya dorada para muchos, incluyéndome a mí. Sus vivaces colores, sus aguas turquesas, su radiante sol y la sonrisa de sus habitantes la ponían en el lado opuesto de París o Lyon. Menton se parecía mucho más, de hecho, a las ciudades italianas del Mediterráneo que a las grandes urbes francesas. Y no estaba muy alejado de la realidad. A solo cinco minutos hacia el este da comienzo la costa italiana. Menton es la última localidad del sureste francés, ubicada justo en la frontera con Italia. Frontera con Italia. Y de hecho, la ciudad y toda la Côte d’Azur pertenecieron por varios años al reino de Cerdeña, que después formaría parte del Reino de Italia. Pero Francia logró anexionarse toda la costa, a excepción de Mónaco, que mantuvo su autonomía a pesar de su diminuto territorio. Al este de la ciudad, justo al lado del antiguo puerto, da comienzo la ciudad vieja, de callejuelas verticales que suben los acantilados naturales y las fachadas de color ocre de sus casas. Los callejones peatonales del casco antiguo me trajeron a la mente los pueblos de la Liguria italiana. Me refiero a Cinque Terre, la imagen más famosa del Mediterráneo occidental. El corazón del centro histórico lo domina la iglesia de San Miguel Arcángel, la más grande de toda la Costa Azul de Francia. Su estilo y fachada de estilo barroco es exquisito para cualquiera de los visitantes. Pero nada maravilla más que la increíble vista que se tiene desde su explanada central, posada justo a orillas del litoral. Menton es también reconocida por sus jardines perfectamente cuidados. Muchos botánicos extranjeros introdujeron en esta ciudad especies tropicales, que crecieron sin impedimento debido al microclima que posee, entre el cálido Mediterráneo y los Alpes marinos. De hecho, es conocida como “la ciudad del limón”, ya que es la única zona de Francia donde crecen los limoneros. Cada año, en febrero, se celebra la Fiesta del Limón, donde se decoran carros alegóricos con toda clase de cítricos. Una verdadera obra de arte que forma parte de las principales festividades de la costa francesa, junto con el festival de cine de Cannes y el rally de Fórmula 1 en Mónaco. Menton y la Côte d’Azur son sin duda una zona de alto poder adquisitivo, donde no cualquiera puede darse el lujo de vivir. Los precios de las casas en esta zona incrementan año con año, y no por nada la mayoría de quienes la eligen son los ancianos, y no los jóvenes, que apenas dan comienzo a su vida laboral. Algunas propiedades en Menton son verdaderas mansiones, que parecen haber sido erigidas por los más poderosos jeques árabes. Fabien, por el momento, se conformaba con un pequeño estudio en lo alto de un edificio habitacional. Luego de una mañana de paseos por su ciudad, nos dirigimos al mercado local. Cercano el mediodía, decidimos que era tiempo de un bocadillo que saciara nuestro apetito antes de seguir con nuestra jornada. La comida en esta región de Francia se asemeja mucho más a la comida italiana. Después de todo, se trata de la costa sur. Y nada mejor para mí, pues la dieta mediterránea es de las más sanas a nivel mundial. Unos bocadillos con tomate deshidratado, ajo y queso ricotta llenaron nuestro estómago momentáneamente, así que volvimos al apartamento y cogimos de nuevo el coche. Era momento de dirigirnos al oeste y conocer más a fondo la Costa Azul. A tan solo 10 km de distancia Fabien se detuvo frente a unos acantilados, que dejaban bien marcado la típica orografía del litoral. A nuestros pies, sobre las laderas de aquellos riscos, apareció el Principado de Mónaco, el segundo país más pequeño del mundo, luego de El Vaticano. No podía creer que un país entero pudiera aparecer en una solo foto, tomada desde un acantilado a solo pocos metros de altura sobre la costa. Mónaco era sin duda más pequeño de lo que pensaba. Dos puertos, un pequeño cabo y un montón de edificios apilados entre sí formaban el Principado que hasta el día de hoy sigue conservándose como un estado independiente. A pesar de todo, Mónaco es uno de los países más ricos y caros del mundo. Sus habitantes son simplemente multimillonarios. Y es por eso que el gobierno es muy estricto con las leyes de registro civil. Y el mayor ejemplo de ello es el caso de mi amiga Liane. A pocos metros al sur de Mónaco, tuvimos la vista de Cap d’Ail, un pequeño cabo hogar de una diminuta localidad perteneciente a Francia. Cap d’Ail es el lugar donde los padres de mi amiga Liane (ambos del Reino Unido) solían vivir y trabajar en los años 90s. Conocedores de la naturaleza humana, esperaban el arribo de Liane después de 9 meses de gestación. Pero el parto vino adelantado, y a falta de un hospital en Cap d’Ail donde la madre pudiera dar a luz, se dirigieron rápidamente a Mónaco. Así, Liane nació oficialmente en Mónaco, pero la ley no concede la nacionalidad a nadie solamente por haber nacido en su territorio. Y como Mónaco no es Francia, Liane tampoco era francesa. Y al estar fuera del Reino Unido, no le fue adquirida la nacionalidad inglesa de forma inmediata. Así que tuvieron que pasar un par de meses para que Liane fuera oficialmente parte del Reino Unido. Sin duda, una de las mejores y más interesantes historias de un nacimiento que he escuchado. Fabien me propuso volver a Mónaco al día siguiente, y volvimos al auto para dirigirnos un poco más al oeste. De un lado, teníamos el cálido mar Mediterráneo. Y del otro, la cordillera de los Alpes de pronto apareció de la nada. Era increíble como viviendo en la costa sur de Francia, con tan solo conducir una hora al norte se pudiera llegar a una estación de esquí, que hasta entonces permanecía abierta gracias a los picos nevados de los Alpes. De hecho, la provincia entera donde nos encontrábamos se llama oficialmente Provenza-Alpes-Costa Azul, una de las más fantásticas mezclas de paisajes naturales de toda Francia. Tras pocos minutos en carretera llegamos a Niza, la ciudad más grande de la Côte d’Azur y quizá también la más turística de todas. A 30 kilómetros de la frontera con Italia, Niza había sido el lugar elegido por mi amiga Esther para reencontrarnos luego de varios meses sin vernos. Tras más de un año de trabajo como au pair en Estados Unidos, ahora se encontraba en mitad de su viaje como mochilera en Europa junto a su novio, quien venía de Suecia. El verano pasado nos habíamos visto en nuestra ciudad natal en México, y siete meses más tarde estábamos almorzando juntos en la Costa Azul. La mejor opción en esta ciudad fue sin duda la salade niçoise, una de las más deliciosas muestras de la dieta mediterránea. No era la primera vez que comía una ensalada nizarda, pero era la primera vez que lo hacía en Niza. Una fresca combinación de alcachofas, tomates, pimientos verdes, cebolla, aceitunas negras y huevo cocido, todo rociado con aceite de oliva y perfumado con albahaca, acompañada por un trozo de pan. Una exquisita forma de empezar mi tarde y de dar inicio a un agradable reencuentro entre amigos. Aunque no lo parezca, Niza es una ciudad muy antigua. Fue fundada hace más de 2 milenios por los griegos desde su colonia ya existente en la vecina Marsella. Niza siempre fue un lugar estratégico para el comercio marítimo, ya que se encuentra emplazada en la desembocadura del río Var, y los Alpes en el norte marcaron una fortaleza natural contra los invasores por tierra. Esto la llevó a ser parte de diferentes estados a lo largo de su historia, lo que incluye a los griegos, los romanos, Liguria, Saboya, Piamonte, el Reino de Cerdeña y, finalmente, Francia. Niza pertenece a Francia desde apenas 1860, cuando la invadió por la fuerza aprovechándose de las guerras italianas. Cuando Francia se anexionó la Costa Azul, la mayoría de sus habitantes eran italianos, quienes se vieron forzados a migrar al recién creado Reino de Italia. Francia prohibió el idioma italiano en Niza, clausuró los periódicos, encarceló a los opositores y obligó a todos a aprender el francés. Y si bien hoy es una de las urbes más prominentes del país, su historia deja en claro que su belleza no se debe exclusivamente a los franceses. Así, caminar por las calles de Niza fue para mí y mis amigos como pasearnos por otro pueblo de la costa italiana, lleno de colores, balcones y plazuelas abiertas bajo los rayos del sol. Los campanarios e iglesias ostentan el mismo estilo barroco que encontré en la basílica de Menton, típicos de las urbes italianas de la época moderna. Solo fuera del casco antiguo los bulevares y avenidas construidas luego de 1860 reflejan la Niza francesa, mucho más haussmaniana, con aceras amplias y edificios de piedra, muchos construidos también durante la belle époque. La ropa tendida en el exterior tomando el sol hasta secarse, sobre las plantas y macetas sembradas a orillas de balcones de fierro, me dejaron un exquisito sabor de boca que me trajo los mejores recuerdos de Italia, aunque estuviera oficialmente en territorio francés. No por nada Niza es considerado como el primer destino turístico de la modernidad. Desde finales del siglo XIX la ciudad fue elegida como la preferida de la Reina Victoria del Reino Unido para pasar sus periodos vacacionales. Con la facilidad del transporte traída con la revolución industrial, viajar a Niza y a la Côte d’Azur de Francia se convirtió en una tradición en la aristocracia y la burguesía del norte de Europa, quienes lo eligieron como su lugar de recreo por su clima cálido, sobre todo en invierno. De hecho, la calle más famosa de toda la ciudad nació gracias al ferviente turismo del que ha gozado Niza desde hace casi dos siglos. Se trata del Paseo de los Ingleses. La promenade des Anglais es la avenida que circula al lado de las turísticas playas de la bahía y se extiende por cuatro kilómetros. Fue construida por la importante comunidad inglesa que pasaba sus inviernos en Niza, financiada por ellos mismos. De esta forma, la belleza actual de la ciudad se debe también en gran parte a la influencia de los europeos ricos que llegaban hasta ella en busca de sol y de momentos de tranquilidad. Muchos de los edificios que orillan al Paseo de los Ingleses son lujosos hoteles y casinos que se construyeron durante la belle époque para acoger a los más adinerados visitantes, y aunque hoy Niza no es mucho más turístico que París o Londres, es un vivo recuerdo de cómo nació el turismo moderno. De hecho, el nombre Côte d’Azur fue creado por un escritor en esta esplendorosa época de explosión turística, quien usó el término heráldico “azur” que significa “azul” para llamar a esta paradisiaca región de Francia. Los ingleses, por su parte, la llamaban la French Riviera. Mi tropa y yo nos sentamos unos momentos sobre las blancas playas frente a la promenade, para deleitarnos con el sonar de las leves olas mientras comíamos un bocadillo de media tarde. Las playas europeas tienen mucho que envidiar a las ciudades tropicales, de eso no hay duda. Una cama de incómodas piedras y agua templada para mí no era nada que desear para unas vacaciones en el mar. Pero estando en Europa, no se podía pedir mucho más. A un costado de nosotros avistamos el monte Boron, una colina de unos 200 metros de altura que en épocas italianas fue utilizada como base militar. Hoy se colma de hermosos jardines y senderos de pinos que dan un toque diferente al trazo de la ciudad costera. Y desde lo alto se tienen las mejores vistas de Niza, su centro histórico y su litoral. Del otro lado del cerro aparece el antiguo puerto de Niza, muy similar al resto de los embarcaderos del Mediterráneo. Hoy el puerto sirve para que los más ostentosos habitantes aparquen sus yates y botes privados, en los que no dudan en pasear a los turistas que así lo deseen para hacer un poco más de dinero. Bajamos la colina y volvimos a la playa, donde vimos el atardecer hasta bien caída la noche, que iluminó Niza de una forma simplemente mágica. Me despedí de Esther y de su novio, a quienes ansiaba encontrar en otra parte del mundo en alguna otra ocasión. Por su lado, era momento de seguir con la aventura de un mochilero. Yo, por mi parte, regresé con Fabien a Menton para cenar, ver una película y volver a la cama. Si creía que el día me había mostrado lo más caro y aparatoso de Francia y su Costa Azul, debía esperar hasta adentrarme en Mónaco, la verdadera capital del lujo en Europa.
  24. 3 puntos
    Una pandilla de más de ocho países diferentes se despertó una mañana en un hostal de Brujas, compartiendo todos una indeseable sensación: la corpulenta resaca que una noche de fiesta en Bélgica es capaz de dejar. Una cata de las mejores cervezas belgas seguida de baile y más cerveza en un bar local los dejaron caer muertos en sus camas, de las que nadie quería levantarse para desalojar el hostal la siguiente mañana. Una argentina despertó bajo las mismas sábanas que un portugués. Un mexicano y una uruguaya salieron en busca de un desayuno que les quitara de encima el pesar del alcohol. Yo, por mi parte, reñía con mi traicionero reloj biológico, que ni en aquel día me permitió salir de la cama más allá de las 9 a.m. Mark y Andrew, los dos australianos que había conocido la noche anterior, partieron temprano hacia la estación central, para no perder la reserva de su tren a Amberes, a poco más de 100 km al este de Brujas. En esa misma ciudad, Fred esperaba mi arribo aquella tarde, a quien había contactado por Couchsurfing algunos días antes. Así que luego de darme un tiempo de espera en el lobby, me despedí del clan y me dirigí a la central de trenes, siguiendo los pasos del grupo de portugueses, que al parecer también habían elegido Amberes como su próxima escala. Cerca de la 1:30 de la tarde llegué a la ciudad, que me recibió con una de las estaciones de trenes más bellas que jamás haya visto. Aunque la primera estación de Amberes fue hecha en 1836, fue a finales del siglo XIX, entre 1895 y 1905, que el actual edificio fue construido. La enorme estructura que incluye una cúpula sobre la sala de espera fue diseñada por tres de los mejores arquitectos de la época, lo que la convierte en el mejor ejemplo de arquitectura ferroviaria de toda Bélgica. Si bien la época dorada de Amberes se sucedió hace unos cinco siglos, la ciudad quiso competir contra las grandes metrópolis de la belle époque, como París, Londres, Milán y Nueva York. Y aunque no logró su cometido, elementos como su estación de trenes son un gran ejemplo de la lucha que llevó por alcanzarlo. A unos pasos de la extraordinaria terminal, Fred esperaba por mí a bordo de su bicicleta. Llevaba ya varios años viviendo en Amberes, una de sus ciudades favoritas en toda Bélgica, me hizo saber. Y convenientemente para mí, su apartamento estaba a unas cuantas cuadras a pie. Un almuerzo en la comodidad de su casa y una ducha caliente por fin vencieron mis fuerzas, agotadas por la resaca de la noche anterior. Y quedarme a descansar era la mejor opción si quería conocer Amberes con la energía que se necesitaba. Así que aguardé al siguiente día para hacer mi recorrido turístico. Me encontré así la próxima mañana con Mark y Andrew, los australianos que no dejaban de llamarme “Sánchez”, y por una buena razón. La noche anterior, en medio de la juerga entre las cervezas belgas y la música, Mark se quedó mirándome fijamente. —¿Alguna vez alguien te ha dicho que te pareces al jugador Alexis Sánchez? —preguntó—. Sí, me lo han dicho varias veces —contesté con una sonrisa escondida. Y esa era la verdad. No era la primera vez que alguien me encontraba un parecido con Alexis Sánchez. Mis alumnos en Francia me lo decían todo el tiempo. Aunque siempre lo hacían después de saber que mi nombre es Alexis. Aquella noche en Brujas fue la primera vez que alguien me comparó con Alexis Sánchez sin antes saber mi nombre. — ¿Y cómo te llamas? —preguntó Andrew—. Me llamo Alexis —repliqué. Por supuesto, la cara de asombro de ambos por la increíble coincidencia era de esperarse. Sobre todo al ser fanáticos del fútbol europeo y de la Champions League. Después de todo, así como nosotros vemos a todos los chinos iguales, puede que algunas personas nos vean a todos los latinos de la misma forma. Caminé en su compañía hacia el centro histórico de Amberes, cuya primera vista fue la de una ciudad moderna. Una estrecha vía peatonal nos llevó hasta el frente del Boerentoren, la Torre de los campesinos, de 97 metros de altura, la construcción más alta de Amberes. El Boerentoren es un edificio art déco que no parece más atractivo que muchos otros en el mundo ni en Europa. Pero se trata nada menos que del primer rascacielos construido en el continente europeo, convirtiéndose en un ícono de la revolución arquitectónica en 1931, año de su nacimiento. Dos cuadras detrás del rascacielos llegamos a la Groenplaats, una explanada que marca el núcleo del casco viejo de Amberes. Y en su centro lo lidera el mayor ícono de la ciudad: Pedro Pablo Rubens. El reconocido pintor vivió la mayor parte de su vida en Amberes, donde tuvo su taller que hoy se exhibe como museo, y donde consagró a grandes discípulos, entre los que se encuentra Van Dyck. Entrada al taller de Rubens. Rubens fue un orgullo del Imperio Español, ya que durante su vida, Flandes y los Países Bajos estaban bajo el dominio ibérico gracias al matrimonio de Felipe el Hermoso con Juana I de España, a quienes le siguieron el famoso Carlos V y Felipe II. No obstante, los flamencos siempre sintieron a Rubens como un orgullo de Flandes, digno representante del barroco y de la escuela flamenca, a pesar de que la mayoría de sus obras fueron hechas para la casa real española, por lo cual muchas de sus pinturas se resguardan hoy en el museo del Prado, de las cuales tuve la fortuna de ser testigo. No es de extrañarse entonces que homenajes a Rubens se encuentren en cada esquina de Amberes, luciendo su busto como el mejor artista flamenco de la historia. Y sin duda una de las cosas que más nos llamaron la atención al posarnos frente a Rubens fue la imponencia de la torre que salía a sus espaldas, el campanario de la catedral de Amberes. Su hermosa fachada la convierte en una de las iglesias góticas más importantes de Europa, y con la magnitud de su torre no me extrañó encontrarla en la lista de los campanarios municipales de Bélgica y Francia inscritos como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. A unos pasos llegamos a la plaza central, la que solía ser la plaza del mercado en épocas antiguas. Al igual que la Grand Place de Bruselas, la explanada de Amberes deja al rojo vivo la más bella arquitectura que Flandes puede presumir. Altos edificios de tejados en triángulos estrechamente unidos unos a otros. En su centro se yergue una singular escultura, la fuente de Brabo. Cuenta la leyenda de la fundación de la ciudad, en la que el soldado Brabo combatió contra un gigante, y al derrotarlo arrojó su mano al río, dándole el nombre neerlandés a la nueva metrópoli, Antwerpen (hand werpen, algo como mano lanzada). Al lado de la Grote Markt apareció frente a nosotros el Ayuntamiento de Amberes, que aunque no más grandioso que el de Brujas o Bruselas, sigue siendo una magnífica pieza que mezcla estilos flamencos con italianos. Si bien su altura no es imponente, también se encuentra inscrita dentro de la lista de campanarios de Bélgica y Francia reconocidos por la UNESCO. A los costados de la plaza y en nuestro camino hacia el río, una pequeña tienda llamó la atención de los tres. Un pequeño comercio de papas fritas, que según nos habían dicho, era de los mejores de Amberes. Es muy cierto que a comparación de Francia, los belgas llevan una dieta mucho más pesada. Orgullosos de la cerveza y los waffles, las papas fritas no pueden quedarse atrás, y Flandes y todo Bélgica no pierden la oportunidad para recordarle al mundo que las papas “a la francesa” no son francesas, sino belgas. Pareciera que las papas fritas no tienen ninguna ciencia detrás de su elaboración. ¿Qué hay aparte de cortar, freír y salar patatas? Pues bien, la receta original es muy distinta al resto del mundo. Las papas deben freírse en grasa de ternera a una temperatura de 160°C hasta que las primeras papas floten en la superficie del aceite. Después se dejan reposar unos 5 minutos para luego freírlas por segunda vez, esta vez a 180°C, hasta que adquieran su color dorado. El hecho de servirlas en un cono de cartón es para que absorba el exceso de grasa. Un platillo apetitoso, pero sin duda muy calórico, y una gigantesca tentación para quien quiera perder peso y decida viajar hasta Bélgica. Yo, por mi parte, no pude terminar un cono mediano de papas, que acabaron en la boca de Mark. Seguimos andando hasta toparnos con el río Escalda, que rodea al centro histórico en su lado oeste. En sus orillas nos topamos con el castillo Steen, la construcción más antigua de Amberes, la única fortaleza medieval que queda en pie en la ciudad. Fue construido después de las incursiones vikingas durante la Edad Media. Es bien sabido que los pueblos nórdicos saquearon varias de las ciudades europeas, sobre todo las que dominaban en importancia en las costas. Aunque Amberes no figuraba como una de las urbes más admiradas de Europa en el medievo, durante el siglo XVI se convirtió en una prominente potencia comercial, llegando a controlar más del 10% de la economía mundial. Y eso no se debió a otra cosa que a su imponente puerto náutico, que se alzó en las orillas del Escalda, que conecta a la ciudad de forma natural con el Mar del Norte. Para tener una mejor vista del río y del paisaje de la ciudad, los australianos y yo decidimos subir a la terraza del Museum aan de Strom, un moderno edificio de ladrillos y cristal que se posa en el medio de un estanque artificial que se baña con las propias aguas del río. El edificio mide 60 metros de altura, y fue el lugar perfecto para disfrutar de una vista panorámica de Amberes. Aunque el cielo seguía nublado, la suerte corrió de nuestro lado. Y a pesar de un viento que soplaba con fuerza desde el océano, la lluvia no se azotó sobre nosotros. Desde lo alto pudimos ver a lo lejos las siluetas de las grúas y contenedores del puerto de Amberes, el segundo más grande de toda Europa y uno de los más grandes del mundo. En los tiempos en que Flandes floreció como una potencia gracias al dominio español en los Países Bajos, Amberes figuró como el puerto más importante del continente, monopolizando el comercio con trabajadores provenientes de Venecia, Portugal, España y Génova. No era de extrañarse que con la mezcla de las nacionalidades expertas en la navegación y el comercio mercantil, Amberes pronto marcara su lugar en el mundo. Al igual que las ciudades neerlandesas y flamencas que ya había visitado, Amberes también contaba con su propio Red lights district, el distrito de las luces rojas, donde la prostitución y las casas de sexo son algo común, aunque difícil de fotografiar. Y en un día como aquel, parecía bastante vacío. La caminata nos llevó hacia el sur del casco viejo, a la entrada del túnel de Santa Ana, que conecta la Vieja Amberes con la Nueva Amberes, una zona más residencial. El túnel fue inaugurado en 1931 y se conserva desde entonces con el mismo modelo original. Las mismas paredes, mosaicos, incluso las mismas escaleras eléctricas de madera, que fueron las primeras en toda Europa, marcando un hito más de la ingeniería. Nosotros por nuestra parte tomamos el ascensor, un gigantesco sube y baja donde caben 40 personas, incluso con sus bicicletas a bordo. Y es que es normal para los turistas cruzar el pasaje en bicicleta. Después de todo, es más largo de lo que parece, y desde el punto donde estábamos no lográbamos ver el final. No quisimos cruzar a pie y volvimos a la superficie, para perdernos un poco en la Kloosterstraat, una vía llena de tiendas de antigüedades y curiosidades. El barrio de la Kloosterstraat fue otro gran ejemplo del amor que le tienen los belgas a los murales y al grafiti, que aunque menospreciado por muchos, para mí es toda una obra maestra de arte. Incluso el famoso Tintín no tardó en aparecer nuevamente en una de las paredes, el cómic belga más querido por todos, después de Los Pitufos, por supuesto. Caminamos de vuelta al centro y encontramos un buen mercado gourmet donde almorzar, antes de que Mark y Andrew volviesen a su hostal y yo retornara a casa de Fred. Una vez más, me despedí de un par de buenos aventureros que mis viajes me había dado el placer de conocer. Ambos se dirigían ahora a Múnich para asistir un partido de del Bayern. Les deseé la mejor de la suerte, y que por fin algún día conocieran al verdadero Alexis Sánchez, y no a una versión falsa como yo. Esa misma noche volví a Bruselas para luego viajar a París, donde pasé mis últimos días de vacaciones de invierno antes de regresar a mis labores como maestro en Lyon. Bélgica me había dado un primer vistazo de la Europa del norte, y ahora que el clima comenzaría a hacerse cada vez más cálido, era momento de pensar en destinos más soleados y coloridos.
  25. 3 puntos
    El tiempo había pasado más rápido de lo esperado desde mi llegada a Francia. Mis vacaciones decembrinas en la península itálica estaban justo a la mitad, y algo me decía que aquel 24 de diciembre no iba a ser como el resto de mis Nochebuenas. La ciudad de Nápoles y el sur de Italia son famosos por sus soleada costa y sus mediterráneos paisajes, que las diferencian del resto de las metrópolis europeas. Cualquiera hubiera deseado una Navidad en la nieve con luces y mercados callejeros. Yo, por otro lado, elegí una alternativa mucho más rústica. Mi amigo Gianpiero se encontraba en la ciudad de vacaciones y me hospedaba en casa de su familia en la comunidad de Pozzuoli, un costero y pintoresco suburbio de Nápoles. Luego de un tradicional espresso cortado italiano para desayunar, Gianpiero me llevó por las calles que lo vieron crecer desde pequeño. La historia de Pozzuoli se remonta casi paralelamente a la historia de Nápoles. Ambos puertos importantes del Mediterráneo fundados por los griegos y conquistados por los cartagineses, hasta pasar a convertirse en colonias romanas. Estos últimos son los que dejaron más vestigios en esta zona del Golfo de Nápoles, y hoy, entre las casas de los vecinos actuales de Gianpiero y su familia, el Serapeo del antiguo Foro Romano se luce como si fuera un parque más en un barrio periférico. Las ruinas romanas son algo a lo que ya me venía acostumbrando en todas las ciudades italianas y muchas otras urbes europeas. Pero Pozzuoli tenía su propio encanto. Tiendas de conveniencia, vendedores ambulantes, niños en la calle, gritos que resonaban hasta la última de las rosáceas terrazas. Una costa azul turquesa, el sonar de las campanas del mediodía, una pintura descascarada en cada vetusta pared y un olor inolvidable como el de cualquier puerto marítimo. Esta oculta zona de Italia me hacía sentir sin duda mucho más cercano a la cultura latina. Y con un sol como el de aquella mañana de Nochebuena, todo reducto de nostalgia se esfumó por sus coloridos callejones. Y entonces Gianpiero me llevó hasta la principal atracción de Pozzuoli. El conglomerado de Rione Terra, el primer núcleo urbano habitado de la ciudad. Rione Terra es una zona posada en lo alto de un pequeño cerro junto a la costa del golfo de Pozzuoli, donde se establecieron los primeros habitantes por allá del siglo II a.C. Sus calles vieron la evolución paulatina de la arquitectura, religiosidad, costumbres y tradiciones napolitanas hasta el año 1970, cuando se decidió reubicar a todas las personas que allí vivían. La causa, un peligro de colapso por los movimientos volcánicos del suelo, que ponían en riesgo a todas sus construcciones por lo mal conservadas que se encontraban. Y llegó el año de 1980, cuando un terremoto causó severos daños y derrumbes en Rione Terra, donde afortunadamente nadie pereció gracias a las medidas de seguridad tomadas con anterioridad. Pero el gobierno no permitió que los eventos geológicos dejaran en el pasado al más importante de los barrios de Pozzuoli, y hoy se presume totalmente restaurado y abierto al público, como una nueva villa que conserva todavía su espíritu antiguo. Un cálido mediodía nos sonreía en el Mediterráneo y la madre de Gianpiero me invitó a comer un bocadillo en casa antes de seguir mi visita. Dos bolas de mozzarella de bufala campana, el queso mozzarella con denominación de origen napolitano. Cuando pienso en mozzarella no puedo evitar pensar en pizza. Una bolsa de plástico con ralladura de un queso blanco que se esparce sobre una gruesa masa con salsa de tomate. Pero el mozzarella napolitano no es así. Y dos simples bolas hervidas en una olla de agua caliente acompañadas de pan y jamón me demostraron el verdadero e inolvidable sabor del que me atrevo a decir, es el tercer mejor queso que jamás he probado (los dos primeros lugares debo reservarlos al comté y al camembert franceses, por supuesto). La familia Massaro comenzaba a llegar a casa para festejar aquella Nochebuena. Un padre, una madre y una hermana mayor formaban aquella típica familia italiana. Y el tío Angello no tardó en arribar por nosotros. Aprovechando su coche, Gianpiero me ofreció el mejor de los regalos que alguien me había ofrecido en una Nochebuena por mucho tiempo. Visitar las ruinas de la antigua y mítica ciudad de Pompeya, a sólo unos kilómetros al sur de Pozzuoli. Sin dudarlo, acepté la invitación, y el tío Angello nos condujo hasta el sur del golfo napolitano, en la otra punta de la zona metropolitana. Hay quizá varias cosas que vienen a la mente cuando uno piensa en Nápoles. Pizza, la mafia Camorra y el Vesubio. La historia entera de Nápoles no puede separarse de ninguno de estos tres elementos conocidos a nivel mundial. Y así como Nápoles ha sabido salir adelante a pesar de la mafia en sus calles, también ha sabido lidiar con el monte Vesubio, el volcán más peligroso del mundo. Existe una lista con los 16 volcanes de la década, que enumera los volcanes que representan más peligro en el mundo actual, por su constante actividad y por su cercanía a zonas pobladas. Así pues, Nápoles es la zona volcánica más densamente poblada del mundo, con más de tres millones de habitantes a su alrededor. La tranquilidad y felicidad con la que viven los napolitanos me dejó estupefacto. El Vesubio puede verse casi desde cualquier punto de la ciudad, y es un constante recordatorio del poder de la Tierra bajo nosotros. Su última erupción fue en 1944, y destruyó gran parte de la ciudad de San Sebastiano. Pero no cabe duda que su erupción más famosa fue la que tuvo lugar en el año 79 d.C., que sepultó por completo a la ciudad romana de Pompeya. Cuando nos adentramos en el municipio de Pompeya todo a mi alrededor me hablaba de una moderna y civilizada ciudad. Unas 25,000 personas habitan sus calles hoy en día, y la vida transcurre con normalidad. Pero la zona arqueológica es el vivo vestigio de lo que fue una prominente colonia romana por varias décadas, hasta que el incontrolable poder geológico la hizo pagar el precio de su extraña localización. Si bien Rione Terra en Pozzuoli es el mejor ejemplo de lo que una buena prevención puede resultar, Pompeya es la otra cara de la moneda. Una cara que, espero, ninguno de mis amigos napolitanos deba pagar en sus vidas. La entrada a la zona arqueológica por la Puerta Marítima estaba casi vacía. No muchos planean una visita a las ruinas romanas en Nochebuena, pensé. Y eso para mí no era más que una ventaja, que me avisaba lo tranquila que sería aquel paseo vespertino. Entrada a Pompeya por la Puerta Marítima. En aquel entonces, la vista desde aquella entrada a la ciudad daba directo al mar Mediterráneo. Pompeya fue también un puerto de cruce importante en aquella zona del Imperio Romano. Por muchos años se creyó que Pompeya y Herculano (ciudad también enterrada por la erupción) habían desaparecido por completo. Pero en el siglo XVIII las excavaciones arqueológicas en la zona descubrieron los restos de ambas metrópolis. Pompeya fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, debido al vívido testimonio que ofrece hoy sobre el trazado y la vida cotidiana de las antiguas ciudades romanas. El nivel de conservación de muchos edificios de Pompeya es simplemente envidiable. Algo simplemente increíble a mis ojos y al de cualquiera que se adentre en sus aposentos. Pensar que aquellas construcciones vivieron bajo las cenizas petrificadas por varios siglos y hoy es posible caminar sobre ellas como en cualquier otra urbe del mundo. Los primeros restos que aparecieron frente a nosotros fueron las termas suburbanas. Los baños públicos son una constante en las ciudades romanas, y Pompeya no se queda atrás. Pero estas termas eran más bien de una compañía privada, de una dimensión menor a los baños públicos del centro de la ciudad. Entrada a las termas suburbanas. Los arqueólogos creen que existía un espacio exclusivo para las mujeres. Sus paredes y suelos conservan, incluso, pinturas que decoraban los cuartos. Aunque muchos creen que la vida de Pompeya fue inmortalizada por la erupción del Vesubio, los expertos han demostrado que no es así. Antes del año 79, diferentes movimientos telúricos hablaban ya de lo que se avecinaba en un futuro cercano. Y en el 62 d.C. un terremoto destruyó varios edificios de la ciudad, Se cree que muchos pobladores abandonaron la ciudad. Algunos dejaron sus tesoros escondidos para cuando las cosas se calmaran poder volver por ellos. Así, las termas son algunos de los edificios que en el momento de la erupción se encontraban todavía en restauración para enmendar los daños del terremoto. Del mismo modo, el templo de Venus se encontraba en obras en el momento del siniestro. Muchos otros templos religiosos denotan la religiosidad de la que gozaba la ciudad, con monumentos construidos en honor al dios Júpiter, Apolo y una Basílica, el edificio religioso más importante de la antigua Pompeya. Restos del templo de Júpiter. La zona más alucinante es, como siempre, el foro, el corazón cívico y comercial de todas las ciudades romanas. Se encontraba rodeado de algunos templos y de columnas, algunas de ellas todavía en pie. Poseía en su centro estatuas del emperador, de la familia real y de algunos otros personajes importantes de la época. Las figuras que se encuentran en la zona arqueológica de hoy no son todas precisamente del siglo I d.C. Algunas son sólo recreaciones creadas por artistas para hacer ver al foro como normalmente se decoraba en el pasado. Durante las excavaciones se encontraron algunos objetos que los comerciantes exponían en el foro, y que dejaban ver la típica vida del centro de la ciudad. Incluso se encontró una queja escrita hecha por algún ciudadano en una de las tablillas públicas, donde suplicaba no hacer tanto ruido en las calles mientras las personas dormían. Desde el foro se asomaba el imponente monte Vesubio en el fondo, presumiendo su fuerza natural sobre toda Pompeya y el golfo napolitano, y recordándonos siempre el diminuto espacio que ocupamos los humanos en este mundo. Los maravillosos paisajes del foro eran igual de bellos que las calles empedradas de Pompeya, ladeadas por los restos de las casas donde antiguamente vivían sus ciudadanos. En una pequeña colina con vista al mar se erguía otro foro, llamado el foro triangular, que era un segundo núcleo cívico de la urbe. Junto a él, los edificios de espectáculos se encuentran todavía en decentes condiciones para su visita. Es el caso del teatro grande y el teatro pequeño, donde se llevaban a cabo eventos musicales, de teatro y poesía, al estilo del antiguo mundo griego helenístico. El cuartel de los gladiadores deja descubrir también la fuerte tradición romana de aquel famoso espectáculo romano. En Pompeya esta práctica fue prohibida durante 10 años por el emperador Nerón, debido a disturbios ocurridos en su anfiteatro. La zona arqueológica era más grande de lo que había imaginado. Aunque la mayoría de los edificios más emblemáticos se encuentran en la zona cercana a la puerta marítima. Más al fondo, son casi solo los barrios residenciales que exponen un poco del estilo de vida en los suburbios. Es en esta área donde se resguardan algunos de los cuerpos petrificados que se conservaron tras la erupción. Durante las excavaciones, muchos de estos restos tenían huecos en su interior. Los arqueólogos decidieron rellenarlos con yeso para reproducir las posiciones exactas de los lamentables y horribles últimos momentos de vida de aquellas infortunadas personas. Algunos cuerpos se hallaron cubriendo sus caras con pañuelos. Otros abrazando sus pertenencias más valuadas. Algunos otros junto a una botella de veneno, confirmando un suicidio. Y los perros guardianes aún amarrados en las puertas de las casas muestran el terror de vivir una erupción volcánica en carne propia. Con la tranquilidad de una Nochebuena en Pompeya, Gianpiero, Angello y yo nos sentamos a tomar un café en el restaurante del centro de visitantes, sin mirar la hora que marcaba entonces el reloj. Al salir, las puertas laterales del complejo estaban cerradas. No había más gente caminando por las calles. El sol comenzaba a ocultarse en el horizonte y verdaderamente teníamos miedo de que nos hubiesen dejado encerrados en Pompeya en plena víspera de Navidad. Gianpiero corrió y gritó en cada rincón, pidiendo a alguien ayuda para poder encontrar la salida. Hasta que una mujer salió del baño y nos llevó con sus llaves hasta la puerta principal, que se encontraba entonces ya cerrada. Sin más que agradecer por una tarde de paseo en la histórica ciudad romana, Angello nos condujo de vuelta a Nápoles, y me dejaron en la estación Garibaldi para tomar el metro. Aquel día la casa de Gianpiero estaba llena, y lo mejor para mí era quedarme en un hostal. Sin embargo, la calidez de los napolitanos no me permitiría pasar la Nochebuena a solas. Así que unas horas más tarde pasaron nuevamente por mí para llevarme a casa de la abuela, donde una deliciosa cena se servía ya en la mesa principal. Scarole. Un plato de scarole con típicas verduras de Campania. Un plato de spaghetti con almejas y tomate, cuya pasta por supuesto era artesanal, y no industrial. Spaghetti alle vongole. Dos platos de orata y bacalao, pescados típicos para la temporada navideña. Y para terminar, una barra de postres que me dejó con el estómago más que satisfecho. Higos con nuez y pistache, un zeppole (rosquilla azucarada), una torta cassata y el famoso struffoli. ¿Hay algo mejor que la comida de una abuela? Sólo quizá la comida de una abuela napolitana en Navidad. Sin importar que mi italiano fuera nulo, con el espíritu navideño y la traducción de Gianpiero, aquella Nochebuena fue sin duda una experiencia inolvidable (y exquisita, como todo en Nápoles). Al otro día, me tocaría recorrer la ciudad a solas. Así que al salir del hostal, subí hasta la colina del castillo, desde donde se tienen las mejores vistas de Nápoles. A pesar del contraste de su zona histórica con el nuevo y moderno barrio financiero, las panorámicas desde el castillo confirman la teoría de que Nápoles es la ciudad de las cúpulas. Una de las ciudades con más iglesias católicas en el mundo. Bajé una escalinata que me llevó hasta el quartieri espagnoli, el barrio español. Una zona que muchos no se atreverían a recorrer. ¿La razón? La alta presencia de la Camorra. Así como el Vesubio es parte de la vida napolitana, la mafia (conocida como Camorra) es desafortunadamente una realidad que sigue viva en la ciudad. Aquello no quiere decir que día a día haya tiros en las calles, gente muerta o secuestrada. Pero la Camorra está allí, a veces invisible a los ojos del ciudadano común. Una de las causas de la degradación de Nápoles y por lo que muchos italianos del norte temen visitar el sur. A pesar de que la Camorra carezca de un nivel jerárquico y bien organizado, como la Cosa nostra siciliana, el cobro de piso, el tráfico de droga y su indudable infiltración en la política y comercio de la ciudad hace difícil que Nápoles sobresalga al igual que muchas otras ciudades italianas. Para un mexicano como yo, la presencia de traficantes invisibles en las calles y barrios poco atractivos al turismo no eran razón para odiar aquella bella ciudad. Muchos menos en Navidad. La Vía Toledo me llevó hasta la Plaza Plebiscito, una de las más grandes de Nápoles. Desde allí es posible ver el castillo en lo alto y algunos edificios públicos emblemáticos. La plaza tiene su propio atractivo en dos estatuas de caballos posadas de manera paralela. Es una costumbre napolitana intentar caminar entre los dos caballos con los ojos vendados desde el principio de la plaza. Cuenta la leyenda que nadie lo ha logrado. Yo hice el reto y tampoco lo logré. El paseo marítimo lucía casi vacío, algo normal para ser Navidad. Pero me dejó contemplar imágenes inolvidables del golfo napolitano y el Vesubio como su guardián. El Volcán de Fuego en Guatemala, el Eyjafjallajökull en Islandia o el Kilauea en Hawai pueden parecer aterradores. Pero el Vesubio es para muchos geólogos uno de los peores monstruos terráqueos, que puede despertar en cualquier inoportuno momento de la vida de los napolitanos. Lo que para mí pareció una increíble postal navideña, para muchos científicos es un indudable riesgo. Una ciudad que ha sabido sobrellevar su vida a los pies de una viva caldera, es sin duda también una ciudad que debe ser visitada al menos una vez en la vida. Por su gastronomía, por sus paisajes, por su historia y, sobre todo, por su gente. Gianpiero, su familia y los napolitanos me dieron una de mis mejores vacaciones navideñas en mi vida. Al otro día por la mañana sería tiempo de partir, y volver al norte de Italia para adentrarme en el Renacimiento.
  26. 3 puntos
    El día siguiente a la Navidad siempre es difícil despertar y tomar la decisión de salir de la cama. Sobre todo en mitad de un invierno Europeo. Pero mi elección de pasar Nochebuena en Nápoles, al sur de Italia, me estaba dando unas fiestas mucho más cálidas. No obstante, luego de pasar toda la noche jugando Texas Hold’em Poker en casa de mi amigo Gianpiero (y de haber ganado 40 euros en apuestas), levantarme fue sin duda una situación complicada. Pero logré llegar a la estación Garibaldi temprano por la mañana para tomar mi bus hasta Florencia, mi próximo destino en la península itálica. Las carreteras aquel 26 de diciembre lucían, sin duda, mucho más desiertas que los días anteriores, cuando el tráfico atestaba las autopistas de toda Italia (y con certeza, de muchos países del mundo cristiano). Así que mi arribo a Florencia no se retrasó, como había acontecido en mis trayectos pasados. Y cerca de las 4 p.m. había llegado a mi hostal, en el centro de la ciudad. La niebla cubría para entonces toda la superficie de Florencia. Sólo había reservado dos noches allí y tenía miedo de que la neblina no se esfumara. Visitar una Florencia grisácea no es precisamente el sueño de los que viajan hasta ella. Los hostales en Italia habían resultado los más baratos de toda mi estadía en Europa. Incluso en temporada navideña, los precios no subían de los 12 euros por noche. Aunque, como el resto de los hospedajes en el país, el hostal me cobró un cititax obligatorio, cuyo dinero va directamente a la prefectura citadina. Los encargados eran nada más y nada menos que dos chicos de Bangladesh y Pakistán, que habían emigrado ya hace algún tiempo a Europa, en busca de mejores oportunidades. Para esa hora, la noche casi había caído por completo sobre nosotros, y luego de dejar mis cosas en la habitación, salí a buscar un buen restaurante con Manuel, Lindsay y Sahra, un argentino y dos australianas con quienes compartiría el cuarto durante mi estadía. Muchos italianos me habían recomendado probar el steak fiorentino, un enorme trozo de filete de res que representa el platillo más típico de la ciudad. Pero por 45 euros el kilogramo, ninguno de nuestros bolsillos pudo pagarlo, y terminamos comiendo un enorme plato de pasta carbonara. De vuelta en la posada, los anfitriones nos llevaron a un bar local para probar la fiesta en Florencia, que no era precisamente lo que llegué buscando hasta allí. Pero con la presión social del enorme grupo de jóvenes que nos hospedábamos juntos esa noche, acepté ir por una cerveza antes de volver a descansar. Los escasos 10 euros que había pagado por aquella noche en el hostal tuvieron una lógica respuesta al día siguiente. El alojamiento paga solamente dos encargados, y una señora que hace toda la limpieza entre las 10 y las 16 horas. Así que los anfitriones nos pidieron a todos, sin excepción, salir del hostal en ese horario, en el que ellos se van y cogen la llave consigo. Con sólo dos baños para todos, fue necesario aguardar un prolongado turno para tomar una rápida ducha, y salir sin haber descansado muy bien para comenzar a conocer la ciudad. Lindsay y Sahra decidieron acompañarme, y se nos unió Caio, un brasileño que estudiaba inglés en Londres por algunos meses. Lindsay y Sahra representaban las dos caras de Australia. Lindsay, la chica seria, inteligente, amante del arte y la fotografía, que se había criado en un país primermundista y estaba consciente de la suerte con la que corrió. Y ahora se encontraba en Italia para empaparse con su arte. Sahra, por el contrario, era la típica chica rubia, extrovertida, descendiente de suizos, que viajaba por el mundo aprovechando su dinero para volverse loca y probar un poco de todo, incluyendo por supuesto cada bebida alcohólica disponible. Caio me recordaba un poco a mí mismo, cuando a los 21 años salí por primera vez de México para empezar a conocer el mundo, sin saber mucho de ello y siguiendo la corriente de lo que el resto me contaba. Su inglés, en efecto, estaba mejorando mucho. Aún con nuestras cuatro extrapolares personalidades, Florencia era sin duda una parada obligatoria. Y para suerte de todos, el sol salió como nunca en muchos de mis días en Europa. Las multitudes en Florencia no deben ser algo extraño en ninguna temporada del año, tomando en cuenta la fuerza de atracción que posee para el turismo internacional. Pero el día después de Navidad, queda claro, es uno de los más asediados. Con o sin GPS en la mano, visitar los principales puntos no era una tarea difícil. Bastaba solo con seguir el mismo rumbo que el resto de los turistas. Y el primero de esos rumbos nos llevó al pie del Duomo de Santa María del Fiore. La catedral de Florencia es imponente desde cualquier punto que se le admire. Pero nos recibió mostrando su cara principal, la fachada de Giotto. Aunque se atribuye su construcción a Giotto, uno de los primeros arquitectos renacentistas del mundo, fue diseñada, demolida y reconstruida varias veces por varios artistas florentinos. Las tres puertas de bronce, los nichos de los doce apóstoles en lo alto y la exquisita combinación de mármoles blancos, verdes y rosas forman una composición neogótica que nos cautivó a todos, sin importar nuestra religión u origen. El campanario, también atribuido a Giotto, se posa al lado de la iglesia, como en muchas catedrales italianas, separado del resto de la estructura. Pero la fachada tan solo esconde lo mejor del Duomo, uno de los íconos más reconocidos de Florencia a nivel mundial: su cúpula. Esta estructura de 45 metros de diámetro y 100 de altura es una obra maestra del arquitecto Arnolfo di Cambio, quien enfrentó múltiples retos para su elaboración. Se trata de la primera cúpula octagonal construida sin un armazón de madera, y es hoy todavía la cúpula de albañilería más grande del mundo. Para su construcción Arnolfo tuvo que diseñar él mismo máquinas elevadoras y grúas para izar las piedras más grandes. Incluso se utilizó una grúa para el tejado diseñada por el mismo Leonardo Da Vinci. Todo ello terminó en un importantísimo aporte a la arquitectura y el arte global, que dio cabida al Renacimiento, una vez terminada la Edad Media. La catástrofe causada por la Peste Negra, el controversial cambio del papado a Aviñón (en Francia) y el Gran Cisma de la iglesia católica hicieron que muchos europeos pusieran en duda los valores medievales, surgiendo una nueva corriente humanista, centrada en el ser humano y no en Dios. En ese contexto, los florentinos se levantaron contra la oligarquía que los gobernaba, dando ascenso al poder a las familias más poderosas de la ciudad, la más famosa de ella fueron los Médici. Una familia de ricos banqueros (fueron también banqueros del Papa) que finalmente heredaron un estado entero como los Grandes Duques de Toscana. La preocupación por el dinero, incentivar el comercio y la banca llevó a los Médici a ser los patrocinadores de innumerables investigaciones científicas y de artistas que el mundo entero recordaría por siempre. Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Botticelli, Donatello, Rafael, Brunelleschi... La enorme lista de artistas y científicos que cuestionaron al medievo, hicieron una revisión a la antigüedad clásica grecolatina, haciendo florecer al Renacimiento, el nuevo nacer de las ciencias y las artes occidentales. Florencia se convirtió así en la cuna del Renacimiento, y eso puede verse en cada uno de sus rincones, declarados por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. En la Piazza della Signoria, unas cuadras al sur de la catedral, los torrejones de ladrillo marrón dejan ver el origen medieval de la ciudad florentina. El Palazzo Vecchio (o palacio viejo, en español) funciona todavía como sede del ayuntamiento. Pero los guardias del edificio y de toda la plaza son el ejemplo más claro de lo que los artistas renacentistas querían retomar de la era clásica. La belleza humana y su mitología. En el centro, la fuente de Neptuno es una de las obras más conocidas de Ammannati. Frente al ayuntamiento, una estatua de Hércules y Caco vigilan con recelo la ciudad que los vio renacer. Pero el guardián más famoso de la plaza es, sin duda, el David de Miguel Ángel, una de las obras del Renacimiento más célebres del mundo. Aunque los analistas han encontrado inconsistencias en la estatua que se contraponen a los principios renacentistas (por ejemplo, sus manos y la cabeza son más grandes de lo estipulado por el Hombre del Vitrubio), muchos lo consideran la perfección artística de la belleza humana. El rey bíblico que derrotó a Goliat fue una de las tantas obras que los Médici encargaron a Miguel Ángel y a otros artistas de la época. Y aunque originalmente fue emplazado frente al ayuntamiento, el original se encuentra hoy en día en la Galería de la Academia de Florencia. Y en su lugar, hoy se coloca una copia. El David fue un símbolo del poder de la República de Florencia durante siglos, sobre todo ante los Estados Pontificios. Y aunque la república ya no existe más (pasó a formar parte del Reino de Italia en 1861), la escultura sigue siendo un fuerte símbolo de orgullo para los italianos y todo el mundo occidental. Y aunque no tan famosas, otras esculturas nos dejaron fascinados al sur de la plaza. En la Logia dei Lanzi, las figuras de Perseo, o El rapto de las Sabinas, para mí tienen la misma perfección que sus hermanos Neptuno y David. Un enorme gentío se aglutinaba para eso del mediodía fuera de la Galería de los Uffizi, el primer museo del mundo en cuanto a arte renacentista se refiere. Una visita a Florencia no está completo sin avistar sus obras al interior. Sin embargo, tal parecía que la única viajera responsable había sido Lindsay, quien había comprado su boleto de entrada con antelación, y una guía la esperaba para comenzar la visita en inglés que ella tanto aguardaba. Para el resto de nosotros el ingreso no fue posible. Ni por el día ni por la hora. Y teniendo que coger un tren al otro día temprano, mi oportunidad se esfumó de mis manos. Aunque un poco cabizbajo, sabía que Florencia por sí misma es una obra de arte. Muchas ciudades italianas lo son, eso me había quedado claro con Roma, Venecia y Verona. Así que seguimos con nuestra caminata para seguirnos deleitando con el Renacimiento frente a nuestros ojos. La galería nos condujo justo al lado del río Arno, que divide la ciudad de este a oeste. Para atravesarlo existen varios puentes, pero el más solicitado por los turistas es el Puente Vecchio. Es considerado uno de los puentes más hermosos del mundo. Y su nombre (puente viejo) se debe a su origen medieval. Reconstruido totalmente con piedra sobre tres arcos, siempre se trató de uno de los principales centros de comercios, ya que sobre él se yerguen tiendas, hoy la mayoría de ellas de joyería. Una leyenda cuenta que sobre el puente no se pagaban impuestos, y así se originó su fama comercial. De hecho, la palabra “bancarrota” nació precisamente allí. Se dice que cuando un comerciante no podía pagar sus deudas, los soldados rompían su mesa: banco rotto. Inhabilitados para comprar cualquiera de sus joyas, Sahra, Caio y yo seguimos andando al otro lado del río, hasta toparnos con el Palacio Pitti. Río Arno. Aunque su belleza no se compara con la encontrada al otro lado del río, se trata también de un edificio renacentista, que fue comprado por los Médici y se convirtió en la residencia de los Duques de Toscana. Hoy funciona como un museo de arte más. Palacio Pitti. Seguimos nuestra ruta hacia el lado este, guiándonos por los senderos en Google Maps. Aunque esta vez la tecnología falló, y nos llevó solo a toparnos con pared. Pero se trataba de una pared más bella de lo normal. Una antigua muralla que protegía a la ciudad hasta el Fuerte de Balvedere, en lo alto de una colina. En la colina adyacente llegamos hasta uno de los más bellos puntos de la ciudad. El mejor mirador para disfrutar de Florencia en toda su plenitud. En la Piazzale Michelangelo (dedicada por supuesto al artista florentino) se posa también una copia del David. Pero su principal atractivo no es ese, sino las increíbles vistas que desde allí se tienen. Sahra y Caio en la Piazzale Michelangelo. Si bien había aprendido que Nápoles es la ciudad de las cúpulas, ninguna de ellas podía igualar a la enorme cúpula de la catedral florentina, que deja en claro por qué sigue siendo considerada la cuna del Renacimiento. La Basílica de la Santa Cruz también juega un papel importante, ya que es el segundo punto que mejor puede apreciarse desde lo alto. El sol nos había sonreído como nunca, iluminando cada pequeño rincón de aquella hermosa ciudad. Con un panorama así nunca nadie querría irse de Florencia, Ahora entendía por qué otros viajeros habían reservado más de dos noches en ella. Sin embargo, era un poco tarde para mí. Pero quise disfrutar el resto de mi día sin preocupaciones. Así que bajamos la colina y buscamos un buen almuerzo antes de continuar. Una pintoresca terraza nos ofreció un buen plato de risotto por un excelente precio. El mejor risotto que he probado en mi vida. Con el estómago satisfecho, volvimos a cruzar el río, esta vez en dirección norte, cuando el sol comenzaba a bajar hacia el horizonte. En la Piazza di Santa Croce tuvimos la mejor perspectiva de la Basílica de la Santa Cruz, que habíamos admirado desde arriba. Aunque menos famosa que el Duomo, su fachada gótica de mármoles sigue haciendo de ella un excelente exponente más del Renacimiento florentino. Los callejones del centro nos llevaron de vuelta al Duomo, que se iluminaba ahora desde el otro lado de su fachada. Un árbol de Navidad junto a él en la explanada era el recuerdo de lo que esas vacaciones eran para todos. Una de las mejores fiestas decembrinas en uno de los mejores lugares del mundo. La Plaza de la República, mucho más moderna que el resto de la ciudad, era el centro donde niños y adultos jugaban en los carruseles y compraban golosinas para apaciguar el frío, que entonces comenzaba a hacerse más fuerte. Por las calles de ladrillo medieval y estatuas de mármol en sus paredes, volvimos al Puente Vecchio para ver el atardecer. Pero las bajas temperaturas y la humedad volvieron a hacer de las suyas, y dejaron caer nuevamente una densa niebla sobre todos. Con una visibilidad de pocos metros, no nos quedó otra opción que volver al hostal y disfrutar de la pasta night, una cena comunitaria con pasta (mucha pasta) para todos los huéspedes, tras la que siguió otra noche de vino, cerveza y baile en un bar local. La mejor cara renacentista de Italia había sido increíble. Pero al otro día me esperaba otra de sus caras, una mucho más cálida y mediterránea.
  27. 3 puntos
    Mientras el resto de los viajeros con quienes me hospedé en Florencia tomaban un autobús hacia Roma para cumplir con la típica ruta turística de Italia, aquella mañana yo me dirigí hacia la costa mediterránea. Y aunque descendí del tren en Pisa, mi intención no era pasar el día allí. Aún con su famosa torre ladeada, yo me incliné por otra opción. Una que llevaba años esperando poder conocer. Mis vacaciones decembrinas casi llegaban a su fin. Italia había sido un cálido y barato destino para pasar la Navidad. Aunque para año nuevo pretendía estar de vuelta en Lyon. Retomar las clases el 2 de enero es siempre una tarea fuerte, y más valía estar bien descansado. Y viviendo no tan lejos de la frontera norte con Italia, la costa del mar de Liguria es escenario de otros de los múltiples Patrimonios de la Humanidad que el país resguarda, y que no quería perderme por nada del mundo. Así que tras pocos minutos de escala en Pisa cogí el próximo tren a La Spezia, una provincia perteneciente a la región de Liguria. La Spezia no tiene mucho para ver. Pero una enorme multitud de turistas llegaron esa mañana a su estación de trenes y esperaban junto a las vías por el próximo vagón. Caminé hacia el punto de información turística y pedí los precios para visitar Cinque Terre, los cinco pueblos más mágicos de la costa italiana. Debido a la fama que estas cinco pequeñas villas han tomado durante los últimos años, existen hoy diferentes paquetes para los turistas. Algunos incluyen un pase de tren válido por tres días, otros por una semana; pero el más solicitado es el pase de un día, mismo que compré por solo 13 euros. Con aquel ticket era posible durante todo el día tomar cualquier tren entre las ciudades de La Spezia y Levanto y bajar en cualquiera de las cinco estaciones, pertenecientes por supuesto a los cinco pueblos. Eran menos de las 9 de la mañana y los andenes estaban ya repletos, en su mayoría, por chinos, algo que no me sorprendía en lo absoluto. Así que mi primer trayecto desde la Spezia no fue algo confortable. 15 minutos en los que muchos de los pasajeros, incluyéndome, nos balanceábamos parados sin tener un soporte de dónde sostenernos, y respirando hacinados el mismo aire en el que muchos tosían. Aunque algunos tomaron la decisión de seguir de largo hasta la última estación para evitar la conglomeración de turistas, decidí bajar en Riomaggiore, la primera estación después de la Spezia y el más oriental de todos los pueblos. Los pueblos de Cinque Terre son originalmente pueblos de pescadores y campesinos, aunque hoy muchos de sus habitantes viven por supuesto del turismo. Aún así, mis primeros pasos en Riomaggiore me hicieron ver que la vida en aquel diminuto rincón del Mediterráneo acontece como en cualquier otro sitio, con comerciantes de frutos, ropa, bebidas y todos los oficios que a uno se le venga a la mente. Sin embargo, bastó avanzar un par de metros para descubrir que se trata de una villa italiana que nació hace poco menos de ocho siglos. Las fachadas de sus edificios denotan el cliché más vivaz de las ciudades mediterráneas de Italia, con coloridas pinturas y ventanas de madera que dejan filtrar la eterna luz solar. Era sin duda un paisaje que me recordaba a Marsella, sobre todo al barrio Le Panier en su zona centro. Pero al llegar a la costa todo cambió, y Cinque Terre dejó en claro la razón por la que se encuentra en la lista de patrimonios italianos. La particular geografía de la costa de Liguria no impidió a sus antiguos habitantes construir pueblos pesqueros a sus orillas, respetando siempre la ecología y el paisaje que los rodea. Aunque eso no es lo único sorprendente. Al voltear la mirada más allá de sus edificios, Riomaggiore dejó entrever las avanzadas técnicas de agricultura que sus pobladores desarrollaron para aprovechar los terrenos verticales en los que se encuentra emplazada. Así que no solamente se trataba de un mágico y colorido pueblo italiano, sino de una avanzada técnica de producción en un lugar sumamente pequeño. Caminar bajo o sobre los tejados de Riomaggiore fue simplemente una experiencia maravillosa. De aquellas que me hicieron abrir los ojos y darme cuenta de que estaba parado allí. Pero alejarse un poco del pueblo es una buena decisión. Aunque caminar por su embarcadero, sus cafeterías, sus tiendas y rúas son elementos exquisitos, la mejor vista de Riomaggiore se tiene desde los acantilados que la rodean, que dejan ver el conjunto de todo aquello en una misma y emblemática postal. Observar la costa mediterránea es siempre un deleite. Pero hacerlo desde Cinque Terre fue sin duda un momento memorable. Aunque el encanto de Riomaggiore es hipnotizante, la dimensión de los pueblos no permite a la compañía de trenes hacer decenas de trayectos por día. Junto con el boleto, la oficina de turismo me dio una tarjeta con los horarios de llegada y partida de los trenes hacia cada una de las estaciones, que normalmente salen en el transcurso de una a una hora y media. Así que para poder visitar los cinco pueblos de Cinque Terre en un solo día es importante no dejar pasar el próximo tren. Entonces caminé de vuelta a la estación y aguardé por el próximo vagón. Esta vez el tren iba casi vacío. Algunos turistas habían reservado una noche en Riomaggiore. Otros se maravillaron con su belleza. Otros quizá perdieron el tren. El siguiente pueblo a visitar fue Manarola, quizá el menos famoso de Cinque Terre. No muchos turistas gustan de quedarse allí. Su embarcadero es mucho más pequeño. Las posadas y restaurantes tienen vistas menos atractivas. Y desde su orilla nada más que el azul del mar y los acantilados son alcanzados por la vista. Sus calles, sin embargo, mantienen todavía el vivo colorido que caracteriza a Cinque Terre. Como adivinando el itinerario perfecto, el próximo tren no tardó más de 40 minutos en salir de la estación de Manarola. Mis opciones eran tomar ese o esperar una hora más para continuar al siguiente. Y esperando una mejor vista para la hora del almuerzo, continué hasta Corniglia, el tercero de los pueblos. Cinque Terre fue declarado Patrimonio de la Humanidad desde 1997. No sólo por sus pueblos, sino por la hermosa geografía en la que fueron construidos. A partir de entonces, se creó el Parque Nacional de Cinque Terre, por el que hoy existen senderos para llegar caminando de un pueblo a otro. Si bien los senderos deben ofrecer hermosos, pero agotadores paisajes a sus visitantes, un viaje en tren por Cinque Terre es una experiencia alucinante. La estación de Corniglia nos dejó justo frente a la costa de Liguria, a diferencia del resto de las estaciones, que se ubican más bien en túneles que penetran los acantilados de arenisca. Desde las vías se asomaban en lo alto las pintorescas casas que se acomodan en los precipicios, casi como obras perfectas de la naturaleza. Corniglia fue así, el más difícil y cansado de los pueblos. Para llegar a él debí subir varios escalones desde su estación, cargando siempre conmigo mi inseparable mochila, en la que transportaba temporalmente mi vida. Pero todo valió la pena al llegar a la cima, a las rúas de piedra custodiadas por floreados balcones y verdes ventanales de madera. ¿Cuánto costaría vivir en una de esas casas?, me pregunté. Vaya suerte con la que corrían aquellos afortunados que heredan una propiedad en una tierra tan mágica. Aunque para ser sincero, la mayoría de las personas locales simulaban tener más de 60 años. Personas que quizá eligieron Cinque Terre como la mejor opción para su retiro de la vida laboral. Corniglia era el vivo cliché de la postal mediterránea. Ciudades mal trazadas, adaptadas a la costa, con casas de diferentes tamaños, colores, materiales, formas, ornamentación. Un pueblo que demuestra que la imperfección a veces puede ser perfecta. Un pasillo desde la plaza principal me llevó a la abrupta costa de uno de los acantilados, bajo el que las olas de un azul turquesa golpeaban con esmero las piedras blanquecinas. No había mejor lugar para el almuerzo, pensé. Y volví a la plaza principal para buscar un lindo restaurante. Un buen plato de lasagna ragú no solo cambió mis ansias. Me dio un orgasmo bucal imposible de olvidar. Italia no es solo un viaje de turismo. Es una vivencia gastronómica que ni yo, ni nadie, querría que terminase nunca. Y así como nunca hubiera querido irme de Corniglia, era tiempo de moverme si quería conseguir ver las cinco tierras de Liguria. Y bajé los escalones hacia las vías del tren, que me llevaron a Vernazza, el penúltimo de los pueblos. Desde su entrada Vernazza parecía sin duda uno de los pueblos más turísticos y cotizados de todos. Las filas de turistas andando por su calle principal eran parte innata de su paisaje. Además, Vernazza es el lugar ideal para comprar uno de los múltiples recuerdos que los comerciantes venden de Cinque Terre. Camisas, tazas, imanes, postales, llaveros, alhajas, figuras en miniatura. No faltaban por supuesto los restaurantes y heladerías colmadas de asiáticos y niños que rogaban por otra bola de gelato. Pero la magia de la vía principal no estaba en ella, sino al final de su camino, cuando las piedras se topan con el mar. El embarcadero de Vernazza es sin duda el más hermoso de Cinque Terre, ya que deja ver cada uno de los elementos que forman parte de su encanto. Sus colores, sus acantilados, sus cultivos, su capilla, su ensenada, su gente. Y al voltear la cara hacia el otro lado, el último de los pueblos se asoma entre el verde de los riscos, iluminado por un sol que comenzaba a descender. Pero lejos del embarcadero, Vernazza resguardaba también otro atractivo del que pocos turistas se enteraban. Bastaba andar algunas calles hacia el este, serpenteando por sus callejones y escaleras de piedra, por el que muchos visitantes adoran perderse. Y un túnel bajo el acantilado conduce a la única playa de Vernazza, escondida del resto del pueblo por un risco que se cubría con una malla para evitar un posible derrumbe. Un baño en el Mediterráneo entonces por supuesto no era una opción. El invierno de diciembre no permite a muchos un agradable momento en sus aguas. Pero contemplar las olas al nivel del mar es siempre un deleite digno de agradecer. Volví rápidamente a la estación antes de que el próximo tren me dejase. Y pocos minutos después la locomotora apareció desde la oscuridad del túnel. Llegué a Monterosso poco antes de las 4 de la tarde. El más occidental y grande de los pueblos es una buena manera de terminar el recorrido. Desde el principio Monterosso mostró claramente que se trata del pueblo más fácil de recorrer, ya que cuenta con una larga línea de playas tras la que se posa un malecón turístico. Así que para andar por Monterosso no hacía falta subir y bajar muchos escalones, como en el resto de las villas construidas en terrenos muchos más escarpados. Monterosso me pareció lo más moderno de Cinque Terre, con coches estacionados en las orillas, calles de concreto, tiendas de conveniencia con una mayor cantidad de productos y hoteles mucho más prominentes. No obstante, sumergirse en sus calles seguía siendo una experiencia increíble. Si bien la señalización o su pequeño tráfico lo diferencian mucho, sus terrazas y callejones son inolvidables. Volví al malecón, donde parejas y grupos de amigos se aglomeraban para ver la puesta de sol, que comenzaba poco a poco muy cerca del risco contiguo que daba fin al parque nacional. Yo por mi parte pensé que admirar el atardecer en Vernazza sería una mejor idea. Los acantilados no estorbaban tanto a la luz del sol. Y seguro que ver su embarcadero iluminado por los colores de un ocaso sería algo que no querría perderme. Corrí entonces a la estación y tomé el tren de vuelta a Vernazza antes de las 5 de la tarde. Me apresuré a caminar hasta su embarcadero, que se encendía entonces con el rojo vivo del intenso sol. En efecto, no había nada que estorbara los rayos de luz. Solo las oscuras siluetas de las lanchas que navegaban, y la sombra de los turistas que se sentaban a la orilla del malecón. Contemplar un atardecer en aquellas circunstancias hacían cuestionarse la idea de tomar una foto. Quizá sentarse, sin pensar ni hacer nada, era una mejor decisión. Un momento para recordar mi visita a Cinque Terre. El 2016 estaba casi por terminar y aquella puesta de sol me dio uno de los mejores momentos de mi año, cuando otro de mis objetivos de viaje culminó por ser cumplido. Las luces de Vernazza poco a poco comenzaron a encenderse, dándole a Cinque Terre una vida diferente, llena de pizza, café, música relajante y velas en sus mesas. Un destino elegido por muchos como el más romántico del mundo. El último tren me llevó hasta Levanto, la ciudad al norte del parque nacional donde se da por terminado el ticket turístico. Allí compré un boleto para mi último destino en Italia, antes de volver a Francia para recibir el próximo año.
  28. 3 puntos
    La mejor manera de lidiar con el frío en Europa tenía una sola respuesta para mí: viajar. Las temperaturas no dejaban de descender recién comenzado el 2017, y si bien el invierno no es mi temporada favorita para viajar, no me quedaba más remedio para escapar un poco de mi rutina en Lyon. Así pasé un fin de semana en Toulouse, la ciudad rosa de Francia, que me regaló tardes soleadas en bicicleta por sus calles adoquinadas y fachadas de rojizos ladrillos, junto con mi amigo Benjamín, a quien había conocido en México. Pero antes de volver a Lyon, era imperativo hacer una escala a 100 kilómetros al este de Toulouse, en un pequeño pueblo de Occitania que creí que difícilmente me enamoraría más de lo que Toulouse había ya hecho. Aquel lunes, cuando todos los franceses volvían a su rutina normal de trabajo, yo había logrado pasar mi clase para el siguiente viernes. Con un día libre más, cogí el primer tren matutino hacia Carcassonne, y di las gracias a Benjamín por haberme hospedado por dos confortables noches. La estación central de Carcassonne era bastante pequeña, lo que me daba a entender la minúscula magnitud del pueblo, del que poco había leído en el pasado. Antes de salir y enfrentarme a la fría mañana exterior, tomé mi ya rutinario croissant con un café y un jugo de naranja, lo que se había vuelto mi típico desayuno francés. A solo unos pasos de la estación, el Canal du Midi volvió a aparecer frente a mí. Aunque poco sorprendente para los ojos de un hombre contemporáneo, el Canal du Midi fue la obra de ingeniería más revolucionaria del siglo XVII, ya que logró conectar por vía fluvial al océano Atlántico con el mar Mediterráneo. Las embarcaciones fueron el principal transporte en el mundo hasta la llegada del ferrocarril en el siglo XVIII, y aunque el Canal du Midi no se compara con la magnificencia del Canal de Suez o el Canal de Panamá, fue el precursor de estos, y por ello es hoy una atracción turística declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Aunque el Canal du Midi y sus esclusas me regalaban el reflejo de un hermoso cielo azul, no era aquello lo que me dejaría atónito aquella mañana, y con certeza no era lo que me había llevado hasta los rincones de ese pueblo del sur francés. Atravesé el centro de la ciudad baja, lleno de tiendas y comercios que apenas comenzaban a abrir sus puertas al público. En un sitio como aquel, un lunes por la mañana no tenía en absoluto la misma oscilante actividad que en el resto de las ciudades modernas. Al sur del centro de Carcassonne, un puente me atravesó al otro lado del río Aude, cuyo territorio conserva aún las casas medievales en la que solían vivir los habitantes de la ciudad. Hoy la mayoría son comercios dedicados al turismo. Restaurantes, posadas, tiendas de artesanías y souvenirs. Aunque poco se oye hablar de ella fuera de Francia, Carcassonne representa uno de los centros turísticos más visitados del país galo. La vista encima de la ciudad vieja me hizo ver el porqué. En lo alto de la colina adyacente, una enorme ciudadela con torres de castillo se posa todavía como si el tiempo se hubiera detenido, congelado diez siglos atrás. La ciudad histórica fortificada de Carcassonne es la ciudad medieval mejor conservada de Europa, y con mérito le ha hecho merecer el título de monumento histórico por el Estado francés y el de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Para llegar a la ciudadela debí rodearla por algún tramo, a lo largo de una de las calles de la ciudad baja, hasta llegar a un jardín que antiguamente funcionaba como el cementerio de la villa, ubicado fuera de sus muros. La cara oriental de la ciudadela me dio la bienvenida con la Puerta de Narbona, la que fuera su principal entrada, donde una placa de la UNESCO informa a los visitantes que están a punto de ingresar a uno de los recintos arquitectónicos de mayor importancia de la Europa actual. Hasta aquel entonces, la lista de castillos que había ya visitado en Europa había crecido bastante. El castillo de Peñafiel, el alcázar de Segovia y el castillo de Neuschwanstein en Baviera me habían dejado boquiabierto. No era una tarea difícil, pensando que un chico mexicano no tiene la oportunidad de visitar verdaderos castillos en América, a excepción del castillo de Chapultepec en la Ciudad de México. Pero Carcassonne parecía ser algo diferente. Algo sencillamente monumental. No se trataba de un castillo. Se trataba de una ciudadela, de una ciudad medieval entera que me adentraría en carne propia a la antigua vida de los burgos. Para ello había que entender varias cosas primeramente. Carcassonne no había sido fundada durante el medievo. Es una ciudad que se remontaba a tribus celtas que habitaron la zona antes de que los romanos la tomaran como parte de la Galia, la provincia romana que abarcaba lo que hoy es Francia (donde vivían los galos, algo así como Asterix y Obelix). Fueron los romanos quienes comenzaron la fortificación de la ciudad, ante el peligro de las invasiones bárbaras. Los bárbaros eran aquellos pueblos del norte y centro de Europa, ante los que el Imperio Romano de Occidente sucumbio finalmente en el siglo V. Así fue como los visigodos tomaron Carcassonne y la incluyeron dentro de su reino, que abarcaba gran parte de la península ibérica y la mitad de la Francia actual. Los visigodos continuaron con la fortificación de la ciudad, haciéndola un mecanismo de defensa de la frontera norte de su reino. Aunque ello no impidió que la ciudad fuera invadida por los musulmanes cuando estos incursionaron en la península ibérica en el año 711. No obstante, el gusto le duró a los árabes hasta el año 752, cuando Carcassonne fue tomada por el ejército de los francos. Es desde entonces que Carcassonne quedó ligada de por vida a Francia. La Edad Media que todos tenemos en la mente, aquella con reyes, caballeros, castillos y calabozos, se sucedió más bien en la Baja Edad Media, entre los siglos XI y XV. Fue el auge del feudalismo en Europa. Si bien el feudalismo fue el modelo económico que suplantó al esclavismo de la Edad Antigua en toda Europa, tuvo su mayor apogeo en la Europa Occidental, entre los ríos Rin y Loira, específicamente en el Sacro Imperio Romano Germánico y el reino de los francos. Carcassonne fue así una pieza clave en la Francia medieval, ya que se encontraba en la frontera sur que separaba a toda la Europa cristiana del mundo islámico, que para entonces se extendía por casi toda España. El Imperio de Carlomagno (del que surgieron el Reino de Francia y el Sacro Imperio Romano Germánico) había heredado los títulos de nobleza con los que el poder de los estados se descentralizaría y daría pie a la época feudal. Marqueses, duques, condes, vizcondes, todos subordinados al rey, pero quienes tomarían el poder de sus propias tierras y darían comienzo a la Edad Media que todos conocemos. Carcassonne fue así elevada a la categoría de Condado, por lo que necesitaba un castillo condal. En la zona oeste de la ciudadela, tras caminar unas cuantas calles curvilíneas, me encontré con la entrada al castillo condal. Un castillo dentro de otro castillo. Dentro de la misma ciudadela, el castillo se construyó con una fosa a su alrededor, para proteger doblemente al conde y a la familia condal de posibles agresores. Un puente comunica con el patio principal, que se rodea de edificios que datan entre los siglos XII y XVIII. El castillo condal era por supuesto la residencia del conde, que ostentaba el título con mayor peso en la ciudad. Aunque el rey era la mayor condecoración en la Francia medieval (que sólo podía ser otorgada por herencia familiar o por el Papa, es decir, por Dios), el poder del rey estaba limitado. El rey elegía a sus nobles y les otorgaba un pedazo de tierra (el feudo), ante el cual los nobles tenían el poder absoluto. El noble a su vez elegía a sus vasallos (caballeros, hidalgos), que podían vivir dentro de las murallas de la ciudadela (el burgo) a cambio de prestar protección y servicio militar al señor feudal. Los miembros más ricos del pueblo, como los banqueros y algunos comerciantes, vivían también dentro del burgo. Ellos conformarían más tarde la clase burguesa. Así mismo, el pueblo llano pertenecía al feudo del noble, pero vivía fuera de los muros de la ciudadela. Campesinos, artesanos, ganaderos. Eran hombres libres ante la ley, pero no podían cambiar de feudo ni de estrato social. Aunque toda situación de desprivilegio se compensaba con la gloria del cielo cristiano. Era así como funcionaba la típica sociedad medieval feudal. Una sociedad basada en la agricultura, el autoconsumo, la vida rural y las guerras entre los caballeros de cada feudo. Podemos entonces imaginar que Carcassonne era solo un condado más del Reino de Francia. Un condado que parece haberse congelado en el tiempo. Pero así como aquel, cientos de condados, marquesados, ducados y señoríos se extendían por toda Europa durante los años que muchos apodan ahora el oscurantismo. Desde el castillo condal las escaleras de unas de sus nueve torres me llevaron hasta lo alto de las murallas. Muchas de aquellas torres habían sido ya construidas por los visigodos como mecanismos de defensa. Y cabe mencionar, que la ciudadela entera fue restaurada en el siglo XIX, después de décadas en el olvido por parte del gobierno francés. Así pude yo disfrutar de una caminata en el pasado. Un paseo solitario que parecía haberme llevado a uno de los más grandiosos sueños de mi infancia. Desde la muralla se tenía una vista de 360 grados de Carcassonne, lo que incluía el interior y el exterior de la ciudadela. En el sur de la misma, pude avistar por primera vez la Basílica de Saint-Nazaire, el principal templo católico de la ciudad y un elemento imprescindible en toda urbe medieval de Europa, que para entonces ya se había convertido en su totalidad en cristiana. Fue posible ver también las fachadas de teja de las pequeñas casas que se yerguen todavía en la ciudadela, donde vivía la baja nobleza y los burgueses en su época. Y es que es así, si hubiéramos vivido en la Edad Media, debíamos haber tenido mucha suerte para vivir dentro de uno de estos burgos, pues solo si se nacía en una familia noble o burguesa era posible una morada junto al señor feudal. Las mayores posibilidades apuntaban a nacer en una familia del pueblo pobre, que vivía fuera de la ciudad. Y aunque las vistas de la ciudad baja actual de Carcassonne (aquella fuera de la ciudadela) son hoy en día un deleite arquitectónico y paisajístico, siglos atrás sus calles se atestaban de ratas, enfermedades, suciedad e inmundicia. Las murallas de Carcassonne son en muchos aspectos un hito arquitectónico todavía vigente en el mundo. A decir verdad, es una ciudad doblemente amurallada, así que penetrar a su interior no era una tarea fácil para ningún ejército de caballeros. La primera muralla fue construida durante la época galorromana, de la que datan las torres con forma de herradura, un elemento típico de la que se conservan aún 17 en todo el perímetro. El resto de las torres y el segundo muro fueron construidos en la Edad Media, incorporando la forma cilíndrica icónica del medievo con techos en forma de cono. La postal de la Torre del Homenaje del castillo condal con la ciudad baja a sus pies fue simplemente magnífica, sumado a la perfecta elección de haber visitado la ciudadela un lunes de enero, en el que casi ningún turista se aparecía por aquellos rumbos. Carcassonne parecía también haber sido emplazada en uno de los más bellos puntos geográficos del sur francés, rodeada de verdes y fértiles llanuras y colinas bajas que delineaban un perfecto y nublado horizonte. Las líneas naturales de la muralla me llevaron a la punta sur de la ciudadela, hasta el Teatro Jean Deschamps, con forma de anfiteatro romano. Si bien durante los siglos de la Edad Media la cultura de la Edad Antigua quedó en el olvido, los reinos medievales europeos heredaron algunos elementos grecolatinos que permanecerían en la cultura occidental hasta la actualidad, como el Derecho romano, el cristianismo y las tragicomedias teatrales. Y como viva muestra de lo importante que era el cristianismo para los feudos medievales, la Basílica de Saint-Nazaire apareció justo frente al teatro, que se sigue ocupando hoy para espectáculos al aire libre. La basílica es un templo románico que más tarde incorporó algunos elementos góticos, tanto en su fachada como en su interior. Aunque gracias a su bella basílica, Carcassonne pareciera ser otra típica ciudad cristiana que obedecía las órdenes del papa en Roma durante el medievo, fue cuna de uno de los sucesos más drásticos en la historia del catolicismo. En el siglo XII un nuevo movimiento religioso llegó al oeste de Europa, estableciendo sus bases en el sur de Francia: el catarismo. Ni el papa, ni el rey de Francia, imaginaron que el catarismo se fuese a extender con tanta velocidad por aquella zona. Así que para frenar su expansión, el papa organizó, con el consentimiento del rey, la Cruzada albigense, con el objetivo de expulsar a los cátaros. Carcassonne no volvió a ser la misma, ya que su vizconde, así como muchos de sus subordinados, fueron acusados de herejía, y derrotados por la cruzada militar. La ciudad pasó a quedar en manos del rey de Francia. La persecución de los cátaros dio origen a la fundación de la Santa Inquisición, institución que nació primeramente en Francia y luego contó con el apoyo directo del papa. Aunque todos hemos escuchado un sinfín de historias sobre la Inquisición católica, la mayoría de ellas están mezcladas con mitos y realidades, como el número de muertes que provocó y el tipo de torturas que utilizó. Lo cierto es que la Inquisición dejó una clara huella en la iglesia católica, y Carcassonne fue parte del comienzo de aquella oscura época del cristianismo. Tras visitar la basílica volví en dirección al centro de la ciudadela, permitiéndome perderme en sus calles zigzagueantes que me dieron una idea de primera mano de cómo era la vida dentro de un verdadero burgo francés. Fachadas y calles de piedra, pozos de agua, letreros que dejaban saber el nombre de quién moraba dentro de cada una de sus casas. Sin el alumbrado público, algunos coches y mesas de sus restaurantes, Carcassonne podría pasar fácilmente por una recreación ficticia de película. No es de extrañarse que haya sido elegida como escenario para la filmación de varios largometrajes franceses que se suceden en épocas medievales. Fue en uno de aquellos acogedores y cálidos restaurantes donde me refugié algunos minutos del frío exterior y comí una cazuela de pato confitado, el platillo típico de Occitania, difícil de encontrar en otros lugares de Europa. Las callejuelas tortuosas y vacías de la ciudadela de Carcassonne fueron sin duda un exquisito viaje al pasado que me llevó a un sitio que sólo había experimentado antes en mi imaginación, quizá también en algún videojuego. Después de ella, difícilmente otra antigua ciudad europea me transportaría tan vivazmente a la misma época. Carcassonne había llenado cada uno de los muchos clichés que existen sobre las villas medievales, y me dejó en claro que saber poco es a veces lo mejor antes de viajar a un nuevo destino.
  29. 3 puntos
    Mis días y noches en Marruecos habían sido hasta ahora bastante satisfactorias, a pesar de la lluvia, el frío y la cantidad de azúcar en el té de la que nadie me había advertido. Fes y Marrakech, dos de las cuatro ciudades imperiales del reino, demostraron con creces lo que las había hecho grandes, y lo que las había puesto en el mapa aun tras la invasión de Francia y España durante el protectorado. No me cabía duda de por qué ambas figuraban como los destinos más turísticos de todo Marruecos, donde incluso en invierno enormes filas de mochileros llegan día tras día a las puertas de sus aeropuertos. Mi última noche en Marrakech no fue la excepción. Con el cuarto comunitario para mí solo, el riad Dar Radya me regaló un muy placentero sueño, mismo que necesitaba conciliar bien para seguir con mi aventura el siguiente día. Muy temprano, a las 7 de la mañana, desperté para comer mi último gran desayuno en el riad. Los huevos con pimienta, las crepas marroquíes con mantequilla y el té de menta en aquel hostal hicieron despertar mi cuerpo y mi paladar cada día que pasé bajo su ornamentado techo. Y aquella mañana lo hice junto a Bom, una chica coreana que también había madrugado. El encargado nos invitó a ambos a coger nuestras mochilas y nos condujo al exterior. Bom sería mi compañera de viaje en una nueva travesía que estaba a punto de emprender. La tarde anterior había preguntado al anfitrión sobre los tours que tenía disponibles para viajar hacia el este del país, una zona remota a la cual es algo complicado viajar con las compañías de autobuses. Me ofreció el paseo más famoso y atractivo, aquel que la mayoría de los turistas toman para disfrutar de Marruecos. Así, pasaría tres días a bordo de una van conociendo las montañas, los pueblos y los cañones del sureste de Marruecos, para terminar nada más y nada menos que en la entrada al desierto del Sahara. En una calle cerca de la medina se estacionaba una van blanca, que tenía una pinta de ser bastante vieja, pero en buen estado después de todo. El encargado del hostal nos invitó a subir, tras lo que nos deseó un excelente viaje. No tardó en llegar Alena, una joven rusa ojiazul cuyo inglés era ya bastante difícil de entender. A todos se sumaron Rafa y Silvia, una pareja de madrileños que parecían estar celebrando su retiro del mundo laboral. Nuestro chofer subió y nos dio los buenos días. Se presentó con un extraño nombre en un acento poco entendible, tratando de cambiar del inglés al español en empatía con los pasajeros. Sin más que esperar, emprendimos el viaje, que comenzó con un atasco de tráfico a las afueras de Marrakech. El día había comenzado fresco, como era normal en las mañanas de Marrakech. Pero parecía que podía despejar en el transcurso de la mañana. Tomamos la salida de la carretera al sureste de la ciudad, rodeada de paisajes llanos tras los que poco a poco la ciudad se fue fundiendo. La música árabe que el conductor había colocado de hecho nos arrulló a todos. Madrugar no era algo de lo que nos sentíamos muy felices, pero era la única forma de aprovechar el día entero. Luego de algunos minutos la camioneta comenzó a zarandear, llevándonos de un lado al otro en nuestros asientos y haciéndonos despertar de un breve pero conciliador sueño. Al abrir nuestros ojos el paisaje frente a nosotros se había transformado por completo, y una cadena montañosa de enorme magnitud se había hecho presente en el suelo bajo el que conducíamos. Habíamos entrado a los Montes Atlas, la cordillera que atraviesa Marruecos de este a oeste hasta encontrarse con la costa del Atlántico. La mayoría de los turistas viajan a Marruecos en busca de palacios árabes y de un paseo por las dunas del desierto más grande del planeta. Pero pocos se imaginan que entre aquellas dos maravillas, algo tan imponente como los Atlas se atraviesa en su camino. Los picos nevados en el horizonte nos hacían difícil de creer que de verdad nos encontrábamos en el norte de África, a pocos kilómetros de la ciudad roja y sus antiguas residencias reales. El chofer hizo una parada para permitirnos bajar y fotografiar la panorámica que se extendía bajo nosotros. Habíamos ya alcanzado cierta altura, y al poner un pie fuera el frío del que tanto había huido en Europa volvió a mi cuerpo como mil puñaladas en mi piel. Pero enfrentarse al helado viento merecía la pena, con tan magnífica postal que ni siquiera en Europa había podido tener aún. Las agencias de turismo de Marrakech ofrecen todas ese mismo trayecto. Era normal entonces que el 90% de los coches frente y tras nosotros fueran camionetas, cada una con un grupo de turistas deseosos de admirar los Atlas y sus blancas cimas. Todos juntos nos introdujimos al paso Tzi Ntichka, la carretera que atraviesa las montañas y que lleva al lado desértico de Marruecos. Las curvas se fueron haciendo cada vez más pronunciadas, y cuando menos nos dimos cuenta, estábamos manejando sobre la nieve. De hecho, nuestro guía nos contó que existen dos estaciones de esquí sobre las montañas, que entonces estaban abiertas para el deleite de los amantes del invierno. Un cielo tupido y nublado se posaba sobre nosotros; pero su trato fue el mejor al no soltar su furia sobre el grupo de turistas que ni con la lluvia se detendría de admirar la belleza de aquel valle. Nos detuvimos en un mirador al lado de la carretera, el más alto de toda la cordillera, tras el cual la autopista comienza a descender. El viento había cesado un poco y nos regaló así el mejor comienzo de nuestra jornada juntos por el sureste marroquí, donde los Atlas eran apenas una muestra de su esplendor. Cuando el coche comenzó el descenso el paisaje no tardó en cambiar. El suelo se teñía de un rojo cobrizo, pero las nubes no dejaban de aparecer. Pronto comenzó a llover. Menos mal que fue tras dejar las montañas atrás, pensamos todos. Pero nuestra siguiente escala no demoró en aparecer. Y la lluvia parecía no detener a los guías, que debían cumplir con un itinerario si querían recibir su pago. Sin paraguas ni el equipo adecuado para la lluvia, fuimos casi obligados a bajar del automóvil. Los madrileños no parecían estar muy contentos. Pero era eso o quedarnos en el coche y perdernos de un atractivo más del tour. Yo por mi parte me cubrí con mi capucha, y traté de ignorar la fría agua que caía sobre nosotros. El clima no es algo que podamos cambiar y no iba a permitir que arruinara mi viaje. En la entrada de un pueblillo nuestro chofer nos presentó con un guía local. Un hombre proveniente de una tribu bereber que era capaz de hablar árabe, inglés, francés y español. Cubierto con su chilaba, la lluvia parecía no afectarle en lo absoluto. Protege la cabeza del frío en invierno y del sol en el verano —me hizo saber—. Al final del viaje todos aprenderíamos del buen uso que se puede hacer de una chilaba en aquellas remotas tierras. Nos llevó hacia la parte trasera de un montón de casitas de arcilla, tras las cuales tuvimos una primera vista del ksar de Ait Ben Haddou. “Ksar” es una palabra utilizada en el Magreb, el norte y noroeste de África, para designar antiguas ciudades fortificadas construidas en oasis a lo largo del desierto. Es lo equivalente a un castillo en el mundo árabe. El Magreb estuvo habitada mucho antes de las invasiones árabes y musulmanas por los bereberes, tribus nómadas que vagaban por el desierto. Durante la Edad Media, muchas de estas tribus fueron convertidas al Islam, aunque adoptaron una visión muy particular de ella, diferente a la de los pueblos árabes. Fue en esta época cuando construyeron los ksar a lo largo de la franja norte de África. Ait Ben Haddou es uno de los mejores ejemplos de ello. Aunque la zona parece bastante seca, incluso con la lluvia que no cesaba para entonces, Ait Ben Haddou se encuentra junto al paso de un río, que proveía a la población de cultivos y palmerales, mismos que custodiaban desde lo alto de la fortaleza. Tras cruzar un puente, el grupo y yo nos adentramos en la ciudadela, cuyas calles laberínticas no distan mucho de las ciudades medievales europeas. Aunque claro está, la construcción de las mismas y su arquitectura poseen un estilo abismalmente distinto a la Europa del medievo. La totalidad de las casas del ksar están construidas con adobe, bajo las cuales todavía viven algunas familias, que se dedican sobre todo a la venta de artículos turísticos. Esas familias tienen la obligación, por ley, de respetar la arquitectura y trazado de la ciudad, que fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, como una de las mejores muestras de fortalezas bereberes en toda África. El lodo que caía de las propias paredes hacía muy fácil resbalar por aquella ciudadela. Yo, a diferencia de mi grupo, fui muy bien equipado con mis botines de senderismo, resistentes a todo terreno. No era muy agradable ver cómo los tenis se estropeaban con la abrupta combinación del agua con la arcilla. El ksar está tan bien conservado que ha sido elegido por múltiples estudios cinematográficos como escenario de películas que retratan los paisajes de África y Medio Oriente. Es el caso de La Momia, Alejandro Magno, El Gladiador, Babel e, incluso, algunos capítulos de Juego de Tronos. La lista de películas que han pasado por sus muros son exhibidos en una de las tiendas turísticas en el camino principal. El recorrido culminó en la cima del cerro sobre el que está construido la ciudad, donde se posa el antiguo granero que sustentaba a toda una población que bien supo defenderse por varios siglos en este remoto pero hermoso paisaje. El guía nos bajó hasta la entrada del pueblo, donde le dimos las gracias y una propina por su excelente traducción. Haber conocido Ait Ben Haddou había sido una experiencia maravillosa, pero haber estado en contacto con un verdadero bereber era sin duda mucho más excitante. El chofer nos encontró junto a su camioneta. Pero antes de volver a su interior, era ya hora del almuerzo. La lluvia había cesado y estábamos ansiosos por sentarnos en un buen y cómodo lugar donde también nos pudiésemos secar. Nos llevó a un restaurante local con el que, por supuesto, su agencia tenía un convenio. Bom, Alena, los madrileños y yo nos sentamos alrededor de una de las típicas mesas marroquíes y ordenamos nuestros platillos. La mayoría ordenó tajín, el platillo nacional de Marruecos. Yo, un poco cansado del tajín (luego de tres días de haberlo almorzado), preferí inclinarme por el omelette bereber. El plato en el que me lo dieron cubierto me hacía pensar que se trataba, en efecto, de una nueva especie de tajín. Pero al alzar la tapa resultó ser una tortilla de huevo con especias y verduras. Nada del otro mundo. Antes de volver al coche, donde sabía que pasaríamos al menos un par de horas sentados, pedí al chofer usar rápido el baño del restaurante. Lo que me encontré en su interior fue algo bastante insólito. Un hoyo en el suelo sobre una plataforma de porcelana que me hizo pensar que se trataba de una especie de mingitorio público. Pero un rollo de papel a su costado, un cesto de basura y un par de plataformas que parecían estar hechas para colocar los pies, descifraron su misión como letrina del restaurante. Los rumores sobre ello no habían aparecido hasta entonces. Algo curioso, sin duda. Pero difícil de utilizar para un occidental como yo. Aunque al evitar el contacto físico con la superficie parecía no ser del todo antihigiénica, además de respetar la postura natural del cuerpo humano. Marruecos seguía manifestando sus sorpresas, y nuevamente a bordo del carro, las joyas del desierto empezaron a aparecer tras las ventanas. Pocos kilómetros adelante llegamos a Ouarzazate, la ciudad capital de la provincia homónima, que habíamos recorrido ya por varias horas. El chofer se detuvo justo frente a la Alcazaba de Taourit, antigua fortaleza que protegía la población. La escala fue rápida, pero significativa. La ciudad es conocida como la puerta del desierto, ya que desde allí el paisaje circundante se torna todavía más árido. Pero la razón por la que muchos de los tours paran en Ouarzazate es por ser considerada la meca del cine en Marruecos. Los Atlas Estudios han dado cobijo a diversos estudios cinematográficos internacionales, en los que se han rodado filmes como Ásterix y Cleopatra, La Guerra de las Galaxias, El Gladiador y La última tentación de Cristo. La ciudad cuenta con un museo del cine, al que muchos turistas deciden entrar por un precio extra. Nosotros, sin muchas ganas de recorrer un museo a pie, decidimos seguir de largo hasta nuestro destino final de aquel día. Nos adentramos entonces al Valle del Draa, el río más largo de Marruecos que forma por su cauce un enorme valle rodeado de montañas bajas. Aún con la presencia del agua, el paisaje se hacía cada vez más árido. Para ese entonces el cielo se había despejado a medias y los rayos del sol calentaban la superficie. Antes del ocaso arribamos al pueblo de Zagoria, junto al Valle del Draa, donde dormiríamos aquella noche. El pueblo lucía ya un poco de verde vegetación en sus alrededores que daba algo de vida a aquel paisaje tan rojizo. El chofer dejó a la pareja madrileña en un hotel junto a la carretera principal y Alena, Bom y yo fuimos llevados a otro hotel de la zona, donde también durmió el conductor. Nunca esperé que el tour nos diera una habitación privada en un hotel tan lujoso. Una cama king-size para cada quien, con baño privado, un balcón con vista al valle, una piscina en la terraza y un restaurante decorado con coloridos tapetes bereberes, en el que tuvimos una cena totalmente pagada. El menú fue el de siempre, una sopa harira y un plato de tajín. Menos mal que por la tarde había decidido almorzar algo diferente. Bom y yo nos quedamos charlando con el resto de los viajeros que habían tenido la fortuna de hospedarse en nuestro mismo hotel, hasta que el sueño nos venció y nos llevó a la cama. Al otro día nos esperaba otra larga y cansada jornada por los valles, que nos llevaría a la verdadera entrada al desierto.
  30. 3 puntos
    Una semana en Marruecos pasó flotando sobre mi calendario. Cuando menos lo esperaba, me encontraba trabajando en la terraza del hostal en Fez, donde pasé mi última noche en el país que me había mostrado una cara muy distinta de los viajes de mochila a los que me había enfrentado hasta entonces. Aquella misma tarde, un taxi compartido me llevó hasta el aeropuerto internacional de Fez, donde por fortuna Ryanair había abierto rutas desde hacía ya varios años, abriendo las puertas de África a los mochileros de Europa. La aerolínea de más bajo costo me llevó de vuelta al viejo continente en un cansado e incómodo vuelo, donde una niña no paró de llorar, y donde los abarrotados asientos rechinaban en cada pequeña turbulencia que atravesábamos. Mi vasta experiencia comprando vuelos en Europa parecía no haberme enseñado las lecciones suficientes hasta esa noche de invierno, cuando me di cuenta de que el aeropuerto Charleroi no era el aeródromo principal de Bruselas, sino una pequeña pista de aterrizaje a una hora de distancia de la ciudad. Así, el dinero ahorrado en la adquisición de aquel vuelo barato se fue a la basura con los 17 euros que debí pagar para llegar a la capital belga, donde tenía ya reservadas dos noches en el hostal Van Gogh, en el centro de la metrópoli. Pisar de nueva cuenta el suelo europeo no fue tan gratificante como pensaba. Mis deseos de volver al frío y húmedo invierno que se vivía eran escasos. Pero la animada vida de una ciudad como Bruselas me invitó a pensar lo contrario, y sentirme agradecido de volver a lo que ya sentía como mi segunda casa. Aunque a más de 700 kilómetros de Lyon, donde entonces estaba viviendo, Bruselas me cobijó como si fuera un miembro local. Con el limpio francés de sus habitantes, la hospitalidad con la que me recibieron en un albergue juvenil, el calor de un café espresso con galletas y las deliciosas papas fritas que aguardaban por mí al siguiente amanecer. Si bien mi primera mañana no pude evitar extrañar los desayunos marroquíes, con su mantequilla casera, sus crepas, sus huevos con pimienta y su té de menta, el desayuno en el hostal Van Gogh me dejó más que satisfecho, y listo para empezar mi primera jornada en Bélgica, la primera vez que pisaba aquel diminuto pero importante país de Europa occidental. La mañana era nublada, nada raro para mi primer día. Había ya sido advertido de que Bélgica es la bañera de Europa, donde la lluvia parece no cesar a lo largo de todo el año. El distrito del pequeño Manhattan a unos pasos del hostal me dejó entrever la moderna cara de Bruselas, lo que en realidad cumplía el estereotipo que se esbozaba en mi mente sobre aquella zona metropolitana. La capital de un país, la capital de un reino, pero sobre todo, la capital de Europa, donde los miembros de la Unión Europea decidieron establecer su sede, debido a la política neutral de Bélgica. No obstante, aquel pequeño país ha sido la disputa de varias naciones del viejo mundo durante siglos. No por nada se ganó el apodo de “el campo de batalla de Europa”. Pero como una de las naciones más jóvenes del occidente europeo, parece haber sido el lugar perfecto para desarrollar a Zentropa (el centro de Europa). Al lado del pequeño Manhattan, un barrio lleno de edificios de hormigón y rascacielos, da comienzo el centro histórico de la ciudad, que aunque algo pequeño comparado con otras capitales, sigue luciendo con orgullo su encanto que le ha valido el reconocimiento de la UNESCO. Los edificios del gobierno local y construcciones como el Teatro Real de la Moneda muestran que Bruselas es digno de admiración en comparación con sus ciudades hermanas. La arquitectura neoclásica y hasta haussmaniana de sus calles centrales me dejaron ver una Bruselas que no esperaba. Pero perdido algunos pasos bien adentro, una imagen flamenca de Bruselas me llevó a lo que mi mente esperaba. Aquel es el perfecto contraste de una dura realidad que ha enfrentado Bélgica desde su fundación. La división de un país en dos: Flandes y Valonia. Históricamente, Bélgica formó parte del Reino de los Países Bajos desde su nacimiento. Sus provincias solían ser llamadas “los Países Bajos del Sur”. Su situación geográfica la llevó a adoptar una gran influencia de las naciones circundantes, como Alemania, pero sobre todo, de Francia. Aunque los Países Bajos pertenecieron al rey Carlos V de España por mucho tiempo, el reino batalló para separarse de ellos, hasta que lo logró, convirtiéndose en los actuales estados de Países Bajos y Bélgica. Pero Bélgica heredó un enorme desafío: una comunidad bilingüe y dos tipos de identidades nacionales: la francófona y la flamenca. Flandes, la región norte del país, es una rica e industrializada zona proveniente de la cultura neerlandesa, donde se habla el flamenco, un dialecto del neerlandés. Valonia, en cambio, conforma el sur del país, una región católica de habla francesa que ha combatido contra su rival desde el nacimiento del nuevo reino. Bruselas es el punto intermedio entre ambas regiones, y es la ciudad bilingüe por excelencia, donde la batalla entre el flamenco y el francés va más allá del idioma. Como bien me dijo un amigo, todos en Bruselas hablan francés. Pero si de verdad quieres ser exitoso en esta ciudad, es imperativo hablar el flamenco. Si bien algunos imponentes edificios denotan una fuerte influencia de la vecina Francia, algunas de las mayores joyas de Bruselas nacieron completamente de Flandes. Prueba de ello es la Grand Place, el Patrimonio de la Humanidad que pone a Bruselas en el mapa del mundo. El palacio gótico del Ayuntamiento domina la explanada que marca el centro nuclear de la ciudad, con su enorme torre puntiaguda que recuerda al nacer del medievo tardío. Pero sus alargados edificios con altos ventanales y fachadas en detalles dorados son la viva herencia del esplendor de Flandes. Y no cabe duda que aquella mansión negra que hoy alberga al Museo de Historia de Bruselas es un ícono que pocas veces se encontraría en otra ciudad de Europa. La Grand Place es el lugar donde una vez al año se tienden las coloridas alfombras de flores que presumen a Bélgica ante el mundo entero. Y es el lugar donde los grupos de turistas se aglomeran en su paseo por la capital europea. Para huir un poco de aquellos tumultos que se empezaban a formar, decidí caminar un poco hacia el norte, hacia un viejo edificio que los miembros del hostal me habían recomendado. No tenía nada de especial, Una fachada cualquiera y un frío interior residencial. Pero subir a su estacionamiento era gratis, desde el cual se tenía una hermosa vista de la ciudad. Claro que con la lluvia y una niebla que había empezado a caer, la panorámica no era tan bella como me habían contado. Y con el mal humor que suele generarme el exceso de agua, fue momento de bajar y hacer algo de tiempo en un café. Bruselas era como estar de vuelta en Francia. La gente andando por sus calles, hablando con el mismo acento al que ya me había acostumbrado, bebiendo un espresso, comiendo patatas fritas en un cono, escuchando rap franco-árabe, entre bonitos edificios que contrastan con los grafitis de las tribus juveniles modernas. Incluso su catedral, la Catedral de San Miguel y Santa Gúdula, tiene un cierto parecido con la catedral de Notre Dame de París desde cierto ángulo. Pero había varias cosas que separaban por mucho a Bélgica de su hermana del sur. Y poco a poco empezaría a descubrirlas. Cuando la lluvia paró un poco, avancé hasta el parque Mont des Arts, una verde explanada de jardines ingleses ante cuyos pies se extiende el centro de Bruselas. Orillado por los bellos edificios flamencos, que ya desde entonces comenzaban a enamorarme, es el lugar donde algunos artistas callejeros intentan ganar algunos euros entreteniendo a los turistas. Pero ante todo, es el lugar desde el que se aprecia mejor la antigua cara de Bruselas, que a pesar de la lluvia me dejó un exquisito sabor de boca. Al otro lado del parque, la iglesia de Santiago da comienzo a otro de los importantes barrios de la ciudad. Detrás de él, el Palacio Real de Bruselas apareció como otro imponente castillo europeo que sigue siendo la residencia del monarca, el rey Felipe de Bélgica. Hay veces que los turistas olvidan que Bélgica sigue siendo una monarquía. Pues bien, el Palacio Real le recuerda a todos que una familia real sigue al frente del país como jefes de Estado. Pero se trata de una monarquía parlamentaria, como la mayoría de las modernas monarquías europeas. Y su cámara de representantes parlamentarios está justo al frente del palacio, dejando en claro la identidad democrática del país. La avenida que nace de los jardines reales me llevó hacia la otra cara de Bruselas. El moderno y más conocido rostro de la metrópoli: su barrio europeo. Los edificios que acogen a las distintas instituciones de la Unión Europea hacen de Bruselas la verdadera Zentropa. Una especie de Ginebra en la cara occidental del continente. La concentración de la administración europea ha impulsado también la economía local hacia las nubes, haciéndola una de las ciudades más prominentes. Sin embargo, la política internacional le ha valido a Bruselas enemigos inconformes con el sistema, lo que la ha llevado a estar en el foco rojo del terrorismo durante los últimos años, sobre todo después del atentado del 2016. El parque Leopoldo se encuentra en el medio del quartier européen, y es uno de los varios pulmones que permiten a Bruselas respirar. Tras él, un moderno edificio de cristal alberga la sede del parlamento europeo. En realidad, Bruselas es una de las tres capitales de la Unión Europea, ya que las sesiones plenarias de llevan a cabo también en Luxemburgo y Estrasburgo, esta última siendo la sede oficial del parlamento. Mi caminata por la cara más internacional de Bruselas fue linda. Pero para mí había llegado la hora de probar algo más local. No había mejor forma de empezar que acudiendo a un supermercado. Si el viento me había arrastrado hasta Bélgica debía probar su chocolate y su cerveza. Existen múltiples confiterías a lo largo de la ciudad, pero un chocolate de marca local podía saciar ese apetito. Y una barra de Côte d’or rellena de coco fue sin duda una excelente elección. En cuanto a la cerveza, mi tarde estaba apenas por empezar. Las cervecerías locales me ofrecían una cantidad gigantesca de opciones, ante las cuales no sabía cómo reaccionar. Así que dejé que mi intuición me guiara y cogí una botella de Westmalle tripel, que disfruté de vuelta en el hostal al no saber si beber alcohol en la calle era algo permitido en aquella ciudad (luego sabría que lo es). Después de un almuerzo precedido por un buen aperitivo con cerveza, salí a dar una última ronda por las atracciones que la ciudad aún tenía para mí. La primera escala me llevó de vuelta a cruzar el centro histórico, dejando al desnudo los frescos que ponen en alto a la historieta belga, un país donde los cómics son tan importantes como en Estados Unidos o Japón. Las bandes dessinées franco-belgas se han ganado el amor del público alrededor de todo el mundo, con títulos como Ásterix el galo, Los Pitufos y el simpático Tintin, a quien descubrí bajando la escalera de incendios al costado de una vieja construcción. Muy cerca de allí, un niño de bronce que sostiene su miembro para dejar salir el orín sobre el asfalto se llevaba la admiración de multitudes de turistas. El Manneken Piss se ha convertido en una de las principales atracciones de Bruselas, y también forma parte de la lista de las figuras más decepcionantes en el turismo mundial, junto con La Sirenita de Copenhague. La estatua no es nada maravilloso. Un pequeño de 65 centímetros de alto de cuyo pene sale agua creando una fuente que da la idea de estar chorreada de orines. Pero la fama del niño se debe más bien a la cantidad de leyendas que lo rodean, o al mismo simbolismo del que se le ha dotado durante los años. Hoy el Manneken Piss representa al espíritu liberal de los belgas, lo que le ha ganado ser el objeto más fotografiado de todo Bruselas. A unos pasos, cerca de la Grand Place, otra leyenda rodea a un Jesucristo recostado sobre un retablo de bronce. Aquel que toque su brazo se dotará de buena suerte, y tendrá la fortuna de volver a Bruselas. Junto al Manneken Piss y a la Grand Place, otro monumento ha hecho de Bruselas un símbolo mundial, y aunque bastante lejos del centro histórico, no podía irme sin tomar al menos una fotografía. Se trata del Atomium, la imagen más moderna de Bruselas. Una estructura de más de 100 metros de altura que representa a un cristal de acero. Lo que se construyó para permanecer seis meses durante la Exposición de Bruselas de 1958 se ha mantenido en pie como una verdadera atracción hasta nuestros días, y se ha convertido en la Torre Eiffel de la capital belga. De vuelta en mi hostal, la noche apenas empezaba a caer, y yo arreglaba otro de mis tantos reencuentros en Europa. Dos años atrás, Víctor había llegado a mi ciudad natal en México para conocer el mejor carnaval del país. Y un mes más tarde, viajamos juntos a la zona arqueológica de El Tajín, donde compartimos una tienda de campaña para disfrutar dos noches de un festival de electrónica en medio de la antigua capital totonaca. Ahora yo estaba en Bruselas, la ciudad que lo vio nacer. Y en muestra de su agradecimiento, se ofreció a mostrarme la vida nocturna de la capital. Tomé así el tram hacia la estación Churchill, al sur de la ciudad, a unos pasos de donde él vivía con sus padres y su hermano gemelo. Una voz en los altoparlantes del tranvía me hicieron saber que dos estaciones estaban cerradas de manera indefinida. Pero a pesar de las sirenas de la policía que se oían en la calle, no me levanté de mi asiento y seguí de largo hasta mi destino. Víctor me recogió fuera de la estación y me llevó a su casa, a donde su cuñada arribaba al mismo tiempo que nosotros. —Hay una alerta de ataque terrorista —nos hizo saber rápidamente—. Encontraron a un hombre que se pasó tres semáforos en rojo y que en su coche llevaba tres bombonas de gas. Está identificado por la policía como un radical. No sé ustedes, pero yo no pienso salir de casa esta noche.— finalizó con seguridad. Víctor volteó a verme, sintiéndose culpable de que aquella noche, mi fin de semana en Bruselas, una alerta como aquella se lanzara al público, en una ciudad que normalmente suele ser pacífica. — No te preocupes —me dijo—. No dejaré que te quedes en casa hoy, seguro que no pasará nada. Con la confianza en él y en mí, accedí a salir. No podía perderme la noche de Bruselas por un solo hombre que manejaba con gas en su automóvil. Me llevó entonces a cenar, tras lo cual nos vimos con su mejor amigo, Antoine, en el bar Celtica, un pub local donde se ofertaba la cerveza Brugs a un euro. Aquella cerveza rubia era casi igual de buena que la Westmalle que había probado en la tarde. Pero pagar tan solo un euro por ella la hacía todavía mejor. Con los éxitos de Stromae sonando al fondo, Antoine y Víctor se acercaron a mí con un tarro de cerveza de barril. —Haremos un cul sec —me dijeron—. Será tu bienvenida a Bruselas. El cul sec (literalmente “culo seco”) significa beber el vaso entero de alcohol de un solo trago. Todo bien cuando se trata de un shot de tequila, pero pasar medio litro de cerveza de barril por mi garganta no fue una tarea con la que pude lidiar. Con el cerebro congelado tras un fallido intento de cul sec, ambos me sacaron del bar para llevarme al Café Delirium, la mejor cervecería de Bruselas. El elefante rosado de Delirium ha cobrado fama internacional, sobre todo por ostentar el récord Guiness como el bar con la carta de cerveza más grande del mundo. Cuando el barista me dio el menú, el peso me llevó a dejar caer los brazos sobre la barra. Aquello no era una carta, era una verdadera guía de cervezas provenientes de todos los rincones del mundo. ¿Cómo podría elegir una cerveza? ¿Una sola marca entre más de dos mil opciones? —Dame una cerveza local —le dije al oído—. La que quieras y que sepas que está buena. Una Tripel Karmeliet fue la elegida por el empleado, tras la que siguieron un par de pintas más que me dejaron casi en las nubes. Si Francia es la capital del vino, Bélgica lo es con la cerveza. Y beber cerveza en Bruselas no se compara con hacerlo en ninguna otra parte del planeta. Lo que un par de cervezas suele hacer conmigo en México no tiene comparación con lo que lograron en el Delirium. Es por ello importante conocer el porcentaje de alcohol presente en cada botella. La cerveza mexicana al lado de la belga parece ser solo agua fermentada. Así fue como me vi obligado a rechazar la siguiente invitación de Víctor, quien quería llevarme a un tercer bar a beber absenta, la bebida prohibida de Europa que tiene más de 80% de alcohol. —Si haces eso conmigo acabaré con un coma etílico en un hospital —. Así que lo mejor para ambos fue dar por terminada la noche y evitar peores consecuencias. Agradecido con Víctor por aquella introducción a la vida nocturna de Bruselas, volví a mi hostal para descansar y tratar de dejar salir el alcohol de mi cuerpo. Al otro día debía tomar un tren con dirección norte, para adentrarme en los aposentos de la Bélgica flamenca.
  31. 3 puntos
    Un tour perfecto iniciado en Bruselas en dirección al norte de Bélgica incluía las más increíbles ciudades de Flandes, la histórica región neerlandesa del país en la que me estaba adentrando en un intento por conocerla. Había pasado de recorrer la parte francófona del reino para sumergirme un poco más en las urbes flamencas, de las que tanto había leído y visto fotos de ensueño. Gante había sido la primera, y a pesar de la lluvia que no cesó en un día entero, dejó a mis ojos y a mi cámara más que pasmados. Los albergues juveniles en Bélgica son la mejor opción de alojamiento. El precio no cambiaba mucho de una ciudad a otra. Por unos 20 euros conseguí una cama al estilo tetris y un voluptuoso desayuno que pocas veces había visto en los hostales europeos. Era difícil dejar ir la mañana cuando se amanece en un sitio tan cálido. Pero a 50 kilómetros de Gante otra histórica ciudad flamenca aguardaba con sus calles empedradas por mí. Así que caminé a la estación central y cogí el siguiente tren a Brujas, a donde llegué 30 minutos más tarde pagando solamente 6 euros de pasaje. El hostal Lybeer no era muy diferente a los albergues de Bruselas y Gante. Un edificio antiguo, instalaciones modernas y cómodas, pero con decoraciones tradicionales de la Bélgica flamenca. Y lo mejor de todo, un afable recepcionista que me dio la bienvenida en español. Mi intento de seguir hablando francés en Bélgica se vio totalmente frustrado. El chico, en efecto, conocía el idioma. — No hables francés en Brujas —no tardó en decir—. En esta ciudad nació el movimiento en contra de los franceses, así que no es muy bien visto hacerlo, aunque hayan pasado ya varios siglos. El neerlandés es el idioma oficial, aunque el inglés y el español funcionaban a la perfección para él. Además, después de muchos años de haber vivido en Bolivia, era obvio que el chico extrañaba la lengua castellana. La mañana parecía bastante tranquila, tanto dentro como fuera del albergue. La llovizna no dejaba muchas ganas de pasearse por las rúas centrales, y nada mejor para acompañar el clima que una taza de café caliente con galletas. Mientras me senté en la sala común a leer y tomar un bocadillo, esperando a que la lluvia cesase, el encargado del hostal me invitó a participar aquella noche en la beer night que celebrarían en el hostal. Una cata de las más famosas cervezas belgas para sumergirse de forma tradicional en el arte de la bebida más consumida en Bélgica (después del agua, claro está). Para ese entonces, nadie se había asomado por los pasillos del hostal, y sin huéspedes que me acompañasen en una noche de birras, decidí confirmar mi asistencia un poco más tarde. Alrededor del mediodía la lluvia por fin paró, y fue momento de salir a recorrer Brujas, la ciudad flamenca más famosa en el mundo. Durante los últimos años, Brujas (Brugge o Bruges) ha adquirido una gran afluencia turística debido a su divulgación como el destino más pintoresco de Bélgica. Al igual que ciudades como Ámsterdam o Estocolmo, ha pasado a ser apodada “la Venecia del norte”, debido a la gran cantidad de canales presentes en la ciudad. Muchos de los rincones de Brujas me trajeron fácilmente a la cabeza las postales de Ámsterdam. Pero Brujas, como toda Flandes, tiene su esencia arquitectónica propia, que la distingue de los Países Bajos, reino al que perteneció durante varios siglos. Una de las piezas arquitectónicas únicas en Flandes, que la diferencian de los Países Bajos, son los beguinajes flamencos, a los que pronto llegué en el sur del casco viejo. Los beguinajes son complejos arquitectónicos que a nadie asombrarían. Un conjunto de casas con un patio central, en medio del cual se yergue una capilla de ladrillo que no parece más espectacular que cualquier otro templo cristiano. Lo interesante de los beguinajes, y lo que los llevó a estar inscritos en la lista de Patrimonios de la Humanidad por la UNESCO, es la historia que resguardan. Los beguinajes fueron comunidades autónomas de mujeres cristianas (llamadas beguinas) que surgieron en el norte de Europa en el siglo XII. Su labor no era solamente orar por Cristo, sino ayudar a los pobres, desamparados, enfermos, ayudar a la comunidad. Su autonomía fue tanta que eran capaces de vivir valiéndose por sí mismas, sin la ayuda de la Iglesia ni de los hombres. Es más, con el paso de los siglos, cuando el movimiento se expandió por toda Europa, rechazaron muchos de los dogmas eclesiásticos, al grado de darse la libertad de partir del beguinaje cuando quisieran para poder casarse y seguir con sus vidas. Esto les costó la persecución de la iglesia católica, quienes quemaron a varias de las beguinas en la hoguera, acusándolas de herejía. El movimiento así acabó refugiándose en la zona de Flandes, donde permanecen hasta hoy las últimas comunidades beguinas aún en funcionamiento. Hoy han perdido su sentido religioso, aunque siguen apoyando a las mujeres desamparadas, madres solteras, viudas, y hasta la actualidad, la presencia de hombres en sus aposentos no está permitida. Puede decirse así que las beguinas fueron precursoras de los movimientos feministas desde la lejana Edad Media. La mañana seguía refrescando, y aunque el cielo se tapizaba todavía con nubes, parecía que la lluvia ya no me amenazaba mi día. Los canales al sur del centro histórico me llevaron hasta el Minnewaterpark, un parque famoso por ser considerado el más romántico de la ciudad. Aunque sin personas en sus bancas ni hojas en sus árboles, a mi vista no parecía el mayor atractivo de Brujas. Así que seguí un poco más al norte, donde da comienzo el verdadero casco viejo. Y a su entrada me recibió el Red lights district. Como la mayoría de las ciudades neerlandesas, las ciudades flamencas también gozan de una apertura sexual envidiable por los países cristianos. Y aunque el distrito de las luces rojas de Brujas no tiene aparadores con prostitutas ni clubes sexuales como sucede en Ámsterdam, las vitrinas dejan entrever aquella libertad que atrae a tantos turistas. Pero los penes de chocolate no son las únicas esculturas que figuran por las calles del centro. Es bien sabido que el chocolate belga es de los mejores del mundo, y vaya que puede encontrarse en múltiples formas. Las confiterías daban paso del Red light district a las calles empedradas del centro, donde los comercios empezaban a abrir sus puertas a los turistas que a diario llegan a Brujas. Fuera a pie bajo la llovizna o en un paseo a caballo, una tarde en la ciudad flamenca más famosa es algo de lo que muchos no quieren perderse. La imagen de Les Schtroumpfs, mejor conocidos como Los Pitufos, seguía recordándome la importancia que tienen para los belgas sus tiras cómicas, de las que se sienten muy orgullosos. Fueran murales de TinTin en Bruselas o peluches de estos enigmáticos seres azules tras las vitrinas de Brujas, no puede negarse que Bélgica ha sabido competir contra Estados Unidos y Japón en el mercado de los cómics. La cerveza es sin duda otra de las buenas tradiciones belgas que ningún turista quiere pasar por alto (al menos aquellos que sí beben alcohol). Y en medio del casco antiguo la Brouwerij De Halve Maan es la mejor opción para sumergirse en el mundo de esta bebida. Es la cervecería con más antigüedad en Brujas. Nacida en 1856 y habiendo pasado por ya seis generaciones de la misma familia, la fábrica de la Media Luna es donde se elabora la Brugse Zot, la cerveza local con una alta fermentación de malta. Todos los días se ofrecen visitas guiadas, ya que se trata de un verdadero museo de la cerveza. Pero con la beer night que me esperaba en el hostal, preferí reservar mi sobriedad hasta llegada la noche. Los puentes y malecones de Brujas en los que pronto me vi inmerso la convirtieron sin lugar a dudas en una verdadera Venecia del norte, o al menos la Venecia de Bélgica. La increíblemente baja altura de terreno flamenco logró conectar a Brujas de forma natural con el mar, ya que de seguirse sus canales uno puede toparse con un pequeño puerto enclavado en la costa norte. Y aunque el mar no es el principal atractivo de Brujas, sus canales y sus puentes medievales vaya que lo son. Los edificios de ladrillo forman también parte esencial del paisaje de Flandes. El Site Oud Sint-Jan es un claro ejemplo de ello. Un antiguo hospital que hoy funciona como museo y centro de congresos. Desde su patio central el campanario de la iglesia de Nuestra Señora de Brujas se asomaba en toda su majestuosidad. Al igual que el resto de las ciudades flamencas, Brujas es una ciudad de las torres. La siguiente en aparecer en escena fue el campanario de la Catedral de San Salvador, el edificio religioso más antiguo de Brujas, datado de la Edad Media. Hogar de una obra de Miguel Ángel y de tumbas medievales, es quizá el edificio más visitado de la urbe. La belleza que me rodeaba había hecho algo imperceptible a mis ojos hasta entonces. En Brujas no hay palomas. Todas las ciudades europeas (de hecho, todas las del mundo) tienen un común denominador: palomas surcando sus cielos, defecando sobre la acera, sobre los coches, sobre la gente. Pero no en Brujas, una ciudad limpia y libre de heces en sus calles. La leyenda cuenta que hay dos halcones en lo alto del campanario de la catedral, mismos que con su furia espantan a las palomas del perímetro del casco antiguo. Verdad o mentira, nunca había pensado que los mejores guardianes de una ciudad podrían ser un par de aves. A pesar de la bellísima fachada gótica de la catedral construida a través de casi cuatro siglos, lo que más me maravillaba hasta entonces de Brujas era un simple paseo por sus calles. Cuando el cielo se despejó y el sol apareció, el malecón se empezó a colmar de visitantes ansiosos por un paseo en barca. Navegar por los canales de Brujas es casi tan emocionante como hacerlo en una góndola veneciana. Y aunque el invierno todavía se hacía presente en las copas deshojadas de los árboles, los pequeños brotes verdes en algunas ramas anunciaban con regocijo la cercanía de la primavera. El curso del agua y las pasarelas que lo orillaban me llevaron hasta la plaza central, rodeada por edificios públicos y el Ayuntamiento, un hermoso edificio casi renacentista. Tras las viejas fachadas de la plaza sobresalía en su magnitud el campanario de Brujas, la torre más alta de toda la ciudad, que domina su horizonte desde casi cualquier punto geográfico del centro. Pero antes de dirigirme al corazón urbano, decidí tomar el rumbo contrario, donde el centro histórico se vacía de turistas en su zona noreste. El barrio se convirtió poco a poco en un vecindario residencial y tranquilo. Muchas de las casas a mi costado parecían desvanecerse con el parecido a las del resto. Pero escondían un secreto poco perceptible. Ventanas falsas. En alguna época, el Reino de los Países Bajos cobraba impuestos por cada ventana que tuviera una casa, así como por la anchura de su superficie. Eso llevó a muchas personas a construir casas largas y ajustadas, y además, a pintar ventanas falsas en sus fachadas. Así, seguían luciendo igual de bonitas, pero el gobierno no podía cobrarles un tributo por ello. Al final de las calles residenciales me topé con el río que rodea al casco viejo de Brujas. Y a sus orillas, los campos verdes me regalaron el mejor obsequio de mi viaje a Bélgica, los molinos de viento. Muchos se esmeran en viajar hasta las carreteras de Holanda para encontrarse con estas pintorescas maravillas históricas. Pero pocos saben que Bélgica fue parte del mismo reino, y por tanto, los molinos de viento son una magnífica herencia de su vecino del norte. Me sorprendió darme cuenta que los turistas no llegan a esta parte de la ciudad. No muchos quieren alejarse del centro histórico. Pero llegar hasta aquellos rincones valió mucho la pena. Caminé de vuelta al corazón de la ciudad, hasta toparme con la plaza del Mercado, el núcleo central de Brujas. Aunque la explanada ya no alberga mercados callejeros como lo hacía en los tiempos antiguos, sigue siendo un punto de encuentro de turistas y locales, y sobre todo, sigue estando rodeada de maravillosos edificios que ponen en alto a toda Flandes. El palacio provincial es el vivo ejemplo. Un ayuntamiento que sirvió de inspiración para otros palacios gubernamentales de Bélgica, como el propio ayuntamiento de Bruselas. Pero la joya de esta plaza es el Belfort, el campanario de Brujas, la torre más alta de la ciudad que para entonces dominaba un potente y azul cielo. Aunque el centro histórico de Brujas en su totalidad está nombrado como Patrimonio de la Humanidad, el Belfort forma parte de un patrimonio en específico, los campanarios de Flandes y el norte de Francia. Los campanarios enlistan un importante conjunto de torres que sirvieron como vigilancia y lugares de anuncios públicos en las ciudades medievales de esta zona de Europa. No solo su arquitectura es imponente, sino el importante servicio que prestaron a la comunidad local. Tomé la vía Steenstraat hasta volver al hostal, no sin antes tomar un almuerzo en un buen restaurante de pasta. Cuando me dedicaba a trabajar un poco en el albergue, los huéspedes y el recepcionista se aparecieron en la sala, invitando a todos a unirse a la beer night. Con casi todos los invitados de aquella noche inscritos, provenientes de Holanda, Argentina, Uruguay, Chile, Suiza y Australia, no pude negarme a una cata de cerveza. Después de todo, nunca se sabe si algún día volvería a Bélgica. Y por solo 12 euros me gané el derecho de probar un tercio de vaso de cinco cervezas diferentes, para al final elegir una botella de la que más me hubiera gustado. Cai fue el encargado de la clase, un puertorriqueño criado en Nueva York cuyo amor por la cerveza lo había llevado hasta Brujas para convertirse literalmente en un docente de la bebida fermentada. La primera lección fue aprender a beber una cerveza en Bélgica. A diferencia de muchos países, en Bélgica cada cerveza tiene su propio vaso, con su propia forma y su propia etiqueta. Así que nunca veremos a nadie bebiendo directamente de la botella (a menos que tomen una cerveza barata y comercial). La segunda lección fue saber el significado de la figura de cada vaso. El fondo de vidrio sirve para carbonatar la cerveza, con mucha espuma. Los novatos creemos que una cerveza no debe llevar espuma. Un experto belga siempre nos dirá lo contrario. Además de todo, nunca se bebe la cerveza entera, y siempre se deja una minúscula cantidad en el fondo del vaso, ya que la mayoría no está filtrada. La tercera lección fue aprender a pedir una cerveza en un bar belga. La señal universal en este país es alzar el meñique al mesero. Eso quiere decir algo así como “otra ronda por favor”. ¿Y qué hay sobre un brindis en Bélgica? Un simple “cheers” o “santé” puede bastar. Pero si queremos sentirnos flamencos la frase correcta es “up ye mulle!”, que quiere decir algo como “¡en tu cara!”. La cátedra consistió en probar cinco de las cervezas más conocidas en Bélgica: La Duvel, quizá de las más famosas que pude probar. Es una cerveza rubia con un sabor afrutado, perfecta para comenzar nuestra cata. La Or Val, una de las más antiguas de Bélgica. Una cerveza ámbar con un bajo porcentaje de alcohol, de 6.2% para ser exactos. La Westmalle Trappist, una cerveza tres veces fermentada, lo que la hace aún más fuerte. Su 9.5% de alcohol sin duda nos hizo a todos entrar en tono, que pasó de una noche de aprendizaje a una verdadera fiesta. La Chimey Blue, cerveza oscura hecha en frutas con un 9% de alcohol. Es la única de las cervezas que también se sirve en draft. La Hoegaarden, considerada la cerveza belga blanca, doblemente fermentada, con un sabor dulce de cítricos y hierbas que la hizo la mejor para cerrar nuestra clase. Luego de cinco buenos tragos y de una hoja de mi libreta llena de importantes notas de aprendizaje, Cai nos dio a elegir una botella de la cerveza que más nos hubiera gustado. La mayoría se inclinó por la Westmalle, quizá en búsqueda de un estado etílico avanzado. Yo por mi parte me incliné por la Chimey Blue, que se convirtió inmediatamente en mi favorita. La clase entera acabó en un bar local a pocos pasos del hostal, donde la música y más cerveza terminaron por enloquecernos. Como he dicho antes, en algunos países podremos necesitar cinco cervezas para sentirnos alegres. Pero cuando se trata de cervezas belgas, alemanas o checas, uno o dos vasos son más que suficientes. El beso de una argentina con un chileno, la pelea entre un belga y un suizo y un par de estudiantes locales que me invitaron a probar más y más cervezas hicieron de aquella una noche interesante. Y la resaca nos levantaría a todos con un tremendo dolor de cabeza, con el que tuvimos que empacar para desalojar el hostal a buena hora. Los australianos, Andrew y Mark, al igual que yo seguirían su camino hacia el norte. Y con un olor a alcohol todavía expidiendo de nuestros cuerpos, nos dirigimos a la central de trenes para nuestra próxima aventura.
  32. 3 puntos
    Hacía ya mucho tiempo que no disfrutaba de la grata experiencia de tener un cuarto de hotel para mí solo. Aunque solo fue por una noche, un baño caliente en mi ducha privada y una cálida y reconfortante cama me dejaron listo para el resto de mi viaje. A 355 kilómetros al sur de Marrakech, aquella mañana desperté con una increíble vista desde mi balcón, desde el que se apreciaba el valle del Dadès, uno de los principales ríos de Marruecos. Bajé muy temprano a desayunar con Bom y Aleena, las dos chicas con las que el día anterior había comenzado un tour por el sur de Marruecos, que hasta entonces nos había deleitado con montañas nevadas, un castillo bereber, una ciudad sede de los mejores estudios de cine de África y, por supuesto, con el famoso tajín como el platillo principal de cada día. A nuestra mesa se unieron un par de chicos georgianos (sí, de un país llamado Georgia que se encuentra en el Cáucaso). Mi primera sorpresa fue encontrar por primera vez en mi vida a ciudadanos georgianos viajando como mochileros. Es muy bueno de vez en cuando toparse con gente diferente, y aquel desayuno era el mejor ejemplo con dos georgianos, una rusa y una coreana junto a mí. Pero mi mayor sorpresa fue enterarme de que Bom había cambiado de cuarto con aquellos chicos. La razón, era que el chofer de nuestro tour se había pasado toda la noche haciéndole bromas pesadas, diciéndole que si no se acababa la cena dormiría con ella en su cama. La incomodidad de Bom era evidente. Decía ni siquiera estar segura de haber entendido el inglés de aquel viejo hombre cuando externó sus “chistes”, tras los cuales siempre reía y acababa recalcando que todo era un juego. Aleena y yo le hicimos saber que no la dejaríamos sola con él, y que si algo llegase a pasar durante el resto del tour veríamos por ella en cualquier momento. Fue normal entonces que los tres volviésemos un poco perturbados al interior de la camioneta, donde el chofer ya nos esperaba para seguir nuestro camino. Antes de dejar el hotel, un miembro del personal se acercó a la camioneta, preguntando si alguno de nosotros había cambiado de habitación, ante lo que todos nos quedamos en un incómodo silencio. La señorita solo deseaba saber el paradero de una toalla, ante lo que Bom respondió diciendo que ella había cambiado con los georgianos y había dejado la toalla en la otra habitación. Nada más pasó después. Pero el silencio del chofer (algo bastante raro en una persona tan parlante) dejó entrever lo engorroso del momento. Hicimos una rápida escala en otro hotel del valle, donde recogimos a Rafa y Silvia, la pareja madrileña que también formaba parte de los pasajeros del tour. Su cara de fastidio delató la mala noche que habían pasado, lo que sumó todavía más incomodidad a la atmósfera que se vivía en el vehículo. Ambos habían pagado dinero extra a su agencia de viajes en España para que los colocara siempre en buenos alojamientos a lo largo del tour. Vaya sorpresa que se llevaron al descubrir que su hotel estaba todavía en obras negras en buena parte del complejo. Su habitación no tenía calefacción ni agua caliente y las paredes olían a una tremenda humedad a causa de la pintura fresca. No tardaron en hacerle saber a su agente la inconformidad que los colmaba en aquel momento. Y aunque nuestro chofer no tenía la culpa de mucho, no dudaron en poner su queja también con él, lo que no parecía tan conveniente después de lo vivido con Bom. El descontento duró algunos minutos, necesarios para externar nuestras quejas. Pero sabíamos que aquel viaje a Marruecos era una experiencia única en nuestras vidas, y debíamos aprovecharla al máximo si queríamos guardar un bonito recuerdo de ella. Así, poco a poco fuimos dibujando una sonrisa en nuestros rostros, mientras dejábamos que los paisajes al otro lado de la ventana nos siguieran asombrando más y más. A orillas de la carretera varias colinas de poca altura iban pasando ante nuestros ojos. El panorama pasaba a tonos cada vez más rojizos, donde hasta las casitas parecían estar hechas con la arcilla del suelo. Aquella autopista es uno de los trechos más famosos para los turistas que se pasean por Marruecos, incluidos los cientos de personas que lo hacen a bordo de una casa rodante. Marruecos está dotado con estacionamientos y campamentos para casas rodantes a lo ancho y largo de su territorio. Nunca creí que aquel país estuviera tan preparado para aquel tipo de viajeros; en ese campo nada tiene que envidiarle a lugares como Estados Unidos, Noruega o Argentina. Muchos de aquellos excursionistas pasaron la noche en un parking a orillas de la carretera, muy cerca de donde nuestro chofer se detuvo y nos dio unos minutos para fotografiar las Gargantas del Dadès. Todos los paisajes que habíamos cruzado formaban parte del valle homónimo. Pero unos kilómetros río arriba el relieve se apilaba en una especie de garganta, con formaciones geológicas que parecían venir de otro planeta. La mañana apenas comenzaba y los pocos rayos del sol que podíamos alcanzar los aprovechábamos al máximo para calentarnos de pies a cabeza. Había huido del frío en Europa para pasar algunos días más cálidos en Marruecos. Pero al parecer su invierno no era nada de lo que había imaginado. Pasamos una hora más en la carretera, que casi todos tomamos para dormir un poco más. Tras 70 kilómetros al este llegamos a un pueblo llamado Tinerhir, ubicado en medio de otro valle, esta vez atravesado por el río Todra. La ubicación de la población hacía bastante lógica, pues aquella parte del valle estaba inundada por un oasis de verde vegetación, lo que permitía a los lugareños cultivar su superficie para su propio autoconsumo. El chofer descendió por las colinas hasta lo más bajo del valle, donde un guía nos esperaba para mostrarnos el pueblo. Nos llevó en una caminata por el medio del oasis, donde los canales artificiales de agua ayudan a los campesinos a regar sus plantaciones de sorgo, flores y otros vegetales que sustentan la alimentación de buena parte de la población. El verde vivaz de sus suelos contrastaba mágicamente con el paisaje de Tinerhir al fondo, cuya mayoría de edificaciones están hechas principalmente de arcilla. Nos adentramos así en las curvilíneas calles del pueblo, que no distan mucho de las típicas postales marroquíes. Las mezquitas y los gatos parecían ser parte esencial de la vida en en Tinerhir, como bien había podido ya notar en muchas otras ciudades de Marruecos. El guía nos explicó que varias casas en la zona habían quedado completamente abandonadas, debido a la migración de muchos habitantes a las grandes ciudades. Eso convertía a Tinerhir en un pueblo casi fantasma. Pero para conocer lo que queda de la vida en aquel lugar, nos llevó hasta la tradicional casa de una familia local, donde tocó la puerta y nos invitó a quitarnos los zapatos para poder entrar. Aleena decidió quedarse en el pórtico y esperar por nosotros. Los demás en cambio nos sentimos felices y bienvenidos con un té de menta que nos ofrecieron como cortesía. El matrimonio que allí vivía se dedicaba a la confección de tapetes y mantas marroquíes, hechos con estambre de lana de camello original. Los vivos colores de las mantas son extraídos de elementos naturales encontrados en el mismo valle. Así, el rojo se obtiene de la henna, el verde de la menta, el amarillo del azafrán y el azul del índigo. La atención de la familia y del guía parecían estupendas, hasta que lo inevitable llegó. El hombre comenzó a pasarnos uno por uno los tapetes, preguntándonos cuál nos gustaba para decirnos el precio “especial” por el que nos los podía ofrecer. No gracias —es todo lo que salía de nuestras bocas—. Ni siquiera podríamos llevar algo tan grande en el avión. Como era de esperarse, la insistencia de ambos no se detuvo, y nos siguieron pasando más y más tapetes, que seguíamos dejando en el suelo a manera de rechazo. Cuando el hombre se dio por vencido, se paró y nos llevó hasta la salida. Cerró la puerta tras nosotros y supimos que se había enfadado por no haber logrado ninguna venta. Ahora entendíamos la razón por la que Aleena se había quedado fuera. Había anticipado bien lo que sucedería, y no era su intención atravesar una batalla más con un feroz vendedor marroquí, que tanta mala fama tienen. El guía nos llevó de vuelta al coche, en el que manejamos unos pocos kilómetros río arriba y aparcamos en la entrada de las Gargantas de Todra, el desfiladero más alto de todo el valle. Aunque el sol golpeaba fuerte sobre nuestras cabezas, al introducirnos al callejón del desfiladero un frío viento empezó a azotarnos con suavidad, lo que nos forzó a volver al coche y coger nuestros abrigos. A diferencia de las Gargantas del Dadès, esta garganta se trataba de un verdadero cañón, tallado por el ensanchamiento del río Todra hace ya varios miles de años. Lo más curioso de aquel complejo paisaje lo encontramos al fondo del pasadizo. Entre un montón de rocas en el suelo, el agua brotaba como la fuga de una tubería. Ese era el nacimiento del río Todra. Parecía increíble como un curso de agua tan largo como el Todra, que bañaba los cultivos de toda una ciudad, diera comienzo en una filtración tan diminuta, en el medio de un paisaje tan árido como aquel. El chofer nos pidió volver para llevarnos al restaurante donde tomaríamos el almuerzo, en una terraza justo al lado del río Todra. Esta vez quiero algo diferente —me dije —. Algo que no sea tajín. Llevaba comiendo aquel plato todos los días desde mi llegada a Marruecos. Así que opté por la galia, sugerencia que el mesero mismo me dio. Pero al llegar el plato a la mesa supe que me esperaba más de lo mismo. La galia no era nada más que tajín con huevo. Nada feo, debo decir. Pero comer todos los días lo mismo a cualquiera le puede aburrir. Apenas con la digestión en curso nos vimos forzados a volver al auto. Teníamos dos horas y media de carretera por delante y si queríamos disfrutar de nuestra última tarde en el tour debíamos apresurarnos para llegar a tiempo. El silencio y el sueño se adueñaron del viaje, que nos llevaba hasta la punta este de Marruecos, casi en la frontera con Argelia. A diferencia de las ciudades imperiales, en esta zona del país el cielo estaba casi siempre despejado, libre de lluvias torrenciales, pero aún con algo de frío invernal. Mientras más avanzábamos el paisaje se hacía más y más árido. Hasta que el suelo rocoso y las montañas rojizas se transformaron en una capa de arena que lo cubría todo. Habíamos llegado a Merzouga, la entrada al desierto del Sahara en esta parte de Marruecos. Una vez rebasados los Montes Atlas y los valles de los ríos en el centro del país, Marruecos se convierte en una sábana interminable de arena desértica. Merzouga es un pequeño poblado localizado en el límite entre los valles y el desierto de dunas, lo que lo convertía en el mejor punto culminante para nuestro tour. Dejamos a la pareja de españoles en un hotel, a donde los recogeríamos la siguiente mañana. Al resto, el chofer nos llevó a otra especie de hostal, que era el campamento base para muchas de las agencias turísticas. La razón de ello es que el hostal está ubicado justo al lado del comienzo de las dunas, el lugar perfecto para un establo de camellos. Dejamos nuestras mochilas en un cuarto y el chofer nos presentó con Amar, quien sería nuestro guía y compañero a partir de entonces. Amar era dueño de su propia agencia de turismo en Merzouga, y también poseía un grupo de camellos. Era así como nos llevaría a dar un paseo por las dunas, en medio de las cuales pasaríamos una noche durmiendo bajo las estrellas del Sahara. Alguna vez en mi vida me había montado ya en un caballo. Pero hacerlo sobre las jorobas de un camello sería algo totalmente nuevo. Por supuesto, una silla y una barra de metal hacen la tarea más fácil para acomodarse encima de su lomo. Pero al ponerse en pie y comenzar su andar por la arena, sus tambaleantes movimientos nos dejaron a todos con el trasero adolorido. La caravana comenzó por allí de las 5 de la tarde, cuando el sol todavía estaba en su apogeo, deslumbrando el paisaje frente a nosotros con las dunas iluminadas y un cielo potentemente azul. Amar tomó la delantera, y comenzó a caminar subiendo y bajando las dunas, como si aquello no significara un arduo trabajo físico para él. Yo había subido un par de dunas en mi vida, y vaya que es una labor agotadora. Con una cuerda tiraba de los tres camellos que nos llevaban a bordo. Aleena al frente, Bom en medio y yo detrás de todos, dejando ante mi vista una improvisada pero verdadera caravana del Sahara. Aunque un vistazo atrás bastaba para advertir que la civilización de Merzouga estaba a solo unos pasos, era lindo engañarnos mirando solo hacia delante, con nada más que el desierto más grande del mundo frente a nosotros. A unos kilómetros al este se encontraba la línea fronteriza con Argelia, tras la cual el Sahara se extiende hasta la costa del mar Rojo, abarcando un territorio casi igual de inmenso que los Estados Unidos de América. Era difícil creer que estábamos solo en el preludio de lo que parecía ser un infinito lienzo de arena. Y donde las dunas parecían no terminar, nuestro campamento apareció escondido entre ellas, casi una hora después de haber salido de Merzouga sobre los camellos. Amar guió a nuestros peludos amigos hasta la orilla de nuestro campamento, que se componía por unas diez tiendas cubiertas en gruesas mantas de lana de camello. Incluso contaba con un baño improvisado cubierto de las mismas telas. Son las típicas casas de los pueblos nómadas bereberes. Amar mismo nos contó que nació en una familia nómada del desierto. Su identificación oficial de Marruecos tiene una fecha y un lugar de nacimiento aleatorios; la verdad sobre su llegada al mundo sigue siendo una incógnita incluso para él mismo. Aprovechando el sol que todavía se ponía sobre el cielo, Amar nos invitó a sentarnos sobre una mesita redonda que había colocado en el medio del campamento. Era la hora de tomar el té, lo equivalente en el mundo árabe a beber una cerveza o un café con los amigos. Mi bufanda pasó a ser un excelente turbante que cubrió mi cabello de los rayos solares, tal como los verdaderos bereberes protegen su cabeza. Aunque cuando el sol poco a poco comenzaba a alejarse, el turbante sirvió más bien para abrigarme del fresco del desierto, que durante la noche llega a ser bastante crudo. Al desviar nuestra mirada hacia arriba vimos a un grupo de personas que subían la duna. La puesta de sol estaba por comenzar, y estando en el desierto del Sahara era algo que ninguno de nosotros se podía permitir perder. Con todo nuestro esfuerzo comenzamos el ascenso, que sobre la arena resbaladiza fue bastante duro para quienes no estábamos acostumbrados. Por supuesto que para Amar fue solo pan comido. La escalada fue más fácil sin nuestros zapatos puestos. Además, sentir la arena del Sahara bajo los pies era simplemente una oportunidad única. No se podía determinar si había una verdadera cima. La forma irregular y a la vez perfecta de las dunas nos invitaban a todos a caminar por todo lo alto, dejando nuestras huellas hundidas al pasar. Desde allí pudimos ver otros campamentos que se erguían alrededor, colmados de turistas que como nosotros, ansiaban vivir la experiencia de dormir en medio del desierto. Las dunas de Merzouga son también uno de los sitios preferidos para los amantes de los boogies y los coches 4x4, que pueden ser fácilmente rentados en la ciudad. Las vistas desde lo alto eran maravillosas. Y aunque del lado oeste (por donde se ponía el sol) se asomaban las siluetas de Merzouga, el lado este no ofrecía más que la infinidad del desierto, a donde todos preferimos mirar. Una frontera, un desierto, el comienzo de un continente entero estaba frente a nosotros. Y la idea de saber dónde estábamos no nos dejaba de regocijar. Antes de que el sol se ocultara por completo, bajamos de vuelta al campamento, donde Amar preparó una de las tiendas para la hora de la cena. El menú no fue una sorpresa. Un enorme plato de tajín acompañado de pan árabe y té de menta. Aunque Aleena, Bom y yo estábamos ya cansados del tajín, debo aceptar que comerlo en un campamento bereber en el desierto hizo de aquel el mejor tajín de mi viaje. Fuera de la carpa, la noche había caído sobre el campamento, y una profunda oscuridad lo inundó todo. Amar prendió una fogata en medio de las tiendas y nos invitó a recostarnos a su lado, ayudado con el calor de un montón de mantas que apiló sobre la arena. Los cuatro nos quedamos callados por un instante, no haciendo nada más que mirar al firmamento, donde las estrellas comenzaron a brillar una por una conforme avanzaba el reloj. Nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad, y fue posible ver cada vez más figuras en el espacio. Por un momento mi mente se transportó a otra dimensión, una color azul marino rodeada por figuras diminutas y brillantes. No me había dado cuenta, pero lo que estaba viendo frente a mí era la Vía Láctea. Una figura nebulosa que nunca había podido presenciar, no con la contaminación lumínica de las ciudades modernas. Capturar aquellos cuerpos celestes con nuestra cámara era un desafío casi imposible. Pero nos conformamos con disfrutar de su sola presencia. El frío nos heló a todos de pies a cabeza, y decidimos volver a nuestras tiendas para acobijarnos bien. Las mantas de lana de camello eran una maravilla, y no había duda de por qué los bereberes habían domesticado aquel animal como su mejor amigo. La siguiente mañana Amar nos despertó al amanecer para recoger nuestras cosas y montarnos nuevamente sobre los camellos. La mañana era mucho más fría que la noche que habíamos pasado en nuestras tiendas. Pero los rayos que apenas nos iluminaban desde el este poco a poco nos hicieron entrar en calor. Con los ojos entreabiertos y nuestras sombras reflejadas en las dunas, llegamos a Merzouga luego de una hora de caminata. Desayunamos algo en el hostal donde Amar nos dejó con sus camellos, a quien agradecimos fielmente con una buena propina que se tenía bien merecida. Nuestro chofer nos recogió a los tres y al par de españoles, que contrariamente al día anterior lucían ahora muy contentos con la noche que pasaron en su campamento en las dunas. Aleena y yo nos bajamos en la comunidad de Er-Rachidia, donde nos despedimos del grupo y tomamos un autobús hacia la ciudad de Fez, donde pasaría una noche más antes de tomar mi vuelo de vuelta a Europa.
  33. 3 puntos
    La eterna búsqueda del clima perfecto de la que muchos viajeros somos víctimas había ya comenzado a patearme el trasero después de mis primeros dos días en el norte de África. Era fácil creer que pasar una semana en Marruecos a mediados de febrero sería el antónimo ideal al crudo frío europeo que me hacía desear quedarme en cama todo el día, aunque el reloj marcara las horas de un ilusorio sol que se asomaba solo a veces entre los cielos helados. Pero mi chaqueta, que se había ya convertido en mi mejor amiga, debió acompañarme cada uno de mis días al sur del Mediterráneo. Tal parecía que los marroquíes gozaban también de un frío y lluvioso invierno. Bajo esa etérea y fastidiosa lluvia tomé un autobús nocturno en la terminal rodoviaria de Fez, no sin antes contender una vez con los marroquíes, que insistían en ayudarme con mi mochila en busca de un par de monedas, que al no recibir les hacía explotar en cólera entre un arsenal de insultos en árabe que mis oídos afortunadamente no podían descifrar. El elevado volumen de la música bereber que el chofer dejó escuchar desde los altoparlantes durante las primeras horas del trayecto trajo a mi mente aquellas melodías evangélicas que apaciguaron el peor de mis viajes una noche de diciembre en la frontera norte de Guatemala. Pero a diferencia de aquel repugnante autobús, esta vez el conductor se dignó a brindarnos un arrullador silencio, que me dejó dormir hasta nuestro arribo a Marrakech. La puntualidad de sus servicios me había impresionado bastante, para ser sincero. Aunque a decir verdad, la antelación de nuestra llegada a las 5:30 de la mañana no era lo más conveniente para un viajero como yo. Me vi entonces obligado a tomar un taxi hasta la medina, el centro antiguo de Marrakech y la zona donde se aglomera la mayoría del turismo. Aunque claro que a esas horas de la madrugada, el vacío en sus calles era más que aterrador. Al igual que en el centro de Fez, la medina de Marrakech es una zona completamente peatonal. Por tanto el taxista me dejó en la entrada principal a los souks, los mercados callejeros, que para ese entonces estaban todavía cerrados. Esta vez creí haberme anticipado bien ante la falta de un plan de internet en mi móvil, y tenía descargado el mapa que me llevaría hasta la puerta de mi hostal. Pero las calles de las medinas árabes son siempre un laberinto que solamente los locales saben atravesar. No pasó mucho tiempo para que un hombre se acercara ofreciéndome ayuda. Pero mis anteriores experiencias con los marroquíes me dejaban en claro que aquel sujeto solo me ayudaría a cambio de algunos dirhams, por lo que me negué ante su oferta. Soy policía de seguridad —me dijo—. Dime el nombre de tu riad y te llevo a él. Su chaleco fluorescente parecía ser real, y lo dejé guiarme hasta la entrada del hostal. Cuando creí haber conocido a un honesto funcionario que me habría ofrecido al fin ayuda verdadera, su mano extendida frente a la puerta me indicó que todo había sido un engaño. El chaleco no era más que un señuelo para camuflar su identidad, y al igual que la mayoría del resto, esperaba dinero a cambio. El encargado del hostal abrió la puerta y me dio la bienvenida. El señor pregunta si le darás alguna moneda —me hizo saber—. Me dijo que era un policía, no tengo por qué darle algo a cambio. —repliqué. Aunque parezca rudo, es así como muchas cosas funcionan en Marruecos. Tras el manifiesto enfado en la cara de aquel hombre, cerramos la puerta y me refugié por fin del frío que bañaba el exterior. Y ya que sabía que podría hacer mi check-in hasta pasado el mediodía, pedí al encargado poder dejar mis cosas y descansar un poco en la sala común del hostal, a lo cual contestó mostrándome el camino al cuarto compartido, donde cordialmente me permitió tomar mi cama y hacer el check-in después de descansar algunas horas. La hospitalidad de muchos marroquíes parecía ser, después de todo, algo de admirarse. El Dar Radya fue otro claro ejemplo de lo placentera que puede ser una estadía en un típico riad marroquí. Su patio central con mesas de té y una fuente en la que se bañaban las aves; los cuartos con ventanas dobles de madera y tapetes de mosaicos; el baño en colores rojizos y un lavabo de azulejos en motivos geométricos. Cada detalle de aquel riad parecía estar planeado a la perfección para hacer sentir a sus huéspedes en un histórico Marruecos. Y sumado a la amabilidad de su personal la experiencia no podía ser mejor. Un té de menta es siempre una buena forma de empezar el día. Y ya que el cielo me sonreía mucho más que la noche anterior, salí nuevamente a caminar por las laberínticas calles de aquella metrópoli magrebí. Marrakech es una ciudad más nueva que su hermana Fez, en el norte, de donde yo había llegado esa mañana. Mientras Fez fue fundada por una dinastía árabe, Marrakech, situada más bien al sur del actual país, nació gracias a una dinastía bereber, llamados los almorávides. La imagen contemporánea de Marruecos y el Magreb (el noroeste africano) suele resumirse en un solo concepto: países árabes. Pero es necesario hacer algunas diferencias. Los árabes son un pueblo (actualmente aceptados como una etnia) que originalmente provienen de la península arábiga, y que poblaron el Medio Oriente y el norte de África durante la propagación del Islam en los siglos VII y VIII. Y aunque puede decirse que casi todos los árabes hablan la lengua árabe, no puede decirse que todos los árabes practican el Islam. Así también, no puede decirse que todos los pobladores de los países árabes pertenecen a la etnia árabe ni hablan tal idioma. Antes de que los árabes se expandieran llevando consigo el Islam, el norte de África estaba ya habitado por tribus nómadas, conocidas como bereberes, hablantes de lenguas bereberes. Venta de tapetes bereberes típicos. Su presencia a lo largo del Sahara se remonta a siglos antes del nacimiento de Cristo, aunque las duras condiciones del desierto más grande del mundo los obligaron a moverse constantemente de un lado a otro. No obstante, fueron capaces de establecer verdaderas ciudades en algunas de las regiones mejor adecuadas para su supervivencia. Marrakech es uno de los mejores ejemplos, nacida como una urbe bereber e invadida siglos más tardes por los sultanes árabes que hasta hoy gobiernan Marruecos. Se puede decir entonces que los dos principales pueblos que habitan hoy el Reino de Marruecos son los árabes y los bereberes, siendo el árabe y el bereber las dos lenguas oficiales del país, y cuyos ciudadanos son libres de profesar la religión que deseen. Aunque claro, el islam es el dogma predominante. Mujeres usando su hiyab típico árabe, y detrás un hombre usando su jellaba típica bereber. La medina es el lugar donde se establecieron los primeros pobladores de la ciudad durante la Baja Edad Media. Los souks de Marrakech son los más grandes del país, y es la mejor forma de sumergir a los turistas como yo en estos típicos y laberínticos mercados callejeros del mundo árabe. Otro elemento bastante característico de estas ciudades son los hammam, los baños árabes o turcos que se heredaron de la cultura romana tras su desaparición. Los otomanos y las culturas islámicas prosiguieron estos rituales de limpieza en baños públicos, que hasta el día de hoy están divididos para hombres y mujeres. Es la versión árabe de las saunas, que le valen a Marruecos una buena parte del turismo que reciben. No tardé mucho tiempo para darme cuenta de algo. Casi la totalidad de los edificios y paredes en la medina eran de color rojizo. La causa, es que están construidas con arena roja, característica de la zona donde se emplaza la ciudad. Es por ello que Marrakech se ha ganado el título de “la ciudad roja”. De hecho, cualquiera que viaje por Marruecos se dará cuenta que cada ciudad tiene un color predominante en sus construcciones, ya que por órdenes de los gobiernos locales toda nueva edificación debe respetar el material y el color tradicional para conservar su matiz único. La medina está amurallada todavía en su mayor parte, y como es de esperarse, su extensión es bastante grande. Pero toda caminata por la medina culmina de forma perfecta en la plaza de Yamma el Fna, el corazón de Marrakech donde desemboca la densa red de callejuelas. La plaza de forma irregular está rodeada por tiendas, restaurantes y cafés que ofrecen la mejor vista de la ciudad con sus terrazas. Pero lo mejor de Yamma el Fna se encuentra sin duda al nivel del suelo. Conforme va avanzando el día, comienza a llenarse de comerciantes y artistas de todo tipo. Mujeres que pintan con henna, vendedores de jugos de naranja o de pociones afrodisíacas; malabaristas, músicos, encantadores de serpientes, contorsionistas; vendedores de fruta, pescados, tapetes persas, joyería, juegos de té, lámparas mágicas. La lista va creciendo conforme el sol va avanzando hacia el oeste. Pero como bien me habían dicho, lo mejor de Yamma el Fna llega tras el ocaso. Por ello decidí seguir mi camino y dejar que me sorprendiera al caer la noche. Al oeste de la plaza una larga calzada peatonal ofrecía paseos turísticos en carruajes, que se estacionaban junto a uno de los parques públicos que dan comienzo a las modernas avenidas, donde el tránsito de coches empezaba a aparecer en la ciudad. Al fondo, la torre de la mezquita Kutubía dominaba el paisaje, haciendo notar su presencia como el ícono más representativo de Marrakech. Como dije antes, la ciudad fue fundada por los almorávides, en una localización estratégica para las caravanas que cruzaban el Sahara hacia la África negra. Pero de la época almorávide no queda nada en Marrakech, ya que años después de su llegada fueron invadidos por los almohades, otra dinastía bereber proveniente de las montañas del este. Los almohades dieron a Marrakech su primera gran época de esplendor, y en el siglo XII su primer califa, Abd Al-Mumim, mandó a construir la mezquita Kutubía, que se cuenta que en su época era de las mayores en el mundo islámico. Sus muros están construidos, al igual que el resto de la ciudad, con la arena rojiza que rodea a la urbe, presumiendo sus arcos de herradura por los que es un deleite atravesar para todo occidental como yo. Su alminar (como se le conoce a las torres de las mezquitas) es la construcción más alta de Marrakech, y aunque ha perdido ya buena parte de su ornamentación original, continúa imperando con su poder sobre la metrópoli roja. Marrakech es quizá la ciudad más turística y visitada en todo el país. No fue extraño entonces que mi amiga Daniela, que entonces salía con un chico marroquí, se encontrara aquel día en la misma ciudad que yo, a más de 9000 kilómetros de nuestro hogar en México. Encontrarme con ella mientras tomaba un café frente a aquella imponente mezquita fue sin duda una experiencia extraordinaria. Pero mejor aún en compañía de un local como Zakaria, su novio marroquí que nos ofreció a ambos mostrarnos lo mejor de la ciudad. Al oeste de la mezquita, Zakaria nos llevó a La Mamounia, un verdadero palacio-hotel que permite visitas gratuitas a los turistas. El terreno fue heredado al príncipe Al Mamoun en el siglo XVIII como regalo de bodas por parte de su padre. Pero fue hasta 1923 cuando se decidió inaugurar un lujoso hotel en lo que alguna vez fue un oasis protegido dentro de las murallas de Marrakech. Entrada al hotel La Mamounia. Numerosas celebridades son las que se han hospedado en sus opulentas habitaciones. Desde políticos tan renombrados como Winston Churchill y el general Charles De Gaulle, hasta artistas como Charles Chaplin, Edith Piaf, Yves Saint-Laurent y Elton John. La máxima expresión de la arquitectura árabe y andaluza parecía encontrarse al interior de aquel suntuoso hotel. Esculturas de arabescos, techos con madera tallada en la mejor calidad, fuentes de mosaicos mudéjar y lámparas de cristal que iluminaban el interior del edificio simplemente a la perfección. La presencia del agua en sus fuentes y estanques no podía pasarse por alto como en cualquier otra construcción del mundo árabe. Pero sin duda en una forma muy diferente a como lo hacían los riads que mi bolsillo podía pagar. Detrás del hotel, ocho hectáreas de jardines se extendían con un acervo de especies vegetales que contrastaba idealmente con el naranja de sus muros. Palmeras, cactus, olivos, naranjos y bugambilias, donde los pájaros se posaban para hacer al ambiente inclusive más sublime. Con su cava de vino, spa, chefs de renombre, suites imperiales y códigos de etiqueta, La Mamounia nos dejó en claro que Marruecos no tiene nada que envidiarle a los países occidentales en cuanto a turismo de lujos se trata. Pasadas las horas la lluvia comenzó a caer otra vez sobre nosotros, así que decidimos que era tiempo de comer. Zakaria nos llevó a un buen restaurante por un almuerzo típico marroquí: sopa harira y tajín. Ambos platos me parecían dignos de todo paladar, pero después de cierto tiempo no sabía si me llegarían a aburrir. Y para para la digestión, un buen vaso de té nos reconfortó a ambos lados de la mesa, antes de volver al coche y seguir nuestro tour por la ciudad roja. Zakaria tomó una carretera, que parecía estarnos llevando fuera de la ciudad. En realidad, nos dirigíamos a la Palmerai, la zona norte de Marrakech, donde un oasis de palmeras parece ser el lugar que ha atraído a millonarios a construir sus nuevas residencias. Camellos en el Palmerai. Aunque a decir verdad, no todos son precisamente millonarios. Aunque Marrakech es una de las ciudades más caras de Marruecos y ha incrementado sus precios inmobiliarios durante las últimas décadas, comprar un riad en su interior sigue siendo mucho más barato que un apartamento en Europa o Estados Unidos. Es por ello que se ha convertido en la ciudad que atrae a más extranjeros en todo el país. Al volver al centro antiguo de la ciudad, cometimos el grave error de atravesar la muralla de la medina en el coche. Si bien, gran parte de ella es peatonal, algunas calles están habilitadas para el tránsito automovilístico. Pero la circulación en su interior es simplemente nefasto. Esquivando a los peatones y serpenteando en tal laberinto de rúas, tardamos casi media hora en salir para hallar un estacionamiento. Para entonces, la noche había caído, y Yamma El Fna se había animado como toda una fiesta citadina que amenazaba con parar hasta pasada la medianoche. En el medio de la plaza nos encontramos con un amigo de Zakaria. Daniela y yo, deseosos de comprar souvenirs, supimos que debíamos aprovechar la oportunidad de estar con dos marroquíes, quienes podrían negociar por nosotros los precios de los productos. Cualquiera diría que los latinoamericanos están acostumbrados a regatear. Pero los comerciantes marroquíes han pulido ese arte mucho más que nuestros ancestros. Así, Zakaria y su amigo consiguieron una lámpara para Daniela y un tarbush para mí, ese típico sombrero rojo que usaba el mono de Aladino en su cabeza. Para disfrutar de una vista panorámica de Yamma El Fna, subimos a la terraza de uno de sus múltiples cafés, donde un café con leche y un té de menta fueron una excelente forma de culminar nuestra jornada. Al otro día Daniela y Zakaria ya habían armado su plan. Así que me tocó visitar el resto de Marrakech por mi cuenta. Esta vez, decidí conocer los verdaderos palacios de los que había gozado la metrópoli en su época de esplendor. Marrakech fue la capital imperial durante los siglos XVI y XVII, cuando la tribu árabe de los saadíes invadió la ciudad y la convirtió en una de las más prominentes y pobladas del mundo árabe, atrayendo a grandes artistas y pensadores. Una de las construcciones más emblemáticas de esta era es el palacio El Badi, mandado a construir por el sultán Ahmed al-Mansur. Lo que puede visitarse hoy de aquel palacio son solo sus ruinas y su bien conservado jardín central. Pero según algunos cronistas, se trataba de una verdadera maravilla del mundo islámico. Contaba con 360 habitaciones, cuyas paredes y techos estaban recubiertos con oro traído desde la mítica ciudad de Tombuctú, que el propio sultán había ya conquistado. No hace falta decir que los patios estaban adornados con estanques y fuentes tras los que se sembraron filas de naranjos, que me trajeron a la mente los palacios nazaríes de Andalucía en España. De hecho, los planos de El Badi se basaron en los de la Alhambra, la joya de la arquitectura musulmana en la península ibérica, que por suerte se conserva mucho mejor que aquel en Marrakech en el que posaba mis pies. La gloria del palacio no duró mucho más de cien años, tras los cuales una nueva dinastía árabe (la que gobierna hasta ahora Marruecos) subió al trono, y llevó todos sus tesoros hasta Mequinez, la que sería la nueva capital del reino. Pero para mi fortuna también es posible admirar un palacio mucho más reciente. En el antiguo barrio judío se encuentra el Palacio de la Bahía, el mejor conservado de Marrakech. Entrada al palacio de la Bahía. Si bien en el siglo XIX Marrakech ya no era la capital, un visir de la corte real (asesor del sultán) mandó a edificar este inmenso palacio para su uso personal. Su intención era hacer el palacio más grande jamás construido, y aunque nunca gozó de ese título, logró captar a la perfección la esencia de la arquitectura islámica y marroquí en un solo lugar. Aunque el hotel La Mamounia me había mostrado ya buena parte de lo que es un palacio marroquí, La Bahía se trataba de uno de verdad, en donde un miembro de la realeza había pasado parte de su vida. A pesar de haber quedado en desuso como residencia cuando el visir falleció, se yergue todavía en excelentes condiciones. El brillo de los mosaicos, la textura del cedro tallado y el matiz de los colores en cada uno de sus muros siguen pareciendo sumamente nuevos. El harén es simplemente exquisito, con un patio interior en el medio del cual se posa una fuente, y alrededor del que vivían las concubinas del visir, quien además de ello tenía cuatro esposas. Satisfecho con haberme por fin sumergido en una verdadera monarquía árabe, almorcé en las calles cercanas a la medina, para después continuar hacia la zona nueva de Marrakech. Esta área es llamada la ville nouvelle, que como en todas las ciudades marroquíes, fue construida por los franceses durante los años del protectorado en el siglo pasado. Aquí se encuentran las grandes avenidas, hoteles, centros comerciales, tiendas, los edificios del gobierno local y, sobre todo, las modernas casas y apartamentos donde moran los actuales habitantes de la ciudad. Es en esta zona donde se encuentra uno de los principales y más nuevos atractivos de Marrakech: el jardín Majorelle. Durante los años del protectorado de Francia y España en Marruecos, el pintor francés Jacques Majorelle estableció su pequeño taller en la ville nouvelle. Alrededor del mismo, decidió mandar a plantar uno de los más bellos y cuidados jardines botánicos de la ciudad, que además de poseer una amplia gama de plantas y arbustos, se decora con vivos colores en sus muros, macetas y ornamentos que dejan en claro que aquel sitio perteneció a un pintor. Pero el color más predominante es el azul, que el mismo artista creó y que hasta hoy lleva su nombre: color azul Majorelle. En los años sesenta la propiedad pasó a manos del famoso modista francés Yves Saint-Laurent, quien amplió el acervo botánico y convirtió el antiguo taller en una sala de exposición de arte islámico Enamorado de los jardines y palacios marroquíes, decidí que era momento de volver a mi riad y cenar en Yamma El Fna un buen plato de pescado con calamares y berenjenas, que saciaron mi apetito para la hora de dormir. Los siguientes días me esperaba otra cara de Marruecos. Una cuyos paisajes se colmaban menos por la realeza, y mucho más por la naturaleza de un país entre el océano, las montañas y el desierto.
  34. 3 puntos
    4 meses y medio en Lyon habían roto ya varios estereotipos de Francia en los que creía fielmente antes de llegar. Enumerarlos en una lista podría llevarme horas. Que los franceses no toman su ducha, que París es la capital de la moda, que usan los mejores y más exquisitos perfumes en el mundo… Los tiempos han cambiado, y Francia ya no es lo que quedó impregnado en la mente del vulgo. Aunque conserva buena parte de su identidad, no se ha salvado de la influencia comercial del mundo globalizado. Y esa influencia no solo proviene de los Estados Unidos y su cultura capitalista. Francia es un país que desde mitad del siglo pasado ha recibido una importante cantidad de inmigrantes del Magreb, la zona norte y noroeste de África, cuyos países fueron parte del imperio colonial francés. Los inmigrantes magrebíes siguen, de hecho, llegando todos los días a territorio francés. Y aunque muchos de ellos lo hacen de forma ilegal, su adaptación resulta un poco más fácil, sobre todo por la facilidad que representa el idioma. No obstante, el origen árabe y su fuerte religión hace a los magrebíes fácilmente distinguibles del resto de los franceses, y la dura realidad, es que muchos no se han acoplado del todo a su modo de vida, lo que provoca cierto grado de rechazo y discriminación. Pero caminar por las calles de Lyon y las ciudades galas hace imposible no sentirse atraído por una cultura tan particular como la magrebí. Sus restaurantes y su cuscús, sus bares de shishas, su té de menta y su exótica y moderna música rap. Las mujeres que aún en Europa usan su hiyab, sus toscos y grandes rasgos físicos, su extraño pero exquisito idioma, su elegante forma de escribir el alifato de derecha a izquierda. Todo ello hizo prácticamente imposible resistirme a comprar uno de los varios económicos vuelos que salen de Francia hacia Marruecos, el destino del Magreb que tiene más conexiones a Europa a través de las aerolíneas de bajo costo. Esto último ha convertido a Marruecos en el país más turístico de África, donde ya no es difícil encontrar una multitud de mochileros que llegan día con día a sus aeropuertos. Ryanair, una de las aerolíneas de menor costo en Europa, ofrecía un vuelo a la ciudad de Fez desde el aeropuerto de Saint-Étienne, a 60 kilómetros de Lyon. Y su menudo precio me convenció de cruzar al sur del Mediterráneo en mis vacaciones de febrero, cuando las escuelas de Francia tienen dos semanas de asueto. Los vuelos de Ryanair son el sueño de todo mochilero, capaces de llevarlos por toda Europa y destinos cercanos por precios ridículos. Pero no se puede esperar una buena calidad del servicio. El avión despegó con 40 minutos de retraso, y un bebé que no paró de llorar en todo el trayecto a solo tres asientos junto a mí hizo de aquel un vuelo sumamente difícil. Pero el aterrizaje suavizó el estrés. La fachada que recibe a los pasajeros al aeropuerto de Fez es una particular probada a la arquitectura árabe que da una perfecta bienvenida. Aunque por alguna razón, uno de los policías no me permitió tomarle una foto. Desde Francia había sido ya advertido de lo difícil que podría ser tratar con los marroquíes. Y mi primera batalla la enfrenté solo algunos minutos después de llegar, cuando debía cambiar mis euros por dirhams, la moneda local. Había escuchado ya que Marruecos es un destino barato, y comprar 2 mil dirhams me parecía suficiente para toda mi estadía (y de hecho lo fue). 2 mil dirhams es muy poco. Compra 3 mil —me dijo el vendedor, quien insistía en que no sería suficiente—. Gracias, pero no quiero más—repliqué. Traté de ser educado, pero su insistencia era tanta que tuve que dejarlo hablando solo. Hasta que se decidió a aceptar mis euros y darme el efectivo. Ahora sabía que los marroquíes no serían nada fácil. Aunque Marruecos es barato, había contactado con Anouar, un chico de Couchsurfing que había aceptado hospedarme por algunas noches en Fez. Pero desde nuestro primer mensaje algo me dio un mal presentimiento sobre aquel chico. Un día antes de mi viaje, le había enviado un WhatsApp para confirmar mi llegada. Pero hasta la siguiente mañana no había recibido respuesta. Una vez en el aeropuerto, rápidamente me encargué de conectarme a una red wifi, solo para corroborar que Anouar no había respondido aún. Incluso marqué a su teléfono, dispuesto a pagar por lo que sería una costosa llamada internacional. Pero tampoco hubo respuesta. Sin hacer coraje alguno por otra mala experiencia con un marroquí, decidí moverme por mi cuenta. Pregunté entonces a un policía por la parada del bus, a lo que contestó que no existía ninguna, y que la única manera de llegar a la ciudad era tomando un taxi. Descubrí entonces lo que la mayoría de los marroquíes buscan siempre: el dinero. Intentar hacer al turista gastar lo más posible para dejar un buen derroche económico en su país. Caminé hacia donde mis instintos me guiaron. La parada no existía visualmente, pero el bus, en efecto, sí existía. Y por solo 4 dirhams conseguí viajar al centro de la ciudad, a diferencia de los 200 que normalmente cobra un taxi. Yo era el único extranjero a bordo, pero los primeros minutos de viaje me hicieron sentir como en casa. Si bien el vetusto autobús era bastante feo, un grupo de pasajeros no paraba de reír en su parte trasera. Y aunque no entendía una palabra del árabe que emanaban sus bocas, una sonrisa es un símbolo universal que siempre es capaz de contagiar alegría. Pero las cosas cambiaron más tarde, cuando un par de policías subieron al bus pidiendo los tickets a los pasajeros. Aquel grupo que tanto había reído fue detenido por los gendarmes. Al parecer no habían pagado su boleto. Los gritos vinieron de todos lados. Hombres, ancianos, señoras, policías y hasta el chofer gritaban frases ininteligibles para mi oído. Cuando al fin se calmaron los alaridos y los pasajeros bajaron forzados por los oficiales, llegamos a la central de trenes de Fez, donde descendí para decidir cuál sería mi siguiente paso. Nuevamente con wifi, reservé una noche en un hostal ubicado en la medina de Fez, la zona más vieja de la ciudad, poseedora de la mayoría del turismo. Los 75 dirhams (7 euros) que debía pagar por cada noche con desayuno incluido, me convencieron inmediatamente de que Marruecos se trataba de un país bastante barato. Cogí así un taxi a la entrada de la medina de Fez el-Bali. Se trata de la zona medieval de Fez, el área peatonal más grande del mundo, declarada por la UNESCO como Patrimonio de la Humanidad y rodeada completamente por una muralla. El chofer me dejó en la puerta Bab Bou Jeloud, la principal entrada a la medina en su parte occidental, por donde a toda hora cruzan cientos de personas locales y turistas. La primera puerta construida data del siglo XII, y daba acceso a la calle Tala’a Kebira, el principal souk de la medina, palabra que designa los mercados callejeros del mundo árabe. Bab Bou Jeloud es uno de los mejores ejemplos de la arquitectura árabe, con sus tres puertas en arco de punta, un techo almenado y ambas fachadas cubiertas en mosaicos con motivos geométricos, con el azul como color predominante. Desde su fachada exterior me fue posible avistar la torre de la madraza de Bou Inania, una de las principales universidades en la medina de Fez que también funciona como mezquita, fundada en la Edad Media por la dinastía Marinid, que gobernó Marruecos del siglo XIII al XV. La “puerta azul” era también el mejor ejemplo de la atmósfera que colma las ciudades marroquíes. Muchedumbres yendo y viniendo, comerciantes y restauranteros gritando a las orillas del pasillo principal, el altavoz de una mezquita llamando a sus fieles. Y en medio de todos, los turistas como yo que llevaban su mochila al hombro. Así que antes que nada, decidí adentrarme en aquel laberinto amurallado para encontrar el hostal donde pasaría la siguiente noche. Mi intuición me había hecho reservar un hostal muy cerca de la puerta azul, facilitando mi acceso a la medina, ya que no hay manera de llegar más que caminando. El taxista me explicó qué camino tomar. Pero al tocar la puerta del riad, uno de los empleados salió para decirme que ya no tenía cupo en sus habitaciones compartidas. Se ofreció a llevarme a otro hostal cercano, perteneciente al mismo propietario. Acepté sin más remedio. Llegamos así al riad Dar Hozor, a solo unas calles delante de la puerta azul. Las camas en habitaciones compartidas estaban aún disponibles, y la calidad del alojamiento y de su personal parecía igual de buena. Además de todo, respetaron el precio por el que reservé. Los riads son antiguas casas típicas de las ciudades marroquíes, que ahora sus dueños han hecho funcionar como alojamiento. Vista desde la terraza del riad Dar Hozor. Lo atractivo de los riads no es solo su bajo precio (mucho más bajo que los hoteles que se encuentran fuera de las medinas) sino el edificio mismo, que conserva la arquitectura propia del reino. La estructura de las casonas posee siempre un patio central, normalmente cuadrado o rectangular, donde el agua suele estar presente en fuentes y pequeños estanques. El techo puede ser descubierto o cerrado para proteger al patio de la lluvia. Así, muchas veces las aves tienen libre ingreso. El comedor, la sala y las mesas de té son los espacios comunes que suelen compartir los huéspedes y empleados. Además de todo, los muros suelen ser ornamentados con azulejos y motivos geométricos típicos del antiguo Marruecos que hacen al huésped poder sumergirse totalmente en la cultura local. Los cuartos de la antigua casona funcionan ahora como habitaciones de alojamiento, con cómodas camas, baños privados, conexiones eléctricas y de internet, todo lo necesario que supera los estándares de muchos alojamientos baratos en otros países. Mi riad fue mi mejor primer acercamiento a Marruecos. Y con la ayuda de sus empleados, que me proporcionaron un mapa de la ciudad, salí a dar un primer paseo por la medina. Abrir el mapa de papel en medio de Fez no era precisamente lo que estaba planeando. Mis rasgos occidentales y mi nulo árabe eran suficiente para hacerme ver como un turista. Y lo que menos precisaba era más marroquíes acercándose a mí. Así que para no perderme, decidí tomar una de las calles principales de la medina, Tala’a Sghira, la más amplia de toda la zona medieval. La avenida está orillada por cientos de comerciantes, que ofrecen todo tipo de productos. Textiles, frutos, carne, plantas curativas, vajillas de té, mantas de lana de camello, aparatos electrónicos, tubos de shishas. Las ciudades marroquíes son también famosas por poseer una enorme cantidad de gatos callejeros, superando por mucho a los perros ambulantes, comunes en el resto de las grandes metrópolis del planeta. El ruido de los transeúntes y comerciantes se adornaba aún más con el sonar del altavoz que llamaba a los fieles musulmanes a acudir a la mezquita. Más tarde me enteraría que existen cinco horas al día en que un practicante del Islam debe acudir a la mezquita a rezar, o en su defecto, hincarse a rezar en el lugar en el que esté. El llamado de la mezquita es la forma de hacerles saber que es tiempo de rezar a Alá. Torre de una típica mezquita en la medina de Fez. Marruecos es una monarquía constitucional, cuya ley no se basa en la sharia, es decir, la ley de derecho islámico. Así, puede decirse que es un país laico donde cada persona es libre de predicar la religión que le plazca. Sin embargo, el 99% de sus habitantes se autodenominan musulmanes, siendo el rey de Marruecos el máximo representante del Islam en el país. Pero a diferencia de lo que la gente cree, en Marruecos no es obligatorio la práctica islamista. Las mujeres, por ejemplo, pueden conducir, no están obligadas a usar el hiyab, tienen derecho a divorciarse y no se les puede obligar a casarse. Los homosexuales no son perseguidos por la ley, la educación básica no obliga a los niños a aprender el corán y, por lo tanto, acudir a una mezquita, no es una obligación, sino más bien una práctica cultural. Una mujer camina con su típico hiyab por las calles de Fez. Marruecos es el país árabe y musulmán que otorga, quizá, más libertades a sus ciudadanos. Sin embargo, existe todavía mucha represión por parte de la sociedad, que tiene mucho más que ver con el arraigo cultural ligado al islamismo que con las leyes dictadas por la constitución. Aún así, al oír el altavoz proveniente de la mezquita, la gente que vi en las calles no se hincó en ningún momento a rezar. La mayoría prefirió seguir con sus deberes diarios y sus oficios. Algunos, por otro lado, acudieron rápidamente a la mezquita, muchos de ellos a la mezquita Qarawiyyin, la más grande de la medina. Qarawiyyin resulta ser también una antigua madraza, que funciona hasta hoy como una universidad. La mezquita de Qarawiyyin está inscrita en el Libro Guiness de los récords, como la universidad más antigua todavía en funcionamiento. Fue fundada en el año 859 durante el reinado de la dinastía idrísida, considerada creadora del estado marroquí. Entrada a la mezquita de Qarawiyyin. La universidad es famosa por los estudios de la lengua árabe y de la religión musulmana, lo que convierte a Fez en una ciudad estudiantil por excelencia, y es considerada el foco religioso y cultural de todo Marruecos. Lamentablemente las mezquitas no permiten el ingreso a personas no musulmanas, por lo que tuve que conformarme con ver a los fieles poner y quitarse los zapatos en la entrada principal. Y aunque pensé que todos acudirían con sus típicas y mejores vestimentas árabes, no es raro ver tenis Nike o Adidas, hombres con gorras deportivas en sus cabezas, pantalones de mezclilla y gafas Ray Ban. La globalización ha llegado a todos los rincones del mundo. Comencé a caminar de vuelta a mi riad antes de que la noche cayera sobre la ciudad. Esta vez tomé la Tala’a Kabira, paralela a la otra gran avenida. Entre la cantidad de callejones y decenas de tiendas a mi alrededor, de repente me vi perdido en medio de la vía. Mi cara era rápidamente interpretada por los locales, que siempre se acercaban a ofrecerme ayuda. Calle de Tala'a Kabira. Me hablaban en inglés, luego en español. Por último intentaban en francés. La mayoría de los marroquíes son bilingües de nacimiento, con el árabe y el bereber, o el árabe y el francés, como sus primeras lenguas. El español es el idioma más aprendido por los estudiantes, siendo uno de los países con el mayor número de personas que lo aprenden en el mundo entero. Pero la ayuda de los locales no parecía ser genuina casi nunca. Luego de unos minutos de entablar una charla (en la que casi siempre eran ellos quienes tomaban la palabra sin dejarme hablar) terminaban por pedirme un par de monedas a cambio de llevarme hasta mi hostal. Así que refusé todo intento de auxilio de su parte. Un misterioso hombre en la vía Tala'a Kabira. Las ofertas no se limitaban a guiarme por la medina. En más de cuatro ocasiones aquella tarde varios hombres se acercaron a ofrecerme marihuana. ¿Quieres fumar amigo? Tengo hachís —me decían—. A lo que siempre me negué, no por miedo, sino por falta de interés. Hubo quien incluso me invitó a su casa para fumar un par de pipazos. Sin duda Marruecos es el destino ideal para los amantes del cannabis, que se dice, es de la mejor calidad. Antes del ocaso me vi nuevamente en mi riad. Y para calmar el hambre, acudí a un restaurante típico marroquí, con cojines tejidos en motivos geométricos y sus características mesas de té redondas. La sugerencia del chef fue el tajín, el plato tradicional de Marruecos y de buena parte del norte africano. Es una mezcla de alimentos estofados, que normalmente incluyen verduras y carne de pollo, ternera o cordero, y se sirven sobre un recipiente especial de barro barnizado que se cubre con una tapa cónica que mantiene el vapor. Mi elección por el tajín kefta (con carne picada) fue una genial alternativa para la cena, con la que volví a cama para descansar luego de una larga jornada que había comenzado en la lejana Francia aquella mañana. Pero mi susurrante sueño fue súbitamente interrumpido cerca de las 5 de la mañana, cuando el primer llamado de la mezquita se hizo escuchar en sus altavoces. Vaya si los musulmanes eran más estrictos que los cristianos. Nunca vi a un cristiano comenzar sus rezos a las 5 de la mañana, pensé. Ya que el personal del hostal apenas se alistaba para servir el desayuno, decidí tomarme el tiempo de comprar mi boleto a Marrakech, que al parecer la compañía no vendía online, lo que me obligaba a acudir directamente a la terminal de buses. Salí para enfrentarme a una fría y lluviosa mañana. Había decidido pasar mis vacaciones en Marruecos porque la gente me había dicho que sería mucho más cálido que quedarse en Europa. Ahora veía que Marruecos no era solo un pedazo de desierto junto al Mediterráneo. Ubicada fuera de la medina, para llegar a la estación de buses atravesé la muralla y caminé por la moderna carretera que me llevó hasta la Gare routière. La medina desde fuera podía fácilmente pasar por un castillo medieval europeo, a no ser por las columnas de las mezquitas que se asomaban en lo alto de sus muros. Buena parte de la ciudad moderna a extramuros de la medina fue construida por los franceses durante la época en que Marruecos fue un protectorado de Francia. Fue entonces cuando Fez dejó de ser la capital del reino, siendo desplazada por Rabat. Ambas, junto con Mequinez y Marrakech forman las cuatro ciudades imperiales de Marruecos, que en algún momento de la historia fueron las capitales del reino. A pesar de la historia que Marruecos tuvo con Francia y España en el pasado (del que también fue protectorado y que aún conserva dos ciudades autónomas en el norte del territorio marroquí) , sus relaciones exteriores han mejorado bastante. Y es por ello que muchos marroquíes todavía hablan francés y español, aunque no sean lenguas oficiales del reino. No obstante, gran parte de la educación superior se imparte todavía en francés. Luego de comprar mi boleto a Marrakech para aquella noche, volví al hostal completamente empapado. Desalojé la habitación, colgué a secar mi ropa y tomé mi desayuno, que debo admitir, logró sorprenderme más de lo esperado. Un huevo estrellado, una pizca de pimienta con especias, un trozo de pan salado marroquí, mantequilla, un jugo de naranja y un té de hierbabuena me hicieron empezar bien mi día, a pesar de que la lluvia parecía no cesar. Antes de seguir andando me detuve frente a la puerta Bab Bou Jeloud. Mi amigo Alex, de Londres, me había dado el nombre de un amigo que había hecho hace un año durante su viaje a Fez. Encontré así a Abdellatif, un joven chico que trabajaba en uno de los restaurantes en la entrada de la medina. Ambos reconocimos nuestras caras al cruzar miradas, y aunque sólo nos habíamos visto en fotografías que Alex intercambió con nosotros, fue un alivio al fin poder conocer de primera mano a un marroquí. Pronto me invitó a beber un té de menta, que hubiera sido mucho mejor sin tal cantidad de azúcar (razón que muchos creen la culpable de la horrible dentadura que poseen muchos marroquíes). Me senté a su lado para conocernos un poco. Abdellatif no hablaba francés, pero su inglés era mucho más fluido que el del resto de los locales. Y parecía contento de poder practicarlo conmigo. Vivía cerca de la medina, donde rentaba un cuarto. Estudiaba química en la Universidad de Fez, facultad con mucho mayor prestigio que la de su natal Agadir, en la costa atlántica. Fue gracias a Abdellatif que resolví muchas de mis dudas sobre Fez y su particular cultura, a la que poco estaba acostumbrado en el mundo occidental. Luego de una hora de charla, y una vez harto de que sus colegas intentaran venderme una costosa jellaba (túnica tradicional bereber) seguí caminando para conocer, esta vez, la parte exterior de la medina. Muchas de las casas al otro lado de la muralla no cambiaban mucho que digamos. Aunque no todas datan de la misma época medieval, el gobierno hizo un buen trabajo al lograr conservar la arquitectura típica y el color de la ciudad. Algunos jardines, como el Jardín Jnan Sbil, todavía se presumen como recordatorio de cuando Fez fungía como la capital del Reino de Marruecos. Incluso algunos edificios que fueron construidos para la familia real funcionan hoy como edificios del gobierno local. La tarde y la lluvia dejaron mis pies agotados luego de algunos minutos de caminata con mis botas. Así que busqué refugio en la terraza de un restaurante. Fuera de la medina los menús parecían menos turísticos que en el interior. Una sopa harira, hecha a base de tomate y legumbres, fue una magnífica entrada, a la que siguió un plato de cuscús con pollo, que ni con todo mi esfuerzo pude terminar. Sopa harira, típica para romper el ayuno en el ramadán. Saciado mi apetito, volví a la medina, ya con la lluvia menos densa en el ambiente, para comprar algunos souvenirs y perderme nuevamente en sus calles y souks. Las ropas de lana de camello, el cuero y la metalurgia son algunos de los productos mejor producidos en Fez, que cuentan incluso con sus plazas exclusivas donde se elaboran dentro de la medina. Pero poco se podría esperar que un turista como yo volviera a Europa con algo tan grande en su equipaje. Así que una lámpara diminuta y un vaso de colección fueron suficiente para satisfacer mis necesidades de compra. Al volver al riad, dos misteriosos hombres aguardaban de pie en el callejón, interceptando por completo la entrada al hostal. Fui y volví, con un mal presentimiento sobre ellos. Pero parecían no esfumarse, y sentía sus miradas encima. Entonces caminaron hacia mí, y otro más apareció del lado contrario. Voy a ser asaltado, pensé rápidamente. Y bajo la oscuridad que había ya invadido la medina, me resigné a no ofrecer resistencia y dejar que se llevaran lo que tuvieran que robar. Pero una vez más mis instintos fallaron, y los tres pasaron de largo, dejándome solo en el callejón. Caminé rápido hasta la entrada del riad, donde me resguardé hasta cercana las 20 horas, cuando debí caminar a la estación central y tomar mi bus. A la siguiente mañana visitaría otra de las capitales imperiales de Marruecos, un reino bastante distinto a lo que me había ya acostumbrado en la Europa imperial.
  35. 3 puntos
    Las escarchadas montañas, los vetustos coliseos, los refinados chocolates, los untuosos tagliatelles; los peripuestos antifaces, los milenarios canales, las clásicas basílicas y las vívidas ramblas peatonales. El norte de Italia había sido una exquisita selección para unas vacaciones de invierno. El éxodo del frío fue su primera causa. Pero no pude evitar culminar enamorado de aquella vieja comisura europea. Las literas en las hosterías parecían una verdadera holgura en las frías madrugadas, aunque no más de 12 euros me hubiese costado cada noche sobre ellas. Pero era tiempo de abandonarlas por algunos días, y tornar al sur. A dos días de la Nochebuena, un autobús aguardaba a mi arribo hasta Nápoles, capital de la Campania y principal metrópoli de la Italia austral. Por fortuna, Flixbus había extendido su servicio por casi toda Europa occidental, y el viaje desde Bolonia hasta Nápoles había sido más barato de lo esperado, tomando en cuenta que el 22 de diciembre se trata de una temporada muy alta. Pero pagar un pasaje barato antes de Nochebuena siempre tendrá sus desventajas. Y la mía fue, por supuesto, el tráfico que eso supuso. El autobús hizo una escala en Florencia, y hasta entonces todo iba muy bien. Pero entrar y salir de Roma por carretera supuso una verdadera tortura, tanto para el chofer como para los pasajeros. Con un trayecto de más de 500 kilómetros de largo, hacer una parada para almorzar era obligatorio. De hecho, los trayectos de Flixbus suelen ser muy prolongados, y es normal que pare en restaurantes a la orilla de la carretera. Así que el chofer puso las cartas sobre la mesa. —Tenemos dos opciones —dijo—. Ya vamos retrasados por el tráfico, así que podemos seguir de largo hasta llegar a Nápoles, o podemos parar a comer algo y llegar todavía más retrasados. La gente, incluyéndome a mí, decidió parar a comer. Ignorar los bramidos estomacales no era una posibilidad que pudiésemos seguir considerando hacinados en aquel vehículo. Así que luego de una horrible pizza, unas grasosas papas a la francesa, una soda enlatada y unas nueve horas sentado en el autobús, por fin entré a la villa napolitana, en donde el tráfico parecía ser todavía peor que en Roma. Las míticas historias de Nápoles y su destacada gastronomía en el mundo no fueron las únicas cosas que me llevaron hasta ella. Otra de las razones nacieron en el 2013, tres años antes de sumergir mi cuerpo y mente en ella. Sus nombres eran Gianpiero, Giuliana, Angela y Chiara. Dos estudiantes de Derecho, dos estudiantes de Farmacia. Todos habían hecho su Erasmus en Santiago de Compostela, donde tuve la fortuna de conocerlos aquel año. Reencontrarse con amigos siempre es una buena idea, no importa dónde suceda. Pero si sucede en Nápoles durante una Navidad, era un proyecto entonces bastante atractivo. La estación central de Nápoles en Garibaldi no era de lo más agradable que podía encontrarme aquella noche. Sobre todo con aquel bullicio infernal que anunciaba la proximidad de la Nochebuena. Pero un coche con Giuliana y Gianpiero en la avenida frontal me hicieron sonreír y olvidar el pesado viaje. Tras un corto saludo y abrazo de reencuentro (había un arsenal de coches pitando tras nosotros), Gianpiero condujo por el centro de la ciudad, y nos llevó hasta una zona un poco más tranquila, cerca de la Plaza Plebiscito, de la que hablaré en el siguiente relato. La línea costera de Nápoles se posa justo en el golfo homónimo, donde los griegos fundaron la primera antigua ciudad, que los historiadores creen, fue la primera colonia griega de Occidente. Y junto a aquella ensenada, un malecón de varios kilómetros de largo recorre el sur de la ciudad. Giuliana, Gianpiero y yo nos sentamos un rato en el malecón, esperando a nuestras otras amigas para ir a cenar juntos. Y para calmar el apetito, Gianpiero me invitó una graffa, una especie de dona azucarada que resulta ser muy famosa en Nápoles. Angela y Chiara aparecieron al poco tiempo, mientras Gianpiero intentaba ver tras una vitrina el partido del SSC Nápoles, al que todos los amantes del fútbol apoyan en la ciudad. El restaurante elegido fue el 50 Kalò, según me contaron, una de las mejores pizzerias. Y vaya que lo parecía, pues la lista de espera nos dejó más de media hora esperando por una mesa. Pero debo confesar que la espera valió la pena. Una frittatina di pasta como entrada y una cerveza para celebrar la noche. En seguida me hicieron saber que en Nápoles la pizza no se acompaña con vino, sino con cerveza. Honestamente, prefiero acompañarla con solamente agua. Y las pizzas llegaron. No fue una pizza para todos. Fue una pizza para cada quien. Una enorme y suculenta pizza margherita. La pizza es un plato con marca patentada por Nápoles. Así que no se trata de un plato italiano, sino más bien napolitano. Es por ello que mis cuatro amigos me insistían tanto en que las pizzas fuera de Nápoles no eran verdaderas pizzas. Cuando en cualquier parte del mundo se ordena una pizza napolitana (incluyendo un restaurante en Roma donde comí unos años atrás) suelen llevar a la mesa una pizza con anchoas. Eso en Nápoles raramente va a existir, aunque es posible encontrarla con salchicha, pepperoni, salami y algunos otros ingredientes. Pero la pizza tradicional y por excelencia es la pizza margherita, que no es nada más que la masa horneada de pizza con salsa de tomate, aceite de oliva, queso mozzarella y hojas de albahaca. Suena simple, y lo es. Pero esa marca patentada tiene su secreto. Nunca, nunca en mi vida, había probado una masa tan suave y ligera como la de aquella margherita que mi paladar tanto disfrutó. Y el queso mozzarella… ¿dónde encontrar un mozzarella igual a aquel? Según Gianpiero en ningún otro lado del mundo, porque el secreto del queso en Nápoles son las búfalas campanas. La mayoría de los quesos mozzarella del mundo se elaboran con leche de vaca. El de Nápoles y la región de Campania se hace con la leche de la hembra del búfalo de agua, aquel que se usa en los sembradíos de arroz. Algunos otros países lo elaboran también, pero el mozzarella de Campania es una marca registrada con denominación de origen controlada. Eso explicaba por qué mi paladar parecía retorcerse de placer. Y la ligereza de la masa es la respuesta del porqué los napolitanos, e italianos en general, no comparten las pizzas, sino que ordenan una para cada quien. Al terminar de comerla, nadie acaba con el mal del puerco. Y nunca un mesero me dio una pizza cortada. Pero al lado de mi plato, un tenedor y un cuchillo son los únicos aditamentos que me ayudaron a comerla. Una cultura culinaria sin duda que rompió mis clichés sobre la comida italiana. Ah, y aquel exquisito plato me costó solo 6 euros. Me sería muy difícil permitirme abandonar Nápoles al pasar la Navidad. Terminamos la cena y me despedí de las chicas, a las que quizá volvería a ver en otros tres años. La Nochebuena se acercaba y eran épocas de familia. No obstante, Gianpiero aceptó alojarme por algunas noches en su casa, antes de que su familia llegase de vacaciones. Así que culminamos la velada en un bar del centro histórico bebiendo con algunos de sus amigos. Corrado, Luigi, Fabricio y Lorenzo, con quienes tras un par de cervezas pude comunicarme en italiano (o eso quise creer). Al siguiente día despertamos sin mucha prisa para desayunar en la terraza de Gianpiero. Él y su familia viven en una de las típicas y coloridas casas de Pozzuoli, una villa al oeste del golfo que forma parte de la zona metropolitana de Nápoles, y donde la vida parece ser mucho más tranquila. Gianpiero se encontraba todavía estudiando su máster en Madrid, y para entonces su español había mejorado a pasos agigantados. Así que aquellos días en Nápoles para él también significaban unas vacaciones de las que quería sólo disfrutar. Luego de trabajar un poco, caminamos hacia la estación de la cumana, una línea de metro que conecta a Pozzuoli con el centro de Nápoles. Nos bajamos en la estación de Montesanto, una zona bastante pobre que me dio una rara primera impresión de la ciudad. El antiguo trazado de la urbe y sus vetustos edificios siguen haciendo para el gobierno una tarea complicada el reducir el tráfico de vehículos. La cumana y el metro son sólo un intento para ello. Pero es común toparse con gente manejando motocicletas a toda velocidad por la zona centro. —Ten cuidado con ellos —me hizo saber Gianpiero. Pronto nos adentramos en las callejuelas peatonales del casco antiguo de Nápoles, que poco me recordaba al centro histórico del resto de Italia. Las rúas se atestaban de gente que compraba en los mercados callejeros, así como en los locales y restaurantes del rededor. A cada paso que daba no podía evitar sentir el olor y el vistoso atractivo de la comida napolitana que aparecía en cada esquina. Y ante la duda de qué probar, Gianpiero me sugirió una tradicional sfogliatella, una masa dulce rellena de ricota, fruta y canela. Gianpiero me condujo a la Vía S. Gregorio Armeno, una de las más asediadas por los transeúntes, sobre todo en aquella época. Nápoles es famosa en Italia por la venta de figuras en miniatura, que en su mayoría se concentran en esta conocida calle de artesanos y comerciantes. Desde el Papa Francisco hasta los políticos más célebres del año se encuentran en muñecos y bustos tallados y pintados a mano. La fiebre del fútbol y su rivalidad contra el Inter de Milán no podía faltar, y las figurillas del equipo entero del SSC Nápoles se encontraban allí. Incluido un busto de Maradona, quien jugó varios años para dicho club. Uno de los personajes folclóricos más queridos por los napolitanos es el Polichinela, a quien mis ojos parecían recordar de algún lugar. Se trata de un personaje cómico de las pantomimas italianas, que se hizo famoso en siglos pasados cuando los teatrillos callejeros se sucedían con regularidad en la ciudad. Polichinela siempre vestía de blanco y usaba un gorro puntiagudo, y aunque poco se le vea por las calles, es fácil encontrarlo en figuras artesanales. Pero ninguna otra figura es más famosa en Nápoles durante diciembre que sus halagados pesebres. El catolicismo es algo presente en cada rincón de Italia, y Nápoles no es la excepción. Gobernada por los borbones por varios siglos como parte del Reino de Aragón, y posteriormente del Reino de las dos Sicilias, no ser católico en Nápoles era casi un delito. Y no es de extrañarse que una tradición como la de hacer enormes pesebres artesanales haya sobrevivido por tantos años. El pesebre, nacimiento o belén napolitano, no sólo muestra a la Sagrada Familia en el día en que Jesús llegó al mundo. Muestra también con miniaturas la representación de la vida cotidiana en la ciudad en la época borbónica. Nobles, burgueses, comerciantes, campesinos, animales, comida, y todo lo que se pudiera encontrar entonces. Aunque las tradiciones extranjeras tampoco se han quedado atrás, y un entusiasta Papá Noel se abalanzó por la calle al sonar de las trompetas. Pero Gianpiero no dejaría que las leyendas y los mitos sobre su ciudad me llenaran la cabeza de más ideas erróneas, como las que sobreviven en el pensar colectivo. Así que me llevó al Convento de San Lorenzo Maggiore, para admirar algunas de las cosas más emblemáticas y escondidas que Nápoles resguarda. Una guía turística nos llevó por los interiores del convento, que data del lejano siglo XIII, cuando Nápoles y Sicilia estaban unidas por un mismo rey. Las paredes, pinturas y estructuras se han podido conservar gracias a la restauración continua del edificio. Pero el convento no es lo que Gianpiero quería en verdad que yo presenciase. Bajo él, un viejo y vasto mundo se ocultaba tras las sombras católicas. Son los cimientos del mercado de la antigua ciudad grecorromana, que datan del siglo IV a.C. Desde la época romana, muchas calles poseían sus galerías paralelas bajo tierra, lo que hoy se conoce como Nápoles subterránea. Los pasadizos han sobrevivido hasta el día de hoy. Fueron utilizados por los cristianos para esconderse de su persecución por los romanos, y sirvieron de resguardo durante los bombardeos de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial. Hoy tienen fines más bien turísticos y arqueológicos, que permiten conocer más sobre el modo de vida de la Nápoles antigua. Desde lo alto del convento otra cara de la metrópoli se asomaba por las ventanas. Un decadente y pálido conjunto de edificios bajo sus tejados marcan las calles del casco viejo, algo de lo que no muchos italianos se sienten orgullosos. Pero los napolitanos sí. La decadencia urbana que se puede palparse en Nápoles es un símbolo de batallas y contradicciones en el país entero. En el norte, Nápoles es vista como una ciudad sucia, vieja y fea, donde la violencia y la basura imperan en el día a día. Pero los napolitanos parecen felices y orgullosos de su ciudad y de sus tradiciones. El ímpetu con el que Gianpiero me mostró algunos de sus atractivos dejaba en claro lo ferviente que se sienten él y muchos más de lo que en Nápoles ha nacido. Una nueva y vivaz cultura. La catedral y su fachada gótica del siglo XIX son alguna de las cosas más nuevas que el centro de Nápoles resalta con devoción, pero no lo único que sus habitantes presumen con misticismo al resto de una rica y poderosa Italia. Milán, Turín, Venecia o Roma, los napolitanos no sienten envidia de la fama mundial que aquellas bellas y renacentistas ciudades han creado en el mundo. Para eso ellos tienen al Vesubio, a Maradona y claro, a la pizza. Gianpiero no me dejaría salir del centro de Nápoles sin acudir a la Pizzeria da Michele, la pizzeria más famosa de toda la ciudad. Poco tenía en común con el lujoso restaurante al que habíamos asistido la noche anterior. La Pizzeria da Michele no era más que una fonda de comida en el interior de un antiguo local. Pero la fila tras sus puertas era casi el doble de larga. Los comensales aguardaban pacientes en las atestadas banquetas por obtener una silla donde degustar su sabor. Unos cuarenta minutos pasaron para que pudiésemos entrar, a un lugar que pocos lujos y poco atractivo visual poseía. Pero el temple de sus clientes, el ahínco de sus trabajadores y el olor de su pizza dejaban en claro su celebridad. Y cuando de celebridad me refiero a una de verdad. Su fama llegó hasta Hollywood, con la película de “Comer, rezar, amar”. ¿Alguien recuerda a Julia Roberts teniendo un orgasmo culinario con una pizza margherita en Nápoles? Esa escena fue grabada nada menos que en la Pizzeria da Michele. Tras otra exquisita experiencia gastronómica que me costó solamente 5 euros, salimos del centro con rumbo a la Plaza Plebiscito, donde cruzamos la Galería Umberto I, una galería muy parecida a las que se encuentran en Milán. Gianpiero se tomaba muy en serio su tarea de hacerme ver que Nápoles no le pedía nada a ninguna otra ciudad italiana. Las calles a su alrededor se adornaban ya con las luces navideñas, bajo las cuales nos topamos a Paolo, otro amigo a quien conocimos en Santiago, y que vivía en Nápoles con su novia. Tomamos un café y nos pusimos al día. Sin duda un reencuentro en aquella ciudad significaba algo para recordar. Volvimos a casa para cenar con los padres de Gianpiero. Un mozzarella, una rebanada de pastel, berenjenas guisadas, y postres napolitanos como el strufolli y los hijos rellenos de nueces y pistaches. Ahora entendía que la actuación de Julia Roberts no era quizás una actuación, sino la verdadera expresión de cualquiera que visita Nápoles y se deja seducir por sus sabores. Yo me estaba dejando seducir también por sus rincones, que aunque no fueran del gusto de todos los italianos, Gianpiero y la belleza oculta de la ciudad y su Navidad no dejarían irme de allí con un mal sabor de boca.
  36. 2 puntos
    Perdido en el sureste de México, casi al borde del mar y ubicado junto al río Papaloapan, se ubica uno de los pocos pueblos del país declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. A solo 90 kilómetros al sur de la ciudad de Veracruz, este colorido pueblo aparece en medio de una región tropical y cálida, cuyo único respiro del infernal calor es la brisa que carga consigo el río. Visitarlo en verano un par de veces quizá no fue la mejor idea. Pero el solo hecho de estar allí significa un refresco del movimiento de la ciudad. Tlacotalpan surgió como un asentamiento del pueblo totonaca, una civilización mesoamericana prehispánica que se asentó en buena parte de la costa del Golfo de México. Su nombre significa “entre aguas”. Pero fue con la llegada de los españoles que el pueblo creció y tomó forma, desde que Pedro de Alvarado recorrió el Papaloapan río arriba, descubriendo que Tlacotalpan podría ser un buen puerto fluvial para el transporte de mercancías al Imperio Español. Así fue como surgieron dos grandes haciendas en la zona, que aunque corrieron el riesgo de ser abandonadas, hicieron que en algún momento la población de españoles creciera. Y sumado a la importación de esclavos negros africanos desde el puerto de Veracruz, Tlacotalpan tomó la raíz multicultural y multiétnica que posee hasta el día de hoy. El pueblo es el corazón del son jarocho y los jaraneros, estilos musicales provenientes del Caribe y que fueron desarrollados en la mayor parte de la costa del Golfo gracias a los afrodescendientes. La misma palabra “jarocho” define a las personas provenientes de la región del Sotavento, sobre todo aquellos de piel oscura que usaban jaras como método de pesca. Y esas raíces extranjeras finalmente se impregnaron en la zona alrededor de Tlacotalpan. Músicos con sus típicos trajes blancos, con sombreros de paja y pañuelos rojos caminan por las calles ofreciendo coplas. Mientras en las noches llegan los huapangos, fiestas donde el son jarocho es el invitado principal. Pero el mayor atractivo del pueblo es sin duda su arquitectura vernácula, es decir, que las construcciones fueron hechas de forma auténtica por los habitantes nativos con materiales de la zona. En 1714 el río se desbordó, y en 1788 un incendio arrasó con muchas de las casas. Es por ello que se ordenó que a partir de entonces todo edificio fuera alzado con mampostería. Y desde aquella época, un lejano siglo XVIII, las típicas casonas con arcos y pilares se han mantenido en pie. Luciendo los vivos colores de México, cada casa es un ejemplo de lo que puede lograrse de forma artificial, respetando siempre lo natural. Cada teja, cada muro, cada columna, cada acera, fueron construidos con los materiales que la propia cuenca del Papaloapan le otorgó a la ciudad. Y se convirtió con los años en el orgullo de los tlacotalpeños. Aunque el puerto fluvial perdió su importancia con la llegada del ferrocarril, el río ha sido siempre parte vital de Tlacotalpan. No solo como medio de transporte, sino al aportar el agua para los cultivos, la ganadería, los pobladores, regular el clima y para la pesca. Tomar una balsa para dar un paseo por sus aguas es uno de los mayores atractivos hoy en día. Aunque para ser sincero, la magia de la mampostería y la arquitectura vernácula se esfuma de inmediato. En su lugar, es suplantada por modernas mansiones pertenecientes a la clase alta de Veracruz. Políticos y empresarios han construido sus casas de verano en la riviera, y los yates estacionados en su orilla confirman su poder adquisitivo. Aún así, no está de más un recorrido por el emblemático Papaloapan, que transporta sus aguas desde las tierras de Tuxtepec. El propio río sirve para bendecir la ciudad cada 2 de febrero, cuando las fiestas patronales llegan con la Virgen de la Candelaria. Una estatua de la virgen es transportada en una balsa y otorga su bendición al pueblo para evitar inundaciones y otras calamidades, que suelen ser comunes en esta zona tropical. Las fiestas van acompañadas de ferias, mercados de comida callejera, huapangos y hasta un embalse de toros, que son soltados libres por las calles de la ciudad luego de cruzar el río junto a los ganaderos. La iglesia es uno de los puntos icónicos de la ciudad, ubicada en la plaza central, o zócalo, como se le conoce en México. Esta explanada crea el plano urbanístico típico de una ciudad colonial española. Un cuadrante central con una alameda, junto a la cual se posa el templo católico y su campanario. Junto a ella, el palacio municipal que funge como poder político, y que servía para demostrar a los antiguos indígenas quién tenía el poder sobre ellos. Tras el zócalo, las calles perpendiculares se trazaron desde el río al interior de las tierras que lo orillan, formando las cuadras empedradas que dibujan hoy la totalidad de Tlacotalpan. La tejas en lo alto de las casas otorgan una fresca manera de protegerse del sol. El aire acondicionado no es tan común en esta zona. Pero los corredores y patios centrales son suficientes para ventilar los interiores. Es común encontrar bancas y mecedoras en los pasillos exteriores de las casas, donde los vecinos se sientan a compartir un torito por las tardes, la bebida tradicional hecha a base de alcohol de caña. Para mí y mis amigos, la bicicleta fue la mejor manera de recorrer el pueblo. Al fin y al cabo, su terreno plano puede ser bastante bien aprovechado sobre dos ruedas. Un lugar donde los niños todavía corren por las calles, los músicos se pasean por tiendas y restaurantes, los mariscos frescos se sirven en platos calientes y las botellas heladas de torito refrescan del calor. Tlacotalpan se ha ganado con creces, y sin lugar a dudas, su título como Patrimonio de la Humanidad, al combinar tres etnias y culturas en un pequeño lugar. Sus casonas vernáculas y vivos colores son el mejor ejemplo de lo lindo de México. Un mágico y perdido lugar entre las selvas tropicales del sur.
  37. 2 puntos
    De grandes ciudades y capitales había sabido ya mucho en mi viaje por Europa. Y la caótica ciudad de Londres había sido una más de ellas. Con poco conocimiento sobre el Reino Unido y sus mejores atractivos, antes de viajar a la isla decidí pedir algunos consejos a los expertos en la Gran Bretaña. Amigos y conocidos que habían viajado y vivido repetidas veces en el país. Manchester, Liverpool o Leeds son algunas de las metrópolis que muchos recomiendan visitar en internet. Pero más allá de grandes complejos portuarios, un estadio de fútbol o el tour de los Beatles, mi intención era adentrarme mucho mejor en la historia de Inglaterra. Y aunque la decisión no fue nada fácil, me incliné por los destinos del norte. Después de todo, mi camino tenía que llevarme hacia Escocia, donde culminaría mi viaje por el Reino Unido. Una soleada mañana cogí mi bus con el National Express, una de las líneas más baratas que pude encontrar. Luego de casi 4 horas de haber dejado Londres llegué hasta York, a 330 kilómetros al norte. Desde la central de trenes caminé a mi hostal, el Safestay hostel, ubicado en el centro histórico, a intramuros de la muralla que rodea la pequeña ciudad. ¿Cuál es el parecido de York con Nueva York? Ninguno. Pero así quisieron bautizar los colonos ingleses a la ciudad americana que, por cierto, solía llamarse Nueva Ámsterdam. Pero no debe pensarse en York como una moderna ciudad de rascacielos. Sino como un pintoresco y mágico pueblo que puede representar todas las etapas históricas de Inglaterra y el Reino Unido. Luego de dejar mi equipaje en el hostal y coger un bocadillo para el camino, comencé mi paseo por la antigua York, una de las mejores recomendaciones que pude tomar por parte de una buena amiga de la universidad (que por cierto, es fan declarada de Gran Bretaña). Uno de los mayores atractivos de este pequeño emplazamiento al norte de Inglaterra es que es una de las pocas ciudades medievales que conservan todavía su muralla. Los muros tienen en promedio 4 metros de alto y 1.8 de ancho, y se encuentran allí desde antes del medievo, cuando los romanos fundaron la ciudad en su entonces provincia imperial Britannia, de donde, por supuesto, proviene el nombre de la isla de Gran Bretaña. Pero las murallas actuales no son precisamente las que los romanos construyeron. A ellos le sucedieron los anglos, un pueblo bárbaro que tomó la ciudad a la fuerza y remodelaron las fortificaciones. La pared cuenta con varias puertas que permitían la entrada y salida de los habitantes, y que eran controladas por guardias. La puerta de Bootham, fue la que me recibió aquella tarde en York, muy cerca de donde se encontraba mi hostal. De hecho, el nombre de la ciudad, aunque surgido con los anglos, fue más bien oficializado por los vikingos, otro de los pueblos que invadió la isla y se estableció para heredar su influencia en la ciudad. Así, York es testigo de los distintos pueblos que pasaron por Inglaterra y poblaron la isla antes del surgimiento del Reino de Inglaterra, que daría lugar al Reino Unido que conocemos el día de hoy, formado por la unión de los reinos anglos, y del que nacería el idioma inglés. Otra de las construcciones medievales de York es la Abadía de Santa María, aunque al contrario de la muralla y sus puertas, esta no pudo mantenerse en pie. Fundada en 1055, se piensa que sentó las bases de la iglesia normanda, hoy inexistente. Y ya que alguna vez formó parte de los monasterios de la iglesia católica, el rey Enrique VIII la mandó a destruir, en su proceso de separación del Reino de Inglaterra con Roma. Inglaterra fue, de hecho, el primer reino cristiano de Europa que rompió toda relación con la iglesia católica y el papado, primero en su anhelo de divorciarse oficialmente con la Reina Catalina, pero cuya ruptura marcaría la historia del país hasta nuestros días. Detrás de la abadía en ruinas se encuentra un monumental templo que conserva todos los lujos y esplendor que tuvo desde que se erigió en el siglo XIV. La catedral de York es el símbolo de la ciudad, edificio más grande y alto, cuyas torres de campanario pueden ser vistas desde muchos de los puntos del centro histórico. También llamada York Minster, es sede del arzobispado de York, el segundo en importancia en la iglesia anglicana. Aunque también nació como un templo católico, Enrique VIII tuvo la decencia de no destruirla y convertirla en parte de la Iglesia de Inglaterra tras su fundación. Se trata de una de las iglesias góticas más grandes de Europa, la segunda en el norte del continente después de la de Colonia (a la que, hasta ahora, nadie le puede ganar). Un descanso bajo sus torres fue la forma perfecta de hacer un entremés en mi día, que me sonreía, por cierto, con un clima espléndido y poco común en las tierras del norte inglés. Aunque muchos edificios datan de la ya lejana Edad Media, muchos otros en York son de hecho de estilo georgiano, construidas en los siglos XVIII y XIX. El nombre proviene de George, ya que entre 1714 y 1830 fueron cuatro los reyes del Reino Unido que llevaron el nombre George sobre la corona británica. La monarquía y su poder se hacen también presentes en la ciudad con museos de renombre, como la galería de arte de York y el Castle Museum, uno de los museos etnográficos más importantes del país. Las hermosas callejuelas del centro me llevaron hasta el sur, donde la Torre Clifford apareció en lo alto de una pequeña colina. Parte de un castillo construido en el siglo XI, la torre medieval es una de las dos que se alzaron al lado del río para proteger a la ciudad y a su puerto fluvial. Sus muros resguardan también un oscuro pasado, ya que fue allí donde surgió un movimiento antisemita que concluyó con la muerte de más de 150 judíos en la ciudad, que quedaron atrapados en la fortaleza mientras esta se incendiaba. Desde la colina se tiene una increíble vista de York atravesada por el río Ouse, que parte a la ciudad de norte a sur. Ya que el río desemboca en el Mar del Norte York ha sido también un importante puerto fluvial desde el medievo, y es por ende que sus fortificaciones fueron siempre tan importantes. Volví tranquilamente por sus pintorescas calles hasta llegar al mercado Shambles, donde compré algo para la cena antes de retornar a la comodidad del hostal. Las viejas villas inglesas tienen a veces mucho más encanto e historia que las grandes ciudad, y quedaba por delante otra más a la que partiría a la siguiente mañana.
  38. 2 puntos
    Mi segunda noche atrapado en el camping de Selfoss me dejaba en claro una cosa: no se puede jugar con el clima de Islandia. La diminuta ciudad en el suroeste del país era de los pocos sitios en la isla que no estaba siendo azotado por la feroz tormenta que había entrado desde el Ártico hacía ya dos días, y era mi mejor refugio con un campamento donde pude montar mi carpa sin ningún problema. Mis intentos por alcanzar la ciudad de Vík, 130 kilómetros al este, habían fracasado vilmente cuando los vientos hicieron tambalear los coches en la carretera. Si un automóvil de acero se meneaba de tal forma ante la fuerza de la naturaleza, no habría manera de dormir en una casa de campaña bajo el mismo cielo. La noche anterior había conocido a Ashley, una chica canadiense de ascendencia china que celebraba su más reciente puesto de trabajo con un viaje a solas por Islandia. Pero, al igual que yo y el resto de los campistas, no había podido cruzar por la tormenta. Aquella mañana, mientras tomábamos el desayuno, revisamos nuevamente el estado del tiempo. Nuestras esperanzas no se habían apartado, y ansiábamos una mejora en el clima para poder viajar al este. Ella misma me ofreció un ride en su camper. Pero las noticias no nos habían sonreído mucho. Aunque las carreteras estaban abiertas, la tormenta no se había disipado. Y tras dos fallidos intentos de acercarme a Vík con aquel clima, supe que no valía la pena probarlo una vez más. Sentado en la misma mesa, Arthur escuchó nuestra conversación. Había viajado desde Oregon para disfrutar de sus vacaciones en la hostilidad de Islandia. Y la noticia de la tormenta lo decepcionó tanto como a nosotros. Sin tiempo de sobra para aguardar a que la tempestad se esfumara, nos dijo que volvería hacia Reikiavik para recorrer el oeste de la isla. Era una decisión mucho más segura. Si bien Ashley y yo consideramos seriamente su propuesta de viajar juntos por la costa occidental, había algo que nos detenía, y nos hacía conservar la esperanza de alcanzar la costa oriental: la laguna glaciar. No podía irme de Islandia sin haber avistado uno de sus mayores atractivos. Un glaciar, cuya laguna contigua se colmaba de icebergs de un azul fluorescente. Algo imposible de ver en mi país. Así, Arthur nos hizo una buena recomendación. Ya que nos quedaríamos otro día más en Selfoss, nos sugirió dirigirnos a Hveragerði, una comunidad a solo 1 kilómetros de distancia. El pueblo no ofrecía demasiado, más que un puñado de casas, un supermercado y un parque geotérmico que movía sus turbinas gracias a la actividad volcánica de la isla. Pero esa misma actividad geológica era la responsable de calentar el agua de uno de sus ríos a casi 35 grados. Un río de aguas termales en mitad de las montañas de Islandia, algo que no cualquiera puede rechazar. Cogimos nuestras mochilas y subimos a bordo de la camper de Ashley, un automóvil equipado con cama trasera que había rentado para recorrer la isla. Nos despedimos de Arthur y manejamos hacia Hveragerði, a donde llegamos en solo 15 minutos. Nos estacionamos en el centro de información. Nuestro destino era el río Reykjadalur, el único con corriente cálida que bordeaba el valle de la ciudad. Pero si queríamos llegar a él, nuestra camioneta no serviría de mucho. En cambio, debíamos cruzar un sendero de tres kilómetros por las montañas al norte de la comunidad. Alentados por las maravillas que Arthur nos había contado acerca de Reykjadalur, y con un café que nos dio energía, aparcamos la camper al borde de las montañas, y tras cruzar un pequeño arroyo comenzamos nuestra caminata. El sendero del valle de Reykjadalur no es uno de los más famosos de Islandia. No suele aparecer en las oficinas turísticas, en foros o en folletos. Pero había algo que lo hacía muy especial. Islandia cuenta con múltiples spas naturales. Recintos de aguas termales que han sido adaptados con piscinas, bañeras, centro de visitantes… El más famoso de ellos es por supuesto Blue Lagoon, una laguna natural de azules aguas térmicas ubicadas muy cerca de Reykjavik, cuyas fotografías enamoran a cualquiera. No lo hace así el precio de admisión, que fácilmente rebasa los 50 dólares. Con tantos spas en la isla, muy pocos son accesibles de forma gratuita. El río Reykjadalur carece de construcciones humanas, y por ello es totalmente gratis, lo que lo hizo el spa más atractivo para Ashley y para mí. Pero pasar una relajada tarde de spa en las cálidas aguas del Ártico tenía otro costo. Un precio físico que debíamos pagar si queríamos alcanzar la riviera del río. Tres kilómetros no parece mucho. Pero cuando se trata de un sendero que atraviesa una cadena montañosa la cosa es muy distinta. Por fortuna para nosotros, el camino estaba bien marcado y delimitado por un hilo de tierra que no perdía su forma en ningún punto. Así que encontrar la dirección no fue tarea difícil. Pero cuando alcanzamos las zonas altas de los cerros el clima islandés volvió a jugar sus malas pasadas. Un helado y fuerte viento comenzó a golpear nuestras caras, que para entonces, era lo único que llevábamos al descubierto bajo nuestros abrigos. A veces me era imposible escuchar lo que Ashley decía. Ni siquiera gritando lográbamos captar las palabras del otro, así que nos dimos por vencidos y preferimos no entablar comunicación verbal por un largo rato. De pronto, el viento vino acompañado de lluvia, la mejor forma de empeorar las cosas. Pero si el camino estaba abierto al turismo por algo debía ser, me dije. En el centro de información nos habían avisado de un clima bastante tranquilo aquella tarde. Ahora sabía lo que para un islandés significa un “clima tranquilo”. Después de todo, estábamos bajo el Ártico. No mucho tiempo después alcanzamos a divisar un enorme río que caía como una cascada de cristal hacia las partes bajas del valle. Es el Reykjadalur, pensamos en seguida, aunque parecía una corriente mucho más agresiva de lo que habíamos imaginado. Pronto nos dimos cuenta de que se trataba de otro arroyo, que cargaba consigo agua fría, y no caliente como la que procurábamos. Aun así, las vistas del valle Reykjadalur desde aquel punto eran magníficas. Otro paisaje alucinante más para añadir a nuestras postales islandesas. Tras dos kilómetros de haber emprendido la caminata, aparecieron las primeras señales del Reykjadalur. Una nube de vapor corrió hacia nosotros y nubló, no solo nuestra vista, sino también nuestro olfato, con un fétido olor a azufre que penetró rápidamente por nuestras fosas nasales. El vapor blanco emanaba del suelo como si se tratase de un volcán en plena actividad. Y al caminar un poco más pudimos escuchar claramente cómo el agua hervía hasta su punto de ebullición. Un letrero nos avisó que estábamos entrando en un campo de aguas termales tóxicas, a las que estaba totalmente prohibido entrar. Los pequeños charcos, similares a géiseres, podrían incitar a muchos a sumergirse en su cristalina y atractiva agua azul. Pero el solo contacto con la piel podría quemarnos de forma mortal. Caminar a través de aquel campo termal fue algo maravilloso y espeluznante al mismo tiempo. La belleza del lugar es indescriptible; pero saber que un paso en falso podía costarnos la vida, no era algo muy agradable al pensamiento. Un kilómetro más adelante por fin llegamos al Reykjadalur, donde un puñado de gente ya disfrutaba de sus aguas. Nunca en mi vida había visto un río del que emanara vapor. Sin duda, con el frío que se sentía entre las montañas de aquel valle, un río vaporoso era el mejor remedio. Una pequeña plataforma y paredes de madera son las únicas construcciones que se han hecho a su costado, donde Ashley y yo teníamos la difícil tarea de quitarnos la ropa a 5 grados centígrados con tenues ráfagas de viento. No se diga más, no vinimos hasta aquí para no meternos —nos dijimos firmemente, y de casi un solo manoteo nos despojamos de nuestra ropa para quedar semidesnudos a la intemperie del valle. El agua estaba a unos 35 grados centígrados, una temperatura que al primer contacto parecía chamuscar la piel. Un menudo baile era la forma más fácil de entrar por completo en la corriente. Afuera y adentro, afuera y adentro. Parecía el ritual de un sauna finlandés, con el cambio de temperatura que tanto bien le hace a la circulación. Pero una vez acostumbrados al Reykjadalur, no podíamos darnos el lujo de salir. Cada parte de nuestro cuerpo logró relajarse como nunca. Quién necesitaba pagar 50 dólares por un la Blue Lagoon, cuando solo necesitábamos andar 3 kilómetros hasta el mejor spa natural. Con solo la cabeza fuera del agua, comenzamos a sentir cómo la tenue lluvia se convertía en aguanieve. Nunca creí ver nevar mientras me bañaba al aire libre. Con cervezas, botanas o vino, la gente disfrutaba del Reykjadalur como un verdadero spa. Y en medio de un valle montañoso, Ashley y yo supimos que debimos haber comprado algo de comida y bebida para pasar el rato como se merecía. Pero finalmente nos conformamos con el desestrés que las aguas termales por fin nos brindaron, luego de tres días enfrentándonos a una tormenta en el sur de la isla que parecía no terminar. Luego de más de una hora en las tranquilas aguas del Reykjadalur tomamos la difícil decisión de salir. No lo podíamos creer, pero una vez fuera, nuestro cuerpo se sentía tan fresco y cálido al mismo tiempo, que ni el frío ni el viento nos molestaron nuevamente. Con la piel más tersa que el trasero de un bebé, caminamos de vuelta hacia Hveragerði, donde compramos algo de comida en el supermercado antes de volver al camping de Selfoss, donde pasaríamos una noche más. Esta vez, confiábamos en que nuestras corazonadas no fallaran, y que la tormenta lograra al fin disiparse para dejarnos, de una vez por todas, cruzar hacia el este de Islandia, donde un glaciar aguardaba por nosotros.
  39. 2 puntos
    Tenía pensado conocer Europa del Este, los destinos pensados eran Praga, Budapest, Bratislava y algunos pueblitos no tan conocidos... Pero una buena oferta a Estados Unidos produjo un cambio de planes a los destinos de Miami y Nueva York. Son dos viajes totalmente diferentes, pero ambos estaban en mi mente al igual que otros varios destinos más... Luego de unos días de descanso + playa + shopping y paseos por la ciudad de Miami llegamos a Nueva York, la ciudad nos recibía con un poco más de 30 grados (para mí que soy amante del calor estaba más que bien) Teníamos alquilado un departamento en Astoria, en Queens muy cerquita de Manhattan. Sacamos la tarjeta metrocard ilimitada por una semana y nos resultó muy cómoda para manejarnos. Además optamos por comprar el pase para el bus turístico y recorrer las partes más importantes de Nueva York. Habiamos llegado a la tardecita, pero no podía perder la oportunidad de realizar el primer paseo... Estrenamos nuestra tarjeta de metro y fuimos a Times Square. Es un sitio alucinante, se ve más espectacular aún que en las películas, fotos y videos. Algo que siempre me ha gustado de las ciudades grandes es visitar sus miradores! Fuimos a dos de ellos, al Rockefeller Center y al One World Observatory. El primero no me resultó tan impactante como el segundo. El OWO se encuentra en la zona donde anteriormente estaban las Torres Gemelas, es una zona muy linda para recorrer, las grandes fuentes que ocupan el espacio donde estaban las Torres Gemelas, producen una sensación de tranquilidad y silencio que invita a reflexionar en medio de la caótica Manhattan. En esta zona además se encuentra un centro comercial muy bonito que por fuera tiene forma de Paloma. Otros paseos que me gustaron mucho fue recorrer la Quinta Avenida, la zona de Brooklyn donde nació Nueva York... Allí aprovechamos a cruzar el puente y también a sacarnos algunas fotos en Dumbo. Nunca había pasado mi cumpleaños de viaje, pero esta vez sucedió. Para festejar fuimos a almorzar a un restaurante argentino que habíamos averiguado previamente por internet y a la noche encontramos un restaurante italiano frente a Times Square y justó nos tocó una mesa en una esquina donde podíamos aprovechar a disfrutar de las luces y el movimiento caótico de la Gran Manzana. Ir a Nueva Yotrk y no visitar la Estatua no iba a ser un viaje completo, por lo que optamos por comprar el ferry para ir. Es importante aclarar, para quienes estén pensando en hacer este paseo que hay varias opciones... Hay un ferry gratuito que te lleva a ver la Estatua desde lejos pero que no permite bajarse, a mi criterio no es una buena opción ya que la estatua se ve del mismo tamaño que en un mirador, por lo que lo ideal es comprar el pase para el ferry y bajarse. La isla es muy chiquita se puede recorrer a pie y por supuesto ver a la emblemática Miss Liberty frente a frente. No subimos a la corona porque no disfruto de los espacios chicos y encerrados, en caso de que deseen hacerlo se debe reservar con anticipación ya que se venden pocas entradas por día. Una zona nueva de la ciudad es Hudson Yards donde se encuentra un shopping nuevo y también el mirador The Vessel, es una estructura muy llamativa. Para visitarla se debe sacar la entrada por internet, no tiene costo pero es un paseo que vale la pena realizarlo con unas vistas increíbles. Un paseo imperdible para los amantes de la fotografía, es visitar la tienda de fotografía más grande de la ciudad, donde se puede encontrar todo tipo de lente, accesorio, luz y demás. Allí aproveché para hacer algunas compras... El Central Park fue otro de mis lugares preferidos, es realmente muy grande. Si desean ver algo en particular, lo mejor es planificar la visita con tiempo para ver exactamente donde se encuentra, de lo contrario es muy díficil... Yo caminé sin rumbo disfrutando del paisaje verde en medio de Manhattan. Existen alternativas para recorrerlo ir en bicicleta, caballo. Hay cientos de paseos para hacer, varias veces opté por tomarme cualquier bus al azar y pasear sin rumbo, creo que cualquier calle es bonita y especial. Por último quisiera compartir algunos tips: La mejor manera de moverse en la ciudad, como comenté anteriormente es en Metro o bus. Hay muchas cosas para ver, hacer todo caminando es realmente imposible. Los sistemas de transporte están super conectados, son muy eficientes y también seguros. En cuanto a las atracciones a visitar, creo que la mejor opción es comprar un pase con la cantidad de atracciones que uno desea ver, previamente conviene realizar una investigación y ver qué lugares se desean visitar. Los buses turísticos son una buena alternativa para tener un primer pantallazo de la ciudad. Quienes deseen ahorrar en alojamiento una buena opción es hospedase fuera de Manhattan, nosotros lo hicimos en Queen, Astoria. Es un barrio muy tranquilo y también tiene varios locales y comercios de todo tipo. Para conocer la ciudad se necesitan varios días. Nosotros estuvimos seis días intensos donde vimos muchas cosas, pero tranquilamente se puede estar dos semanas sin aburrirse y más también... Opciones de comida hay cientas, restaurantes de todo tipo y también los supermercados venden viandas ya listas para comer. Aprovechamos a comer varias ensaladas ya que era verano y la ocasión lo ameritaba.
  40. 2 puntos
    Tras algunos días de cervezas y hot dogs daneses, la mañana de aquel martes desperté en el dormitorio de una residencia estudiantil, junto al campus principal de la Universidad de Odense, en la isla de Fionia. Tanto Copenhague como Odense me habían mostrado lo mejor de su historia, cultura y arquitectura. Aunque lo que más me había marcado era, quizá, adentrarme en el estilo de vida universitario, que había dejado al desnudo buena parte de lo que es hoy la sociedad danesa y su estado de bienestar. Los daneses habían mostrado ser personas sumamente consideradas y conscientes de su realidad. Así, a pesar de los subsidios del estado y la excelente calidad de vida, los estudiantes me habían sorprendido con acciones como el dumpster diving (recoger comida de la basura), que llevaban a cabo para evitar desperdicios. Liron, el couchsurfer que me hospedó en Odense, no era la excepción. Su espíritu humano se había formado en decenas de países a donde tuvo la fortuna de viajar. Y todo lo hacía de la mano del hitchhiking. Viajar de ride por el mundo es el sueño de muchos, pero algo que muy pocos aguantan hacer. Lo que me incluye a mí. Liron había viajado a dedo por Europa y Asia, y su objetivo era un día poder viajar desde Dinamarca hasta Pakistán con la sola ayuda de su pulgar en el aire. Escuchar las aventuras de Liron me motivaron a hacer lo que nunca planeé. Llegar a la península de Escandinavia pidiendo rides. Con el puñado de consejos que un experto como Liron me dio, salí de la residencia con mi mochila al hombro y un trozo de cartón en mano sobre el que escribí CPH, acrónimo muy usado en Dinamarca para referirse a Copenhague. 165 kilómetros me separaban de la capital danesa, desde donde sería muy fácil cruzar al otro lado del mar Báltico. Me despedí entonces de Liron y caminé hacia la carretera Ørbækvej, que convenientemente se ubicaba justo al lado del campus universitario. Me posé con mi mochila, mi letrero y mi dignidad a un lado de la autopista, y con mi dedo al aire no pasaron más de cinco minutos para que un hippie detuviera su auto frente a mí. El hedor a marihuana pronto salió por las ventanas. Voy hacia el sur —me dijo riendo casi a carcajadas—. Pero si fuera hacia Copenhague seguro te llevaría. Me deseó suerte y se alejó entre el bosque. No podía quejarme de los buenos deseos de un hippie danés. Media hora transcurrió para que un estudiante parara su coche. Se dirigía hacia Nyborg, la ciudad más oriental de la isla de Fionia, ubicada justo a la salida del puente del Gran Belt, el puente colgante más largo del mundo que conecta a Fionia con Selandia, donde se encuentra Copenhague. Sin dudarlo ni un segundo acepté su ayuda, y subí al coche refugiándome del frío matutino. No faltaba mucho para los exámenes finales y aquel chico había decidido volver a casa para estudiar un poco antes de volver a sus clases en Odense. Desviándose un poco de su ruta, me condujo hasta el estacionamiento de una cafetería, el último lugar de encuentro antes de adentrarse en el puente Storebæltsforbindelsen. La cafetería no era el sitio con más tránsito en el mundo, pero sin duda era un mejor local para ser recogido que posarme justo a la entrada del enorme puente, donde era imposible detenerse a tanta velocidad. Los camiones de carga, coches particulares y hasta bicicletas entraban y salían con gran lentitud al restaurante. Yo decidí dejarme sosegar por la paciencia y no caer en el desespero. Una hora bajo un árbol a la salida del estacionamiento fue suficiente para que una pareja se detuviera. Mientras todos me habían movido la mano en señal de un “adiós”, este simpático dúo lo hizo en señal de “sube ya”. Mi letrero había funcionado, ya que ambos se dirigían hacia la capital para asistir a una junta de trabajo. Y mientras yo vestía un pants deportivo, tenis y una mochila semi rota, ellos portaban un elegante traje perfumado. Por fortuna, la mayoría de los daneses hablan muy bien el inglés, y una agradable charla nos acompañó durante el trayecto hacia Copenhague, cruzando por segunda y última vez el Gran Belt, dejando atrás una isla para entonces adentrarme en otra. Tras una hora de camino me dejaron en la estación central de trenes, donde les di las gracias y preferí dirigirme a las taquillas. Llegar a Escandinavia desde aquel punto de Copenhague era mucho más fácil en un tren que pasar una hora más tratando de coger un ride que cruzase el puente hacia Malmö, la ciudad sueca al otro lado del Báltico. Compré entonces mi billete hacia Malmö, donde otro couchsurfer me esperaba para darme mi bienvenida a Suecia. El tren me llevó primero de vuelta al aeropuerto de Copenhague-Kastrup, en la orilla de la isla de Selandia, el punto más oriental de toda Dinamarca. Allí, el tren se detuvo para un control de migración. Aquello no era muy común dentro de la Unión Europea y el espacio Schengen, que se rigen bajo los términos de libre tránsito. Pero los suecos lo vieron muy necesario a partir de la inauguración del puente Øresund, ya que facilitó por mucho la entrada al país, a diferencia de los ferrys, único medio de transporte además del avión para poder llegar a Suecia desde Dinamarca antes del año 2000. Tras la revisión de nuestros papeles, la policía sueca dio el aviso para que nuestro tren pudiera partir, y comenzamos así la travesía por Øresund, el puente-túnel que conecta a Copenhague con Malmö. Los 7845 metros de longitud de esta increíble infraestructura marcaron un hito en la historia de Europa entera. Antes de que este puente existiera, La Unión Europea se encontraba dividida en dos, ya que Finlandia y Suecia se encontraban incomunicadas por tren y carretera con el resto de los países miembros. Øresund hizo más rápido y económico el tránsito de Dinamarca a Suecia, haciendo prácticamente desaparecer a los ferrys que conectaban Copenhague con Malmö en el pasado. Así, antes del año 2000, llegar a Suecia en tren o carretera significaba darle la vuelta a Europa entera atravesando Rusia y Finlandia hasta casi el círculo polar ártico. Hoy la ingeniería ha hecho de aquello un vago recuerdo del pasado. A las 3 de la tarde mi tren arribó a la estación Trangeln, donde Andreas me encontró para guiarme hasta su apartamento no muy lejos del centro de la ciudad. El barrio residencial donde Andreas compartía piso con una chica parecía bastante tranquilo. En general, me hizo saber, la vida en Suecia suele serlo. Y tras haber pasado un semestre de intercambio en México estudiando periodismo y de haber visitado el carnaval de Veracruz (mi ciudad natal), Andreas sabía que Suecia es, en efecto, un país muy tranquilo. Los edificios en ladrillos y tejados en picada no se alejaban mucho de lo que acaba de ver en Dinamarca y sus ciudades. Pero de algo no había duda, Malmö contaba con una gran cantidad de inmigrantes. En cada esquina, banderas de diferentes naciones, sobre todo la de Irak y Siria, aparecían en las fachadas de tiendas y restaurantes. Andreas me hizo saber que durante los últimos años, Suecia había acogido a una gran cantidad de refugiados de países del Medio Oriente. Eso, para él y la mayoría de los suecos, no representaba problema alguno. Paramos a almorzar un falafel, famoso platillo de garbanzos que resultaba ser la comida favorita de Andreas. No cabía duda de la influencia que el Medio Oriente había traído hasta Suecia. Por la tarde él tuvo que partir al trabajo en una estación de radio local, donde ejercía como periodista. Yo por mi parte, compré un poco de comida y me quedé en casa a trabajar. La lluvia no parecía cesar y necesitaba algo de reposo después de una jornada de hitchhiking por las islas del Báltico. La siguiente mañana el cielo parecía seguir un poco enfadado, y la lluvia continuaba cayendo sobre Malmö. Así que un buen desayuno y un café en casa fue excelente para acompañar una mañana nublada. Pero al salir a la calle el sol me volvió a sonreír. Y un paseo por el centro de Malmö, sus jardines y sus canales, fueron perfectos para comenzar el día. Si había algo más que llamara mi atención además de la cantidad de inmigrantes del Medio Oriente, era sin duda la diversidad de hermosas aves que me topaba en cada esquina. Los canales, por supuesto, se colmaban de patos que nadaban sobre las frías aguas de primavera. Pero había un tipo de aves en específico que cautivaron mi mirada. El color negro azulado y la dura mirada de los cuervos escandinavos eran ya una mítica figura de los pueblos nórdicos que vivía en mi cabeza. Pero tenerlos de frente me llevó al mundo virtual de Age of Mythology, videojuego donde los nórdicos y sus cuervos eran mi elección preferida cuando era un niño. Los patos tienen su encanto para todos. Pero el contraste de ambos volando y caminando sobre el mismo lugar me hizo saber que me encontraba ya en Escandinavia. Los jardines centrales de Malmö dejan ver la oposición entre las casona y palacios del siglo XIX con los modernos edificios que la destacan como una ciudad de suma importancia actual. En la Möleplatsen hay incluso molinos de viento que recuerdan la manera en que Malmö procesaba sus granos aprovechando la energía eólica de las fuertes corrientes del mar Báltico que azotan la ciudad. Los canales que rodean el centro histórico también sirvieron para defender el Castillo de Malmö, una de sus edificaciones más emblemáticas. Aunque no fue formalmente un castillo, ya que nunca sirvió de residencia real, fue una de las fortalezas más prominentes del Reino de Dinamarca, ya que fue construida cuando Escania y el sur de la actual Suecia fueron dominados por los daneses. Las orillas del casco viejo de Malmö introducen pintorescos edificios, muchos de ellos neoclásicos, que muestran el empeño que Suecia puso en la ciudad una vez que pasó a formar parte de su reino. La mayoría de las construcciones del centro histórico datan del siglo XIX, y la alcaldía los ha sabido conservar casi intactos para el deleite de los turistas, y de los afortunados residentes que pueden darse el lujo de vivir ahí. Las construcciones de ladrillo rojo sin duda destacan la enorme influencia que Dinamarca ha tenido sobre Malmö y sobre Suecia. Increíblemente, aún siendo el más pequeño de los países nórdicos, Dinamarca fue el más poderoso de ellos, logrando someter y unificar los tres reinos en la unión de Kalmar en la Edad Media, época en la que las monarquías de Noruega, Suecia, y Dinamarca, junto con sus territorios que incluían Islandia, Groenlandia, las islas Feroe y Finlandia, formaron un solo estado. La unión no floreció gracias al recelo de los suecos hacia Dinamarca, quienes se separaron de en 1523, mientras Noruega y Dinamarca lo hicieron hasta 1814. Pero caminar por Malmö y cualquier otra ciudad nórdica deja ver lo cercanas que estas naciones han estado desde la era vikinga, tanto así que la única diferencia entre las banderas de Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia e Islandia son sus colores. Tomé la famosa calle de Lilla Torg, uno de los lugares preferidos por los turistas. El paseo está orillado por bajos edificios de ladrillo y madera que recuerdan un poco a los pueblos alemanes. Una cerveza bajo el sol primaveral era necesaria para aquella tarde. Pero el sitio elegido fue la Stortorget, el corazón de Malmö. Es la plaza central desde la cual se empezó a construir el resto de la ciudad en época de los daneses. Antiguamente se utilizaba como mercado. Hoy, con el Ayuntamiento y una estatua de Carlos X Gustavo, es un sitio de encuentro de locales y turistas para disfrutar de la vida que Malmö ofrece. El canal de agua salada que rodea al centro histórico lo divide de la estación central de trenes y autobuses, ubicada en el Västra Hamnen, donde me encontré nuevamente con Andreas para pasar la tarde antes de que volviera al trabajo. El puerto occidental de Malmö tuvo su auge con una multitud de fábricas, siendo uno de los principales puertos que unía al mar Báltico con el mar del Norte. Pero la crisis de los 70s llevó a las empresas a la bancarrota. Pero tras el cierre de las compañías marítimas, Västra Hamnen no quedó en el abandono. Al contrario, la ciudad supo aprovechar el hermosos espacio junto al mar y lo convirtió en una lujosa zona residencial. Centros comerciales, edificios de viviendas, rascacielos, un paseo marítimo y hasta instalaciones de la Universidad de Malmö se ubican ahora en la extensa área junto al Báltico en la que todos quisieran vivir. El más famoso de sus edificios es el Turning torso, un rascacielos neofuturista diseñado por el español Santiago Calatrava, que posee el título, nada más y nada menos, que del rascacielos más alto de Escandinavia y el primer edificio retorcido del mundo. Cuesta trabajo imaginar vivir en un apartamento de tal estilo. Nos alejamos un poco de Västra Hamnen hacia la playa Ribersborg, un largo corredor de arena y jardines desde los que el puerto occidental parece pequeño. Al girar la cabeza al otro lado, incluso es posible ver la costa de Copenhague y el enorme puente Øresund. Nunca creí que Suecia y Dinamarca estuvieran a tan corta distancia una de otra. Pero Andreas me había llevado hasta Ribersborg por algo más. ¿Quieres hacer algo verdaderamente sueco? —me preguntó—. Entonces no puedes irte sin haber visitado un sauna. Me llevó entonces hasta la entrada de la Ribersborg Kallbadhus, la casa de baños al aire libre ubicada justo sobre las aguas del mar Báltico. Aunque las saunas son usadas en prácticamente todo el mundo, su origen se remonta a miles de años en los pueblos escandinavos, principalmente en Finlandia. La palabra sauna es prácticamente la palabra de origen finés más usada en todo el mundo. Los escandinavos, incluyendo los suecos, tienen una estrecha relación con las saunas. No es solo un baño, es un ritual, una tradición casi espiritual que sirve también como forma común de socialización. La Ribersborg Kallbadhus es una casa de baño de madera construida sobre la costa de Malmö. Es la única al aire libre en la ciudad, lo que la convierte en la más famosa de todas, y la preferida por muchos, y por Andreas también. Al entrar, los pasillos dividen a las personas en dos grupos, hombres y mujeres. La desnudez es algo común y no mal visto en Suecia y los países nórdicos. Aunque por respeto y tradición, los hombres y mujeres siguen separándose entre sí. Por supuesto, las fotografías dentro de la casa de baño están prohibidas. Así que dejamos nuestras cosas en los casilleros. Pagamos 40 coronas suecas (unos 4 euros), nada mal par un sauna tan lindo como aquel. El ritual comienza con una ducha para desinfectar el cuerpo y eliminar suciedades. El uso de ropa está prohibida en todo momento. Y mi inhibición, por supuesto, se hizo notar. Pero Andreas y el resto de los suecos a mi alrededor me hicieron sentir como en casa. La desnudez, como en toda Escandinavia, debería ser vista con la misma naturalidad en todo el mundo. Aún desnudos, la toalla y unas sandalias son necesarias para no quemar nuestros cuerpos. La sauna entera está hecha de madera y la temperatura al interior puede llegar hasta los 100°C. Así que tocar la madera con el trasero y los pies desnudos no es una buena idea. La principal diferencia entre una sauna turca y una finlandesa es la humedad —me explicó Andreas—. En el baño turco la humedad es muy intensa, incluso llega al 100%. El baño finlandés es mucho más seco, y eso puede notarse al interior, donde la vista no es nula, al contrario del sauna turco. Pero la enorme dificultad para respirar a una temperatura tan alta y el exceso de sudor (principal objetivo para eliminar toxinas del cuerpo) no fue la parte más complicada de aquella tarde. Después de unos minutos Andreas me invitó a salir. Al exterior, junto al mar, con la fría brisa del mar Báltico golpeando mi cuerpo desnudo. Estás loco —le dije—. Aunque ya era oficialmente primavera en Suecia y con el sol sobre nosotros, los vientos del Báltico son extremadamente fríos, especialmente para alguien de la costa mexicana como yo. No tiene caso venir a un sauna sin realizar al menos una vez el cambio de temperatura —me hizo saber—. Y tenía toda la razón. El baño de sauna consiste en cambiar al menos dos veces la temperatura corporal para estimular la circulación y eliminar las toxinas. Así que allí estaba, completamente desnudo frente a las aguas bravas del mar Báltico. Una escalera me invitaba a descender a un chapuzón, en las playas cuya temperatura oscilaba los 6°C. Andreas se aventó un clavado. ¡Vamos! ¡No lo pienses, hazlo ya! —gritó al mismo tiempo que su cuerpo temblaba de pies a cabeza dentro del mar. Y con todo el temor del mundo puse mis pies sobre la escalera, dejando mi toalla sobre el pasillo de madera. Primero los pies, luego las piernas, y de un solo chapuzón dejé sumergir mi cuerpo que instantáneamente se congeló. Luego de 10 segundos en los que no pude ni siquiera pensar, salí del mar y cogí mi toalla para secarme. ¡No puedo creerlo! —exclamé a mí mismo—. ¡Nadé desnudo en el mar Báltico en aguas de 6°C! Andreas salió tras de mí y me llevó de vuelta al sauna de vapor. Para ese momento, mi cuerpo se sentía aliviado, limpio, relajado, liberado. Ahora entendía por fin el concepto del sauna. Me había sumergido no solo en el mar Báltico, sino en el estilo de vida común de los habitantes escandinavos. Al final de la tarde, sentí que mi cuerpo flotaba. Había perdido pesadez, no sentía frío, calor, cansancio ni estrés. El sauna me había mostrado las maravillas por las cuales su fama llegó mucho más allá de la península escandinava. Andreas volvió al trabajo y yo a su apartamento para una última cena en casa. Al siguiente día me embarcaría en una travesía hacia el otro lado de la península, para salir por un tiempo de la Unión Europea, no así de Escandinavia y sus increíbles tradiciones nórdicas.
  41. 2 puntos
    La costa de Liguria, en el noroeste de Italia, era el escenario perfecto para despedir el 2016. Había comenzado mi año desempleado, tirado en mi cama y sin la certeza de qué me depararía el resto de mis 365 días. Ahora me hallaba en una fría estación de tren, aguardando el vagón a mi último destino antes de volver a Francia, donde estaba trabajando temporalmente como profesor. Aquella tarde había visitado los cinco maravillosos pueblos de Cinque Terre, otro de mis objetivos en aquel viaje por Europa. Y debido a su cercanía, una última escala en la capital de Liguria era obligatoria. A las 18 horas, luego de un hermoso atardecer, cogí el tren desde la ciudad de Levanto hacia Génova, a donde llegué en menos de una hora. Por fortuna, había reservado dos noches en un hostal muy cercano a la estación de Brignole. Y con la seguridad que las ciudades europeas me daban, llegué a pie en mitad de la noche, para ponerme cómodo y descansar luego de una jornada en Cinque Terre. Una pizza 4 stagioni fue mi manera de comenzar a despedir el año, con la llegada del frío invierno y a sólo 3 días de comenzar el 2017. La siguiente mañana comenzó de maravilla. Los desayunos incluidos en la mayoría de los hostales en Italia me dejaban siempre un increíble sabor de boca. No sólo con un excelente café espresso cortado (muy a la italiana), sino con un surtido buffet dulce y salado, cosa que no acontece en todos los países de Europa. Mis conocimientos sobre Génova hasta entonces eran escasos. Era otra de las ciudades a las que había llegado sin saber casi nada. Aunque por supuesto, conocía bien la historia (todavía no aceptada por todos los historiadores) de que fue el lugar de nacimiento de Cristóbal Colón. Pero seguro que tenía más, mucho más para ofrecer, que sólo haber acogido el parto del navegante más famoso del mundo. Un frío viento soplaba desde el golfo donde se enclava la ciudad, y las nubes tapaban el ingreso de los rayos solares a las calles. Pero había tenido suerte de escapar de la lluvia, y estaba conforme con ello. Así que salí del hostal y descendí hasta la Via XX Settembre, la principal avenida del centro histórico de Génova. Si bien la historia de Génova se remonta a la época en que fue una prominente república marina, la Via XX Settembre y sus calles circundantes datan a la segunda mitad del siglo XIX, cuando Génova formaba ya parte del Reino de Italia. Hoy sus hermosos edificios neoclásicos y barrocos acogen los comercios más asediados por los locales y turistas, donde las tiendas de moda no se quedan atrás. No importa lo que diga la gente, Francia no es más la capital de la moda. Italia lo es. La avenida me llevó hasta la Piazza de Ferrari, el corazón del centro histórico genovés. En el medio de ella se posa una fuente que, al igual que el resto de la plaza, fue proyectada en el siglo XIX. A finales de aquel siglo Génova fue, junto con Milán, el principal centro financiero del recién creado estado italiano. Así, tras la creación de la plaza, importantes instituciones financieras se establecieron a su alrededor, como el Banco Italiano, la bolsa y el Crédito de Italia. Pero el edificio más importante a orillas de la plaza (aunque para mí no el más bello) es sin duda el Palacio Ducal. Su nombre puede ser engañoso. Al igual que el Palacio Ducal de Venecia, no fue una residencia de duques, sino de los “dux” que gobernaban la República de Génova. Génova fue por varios siglos un estado independiente. Junto con Venecia, Pisa y Amalfi, todas formaban las cuatro repúblicas marítimas, que a partir de la Edad Media fueron países soberanos que gozaron de prosperidad gracias a su dominio marítimo en el mar Mediterráneo. No cabe duda de por qué la mayoría de los historiadores afirma que Cristóbal Colón nació allí. Varias calles, incluso una plaza pública, llevan su nombre. Los orígenes de Génova se remontan más allá del nacimiento de Cristo. Sin embargo, su prosperidad comenzó a impulsarse durante la Edad Media, época de la que datan muchos de los antiguos edificios que todavía se encuentran en pie. La catedral de San Lorenzo es uno de ellos. Es la principal construcción religiosa de la ciudad, misma que marcó el inicio de su apogeo. En aquel entonces, no ser reconocida por la iglesia católica era casi no existir en el mapa. Su fachada gótica y portadas laterales románicas marcaron un hito en la arquitectura de la ciudad. Al sur de la catedral, las callejuelas de adoquines alojan la llamada zona medieval, el área de asentamiento más antigua de Génova. Sus coloridas y despintadas casas daban asilo en su mayoría a marinos y mercaderes, que dieron a la ciudad una relevante importancia en el Viejo Mundo. Génova se encuentra emplazada en una extraña geografía, donde las olas del mar se topan bruscamente con altas montañas, cuyo terreno no es cultivable. Así, Génova pasó a depender desde su fundación del comercio marítimo. Pero lo que comenzó como una obligación para su sobrevivencia acabó por colocarla en los mapas medievales como un glorioso país. La zona medieval es un conjunto de edificios habitacionales, iglesias católicas y torres de fortaleza que defendían a la república de enemigos y piratas. Aún con su diminuto tamaño y pequeña población comparada con otros estados europeos de la época, Génova logró defenderse por sí sola y dominar gran parte del Mediterráneo, llegando a poseer colonias, que incluyeron la enorme isla de Cerdeña. Y aunque las casas que hoy se avistan en su casco antiguo parecen de lo más humilde y común, las familias que las habitaron dejaron un enorme legado al mundo entero. Ejemplo de ello son los mapas de navegación del Mediterráneo. Y aunque los mapas de Colón se consideran un legado de la corona española (a quien Colón pidió apoyo financiero), podría decirse que fue uno de sus marinos quien estableció las primeras rutas comerciales con ambos continentes, hasta entonces desconocidos entre sí. Las familias genovesas tenían una amplia tradición de hacerse retratar por los mejores pintores. Su excelencia artística llegó a tanto que durante la ocupación inglesa de la república varias familias genovesas pagaron a los británicos con sus propios retratos, mismos que aceptaron y que hasta hoy forman parte de la riqueza artística del Reino Unido. El casco medieval me despidió con la Porta Soprana, una de las antiguas puertas de la muralla que rodeaba Génova y que la defendía de quienes la querían asediar. Viré nuevamente en dirección oeste, y las calles del centro antiguo me llevaron al puerto viejo, el primero que dio nacimiento a la ciudad. Al igual que la mayoría de los puertos viejos del Mediterráneo, hoy es más bien una atracción turística, aunque todavía tiene espacios de aparcamiento para algunos botes privados. Detrás de él, un nuevo y moderno puerto acoge a la vez decenas de barcos mercantes y cruceros que hacen de Génova uno de los mayores puertos de la zona, tras Marsella. Desde la pasarela puede verse el paisaje circundante, donde las montañas son quienes resguardan al golfo y donde se posan muchas de las nuevas viviendas de la ciudad, que sigue creciendo con los años. El malecón que rodea al puerto tiene una multitud de actividades de recreación, que incluyen un acuario (el segundo más grande de Europa), una biósfera, un parque de atracciones, un centro de souvenirs, un museo marítimo y hasta una recreación de una antigua embarcación. Los genoveses tienen una historia cien por ciento ligada a la navegación, y cada uno de sus rincones parece poner en alto la importancia de la marina para ellos. Desde el nombre de sus restaurantes hasta las figuras de sus artesanías, que presumen barcos de velas y trajecitos de marinero. Y aunque me hubiera encantado probar uno de sus platillos locales con mariscos y pescado, sus precios son normalmente mucho más altos que el resto. Pero siendo ya un verdadero amador de la comida italiana, un espagueti carbonara bastó para saciar mi apetito de mediodía. Lo mejor de comer pasta en Italia, es que siempre colocan junto al plato un tazón lleno de queso parmesano. Por supuesto, yo siempre rociaba el tazón entero sobre él. Nunca será suficiente parmesano. Seguí caminando por las calles aledañas al puerto, que suben poco a poco a una de las colinas de la ciudad. En lo alto de una de ellas, tras un vasto jardín inglés, se yergue el Albergo dei Poveri, o el Albergue del Pobre. Su majestuosa fachada no parece concordar para nada con su nombre. El edificio fue originalmente mandado a construir hace más de 300 años por un noble genovés para dar asilo y comida a los indigentes. No obstante, hoy funciona como un museo y alberga un gran número de obras de arte pictóricas y escultóricas de diferentes corrientes europeas. Descendí por la Via Cairoli, sumergiéndome al pie de sus detallados edificios, para después adentrarme en la Via Garibaldi, el pequeño Patrimonio de la Humanidad que Génova resguarda. Se trata de solo una de las cientos de calles que posee la urbe. No tiene más de un par de metros de longitud, pero su historia respalda el título que conlleva. En el siglo XVI, la nobleza genovesa decidió dejar el barrio medieval para habitar en un nuevo y prominente barrio situado un poco más al norte. Dos de los mejores arquitectos de la época se encargaron de la planeación y el trazado urbano de los edificios, que hoy relucen como una maravillosa atracción turística mundial. La calle está flanqueada de palacios que dejan en claro el poder que la nobleza poseía en aquel entonces, y que podía darse el lujo de mandar a construir sus propias mansiones. El Palacio Municipal está incluida en esta lista de construcciones, la mayoría de ellas de estilo barroco que marcaron la llegada del Renacimiento a la República de Génova. Dentro de ellas se exponen todavía las fuentes, jarrones, estatuas, pinturas, escudos heráldicos y todo tipo de ornamentación bajo los que los nobles se regocijaban en su día a día. Al final de la Via Garibaldi unas escalinatas me llevaron de vuelta cuesta arriba, a los barrios de Génova que gozan de mejores vistas. La Villeta Di Negro, uno de los múltiples parques de la ciudad, me mostró que las cansadas y empinadas subidas valen la pena para sus habitantes, que todos los días tienen a sus pies la bella panorámica de una de las mayores y mejor conservadas metrópolis italianas. Y aunque de un lado los modernos edificios descubrían la moderna ciudad, al otro lado una antigua Génova se asomaba con sus coloridas casonas y palacios renacentistas. Para entonces el sol había iluminado la colina entera y compensaba el helado viento del Mediterráneo. Aquella noche en Génova la pasé tranquilamente cenando y bebiendo algunas cervezas en el hostal con el resto de los chicos, quienes también se preparaban para la fiesta de Nochevieja. Para mí, el desvelo me costaría al otro día perder mi tren y cancelar mi Blablacar a Lyon, y correr a la estación por un nuevo ticket y reservar el último asiento en un bus que me llevó de Turín a mi casa temporal en Francia. Festejé la Nochevieja en el apartamento de una chica italiana con un bonche de personas que no conocía, pero que tenían algo en común conmigo: estaban pasando la velada a kilómetros lejos de casa. Entre vinos, paté, bocadillos y postres, recibimos juntos el 2017, que me preparaba nuevas y frías aventuras por Europa, y mi primera vez en un nuevo continente.
  42. 2 puntos
    Luego de algunos meses en Europa es común que muchas ciudades dejen de sorprender a uno como lo hicieron la primera vez. Si bien la monotonía no es muy característica de las metrópolis europeas, el cambio entre una y otra puede no parecer tan radical después de todo. Sin embargo, mi arribo a Bélgica tuvo una ventaja. Fue justo después de visitar Marruecos, dos países abismalmente distintos. Aunque una cosa tenían en común: un lluvioso invierno. “El meadero de Europa” no me había perdonado mucho hasta entonces. Pero según mis amigos, fuera invierno o verano, la lluvia no cesaba en lugares como Bélgica. Pero había varias cosas que me incitaban a quedarme. La calidez de su gente, su delicioso chocolate, su exquisita cerveza y la comodidad de los hostales juveniles en el que había reservado mis noches por venir. Otra buena ventaja fue la facilidad que me ofreció la red ferroviaria belga para desplazarme por el país. Por tener menos de 26 años, podía coger un tren a cualquier estación por solo 6 euros. Sin duda, el país donde más barato pude moverme en tren. Con su excelente servicio de transporte y sus cortas distancias, no me costó mucho salir temprano de mi hostal en Bruselas rumbo a su estación central, luego de otro excelente desayuno, mucho más voluptuoso que en el resto del continente. Se sentía increíble por fin tener la libertad de coger el tren que yo quisiera a la hora que yo quisiera, sin la presión que ejerce el tiempo cuando no podemos permitirnos perder nuestro viaje. Fue así como tomé un tren con dirección al oeste, a 60 kilómetros de la capital belga. Y solo 40 minutos más tarde llegué a la central de Gante, una pequeña y bella ciudad en la zona flamenca del país. Bélgica fue elegida como la sede de la Unión Europea y de muchas otras organizaciones internacionales, gracias a la neutralidad con la que se ha comportado durante las últimas décadas. No obstante, es un país bastante dividido, donde la rivalidad entre francófonos y neerlandeses puede notarse en cada rincón del reino. Aunque Valonia, la región sur de Bélgica de habla francesa, tiene varios atractivos que me interesaba visitar, no quería perderme un chapuzón en Flandes, la histórica región norte que nació en gran parte por su hermano del norte, los Países Bajos. Después de todo, 9 meses viviendo en Francia me dejaban ganas de visitar lugares con otro idioma y otro estilo. Bruselas fue el vivo ejemplo de un país bilingüe y binacional. Pero Gante, en el corazón de Flandes, me permitiría ver otro lado de la moneda. Si algo me gusta de tomar trenes en Europa, es que siempre la terminal está justo al lado del centro histórico de la ciudad. Así, no fue necesario tomar ningún transporte para llegar a mi hostal, y con mi mochila al hombro caminé algunos minutos adentrándome en su casco viejo. Aunque la historia de Flandes está estrictamente ligada al Reino de los Países Bajos y su tradición protestante, la arquitectura y trazo de sus calles no me recordaban mucho a Ámsterdam, el mejor ejemplo de una ciudad neerlandesa. Pero definitivamente, la nomenclatura de sus vías me traía a la mente a Holanda. Kortrijksepoortstraat, Lange Violettestraat, Burggravenlaan y un sinfín de nombres más, hicieron que mi paseo en Google Maps y el centro de Gante fuera una caminata más en la capital neerlandesa. En una de aquellas rúas empedradas, un aparador llamó mi atención. Una pila de mapas colgados, globos terráqueos, brújulas, relojes, libros, diccionarios y diarios me invitaron a entrar a una tienda de viajes. Gante es el lugar donde menos esperé hallar aquel negocio. La tienda de NatGeo en Madrid me había emocionado. Pero aquel pequeño comercio local le daba a los viajes un aire todavía más emotivo y genuino. Seguí caminando por la misma calle hasta cruzar uno de los canales que dividen a Gante, lo cual deja a su centro histórico literalmente en una isla. Y una vez allí, llegué hasta la puerta del hostal Backstay, justo frente a la Universidad de Gante. Gante se distingue en todo el país por ser una ciudad estudiantil. Y aunque su universidad no es la más antigua de Bélgica, es una de las de mayor prestigio, al menos en su parte flamenca. El hostal es así más allá de un alojamiento. En su planta baja, el café-bar ofrece a sus clientes un excelente deal. Por 5 euros la hora, los jóvenes pueden trabajar y usar las instalaciones, además de poder beber café ilimitado y algunos bocadillos. El plan perfecto para cualquier estudiante que por allí se pase. En ese mismo café me senté a esperar. Mi check-in no llegaría hasta dentro de unas horas. Y con la lluvia que había empezado a caer afuera dudaba mucho en salir de paseo. Pero solo había reservado una noche en Gante, y aunque la ciudad es pequeña, no podía esperar tanto tiempo a que la lluvia parase. Viajar con un paraguas no era mucho de mi agrado, y con el viento que a veces azota algunas ciudades europeas, lo mejor era siempre coger mi abrigo y mis botas todoterreno. Aún así, caminar con la cabeza abajo no es mi parte favorita de visitar una ciudad. No poder sacar la cámara bajo las gotas de agua es también una enorme patada en el trasero. Pero ante monumentos como la iglesia de San Nicolás, ni el agua podía detenerme a sacar una foto. La iglesia es uno de los monumentos de mayor antigüedad en Gante. Su construcción se remonta a la Baja Edad Media, en el lejano siglo XIII, cuando suplió a un viejo templo que se erguía en su lugar. Los alrededores de la iglesia fueron ocupados por muchas décadas por los comerciantes locales, que convirtieron a la plaza en un famoso punto central de la ciudad. Y hoy, la torre y su destacado estilo gótico dominan el horizonte medieval de Gante desde donde se le pueda observar. Flandes es casi una provincia de los Países Bajos, y al igual que estos, su superficie se encuentra por debajo del nivel del mar. Es por ello que las ciudades flamencas, como Gante, poseen una multitud de canales que drenan el agua que entra por el mar y algunos ríos. El río Lys es el encargado de cortar a Gante en varias pequeñas islas, casi al estilo de Ámsterdam. Cuando me disponía a continuar mi paseo fotográfico, la lluvia enfureció, avisándome que era tiempo de volver a un refugio. No tenía el tiempo suficiente de volver al hostal. Para entonces mi ropa entera estaría empapada. Así que un restaurante de pizza fue la mejor opción para calentarme y saciar mi apetito del almuerzo. Vaya si ahora creía que Bélgica era el verdadero meadero de Europa. Tras la satisfacción que la comida italiana siempre es capaz de dar, me vi forzado a volver corriendo al hostal. La lluvia parecía no estar jugando conmigo, y lo que menos quería era pescar un resfriado. No fue sino hasta las 3 de la tarde que el sol se asomó con algunos escasos rayos por encima de las nubes. Y fue mi única oportunidad de conocer Gante de forma tranquila. Volví caminando en dirección hacia el centro de la isla, justo donde había fotografiado a la iglesia de San Nicolás. Ya que a sus espaldas, otra inmensa torre llamó la atención a mis ojos, que por fin podían elevarse hacia el cielo sin miedo a que las gotas entraran tras mis pestañas. El campanario de Gante (llamado Belfort en neerlandés) a diferencia de la torre de San Nicolás, no se usó nunca para fines religiosos. Sirvió más bien como torre de vigilancia y almacén de la tesorería del municipio. Múltiples campanas han pasado por su cúspide, cuya función principal a lo largo de los siglos fue la de anunciar la hora o dar avisos a los habitantes de la ciudad. Pero la campana más famosa es la llamada campana Roland. Roland se ha convertido en todo un símbolo heroico para los belgas. Incluso es el principal personaje del himno de Gante, que pide a sus habitantes que luchen por su tierra. Flandes fue dominada varios años por el imperio español, y fue Carlos V quien ordenó la destrucción de Roland, para tratar de socavar así el espíritu independentista. No obstante, los flamencos salieron adelante, y hasta hoy Gante y Roland forman parte del orgullo nacional. No es de extrañarse así que el campanario de Gante se haya ganado el título de Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Aunque de hecho, forma parte de un patrimonio multinacional, los campanarios municipales de Bélgica y Francia, que condecoran la independencia cívica de Flandes y la zona norte de Francia, e incluye los campanarios estilo “beffroi” que prestaron un servicio público en cada ciudad. Justo enfrente del belfort, una tercera torre me llamó a sus pies, concluyendo el conjunto de las tres torres medievales que dominan el horizonte de Gante. En esta ocasión era la catedral de San Bavón, la sede de la diócesis católica de Gante y principal construcción religiosa de la urbe. Aunque parte de su fachada estaba en restauración, la gran altura de su campanario tentando a los truenos con los que el cielo amenazaba, me llamaron a su interior sin pensarlo un minuto. La catedral alberga algunas obras de artistas de renombre, como Rubens, Otto van Veen y los hermanos Hubert y Jan van Eyck. En ella se coronó al emperador Carlos V, marcando un hito en la historia del Sacro Imperio Romano Germánico y el Imperio Español, que pusieron su dominio en Flandes con éxito durante varios años. Los detalles interiores y exteriores de la iglesia mezclan un estilo barroco, gótico y románico, que dan al triple conjunto medieval de Gante una exquisita visión. Poco a poco me alejé de las plazas centrales del casco viejo, permitiéndome perderme en las calles empedradas que se rodeaban por simétricos edificios de vivos colores. Peor ninguno de sus colores me cautivó tanto como el momento en que llegué al callejón del grafiti. En una ciudad con tal número de estudiantes universitarios, era imposible evitar que un callejón de poco atractivo se convirtiera en toda una obra de arte. Los artistas callejeros se dieron a la tarea de embellecer esta pequeña rúa que une a dos de las calles peatonales del centro de Gante, lo cual por supuesto resalta entre sus bellos edificios de una historia imperial. El sol comenzó a penetrar poco a poco aquel callejón, iluminando sus vivos colores todavía más. Y antes de que la lluvia comenzara de nuevo, tomé un par de fotos y seguí mi camino. La calle Hoogpoort me llevó hasta el Muelle de las Hierbas, en la rivera del río Lys que corta el plano central de Gante en una pequeña isla. Desde el diminuto puente se aprecia una pequeña Ámsterdam de edificios simétricamente compuestos, sobre cuyo reflejo en el agua se estacionaban algunas barcas con fines de transporte. Gante forma hoy parte del Reino de Bélgica. Pero sus tierras bajas, canales y arquitectura estirada de ladrillos no hacen más que pensar en los Países Bajos. Son ciudades como esta lo que pone a Flandes más cerca de Holanda que de su verdadera nacionalidad. Sea como sea, Gante me mostraba una cara de Bélgica que era la que estaba más entusiasmado por conocer. Al cruzar el puente llegué a una pequeña plaza empedrada, donde el antiguo mercado de pescado de la ciudad resguarda hoy la oficina de turismo. No había mucho que preguntar en ella, ya que justo enfrente se erguía otra de las grandes joyas de la ciudad, el Castillo de los Condes de Gante. Como en muchos condados de la región, los Condes de Gante no quisieron quedarse atrás, y decidieron mostrar a sus ciudadanos y a los enemigos el poder con el que gobernaban el Gante medieval. El castillo de uno de los sistemas de defensa mejor conservados de Bélgica, cuya muralla está casi intacta, lo que le cuesta miles de visitas de turistas cada año. Es posible visitar su interior. Con su torre del homenaje, la residencia condal y una gran colección de instrumentos de tortura, el castillo es otro gran ejemplo de las grandes fortalezas medievales en Europa. Con un puñado de negras nubes en el cielo, decidí volver al hostal, no sin antes pasar por una calórica cena y una buena cerveza en una de las tantas boutiques del centro. Bélgica comenzaba a gustarme cada vez más, pero sin duda su cerveza me tenía con la cabeza en otro mundo.
  43. 1 punto
    Marsella me había llevado hasta sus azules costas esmeralda para disfrutar el puente vacacional del 11 de noviembre, que conmemora el Armisticio de Compiègne, acuerdo que puso final a la Primera Guerra Mundial. El fin de semana largo no sólo me había llamado a mí a la costa sur francesa. Mi amiga Tamar estaba allí con su novia Mor. Tamar, al igual que yo, trabajaba como asistente de idioma en la ciudad de Lyon. Sólo que ella enseñaba hebreo. Sí, hebreo, en una escuela de niños judíos, cosa que me es, todavía al día de hoy, difícil de imaginar. Las dos israelíes vivían juntas en Valence, una ciudad 100 km al sur de Lyon, ya que Mor estudiaba cine de animación en aquella ciudad. Y estando 100 km más cerca que yo de Marsella, decidieron pasar el fin de semana allí. Otros dos amigos suyos, Melody y Bogdan, también visitaban la ciudad. Así que decidimos vernos con ellos para pasar un día juntos. En vista de que ya habíamos visitado por nuestra cuenta los principales puntos turísticos de Marsella, decidimos destinar aquel día a un plan mucho más tranquilo. Mucho más natural. Marsella es la única ciudad en Francia que cuenta con un parque nacional periurbano, uno de los pocos de Europa. Es decir, dentro de su área urbana, Marsella posee su propio parque natural. Es algo de lo que pocos turistas saben, lo cual me incluía a mí. Pero mi compañero de piso en Lyon, Olivier, me lo dijo: no puedes ir a Marsella y no visitar les Calanques. Desde mi primer día hospedándome con Jean-Alain, caminando por los barrios africanos y el Vieux Port de Marsella, me di cuenta de que la ciudad está situada entre varios macizos rocosos. Y observarla desde lo alto de la basílica de Notre-Dame de la Garde me dijo que Marsella ha crecido en una especie de anfiteatro natural. La segunda metrópoli más poblada de Francia se ha expandido tanto que ha llegado a tomar como parte de su superficie territorios naturales no urbanizables, y que dependen directamente del departamento Bocas del Ródano, del cual Marsella es capital. Y es al sur de la ciudad en donde uno de esos territorios naturales fue declarado parque nacional en el 2012. Se trata de les Calanques. La imagen de una costa mediterránea escarpada por blancos acantilados y arbustos bajos ya había venido a mí desde que visité Ibiza en el 2013. Y al parecer esa imagen efectivamente se repite en muchos otros lugares del mar Mediterráneo. Las calas de Ibiza son uno de sus muchas bellezas que atraen a miles de turistas cada año. Marsella también cuenta con muchas de esas calas, que en francés llaman calanques. Tamar y Mor me encontraron fuera de la estación de metro de la avenida del Prado, cerca del estadio Orange Vélodrome, no muy lejos de casa de Jean-Alain. Esperamos algunos minutos por Melody y Bogdan para partir todos juntos. Tomamos un bus en el paradero del Prado y nos dirigimos al sur. Poco a poco nos adentramos en los suburbios de la ciudad. A cada metro que avanzábamos, la mancha urbana iba desapareciendo. Los edificios se iban haciendo menos frecuentes, y el tamaño de las casas y sus jardines se hacía más y más extenso. Justo cuando vimos que el bus daba vuelta en una rotonda, preguntamos si era allí donde debíamos bajar para caminar hacia les Calanques. El chofer afirmó, y en medio del Chemin de Sormiou, comenzamos la caminata. El asfalto tardó más de un kilómetro en convertirse en tierra y piedras. Mucha gente adinerada vivía en aquella verde y tranquila zona de la ciudad. Hacer senderismo era lo que menos había planeado al visitar Marsella. Mis cómodos botines todoterreno se habían quedado en Lyon. Y mis pantalones no eran los mejores para largas caminatas. Pero en ese momento mis zapatos o mis pantalones era lo que menos me preocupaba. Desde que bajé del autobús un gélido viento penetró mis huesos y heló mi cabeza por completo. El día estaba soleado, como la mayoría de los días en Marsella y la Costa Azul francesa. Pero nunca me imaginé pasar tanto frío bajo el sol. Olivier había vivido en Marsella algunos años atrás. Cuando le dije que la visitaría por un fin de semana me dijo que era una excelente elección. Pero que debía prepararme con un grande y caliente abrigo que me protegiera del frío viento. Ignoré varias veces su comentario. Yo había revisado el clima para Marsella y todo parecía normal. Era más cálido que Lyon, así que el frío no iba a preocuparme. Pero cuando llegué a les Calanques, supe de lo que hablaba. Por suerte, Tamar y Mor iban bien preparadas. Tanto que todavía les sobraba un abrigo rompevientos en su mochila. No dudé en aceptarlo cuando me lo ofrecieron para ponérmelo bajo mi otra chamarra, que para ese entonces había descubierto que era demasiado delgada. El camino de asfalto empezó a penetrar a les Calanques, y el paisaje urbano pronto cambió a una plancha de montículos blancos tapizados por las yerbas y arbustos. Algunos coches nos rebasaban y empezaban a subir las colinas, tras las cuales no podíamos ver lo que se ocultaba. Incluso me fue necesario aceptar los guantes que Mor me ofreció. Nunca creí que el viento del que Olivier me había hablado fuera tan verdad. Mucho menos en un día tan soleado de otoño. Pero el mistral es una corriente de vientos que se gesta en los Alpes para luego bajar al Mediterráneo. No cabe duda entonces del porqué de su helada temperatura. Cuando alcanzamos poco a poco la cima de las colinas graníticas tuvimos una vista de la ciudad que se escondía tras los montes Marseilleveyre, como se les conoce comúnmente. Esta zona de Marsella se caracteriza por poseer escasa tierra. La mayoría del terreno es de roca, lo cual hace difícil a las plantas poder crecer. Es por ello que a lo largo de nuestro camino los pequeños arbustos eran más comunes que los grandes árboles. Así que prácticamente no había lugar donde esconderse del poderoso viento. Cuando llegamos a la punta de uno de los macizos calcáreos, frente a nosotros apareció el imponente mar Mediterráneo. Me había quedado en claro que no era un mar cualquiera. En Valencia, Barcelona e Ibiza el Mediterráneo me había maravillado con su increíble color azul, sus tranquilas aguas y, sobre todo, con su importante e histórico pasado. Estar frente al Mediterráneo siempre me llenaba de una calma inexplicable. Y Marsella no sería por nada la excepción. Luego de algunos serenos minutos y de un sándwich sobre las rocas, dimos la vuelta para volver al camino de asfalto. Sólo se puede acceder a un par de las playas del parque natural en coche, por una vía de asfalto y tierra. Es a una de ellas donde nos dirigíamos: la Calanque de Sormiou. Normalmente el descenso es mucho más fácil que el ascenso. Pero bajar un macizo rocoso con el único par de delgados tenis que había llevado a Marsella representaba algunas complicaciones. Debía ser cuidadoso con el terreno escarpado. El camino en zigzag nos llevó cuesta abajo hasta la parte trasera de un par de edificaciones, que parecían ser un restaurante y una pequeña posada. Nada muy lujoso ni extravagante. Y detrás de todo, por fin pisamos la húmeda arena de la ensenada. Allí abajo, por el fin mistral desapareció, y pude despojarme entonces de los guantes y mis dos abrigos, que bastante estorbo me hacían ya. Aunque sinceramente, el clima seguía siendo fresco. Y no fue nada normal para mí pararme sobre una playa con pantalón, tenis y un suéter. Mucho menos con el sol que quemaba nuestra piel. Melody y Bogdan no tardaron en irse. Tenían una reservación en un restaurante bastante famoso de Marsella y no querían perder la oportunidad de comer allí. Mor, Tamar y yo nos quedamos otro rato. La ensenada de Sormiou es quizá la de más fácil acceso desde la ciudad. Pero por ser otoño, el número de turistas era escaso, a pesar de haber sido un puente vacacional. En verano, las calanques se colman de bañistas que se sumergen en sus aguas, las navegan en kayak, en yates privados o simplemente toman el sol sobre sus playas. Para nosotros la situación fue bastante diferente. Nos bastó con sentarnos frente a sus tranquilas aguas y disfrutar de la vista. Pasamos allí una media hora más, caminando sobre la arena y sintiendo la suave brisa del Mediterráneo. Cogimos de vuelta nuestras cosas y empezamos a subir. Si queríamos llegar a buena hora a almorzar en la ciudad,debíamos emprender nuestro camino de vuelta. Pero en todas partes se puede encontrar un buen samaritano. Y una pareja se detuvo en su coche, al vernos subir con tanto esfuerzo la colina. Nos ofrecieron llevarnos hasta la ciudad, a donde pudiésemos coger un autobús. Y con el hambre que se había despertado en nuestros estómagos, aceptamos el trato. Mor y yo hablábamos francés con fluidez. Pero no era el caso de Tamar. Ella hacía su programa como asistente de idioma sin hablar casi una palabra de francés. Pero con Mor y yo al lado, no tenía nada que temer. Dimos las gracias a la pareja francesa y descendimos en la misma parada de bus a donde habíamos arribado unas horas antes. Y tras una siesta reconfortante a bordo, llegamos de vuelta a la ciudad. Comimos una rebanada de pizza antes de tomar el metro. Todavía había un importante punto que no habíamos visitado. Al oeste de la Rue de la République, que conecta el antiguo puerto de Marsella con el nuevo y moderno puerto, se encuentra uno de los barrios más viejos de la ciudad: Le Panier. Es la zona geográfica donde se establecieron los primeros griegos cuando fundaron la ciudad, hacia el año 600 a.C. Y hoy representa uno de los sitios más bellos e históricos de la urbe. Le Panier es conocido por ser un barrio popular de Marsella. Y no es de sorprenderse, ya que fue el primer sitio de implantación de los inmigrantes que a la ciudad arribaban, sobre todo en el siglo pasado. Así, en el vecindario todavía vive una cantidad importante de corsos y magrebians (provenientes del norte de África). En años anteriores, sobre todo terminada la Segunda Guerra Mundial, Le Panier se convirtió en un sitio común para el tráfico de mercancías y el bandalismo. Marsella posee todavía la fama de ser una ciudad peligrosa donde la mafia tiene cierto poder. Pero recorrer las calles de Le Panier para Mor, Tamar y para mí fue una experiencia totalmente placentera. El barrio es hoy un circuito célebre para los turistas. Gracias a proyectos de recuperación del lugar, Le Panier ha pasado a ser uno de los núcleos culturales de Marsella. El arte no sólo está presente en las coloridas paredes de sus edificios o en los elaborados grafitis que las adornan, sino en el interior de cada casa y local. Muchos de los estudios a las orillas de sus calles se han convertido en ateliers de pintura, cerámica, o cualquier otra expresión artística, donde los artesanos locales ofrecen sus productos a los transeúntes. Ropa, juguetes, cuadros, flores, artículos de material reciclado, fotografías, instrumentos musicales. Y por supuesto, no puede faltar la comida. Las cafeterías son parte del alma de Le Panier, y el chocolate es parte importante de ella. No dudamos entonces en sumergirnos en una de las chocolaterías para adentrarnos en su delicioso arte. La elección era imposible, entre tantas pequeñas (o grandes) tentaciones a nuestro alrededor. Pero nos inclinamos por una bola de chocolate blanco, envuelta en chocolate negro y espolvoreada con coco rayado. Un manjar que endulzó nuestro paladar y el resto de nuestra tarde en Marsella. Le Panier se forma por varias calles que bajan hasta el viejo y el nuevo puerto de la ciudad. Y es allí hasta donde nos llevaron sus rúas, justo para quedar nuevamente frente a la basílica de Notre Dame de la Garde, en lo alto del otro extremo. Entramos en un restaurante para comer una hamburguesa con papas y apaciguar el hambre que colmaba nuestros estómagos. Y antes de que el sol se ocultara, nos dirigimos al malecón del nuevo puerto para admirar más de cerca la Catedral de la Mayor, que se pintaba poco a poco con los colores del atardecer. Caminamos hacia el fuerte de Saint-Jean y visitamos un poco el interior del MuCEUM, el Museo de las civilizaciones de Europa y el Mediterráneo, que por desgracia estaba ya cerrando sus puertas al público. Frente al más posmoderno de los edificios de la metrópoli cayó la noche sobre nosotros y sobre Marsella, una ciudad que superó todas nuestras expectativas. Aunque no sería la última parada de la hermosa costa mediterránea francesa. Y algunos meses después, volvería a sus orillas para otras soleadas tardes frente a sus azules aguas.
  44. 1 punto
    El invierno europeo tiene un enorme cliché en el resto del mundo. Ciudades medievales y renacentistas cubiertas en nieve y adornadas con luces de muchos colores que festejan la Navidad. Mercados callejeros con puestos de madera y tejados donde es fácil comprar un chocolate caliente y donde turbas de personas se aglutinan día con día para pasear. Esa imagen es cierta en muchas ocasiones. Pero lo es solo durante diciembre, antes de que llegue la fiesta de año nuevo. Cuando enero comienza, el invierno se vuelve una grisácea y depresiva postal. La gente no está más de vacaciones. Va de su casa al trabajo, del trabajo a su casa. Y cuando vuelven no tienen más ganas de salir a la calle. El frío cala los huesos, el sol se oculta a tempranas horas de la tarde. Netflix y un buen café (o en su defecto, una bebida con alcohol) son la principal solución al crudo invierno. No era la primera vez que me enfrentaba a aquel brusco cambio de estación. La costa este mexicana es una de las áreas más calientes y húmedas que he experimentado. Y mudar de un clima tropical a pasar semanas trabajando a grados bajos cero era un duro reto a mi estabilidad emocional. Para apaciguar aquella abúlica sensación, no quise esperar mucho más para volver a coger mi mochila y viajar fuera de Lyon, donde entonces estaba viviendo. Hacía apenas unos días que había vuelto de Italia, pero cuando me di cuenta, eran pocos los fines de semana que me quedaban libres para conocer un poco más de Francia, antes de volver a México. Dos años atrás, Benjamín había llegado a mi casa en Veracruz para disfrutar del carnaval, en una escala durante su largo viaje por Latinoamérica. Ahora conmigo en su natal Francia, quiso devolverme el favor de haberlo hospedado. Y aunque no se encontraba más en Bretaña, haberse mudado a Toulouse era una excelente oportunidad para hacerme conocer la joya del sur galo. Sin perder mucho tiempo, tomé un autobús nocturno un viernes por la noche. Y a eso de las 6 de la mañana, arribé muriendo de frío a la estación central de Toulouse, donde Benjamín me recogió en su coche. Me condujo hasta su apartamento. Un cálido y acogedor ático que había empezado a rentar no hace mucho tiempo, mientras trabajaba como auxiliar en una casa que cuidaba de los ancianos. Por lo que me contaba, Toulouse parecía ser una ciudad que atraía a varios jóvenes y no tan jóvenes, quienes llegaban en busca de trabajo y prominentes salarios. Después de todo, muchos definen a Toulouse como una tecnópolis, que ha crecido alrededor de su antigua historia gracias a la aeronáutica y el mercado de las telecomunicaciones. Pero Benjamín estaba dispuesto a mostrarme la cara más cautivante y vetusta de la ciudad. Para ello, luego del desayuno, cogimos dos bicicletas que aparcaba en el jardín para recorrer Toulouse de la mejor manera. El barrio de Benjamín era un área residencial al lado del río Garona, que divide la ciudad de este a oeste. En el medio, la isla de Empalot alberga algunas nuevas atracciones, como el estadio de fútbol, un casino y un parque de exposiciones. Pasando de largo, el río comienza a unir ambos lados de su rivera con numerosos puentes, algunos de ellos construidos hace ya varios siglos. El Pont Neuf (o puente nuevo) es el más famoso de ellos. Sus paredes de ladrillos rojizos que enmarcan los arcos que lo sostienen en pie constituyen la más antigua entrada a la ciudad. Al fondo, la silueta del capitolio da una excelente bienvenida y una buena previsualización de lo que es Toulouse en el imaginario de muchas personas: la ciudad rosa de Francia. Cuando Benjamín y yo cruzamos el puente el sol brillaba con fuerza sobre nosotros, regalándonos el mejor día para andar en bicicleta, que durante el invierno no es nada fácil con el frío viento que penetra tras los abrigos. El Pont Neuf nos llevó directamente al corazón del centro histórico de Toulouse, que se desarrolló sobre todo durante la Edad Media. Las casas a orillas de las rúas peatonales empedradas traían a mi mente los cascos antiguos de las ciudades italianas, como Verona o Génova, por sus ventanales alargados con marcos de madera pintados de blanco. Pero los laberintos de callejones pronto me mostraron las vitales tonalidades que diferencian a Toulouse de otras urbes europeas. Las fachadas de ladrillos rojizos que se intercalan entre casa y casa dan a la ciudad ese matiz por el que se ganó el título de “la ville rose”. Toulouse vive y crece alrededor de su principal núcleo urbano, la plaza del Capitolio, donde se encuentra el edificio homónimo, sede del Ayuntamiento desde tiempos medievales. Aunque el lugar ha albergado la capitalidad de la ciudad y de la región de Occitania, el edificio ha sido remodelado innumerables veces. Pero siempre conservando el otoñal matiz toulousano. La explanada es hogar para decenas de comerciantes que todos los días ofrecen sus mejores productos a los turistas, aunque muchos locales suelen usarlo como lugar de recreo, sobre todo aquel fin de semana en el que el sol nos sonreía. Seguimos al norte por la rue du Taur, tras cuyas bellas fachadas de tiendas y restaurantes se asomaba un campanario que me llamaba a gritos hasta sus pies. La “calle del toro” lleva aquel nombre gracias a San Saturnino, obispo de Toulouse, cuyo martirio, según cuenta una leyenda, fue ser arrastrado por un toro. Y la basílica de la ciudad hace honor al mismo santo, también conocido como San Sernín. La Basílica de San Sernín no solo es una joya arquitectónica de Toulouse (que también colabora al vivaz color de la ciudad con sus fachadas de ladrillos), sino que es también la iglesia románica más grande de Occitania y la segunda de toda Francia. El templo católico es también parte de los bienes inscritos del Camino de Santiago, al ser uno de los puntos de cruce de aquella peregrinación que ha trascendido fronteras más allá de la religión. En un lejano 2013, una beca estudiantil me había llevado a vivir algunos meses en Santiago de Compostela, en el norte de España. La capital gallega dice albergar en su catedral los restos del apóstol Santiago, y eso le ha concedido ser el punto culminante de una de las peregrinaciones católicas más famosas. El Camino de Santiago no se trata de hecho de un solo sendero trazado, sino de un gran número de trayectos que pueden comenzar desde el sur de Francia, el norte de Portugal, o cualquier punto de España. Pero los caminos que inician en Francia han sido reconocidos como los oficiales y de más antiguo uso tradicional. Y allí, en medio de Toulouse, una basílica me llevó de vuelta al sudado rostro de aquellos peregrinos que día con día veía descansar con vehemencia en la plaza central de Santiago de Compostela cuando yo caminaba rumbo a mis clases en la universidad, y cuando ellos daban por finalizada una excursión de varios días de caminata. Al otro lado del río, las zonas residenciales fuera del casco antiguo mostraban mismo una Toulouse bella y tradicional, tras cuyas rosas moradas el día a día continuaba de forma normal para sus habitantes. Antes de que el anochecer nos alcanzara, Benjamín me llevó a una tienda que vendía sólo productos hechos en Occitania, muchos de ellos producidos a las afueras de Toulouse. Para el almuerzo (que para entonces se acercaba a ser nuestra cena) compramos un frasco de cassoulet, uno de los más típicos platillos occitanos. Es común conocer el amor que los franceses tienen por la carne de pato. Pero sería falso decir que todos los franceses gustan de comer pato. Sería, sin embargo, mucho más acertado decir que la mayoría de los occitanos adoran la carne de pato. Y la cassoulet es el plato ideal para probarla por primera vez. Se trata de una sopa de alubias blancas (algo como los frijoles bayos en México) cocinada con trozos de carne de cerdo, como chorizo, tocino y salchichas de Toulouse. Pero lo esencial dentro del plato es una presa de pato confitado, salada en su propia grasa. Aunque no se alejó mucho de los frijoles charros mexicanos, la carne de pato le dio un toque diferente. Al siguiente día volvimos a coger las bicicletas, aunque esta vez el cielo se tupió con nubes que no pararon de amenazar nuestra tarde. No obstante, la lluvia no se dejó caer por mucho, y Toulouse siguió permitiéndome conocer su gallardía. Esta vez Benjamín me condujo al sur del centro histórico, una vez cruzado el Pont Neuf. La zona parecía mucho más residencial y mucho menos turística que el resto del casco viejo. Y tomando en cuenta que era domingo, las calles parecían vacías y poco asediadas por los visitantes, quienes se reservan en su mayoría para acudir en verano, cuando Toulouse se colma de festivales y exposiciones al aire libre. Es en esta área donde otra iglesia se yergue y presume su campanario sobre la ciudad. Más pequeña, pero no menos importante que su hermana la basílica, la Catedral de Saint-Étienne de Toulouse es otro de los más antiguos templos católicos construidos en la ciudad. Fue construida y remodelada en diferentes etapas de la historia, y terminó por adoptar elementos románicos, góticos y barrocos en su cara exterior, que finalmente contribuye y hace honor al sobrenombre de la ciudad, gracias a su material de ladrillos. Pero si me había quedado alguna duda de por qué Toulouse era la ciudad rosa, las calles aledañas a la catedral me dieron la respuesta. Las portadas de muchos de los edificios fueron hechas completamente de arcilla, combinando figuras geométricas con ventanales exquisitos. Aunque un par de construcciones poseían el estilo haussmaniano típico de ciudades como París o Lyon, las “casas rosadas” de Toulouse rompen con la monotonía de otras metrópolis europeas. Simplemente hacen imposible luchar contra el deseo de querer vivir bajo uno de sus techos, lo que por cierto, según me dijo Benjamín, actualmente es muy costoso. Mis piernas luchaban contra el frío que me golpeaba al pedalear la bicicleta a lo largo de Toulouse, pero cada una de sus calles hacían que el esfuerzo valiera la pena. La costa del río Garona me dejaba también siempre satisfecho tras un duro tramo de ejercicio, con un limpio y frío paisaje en su otra orilla que me hacía apreciar cada vez más el invierno. El Hotel Dieu y La Grave son otros de los dos edificios que destacan en el paisaje de Toulouse, enmarcando la rivera del Garona con una bella cúpula verdosa que da la bienvenida a la parte moderna de la ciudad. Al terminar la tarde Benjamín me llevó un poco más al norte, fuera del centro antiguo, para visitar otro de los atractivos turísticos. Toulouse se encuentra en un punto central del istmo entre el mar Mediterráneo y el Golfo de Vizcaya. Eso hizo a muchos dirigentes políticos, desde épocas antiguas, pensar en una obra industrial abismal que pudiera unir ambos mares por vía marítima, la vía más usada para el comercio y la guerra antes de la aparición del ferrocarril. Pero fue Luis XIV quien hizo realidad el sueño de muchos, al lograr culminar en el siglo XVII la que fue considerada la mayor obra de ingeniería del siglo. El Canal de Midi logró conectar el río Garona con el mar Mediterráneo, uniendo por fin al Atlántico con el mar sin tener que atravesar el temeroso estrecho de Gibraltar. Si bien el canal de Panamá o el canal de Suez son obras mucho más grandes y reconocidas, fue el Canal de Midi el precursor de todos, y es por ello que está inscrito como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. Su profundidad media es de apenas 2 metros, y representó duras penurias para su realización. Aunque la orografía fue el principal obstáculo, el agua fue uno de los dolores de cabeza más duros para sus ingenieros, quienes no conseguían cómo llenar el canal y mantenerlo con agua durante la época de sequía. El Canal del Mediodía no solo es una obra maestra de la ingeniería, sino también un atractivo paseo turístico para muchos que adoran hoy disfrutar de su incomparable belleza. Un paseo en barca, en bicicleta o a pie por sus 240 km de longitud son travesías comunes para turistas franceses y extranjeros. Hay quienes incluso viven sobre él en una barca que aún conserva el antiguo estilo en que lo navegaban los más adinerados del reino francés. Nosotros lo ocupamos para reunirnos con un amigo de Benjamín y charlar con él a sus orillas, antes de volver a casa y refugiarnos de la fría noche. La ciudad rosa de Francia había sido una excelente y cálida opción para escapar del gélido invierno por un fin de semana. Y al otro día, libre de trabajo gracias a una de mis profesoras, aprovecharía para mirar otra y más antigua cara de Occitania.
×
×
  • Crear nuevo...

Important Information

By using this site, you agree to our Normas de uso .