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Ayelen

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Relatos publicado por Ayelen

  1. Ayelen
    Disfrutamos a pleno de nuestra extensa estadía en Las Golondrinas, siendo cómodamente hospedados en la casa de Eduardo y Nerina, visitando los lugares más hermosos que la naturaleza patagónica nos ofrecía, recorriendo diversos parques y sobre todo, aprovechando poder dormir en un colchón. Pero era hora de seguir viaje, aún nos quedaban miles de kilómetros por recorrer y rincones por descubrir, por lo que debíamos seguir la marcha.
    Aquella mañana nos despedimos melancólicamente de Eduardo y Nerina y de sus tres bellas perras y partimos siguiendo la ruta 40 hacia el norte, dejando atrás el bello poblado de El Bolsón. Luego de una rápida parada en Bariloche, continuamos los siguientes 80 Km, hasta llegar a nuestro objetivo, Villa La Angostura.
    Siguiendo la tradición de todas las localidades de la Patagonia argentina, Villa La Angostura tiene ese encanto particular, sus cabañitas de techos en dos aguas y sus negocios de madera, rodeados de pinos y montañas, recuerdan a una ciudad suiza (o al menos, así creo que deben ser los poblados en Suiza  ).
    Después de tanto tiempo durmiendo cómodamente en una cama, había llegado el momento de volver a nuestra querida carpa, por lo que buscamos un sitio adecuado para ello. Llegamos así a un camping municipal, ubicado a orillas del Lago Correntoso. Ingresamos a las extensas playas de tierra con varios pinos y algunas mesitas, completamente desiertas (porque a nadie se le ocurre acampar un helado día de otoño) y armamos la carpa. Aquella sería la prueba de fuego para evaluar nuevamente el colchón inflable con bajas temperaturas. Esta vez, contrario a lo que viviéramos en Ushuaia, decidimos colocar dos aislantes debajo del colchón, para separarlo del suelo, y sobre el colchón una manta polar, que sería nuestra salvación. Sobre ella, dormidos dentro de nuestras bolsas y fue todo un éxito. Aquella noche, a pesar del fuerte y helado viento que soplaba contra la carpa, pudimos descansar calentitos y, desde aquella noche, ese es nuestro sistema para evitar congelarnos con el colchón inflable 

    La vista privilegiada desde mi suite XD
    Al día siguiente, con una mañana fresca y nublada, lamentablemente, decidimos recorrer el poblado. Nuestra idea era poder visitar el Parque Nacional Arrayanes, ubicado en la península de Quetrihué . Para llegar debíamos caminar o bien tomar una embarcación que salía desde la orilla del Lago Nahuel Huapi, pero la verdad es que el día amenazaba con una lluvia inminente y no queríamos desperdiciar así un lindo paseo. Así que simplemente nos limitamos a recorrer la costa del Nahuel Huapi.

    Hermosa vista del Lago Nahuel Huapi, desde Villa La Angostura
    Ascendimos por un sendero que llegaba hasta lo más alto de una colina y desde allí pudimos contemplar la inmensidad del lago, sus bellos colores y las enormes montañas en el horizonte.

    Vista desde lo alto del lago Nahuel Huapi
    Aquella noche el frio fue peor que la noche anterior. Acampando junto al Lago Correntoso, el viento soplaba fuerte y hasta nos fue imposible cenar, porque las temperaturas eran tan bajas que el agua para hacernos unos fideos, nunca llegó a hervir. Con unas pastas duras echadas a la basura y el estómago vacío, nos fuimos a dormir.

    Hacía un frio de locos!
    El objetivo principal de nuestra parada en Villa La Angostura era cruzar a nuestro país vecino, Chile, a través de la localidad limítrofe de Osorno. Estaba ansiosa por desviar nuestro viaje hacia otro país. Si bien, dentro del territorio argentino había conocido lugares increíbles, tenía ganas de conocer otras costumbres, otras formas de vida, otras maneras de pensar…
    Aquella mañana, entonces, levantamos campamento e iniciamos la ruta que nos llevaría hacia el cruce fronterizo. Una vez allí, realizamos el tedioso papelerío y cuando obtuvimos el permiso, comenzamos a viajar por las rutas chilenas.
    Aquel paisaje era completamente distinto al argentino. El gigantesco cordón montañoso cordillerano, que separa físicamente los dos países, retiene la humedad y las lluvias del lado chileno, por lo que allí, todo el ambiente es mucho más húmedo y la vegetación es muchísimo más tupida.
    Atravesando la espesa neblina húmeda, comenzamos a transitar el camino para llegar a la ciudad de Osorno. A pesar de que para ese entonces, ya tendríamos que haber estado acostumbrados, una potente lluvia nos sorprendió en el medio del camino. Aquel clima podía ser más selvático, pero el frio era igual de helado que en la Patagonia argentina, y encima, mojados, la cosa se puso bastante complicada.
    Martin iba disfrutando el viaje, y cada tanto lo escuchaba emitir algún suspiro de asombro ante lo que realmente era un paisaje increíble con montes rodeados de vegetación y a lo lejos enormes montañas envueltas en bruma y cubiertas de verde…. Pero la verdad, es que yo iba hecha un bollito detrás de su espalda, temblando y llorisqueando, sin poder disfrutar absolutamente nada de todo eso.
    Al caer la tarde, llegamos a la ciudad de Osorno. Una ciudad que nos recordó bastante a Bahía Blanca, una localidad bonaerense de nuestro país. Muchas casas, negocios y un día bastante gris provocaron que realmente Osorno no me pareciera la gran cosa. Pero ya caía la noche y debíamos buscar un hospedaje para pasar la noche. Encontramos uno barato, después de largas horas de búsqueda porque nos era difícil explicar qué era un hostel. Evidentemente allí, el concepto de habitaciones compartidas no era utilizado a menudo.
    Nos acomodamos en unahabitación de un hospedajefamiliar y salimos a recorrer en busca de algo para llenar nuestros estómagos. Llegamos a una enorme peatonal con muchísimo movimiento y muchos vendedores ambulantes. Nos cruzamos con un shopping (un “CHoping” como dirían mis amigos chilenos ) y buscamos un local de comida rápida. Y allí conocí al amor de mi vida. Los italianos, son la comida chatarra típica de Chile, que no es más que un hotdog (un pancho, se diría en Argentina), con palta, tomate y mayonesa…. Pero es LA Gloria. Desde aquella noche, quería alimentarme todo el tiempo de esos italianos!

    mmmm.... italianos (con la voz de Homero Simpson)
    Una vez satisfechos, retomamos el camino al hospedaje y cruzamos la gran plaza principal en cuyo centro había un gran estanque con un sistema de aguas danzantes y luces de colores cambiantes que iluminaban armoniosamente la fuente, todo un espectáculo que embelleció un poco la impresión que en principio me había llevado de aquella ciudad chilena.

    Fuente de colores en Osorno
    Desde Osorno debíamos recorrer alrededor de mil kilómetros hasta llegar a nuestro siguiente objetivo: la gran capital de Santiago de Chile. Muy temprano a la mañana siguiente, con el sol apenas asomando, emprendimos camino por la ruta n° 5 que conecta el país de sur a norte. Fue un recorrido reeeecto y laaaargo.

    Rutas de Chile
    Fuimos atravesando sectores con muchísima vegetación tupida que se asomaba hacia la carretera, y luego grandes campos sembrados. A diferencia de la extensa Patagonia argentina, sobre esta ruta veíamos poblados y casas constantemente y muchas de ellas ofrecían comidas típicas de Chile al paso. Recuerdo que lo que más leía eran carteles de “Mote con huesillo”. Intrigada, fui todo el camino imaginando qué clase de comida sería esa.
    Al caer la tarde, debimos buscar un lugar para pasar la noche. Lamentablemente en Chile, las cosas son bastante estrictas y no se nos permitía acampar al costado del camino como en otros lugares. Llegamos a una estación de servicio y preguntamos si nos daban permiso para armar campamento en un descampado contiguo. Tampoco nos aconsejaron acampar allí, pero nos indicaron que a pocos metros se alquilaban unas habitaciones, por lo cual, ya resignados nos dirigimos hacia allí.
    Un adolescente se asomó cuando nos oyó acercarnos con la moto y al preguntarle el precio por una habitación, recuerdo que nos llamó la atención que nos respondiera “1000 pesos chilenos el rato”. Pero aunasí, exhaustos, accedimos, porque lo único que queríamos era recostarnos.
    Cuando llegamos a la “cabañita”, entendimos todo. Aquello no era más que un burdo motel al costado de la ruta, un lugar para quienes quieren pasar un momento…romántico. No hicimos más que reírnos de la situación bizarra, mientras nos asombrábamos del espejo del baño con insinuantes formas y mirábamos con algo de desconfianza las sábanas de la cama. Finalmente dormimos sobre la cama, pero metidos en nuestras bolsas
    Al día siguiente emprendimos los últimos kilómetros y, por fin, luego de dos días de viaje, llegamos a la ciudad de Santiago de Chile.

    La ciudad de Santiago de Chile
    Siempre imaginé que sería una ciudad gigantesca, pero la realidad, nuevamente, superó de manera total mis expectativas. Capital Federal, el centro de Buenos Aires es un poroto al lado de esa inmensa metrópolis.
    Debíamos dirigirnos a una dirección determinada, ya que nos estaba esperando la genial Loretta, amiga de Martin, en su casa. Ingresamos a Santiago justo por el lado opuesto de donde debíamos llegar, por lo que debimos atravesar toooooda la ciudad. Manojo de edificios y edificios, negocios, gente! Mirase por donde mirase aquella enorme ciudad crecía en todas direcciones.
     

    Y autopistas. Por todos lados autopistas que cruzaban la ciudad por encima, sostenidas por robustas columnas, iban y venían comunicando la city de un punto a otro, y por donde los vehículos avanzaban velozmente. Algo mareados y después de varias consultas, finalmente llegamos a la casa de Loretta.
    No recibió una hermosa mujer de rubios rulos y típico y encantador acento chileno, que nos dio la bienvenida con unas buenas cervezas y algo para comer. Nos hospedaríamos en la casa de su novio (o pololo como le dicen allí  ), Daniel Zaterio, un chileno que, así, sin más, sin siquiera conocernos, pero con toda la confianza nos dejaba su departamento unos días… un genio!
    Loretta es otra amante de los vehículos de dos ruedas, y junto a su novio poseen dos inmensas y preciosas BMW, con las cuales nos condujeron hacia el departamento céntrico donde nos hospedaríamos. Pronto descubrí que para los amantes de las motos como lo eran aquellos tres conductores con los que viajaba, esas anchas autopistas se convertían en vertiginosas pistas de carreras. Seguir a Loretta no era tarea fácil porque aquella temeraria muchacha corría a altas velocidades, haciendo rugir el motor de su BMW mientras esquivaba autos y buses… Pero admito que fue divertido.
    Zaterio vive en un barrio llamado Escuela Militar, una zona muy ostentosa ( si no LA MAS ostentosa ) de Santiago, llena de bancos, hombres en trajes y autos lujosos. Irónicamente allí caímos los dos, con la moto atiborrada de cosas cual circo y hechos un desastre después de dos días de incesante viaje…Como que contrastábamos un poquito con el paisaje.
    En Chile es común transitar en moto, pero todas son de último modelo y de la más alta gama, por lo que en poco tiempo nos acostumbramos a que la gente se acercara curiosa o nos mirara pasar sorprendidos con nuestro modelo 89, que debía ser una reliquia para ellos
    Caminamos mucho por las calles de Escuela Militar y a mí me dio la sensación de haber regresado a Buenos Aires. Anchas y limpias calles, llenas de apurados transeúntes muy compenetrados en conversaciones con sus celulares, empresarios desayunando en alguna lujosa confitería con sus laptops, enormes edificios de fina arquitectura… Todo allí rebosaba de riqueza y capitalismo.

    Esculturas del Barrio Escuela Militar, en Santiago de Chile
    Aun así, todo me parecía tan nuevo que iba casi saltando de un sitio a otro, llena de curiosidad. Lo que más nos llamó la atención fue encontrar grandes mercados subterráneos. Como si de estaciones de subtes se trataran, varios metros de negocios y confiterías se extendían por debajo de las grandes avenidas céntricas.
    Una tarde de aquellas, ascendimos con la moto por el cerro San Cristóbal por un camino sinuoso que corría por la pendiente de la colina y finalizaba justo en la cima. Allí, contemplando la vista de aquella enorme ciudad que parecía no acabar nunca, probé finalmente el famoso “Mote con huesillo”: un delicioso y dulce jugo de almíbar de durazno con granos de maíz… muy nutritivo y sumamenterico!.

    Tomando "mote con huesillo" en la cima!
    Unos de nuestros últimos días en Chile, decidimos dedicarlo a visitar la costa, por lo que viajamos unos 123 km, hasta llegar a la localidad de Valparaíso. Acostumbrada a las pintorescas ciudades costeras de Argentina, aquello me impactó un poco, sobre todo la extensa población invadiendo todos los cerros, extendiendo la ciudad en alturas. Muchas personas caminando por las calles, mucho tránsito y mercados por todos lados, la convertían en una ciudad con mucho movimiento. Valparaíso es, en realidad, una ciudad portuaria, por lo que no posee playas.

    Viña del Mar, sin embargo, es conocida por poseer unas encantadoras playas y queda exactamente al lado de Valparaíso, por lo que recorrimos la costa del Pacífico, hasta llegara unos miradores increíbles, donde tuvimos el gusto de observar el atardecer.

    Grandes pelicanos de enormes picos descansaban en las rocas, mientras el sol se ocultaba lentamente tras el mar encendiendo el cielo.

    Bajamos hasta las arenosas playas hasta que la noche cayó en la ciudad y me animé a mojar mis pies en el Océano Pacifico, a pesar del frío.
    La verdad era que habíamos conocido personas de un increíble corazón y una gran hospitalidad como Loretta, Zaterio y sus amigos que nos presentaron y que la ciudad nos ofrecía millones de cosas para recorrerla incansablemente, pero nuestros días en Chile fueron pocos, ya que, por empezar, el cambio de moneda no nos estaba favoreciendo para nada y llevábamos muchos gastos y además, debíamos continuar nuestro viaje.

    Así que una mañana, luego de un abundante desayuno que incluyó mi nueva adicción: La deliciosa palta, nos despedimos de Loretta, Zaterio y "El Cazador" (otro gran amigo de Martin) y emprendimos el regreso a nuestras tierras a través de la provincia de Mendoza.

     
  2. Ayelen
    Después de haber estado varios días recorriendo las rutas de nuestro país vecino, Chile, volvimos a nuestras tierras a través de la provincia de Mendoza. Para ello, debíamos atravesar nuevamente la enorme Cordillera de los Andes.
    A medida que nos acercábamos hacia el cruce limítrofe, ya podíamos ver los picos nevados de las montañas emergiendo desde el horizonte. El camino que debíamos tomar se llama Paso de los Libertadores o túnel del Cristo Redentor. A una altura de casi 3200 metros, el camino se extiende unos 3 kilómetros en forma de zigzag a través de toda la pendiente de una enorme montaña cordillerana. Por ello aquella carretera también es llamada “Los caracoles”, ya que las condiciones del camino obligan a los conductores a transitar lentamente la cuesta montañosa.

    Un total de 29 curvas muy cerradas y seguidas, conforman el sinuoso camino que comenzamos a ascender, exigiéndole al máximo al motor de la pobre Honda, que avanzaba cargadísima pero audazmente por el blanco camino cubierto de nieve. A medida que escalábamos la montaña a través de Los Caracoles, el paisaje se iba abriendo, mostrándonos toda la belleza de la cordillera, mientras respirábamos el gélido aire andino.

    Bordeando el filoso risco, esquivando cargados camiones y avanzando por entre túneles construidos por entre la misma roca de la montaña, logramos finalmente llegar al otro lado e ingresar nuevamente a Argentina.

    El paisaje era bastante inhóspito. La carretera avanzaba, atravesando la llanura de tierra, escoltada por montañas de diversos tamaños y colores. Y en el medio de aquel paisaje tan peculiar, nos cruzamos con una de las más curiosas formaciones rocosas de Argentina: El Puente del Inca.

    Rodeado de un diminuto poblado de apenas 130 habitantes, aquella formación geológica de 50 metros de largo y 30 de ancho, cruza cual puente el caudal del Rio de las Cuevas, y preserva vertientes naturales de medicinales aguas termales. Aquel monumento natural se ha formado a lo largo de los años a partir de la acción de éstas aguas minerales, las cuales tiñen la roca de unos intensos colores anaranjados y verdes, dándole a aquella vista un aspecto más bien de cuadro pintado por algún artista abstracto.

    Existen varias leyendas sobre este sitio, sobre todo porque debe su nombre a que se cree que las antiguas civilizaciones descendían a este sitio, en busca de la acción medicinal de estas termas. La que más me gustó de todas las que leí, cuenta que antes de la llegada de los españoles a América, el heredero al trono del imperio Inca enfermó gravemente, por lo que, aconsejado por sus sabios, su padre, el emperador inca juntó a sus mejores guerreros y se trasladaron en caravana hasta estas vertientes medicinales. Luego de varios meses de difícil travesía, los guerreros junto con el emperador y su moribundo hijo llegaron a la orilla de un gigantesco y torrentoso río, y observaron que justamente en la orilla opuesta se encontraban las salvadoras aguas medicinales. Los guerreros, sin dudarlo, entrelazaron sus brazos y piernas los unos con los otros para formar un sólido puente humano que permitió al rey cruzar el río y llegar por fin a la única salvación de su hijo. Cuando el soberano volteó su vista para agradecer a sus guerreros, estos se habían petrificado, formando así en majestuoso Puente del Inca.
    Continuamos nuestro viaje, y en pocas horas dejábamos atrás la inmensa cordillera, para ingresar nuevamente en la estepa patagónica (seguramente ya están tan cansados como yo de que les mencione la llanura patagónica, pero es la reina de Argentina )

    Llegamos finalmente, para la caída de la tarde a la localidad de Uspallata, un pequeño pueblo de montañas y dueño de algunas ruinas jesuíticas. Instalamos la carpa en un camping que parecía abandonado, y sólo nos recibieron unos adorables gatos y un francés quien, junto a su guía argentino, estaban iniciando un recorrido por el norte argentino en bicicleta.
    Aquel francés se acercó a invitarnos una copa de vino que orgullosamente había adquirido en el pueblo, ya que, Mendoza junto con otras provincias aledañas de Argentina son famosas por sus viñedos y por su producción de exquisitos vinos a escala mundial. Mientras brindábamos (les aseguro que sólo tome una copa) el francés nos mencionó un camino que él mismo, junto a su compañero recorrerían al día siguiente, que era de ripio y ascendía 3000 metros sobre el nivel del mar, atravesando montañas y bruma. Para muchos puede sonar bastante peligroso, pero para Martin es suficiente para elegirlo como siguiente destino. Y como él es el piloto, yo lo sigo
    Así que, bien… a la mañana siguiente juntamos campamento y nos dirigimos hacia el paso de Villavicencio, el cual iniciaba exactamente en un desértico claro, donde se alzaba una gigantesca cruz, llamada Cruz de Paramillo. En el camino pasamos al francés y a su amigo pedaleando como locos al costado de la ruta, y en pocos minutos llegamos a un increíble llano donde efectivamente se encontraba una cruz y el horizonte se recortaba entre montañas, entre las cuales podía observarse a lo lejos la pared sur del imponente Aconcagua.

    Algo desconcertados pues el camino no está muy bien señalizado, y varias opciones se abren en aquel punto, elegimos un ancho camino de ripio, luego de una rápida consulta al GPS del celular.
    En un principio, aquel camino no parecía ser nada del otro mundo, hasta que llegamos a un punto en lo alto, en el que a nuestros pies se abría un gigantesco valle de grandes cerros forrados de frondoso bosque, y se podía ver el interminable camino de tierra bajar sinuosamente por la ladera de los montes. Una espesa bruma blanca acompañaba aquel paisaje.

    Con un traqueteo constante sobre la moto, fuimos avanzando por ese camino de tierra y piedras que bordeaba el precipicio. Hacia abajo, un gran y atemorizante vacío se abría paso entre la vegetación, provocándome algo de vértigo. A medida que descendíamos la bruma se hacía más leve y unos pequeños rayos de sol se filtraban, haciendo brillar aquel espectacular horizonte tan lleno de verde.
    Ese camino sinuoso que se abre a través de la quebrada es llamado el “camino de un año”, ya que tradicionalmente los pobladores decían que estaba formada por 365 curvas, pero esto no es del todo cierto, ya que realmente son 270 las curvas que la tortuosa carretera marca por entre los cerros.

    Luego de varias horas, manejando cuidadosamente por aquel camino, llegamos al final del recorrido, donde se encuentra el antiguo y refinado Hotel Villavicencio. Hoy, sitio de interés para quienes quieran recorrer sus increíbles jardines.

    El Hotel de Villavicencio fue construido en 1940, y funcionó durante años como hospedaje de personas de la alta sociedad del país y extranjeros, quienes disfrutaban de los lujosos aposentos, las canchas de tenis y sobretodo, de los maravillosos baños termales, principal atractivo de este bello lugar escondido entre los cerros.
    Entre bellos jardines que yo imaginaba repleto de flores en años anteriores, se abrían elegantes piletas, donde el agua termal llegaba desde las sierras conducidas por canaletas a través de la vegetación.

    Desde aquel viejo hotel de bella fachada que parecía detenido en la historia, condujimos hasta llegar a la capital de Mendoza. Una bella ciudad que mantenía las singulares acequias, finas canaletas a lo largo de todas las cuadras céntricas para llevar agua a todos los sectores.
    Nos hospedamos en la casa de Leo, un viejo amigo de Martin y durante nuestra corta estadía en la ciudad de Mendoza, visitamos su plaza principal donde se levanta un enorme monumento dedicado a San Martin, un gran prócer de nuestro país. También visitamos el zoológico de la ciudad, con su exclusiva ubicación sobre uno de los cerros más altos y llamativos de la ciudad.

    Nuestra siguiente provincia era San Juan y hacia allí nos dirigimos una mañana. Los caminos son realmente maravillosos e ideales para recorrerlos sobre la moto. El viento nos golpeaba fuertemente y montes cubiertos de verde se abrían hacia los costados a medida que avanzábamos por la ruta 40.
    Llegamos así a un peculiar pueblito, llamado Jáchal, rodeado de inmensos campos de agricultura. Era alegre ver como los pueblerinos, sobre todo los niños se nos acercaban curiosos o nos saludaban mientras avanzábamos por las empedradas calles.
    En Jáchal realizamos una pequeña travesía, bordeando la costa del Río Jáchal. Recomendada por los mismos cuidadores del camping donde nos habíamos instalado, una mañana partimos hacia la llamada Garganta del Diablo de dicho Rio.
    A solo pocos kilómetros de alejarnos del pueblo, el paisaje se vuelve hermoso. Entre grandes paredes de piedras de veteados colores, se abría un paisaje de claros colores marrones y verdes por el cual discurrían pequeños brazos del rio, como delgados arroyos.

    Llegamos a la Garganta del Diablo, donde un cañadón de 30 metros de alto conducía un trecho del río varios metros. Era muy llamativo el particular color del agua, aquel verde aguamarina turbio corría ruidosamente por entre las rocas.

    Sólo unos pocos metros más adelante, el Río formaba un inmenso estanque que contenía algunos islotes, que realmente parecía un espejo, porque las enormes montañas de alrededor se reflejaban nítidamente sobre la superficie.

    Nuestro principal objetivo al visitar la provincia de San Juan fue, en realidad, conocer el misterioso Valle de La Luna, Parque Nacional conocido mundialmente por su superficie que recuerda a la superficie de la luna, por lo que una mañana, como ya era habitual, recogimos nuestras cosas, nos despedimos del pequeño pueblo de Jáchal y marchamos hasta este mágico lugar.

     
  3. Ayelen
    Entonces, los pongo en contexto: habíamos llegado a Iguazú, Misiones llevando con nosotros una terrible tempestad que obligó a cerrar el Parque por el que habíamos atravesado toooodo el país de oeste a este
     
    Fueron tres días de intensas lluvias que no paraban ni un segundo, donde estuvimos encerrados en la habitación de un alojamiento. Fue tan grande la cantidad de agua que cayó, que el río Paraná desbordó y provocó graves daños. La fuerte corriente se volvió tan poderosa que terminó por arrancar las robustas pasarelas de metal que posee el Parque en algunos sectores y por ello, el lugar estaba cerrado hasta nuevo aviso. Sí, realmente había sido una tempestad bastante grande.
     


    Lluvia en Iguazú
     
    Con esta agradable noticia llegábamos al camping “La Modista”. Después de tres días encerrados en una habitación, una vez que cesaron las lluvias, lo único que queríamos era disfrutar de un poco de sol y verde. Y habíamos llegado al lugar correcto. El camping se encontraba en un extremo, donde la ciudad terminaba y allí realmente uno se sentía en el medio de la selva. Pero la verdad era que este lugar no era más que el patio trasero de la casa de un matrimonio bastante excéntrico. La mujer, una señora mandona y charlatana, con un carácter bastante fuerte, y el hombre (Richard, como pedía que se lo llame) un hombre bastante loco, para ser sincera. Nos recibieron agradablemente, sin antes señalarnos todas y cada una de sus puntillosas reglas que iban desde no tocar instrumentos, no llevar niños ni mascotas hasta no fumar cualquier clase de hierba en el sector de la cocina. A pesar de sentirnos un poco apabullados con tantas normas, nos instalamos cómodamente en “La Modista”.
     


    Flora del camping en Iguazú
     
    No teníamos más opción que aguantar allí hasta que el Parque reabriera sus puertas porque no nos iríamos sin visitar las Cataratas de Iguazú bajo ningún punto de vista. Por suerte conocimos a los demás acampantes del lugar y al instante hubo mucha buena onda entre todos y se creó un grupo genial. Esteban era un talentoso artesano de Corrientes y hacía más diez años que viajaba por Latinoamérica, yendo y viniendo, vendiendo sus preciosas artesanías (yo caí en la tentación y no pude evitar comprarle algo ), y viajaba con la preciosa Gèlia, una catalana que luego de recibirse de medicina, decidió salir a viajar y ya tenía en su haber varios kilómetros y diferente rincones del mundo recorridos.
     
    Además el camping, a pesar de sus dueños que podían volverse bastante pesados con sus reglas (llegaron hasta a echar a un pobre artesano que osó ponerse a tocar su guitarra una tarde) era un lugar hermoso y lleno de vida. Mirase por donde mirase uno podían encontrar grandes tesoros.
     


    Naturaleza en acción en el camping "La Modista"
     
    El jardín donde se armaban las carpas estaba invadido de enredaderas y enormes plantas de bellas flores. Mariposas de todos los colores revoloteaban cada mañana sobre nuestras cabezas mientras recolectábamos algunos frutos como pomelos o limones de los árboles para prepararnos un buen desayuno.
     


    Mariposas en el camping en iguazú
     
     
    Un sendero de piedras descendía unos metros hasta un rústico quincho, donde había unas grandes maderas a modo de mesadas (debíamos procurar no apoyar ollas calientes sobre el mantel de la señora y no quemárselo porque pasaba a revisarlo todas las noches), y una sencilla cocina a leña. A día de hoy cada vez que siento ese dulzón olor a leña quemada me transporto inmediatamente hacia Iguazú.
     
    El sendero continuaba descendiendo algunos metros hacia otro quincho perdido entre la maleza de donde colgaban unas hamacas y donde también habían algunas mesadas. Aquel lugar se convirtió en mi oficina de trabajo donde me sentaba todas las tardes a escribir en mi computadora.
     
     


    Mi oficina en la selva
    En definitiva, la naturaleza allí lo invadía todo. Altos árboles atacados de enredaderas, troncos caídos tapizados de aterciopelado musgo verde y hongos, enormes flores rojas colgando de sus tallos, zumbantes avispas haciéndose un festín con ellas… hasta cuando uno iba al baño podía sentirse un poco observado por los pequeños gekos que se acercaban a la luz del techo para alimentarse de algunos insectos.
     


    Un geko cenando en el baño del camping
     
    Luego de algunos días allí instalados, oímos la noticia que tanto esperábamos: El Parque estaba abierto sus puertas al público nuevamente. Lamentablemente un sector del recorrido había sido dañado por la creciente y no se podía acceder a la famosa Garganta del Diablo, diría yo que el principal espectáculo de Las Cataratas, y tardarían meses en repararlo, pero aun así, una mañana salimos temprano con todas las recomendaciones de nuestro “amigo” Richard.
     
    En media hora estuvimos con la moto en el ingreso al Parque Nacional Iguazú. Por suerte, el clima supo que ya había sido demasiado malvado con nosotros y ese día nos regaló una mañana con sol y ni una nube negra amenazadora en el cielo. Al ingresar al Parque me sentí como si estuviera entrando a un importante zoológico.
     


    Ingreso al Parque Nacional iguazú
     
    Grandes calles adoquinadas bordeadas de un prolijo jardín nos conducían hasta una estación de tren. Se puede ir caminando hasta el comienzo de las pasarelas que recorren las Cataratas, pero el servicio de tren es gratuito y más rápido. Y cómodo.
    El tren de pequeños vagones con asientos enfrentados avanzó por entre los rieles que se internaban en aquella inmensa selva. Verde y más verde por todos lados, con algunas aves revoloteando entre sus hojas y el delicioso aroma a tierra que llenó mis pulmones.
     


    Viaje en tren!
     
    Una vez que descendimos del tren, comenzamos el camino hacia el circuito superior, el primero que habíamos planeado recorrer. Junto con un gran (GRAN) grupo de personas, comenzamos a ascender las escaleras metálicas y a caminar lentamente por las pasarelas de metal. A medida que nos acercábamos hacia aquel espectáculo, el clima se volvía más húmedo, y los insectos más abundantes (IMPORTANTE: llevar repelente!) y de apoco, podíamos notar el impresionante rugir de agua.
     


    Sendero hacia las pasarelas
     
    Y entonces, en el primer balcón de la pasarela tuvimos nuestra primera vista de aquel sensacional paisaje. Enmarcado por una tupida vegetación, ante nosotros se abría un enorme claro en el cual estaban las impresionantes Cataratas de Iguazú. Aquella primera imagen emociona a todos, sin excepción. Debido a la crecida, la corriente era bastante poderosa, con la peculiaridad de que el agua se veía de un color marrón oscuro.
     


    Primera vista de Las Cataratas
     
    Más adelante, la vista se volvía más panorámica y entonces se podía aprecia toda aquella media luna de escalones por el cual el agua caía con tanta fuerza que erizaba los pelos. El constante ruido del agua golpeando poderosamente contra el fondo tapaba cualquier bulla producida por los exaltados visitantes.
     
    Intentamos recorrer más el circuito pero había un pequeño detalle que no habíamos tenido en cuenta: la gente. El Parque estaba repleto de turistas . Las pasarelas eran un manojo de personas que se atascaban en cada balcón y cientos de cámaras en alto tirando constantes fotos. Empujones, apretones, la situación se volvió bastante insoportable, por lo que un poco malhumorados decidimos volver al principio y recorrer algún lugar menos transitado. Estábamos algo decepcionados pues pensamos que aquello sería similar a nuestra visita al Glaciar Perito Moreno, donde la paz y tranquilidad era absoluta, pero aquello era un quilombo* (palabra típica argentina que hace referencia a lío, embrollo, caos, etc. )
     
     


    Las Cataratas desde el circuito superior
     
    Entonces nos dirigimos rápidamente hacia el circuito inferior, donde había visitantes, pero en menos cantidad y menos apretados. Las pasarelas se internaban en la selva, por encima de la vegetación y yo me iba asomando cada tres pasos porque quería fotografiarlo todo.
     


    Pasarelas del Parque
     
    Sobre el camino, la selva tupida se cerraba en lo alto con las copas de sus delgados árboles y varias lianas colgaban de ellos. Sobre la rama de uno de estos árboles tuvimos la increíble suerte de ver un elegante tucán arasari fajado. Con su pecho amarillo brillante y su faja colorada nos observó pacientemente pasar desde las alturas.
     


    Arasari Fajado
     
    Desde el circuito inferior, la vista es diferente, ya que se puede apreciar la verdadera altura de esta poderosa caída de agua. Las pasarelas bordean el rio Paraná y se puede ver la orilla opuesta, donde la vegetación es tan espesa que todo parece un sólo manojo de hojas verdes.
     


    Vista desde el circuito inferior
     
    En el camino más mariposas de tantos colores y formas se nos cruzaron que yo parecía una loca corriendo de lado a lado de la pasarela. Hasta pudimos ver un tucán grande con sus llamativos colores y su enorme pico resaltando en aquel verde paisaje.
     


    Tucán grande
     
    El sendero llegaba hasta sólo escasos metros de la poderosa caída de agua y entonces venía la parte más divertida del recorrido: mojarse de pies a cabeza La cortina de agua caía fuertemente golpeando contra la pasarela, salpicando fuertemente. Sólo bastaba con acercarse unos metros, para sentir el poder de las cataratas cayendo encima de uno. En pocos minutos todos estábamos mojados. La cámara inclusive, pero fue increíble y súper divertido, y la verdad que un refrescante baño no venía mal con el día tan caluroso y pesado
     


    Mojándonos un poquito en Las Cataratas
    Para ese entonces, ya era el mediodía, así que decidimos hacer una pausa para almorzar antes de seguir el recorrido. Dentro del Parque hay un sector con baños, una enorme confitería, un restaurante (donde te cortan la cabeza) y varias mesas y sillas para descansar. Y allí, a la espera de algo para el estómago están ellos. Sin lugar a duda, los personajes más famosos de todo el Parque: los pícaros coatíes. Confiados a más no poder, estos simpáticos animalitos de larga cola anillada se acercaban tanto a uno que si quería podía tocarlos sin problemas. Y estaban por todos lados!
     


    Los confianzudos coatíes
     
    Ya habíamos sido debidamente advertidos por un montón de personas acerca de estos pequeños ladrones. “Cuiden su comida” “No dejen nada a su alcance”. Siempre que había escuchado estos consejos, me habían parecido muy exagerados, con sólo ver a estos adorables animales uno no puede creer que sean tan bandidos.
     
    Pero lo son.
     
    Nos sentamos en un banco aun emocionados, viendo todos los coatíes a nuestro alrededor y dejamos nuestra preciada bolsa con nuestros humildes sandwichitos que nos habíamos preparado para el almuerzo. De repente, la bolsa se hundió literalmente en el banco Desconcertados Martin y yo nos miramos, mientras la bolsa volvía a hundirse por segunda vez y entonces descubrimos un coatí sinvergüenza debajo del banco, metiendo sus atrevidas garras por entre las rendijas y robándose nuestra comida!!
     


    Tiene una carita tan tierna, pero son tan atrevidos!
     
    Con un rápido manotazo tomé la bolsa pero fue bastante tarde, aquel malvado ladrón salió corriendo contento con un enorme sándwich entre sus fauces. Aún estábamos sorprendidos por el robo, cuando otro de estos atorrantes se asomó por el respaldo del banco, por encima de mi hombro y tomó con sus garras la bolsa!! Y mientras me lo quitaba de encima, otro más ya estaba a punto de saltar al banco, mientras tres más estaban a la espera alrededor de nuestros pies. Almorzar fue bastante complicado… así que si pretenden ir, no subestimen las advertencia. Estos animales son de terror!
     


    Urraca común, también acechando nuestro almuerzo
     
    Espantando a las patadas y manotazos a los coatíes, terminamos rápidamente nuestro almuerzo antes de que fuera robado y decidimos realizar un sendero dentro del Parque llamado Sendero Macaco.
     


    Sendero Macaco, totalmente recomendado
     
    El sendero era un débil camino de tierra marcado sobre el suelo y cubierto de vegetación selvática. Avanzamos sin parar (Honestamente no por la emoción, sino porque si parabas eras violentamente comido por mosquitos ) por entre la espesa vegetación, saltando algunos troncos o esquivando largas lianas que colgaban de las copas de los árboles.
     


    Comunidad de hongos en el hueco de un tronco muerto, en el Sendero Macaco
    Mariposas de tornasolados colores se cruzaban en el camino y hasta un tranquilo Lagarto Overo se dejó fotografiar sin problemas mientras tomaba sol sobre el pasto.
     


    Lagarto Overo tomando solcito
     
    El sendero recorre la parte alta y baja de una pequeña cascada y si bien es corto, es completamente recomendable por toda la fauna y la exquisita flora que se puede ver.
     


    Desde lo alto de la cascada
     
    Si uno prestaba especial atención hacia el cielo cerrado por la selva, era capaz de ver traviesos monos caí saltando con ágil gracia de árbol en árbol.
     


    Mono caí en la copa de los árboles
     
    Ya caída la tarde y a pocas horas del cierre del Parque, decidimos retomar el circuito superior que habíamos abandonado. La mayoría de los visitantes ya habían abandonado el lugar y el circuito era todo nuestro, para nosotros dos y eso fue increíble.
     


    La poderosa caída del agua
     
    Con tranquilidad pudimos recorrer el circuito hasta llegar a la enorme vista panorámica de aquel espectáculo tan increíble de la naturaleza. Nos detuvimos varios minutos, apoyados sobre la baranda contemplando y sintiendo la poderosa energía del agua. Nos preguntábamos que habrá sentido el primer hombre que descubrió las Cataratas, porque la cierto es que es un espectáculo imponente.
     
    Entre la bruma que se formaba por la humedad, un marcado arcoíris se formaba por encima de la espesa selva y se perdía en el cielo. Otra postal del viaje que quedará por siempre grabada en mi mente.
     


    Increíble paisaje...no?
     
    Mientras unos Jotes de Cabeza Negra secaban sus alas sobre los árboles, el sol comenzaba a ocultarse y a teñir todo de un brillante amarillo.
     


    Jote de Cabeza Negra
     
    La corriente del agua corría velozmente por entre grandes y oscuras piedras y caía provocando una espesa espuma que se mezclaba con la bruma. La verdad es que no queríamos irnos más de aquel lugar, que (sin miles de turistas agolpándose) es INCREIBLE.
     


    La felicidad!
     
    Regresamos al camping exaltados y tan satisfechos que las lluvias que cayeron esa noche no opacaron nuestro humor. Permanecimos sólo un par de días más en Iguazú a la espera del regreso del buen clima y una mañana soleada partimos con rumbo a nuestro país hermano Paraguay.
     


    Un nuevo pasajero
     
     


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  4. Ayelen
    El plan era el siguiente: Queríamos llegar a Paraguay porque su ciudad limítrofe, Ciudad del Este, es famosa por sus precios rebajados y era necesario un cambio de cubiertas para la moto. Atravesaríamos Paraguay y volveríamos a entrar a Argentina por la provincia de Formosa, para recorrer el Norte.
     
    Aquel día el calor era especialmente sofocante. Dentro del casco me sentía como un pollo al horno! Pero mientras avanzábamos velozmente por la ruta, el viento fresco nos daba un alivio. Sólo a pocos kilómetros de la ciudad de Iguazú, se encuentra la ciudad brasilera Foz de Iguazú. Para llegar a Paraguay, primero deberíamos pasar por allí. Cruzamos sin problemas las fronteras brasileras, pero cuando llegamos al límite con Paraguay todo fue un CAOS. :zsick: De repente estábamos atrapados en un amontonamiento de autos, bocinazos por todos lados, camiones que se nos tiraban encima y pequeñas motos que como moscas se metían por todos lados, cualquier recoveco era suficiente para ellos para pasar velozmente sin miramientos. Mientras hacíamos la fila para cruzar la frontera, todos los autos que pasaban a nuestro alrededor nos hacían señas para que pasáramos por un costado, esquivando aquella larga fila. Fue tal la confusión del momento y tan grande la insistencia de los conductores que finalmente nos hicimos paso por un costado y sin más ingresamos a Paraguay…. Terrible error cometimos.
     
     


    Hacia Paraguay
     
    En fin, avanzamos, esquivando enormes buses repletos de personas, tratando de no chocar a nadie porque la gente se cruzaba por cualquier lado, mientras las pequeñas motos que funcionaban como taxis, llevando pasajeros, nos pasaban a centímetros (de hecho, una nos chocó en la valija trasera… ). Y además de todo este quilombo, en cada esquina, éramos prácticamente acosados por 5, 6 sujetos que nos rodeaban y en cualquier idioma (francés, inglés, español o chino mandarín) nos ofrecían alojamiento, estacionamiento para la moto, tours y un sinfín de cosas… todo aquello era bastante estresante.
     
    Nos detuvimos unas horas en Ciudad del Este para hacer el cambio de cubiertas de las ruedas de la moto, probamos los típicos chipá, unas masas saladas, y para la tarde ya seguimos viaje.
     


    Los famosos chipá paraguayos
     
     
    Corríamos sobre la ruta, ya alejados de aquella caótica ciudad, y rodeados de campos y algunas que otras casitas, cuando de repente un policía al costado de la carretera nos hizo señas para que nos detengamos. Desde ya debo aclararles que los policías suelen ponerme MUY nerviosa, por lo general son personas que poseen un poder que no saben usar y la impunidad en ellos es total (sin ofender a nadie). Este policía, con todo su aire engreído comenzó a pedirnos todos y cada uno de nuestros papeles: carnet de conducir, seguro de la moto, documentos del vehículo, documentos personales de ambos… todo. Al ver que llevábamos todo en regla, el señor policía pareció un poco decepcionado. Ya estaba por dejarnos ir, cuando nos pidió el papel para transitar por el país. En la confusión de la entrada y no me pregunten POR QUÉ, pero nunca habíamos hecho el trámite correspondiente y no teníamos ningún papel encima.
     


    Ruta paraguaya
     
     
    Nos hicieron bajar de la moto y nos metieron en una pequeña casucha donde se encontraba el jefe que miro y remiró nuestros documentos. Sin decirnos ni una palabra y sin siquiera levantar la vista hacia nosotros anotaba no sé qué cosas en su libreta y mis nervios estaban a punto de hacerme estallar un ojo . Comenzaron a preguntarle a Martin cómo podían arreglar este asunto (…claramente hablaban de un soborno) porque estábamos ilegales dentro del país. La cosa se tornó bastante fea para mí, cuando dos policías se llevaron a Martin detrás de aquella casilla y cerraron la puerta tras él. Además, para hacer más turbia toda la situación, los policías que se quedaron conmigo se comunicaban en su idioma, guaraní entre ellos y yo no entendí nada. Después de quince minutos que para mí fueron eternos, Martin salió y rápidamente nos fuimos. Toda la plata que acabábamos de cambiar a guaraníes (la moneda paraguaya) ahora reposaba en el bolsillo del señor policía.
     
     
    Con una amargura que no podía contener y comenzaba a brotarme como lágrimas , recorrimos unos pocos kilómetros y nos detuvimos a acampar al lado de una estación de servicio, siendo ya de noche. Empezamos a preocuparnos porque realmente estábamos en falta y sin ese papel podían pararnos en cualquier momento y podríamos meternos en un problema más grave, habíamos escuchado que hasta podían sacarnos la moto! Decidimos entonces regresar sobre nuestros pasos y hacer el trámite en Ciudad del Este. Para ello deberíamos levantarnos antes del amanecer para evitar ser detenidos otra vez por algún policía.
     


     
    A la cinco de la mañana y antes de que saliera el sol, desarmamos campamento y salimos viendo el amanecer. Semidormidos, retrocedimos por la ruta completamente desolada. Cruzamos nuevamente por esa casilla donde el día anterior nos habían detenido y se encontraba completamente cerrada, para nuestro alivio. Ya estábamos por cantar victoria, porque nos faltaban pocos kilómetros para llegar a Ciudad del Este, cuando en el horizonte, vimos un auto de la policía carretera al costado de la ruta y un robusto policía uniformado con un traje mostaza nos hacía señas para detenernos. El nudo q sentí en el estómago en cuestión de segundos subió a mi garganta y ya nos imaginaba presos en alguna comisaría de Paraguay, telefoneando a mi mamá para que viniera a rescatarnos. Pero entonces, cuando ya habíamos aminorado la marcha y nos estábamos orillando al costado de la ruta, el policía vio nuestra patente argentina y sin mucha importancia hizo un pequeño ademán con su mano para que continuáramos nuestro camino. El alivio que sentimos en ese momento fue enorme! Nos reímos durante largo rato hasta q llegamos a Ciudad del Este, hicimos la fila como correspondía, el trámite necesario y ahora sí, legales y con todo en orden, nuevamente tomamos la ruta hacia el Oeste… por segunda vez.
     
    Fue tan amarga esa experiencia policíaca que realmente ya no nos apetecía mucho seguir en Paraguay, por lo que durante todo el día no hicimos más que avanzar sobre la ruta. Pasamos por la capital de Paraguay, Asunción, una gigantesca ciudad donde el caos se duplicó, y continuamos nuestro viaje hasta que el sol se ocultó. Llegamos a la frontera con Argentina de noche y en pocos minutos ya estábamos nuevamente en nuestro territorio, en la provincia de Formosa.
     
    Hicimos noche, acampando en la ciudad fronteriza de Clorinda, ya dentro de Argentina y al día siguiente seguimos viaje hacia la ciudad capital de la provincia que lleva el mismo nombre. Ya nos estamos acostumbrando a las sorpresas que nos viene dando este viaje, y la ciudad de Formosa fue una de ellas.
     


    La ciudad de Formosa
     
    Formosa es una prolija y cuidada ciudad, de grandes avenidas y mucho verde. Las plazas y los parques le brindan una belleza única a las ciudades. Situada sobre el Rio Paraguay, la costanera de Formosa era un precioso paseo para hacer por las tardes. Con una fuente de colores y música ambiental, las vistas sobre aquella costanera eran únicas.
     


    Costanera de la ciudad de Formosa
     
    La primera noche la pasamos en un hotel. Una ducha caliente y un bendito colchón era lo que necesitábamos para recobrar fuerzas. Ni hablar del desayuno que tuvimos la mañana siguiente. Tomé todo lo que pude de ese preciado desayuno y lo guardé como mi tesoro.
     


    Mi tesoro!!
     
    Los siguientes días volvimos a nuestra carpita, y nos instalamos en un gran parque ubicado a las afueras de la ciudad.
     
    Aprovechamos nuestra visita a Formosa para descansar un poco y hacerle algunos cariños a la moto. Llegamos así al taller de Carlos, un tipo capo (otra expresión argentina, que significa genio) que nos atendió… bah, atendió a la moto de maravillas.
    Además de mecánico, Carlos fue nuestro guía turístico y junto a él recorrimos sobre la moto toda la costanera de la ciudad. Debido a las crecidas de los ríos debido a la última tempestad, el agua había sobrepasado bastante las costas de la ciudad, por lo que el paisaje era bastante impactante.
     


     
    Sobre las orillas, entre altos pastos podían verse garzas y garcitas alimentándose de algunos insectos o pequeños peces, con sus patas sumergidas en el agua.
     


     
    Nuestro último día en la ciudad de Formosa, lo dedicamos a recorrer una localidad muy recomendada por Carlos, La Herradura. Nuevamente las inundaciones no nos permitieron disfrutar por completo del lugar, pero sin lugar a dudas se trata de un sitio con mucha naturaleza floreciendo en cada rincón y mucha tranquilidad.
     


    La Herradura, Formosa
     
    Sobre la costa de aquel pueblo, podía verse como las crecidas habían inundado parte del parque aledaño, y se podían ver bancos de plazas completamente bajo el agua.
     


     
    Aun así, las grandes plantas acuáticas flotando sobre el agua y el radiante día nos brindaron un paisaje maravilloso para disfrutar aquella tarde.
     


     
    Luego de aquella veloz visita a La Herradura, continuamos nuestra ruta, atravesando la provincia de Formosa. Nuestra última parada antes de dejar la provincia fue en un pequeñísimo poblado, perdido en el mapa, en el que acampamos como siempre solemos hacer, al costado de una estación de servicio. Aquel pueblito al costado de la ruta, con sus callecitas de tierras y sus sencillas casitas realmente tenía un aspecto algo aterrador, pero no era NADA comparado con los insectos que en él habitaban.
    Cuando descubrí una enorme chinche de agua, camino al baño, y vi sus grandes pinzas y su tamaño (como la palma de mi mano) me metí en la carpa, cerré todo perfectamente y no quise salir hasta el amanecer.
     
     


    Linda chinche de agua
     
    A la mañana siguiente continuamos nuestro camino. Pocos kilómetros delante nuestro se encontraba el paso hacia nuestra siguiente provincia, Salta, con la que iniciaríamos nuestra travesía por el Norte Argentino.
     


     
     
     


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  5. Ayelen
    Ya iniciaba el mes de julio para cuando nosotros comenzábamos a recorrer la última provincia de Argentina. Era el quinto mes de viaje marcado en mi calendario y estábamos por cumplir con nuestra segunda meta: Recorrer desde Ushuaia (el extremo sur del país, lo que fue nuestra primera meta) a La Quiaca (extremo norte).
     
    Para esa altura sentía unas ansias muy particulares porque ya tenía ganas de salir del país, dejar atrás mi territorio y ver qué pasaba del otro lado
     
    Sinceramente no recuerdo quién fue el que nos aconsejó conocer el Parque Provincial Potreros de Yala, pero aquella fue nuestra primera parada en Jujuy, en aquel parque que conserva gran parte de la biosfera de Yungas, o selva de montaña, del norte argentino.
     


    Camino a Parque Potreros de Yala
     
    Nos llevó un largo tiempo llegar porque tomamos un camino de montaña que en un punto se encontraba cerrado debido a un derrumbe, por lo que no nos quedó otra que volver sobre nuestros pasos y hacer una graaan vuelta para finalmente llegar al parque.
     


     
    Potreros de Yala se encuentra a una altura promedio de 2300 metros sobre el nivel del mar, o sea, muy alto sobre los cerros. Y eso quedó claramente demostrado en el largo trayecto que tuvimos que hacer de continuo ascenso por un camino de tierra que tenía las curvas más cerradas que tuvimos que cruzar.
     
    Esquivando piedras sueltas y tragando algo de tierra fuimos subiendo con cautela (aunque yo nuevamente tenía muchos nervios por temor a una caída ) hasta que finalmente nos metimos en lo profundo del parque y llegamos al sitio de acampe.
     


    Zona de acampe en Potreros de Yala
     
    A esa altura y con el sol ocultándose, ya comenzaba a sentir el frio y a prever una noche complicada. Sólo a pocos metros de nuestra carpa, el terreno bajaba hasta abrirse en una enorme laguna, una de las cuatro que se hallan dentro del parque. Las montañas a lo lejos terminaban de enmarcar el impresionante paisaje que teníamos delante de nosotros. Y era todo nuestro, porque no había nadie en aquel lugar.
     


     
    Como lo había sospechado, la noche fue complicadita. El frío nos obligó a recoger unos leños y armar una fogata para darnos un poco de calor. Cerca del fuego estaba de maravillas, pero me alejaba unos pasos y me congelaba Pensé seriamente en llevarme un leño prendido a la carpa, pero podría ser medio suicida así que simplemente nos bancamos el frío como pudimos. Metidos en las bolsas de dormir como orugas en sus capullos y lo más cerca el uno del otro para darnos calor, pasamos la noche.
     
    A la mañana siguiente desde temprano ya había claridad, pero el sol, oculto tras los altos cerros, aún no se podía ver y hacía un frío terrible, que conllevó a que me levantara de mal humor… como casi todas las mañanas. Por suerte Martin ya me conocía después de cinco meses viajando juntos y prendió la fogata antes de que me despertara, por lo que no me despegué de ella hasta que el solcito salió.
     


    Fríiiooo..
     
    Después de un rápido desayuno, bajamos y rodeamos la enorme laguna hasta llegar a la orilla opuesta, donde unos caballos salvajes pastaban tranquilamente. Y luego realizamos una pequeña caminata por un sendero marcado entre desnudos árboles.
     


     
    A cada paso podíamos ver decenas de pequeñas aves que se escabullían por entre los grandes pastos. Y es que este Parque es una gran reserva de aves autóctonas, por lo que pude fotografiar distintas especies de cerqueros, una ratona muy gritona y muchas aves cerca de los estanques de agua, como el tero real.
     


     
    El sendero que tomamos nos llevó a otra enorme laguna, en cuyas orillas un grupo de vacas se paseaban tranquilamente. Se incomodaron un poco con nuestra presencia y no les gustó mucho que me acercara a un ternerito que no se alejaba de su mamá.
     


     
    Sobre la orilla opuesta se alzaba una pequeña casilla que según tengo entendido es el centro de información para turistas, pero se encontraba cerrado. Increíble lugar para vivir!
     


     
    Volvimos por el sendero hasta nuestro hogar de plástico a desarmar las cosas y continuar viaje. No había ni rastros del frio de aquella mañana y el sol ya empezaba a levantar la temperatura considerablemente. Bajar del parque fue más difícil que subir. El peso de la moto, el camino malo más la gravedad no fueron buena combinación y mientras descendíamos terminamos nuevamente en el piso ya para ese momento había perdido la cuenta de las caídas. Terminé bajando a pie el camino hasta tomar nuevamente la carretera.
     
    Así que, el Parque había estado muy bonito y todo, pero yo me sentía ya algo decepcionada. Las imágenes que yo tenía en la mente de la provincia de Jujuy eran de cerros de colores, calor, y coyas…… donde estaba todo eso??
     
    Fue por eso, que, cuando después de unas horas avanzando por la Ruta 9, cuando el paisaje comenzó a volverse más árido y empezamos a ver cerros teñidos de rojos y anaranjados casi me tiro de exaltación de la moto. Cámara en mano fui fotografiando todo el camino que en sólo unos kilómetros se volvió exactamente como imaginaba Jujuy.
     


     
    Cada imagen que captaba con mi cámara (y que también guardaba en mis recuerdos) parecía un cuadro. El celeste profundo del cielo y los colores de los cerros que iban desde el bordo, rojos, anaranjados y verdes que se mezclaba. Les puedo asegurar que es un paisaje precioso y que no tienen ningún desperdicio.
     


     
    Llegamos entonces con un sol radiante al primer pueblito turístico que se encuentra sobre la ruta: Purmamarca.
     
    Purmamarca tiene la típica arquitectura de todos los pueblitos que visitaríamos a lo largo de Jujuy. Callecitas de tierras o adoquinadas con casitas de adobe pintadas de pasteles colores. Una plaza central con los edificios principales a su alrededor (una iglesia, la municipalidad y una comisaría).
     


    Las calles de Purmamarca
     
    Llegamos casualmente para una feria de tejidos, y decir que la plaza estaba repleta, es poco Decenas de turistas se movían por entre las callecitas como hormigas enloquecidas, comprando y comprando lo que la gente local les vendía en pequeñas ferias alrededor de toda la plaza.
     


    Tejedoras
     
    Con tanto movimiento turístico crecen los precios hasta las nubes, por lo que cuando averiguamos por un hospedaje casi morimos de un infarto Todo muy lindo con Purmamarca pero entre la cantidad de turistas y los elevados precios, se nos fueron por completo las ganas de permanecer ahí. Así que dimos algunas vueltas y antes de que caiga el sol, volvimos a la moto, para llegar al siguiente pueblo.
     
    Sólo 20 kilómetros nos separaban de Tilcara. También turístico pero muchísimo más tranquilo y más económico por lo que estábamos mucho más contentos.
     


    Camino a Tilcara
     
    No fue difícil encontrar un lugar para quedarnos (el pueblito es pequeño), así que ya para la nochecita teníamos la carpa armada en un camping: un extenso terreno sólo a pocas cuadras de la plaza principal.
     
    Voy a sincerarme con ustedes, cuando llegamos al norte yo estaba aliviada… “ al fin dejamos atrás el frio!” pensaba feliz…….. Terrible error. No sé de dónde saqué que en el Norte Argentino hacía calorrrr! :confus:
     
    De día el clima era ideal, solcito, cielo abierto celeste, pajaritos cantando… pero ni bien el sol se ocultaba la temperatura descendía drásticamente. La primera noche nos sorprendió un terrible frío. Para colmo para esa época una ola polar estaba atravesando todo el país. No puedo explicarles cuánto sufrimos por las noches… realmente creo que fue peor que en el sur.
     
    Era tal el frio que conciliar el sueño era tarea difícil. El cuerpo se me congelaba y me despertaba cada hora y media casi tiritando y no importaba cuánto me pegara a Martin para robarle su preciado calor! La temperatura había descendido tanto por la noche que a la mañana siguiente la botellita de agua que llevamos siempre con nosotros estaba CONGELADA. No miento.
     
    Al día siguiente fui muy feliz cuando el sol salió y empezó a hacer calor (cosa que no sucede muy a menudo XD ). Aprovechamos el día para recorrer los alrededores del pueblo. El paisaje que nos ofrecía ese humilde pueblito, con sus enormes montañas de fondo de hermosos colores violetas y morados era espectacular.
     


     
    Cuando empezó a caer la tarde nos queríamos morir! No queríamos saber NADA con pasar una noche congelados otra vez en la carpa. Así que nos juntamos con unos chicos que también estaban acampando (y sufriendo las bajas temperaturas al igual que nosotros) y decidimos que lo mejor era directamente no dormir y levantar la temperatura corporal con alcohol (una excelente idea ).
     
    Así que sin mucho meditarlo nos fuimos a la plaza a buscar algún lugar abierto. Tilcara tiene mucha vida nocturna. A pesar del frio, gente abrigada salía a las calles y los bares se encontraban llenísimos. La música folclórica proveniente de las peñas inundaba el pueblo de sonidos.
     
    Llegamos a uno de los mejores lugares que he visitado en todo el viaje: La Peña de Chuspita. El pequeño barcito estaba llenísimo. Ya no había mesas vacías, por lo que debimos acomodarnos en un rincón, donde podíamos, mientras en el escenario unos grandes hacían el show. Un joven con la viola que era un genio, un pibe (joven) de no más de 14 años tocando el bombo y Chuspita, un hombre de rasgos norteños bien marcados, tez oscura y marcada al sol, poncho y gorro de lana.
     
    Chuspita, con charango en mano, interpretaba unos temas folclóricos que obligaban hasta al más tímido a mover el pie al ritmo del bombo. La gente estaba exaltada: gritos de júbilo, aplausos y brindis por todos lados llenaban el pequeño lugar de una calidez que era justo la que se necesitaba esa fría noche.
     


    La Peña de Chuspita
     
    Una moza corpulenta pasaba por entre el pequeño espacio de las mesas llevando bandejas de cervezas y jarras de vino, hasta que la llamaron a participar arriba del escenario. Los cuatro artistas interpretaron un “tinku”, una música folclórica típica del norte en cuyo baile se representa la lucha que se llevaba a cabo por una mujer, en la época de los pueblos originarios. La moza tomó un sicus (un instrumento musical de viento) y tocó de tal manera que quedé fascinadísima.
     
    El ritmo contagioso de esta música movida y la buena onda del lugar, mezclado con los sonidos exquisitos de los instrumentos autóctonos convirtió esa noche en una de las mejores. Obviamente no queríamos saber nada con volver a nuestras gélidas carpas, así que nos quedamos encerrados en el bar todo lo que pudimos.
     
    Y cuando digo todo lo que pudimos me refiero a que nos quedamos aun cuando ya habían cerrado y la moza ya se había ido a su casa. El famoso Chuspita oyó nuestra triste historia del frío que estábamos sufriendo y nos invitó a quedarnos cuanto quisiéramos allí. Así que las horas pasaron en aquel bar, que de a poco se fue vaciando, hasta que sólo quedamos nosotros, tomando cervezas, brindando por las historias de viaje de cada uno de los que estábamos presentes y evitando el frío.
     
    Cuando ya sentimos que habíamos abusado demasiado de la hospitalidad de Chuspita, regresamos al camping siendo las 4, 5 de la mañana, con una temperatura que confirmamos rozaba los diez grados bajo cero (no exagero) y con algo de alcohol en nuestras venas que teníamos esperanzas, nos ayudara a conciliar mejor el sueño.
     
    Cuando llegamos a la carpa no podía creer lo que veía. Sobre el techo se había formado una gruesa capa de hielo! Era como meterse a dormir en un Iglú! Llene una botella de plástico con agua hirviendo que metí dentro de la bolsa de dormir y que me sirvió para calentar un poco mis pies y traté de dormir. Sólo lo conseguí cuando salió el sol y la carpa al fin levanto un poco la temperatura. Nunca había disfrutado tanto del calorcito
     
    Sólo 45 kilómetros nos separaban de nuestro próximo destino, por lo que sin mucho apuro, una mañana tomamos la Ruta 9 para llegar hasta Humahuaca, rogando que la malvada ola polar no nos siguiera también hasta allí.
     


     
     
     
     
     
    No es el video que yo grabé, pero es una muestra de los buenos shows de Chuspita:
     


     
     
     


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  6. Ayelen
    Nuestra estadía en Humahuaca fue todo lo que me esperaba del Norte argentino. Un pueblito tranquilo, con gente sencilla y serena, fondo de sierras, algo de calor y muchos colores. Llegamos un mediodía, saliendo de Tilcara por la Ruta N°9.
     


     
    Las callecitas de piedra de Humahuaca casi no tienen vereda y son tan angostas que si pasa un auto, uno se tiene que pegar a la pared para darle paso. Los almacenes de barrio, las bajas casitas de adobe, el sonido de la música folklórica sonando de fondo y las ferias de artesanías le daban ese aire tan especial al pueblo.
     


     
    En el centro de Humahuaca hay una placita principal alrededor de la cual y, como ya es tradición, se encuentran el edificio municipal y una iglesia. Justo enfrente de la plaza se levanta una colina, la colina de Santa Bárbara, sobre la cual se encuentra el Monumento a los Héroes de la Independencia, una enorme escultura de bronce que representa el Ejército argentino del norte, en la lucha por la independencia.
     


     
    A sus pies se abre una ancha escalera de finos peldaños que termina en una explanada, donde las artesanías de los lugareños llenan todo de color. Varios puestos ofrecen tejidos hechos a mano que representan alguna situación cotidiana de esa zona: la mujer y el hombre trabajando en el campo, sus viviendas y animales.
     


    Artesanías de Humahuaca
     
     


    Tejedora
     
     
    Vasijas producidas y pintadas a mano, sombreros, carteras y hasta instrumentos musicales autóctonos como el charango y el pezuñero se exhibían y vendían a los turistas.
     


     
    Subiendo estas escalinatas y llegando a la cima de la colina, teníamos una vista panorámica de todo el pueblo, y la gran pared de piedra que se eleva a lo lejos: La Quebrada de Humahuaca.
     


     
    Los primeros días nos quedamos en un camping. Las noches fueron muy, muy frías y a pesar de que la amable mujer que atendía el lugar nos prestó frazadas para taparnos, fue difícil conciliar el sueño. Por eso ya para la tercer noche decidimos pagar una pequeña habitación. Cuatro paredes de concreto protegían mejor del frío que cualquier manta.
     
    Una tarde, Martín me comentó sus ganas de conocer Iruya. Yo no voy a mentirles: no tenía ni idea de que aquel lugar existiera. A pesar de mi ignorancia, Iruya es uno de los principales atractivos turísticos que posee el norte argentino y pronto descubriría por qué.
     
    Nos habían informado que el camino para llegar a este pueblito que sólo queda a 70 km de Humahuaca estaba en muy mal estado y después de mucho meditarlo, decidimos que lo mejor era dejar nuestras cosas en el camping, cargarnos las mochilas y llegar en colectivo. Así que una tarde compramos el boleto en la pequeña terminal de Humahuaca y a la mañana siguiente, MUY temprano y con bastante frío partimos hacia Iruya.
     
    Mientras esperábamos el bus en la terminal junto con varias personas (en su mayoría todos jóvenes viajeros) nos tomamos un chocolate caliente, porque el sol recién empezaba a salir y mis manitos estaban congeladas.
     
    Siendo sólo 70 km y acostumbrada al ritmo de la moto, pensé que en menos de una hora arribaríamos a aquel famoso lugar. JAMAS imaginé que el viaje nos llevaría más de tres horas.
     
    El colectivo tomó la Ruta n°9, asfaltada y avanzó unos 30 kilómetros hasta llegar a una bifurcación, donde tomó la Ruta N° 13, hacia la derecha, internándose de lleno en la puna norteña a través de un ancho camino de tierra.
     


     
    Fuimos saltando en nuestros asientos y zamarreándonos de un lado hacia otro, mientras la ruta asfaltada quedaba atrás y con ella todo rastro de civilización por poco. El camino era infinito. Cada vez que el micro ascendía por una colina, uno podía ver la marca de tierra que seguía y seguía entre colinas y montes.
     


     
    Avanzamos durante largo tiempo atravesando aquella inmensidad y yo estaba deslumbrada. Iba tratando de sacar fotos decentes (que no salieron movidas o el reflejo de la ventanilla) a aquel increíble paisaje. Las colinas y las sierras cubiertas de colores verdes y amarillos apagados y de repente, cada tanto… una humilde casita de adobe que aparecía perdida entre las colinas y el mismo sentimiento que días antes había sentido al ver esas viviendas en el medio de la nada en Salta… ¿cómo c*** vive esta gente acá??!
     


     
    Martin fue el que menos sufrió el viaje, porque apenas habíamos salido de Humahuaca cuando se acomodó en su asiento y se durmió. Yo admito que me entretuve bastante con el paisaje, pero después de unas tres horas arriba de ese micro, ya había comenzado a fastidiarme.
     
    Me sentí aliviada cuando divisé a lo lejos un pequeñísimo conjunto de casitas entre unas grandes colinas y escuché a algunos pasajeros señalar aquello como Iruya. Por fin habíamos llegado.
     
    A medida que el micro se acercaba, todos íbamos con las narices pegadas al vidrio compartiendo en silencio el asombro que nos provocaba ver aquel pequeño pueblito, casi como colgando de la montaña perdido en la inmensa puna.
     


     
    Bajamos del bus cuando se detuvo, justo en la entrada al pueblo, sobre una ancha calle que ascendía en una curva pegada a la enorme pared de montaña. Hacia el otro costado, la huella del paso de un rio que en esa época estaba completamente seco. Sobre este rio, colgaba un enorme puente de hierro que conectaba dos partes del pueblo.
     


     
    Lo primero que divisé, aun antes de bajarme del bus, fue un grupo de simpáticos burros debajo del puente. Imaginen mi emoción cuando al bajar, los burros se acercaron amigablemente en busca de algunas caricias y mimos. Sólo por eso, Iruya ya me había conquistado.
     


     
    Además de burros, había cóndores, y muchos. Una pareja sobrevolaba la sierra más próxima y mas lejos creí divisar un par más, alto en el cielo. Me llené de felicidad.
     
    Sin cruzar el puente, del lado donde nos había dejado el micro, comenzamos el ascenso por esa ancha calle de piedra. Iruya está a 2800 metros sobre el nivel del mar por lo tanto la fatiga se sentía bastante, sobre todo en una subida. Envidiaba a las pueblerina ancianas que iban cargando sus canastos de alimentos y subían como si nada!
     
    El camino terminaba en una plazoleta donde se erigía la iglesia de Iruya y desde donde nacían las callecitas que cruzaban todo el pueblo. Comenzamos a recorrer el lugar y realmente era como estar en otro mundo. Los pueblerinos con sus vestimentas y tradiciones, y la arquitectura de las sencillas casitas de piedra, adobe y paja conservaban algo de la cultura de los pueblos ancestrales con una mezcla de cultura hispana.
     


     
    Ascendimos por un estrecho sendero, por detrás del pueblo, hasta llegar a un mirador desde donde la vista panorámica era fantástica. Desde allí, aunque un poco agitada por el ascenso, pude disfrutar de la vista de todo el pueblo y los inmensos cerros que lo rodean. Montes de colores anaranjados, verdes y violáceos cercaban Iruya.
     


     
    Buscábamos algo para almorzar cuando nos topamos con una importante peregrinación. Varios lugareños caminaban lentamente, llevando delante una imagen de una virgen. Se dirigían caminando hasta la cima de una alta colina, como suelen hacer en cada día festivo de cada santo.
     


     
    Almorzamos unos exquisitos empanados fritos de queso de cabra que fueron una locura y luego continuamos nuestro recorrido. Por las callecitas nos cruzábamos con mujeres de pelo oscuro, con sus típicas y prolijas trenzas, y largas polleras que andaban con paso lento y sin ningún apuro llevando a cuestas grandes bolsos, y hombres arriando algunas ovejas por el camino.
     


     
    Nos alejamos por unas calles angostas hasta donde casi terminaba el pueblo y se continuaba el inmenso paisaje norteño con cerros de los colores más hermosos que puedo recordar. Un perro se nos sumó al paseo y nos acompañó incondicionalmente mientras caminábamos por aquellas empinadas calles rodeadas de sierras.
     


     


     
    Cuando estábamos por regresar puede divisar un grandioso Cóndor. Con sus alas abiertas de par en par y planeando como un rey, esa inconfundible imagen de tan majestuoso animal, sobrevoló el cielo por encimas de nuestras cabezas. Lo seguimos mientas se perdía entre las torres de piedras de las sierras bombardeándolo a fotos.
     


     
    Cruzamos por el puente hacia la otra parte del pueblo donde podíamos tener una vista increíble de los cerros y la iglesia que sobresaltaba. Era la típica foto de postal.
     


     
    Habíamos decidido quedarnos una noche, así que buscamos algún alojamiento y nos sorprendimos de los precios baratos del lugar, a pesar de ser un atractivo tan turístico.
     


     
    A medida que caía la tarde y el sol comenzaba a ocultarse, todo el pueblo comenzaba a brillar. Todas las luces de las calles y de las casas se encendieron y de repente fue lo único que se iluminó en esa inmensidad oscura que cayó sobre nosotros.
     
    Pasamos la noche en la habitación de un hostal, y a la mañana siguiente tomamos nuestras cosas, cruzamos el puente y nos dirigimos a la plaza a esperar el micro que nos llevaría de regreso a Humahuaca.
     
    Si el viaje de ida había sido largo, el de vuelta fue PEOR. Ya conociendo el camino, no estaba tan emocionada sacando fotos y el micro tardo taaaaanto en llegar que creo que el asiento y yo nos volvimos uno. Pero finalmente llegamos para el mediodía a Humahuaca, donde nos esperaba una gran sorpresa: La celebración del día de La Pachamama.
     
     
     


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  7. Ayelen
    Pasamos varios días en el pueblo de Humahuaca, en Jujuy, por lo que inevitablemente le tomé un cariño muy especial a este rincón norteño Como Martín debía trabajar utilizando una conexión a internet, nos mudamos del camping a un hostel ubicado a una cuadra de la plaza central. El Hostel Humahuaca tenía unas geniales camas, una cocina y un gran patio interno.
     


     
    A los pocos días de nuestra llegada, aquel lugar se convirtió en el punto de encuentro de viajeros que iban y los que volvían. En nuestra larga estadía allí, conocimos personas de todas las nacionalidades: brasileros, suizos, españoles y argentinos, obviamente, que viajaban hacia el norte o iban hacia el sur. La cocina se trasformó en el sitio de reunión donde uno escuchaba las anécdotas más disparatadas de todos los rincones del mundo. Muchos viajeros que ya regresaban de su paso por las ruinas de Machu Picchu en Perú, o aquellos que habían recorrido Bolivia nos llenaron de consejos para cuando llegáramos a estos destinos y a mí me llenaron de una ansiedad terrible por cruzar la frontera
     
    Recuerdo una noche en particular, donde todos quienes nos hospedábamos en el hostel hicimos una cena comunitaria y con todo el espíritu festivo que reinaba en nosotros, nos fuimos a una de las peñas de Humahuaca, donde una pareja de músicos interpretaba temas folclóricos con guitarra y bombo. Entre cervezas y brindis y dos suizos intentando bailar una chacarera, pasamos la noche más loca y divertido que puedo recordar (aún con baches borrosos ) de Humahuaca.
     


     
    Sin embargo si hay algo que me quedará grabado en mi mente por siempre, fue el festejo del Día de La Pachamama.
     
    Cada primero de Agosto, se realiza en toda la región norteña este singular rito, como agradecimiento a La Pachamama, la Madre Tierra, entregándole ofrendas como comidas y bebidas alcohólicas y pidiendo por las futuras cosechas.
     
    Los festejos habían iniciado la noche anterior, donde los vecinos de Humahuaca repartieron entre todas las casas y los negocios, incienso de aromáticas vegetales que se recogen directamente de las zonas aledañas. También se comienza a festejar con mucho, MUCHO alcohol.
     


     
    A la mañana siguiente todas las calles de Humahuaca estaban inundadas de ese aroma dulzón porque en todos lados el incienso era prendido para sahumar las casas, espantar los malos espíritus y atraer la buena suerte.
     
    Nos acercamos a la plaza principal cerca del mediodía, que estaba llena de gente y música, porque había una orquesta tocando sin cesar desde temprano.
     


    Los músicos en la plaza principal
     
    Habían quitado algunas baldosas y directamente en la tierra subyacente, habían cavado un pozo de algunos centímetros de profundidad. Todo alrededor estaba cubierto de papel picado de todos los colores y varias serpentinas, que representaban la festividad y las cosas buenas. Había muchos elementos y simbología que amablemente me fueron explicando cuando pregunté por ellas, curiosa.
     


     
    Los billetes de plata representaban el pedido de la buena economía para las familias, y como parte de las ofrendas dadas a La Pacha, se encienden cigarrillos que se clavan en la tierra y se esparcen hojas de coca y tiras de lana de colores.
     


     
    También había bebidas alcohólicas y comidas típicas preparadas en vasijas. En el borde del pozo se clavan cuchillos que evitan que los malos espíritus enterrados salgan.
     


     
     
    Una larga fila se había formado alrededor del agujero, y una mujer iba organizando todo el ritual. De a par, los pueblerinos (y algún que otro turista desubicado que lo único que quería era una estúpida foto… lo que me pareció una falta de respeto horrible) iban acercándose al pozo, se arrodillaban ante él y luego de persignarse comenzaban con el ofrecimiento de los regalos a La Pachamama.
     
    Mientras rezaban y pedían, iban echando al pozo un puñadito de papelitos de colores, un chorro de alguna bebida alcohólica como vino, agua bendita, y luego, juntaban un poquito de tierra y la esparcían dentro del pozo. Una vez que finalizaban con el pedido, sus cabezas eran cubiertas con papel picado.
     


     
    Desde temprano habían comenzado y de a poco, todas las personas de Humahuaca se fueron acercando a la plaza para realizar su agradecimiento a la Madre Tierra. Por detrás de las personas, mi cabeza curiosa asomaba cada tanto porque me llamaba la atención tantos colores alegres y tantos regalos a esta deidad que adoran los pueblerinos del Norte. Era especialmente llamativo ver cómo se habían mezclado estas tradiciones indígenas con simbolismos cristianos, como la persignación, el agua bendita o el rezo de un “Padre nuestro”.
     
    Ya caída la tarde, y cuando todos quienes quisieran participar se hubieran acercado, el pozo estaba prácticamente tapado. Para finalizar, la pareja que organizaba el ritual se arrodilló frente al agujero y luego de hacer sus pedidos, terminó por ofrendar los últimos elementos que se encontraban y vaciaron las vasijas de comidas.
     


     
    Taparon el pozo con la tierra que sobraba y luego, prolijamente fueron apilando en espiral todas las botellas de bebidas alcohólicas que habían utilizado y cubrieron todo con decenas de serpentinas de colores. Estoy segura que La Pacha había quedado completamente satisfecha con todas las ofrendas.
     


     
    Pasaron los días, los viajeros que se habían juntado en el hostel siguieron su camino y el lugar quedó casi vacío y en paz. Cada tanto algunos que otros llegaban y en su estadía en Humahuaca los veíamos hacer una excursión a un lugar al que llamaban Cerro de los 14 colores. Volvían tan deslumbrados con aquel lugar que en poco tiempo despertó en nosotros una gran curiosidad.
     
    Pocos días antes de dejar Humahuaca entonces, decidimos ver qué era eso tan maravilloso con tantos colores y nos dirigimos hacia aquel lugar siguiendo las indicaciones del encargado del hostel.
     
    Debimos salir del pueblo, por un camino secundario de tierra, que en un principio estaba en buen estado, lo que nos llenó de alivio (que pronto se esfumaría). Debíamos recorrer sólo 25 km. hasta la Serranías del Hornacal, el nombre real de este cerro de tantos colores.
     
    La carretera se interna de lleno en tierras de nadie. Fuimos atravesando campos desolados y agrestes, hasta que empezamos a ascender por entre los cerros. Humahuaca ya casi ni se veía mientras subíamos por aquel camino de curvas y curvas. Cuando superamos los 4000 metros sobre el nivel del mar, la cosa se puso bastante fresca y hubo que para a subirse la campera hasta el cuello y ponerse unos abrigados guantes.
     


     
    La vista desde aquella altura era realmente impresionante, con esas enormes cierras naciendo en todas direcciones, pero el camino comenzó a tornarse muy malo. Y no había nadie a kilómetros a la redonda. La moto fue traqueteando y esquivando baches, pero lo peor de todo eran los trechos con serrucho. Yo iba rebotando sobre la moto y fue tanto el golpeteo de mi cabeza contra el casco que terminó provocándome una jaqueca horrible.
     
    Pero a pesar de aquel camino, al cabo de una hora, hora y media, finalmente llegamos a la cima de una colina donde se abría una explanada y nos detuvimos. El paisaje que teníamos adelante, el famoso Cerro de los 14 colores fue una de las cosas más HERMOSAS que vi en mi vida e intentaré de la mejor manera posible, describirla como se merece.
     


     
    La planicie donde dejamos la moto terminaba en una cuesta que descendía algunos metros y luego se continuaba unos tres kilómetros hacia otro barranco. Algunos metros más adelante nacía este gigantesco cordón montañoso teñido de un intenso color violáceo que resaltaba completamente entre las bajas colinas marrones de la puna.
     


     
    En todo su largo, el Hornacal mostraba una geometría zigzagueante con betas de colores claros y oscuros que se intercalan como una explosión de color. En aquel lugar reinaba un silencio absoluto, a pesar de que junto a nosotros habían algunas personas más… pero es que aquel paisaje que uno se encuentra de frente, te deja sin habla.
     


     
    Contrastando con el celeste cielo, los colores profundos de aquella sierra resaltaban llamativamente, como si estuviese encendida en llamas! Rojos, rosados, lilas y violetas se continuaban con colores más claros como anaranjados, amarillos y grises hacia un extremo. Y eran impresionantes sus llamativas vetas en V que se repetían indefinidamente a lo largo de aquella enorme pared, y sus crestas puntiagudas… que daba la sensación como si de repente la montaña hubiera explotado y hubiera quedado petrificada en ese instante.
     
    Descendimos por la pendiente, a pesar de ver a la gente regresar casi sin aliento, y nos acercamos aún más al cerro. Martin decidió continuar hasta el final del camino, y yo prefería sentarme en la ladera de aquella colina a contemplar completamente absorta aquel paisaje.
     


     
    Mientras un fresco viento corría por entre las harban cercas que se mecían a mi lado, y algunas hormigas ya comenzaban a investigarme, trepando por mis zapatilla, me quedé durante varios minutos, tratando de tragarme por los ojos aquel espectáculo de colores que la naturaleza… que La Pacha, me regalaba. Intenté contar las bandas de colores y para mi fueron más de 14.
     


     
    Hacia la derecha, el Hornocal mostraba unas vetas curvadas como un pincelazo, con el mismo juego de colores. Lo enorme y gigantesco de aquella sierra, sus colores y belleza hacían sentir a uno completamente insignificante.
     


     
    Permanecí alrededor de una hora, escuchando “los sonidos del silencio” como quien diría, y disfrutando de aquello hasta que Martin regresó y emprendimos el regreso hacia la moto. A aquella altura y subiendo esa pendiente tan inclinada, mis pulmones casi colapsan, y llegué a la moto casi sin aliento.
     
    Contemplamos una vez más el cerro, porque para hacerlo aún más maravilloso, a medida que el sol se escondía y la luz pegaba en otro ángulo, uno podía ir descubriendo más colores sobre el Hornocal, y el contraste de las sombras en las vetas era magnífico.
     


     
    Regresamos por el mismo camino, mientras caía la tarde y luego de esquivar una familia de vicuñas que se nos cruzaron. Avanzamos con cautela descendiendo toda esa altura que habíamos escalado a la ida, mientras se me revolvía el estómago por el rebote continuo sobre ese camino ondulado.
     


    Vicuñas cruzando la puna
    Cuando nos faltaban algunos kilómetros aún para recorrer, vimos a lo lejos una gran manta de una ancha nube blanca y pomposa que se propagaba entre las colinas. Asombrados, nos detuvimos a sacar fotos de aquel paisaje y luego continuamos la marcha. Lo que no nos imaginábamos era que aquella enorme nube era en realidad una terrible helada que había bajado hacia Humahuaca. Lo descubrimos en el mismo momento en que nos metimos de lleno en aquella nube. Frío y mucho. Ya no sabía si mi cuerpo me temblaba por el camino en mal estado o por el abrupto cambio de temperatura que sufrimos llegando al pueblo. Llegamos al hostel con las manos entumecidas y estalactitas cayendo de nuestras narices.
     


    Nube helada :S
     
    Después de casi dos semanas en aquel pueblito que conquistó una parte de mi corazón, nos despedimos de Humahuaca con algo de melancolía y recorrimos los últimos 170 kilómetros hasta llegar a la ciudad norteña de La Quiaca, donde se encuentra el paso fronterizo con Bolivia.
     


    Camino a La Quiaca
     
    La Quiaca es una típica ciudad de frontera y para ser sincera, no es muy pintoresco como lo habían sido todos los pueblos de Jujuy que habíamos conocido, por lo que decidimos recorrer unos 17 kilómetros más hasta llegar a un pequeñísimo y humilde poblado, llamado Yavi.
     
    Yavi es un verdadero rincón inhóspito del mundo. El pueblito, muchísimo más pequeño que Humahuaca consiste solamente en una gran avenida principal de tierra, con no más de diez callecitas que la cortan en perpendicular. Sencillas casitas de adobe y paja, separadas por bajos muros de piedras apiladas conformaban Yavi, rodeado de colinas pardas y vegetación seca.
     


    Pueblito de Yavi, en Jujuy
     
    Esa noche, hospedados en un hostal, mientras escribía para esta página, terminé divagando por los archivos de mi computadora y me puse a ver fotos de mis amigos, y de mi familia. Yo creo que eso, sumado a la atmósfera algo melancólica de aquel perdido pueblito en que nos encontrábamos, de repente estrujó un poco mis sentimientos. Ya hacía casi medio año que había dejado mi ciudad y que no veía a mi familia y seres queridos Y también estaban todas las ansias y expectativas que venía acumulando por dejar mi país. Estábamos a horas de salir de Argentina y visitar lugares completamente desconocidos para mí, donde no sabía con lo que me iba a encontrar ni lo que me esperaría y eso me generaba algunos nervios y miedos.
     
    Toda esa mezcla de sentimientos se encontraron esa noche y (esto puede sonar algo estúpido), cuando me metí en la ducha para darme un baño relajante y descubrí que el agua salía helada… fue la gota que rebalsó el vaso y por tercera vez en el viaje, me quebré. Sentada en el inodoro, no pude contener el llanto que me brotó por todos lados. Sé que la imagen puede ser muy patética, pero hoy me abro y soy completamente honesta con ustedes, porque esto también es parte del viaje.
     
    Necesité esos largos minutos de descarga :crying: hasta que finalmente vi cómo salía un poco de vapor por encima de la cortina del baño y pude darme un baño caliente y relajante. Unas palabras de Martin complementaron el baño y logré reponerme de aquel quiebre. Debíamos continuar viaje.
     
     
    A la mañana siguiente, empacamos nuestras cosas y viajamos nuevamente hacia La Quiaca.
     
    Cuando salimos, aquel 19 de febrero, no teníamos ni idea de cuánto tiempo íbamos a viajar, o cuánto íbamos a soportar, pero allí estábamos. Habíamos recorrido casi 15000 kilómetros dentro de nuestro gigantesco país, recorriéndolo de punta a punta, de Ushuaia a La Quiaca. Nuestra primera meta había sido cumplida y estábamos tan felices y orgullosos de eso que no caíamos en la realidad
     
    Ahora debíamos ir por nuestra siguiente meta: recorrer Suramérica. Así que aquella tarde, con muchos nervios, impaciencia, ansiedad y emoción dijimos adiós a nuestro querido país, y cruzamos hacia Bolivia
     
     


     
     
    Mira todas las fotos de los hermosos paisajes de Jujuy!
     
     
     
     
     


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  8. Ayelen
    En Bolivia, comer es un ritual que se lleva a cabo las 24 hs del día. Las calles céntricas de las ciudades que íbamos visitando siempre estaban invadidas de olores provenientes de todos los recovecos imaginables. Las mamitas sentadas sobre grandes bolsos cerca de sus puestos de verduras comían en silencio generosos platos de picante de gallina (guiso de arroz, salsa y porciones de pollo), en algún cuartito ambientado como restaurante, jóvenes de largas trenzas negras servían a los hombres el menú del día, y cada 20 pasos nos cruzábamos con algún carrito donde se vendían hamburguesas o salteñas (empanadas hechas con masa de maíz).
     
    Los aromas a frituras, guisos y sopas se mezclaban y me invadían las fosas nasales ni bien ponía un pie en la calle. Al principio admito que me revolvía el estómago salir a las 9 de la mañana en busca de algún yogurth o fruta para un desayuno liviano y cruzarme a la mayoría de los bolivianos comiendo esos abundantes platos pero uno se acostumbra…como todo.
     
    Claro que todo este nuevo escenario culinario nos llamaba la atención y fuimos probando todo lo que llegaba a nuestras manos (y todo lo que nos infundía algo de confianza). Si algo nos fascinaba era esa gran paleta de colores que encontrábamos en todos los mercados populares.
     


    Mercado popular de Sucre
     
    Había fruta que jamás había visto en mi vida! Grandes y jugosas, verdes con espinas negras, amarillas con pincelazos rosados. Las ensaladas de frutas se sirven mezcladas con yogurth y frutas secas, y existen jugos de todas las combinaciones posibles. Y hasta nos arriesgamos a comer en un KrustyBurguer de la vida real
     


    Existe! y está en Bolivia
     
    PERO, aquí les dejo un consejo que seguramente muchos de ustedes, viajeros de años, ya conozcan a la perfección, pero que, para novatas como yo, fue toda una lección de vida: JAMAS se debe abusar de la comida de otro país… o podrá traer sus penosas consecuencias.
     
     
    Así mi estómago decidió hacer huelga un día entero en Sucre, a pocos días de haber arribado, convenciendo de lo mismo a mis intestinos y me pasé todo el día bajo las sábanas, descompuesta, encerrada en la oscura habitación del hostel
     
     
    Sin embargo, para los días posteriores, y ya más recuperada, finalmente pudimos recorrer las calles de la llamada Ciudad Blanca de Bolivia.
     


    Catedral Metropolitana de Sucre
     
     
    Como todas las ciudades de este país, establecidas entre las sierras, las calles de Sucre eran un reto a mis piernas. Anchas calzadas que se habían apoderado casi por completo de las veredas subían y bajaban en pronunciadas pendientes y cruzaban toda la ciudad. Sobre las colinas que rodeaban el centro, se podían ver más casitas, entre la escasa y seca vegetación, reflejo de que la ciudad seguía ganándole terreno a las sierras.
     


     
     
    Mientras caminábamos esquivando personas y autos en esta ciudad llena de tanto movimiento y vida, íbamos descubriendo la atractiva arquitectura de Sucre.
     
     


     
     
    Los departamentos de dos o más pisos que se elevaban a diferentes alturas todos con sus techos de teja anaranjada y sus fachadas pintadas de blanco, y esos diminutos balcones de trabajados hierros negros y las antiguas iglesias de ladrillo le daban un aire colonial al sitio.
     


    Capilla de la Virgen de Guadalupe, Sucre, Bolivia
     
    El interior de La Catedral Metropolitana es sencillamente precioso, con sus columnas de colores pasteles y trabajados mármoles, elegantes faroles colgando de aquel alto techo y ese silencio total, solemne, casi incómodo que invade siempre estas grandes construcciones.
     
     


     
     
    En Sucre nos cruzamos por primera vez con unos personajes increíbles: Las Cebritas. Creo que era un proyecto del Estado, donde para concientizar a la población del uso de las sendas peatonales, contrataban jóvenes que, disfrazados de cebras simpáticas se paseaban por las calles de la ciudad indicando a cada peatón y a cada auto cuándo parar y cuándo avanzar. Al principio me parecieron graciosas y originales, pero cuando una se atrevió a pegarnos una calco del tamaño de la palma de mi mano con la frase “Soy un infractor” en el parabrisas de la moto, cuando estaba estacionada en la vereda a la espera que nos abrieran el garaje del Hostel…. Comenzaron a caerme mal
     


     
     
    Al igual que esas cebras, en Sucre vi muchas cosas que me parecían tan extrañas, como el “Dinófono” o la venta de agua en bolsas, y rápidamente sentí que me estaba perdiendo muchas cosas curiosas del mundo exterior.
     


     
     
    Una tarde en particular Martín decidió subir una de las más empinadas calles de toooda la ciudad para llegar a un mirador superior. Fuimos caminando por esas vereditas de 40 cm de ancho cuesta arriba hasta llegar a una enorme plazoleta, escoltada por una iglesia y una escuela.
     


     
     
    Aunque la subida costó, la vista desde aquel punto valía realmente la pena para apreciar la ciudad blanca de América. Todas las casas de Sucre, con sus paredes blancas y tejados de color ocre invadían aquel valle entre las sierras y aún más allá en las cuestas de las mismas, dispersándose hacia el horizonte.
     


     
     
    Estuvimos unos 4, 5 días en aquella bonita ciudad (si no la más bonita de Bolivia) hasta que seguimos viaje. Habíamos decidido ir hasta Santa Cruz de Las Sierras, una gran urbe al Este de Bolivia. Analizando nuestro mapa carretero, única guía que llevamos porque no usamos GPS, habíamos notado que, a pesar de que Sucre y Santa Cruz son dos de las ciudades más importantes del país, la carretera que las unía estaba marcada como “camino secundario”, lo cual no era muy alentador, pero de igual forma nos lanzamos esa mañana hacia la ruta… ¿qué tan malo podía ser…?
     
     
    Nunca un camino me estresó tanto sobre la moto. Ahora, que ya ha pasado un tiempo y veo las fotos, noto el bellísimo paisaje que fuimos cruzando, pero la verdad es que, en aquel momento lo que menos pensaba era en el paisaje.
     


     
     
    Al principio dejamos atrás la ciudad sin mayores inconvenientes, siempre un poco complicados con el tráfico mal combinado con esas calles tan empinadas, pero en poco tiempo estuvimos fuera de Sucre, internándonos en aquel ya conocido paisaje de sierras desnudas y brisas frescas. La ruta estaba asfaltada hasta que comenzamos a cruzar esos baches de tierra y piedras, que cada vez eran más frecuentes y más largos, hasta que finalmente nos vimos corriendo sobre un camino completamente destruido, lleno de pozos y piedra suelta, sin banquina ni aleros protectores a varios metros de altura
     


     
     
    La geografía no ayudaba mucho. El camino tenia muchísimas curvas cerradas y debíamos tocar bocina antes de tomarlas para advertirle a cualquier posible conductor que viniese de frente porque el ancho de la vía no era suficiente para el paso de dos vehículos.
     
     
    A esto debemos sumarle los enormes camiones y, hay que decirlo, la verdad es que Bolivia no se destaca por ser un país donde se maneje muy bien. A medida que íbamos subiendo por aquellas sierras, la tensión también aumentaba. La moto resbalaba continuamente al pasar por esas grandes piedras que atravesaban la carretera y yo cerraba con fuerza los ojos esperando la caída.
     
     
    Con los nervios de los dos al filo, comenzamos el descenso de las sierras, lo cual era peor, porque al ir en bajada es difícil detener la moto si llega a resbalar. Así llegamos hasta la entrada de un pueblo, donde por supuestos arreglos, el camino se encontraba bloqueado, y (yo aún no lo puedo creer) el desvío se encaminaba ni más ni menos que por el cauce de un arroyo. Quiero aclarar que no era que un canal de agua atravesaba el camino… si no que el camino que debíamos tomar ERA un arroyo
     
     
    Enormes camiones iban y venían convirtiendo todo en un barrial y en un continuo camino de grandes charcos y resbaladizo barro. Martin fue avanzando con precaución sobre aquel complicado camino, mientras yo había decidido bajarme de la moto y caminar al lado, metiendo los borcegos en 5 cm de agua y tierra y maleza.
     
     
    Nos detuvimos a almorzar en un pequeño restaurante de aquel pueblito del que ya ni recuerdo el nombre, en medio de la nada, con mis pelos desordenados, un ojo latiéndome y mi sistema nervioso a punto de colapsar.
     
     
    Lo peor era que aún nos faltaba bastante por recorrer y no sabíamos cómo sería el camino que nos esperaba. Con toda la tarde por delante aún, seguimos por aquella peligrosa carretera, mientras enormes camiones nos pasaban a toda velocidad y sin ningún atisbo de vértigo, levantando una molesta nube de tierra y piedras. También teníamos que ir MUY atentos en cada curva, porque autos y camionetas se adelantaban sin importar las reglas básicas de manejo, por lo que nos pasó varias veces tomar una curva y encontrarnos de frente con un automóvil. Entre bocinazos y palabras que no puedo recrear en este medio saliendo de mi casco fuimos avanzando durante todo el día, pero recorriendo sólo pocos kilómetros.
     


     
     
    Y entonces, como para hacerla más completa, el cielo de repente se nubló y comenzó a llover. Debimos detenernos en un pequeño poblado de solo pocas casas levantadas al costado de la ruta, al resguardo de un techo de chapa de una pequeña construcción.
     
     
    Cuando la lluvia disminuyó continuamos para encontrarnos con un camino de tierra muy fina tipo arcilla. Al menos parecía bien consolidado y no tenía baches e imperfecciones, pero a medida que íbamos avanzando notamos que la lluvia estaba convirtiendo todo en una pista peligrosamente resbaladiza. Y cuando la moto dio el primer resbalón violento, en aquella carretera a no sé cuántos metros de altura sobre las sierras y sin ninguna protección que nos evite caer al vacío, decidimos que había sido suficiente aventura por un día y no podríamos seguir avanzando en esas condiciones.
     
     
    Volvimos unos metros hacia atrás, que nuevamente los hice a pie porque ya no podía soportar más la tensión de sentir que nos podíamos caer de la moto en cualquier momento, hasta regresar a ese pequeño conjunto de casitas donde habíamos parado a aguardar que cesara la lluvia y armamos un pequeño campamento en un baldío.
     


     
     
    Aquel día había sido bastante agotador, y mientras armábamos la carpa bajo una fina lluvia que no paraba de caer desde el cielo gris, tuve que canalizar todo en un llanto silencioso porque de alguna manera me tenía que descargar.
    Bolivia realmente me estaba costando.
     
    “Bolivia te curte”
     
    Esas palabras que me había dicho aquel viajero desconocido en Argentina no paraban de retumbar en mi cabeza y le daba la razón por completo. La verdad que estaba bastante angustiada, extrañaba bastante mi casa y mis “comodidades”, y todos aquellos inconvenientes me estaban jugando una mala pasada…. Ya no sabía si realmente servía para este tipo de viajes.
     
     


     
     
     
     
    Dejemos el drama y entrá a ver el resto de las fotos
     
     
     
     
     
     


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  9. Ayelen
    Viajar no es lo mismo que estar de vacaciones.
     
    A lo largo de todos estos meses de viaje, muchas personas cercanas, me han “envidiado sanamente”, otras tantas no se cansan de decirme que debo disfrutar TODO y pareciera que no puedo emitir queja alguna, algunas incluso han cuestionado mi situación laboral dejándome entrever, entre sus cuidadosamente seleccionadas palabras, que lo que en verdad querían era tildarme de holgazana o vaga por no tener a cuestas ciertas responsabilidades.
     
    Aprendí a no explotar de ira con el tiempo ante estos comentarios (que afortunadamente siguen siendo una minoría entre mi circulo intimo) porque, entendí que es difícil tener un solo punto de vista. Pero a veces me gustaría hacerle entender a todas estas personas lo que realmente significa VIAJAR.
     


     
    Viajar ha significado para mí adaptarse. Desde el primer momento que realmente tomé la decisión de iniciar esto (no cuando soñé, o me imaginé viajando, si no cuando REALMENTE me dije: “Es ahora o nunca”) comprendí que para tomar la decisión, debía hacer muchos sacrificios. Desde el primer momento, fue difícil.
     
    Fue terriblemente difícil decidir dejar mi trabajo, aquello que representaba lo estable, lo seguro en mi vida, porque simbólicamente era lo que estaba a punto de abandonar (todo lo estable y seguro) para lanzarme completamente “en bolas” (como diríamos en Argentina) a algo totalmente desconocido. Fue aún más difícil comunicarles mi decisión a mis padres, que creyeron que yo había enloquecido cuando les dije que iba a dejar todo y me iba a ir de viaje… en moto! Y fue muy duro y triste sostener mi decisión a pesar de no tener su aprobación en un principio. Imaginarán también lo difícil que fue cuando comenzó a acercarse la fecha de partida, despedirme de mi familia y de mis amigos sin saber cuándo volvería a verlos….. Nada de eso fue fácil… y aquello era sólo el comienzo.
     
    Después vendrían las demás complicaciones, propias de un viaje de esta magnitud: Las horas interminables de viaje que terminan agotándote y poniéndote de mal humor; soportar los fríos extremos sobre la moto y las tormentas más fuertes; llegar a una ciudad desconocida y lidiar con el tráfico y el tumulto y perderse mil veces; pasar noches de frio en una carpa helada; enloquecer realmente cuando el dinero no alcanza; pasar días acampando sin una bendita ducha; soportar los roces de una convivencia donde te ves la cara las 24 hs. del días con la misma persona; añorar las cosas cotidianas más banales como un baño caliente, o una almohada cómoda…
     
    Y así podría seguir horas. Pero… a pesar de todo eso, debe existir una razón que supere toda esa mierd* para que yo siga aun viajando… a miles de kilómetros de mi hogar y no haya regresado a los dos días de haber partido, llorando desconsoladamente.
     
    Y la razón es que…. Todo vale la pena.
     
    Viajar no me ha hecho ni mejor ni peor persona… ni siquiera creo que me haya cambiado como muchos suponen. Ha sido y es, simplemente una experiencia… una aventura y por lo tanto, las cosas malas, hasta los peores en las que uno realmente toca fondo, como las cosas más bellas forman parte de esa experiencia. Y uno aprende a vivirlas como tal. No todo es perfecto como para que se me envidie, porque hay que ser consciente de que se viven muchos momentos feos, y tristes. Tampoco puedo pensar que soy una “mal agradecida” por mis quejas porque esto lo busqué yo, y es algo que yo me esforcé por lograr, nadie me lo regaló. Y por último, nadie sabe cuántos dolores de cabeza le trae a un viajero el hecho de subsidiar su viaje y las miles de maneras que se encuentran para hacerlo.
     
     
    Viajar no es para todos y no es “bueno o malo”. Es una experiencia, con todo lo que ese concepto conlleva y todo SUMA.
     
     
    Fui procesando todos estos pensamientos aquella noche que acampamos en un baldío, aledaño a unos campos de unas casitas en el medio de las sierras bolivianas. La lluvia no cesaba y yo sufriendo de insomnio, veía como las gotas se iban filtrando de a poco por las costuras de la carpa y se acumulaba agua bajo el colchón inflable. Por debajo de aquel golpeteo incesante contra el techo de la tienda, escuchaba la leve respiración de Martin que dormía plácidamente. En aquel preciso momento estaba en crisis. Hacía seis meses que estaba moviéndome de aquí para allá, despertándome cada día en un lugar diferente, extrañado las comodidades básicas que uno (erróneamente) piensa que son universales. Los caminos de Bolivia (quienes hayan viajado por este país, me entenderán), sumado al cansancio del viaje y la dificultad para comunicarnos con los bolivianos me habían superado… había explotado.
     
     
    Pero esa misma noche ha sido una de las más importantes de este viaje, porque entendí que yo estaba allí por mis propias decisiones y que aquello que estaba viviendo era una gran experiencia y era algo que siempre había querido hacer.
     
     
    Tendría que adaptarme o volverme a mi casa. Decidí adaptarme.
     
     
    A la mañana siguiente (ya más repuesta de aquel quiebre emocional) debimos extender todas nuestras cosas bajo el sol y esperar que se secaran. Habíamos abandonado la idea de seguir viaje hacia Santa Cruz porque ya habíamos sufrido bastante los malos caminos por lo que no tuvimos más opción que regresar sobre nuestros pasos nuevamente hasta Sucre.
     


    Secando ropas y lágrimas
     
     
    Volver a hacer todos esos kilómetros por la ruta en mal estado, con tramos de tierra y piedra suelta no significaba el mejor de los panoramas, pero no había otra salida y debía comenzar a ver las cosas de una manera más positiva si quería sobrevivir a aquella experiencia de viajar.
     
     
    Quizás por ese nuevo pensamiento adoptado o porque ya estaba resignada, pude esta vez, disfrutar un poco más del paisaje a mi alrededor. Al menos ya no llovía, y aunque el cielo estaba completamente tapado por enormes nubes grises, el día se mantuvo seco.
     


    De regreso a Sucre
     
     
    Como si viviéramos una especia de deja vú ingresamos por segunda vez a Sucre y esta vez debimos hospedarnos en un pequeño cuarto y no en el hostel, para alivianar un poco los gastos de aquellas idas y vueltas. Al día siguiente sin perder más tiempo, salimos rumbo a Cochabamba. Lamentablemente Santa Cruz quedaría para otro viaje.
     
     
    Salimos confiados porque el hombre que atendía el hospedaje último donde estuvimos nos había dicho con total seguridad que todo el camino desde Sucre a Cochabamba estaba completamente pavimentado… y claramente no fue así
     
     
    En un principio el camino es todo lo que uno espera de una ruta, perfectamente asfaltada, bien señalizada, con la correspondiente protección hacia los costados, debido a la altura que íbamos atravesando. Genial. Yo iba sonriente dentro del casco, sorprendida de que eso de que “si tienes pensamientos positivos te ocurren buenas cosas” funcionara en verdad . Y además los paisajes que íbamos atravesando eran realmente extraordinarios. Una tras otras se elevaban grandes sierras que se superaban en tamaño, cubiertas de poca vegetación agreste, y alguna que otra casita perdida, con sus correspondientes campos trabajados.
     


    Camino a Cochabamba
     
     
    Y entonces, después de unos cuantos kilómetros de felicidad el pavimento de repente terminó y nos encontramos de frente con un antiguo camino que subía por entre las sierras. Completamente empedrado, de lado a lado.
     


    Caminito empedrado
     
     
    Sólo cerré los ojos, acordándome de toda la familia del aquel hombre del hospedaje de Sucre, y resoplé con fuerza.
     
     
    Comenzamos a ascender precavidamente por la ruta empedrada. Las piedras, colocadas prolijamente sobre la tierra, parecían trabajadas con sus superficies tan lisas y suaves. Aun así, era un trayecto complicado. Los protectores al borde del camino habían desaparecido y a medida que ascendíamos en altura, comenzaba a sentirse un poco el vértigo. De a tramos el camino se angostaba tanto que sólo permitía el paso de un vehículo, por lo que había que manejar con precaución en las curvas porque aún temíamos del boliviano al volante.
     
     
    Con un traqueteo continuo, recorrimos varios kilómetros hasta que la tarde comenzó a caer y decidimos acampar bajo un puente, sobre una especie de playa que se formaba al costado de unos delgados hilos de un arroyo que corría por aquella zona.
     


    Atardecer en el campamento
     
     
    A la mañana siguiente nos esperaba un largo, laaargo camino empedrado. Seguíamos y seguíamos ascendiendo por entre las sierras, hasta que ya podíamos ver algunas nubes desde arriba y sólo se observaban las cimas de las colinas brotando por toda aquella interminable extensión de verde. En cada curva que la moto se acercaba cautelosamente al borde de la ruta, me asomaba por sobre el hombre de Martin y observaba esa abrupta y alta caía.
     


    Subiendo por las sierras
     
     
    Luego llegó el momento de descender. Con paciencia y cautela, avanzamos a 60 km/h por aquel irregular camino, temblequeando sobre la moto hasta que, al final del camino, dimos con un pequeño y encantador pueblito, asentado en un valle entre las sierras.
     
     
    Descendimos de la moto, siendo curiosamente observados por un grupo de niñas que salían de una escuela y dimos unas vueltas por las calles de tierra del lugar, para estirar un poco las piernas.
     


     
     
    Ya nos faltaba poco para llegar, así que nos relajamos e hicimos los últimos kilómetros ya sobre camino asfaltado. De a poco comenzábamos a ver mayor cantidad de casitas al costado del camino, hasta que se fue convirtiendo en una verdadera comuna con negocios, grandes fábricas y finalmente estábamos en la entrada a Cochabamba. La ruta se volvió una ancha calle concurrida y simplemente guiados por nuestro instinto (porque la señalización es muy pobre) nos fuimos metiendo en el corazón de la ciudad.
     
     
    Tomamos algunas calles mientras preguntábamos a quienes nos podían guiar y de repente, no sé cómo exactamente nos vimos metidos en medio de una ENORME feria.
     
    Los puestos donde se vendían vestimentas, sombreros, equipos electrónicos, celulares, frutas y verduras invadían las calles y la gente corría de un lado hacia otro como las hormigas cuando uno pisa sin querer un hormiguero. Era tanto el movimiento, la gente chocándose y cruzándose por delante de la moto sin siquiera mirar, las bocinas de los autos sonando continuamente que nos sentimos espantados, atrapados en ese caos.
     
     
    Finalmente sobrevivimos y pudimos salir de aquel embrollo. Nos hospedamos en un hotel (ya para esa altura nos era difícil encontrar un hostel) y salimos a buscar algo para comer. Nos sorprendió notar que a pesar de que para nosotros era temprano (aproximadamente las 9 de la noche) todos los restaurantes o locales de comidas rápidas se encontraban cerrando. Terminamos en una pizzería y contando las monedas pudimos comprar dos porciones de la pizza más aceitosa que probé en mi vida.
     
     
    Al día siguiente, con luz natural y más movimiento en las calles, descubrimos que sin planearlo realmente, nos habíamos alojado en el casco viejo de la ciudad. A pocas cuadras del hotel, nos cruzamos con la plaza principal, la plaza 14 de Septiembre, ubicada en pleno centro antiguo.
     


    Plaza 14 de Septiembre en Cochabamba
     
     
    Mientras algunos vecinos del barrio se reunían a tener sus rutinarias conversaciones, y hombres y mujeres trajeados pasaban velozmente hacia sus trabajos, un grupo de personas congregadas en la plaza, justo en el centro, al pie de “La columna de los Héroes” (un alto mástil con un enorme cóndor de bronce en lo alto) celebraban ciertas tradiciones bolivianas, con música folclórica, exposiciones de típicas comidas y diversos juegos antiguos de niños. Como invisible espectadora, veía toda esta incesante actividad y me preguntaba cómo sería la vida de cada una de esas personas, en qué estarían pensado preocupadas, cuáles serían sus historias de vida….
     


     
     
    Hacia una esquina de la plaza se erguía una fuente de agua, donde tres bellas mujeres, talladas espaldas con espaldas y con largos vestidos que las cubrían hasta los pies, mostraban una leve sonrisa en sus rostros.
     


    Fuente de Las Tres Gracias
     
    La Fuente de Las Tres Gracias estaba justo enfrente de la catedral Metropolitana de San Sebastián que ocupaba todo el ancho de una calle con una galería adornada con altos y delicados arcos. Hacia lo alto, la torre de reloj de la catedral era el sitio elegido por las palomas para anidar.
     


    Catedral San Sebastián
     
     
    Si caminábamos por unas callecitas y tomábamos una avenida principal del centro histórico, llegábamos hasta una zona más moderna, con grandes edificios y varios restaurantes, donde la avenida se hacía doble y por el medio de la misma se extendía un ancho boulevard con jardines decorados. La avenida se abría en una rotonda, que funcionaba como una plaza de las banderas.
     


    Abrazando a mi bandera
     
     
    En Cochabamba nos esperaba Eduardo, el padrino de Martin que visitamos en Mar del Plata al inicio de nuestro viaje. Eduardo nos invitó a su casa y fuimos cálidamente recibidos por él y Mariana, su hija. Fuimos a cenar varias noches consecutivas a su casa. Estar en ese ambiente familiar fue más que un alivio para mí a todos los altibajos que venía viviendo.
     
     
    Nuestro último día en Cochabamba lo dedicamos a ascender con la moto la Colina de San Pedro, sobre la cual se alza el gigantesco Cristo de La Concordia, la imagen de Jesús más grande del mundo (incluso más grande que el famoso Cristo Redentor de Brasil). Con más de 40 metros de altura, aquella enorme figura se eleva con los brazos abiertos hacia la increíble vista panorámica de toda la ciudad.
     


    Cristo de La Concordia
     
     
    Sobre la colina había varios negocios así como también un museo, pero lo mejor, sin lugar a dudas, era aquella increíble vista de la ciudad limitada por esas enormes paredes montañosas a lo lejos.
     


     
    Aquella fue la última imagen que tuvimos de aquella hermosa ciudad antes de seguir nuestra ruta, hacia la capital de Bolivia.
     
     
     
     
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  10. Ayelen
    Copacabana fue, sin lugar a dudas, la ciudad más bonita que visité de toda Bolivia. Sus casitas al pie de las sierras, sus coloridos mercados y sus espectaculares atardeceres en el Lago Titicaca la colocaron en el puesto número uno de las ciudades bolivianas en el mismo momento en que llegamos.
     
    Sin embargo llegar a Copacabana nos tomó más de un día. Habíamos dejado atrás la transitada ciudad de La Paz esquivando combis, vehículos y peatones y maldiciendo un poco aquel insoportable tráfico. La ruta, aunque menos transitada, igual se nos tornó bastante estresante por las maniobras (algo maliciosas) de algunos conductores que nos encerraban o nos pasaban casi rozando las valijas laterales de la moto.
     
    Por eso, con el sol cayendo, y ya teniendo la primera vista del Lago Titicaca, Martin completamente harto y exhausto de estas situaciones extremas, decidió que lo mejor era detenernos y pasar la noche a orillas del lago.
     
    Entre algunas casitas de pescadores que se alzaban a ambos lados de la ruta, había un llano rodeado de altos árboles en la costa donde armamos campamento y pasamos la noche.
     


    Acampando a orillas del Lago Titicaca
     
    No habíamos llegado a Copacabana aún, pero ya estábamos a las orillas del Lago Titicaca y el paisaje que teníamos delante difería bastante del altiplano boliviano. Al costado de un raído muelle descansaban algunos botes que se mecían con la corriente y que luego fueron ocupados por personas que llegaban (hasta familias enteras) se subían en ellos y cruzaban al otro lado, apresurados por la llegada de la noche.
     


     
    A la mañana siguiente fuimos despertados por una familia de patos que se había reunido ruidosamente a desayunar en el lago
     


    Patos en el Lago Titicaca
     
    Continuamos camino, ascendiendo por una sierra verde que nos regaló una vista panorámica increíble de aquel espejo de agua azul que se abría en un enorme valle. Los contrastes de colores hacían brillar de manera muy especial todo aquel lugar.
     


     
    Descendimos de aquella sierra y llegamos hasta un embarque. Copacabana está ubicada en una península dentro del Lago Titicaca, pero el acceso terrestre pertenece a Perú, por lo que, para llegar desde Bolivia se debe cruzar en balsa hacia la orilla opuesta. Cuando vimos “la balsa” que nos tenía que trasladar, me arrepentí de no haber tomado nunca clases de natación. Largas tablas se apilaban en tres niveles y de alguna manera eso flotaba y era una embarcación. Nos alivió un poco ver un gran colectivo sobre la balsa que cruzaría con nosotros, si eso no hacía que se fuera derecho al fondo, nos daba algo de confianza.
     


    Embarcandonos para cruzar el lago
     
    La embarcación fue avanzando con lentitud mientras blancas gaviotas revoloteaban alrededor en busca de algo para comer.
     


     
    El azul brillante del lago era lo que más me fascinaba, y mientras el viento me zumbaba en los odios, fui fotografiando todo el paseo.
     


     
    Cuando finalmente llegamos al otro extremo debimos pagar al balsero y un poco desorientados le preguntamos por el camino a seguir para llegar a Copacabana. Evidentemente el colectivero que venía con nosotros no tenía ganas de esperar, y sin previo aviso encendió el colectivo y empezó a descender de la balsa marcha atrás. Cuando Martin vio el colectivo venírsele encima aceleró rápidamente, pero las ruedas se trabaron en las rotas tablas de la balsa, por lo que el balsero debió saltar y empujar la moto para evitar que muriéramos aplastados por un colectivo. El balsero le gritó algunas barbaridades al colectivero que también contestó agresivamente y se marchó sin más. Con el corazón palpitándonos a mil, continuamos la ruta…. Hermosa bienvenida
     
    Sólo pocos kilómetros más adelante, cruzando por entre las sierras llegábamos finalmente a Copacabana. La ciudad baja en desnivel hacia la costa del lago y crece hasta los pies de los montes. Nos dirigimos directo a la playa y siguiendo las indicaciones de algunas personas a quienes preguntamos, bordeamos el lago, alejándonos un poco del centro y llegamos a un camping. Hacía tiempo que no acampábamos en un camping oficial!
     


    El pueblo de Copacabana
     
    El dueño del lugar nos recibió amablemente y con toda la buena onda, lo cual, después de tantos roces con los bolivianos, era algo que nos alegraba bastante el ánimo. Aquel lugar era muy tranquilo y era exactamente lo que buscábamos, estábamos decididos a quedarnos a descansar un par de días.
     
    En nuestro primer paseo por la ciudad, nos llevamos una gran sorpresa al descubrir que el 70% de los turistas o viajeros que llegaban a Copacabana eran argentinos. No podía evitar sentirme un poquito más cerca de mi casa cuando escuchaba algún “chee, boludo…mira que copado este laagoo!”
     


     
    Una de las construcciones que más llaman la atención de Copacabana es la Basílica de Nuestra Señora de Copacabana, la virgen más venerada de toda Bolivia. Como tal, es muy común ver multitudinarias peregrinaciones que llegan desde todos partes del país hasta aquella iglesia. Aquel fin de semana podíamos ver familias enteras que llegaban con sus autos a un ritual muy curioso donde se adornan los vehículos con flores, colores, guirnaldas y son bendecidos por un cura, para protegerlos de los accidentes en las vías… lo cual me parecía una excelente idea, ya que no exagero cuando digo que las carreteras de Bolivia son realmente peligrosas.
     


    Basílica Nuestra Señora de Copacabana
     
    La catedral destaca por su diseño tan contrastado con las humildes y coloniales edificaciones del pueblo. Pero había leído por ahí que justamente fue construida por lo españoles, allá por el 1580 de esta manera tan llamativa para opacar la cultura Aymara, el pueblo originario que habitaba esas tierras, e imponer el cristianismo.
     


     
    Como decía al principio, los atardeceres en Copacabana son dignos de un cuadro pintado al óleo. El cielo se tiñe de colores rosados y se esfuman como pinceladas, mientras el Lago Titicaca calma sus aguas y todo parece detenerse. Las balsas apenas se mecen en la orilla y algunos turistas dan un último paseo por la costa, porque, eso sí, las noches en Copacabana se tornan muy frías.
     


     
    Y entonces, cuando cae la noche, el pueblo se llena de movimiento y luces. Porque recordemos que Copacabana es uno de los puntos más turísticos de Bolivia. Restaurantes, bares y confiterías abren sus puertas, llenan las calles de músicas y de empleados a tiempo completo (por lo general viajeros…. Viajeros argentinos ) que suelen acosarte cada 10 pasos para convencerte de entrar a tal o cual bar. Entre las calles, más adentro del pueblo, se levantan ferias donde uno puedo conseguir de todo, como ya veníamos acostumbrados en Bolivia.
     


     
    Uno de los últimos días que nos quedábamos en Copacabana y también en Bolivia, fuimos a caminar por la orilla del lago, hacia el lado opuesto de la ciudad. Sólo se levantaban algunas pocas casitas y luego todo era arena, piedras y el inicio de una sierra que cerraba el extremo del Titicaca.
     


     
    Mientras mojaba los pies en el helado lago, y Martin se echaba una siesta bajo la sombra de un árbol, hacía un pequeño análisis en forma de conclusión de aquel gran país que pronto abandonaríamos.
     
    Bolivia quedaría marcada como mi primera experiencia de viaje fuera del país. Y como todo primer intento, había tenido sus altibajos. Al principio me había chocado bastante la forma de ser de sus habitantes y me había molestado mucho. Pero de a poco, uno va adaptándose como el invitado que es, a las “reglas de la casa” y, a fin de cuentas, yo podía identificarme en algo con Bolivia. Yo también actuaba bastante cerrada, recelosa y hasta algo tímida con todo esto nuevo que se me presentaba…. Quizás es como dicen: lo que te molesta de lo demás es lo que uno mismo no tiene resuelto, y sólo había que aceptar y entender cada situación en particular.
     


     
    Me abrumaba un poco pensar que, después de tantas cosas vividas en los últimos 5 meses, el ascenso por Latinoamérica recién iniciara y, no voy a mentirles, con aquellos colapsos que había tenido, también comenzaba a dudar de si realmente tenía las agallas para hacer aquel viaje
     
    Pero sólo bastaba alzar la vista y ver ese maravilloso lugar donde estaba para saber que si aquello era la recompensa de todos los tropiezos que podía tener en el camino, bien valdría la pena
     


     
    Al día siguiente desarmamos la carpa, nos despedimos de los demás acampantes (argentinos ) y encaramos para el paso fronterizo a Perú. Está de más describir la emoción que teníamos por cruzar a este país, después de todo lo que habíamos escuchado hablar de él. Pero, la emoción duró bastante poco al llegar a la frontera y encontrarnos con una larga fila de autos esperando. El paso estaba cerrado, porque los empleados estaban ALMORZANDO . Bueno, con los últimos vestigios de paciencia que aún nos quedaban esperamos hasta que finalmente todo se puso en movimiento y en pocos minutos ya estábamos esperando a ser atendidos en ventanilla para tramitar la salida de Bolivia.
     


    Nos vamos de Copacabana...o eso creíamos..
     
    Un policía de la aduana se acercó a nosotros en ese momento y con poca amabilidad nos pidió los papeles de ingreso al país. Le entregué todos los papeles que tenía en la mano, y manteniendo la misma postura arrogante los revisó uno a uno. Sin mirarme me los devolvió diciendo que esos no eran los papeles. Me puse pálida como una hoja…. ¿cómo que no eran? ¿De qué papeles me estaba hablando entonces?? Nerviosa, revisé todos mis bolsillos, billetera, cartera, en busca de ese “papel”… pero nada. Como habíamos hecho el cruce de Argentina a Bolivia simplemente con el documento de identidad, no teníamos un sello en el pasaporte. Entonces recordé lo desorganizado y confuso que había sido el ingreso, desde La Quiaca y supe de inmediato que el incompetente de la aduana nunca nos había dado ningún papel.
     
    Como era una de nuestras primeras salidas del país, para mi aun todo era confuso, que los papeles de entrada, de salida, de la moto, los sellos, las firmas…. Y evidentemente nunca había notado que no me habían hecho entrega del documento de ingreso al país.
     
    Cuando escuché al oficial de la aduana amenazarnos con que debíamos pagar una multa de 300 bolivianos CADA UNO (algo así como 120 DOLARES) por evasión de aduana, entré en desesperación y comencé a revolver las mochilas y las valijas de la moto en busca de ese $#@& papel! :eek: No podíamos pagar semejante suma de dinero, no con las monedas contadas como las teníamos para continuar nuestro viaje!
     
    El desagradable hombre nos dijo que la única opción que teníamos era viajar hasta La Paz, y dirigirnos al edificio de Migraciones para hacer la denuncia y pedir un duplicado. Pero, aclaró, si no estábamos registrados en el sistema, no podrían hacernos el duplicado y deberíamos pagar la multa.
     
    La amargura me cayó como un balde de agua helada. Le pedimos al oficial si no podían comunicarse en aquel momento con Migraciones de La Paz para verificar si estábamos o no en el sistema, lo cual nos ahorraría tiempo y plata. Pero el “adorable” hombre se negó a hacerlo. Sinceramente tenía ganas de destrozarles todas las oficinas y cortarles las gargantas a todos y cada uno allí adentro.
     
    Resignados y tragándonos toda la bronca, no nos quedó otra que volver “con el caballo cansado” de regreso al camping, donde nos recibieron sorprendidos, pero consolándonos con unas pizzas caseras hechas al horno de barro.
     
    Al día siguiente, nos despertamos a las 6 de la mañana! (me hicieron levantar temprano ) y nos tomamos una combi hasta La Paz. Hasta ese momento siempre nos habíamos manejado con vehículo propio, pero esta vez experimentaría en carne propia el famoso transporte público que tanta mala fama tiene en Bolivia.
     


    Camino a La Paz
     
    La combi se llenó hasta explotar (realmente me hacía recordar a esos pequeños autitos de las caricaturas del cual comienzan a salir decenas de payasos), e iniciamos el camino hasta La Paz. En cada curva que doblaba mientras avanzábamos por las sierras, yo sentía que las ruedas laterales quedaban en el aire y me aferraba al asiento mientras me estampaba contra la ventanilla. Pero supongo que estaba bastante somnolienta y en menos de lo que esperaba, ya estábamos en La Paz.
     
    Yo pensé que no volvería a aquella ruidosa ciudad, pero allí estábamos nuevamente. Nos tomamos otra combi que a las tres cuadras se detuvo por completo por una falla y terminó dejándonos a pie. En medio de aquel centro, en hora pico, fuimos cuasi corriendo entre la multitud de personas y cruzando por entre combis y vehículos hasta que, con la lengua afuera, llegamos a las oficinas de Migraciones.
     


    Las calles de La Paz
     
    Una muy estirada mujer nos atendió y antes de que pudiéramos explicarle por completo el motivo de nuestra presencia, nos cortó bruscamente diciendo que aquello era “evasión de aduana y que debíamos pagar una multa de 300 bolivianos”. La calma se me fue desquebrajando por dentro , pero Martin, más centrado, le explicó que debíamos hacer la denuncia y el duplicado y que no íbamos a pagar la multa.
     
    La mujer nos envió hasta la policía turística, que quedaba alrededor de 15 cuadras más abajo, así que salimos corriendo (sólo teníamos una hora antes de que Migraciones cerrara ), llegamos al destacamento, realizamos la denuncia y con todos los papeles correspondientes regresamos.
     
    El colmo máximo fue cuando el hombre que nos atendió en Migraciones, apenas al escucharnos decirle que veníamos a pedir el duplicado del papel de ingreso, tomó una ficha de un cajón y simplemente nos la dio para que completáramos nuestros datos. Ni chequeó en el sistema, ni siquiera miró las copias de la denuncia
     
    Sello y volvimos a Copacabana.
     
     
     
     
     
     
     
     
    Entrá a mirar el álbum
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     


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  11. Ayelen
    Recuerdo que hace unos años atrás, mientras esperaba aburrida en la sala de espera de algún médico del que ya no recuerdo su especialidad, me entretuve ojeando una de esas “revistas del corazón” que siempre están disponibles en una esquina. Me detuve en la entrevista que le hacían a una actriz de telenovelas argentinas, especialmente en el párrafo donde le preguntaban por los lugares del mundo que había visitado, y la mujer, glamorosamente, hablaba de sus viajes por Paris, España, Inglaterra y Estados Unidos. Y cuando la indagaron sobre su lugar favorito, al que volvería, esta actriz respondió llanamente que la ciudad a la que volvería sería Cusco.
     
    No es que fuese fanática de esta actriz, ni nada por el estilo, pero me quedé largo rato con esa entrevista en la cabeza, imaginándome cómo sería esta ciudad peruana como para que esa mujer quisiera volver sólo a ella habiendo viajado por tantos otros lugares. Y por algún motivo siempre pensé en Cusco como un lugar hermoso que algún día… alguuuun día visitaría.
     
    Y ahí estaba
     
    Para mí era algo muy loco saber que estaba punto de conocer realmente aquella ciudad que tanto me había idealizado. La primera parada que habíamos hecho dentro de Perú había sido en la fascinante amazonia peruana, en la ciudad de Puerto Maldonado, y del 1 al 10, la experiencia había sido de un 20! Así que yo ya estaba completamente satisfecha con Perú, pero debo admitir que cuando ingresamos a Cusco me desilusioné un poco al encontrarme con una ciudad de calles algo destruidas y tránsito complicado, igual que cualquier otra. Pero todo cambió cuando llegamos (obviamente) al centro histórico de Cusco.
     
     


     
    Arribamos a la Plaza de Armas casi de casualidad porque nos habíamos perdido, cruzando por una muy estrecha callecita empedrada de casi inexistentes veredas y salimos justo por el lado izquierdo de la Catedral de la ciudad. Enseguida nos abordaron varios vendedores ofreciéndonos diferentes hospedajes y tours y ahí nos preocupamos un poco por el gasto que tendríamos en aquella ciudad.
     
     


     
    La Plaza de Armas, sitio de tanta historia, viejos baldozones y prolijos jardines se encontraba justo en el centro de un torbellino de casitas y casas todas de estilo colonial con tejas naranjas y blancas fachadas que nacían alrededor de la misma y se extendían en altura, invadiendo los cerros aledaños hasta las cimas.
     


     
    Obviamente las calles que rodeaban la plaza estaban inundadas de turistas. De todas partes me llegaban cientos de palabras de diversos idiomas. Frente a la Catedral, junto a nosotros, estacionó un gran bus del que descendieron por lo menos 30 turistas orientales, todos con cámara en mano y caras de asombro ante la enorme y antigua construcción que se elevaba frente a ellos.
     
    Ayudados por un policía local, nos alejamos apenas unas pocas cuadras del centro y tomamos un empinada calle que subía y subía rodeando una sierra, camino a las ruinas de Sacsayhuaman y justo en una curva nacía un camino de tierra que nos llevó directo a “La Quinta de Lala” el único camping que debe existir en todo Cusco.
     
    Oli, una pequeña mujer de tez morena y trato educado nos recibió y acomodó en el camping. Sólo nosotros estábamos con carpa en aquel gran terreno verde rodeado de colinas. El resto de los hospedantes eran 3 o 4 lujosas motorhomes de turistas europeos. “La Quinta de Lala” tenía baño con agua caliente, una pequeña cocina, wi-fi y hasta una pequeña casilla donde había muchos libros para pasar el rato, así que mejor no podíamos estar por 10 Soles cada uno.
     
    La emoción de nuestra llegada a Cusco se me mezclaba con un problema del tipo económico que me venía preocupando desde hacía semanas Mi trabajo como redactora me ayudaba pero no me era suficiente y antes de que terminara el mes siempre me quedaba sin dinero, por lo que Martin debía pagar por los dos. Así que, para mí, era imperioso encontrar otro tipo de ingreso.
     
    Y para ello, imitando otros viajantes que nos habíamos cruzado en el camino, se me ocurrió la “brillante” idea de hacer pan casero relleno para vender por las calles de Cusco. ¿Qué mejor lugar para la venta de comida, que un sitio repleto de turistas? Yo, que soy una soñadora muy voluble, ya me imaginaba como la reina de la panadería haciendo mucho dinero con mis exquisitos panes rellenos de queso, jamón y tomate.
     
    El problema era que nunca había hecho pan en mi vida y además, existía otro pequeño detalle: no tenía horno en el camping. Rápidamente resolvimos ese dilema al descubrir que, en la ciudad, se alquilaban grandes hornos de barro por hora. Así que la mañana siguiente a nuestra llegada, me levanté con el mejor ánimo del mundo y me puse a preparar los panes siguiendo la receta que había obtenido por internet al pie de la letra, con los gramos y segundos exactos. Pero, hubo otro gran dilema que nunca se me pasó por la mente tener en cuenta. La altura a la que nos encontramos, sumado a la baja temperatura de las frescas mañanas en Cusco impidieron que los pancitos amasados levaran correctamente. Vamos… que no levaron ni un centímetro
     
    La frustración que sentí en ese momento fue absoluta y mi sueño de convertirme en una panadera exitosa se esfumó completamente. Aún con los panes sin levar, insistimos en la idea, así que nos montamos a la moto y bajamos hacia la ciudad, conseguimos un horno y horneamos la masa. El resultado (al no levar correctamente el pan) fue una docena de bodoques de masa dura y densa que no se parecían en nada a esos pancitos dorados y esponjosos de las fotos de la receta que tenía Pero ya estaban hechos, así que había que venderlos.
     
    Claro que nunca imaginé que, después de estar buscando la receta perfecta por horas, después de levantarme temprano para medir exactamente cada gramo de los ingredientes y amasar y amasar, y después de todas las vueltas que dimos para encontrar aquel bendito horno... lo más difícil sería salir a vender.
     


    Intentando vender por las calles de Cusco
     
    Suelo ser muy tímida y jamás en mi vida había sido una vendedora. Y ahí estaba, paralizada del miedo con mi bandejita y unos quince panes/roca que vender. Me animé a encarar a dos o tres personas, que apenas si me miraron y se negaron a mis maravillas culinarias y me di por vencida. (Realmente quiero decir que admiro notablemente a aquellas personas que pueden vender lo que sea con simpatía y verborragia).
     
    Desolada, con un desanimo convertido en penosas lágrimas, y una bandeja llena de un mal primer intento, me senté en las escalinatas de la Catedral.. Mientras Martin me animaba a intentarlo nuevamente al día siguiente
     
    Y eso hicimos. A la mañana siguiente ya todo el camping se había enterado de nuestro microemprendimiento porque era difícil ignorar a una chica amasando y llenando toda la cocina de harina. Una simpática alemana nos ofreció a dejar la masa en su motor home, donde la temperatura era más cálida y milagrosamente los panes levaron! Casi triplicando su tamaño. Vamos que se podía!! Los rellenamos con el queso, el jamón y el tomate y bajamos entusiasmados hasta el horno. Esta vez sí me convertiría en la reina de la panadería! Pero un incompetente empleado, encargado del horno arruinó los panes cuando le pareció mejor dejarlos al horno por casi 40 minutos. Una vez más tenía una docena de bollos con una cobertura tan dura que debía utilizar un pico y una pala para partirlo. Pero tenía que venderlos o estaríamos todo el mes masticando esa masa dura como comida.
     


     
    Y aunque no lo crean (yo tampoco podía creerlo) logré vender 5 bellos pancitos. Sinceramente cuando entregaba el pan y me daban el dinero, me daba media vuelta y me alejaba lo más rápido posible, escuchando a mis espaldas el brusco crujir de los dientes de esas pobres personas al intentar morder esa masa…. A todos los que me compraron, realmente lo siento
     
    Aquel día, habiendo recuperado al menos el dinero que había invertido con esas ventas, el ánimo ya era otro, por lo que decidí relajarme y me dediqué a perderme por las calles de Cusco. Y cuando digo perderme no lo digo en un tono poético, realmente me perdí. Tengo un déficit importante en cuanto a la orientación y suelo perderme y desorientarme muy fácil en grandes ciudades, pero allí fue algo que disfruté.
     


     
    Crucé la Plaza de Armas bajo los rayos del sol, atravesé unas galerías y tomé una calle que pasaba por debajo de un robusto arco, hasta llegar a un enorme mercado. Me metí por callecitas que subían empinadamente y salían a otra calle principal con otras plazas y puestos de feria, y seguí rodeando grandes esculturas, cruzando antiguas iglesias y bajando por curiosas escaleras empedradas que corrían como atajos por entre las casitas.
     


     
    De camino al camping, subiendo esa difícil calle, en una de las primeras curvas uno se topaba con una inmensa plaza pelada que sólo era ocupada en el centro por una robusta cruz y hacia el fondo por una iglesia.
     


     
    La vista de Cusco desde aquel mirador era fantástica y me gustaba sentarme y pensar que yo, al igual que aquella actriz argentina de la que había leído, también elegiría a Cusco como mi ciudad preferida para regresar.
     


     
    Quizás por pena, por unirse a la causa o un poquito de ambas, Arthur me compró cuatro panes/piedras cuando regresé al camping. Arthur era un delgaducho y alto muchacho polaco de claros ojos tras unos grandes lentes y tupida barba rubia que le invadía casi toda la cara, y era de esos trotamundos natos, que tienen el pasaporte lleno de sellos de todas partes del mundo. Él viajaba en su combi transformada en una casa, junto a su novia Yana, una bellísima rusa y Rosita, la perra adoptada durante el viaje.
     
    Enseguida nos llevamos bien con los tres, especialmente con Rosita que no paraba de correr enloquecida y como toda cachorra por todo el camping durante horas, persiguiendo a las gallinas de Oli. Una noche, Arthur, con su español-inglés y su simpático acento, nos invitó a tomar algo, por lo que decidimos conocer la noche de Cusco.
     


     
    Primero fuimos a Tiki Bar, donde nos sirvieron unos fuertes tragos en unos rústicos vasos mientras un muchacho de estilo muy rockero, entonaba algunos clásicos con su viola. Aparte de la belleza que irradiaba, Yana era una genio en todos los aspectos. Estudiaba a distancia mientras viajaba y había vivido en cientos de lugares alrededor del mundo. Fue fácil hablar con ella a pesar de alguna que otra traba idiomática, porque era una mujer que había viajado mucho y entendía perfectamente cómo me sentía en cuanto a todo lo que estaba viviendo en éste, mi primer viaje.
     


     
    La noche se tornó más activa cuando nos dirigimos a un segundo bar y tomé el famoso Pisco Soul, preparado con Pisco, la bebida blanca típica de Perú y un huevo batido. Les advierto sobre ella: es un camino de ida. Al primer sorbo me pareció espantosa, pero al terminar el vaso era lo más rico que había probado en toda la noche.
     
    Así terminamos en una pequeña disco, saltando los cuatro al son de una música bailable, completamente descocados y continuando con la degustación del pisco peruano.
     
    Y para concluir la noche, Arthur (quizás… sólo quizás... llevado por los ambiguos efectos del alcohol ) propuso convertirse en guía turístico para llevarnos a recorrer las ruinas del Sacsayhuaman en un tour nocturno.
     
    Así fue como infiltrándonos furtivamente por debajo de barreras cerradas y algunos cercos, recorrimos parte de las ruinas a la luz de la luna y rodeados de un silencio tal que me erizaba los pelos. Vale decir que no veía nada y sólo fui dando tropiezos con rocas mientras íbamos saltando restos de muros y subiendo por antiguas escaleras, pero aun así, la experiencia fue única e inolvidable.
     
    Esa noche me desplomé en la carpa y sólo quería dormir hasta las 3 de la tarde del día siguiente, pero un inesperado mensaje me despertó exactamente a las 8:26 de la mañana. Aquellas dos palabras que conformaban el mensaje me descolocaron del mundo completamente. “Nació Jade”
     
    Recuerdo aún como unos pocos días antes de salir de La Plata, recibí una llamada de Celeste, una de mis tres mejores amigas de la infancia, que con voz tímida y entrecortada me decía que… iba a ser tía!! Durante todo el viaje fui recibiendo fotos de una barriga cada vez más grande y al fin la pequeña Jade, la primera hija de mis amigas más cercanas había nacido.
     
    Había dos cosas que me generaba esto. Primero, por supuesto, una felicidad increíble, una sensación extraña por la llegada de un bebé a nuestro círculo de amigas, algo que era una novedad completa. Y segundo, una gran tristeza por no poder estar allí. Y nuevamente, me vi arrastrada por esas olas de depresión y desesperación que había experimentado ya incluso antes de cruzar a Bolivia.
     
     
    Lo que estaba viviendo era increíble, una experiencia que me quedaría grabada para siempre, pero era difícil para mí obviar el hecho de que también me estaba perdiendo de momentos únicos en la vida de mis seres queridos que no se repetirían. La mudanza con su novio de una de mis amigas, la llegada de este bebé, la dolorosa separación de otra amiga…. Eran todos sucesos críticos, importantes y yo…estaba a miles de kilómetros de ello. Y a esto se le sumaba mi fracaso económico. Concluí que estaba intentando nadar contra la corriente y que todo el Universo me estaba mandando señales de que ya no podía seguir viajando. Llegué incluso a averiguar pasajes de avión desde Cusco a Buenos Aires y le planteé a Martin que ya no podía seguir viajando. Pero son en momentos como esos en los que de verdad valoro tener a este buen compañero a mi lado en este viaje. Martin sólo me abrazó, me dijo que estaba loca y me consoló con sus sabias palabras, calmando un poco mi consternación.
     
    Y a la mañana siguiente, para realmente asegurarse de que seguiría viaje con él, sacamos las entradas para el legendario Machu Pichu
     


     
     
     
    Les dejo el álbum de esta bellísima ciudad, espero que la disfruten tanto como yo lo hice
     
     
     
     
     
     


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  12. Ayelen
    Si son como yo y la Historia nunca fue su fuerte entenderán lo desconcertada que estaba cuando empecé a investigar un poco por las redes sobre las antiguas culturas que habían habitado las tierras peruanas. Mi conocimiento (muy pobre) se limitaba a la civilización Inca, pero de repente fui desasnada y empecé a conocer otras culturas anteriores e incluso contemporáneo a los Incas! Lo más nombrado en las redes fue la cultura Moche, tan interesante como macabra debido a sus curiosas costumbres de realizar sacrificios humanos
     
    La cultura Moche se estableció principalmente en el norte de Perú, en lo que hoy conocemos como el departamento de Trujillo. Aquella sería una de nuestras últimas paradas antes de dejar atrás el territorio peruano.
     
    En el trayecto desde Lima hasta Trujillo nos esperaban kilómetros y kilómetros de una desolada carretera que corría (por suerte para nuestro mínimo entretenimiento) paralela a la costa del Pacífico. Fuimos atravesando varios poblados pesqueros y hasta debimos pernoctar en una playa completamente solitaria que nos cruzamos al atardecer.
     


     
    Armar la carpa frente al mar puede sonar a plan romántico increíble, pero la verdad es que se tornó bastante complicado luchar contra el fuerte viento que corría mientras armábamos el campamento. Sin embargo, a pesar de que yo estaba convencida que íbamos a ser arrastrados por un ventarrón con carpa y todo en medio de la noche, logramos dormir y descansar bastante bien.
     


    Acampando en las playas del norte de Perú
     
    Al día siguiente emprendimos camino y unos kilómetros antes de ingresar al departamento de Trujillo, el paisaje fue cambiando paulatinamente. Ya nos veíamos tantos médanos con arena dorada volando por doquier al soplar los vientos. En su lugar se levantaban suave colinas verdes y algunos campos.
     


     
    Unos diez kilómetros antes de la capital de Trujillo, en la entrada al departamento se encuentra el Valle Moche, sitio donde se alzan las enigmáticas Huaca del Sol y de La Luna.
     
    Para serles honestas, no tenía idea con lo que me iba a encontrar en aquel sitio. Sólo llevaba conmigo las recomendaciones de varios para que visitáramos aquellas ruinas pero nada más, y creo que fue justamente eso lo que llevó a que quedara deslumbrada con aquellos restos arqueológicos.
     
    El Valle Moche es un sencillo pueblo sin mucha urbanización, rodeado de colinas y algunos campos verdes. Para llegar a las ruinas dimos varias vueltas porque el lugar parecía un pueblo fantasma, aunque lo que en realidad pasaba era que a esa hora de la tarde, con el sol radiante y fuerte en el cielo, muchos buscaban el reparo en sus casitas o quizás dormían siesta. Llegamos a un predio donde debíamos adquirir las entradas. Allí se encontraba el museo de la cultura Moche, exhibiendo todos los objetos encontrados en las ruinas que visitaríamos. Recuerdo que tenía un estacionamiento de por lo menos 75 plazas, enorme y estaba completamente vacío, me pregunto si realmente alguna vez se llenará porque en ese momento la visión de un lugar repleto y bullicioso me parecía imposible.
     
    Así que, entrada en mano, seguimos las instrucciones y algo dubitativos llegamos al sitio arqueológico. Junto con dos mujeres más, armamos un pequeño equipo que fue guiado por una mujer local a través de las ruinas. La guía nos explicó que en aquel vasto territorio de varias hectáreas que antiguamente habían pertenecido a la civilización Moche, existían dos templos enormes, La Huaca de Sol y La Huaca de La Luna. Los restos arqueológicos que visitaríamos serían de este último, ya que la Huaca del Sol aún estaba siendo investigada por los especialistas. Ambas construcciones estaban separadas por varios kilómetros, en donde estaba asentado el núcleo urbano de clase media alta.
     
    Ascendimos una alta colina a través de unas escaleras armadas y entramos al primer escenario, perteneciente a La Huaca de La Luna.
     


     
    Los Moche tenían una forma muy particular de organizarse. Durante el período del primer gobierno habían levantado enormes muros y habían construido el Templo de La Luna, que se considera el edificio de religión. Una vez terminado aquel mandato, los Moche rellenaban cada rincón del templo y prácticamente lo enterraban, expandían los límites del templo unos metros más y volvían a construir nuevamente La Huaca de La Luna, sobre los restos enterrados. Esto le confiere a La Huaca de La Luna la famosa forma de “pirámide truncada” que tanto nos mencionaba la guía.
     


     
    En aquel Templo, los investigadores habían descubiertos tres pisos superpuestos, pertenecientes a tres períodos de gobernación distintos. En el paseo, se ingresa por el segundo piso de los restos arqueológicos. En varios sectores se puede apreciar excavaciones que muestran restos de muros y habitaciones enterrados, que pertenecen al período anterior. Es realmente llamativo ver cómo se han conservado las ornamentaciones talladas en los murales de estas construcciones, así como los colores utilizados que, según se ha estudiado, fueron extraídos de minerales.
     


     
    La imagen de una cabeza roja de grandes ojos y dientes afilados se repetía a lo largo de todos los muros. Aquel simpático hombrecito era Ai apaec, más conocido como el Dios Degollador. Éste era el Dios que veneraban los Moches, ya que era su protector en las batallas y proveedor de alimentos.
     


    Mmm... que dientitos!
     
    Como mencioné algunas líneas más arriba, La Huaca de La Luna era considerado el templo religioso y allí se llevaban a cabo los espeluznantes sacrificios humanos. Cabe mencionar que sólo yo estoy poniéndole este tinte aterrorizador, porque la verdad es que, al parecer, los Moches se sentían honrados de sacrificarse para su Dios (aunque yo insisto en que deberíamos preguntarle a alguno si realmente estaba tan feliz )
     
    Primero se entablaba una lucha entre guerreros, el ganador era aquel que podía permanecer en pie, con su arma en mano y el que caía era considerado perdedor. Una vez que concluía la lucha, el abatido era despojado de sus ropas y su armamento y llevado por el mismo ganador hacia un sector del templo donde se cree que era “preparado” para el sacrificio, quizás suministrándole alguna sustancia alucinógena para minimizar la traumática situación.
     
    Luego era trasladado a un santuario donde era degollado. Sobre el altar que se intuye funcionaba para el sacrificio, existen unas canaletas donde al parecer corría la sangre del sacrificado. Todo esto se producía dentro del Templo y fuera de la vista de la población. Los únicos que podían presenciar esto, eran los sacerdotes.
     


    Altar de sacrificio
     
    Fuimos conducidos por la guía hasta un piso superior, que pertenecía al último templo construido en la Huaca. Allí se podía contemplar mejor la altura de los grandes muros adornados y el arduo trabajo de los constructores de estas magnificas decoraciones que tallaban un patrón continuo con ínfimas imperfecciones.
     


     
    Los Moches utilizaban muchas simbologías, de las cuales algunas se han podido deducir, como dibujos de guerreros, o figuras de animales. Sin embargo existen cientos más que siguen siendo un misterio, como el gran mural llamado Mural de Los Mitos, con decenas de figuras, y sin ningún significado aparente.
     


    El Mural...
     
     


    ...Y su esquema
     
    Hacia un costado en aquel tercer piso nacía una ancha rampa que bajaba hasta un enorme patio al aire libre que era concurrido por la gente del pueblo y al cual los sacerdotes se asomaban cuando debían comunicar sus predicciones.
     
    Desde aquella altura se tenía una vista panorámica que ayudaba a imaginarse aquella enigmática civilización. Desde las alturas se podían ver los trazados de lo que había sido la organización urbanística y más allá se levantaba la Huaca de Sol que continúa siendo investigada. Aunque aún no hay mucha información sobre ésta, se sabe que aquel era el templo de política, donde se llevaban a cabo tareas de administración y era utilizado como vivienda de la alta sociedad moche.
     


     
    Con una entrada de precio accesible, una guía completa y sin el hostigamiento de cientos de desesperados turistas, el recorrido de las ruinas arqueológicas de La Huaca del Sol y de La Luna es, sin lugar a duda lo que más recomiendo del norte de Perú.
     
    Después de tantos kilómetros recorridos, tantos nuevos amigos hechos en el camino, tantos desafíos (Como vender panes rocas en Cusco ), y después de tantas maravillas vistas en las tierras peruanas, saber que nos faltaban pocos kilómetros para dejarlas atrás me generaba una nostalgia horrible
     
    Pero aún nos faltaba un punto más por recorrer. No queríamos irnos de Perú sin haber disfrutado de al menos una de sus playas del Norte, de las que tanto habíamos escuchado hablar.
     
    Entonces, recorrimos unos 600 kilómetros por la Ruta Panamericana Norte atravesando grandes extensiones de campo verde y altos montes hasta arribar a la localidad de Máncora.
     


     
    Máncora es un pequeño pueblo que se levanta a los costados de la Ruta, a pocos kilómetros del límite con Ecuador, y en los últimos años su fama ha crecido por ser la playa elegida por cientos de surfers peruanos y extranjeros.
     
    Siendo una típica localidad de playa esperaba un insoportable movimiento y barullo turístico, pero la verdad es que era un pueblo súper calmo y tranquilo. De anchas calles completamente de arena que conducían a unas preciosas playas, fuimos paseando por Máncora hasta que nos topamos con un camping donde decidimos parar unos días.
     


     
    Los siguientes dos o tres días los dedicamos a dormir hasta tarde, pasear por las playas y comer la mayor cantidad de helados de Lúcuma Dolcetto que pudiéramos, para irnos con la mejor impresión de Perú.
     


    Sobre las calles paralelas a la Ruta, Máncora estaba atestada de ferias de productos artesanales, locales de ropa de surf, tiendas de accesorios y, sinceramente, lo quería todo, aunque mis bolsillos se negaban. Una vez que nos metíamos al pueblo por angostas vereditas de concreto que pronto desaparecían bajo la arena, ya no se veía tanto movimiento y reinaba una tranquilidad agradable.
     


    Boludeando en Máncora
     
    Por las tardes, cuando el calor aminoraba un poco, solíamos caminar por las playas, mientras el sol comenzaba a bajar y los surfistas se divertían con las últimas olas del día. Máncora funciona además como un centro pesquero, por lo que también se podía ver desde la playa la enorme flota de barcos pesqueros que se bamboleaban sobre el oleaje mientras eran custodiados por grandes fragatas que planeaban en el cielo.
     


     
    La vida en Máncora era tan diferente a lo que estoy acostumbrada. Claro que todos tenemos responsabilidades y preocupaciones de toda índole, pero en Máncora se respiraba otro aire, allí no existían horarios, ni embotellamientos ni gente apresurada y estresada corriendo de un lado hacia otro, realmente fue fantástico pasar nuestros últimos días allí.
     


    Hasta él parece relajado!
     
    Al tercer día, con una tristeza que no recordaba haber sentido antes, desarmamos campamento y volvimos a la ruta. Después de casi un mes recorriendo Perú era momento de decirle Adiós (o quizás un “Hasta Pronto!”) y seguir con la aventura.
     
    Ecuador nos estaba esperando y quién sabe las cosas que viviríamos allí.
     
     


    El perro peruano que nos despedía!
     
     
     
     
    Y ésta fue nuestra última parada en Perú, no dejen de entrar a ver las fotos.... o el perro de allí arriba les aparecerá a la noche para atormentarlos ¬¬
     
     
     
     
     
     
     
     
     


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  13. Ayelen
    Una de las grandes ventajas que tenemos Martin y yo en este viaje, es que contamos con todo el tiempo del mundo Como no tenemos una fecha de regreso establecida, tenemos la libertad de viajar tranquilos, sin apuro y de poder recorrer todos los lugares que tengamos ganas de conocer. Es por esto que un día surgió la idea de conocer Las Cataratas de Iguazú, un increíble lugar al este de mi país, en la parte selvática que, obviamente, no podíamos dejar de visitar. Claro que esto implicaba atravesar toda la Argentina a lo ancho, porque estábamos exactamente en el extremo opuesto. En el camino pasamos por varias provincias, pero sin lugar a duda, aquella que más nos cautivó fue la provincia de Corrientes.
    Una de las cosas que me motivó a salir de viaje fue sentirme realmente atrapada en una burbujita mientras existía todo un mundo a mi alrededor que desconocía por completo, y eso mismo me pasó con esta provincia. Nunca pensé en Corrientes como una provincia muy relevante… pero que equivocada que estaba! Sus paisajes y su absoluta paz nos cautivaron tanto que permanecimos varias semanas recorriéndola.
    Llegamos a la capital de Corrientes, que lleva su mismo nombre, a través de un enorme y macizo puente de gruesas columnas que cruza todo el ancho del enorme Rio Paraná desde la provincia de Chaco. Arribamos una tarde con un nublado cielo amenazante sobre nosotros (raro, no?) pero nos encontramos con una ciudad tan linda que nuestro ánimo no se derrumbó por el mal clima.

    Encontramos un club de pesca situado a orillas del Rio Paraná y allí armamos campamento. La idea era pasar solo una noche y continuar viaje al día siguiente, pero al final terminamos quedándonos allí unos 3 días porque el lugar es hermoso. Además, para mejorar nuestros ánimos, al día siguiente el cielo mostraba un cálido sol, así que luego de tantos meses de frío era momento de disfrutar de un poco de calor.

    Recorrimos la costanera de la ciudad de Corrientes que bordea el inmenso río y paseamos por sus calles, pero la verdad es que la mayor parte del tiempo nos quedamos en aquel tranquilo lugar verde, simplemente disfrutando de la naturaleza, y fotografiando aves (mi mayor hobbie).

    La segunda noche allí, decidimos ir al cine. Cuando vivíamos en nuestra ciudad, La Plata, teníamos la costumbre de ir al cine cada tanto y, aunque suene un poco banal lo que voy a decirles, aquel sencillo gesto de hacer algo que antes era rutinario para nosotros, fue todo momento que valoramos y disfrutamos después de tantos meses fuera de nuestras costumbres
    Durante nuestra breve estadía en la ciudad de Corrientes, muchas personas con las que hablamos nos recomendaron un lugar que parecía tener todo lo que buscábamos: Paso de La Patria era el lugar de las playas, la tranquilidad y naturaleza.
    A través de la Ruta 9, solo tuvimos que recorrer unos pocos 35 kilómetros, hasta que pudimos ver la indicación de la supuesta entrada hacia el poblado de Paso de La Patria. Tomamos aquel camino de tierra y comenzamos a travesar grandes hectáreas de campos verdes. Preguntamos un par de veces a algunos pobladores que nos cruzábamos si estábamos bien encaminados, porque aquel desértico camino nos desconcertó un poco. Pero aún así, luego de algunos kilómetros, comenzamos a ver algunas casitas y finalmente llegamos a una zona más residencial situada exactamente sobre las costas del rio.
    Como nos habían indicado, en aquella localidad reinaba la paz. Más tarde supimos que en realidad nos habíamos equivocado de camino e ingresamos por la vieja entrada, pero fue lo mejor, porque de esta manera llegamos a una punta del poblado, mucho más tranquila y donde solamente había casas de veraneo.

    Armamos carpa sobre la tibia arena, a escasos metros del río y eso realmente fue el paraíso. Los atardeceres en aquel lugar son únicos. El sol escondiéndose tras el horizonte del Rio Paraná, coloreando el cielo de tonos rojizos, mientras se escuchaban los últimos cantos del día de los pajaritos… era un regalo único de la naturaleza.

    A lo largo de toda la playa se pueden descubrir algunos barcitos y hasta una escuela de kitesurf. Sobre la calle que da hacia el río podíamos ver ostentosas casonas de veraneo, que realmente tenían una vista envidiable desde sus balcones, y algunos hoteles. Sólo unos pocos metros más adelante comenzaba el poblado con casa de residentes establecidos y un pequeño centro con algunos restaurantes y negocios.
    Las noches fueron todo un espectáculo, con una gran luna reflejándose en el calmo río y un cielo pintado de millones de estrellas, bajo el cual estábamos sólo nosotros dos, la carpita y la moto. El ulular de los búhos era lo único que irrumpía en el calmo silencio de las noches en Paso de la Patria.

    Los días que permanecimos en aquel lugar, no hicimos NADA. No hubo nada de paseos por la ciudad ni cine... simplemente pies descalzos sobre la arena, momentos de lectura y descanso total. Hasta pudimos ver un elegante lobito de mar que se paseaba tranquilamente por el rio, probablemente dirigiéndose hacia su madriguera.

    Cuando nos fuimos de aquel lugar lo hicimos por el camino correcto, y recién entonces descubrimos una gran ciudad con mucho poblado y negocios, pero como siempre, prefiero la tranquilidad y la soledad
    Nuestro siguiente y último destino dentro de la provincia de Corrientes fue la pequeña localidad de Ituzaingó. Llegamos allí con la intención de conocer la gigantesca Represa de Yaciretá, una hidroeléctrica que alimenta a varias poblaciones de Argentina.
    Recorrimos más de 100 kilómetros y llegamos al pequeño poblado. Aquella localidad fue construida para los empleados europeos que se establecieron en Corrientes para trabajar en la construcción de la enorme represa, por lo que es un organizado barrio de prolijas casas exactamente iguales unas con las otras y centros comerciales delimitados en el centro de Ituzaingó. Recorrimos algunos campings en busca solo de agua caliente, pero al encontrarnos fuera de temporada, eso no fue posible. No hubo más opción que aguantársela y bañarse rapidito con agua fría.

    Pero al final, acampamos en un gran camping de mucho verde y altos árboles, donde sólo estábamos nosotros. El camping contaba con una bajada directa a la costa del rio. Nunca imaginé que las playas de un rio podrían ser tan bellas como las playas del mar, pero caminar sobre aquella ancha costa de arena, al atardecer para mí fue un momento único.

    Mientras el sol se ocultaba tras la espesa vegetación que se continuaba con las playas, algunas pequeñas embarcaciones, pesqueras probablemente, iniciaban el regreso a las orillas.

    Durante las noches aparecían las simpáticas lechuzas vizcacheras, listas para la caza, y se las podía ver de a montones, sobrevolando por nuestras cabezas o en algún punto alto, acechando.

    Visitar la represa es un tour completamente gratuito y aunque debo confesar que en un principio me parecía una idea de lo más aburrida, pronto descubrí un sitio muy interesante por conocer.

    Desde un edificio de la represa, situado en el centro de Ituzaingó, partía una combi que nos llevaba hacia Yaciretá junto con una guía, completamente gratis. El edificio disponía de un pequeño recorrido informativo para hacer, donde se mostraban desde los antiguos pueblos originarios que habitaron la zona y la fauna y flora del lugar hasta la construcción paso a paso de la represa, y toda la explicación detallada de su funcionamiento.

    Tomamos la combi hacia el mediodía, junto con otras personas y una guía, pobladora oriunda de Ituzaingó. El mini bus tomó un camino restringido solo para las visitas y para las personas que trabajan en la represa y en poco tiempo llegó a la inmensa construcción.
    Aquella enorme y maciza barrera de cemento, atravesaba el río de costa a costa, y contra ella golpeaba fuertemente el oleaje produciendo un ensordecedor estruendo. Ingresamos, llevados por la guía hace la sala central, donde se encontraban los generadores de electricidad a partir del paso controlado del agua. Una construcción realmente impecable y admirable.

    Después de una resumida explicación del funcionamiento de las turbinas por parte de la guía, nos dirigimos hacia el lado exterior, donde se podían ver las enormes compuertas que contenían la fuerza del agua, aunque esta terminaba por sobrepasarla un poco en cada golpe que daba contra la represa y caía brutalmente hacia el otro lado, haciendo un gran ruido.

    Para alterar lo menos posible la fauna ictícola del río (aunque semejante construcción seguramente haya perturbado bastante todo el ecosistema de la zona) la represa dispone de un sistema de “ascensores” para los peces que migran en época reproductiva, en los que se los recogen de un lado de la represa, y se los transporta hacia el otro lado mediante elevadores… bastante interesante, no creen?
    Antes de dejar atrás la provincia, quisimos conocer los esteros del Iberá, porque la verdad es que Corrientes se caracteriza claramente por estos húmedos ambientes que se extienden sobre su territorio, de abundante vegetación y variada fauna. Intentamos acceder a una reserva, pero el camino, para hacerlo en moto, estaba muy malo. Con barro y muchos baches, la moto dio sus tropiezos varias veces hasta que decidimos volver. Estaba muy entusiasmada por ver reptiles y mamíferos de la zona, pero queríamos salir ilesos del lugar.

    Así que, lamentablemente nos quedó pendiente la visita a los esteros, pero también nos sirvió para confirmar que Corrientes tiene muchas cosas más que la convierten en una provincia llena de vida y belleza. Continuamos nuestro gran viaje velozmente por la ruta, ansiosos por llegar a nuestro próximo destino, la provincia de la tierra colorada Misiones.

  14. Ayelen
    En todos estos meses de viaje, recorrí distintos ambientes: me congelé hasta los huesos con la nieve del sur, caminé por senderos entre bosques de pinos y montañas, acampé sobre las frescas costas de lagos y ríos, me sacié de tanta estepa patagónica infinita y jugué con arena y disfruté del sol a lo largo de anchas playas…. Pero, en lo personal, nada me fascina tanto como la selva. La selva es vida en estado puro. Sonidos, aromas y colores… la selva lo tiene todo!!
    Misiones es la provincia selvática de Argentina, hogar de las increíbles Cataratas de Iguazú. Para llegar a ellas, debíamos atravesar toda la provincia y dirigirnos hacia el este, hacia la ciudad de Iguazú, que limita con Paraguay y Brasil.
    Al ingresar a Misiones, un gigantesco arco nos daba la bienvenida a la Tierra Colorada. Y es que debido a la gran concentración de hierro en la tierra, allí todo se ve rojo… y les puedo asegurar que destiñe. Solo bastó que me bajara de la moto a tomar unas fotos y mis botas estaban completamente rojas y así le siguieron mis pantalones y remeras.

    Pero en fin, una vez que ingresamos a territorio misionero, todo explotó de verde. La vegetación de repente lo invadió todo. Árboles y arbustos, formando un manojo casi impenetrable, se asomaban hacia la ruta en todo el camino hacia Posadas, la capital de Misiones. Y claro que el clima allí es acorde con tanta flora… humedad y mucha. De repente las gruesas camperas que llevábamos encima comenzaron a volverse un poco sofocantes. El calor era bastaaante pesado

    Sólo pasamos velozmente por Posadas para cargar tanque y almorzar algo al paso y seguimos viaje. Estábamos a solos pocos kilómetros de Iguazú y yo era una bola de ansias terribles por llegar. Pero, como siempre, tuvimos algunas demoras en el camino.
    A sólo 60 kilómetros de Posadas, se encuentran Las Ruinas de San Ignacio Mini, que sinceramente yo no tenía ni idea de que existieran, pero nos pareció interesante y aún era temprano, por lo que decidimos hacer una breve parada y ver de qué se trataba.
    San Ignacio es una localidad sumamente tranquila, de anchas calles de tierra. Llegamos después del mediodía, horario de la siesta, como es costumbre en la mayoría de las provincias de Argentina, así que no había absolutamente nadie en las calles.
    Las Ruinas de San Ignacio son restos bien conservados y cuidados de un asentamiento jesuítico, que data del Siglo XVII. No quisiera comenzar un debate político-religioso en esta comunidad que en realidad está dedicada a viajes, pero voy a hacer honestas con ustedes: El sólo pensar que un grupo de personas llegó a estas tierras a imponer sus creencias religiosas a los nativos, me choca un poquito. Y esto sucedía en este sitio hace cientos de años atrás, cuando los jesuitas levantaban aquel poblado con el objetivo de evangelizar a los nativos guaraníes.

    Más allá, entonces, de mi opinión personal, la arquitectura conservada del lugar era realmente impresionante. Grandes columnas adornadas se alzaban varios metros, destacando por encima del verde, por su llamativo color rojo. Las edificaciones de las que sólo quedan restos, estaban construidas con asperón rojo, una roca de la zona que le confiere ese típico color rojizo.

    Aun 500 años después, se podía notar con facilidad la dispersión de las construcciones. Una plaza central alrededor de la cual se alzaban una iglesia, un cementerio, las viviendas y hasta un cabildo. En lo alto de las columnas se podían apreciar bellas adornaciones talladas prolijamente en la piedra, un trabajo admirable.
    Mientras Martin recorría las ruinas con cámara en mano, yo aproveché a sentarme en el pasto, bajo el potente sol que me estaba adormeciendo. Era tal el calor, que no quería ni moverme.

    Seguimos viaje, luego de habernos empapado de un poco de historia sobre las Ruinas de San Ignacio y entonces sí, yo iba emocionadísima, aferrada al hombro de Martin, esperando entrar a Iguazú en cualquier momento.
    Y de repente, y como nos suele suceder, una fuerte lluvia se desató sobre nosotros. No debería haberme sorprendido tanto, semejante selva debe mantenerse de alguna forma. Una cortina constante de agua caía sobre la ruta mientras avanzábamos entrecerrando los ojos detrás del casco y sintiendo como toda nuestra ropa se mojaba en pocos segundos.
    Como la cosa no paraba y se ponía cada vez más intensa, debimos hacer una parada de emergencia. Con la ropa chorreando agua y las botas inundadas, nos detuvimos al costado de la ruta, bajo un techo de una parada de colectivos. Como pudimos e imitando a otro motociclista que también había hecho una parada de emergencia, estacionamos la moto debajo del techo para evitar que se siguieran mojando todo nuestro equipaje.
    Mi humor comenzaba a flaquear…. Tenía calor, estaba toda pegoteada y encima estaba empapada y todas mis cosas estaban mojadas. Pero bueno, aún seguía pensando que en pocos minutos llegaríamos a Iguazú y encontraríamos algún camping u hostal con una buena ducha para poder sacarme todo aquel húmedo viaje de encima.
    Durante varios minutos permanecimos en nuestro refugio, viendo la incesante lluvia caer y esperando. Hasta que finalmente, luego de unos 10 o 15 minutos, de a poco la lluvia se fue convirtiendo en una leve llovizna y decidimos seguir viaje.
    Otra vez sobre la ruta rodeada de la espesa selva, viajamos varios kilómetros más viendo la reciente lluvia caída evaporarse del caliente cemento, formando una densa neblina sobre la carretera. Y entonces…otra vez lluvia. Un nuevo chaparrón cayó sobre nosotros como baldazos de agua. Decidimos seguir a pesar de la lluvia porque sabíamos que estábamos cerca de llegar a la ciudad. Pero la tarde cayó rápidamente y cuando nos quisimos dar cuenta, la noche se nos había avecinado y la ruta estaba cada vez más oscura. Enormes luces nos encandilaban cuando los grandes camiones pasaban al lado nuestro, seguidos de una inevitable ola de agua.
    Entonces, cuando divisamos una estación de servicio al costado del camino, decidimos parar allí. Mojados de pies a cabezas, entramos al coffe shop y nos comimos un chocolate mientras veíamos la lluvia caer y caer sobre la carretera.
    Martin tiró la idea de pasar la noche allí, simplemente armando la carpa en un despejado terreno que había detrás de la gasolinera. Nos dieron el permiso sin problema, pero yo no estaba para nada conforme con la idea. Sabía que estábamos a solo pocos kilómetros de la ciudad y realmente necesitaba una ducha. Pero afuera la noche ya había caído por completo y la lluvia no paraba y no daba señales de parar a la brevedad… así que simplemente tuve que resignarme.
    Y allí, en ese húmedo lugar, bajo la incesante lluvia, toda embarrada, mojada, y sucia… tuve el primero de varios colapsos que tendría desde aquel momento a lo largo del viaje. Sólo imagínense: ya hacía cuatro meses que había dejado atrás mi casa y junto con ello, todas las comodidades a las que uno, en una vida cotidiana, está tan acostumbrado que ni las presiente. Pero en ese momento, donde lo único que quería era una simple ducha, mis nervios colapsaron… habíamos viajado mucho (y sobre todo bajo lluvias o por las noches, el viaje suele tornarse un poco más estresante) ya estaba cansada y de mal humor, y todo se me mezcló. Recuerdo haberme encerrado unos minutos en el baño de la estación de servicio y no salí hasta que recupere la cordura. 
    Así que bueno, con resignación armamos la carpa, a pesar de que todas nuestras cosas (incluidas las bolsas de dormir) estaban húmedas o mojadas, y allí pasamos la noche. Al día siguiente nos queríamos mataaarrr…. La lluvia no había parado… ni un poquito. Sabíamos que estábamos cerca de la ciudad, pero con aquella tormenta no queríamos salir a la ruta. Aún así desarmamos la carpa y simplemente esperamos… y esperamos… y esperamos.
    Pasó el mediodía y la lluvia NO paraba! Me entretuve durante aquellas largas horas rescatando hermosas mariposas que caían por la lluvia y llevándolas a un lugar bajo techo. Como les dije antes, la selva está llena de colores, y ello es gracias en gran parte a estos hermosos animales. Desde que habíamos ingresado no parábamos de ver llamativas mariposas revoloteando por donde uno mirase y de los colores más hermosos de la naturaleza: rojos, azules, verdes, colores tornasolados que se encendían con la luz del sol, todo un espectáculo.

    Súper hartos de tanta espera, nos animamos a salir a la carretera cuando vimos que la lluvia aminoraba un poco. Mojadísimos, entonces, llegábamos POR FIN a la ciudad de Iguazú. La ruta ingresaba a la localidad, donde de a poco comenzábamos a ver enormes carteles publicitarios, y varios hoteles. Sin saber dónde hospedarnos con tanta lluvia, paramos en una oficina de información turística y “casualmente” un hombre se nos acercó ofreciéndonos hospedaje.
    Sin más opciones y sólo pensando que queríamos un resguardo para nosotros y nuestras cosas, aceptamos la oferta de este hombre y lo seguimos. Después de tanto viaje y tanta lluvia, aquella impecable habitación con baño privado, tele, aire acondicionado y una confortable cama, era todo lo que necesitábamos.
    A pesar de estas comodidades, nada nos prepararía para estar TRES días consecutivos encerrados en aquella habitación porque simplemente la lluvia no paraba. Jamás en mi vida había estado tantos días bajo agua, pero supuse que en aquel lugar tan húmedo, aquello era algo normal.
    Al segundo día, y casi caminando por las paredes del hospedaje porque ya no sabíamos más qué hacer ahí encerrados, más que jugar a encontrar gekos en los rincones del hospedaje, aprovechamos unos milagrosos minutos en los que el cielo se abrió y la lluvia cesó y pudimos finalmente recorrer a ciudad.

    Asentada sobre la selva, Iguazú es una gran ciudad de anchas calles y un centro muy concurrido. Enfocado a los turistas, los locales ofrecen productos típicos del lugar como la yerba mate o souvenirs de animales autóctonos como monos y coatíes. Claramente quería comprarme todo, pero siempre debo contenerme en lugares así. Durante la tarde visitamos el “Hito tres fronteras”. Tomamos una larga costanera que bordea el Rio Paraná y llegamos a una cima, desde la cual se puede ver las costas vecinas de Paraguay y Brasil.

    Luego de tres días de lluvia, el clima mejoró parcialmente. Recuerdo que nos despertamos asombrados de sentir el canto de los pájaros y de ver débiles rayos de sol entrando por la ventana. No apresuramos con temor a que aquel bello día durara poco, y fuimos a visitar un lugar recomendado: La Aripuca.
    Sobre la entrada a la ciudad se puede acceder a este curioso lugar que en realidad nace como un emprendimiento de una familia, con el fin de concientizar sobre la conservación de la flora y fauna autóctona.
    El nombre proviene de una trampa utilizada por los nativos guaraníes para cazar, que consistía en un hábil y simple sistema de pequeñas ramas que se activaban cuando un animal pasaba por el lugar correcto, quedando atrapado dentro de una especie de “canasto” hecho con troncos entrelazados. Lo llamativo de este sistema, es que no produce ningún daño al animal, dándole la oportunidad al nativo cazador de soltar la presa si lo cree conveniente, sin herir innecesariamente a un ser vivo.
    De hecho al ingresar a este lugar que consta de varias hectáreas de verde, lo primero que se puede ver es una inmensa estructura, gigante que representa esta antigua trampa. Esta imponente construcción de casi 20 metros de alto, sorprendentemente fue hecha con árboles nativos de la selva de Misiones, rescatados de comercio o talas ilegales.

    Fue una visita corta, pero totalmente recomendable. Sobre la entrada, y a modo simbólico, se encuentra una planta de yerba mate. Antiguamente, la yerba mate era utilizada por los pueblos originarios para elaborar infusiones, y actualmente de ella se obtiene la materia prima para la típica (y genial en varios aspectos) infusión argentina: EL MATE.

    Ya dentro del parque, hay grandes salas con muchísima información fotográfica de la fauna y flora nativa del lugar y su estado de conservación. Y, sin lugar a dudas, poder recorrer aquel lugar acompañado de la armonía del arpa, es una experiencia hermosa.

    Como no podía faltar, en el lugar hay una gran casa de souvenirs, en cuyos jardines colgaron bebederos para picaflores y el lugar está repleto de estas pequeñas aves. Lo mejor de todo? un pequeño puesto de helados artesanales de yerba mate y rosas... sublime!

    Como el clima había mejorado considerablemente, decidimos abaratar costos y mudarnos a un camping. Así, llegamos así al excéntrico camping “La Modista”. Recién allí nos enteraríamos que aquellas intensas lluvias que habíamos sufrido durante tres días, habían sido unas de las peores precipitaciones jamás registradas y que habían provocado la crecida de los ríos, generando inundaciones y destrozos en varios puntos de la provincia… y ahí llegaría una muy mala noticia: como consecuencia de estas lluvias, las Cataratas del Iguazú, estaban cerradas al público.
    (Continuará...  )
    Más fotos de Misiones AQUI!
  15. Ayelen
    Ya habíamos estado en la gran y alborotada ciudad de Salta y ya habíamos visitado la verde Reserva El Rey, pero queríamos recorrer los áridos paisajes de sierras de colores que uno relaciona inmediatamente cuando se habla del Norte argentino.
    Por eso, fijamos nuestro siguiente objetivo en el pequeño poblado de Cachi.
     
    Para llegar, debíamos tomar la ruta provincial 33 y recorrer 110 Kilómetros que discurren entre enormes montes. Iniciamos una mañana con un cielo celeste y limpio sobre nuestras cabezas. Ya a los pocos kilómetros debimos hacer una breve parada para despojarnos de algunas ropas, porque el calor comenzaba a sentirse bastante y uno se empezaba a sofocar un poquito bajo el casco y las robustas camperas
     


    Iniciando el camino hacia Cachi
     
    La ruta, afortunadamente bastante tranquila y casi sin nada de tránsito, comenzó bordeando unos finos brazos de un arroyo que se dividía como hilos y corrían entre pálidas piedras (esta vez el arroyo corría por un costado del camino, y no lo atravesaba por completo como en El Rey! ) Los cerros cubiertos de tupidos arbustos bajos de color verde brillante le daban vida al paisaje.
     


     
     
    El camino empezó a volverse más sinuoso a medida que ascendíamos por aquellos grandes cerros, comenzábamos a transitar la famosa Cuesta del Obispo. Curvas y contracurvas obligaban a la moto a disminuir la velocidad cada pocos metros, y yo cabeceaba una y otra vez, golpeándome torpemente todas las veces contra el casco de Martin… TODAS las veces.
     


     
    Con el sol del mediodía radiante en el cielo, encontrábamos escasos segundos de alivio sólo cuando pasábamos por alguna curva donde el mismo cerro proyectaba su sombra. Ningún árbol alto se veía sobre aquel horizonte.
     


    Sombritaa
     
    Fuimos avanzando por el camino, que cada vez se volvía más empinado mientras subía por las sierras, y la vegetación fue cambiando de a poco. Los arbustos de aquel verde brillante ahora eran reemplazados por arbustos secos o de colores más apagados. Ya podíamos ver algunos típicos cardones elevándose sobre los riscos de los cerros.
     


     
    El motor de la moto zumbaba, mientras avanzábamos prácticamente en diagonal por aquel camino que subía y subía por las sierras, girando en las decenas de curvas que cortaban el paso a cada instante. El calor y el gran esfuerzo comenzaban a recalentar la moto, por lo que debíamos detenernos a hacer pequeñas pausas para darle un respiro a la pobre Honda.
     


     
    Tomamos una última gran curva que tenía un importante pendiente bastante empinada, y de repente del otro lado nos encontramos con una vista impresionante. Grandes cerros se expandían hacia el horizonte, cubiertos de un manto de hierba verde. Soplaban brisas calientes que corrían entre las desnudas ramas de algunos arbustos y mecían largos pastos amarillos. Desde allí teníamos una impresionante vista panorámica del camino serpenteante que corría por entre los montes, perteneciente a la Cuesta del Obispo.
     


     
    En aquel punto terminó el camino asfaltado y nos esperaban largos kilómetros de un seco camino de tierra. A nuestro paso íbamos levantando una gran polvareda que me obligó a cerrar el casco cuando empecé a sentir un peculiar crujir entre mis dientes.
    El camino que comenzaba a descender, discurría por entre las sierras, adaptándose a sus irregulares formas. Lo impresionante era ver el efecto aterciopelado de las hierba que cubría aquellos enormes cerros, realmente daban ganas de tocarlo!
     
     


     
    Y aún más sorprendente era poder ver en las altísimas cumbres de algunos cerros, acúmulos de nieve. Trazos de un blanco puro resaltaban notoriamente con el verde paisaje. La nieve nos seguía a todas partes!
     


     
    Con solemne lentitud fuimos descendiendo por la desprolija ruta que hacia tambalear un poco la moto, hasta que finalmente volvimos a la apreciada horizontalidad. Una llanura extensa de tierra y arbustos que terminaban a lo lejos en la hilera de sierras que cortaban el horizonte era nuestro nuevo paisaje, que formaban parte del Parque Nacional los Cardones.
     
     


     
    Atravesamos grandes hectáreas realmente minadas de cardones. De gran tamaño, estos señores con sus brazos al cielo se alzaban de a cientos sobre todo el llano. Sus grandes púas servían de refugio para insectos y aves.
     


     
    Finalmente, para cuando el sol a comenzaba a ocultarse, arribamos a Cachi. Un pueblito de lo más lindo que nos enamoró rápidamente.
     
    Cachi sería el primer verdadero poblado norteño que visitaríamos. En él, su arquitectura, sus costumbres y su gente mantienen vivo el espíritu autóctono que lamentablemente hemos perdido en las grandes capitales argentinas.
     


     
    Para coronar aun más nuestra visita, llegamos justo para el Torneo de Trompo y Bolita. No sé cuántos de ustedes reconocerán estos tradicionales juegos, pero para nosotros ver que aquellos pasatiempos, con los que nuestros padres jugaban, aún están vigente en aquella pequeña localidad nos llenó de emoción.
     


     
    Sobre la plaza principal se habían dispuesto varias canchas y los competidores participaban con sus propias canicas, en distintas categorías dependiendo de su edad. Desde pequeños novatos hasta adultos expertos formaban parte del torneo. Mientras las personas se agolpaban alrededor de las pequeñas canchas para ver las competencias, otros practicaban esperando su turno con los trompos. Me quedé boquiabierta al ver la habilidad de ciertos niños con ese pequeño juguete, lo hacían saltar y girar a su antojo.
     


     
    Animando el torneo, y dándole el toque musical, un grupo de chicos, realmente muy jóvenes se encontraban tocando música folclórica en una esquina. Armados con instrumentos típicos, como el acordeón interpretaron durante todo el mediodía diversos temas.
     


    Bombo con la Bandera Wiphala, de los pueblos originarios
     
    El niño que tocaba las cuerdas realmente la rompió (otra expresión argentina que significa que hizo un espectáculo buenísimo). Primero con el violín y luego con una especie de guitarra pequeña (o charango) que nunca había visto en mi vida. Unos grandes los peques.
     
     


     
     
    Sobre la misma plaza principal se encontraba la iglesia y el Museo Arqueológico Pío Pablo Díaz. Este interesante museo fue creado por los mismos vecinos de Cachi, con la intención de conservar los cientos de restos arqueológicos que aún hoy en día se encuentran distribuidos por toda la zona.
     


     
    El museo construido siguiendo la línea de las construcciones norteñas, está hecho de adobe, techos de caña y barro y pisos de arcilla cocida. No es gigante, pero entre todas las salas que se van conectando uno puede pasar y recorrer un periodo de 10000 años. Comenzando por restos arqueológicos de la época de cazadores y recolectores, el desarrollo de las diversas regiones, hasta el periodo inca y la llegada de los españoles.
     


     
    Los restos de recipientes con forma de animales perteneciente a pueblos originarios, o las vasijas delicadamente adornadas son sólo algunas de las cosas que se pueden ver expuestas. Un trabajo realmente valioso de conservación del pueblo de Cachi.
     


     
    Otro sitio interesante que visitar, sin dudas es la pequeña capilla, también sobre la plaza principal. La Iglesia San José de Cachi se construyó a mediados del Siglo XVII, y nuevamente conserva la arquitectura de la zona, al ser construida de adobe. Lo más llamativo de esta pequeña iglesia es su techo hecho de madera de cardón.
     
     


     
    Sobre un gran cerro próximo al poblado, se encuentra un gran cementerio desde donde se puede tener una hermosa vista panorámica del lugar. Las pocas manzanas de Cachi se establecen sobre un valle y se ve enmarcado de estos grades cerros. Hermosa vista.
     


     
    Desde Cachi decidimos ir hacia otra localidad muy turística y conocida por sus grandes viñedos, la localidad de El Cafayate. Para ello deberíamos retomar un camino familiar: La Ruta 40. Nos esperaría un gran dolor de trasero :ohmy:
     


     
     
    Mira el album , aqui!
     
     
     
     


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  16. Ayelen
    El camino desde el pueblito de Cachi hasta la turística localidad de El Cafayate por la Ruta 40 fue sencillamente un calvario. Nuestras pobres cachas quedaron a la miseria después de aquel día Fueron sólo 140 kilómetros, pero el camino es tan difícil de transitar, con tramos de arena o piedras sueltas, que nos llevó todo el bendito día. PERO, vale la pena cada dolor muscular porque el paisaje que se atraviesa es espléndido.
     


     
    Sobre aquella inmensidad de desnudos montes de tonos rojizos y altos cardones de puntiagudas púas, fuimos avanzando desde temprano, levantando una nube de polvo a nuestro paso. El camino de tierra con grandes baches o desnivelado en varios sectores nos obligaba a ir a la velocidad de un caracol.
     


     
    La ruta 40 corre por estos áridos parajes de bajos arbustos y cada tanto, para mi absoluto asombro podíamos divisar alguna humilde chocita perdida entre los cerros. Casitas construidas de adobe y paja se cocinaban bajo el ardiente sol de ese mediodía, mientras sus ocupantes seguramente se encontraban varios kilómetros más adentro, haciendo pastar sus vacas o sus llamas. Me costaba imaginar el tipo de vida que llevaban esas personas, viviendo en aquel lugar tan inhóspito, donde estoy segura que ni si quiera llega algún tipo de servicio… uno está muy acostumbrado a las comodidades de las grandes ciudades.
     


     
    En el kilómetro 4380 aproximadamente de la Ruta 40 nos encontramos con un espectáculo natural formidable: La Quebrada de las Flechas. En este tramo, el camino asciende por una gran pendiente y a los costados se levantan unas peculiares formaciones rocosas de hasta 50 metros de altura. Desde la tierra y completamente inclinados como si el viento las hubiera soplado, emergen estas grandes estructuras de capas apiladas de piedra, que recuerdan al hojaldre.
     


     
    Una vez que se asciende por el camino, desde lo alto la vista es maravillosa. El cordón de cerros que muestran este llamativo fenómeno geológico se eleva diagonalmente como una gigantesca ola petrificada. Una creación de la naturaleza que sólo se ve en este punto del camino y que deja sin habla a cualquiera que tenga el honor de apreciarlo.
     


     
    Continuamos por la “divina” ruta 40, que en algunos sectores se volvía particularmente complicada, sobre todo donde la fina tierra se había acumulado sobre el camino y debíamos atravesar esos grandes vados de arena con cautela para no perder el equilibrio. Después también tuvimos kilómetros y kilómetros de “serrucho” (así llamamos al camino cuando presenta continuas ondulaciones) e íbamos rebotando sobre la pobre Honda. Y así fueron cinco insoportables horas de viaje hasta que finalmente llegamos a Cafayate, agotada, con las piernas doloridas y sin trasero.
     
    Como no soy guía turística, ni trabajo para empresas de viajes, les voy a ser muy honesta: Cafayate no fue lo que nosotros imaginábamos, de hecho no nos gustó. Mucha gente se ha ido encantada con aquel lugar, pero luego de haber estado un par de días en el tranquilo y tradicional pueblito de Cachi, llegar a una localidad dedicada mayoritariamente al turismo, con cientos de negocios, mucho movimiento de extranjeros y bulla constante fue algo decepcionante.
     


     
    Quizás suene bastante hipócrita de mi parte, porque en definitiva también soy turista, pero personalmente creo que ciertos lugares pierden el encanto cuando lo explotación turística es masiva.
     
    Para finalizar la noche, llegamos a un camping bastante atestado de acampantes y motorhomes y tuvimos la desgracia de armar carpa al lado de un “adorable” vecino que quería compartir su molesta música con todos allí presentes, y tenía el volumen de su vehículo a tope. Mi instinto asesino estaba a punto de aflorar en cualquier instante.
     
    Pero estábamos tan agotados de la travesía que habíamos tenido aquel día, que a pesar del bullicio, pudimos dormir sin problemas.
     


    Viñedos de Cafayate
     
     
    A la mañana siguiente decidimos hacer una pequeña visita a unas recomendadas ruinas que se encuentran a sólo 55 km. de la ciudad. Le dimos un descanso a la moto y le quitamos las valijas y todo nuestro equipaje que la pobre llevaba encima y así, más ligera tomamos la ruta hacia las Ruinas de Quilmes.
     
    Los Quilmes fueron una tranquila población de indígenas que vivió en aquellas extremas tierras en el siglo X D.C. Construyeron sus asentamientos sobre las laderas de empinados cerros, edificando sus viviendas, represas y habitaciones de almacenamiento.
     
    Lamentablemente este pueblo fue perseguido y diezmado por los españoles, quienes en un acto atroz, cuando lograron conquistarlos, obligaron a toda la población, ancianos, mujeres, hombres y niños, a dirigirse A PIE, sin comida y sin agua, desde aquel lugar, hasta la provincia de Buenos Aires, unos mil kilómetros. Obviamente la mayoría de ellos murió en el camino de hambre, sed o agotamiento y así terminaron por aniquilar a este pueblo… triste historia, no creen?
     
    Desde la ruta, se abre un ancho camino de tierra que termina en una pequeña garita donde luego de pagar una entrada de no mucho valor, uno ingresa al territorio de lo que alguna vez fue la población de los Quilmes.
     
    Una simpática familia de llamas que se encontraban justo al lado de la entrada a las ruinas nos dieron la bienvenida y, aunque algo desconfiadas, me permitieron que las fotografiara. Hasta pude acercarme bastante a la pequeña cría que descansaba tranquilamente a los pies de su madre. Reto a cualquiera a no reírse a ver las caras de estos graciosos animales. Son geniales!
     


     
    El recorrido de las ruinas está a cargo de un guía que, sin ningún costo adicional, transita con un grupo de visitantes los primeros metros del terreno, narrando la historia de los Quilmes y explicando qué se ve en las ruinas. Así, aquellos bajos muros de adobe que sobresalían de la seca tierra y se podían ver multiplicados por toda la ladera del cerro, formaba parte del techo de las construcciones, ya que el resto de la vivienda se encontraba por debajo, enterrado.
     


     
    A medida que uno comienza a ascender por los estrechos caminos que cientos de años antes utilizaban los Quilmes para trasladarse por entre sus casa, se tiene una vista más panorámica y se puede apreciar la inmensidad de lo que fue el territorio de los Quilmes. Sólo un pequeño sector está expuesto al público y a estudios arqueológicos, pero si uno prestaba atención, muchos metros más allá se podían distinguir los restos de las viviendas, cubiertos de arbustos y cardones, que se extendían hasta el horizonte.
     


     
    Subimos casi hasta la cima del cerro, y hasta pudimos entrar a los restos de aquella viviendas, donde mi imaginación estallaba recreando lo que debían ser aquellas pequeñas casas de barros y techo de paja y la vida de los Quilmes. Y aunque busqué con sumo detenimiento no pude encontrar los restos de puntas de flechas o jarrones que el guía informó que era común encontrar aún por entre las ruinas.
     


     
    Empapados de historia volvimos a la ciudad vitivinícola de Cafayate y al día siguiente, dispuestos a seguir viaje, tomamos la Ruta 68 para atravesar uno de los más increíbles caminos de todo el viaje: La Quebrada de Las Conchas.
     
    Siempre ubicados dentro de los Valles Calchaquíes, una extensa área de valles y montañas que se encuentran compartidos por la provincia de Salta, Tucumán y Catamarca, la Quebrada de Las Conchas es un área natural con una belleza paisajística incomparable.
     
    Con un día bastante caluroso que entibiaba el aire mientras avanzábamos por la ruta, iniciamos este trayecto y a los pocos kilómetros ya comenzamos a ver las formaciones rocosas que hacen famoso el camino. Enormes estructuras que asemejaban a castillos (De hecho, creo que así los llaman) sobresaltaban por su geoforma y su llamativo color rojo.
     


     
    Hacia el fondo, grandes cerros se levantaban mostrando una mezcla de tonalidades, entre el verde apagado de la vegetación y algunos anaranjados y rojizos debido al óxido de hierro de las rocas.
     


     
    Estas grandes formaciones fueron el resultado de la continua erosión y dentro de ellos se abren angostos pasillos por los que uno puedo introducirse. Los intensos rayos de sol se colaban por entre las rendijas de estos túneles y todo se iluminaba con un rojo intenso.
     


     
    La ruta avanzaba por este desértico paisaje, bordeando el Río de Las Conchas y cada algunos kilómetros aparecían estas grandes formaciones, que se han bautizado con nombres como Sapo, Fraile, Las Ventanas, dependiendo de la imaginación de los visitantes… pero hay dos formaciones que uno no puede perderse. La Primera de ella lleva el nombre de El Anfiteatro.
     


     
    El Anfiteatro es una gigantesca estructura rojiza, con altísimas paredes que se abre en forma de U. Es increíblemente imponente. Uno ingresa por un pasillo angosto formado por estos grandes murallones de roca y a sólo unos metros, esta estructura se abre, formando una enorme habitación circular rocosa donde la acústica es perfecta. De hecho, grandes artistas musicales de la música folclórica argentina han brindado recitales en aquel extraño lugar.
     


     
    Aquellas enormes murallas que formaban El Anfiteatro mostraban una superficie trazada por años y años de erosión, ya que en aquel lugar corrían grandes arroyos de agua dulce. Y su característico color rojizo contrastaba con el limpio cielo celeste, formando un gran espectáculo de colores.
     


     
    Algunos kilómetros más adelante, se halla otra formación (para mi gusto personal, la mejor de todas) llamada La Garganta del Diablo.
     
    Esta enorme formación de características similares a El Anfiteatro, también se muestra con altas paredes de roca que formando un pasillo por el cual uno ingresa, pero a pocos metros se levantan naturales y altos escalones de piedra, como de dos metros, algunos más, algunos menos, que uno debe ir trepando para llegar al fondo de La Garganta del Diablo.
     


     
    Sosteniéndonos de los recovecos y sobresalientes que ofrecía la irregular superficie de la roca, fuimos “escalando” hasta llegar a un punto más alto, desde donde se podía apreciar una vista increíble de aquella enorme formación.
     


     
    Las serpenteantes vetas de sus rocas también evidenciaban el paso del agua por aquel lugar. Era increíble imaginarse que cientos de años atrás, aquello era una enorme cascada por donde el agua corría, siendo todo aquello tan desértico en la actualidad.
     


     
    Por sobre las repisas de piedra que sobresalían de estas sólidas paredes, nacían algunos arbustos y emergían algunas ramas más llamativas que estaban atestadas de claveles del aire, plantas parásitos.
     
    Bajar fue más difícil que subir, porque aquellos escalones eran bastante empinados y había que prestar atención a cada paso pero finalmente regresamos al lado de nuestra moto que nos esperaba aparcada fuera de La Garganta y continuamos camino.
     


     
    Finalizamos así, el trayecto de Las Quebradas de Las Conchas y emprendimos camino hacia la última provincia que visitaríamos antes de dejar el país: Jujuy
     
     
     


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  17. Ayelen
    “Bolivia te curte”*
     
    Estas tres palabras, dichas por uno de los tantos viajeros que nos cruzamos en el hostel de Humahuaca, en Jujuy, Argentina, me quedaron grabadas en la mente. Era la frase que coronaba la larga lista de opiniones y consejos que veníamos recibiendo de todos quienes ya habían visitado este país. Estábamos algo confundidos porque, por un lado había personas que hablaban maravillas de Bolivia y por otro, viajeros que tenían una opinión no muy buena… Pero, con Martin siempre coincidimos en que lo mejor es ver la realidad de un lugar con tus propios ojos, y no dejarse llevar por comentarios de terceros, por lo que intentamos llegar a este país vecino con una postura neutral.
     
    Así que allí estábamos, ese mediodía a punto de cruzar hacia Villazón, la ciudad fronteriza de Bolivia. Había mucha gente, muy poco orden, y TODOS estaban apurados por pasar, por lo que el trámite fue rápido pero bastante confuso con papeles yendo y viniendo, documentos, firmas y sellos por todos lados. Este desorden en la aduana nos traería sus penosas consecuencias cuando quisiéramos salir del país, pero ya les contaré eso.
     


    Y llegamos a Bolivia
     
    Villazón es una ciudad puramente comercial. Las calles estaban invadidas de negocios uno al lado de otro, la gente se atropellaba en las calles, los autos y buses tocaban bocina a cada instante atascados en el tráfico y, por si esto fuera poco, vendedores ambulantes se paseaban con grandes carros vendiendo jugos de frutas. Todo ese movimiento y esa bulla constante me terminaron por aturdir a los pocos minutos de haber ingresado al país.
     
    En aquel lugar tuvimos nuestro primer encuentro con las “mamitas”, las típicas mujeronas de Bolivia vestidas con sus tradicionales polleras largas, sus sombreritos negros y sus largas trenzas. Las mamitas son las que mandan, ellas se encargan de los negocios, de sus hijos e incluso del campo, como veríamos más adelante, e imponen bastante respeto.
     
    Esquivando la multitud y el tráfico, dejamos atrás Villazón y tomamos la ruta hacia el norte. El camino de a poco se fue tornando más inhóspito hasta que sólo quedamos nosotros. Nosotros y las sierras. Colinas enanas y otras más altas cubrían todo el paisaje en todas direcciones. Bolivia es prácticamente un país fundado sobre las sierras por lo que nos esperaban muchas pendientes y caminos sinuosos.
     


     
    Cada tanto nos cruzábamos con alguna comunidad que vivía en aquellos desérticos parajes. Sencillas casitas de adobe, con su bandera boliviana ondeando y una pequeña iglesia.
     


     
    La ruta 14 estaba en perfectas condiciones en ese tramo y era evidente que era una construcción nueva. Subía y bajaba por las sierra, se introducía en túneles cavados en la montaña y rodeaba grandes paredes de piedras. Mientras corríamos sobre el asfalto los rebaños de ovejas o llamas levantaban al unísono sus orejas y nos miraban pasar atentos, mientras una solitaria mamita, sentada a unos pocos metros de ellos, bajo el sol, los vigilaba.
     
     


     
    Viajamos unos 90 kilómetros aquel mediodía hasta que llegamos a Tupiza, una pequeña ciudad por la que se accedía cruzando un puente sobre el rio Tupiza. La idea de Martín era desviarnos en aquel punto por la Ruta 21, camino que, según habíamos averiguado, toman los transportes públicos hasta Uyuni. Pero cuando la empleada de la gasolinera en la que paramos nos comentó que por aquella ruta esa misma semana habían volcado tres camionetas por el deplorable estado en el que se encontraba… cambiamos de idea.
     
    Así que, luego de almorzar algo rápido en Tupiza, continuamos por la ruta donde veníamos atravesando el mismo paisaje de colores anaranjados y verdes.
     
    Caída la tarde, subimos por una sierra particularmente alta y justo al rodearla en la cima, tuvimos nuestra primera imagen de la ciudad de Potosí, cientos de casitas que se expandían como las ramas de un árbol por entre aquellas desérticas sierras, a los pies del enorme Sumaj Orcko, palabras quechuas que significan Cerro Rico.
     


    El Sumaj Orcko
    El ingreso fue bastante difícil porque Potosí es un laberinto. Diagonales que nacen en cualquier punto, callecitas que se cortan o terminan en un gran paredón. Y tráfico. Mucho tráfico. Las combis que servían como transporte público nos pasaban a centímetros y las motitos se nos cruzaban por todas partes. Además nunca había visto calles tan empinadas en mi vida! Mientras tratábamos de ubicarnos, subíamos por esos empedrados caminos y yo me agarraba de la campera de Martin cuando nos quedábamos atascados en el tráfico, tan inclinados que sentía que en cualquier momento la moto se despegaba del piso y se daba vuelta.
     
    Dimos un sinfín de vueltas y volvíamos siempre al mismo lugar hasta que nos dimos por vencidos y terminamos parando en un hostal de mala muerte, del cual prefiero no describir detalles porque podría herir la sensibilidad de algunos.
     
    Potosí es una ciudad muy antigua, que se mantiene intacta desde la época colonial. Mientras caminábamos por sus súper angostas veredas, de altas y delgadas casas de techos de teja con pequeños balcones y colores pasteles, nos íbamos cruzando con antiguos edificios y viejísimas iglesias de altas torres.
     


     
     


     
    Subimos y bajamos esas empinadas calles adoquinadas durante toda la tarde del día siguiente, siempre vigilados por el enorme Cerro Rico que aparecía en cada esquina, elevándose sobre la ciudad.
     


     
    Visitamos el mercado, obviamente, donde las mamitas vendían insistentemente su mercancía llamándonos la atención constantemente “cómpreme... cómpreme, señor…”. Algunas mujeres ancianas, con sus pieles marcadas por gruesas arrugas bajo el tradicional sombrero comían sentadas al lado de bolsas de condimentos o verduras, y otras mucho más jóvenes se paseaban por el mercado con sus largas trenzas y sus robustos cuerpos tras las polleras.
     


    En el mercado de Potosí
     
    Esa misma noche, nos sorprendió cruzarnos con un espectáculo un tanto inusual para nosotros en una plaza cercana al hospedaje, un concurso de mamitas y cholitas. El lugar se encontraba repleto de gente, con una banda musical sonando a todo volumen, una tarima, una presentadora y un solemne jurado de gente que ni conocía.
     
    Nos arrimamos en el momento en que eran llamadas una por una a las mamitas. Bellas mujeres vestidas con sus tradicionales trajes iban bailando al ritmo de la música entonada por el conjunto, ondeando sus coloridas polleras.
     


     
    Sus camisas adornadas con enormes y brillantes piedras, sus costosos sombreros y sus prolijas trenzas se paseaban alrededor del público que aplaudía y vitoreaba con cada presentación.
     


     
    Luego siguieron las cholitas y el público masculino, sobre todo, estalló en éxtasis. Estas jóvenes y preciosas niñas con sus trajes entallados, cortas polleritas y altas botas fueron mostrándose al jurado mientras bailaban rítmicamente la cumbia tradicional de Bolivia.
     


     
    A la mañana siguiente, lo que temía ocurrió: Martin comenzó a insistir sobre realizar el famoso tour hacia las minas de Potosí. Yo aún recordaba a aquel viajero que nos cruzamos en Humahuaca hablándonos sobre ese recorrido, y me retumbaban en la cabeza las palabras oscuridad, angosto, ahogarse, claustrofobia, difícil…. Realmente no tenía ni la más mínimas de las ganas de vivir una experiencia traumática como esa.
     
    De muy mala gana terminé aceptando y esa misma tarde, una pequeña y algo destartalada combi nos recogió junto a unos 4 franceses que harían el tour con nosotros. La guía era una mujer oriunda de Potosí, que al principio poco se percató de nuestra presencia lo que aumentó notablemente mi mal humor.
     
    Nuestra primera parada fue en un pequeño almacén. Allí, la guía nos mostró los preciados tesoros que los mineros compran antes de una jornada laboral. Por empezar, las famosas hojas de coca. Es muy común observar a los pobladores de esas zonas de gran altitud mascar hojas de coca continuamente (que nada tiene que ver con consumir cocaína) ya que poseen activos, los alcaloides, que, entre muchos efectos, generan una vasodilatación que mejora la respiración e irrigación sanguínea. Para extraer al máximo estos activos de la hoja de coca, los pobladores suelen mascar bicarbonato o extracto de plátano. Simplemente se introducen unas hojitas dentro de la boca, en las mejillas y la mantienen allí, cada tanto masticándolas.
     
    El siguiente elemento era el alcohol. Nos sorprendió ver que lo que la guía nos mostraba no era una bebida alcohólica… era alcohol, puro. De ese que uno utiliza para limpiarse las heridas. Y nuestras caras fueron épicas cuando, sin mucha duda, la guía le dio un gran trago a esa botellita.
     
    Y por último, la dinamita. Utilizada para volar trozos de rocas de la mina, llevarlos al exterior y realizar la extracción de la plata en laboratorios, la dinamita era comprada como si fueran caramelos. Potosí es el único lugar en el mundo en el que se puede comprar este explosivo de forma libre.
     
    Nuestra siguiente parada fue para colocarnos las ropas adecuadas para ingresar a la mina. Unas altas botas y unos cascos con linterna completaban el traje. Me sentía disfrazada y claramente no quería estar ahí.
     


     
    Y así, partimos rumbo a la mina. La combi fue haciéndose paso a través de aquellas angostas y empinadas calles tocando constantemente bocina (sin desacelerar en ningún momento) para que las personas saltaran fuera de su camino. Dejamos atrás la ciudad y comenzamos a ascender por un destruido camino de tierra que llegaba justo a la entrada de la mina. La combi iba moviéndose de un lado hacia otro y si miraba por la ventanilla podía ver la altura que íbamos ganado y lo peligrosamente cerca que estábamos del borde. Pensé que íbamos a morir antes de llegar a la mina.
     


     
    Pero llegamos al asentamiento, sanos y salvos. Desde aquella altura se podía apreciar toda la enorme ciudad de Potosí. Pequeñas casillas de adobe y paja que eran utilizadas como bodegas de almacenamiento se extendían en fila hasta la entrada a la mina.
     


     
    Cuando vi esa pequeña abertura en la roca, tan a oscuras, mis nervios se dispararon. No sabía qué c*** estaba haciendo ahí y no quería saber NADA con meterme por ahí.
     
    Sin mucho preámbulo encendimos las linternas de nuestras cabezas e iniciamos el recorrido. Respiré hondo, antes de meter de lleno mis pies en un enorme charco a la entrada y me metí a la mina tras Martin.
     


     
    Siguiendo las vías utilizadas para sacar las rocas en carros, fuimos avanzando un poco a los tropezones hacia el interior de la mina, hasta que la luz de la entrada desapareció y quedamos en la completa oscuridad, sólo iluminados por nuestras linternas.
     


     
    Caminamos en silencio durante varios minutos, esquivando algunas estalactitas que colgaban del techo, hasta que el camino comenzó a descender. Era bastante aterrador mirar por sobre el hombro y no poder ver absolutamente nada.
     


     
    El camino fue complicándose lentamente. En algunos tramos el techo era tan bajo que teníamos que avanzar agachados y esquivando las vigas de madera que atravesaban de lado a lado el túnel.
     


     
    La temperatura empezó a aumentar a medida que bajábamos y repentinamente comenzamos a sentir ese fuerte y sofocante hedor que invadió todo. Provenía del sulfato de cobre que se formaba como una rugosa espuma sólida por encima de nuestras cabezas, en el techo. Era difícil respirar con ese ambiente tan pesado y con tanto polvo suspendido en el aire, pero uno se termina acostumbrando.
     


     
    Nos cruzamos con un minero trabajando. La verdad que no puedo decirles a edad que tendría aquel hombre porque ese trabajo insalubre lo había demacrado. Las jornadas laborales de los mineros podían extenderse hasta doce horas. Doce horas de trabajo físico extremo colocando dinamita o levantando enormes rocas, sin ver un rayo de sol y respirando todos esos gases y polvo. Era realmente chocante.
     
    Seguimos el recorrido, con la guía delante que nos fue llevando cada vez más profundo en la mina, hasta que llegamos a un tramo donde debimos trepar unas altas y precarias escaleras de maderas por un estrecho hueco. Una vez arriba, continuamos el camino hacia una bóveda excavada en la piedra donde visitamos a El Tío.
     


     
    Cuando los españoles llegaron a estas tierras y se encontraron con esta mina de plata, rápidamente sometieron a los indígenas de la zona a trabajar en la explotación minera. Tomando la idea de que existía un Dios en el cielo, a lo largo de los años ambas culturas se fueron mezclando hasta elaborar la creencia de que, bajo la tierra se encuentra El Diablo, a lo que los indígenas llamaban El Tío. Esta creencia ha perpetuado a través de los años y actualmente, El Diablo o El Tío es aquella figura a la que los mineros adoran y llenan de regalos a cambio de una buena jornada laboral.
     
    En aquel sector de la mina a la que nos había llevado la guía se levantaba esta aterradora figura, que hacía muchísimos años habían levantado los primeros en explorar la mina. Esta figura de tamaño más grande que un humano se encontraba sentada, con sus ojos brillantes y sus grandes y puntiagudos cuernos. De él colgaban coloridas serpentinas y en su falda y sobre su cabeza se amontonaban las hojas de coca que los mineros ofrendaban. También algunas botellas de alcohol y varios cigarrillos se encontraban dispersos alrededor de El Tío.
     


     
    Bastante abrumador era esa imagen, tanto que me costaba mirarlo fijo a la cara, porque realmente daba miedo. Nos sentamos alrededor de Él, para recuperar el aliento, mientras la guía contaba la dura vida de los mineros y, más sorprendente aún, de los niños que a muy temprana edad, debido a su pequeña estatura, comienzan a trabajar arrastrando grandes carros o ayudando a los mineros. Es normal en Potosí el trabajo infantil en la mina.
     
    Antes de emprender la retirada pasamos por un peculiar trayecto donde el sulfato de cobre se aglomeraba en cúmulos de un brillante color turquesa que colgaban del techo de la mina.
     


     
    Después de casi dos horas caminando por aquel oscuro y estrecho túnel, comenzamos el regreso que, supongo que debido a la ansiedad de todos por salir, se hizo mucho más rápido.
     


     
    Una vez fuera de aquel lugar, fue muy bueno volver a respirar aire puro. Despeinados y cubiertos de polvo, retornamos al hotel. A pesar de que había estado tan negada en hacer aquel recorrido, al final tengo que admitir que fue una gran experiencia.
     
     
     
     
    (*expresión que significa que te endurece, te fortalece mediante experiencias sufridas)
     
     
     
     
     
    Mira todas las fotos del Álbum Potosí, aqui!
     
     
     
     


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  18. Ayelen
    Aun desconozco quién fue el irónico que bautizó como La Paz a la capital de Bolivia, porque de pacífica no tiene nada. Haber sobrevivido al tráfico de aquella ciudad fue claramente la prueba que necesitábamos superar para saber que podemos sobrevivir en cualquier parte del mundo sobre la moto.
     
    Llegar a La Paz desde Cochabamba nos tomó un día entero. Para ser sincera, ya estábamos bastante saturados del paisaje serrano. Desde el norte de Argentina veníamos empachados de sierras y montañas. Por eso, cuando ya pasado el mediodía ante nosotros se abrió un gran e inhóspito desierto, nos sorprendimos bastante.
     
    Nos faltaban pocos kilómetros para llegar a La Paz, pero la noche se nos avecinaba y de antemano habíamos decidido acampar al costado del camino. Pero este nuevo paisaje nos complicaba las cosas. Hacia los costados de la ruta se extendían varios kilómetros de tierra seca hasta toparse muy a lo lejos con unos enormes cordones montañosos, en el horizonte. Y no había nada, ni un árbol, ni un monte, ni un trecho con césped donde armar la carpa. Solo tierra y más tierra colorada que se levantaba en una molesta nube cada vez que pasaban pesados camiones a toda velocidad por la ruta.
     
    El sol ya comenzaba a ocultarse cuando nos cruzamos con un pobre camino marcado hacia un costado de la ruta que se internaba en este árido desierto y terminaba unos kilómetros más adelante, donde se elevaba un pequeño grupo de no más de 20 o 30 humildes casitas.
     
    Sin muchas opciones tomamos el camino decididos a encontrar un sitio para armar la carpa en aquella comuna. Nos internamos entre las casitas de adobe y paja, sintiéndonos en un pueblo fantasma, porque no había absolutamente nadie en las calles.
     


     
    Como siempre, yo ya había comenzado a impacientarme y a refunfuñar porque nuestra idea parecía haber fallado, cuando repentinamente se apareció ante nosotros una pequeña niña de 12, 13 años, de tez trigueña y rasgos bolivianos. Abrigada con un gorro de lana, porque la tarde comenzaba a ponerse cada vez más fría, se acercó a nosotros con una sonrisa gigante, como si nos hubiera estado esperando y se presentó como Trifonia. En sus brazos llevaba un bulto que mecía enérgicamente y al arrimarme a ella descubrí un pequeñísimo bebe de apenas días envuelto en aquella gruesa cobija, su pequeña hermanita.
     
    Al contarle que veníamos viajando desde muy lejos y necesitábamos un lugar para pasar la noche, sin dudarlo nos dijo que podíamos acampar en el patio de la escuelita del pueblo, ya que al ser fin de semana estaba cerrada. Nos acompañó hasta la escuela (que quedaba solo a una cuadra y media porque aquel lugar era realmente muy pequeño) y entramos a un patio de cemento a través de un gran portón. La pequeña escuelita se levantaba en una esquina, y en la otra, una parroquia, mientras que la mayor parte del patio era ocupado por una cancha de futbol.
     
    Tras Trifonia apareció su hermana que le seguía en edad, Roxana, acompañada de una más pequeña aun que llevaba de la mano.
     
    Mientras comenzábamos a armar la carpa, las tres niñas nos miraban asombradas y no nos creían cuando les decíamos que aquel iglú de plástico era “nuestra casa”. Y cuando inflamos el colchón… se armó toda una revolución. De repente nuestra carpa se había convertido en uno de esos juegos inflables que se alquilan para los cumpleaños de los niños, cuando las tres se metieron y comenzaron a saltar y a rebotar de un lado para otro. Temía un poco que el colchón no llegara a sobrevivir a la invasión, pero verlas tan maravilladas con algo que para nosotros era tan banal y hasta pasaba desapercibido, me generaba un sentimiento de complicidad.
     


     
    Trifonia, Roxana y Camila eran diferentes a mí y a los niños que conozco. Tenían sus pieles curtidas por el sol, las plantas de sus pies acostumbradas de andar descalzas por la tierra y sus mejillas quemadas. Ellas iban a la escuela durante todo el día, pero también ayudaban a sus padres en la venta de productos en la feria del pueblo más próximo, cuidaban la vaca de su abuelo, prácticamente criaban de sus hermanitas como una madre y tenían demás tareas de adulto. Y ahí estaban, fascinadas con una carpa, a carcajadas.
     
    En ese instante, me di cuenta de que teníamos algo en común. Cuando uno crece y se convierte en “adulto”, hace un gran sacrificio a cambio: termina perdiendo la inocencia. Con las vivencias cotidianas, la rutina de un trabajo, del estudio, preocupaciones sin sentido, es difícil prestar atención a ciertos instantes mágicos que suelen pasarnos desapercibidos. Viajar tiene un poco eso de volverse niño nuevamente. Todo es nuevo, todo es un estímulo. En una calle abarrotada de cualquier ciudad que visitáramos, donde la gente corría con sus preocupaciones en la mente, nos asombrábamos con cosas que para los demás ya forman parte del paisaje habitual. Una veja cúpula de una iglesia, un bello esténcil pintado en una arruinada pared, una enorme montaña elevándose entre edificios… como aquellas tres niñas, nosotros nos íbamos fascinando con esas cosas que para los demás pasaban inadvertidas.
     
    Se ve que la noticia de que dos extraños habían llegado al pequeño pueblito en una moto se propagó rápidamente, porque ya para cuando el campamento estaba armado y la noche había caído, varias cabecitas de niños comenzaban a asomarse curiosos por el portón de la escuela.
     


     
    En pocos minutos éramos el centro de atención de varios niños que se acercaban tímidamente a ver a estos dos que venían de tan lejos. Hasta la madre de las cuatro niñas se acercó preocupada buscando a sus hijas que se habían instalado en la carpa y no querían saber nada con salir de allí.
     
    Como uno de los niños sabiamente nos advirtió, la noche fue bastante fría en el pueblito (que descubrimos que se llamaba Calacota Baja) y nos despertamos varias veces en mitad de la noche, tiritando.
     
    Más temprano de lo que hubiéramos querido, la pequeña Roxana se acercó a la carpa a despertarnos y a traernos con Kola Quina (una gaseosa de cola artesanal). Nos ayudó a desarmar campamento y después de dejarle un anillito y algunas hebillas de pelo de regalo, nos despedimos de ella quien nos saludó con su mano desde una esquina y con lágrimas en los ojos, hasta que tomamos la ruta nuevamente.
     
    Aquel encuentro con estas tres pequeñas me había dejado algo embobada y risueña, pero todo se esfumó cuando ingresamos a La Paz.
     


     
    Nos habían advertido de varias cosas en cuanto al comportamiento de las personas que conducían en aquella enorme ciudad y una tras otra, fueron sucediendo. La entrada a La Paz no es más que una ancha avenida de mano y contramano por la que transitan autos, camiones, motos, buses y combis. Los vendedores se pasean por entre los vehículos con sus mercaderías en un acto algo suicida, y nadie respeta ni una norma de tránsito.
     
    Y sobre todo hay algo que termina estresando por demás toda aquella situación: los bocinazos constantes. Los “pi-pi” no paran de sonar ni un momento y llega un punto que ya pierden el sentido inicial porque ya todos están tan acostumbrados a que suenen constantemente que nadie los toma como un sonido de advertencia.
     
    Las combis llenas de pasajeros se mandaban por CUALQUIER lado, mientras uno hombre colgado de la puerta abierta, con medio cuerpo afuera gritaba con cantito el destino de cada línea. Por segundos carriles inventados, pasaban combis tras combis a toda velocidad, inclinadas con la mitad del automóvil metida en la banquina de tierra. Y cuando querían ingresar al carril real directamente le daban un manotazo al volante y se metían. Nada de perder el tiempo con una luz de giro ni mucho menos voltearse para ver si, por esas casualidades, alguien viene detrás!! Cada vez que algo así sucedía Martin debía clavar con fuerza los frenos y yo me estampaba contra su espalda.
     
    Y los semáforos realmente están de adornos. Si uno se para en rojo, inmediatamente es aplastado por una ola de bocinazos y maldiciones de parte de los conductores, mientras te pegan el vehículo atrás amenazadoramente para que avances. Ahí reinaba la ley de la selva, el más grande tenía el poder.
     
    Nos atascamos en un enorme embotellamiento, ya que un camión le había arrancado todo el lateral a una combi, como si fuera una lata de sardinas. Un accidente que dadas las condiciones de tránsito que reinan en aquel lugar, debe ser habitual.
     
    Una vez que salimos de aquel atascamiento, la avenida se transformaba en una autopista que comenzaba a ascender por entre unos cerros, bordeaba una colina urbanizada hasta la copa y de repente aparecía La Paz ante nuestros ojos.
     


     
    Creo que es una de las ciudades más enormes que vi a lo largo de este tiempo y su dimensión me impresionó bastante. Desde aquella altura podíamos ver algunos manojos de edificios agrupados por aquí y por allá en lo que serían los puntos más céntrico de la ciudad, y luego todo, absolutamente todo hasta donde los ojos pudieran ver, estaba invadido de casas y casitas bajas que se aglomeraban una junto a la otra y ocupaban todo el valle, las pendientes de las sierras y sus cimas. TODO.
     
    Una vez que ingresamos a la ciudad propiamente dicha, el caos disminuyó bastante y fue mucho más tranquilo y organizado de lo que nos imaginábamos. Dimos varias vueltas hasta que finalmente nos topamos con un hostel construido en una edificación muy antigua (como todo allí) de varios pisos. Todas las paredes de las habitaciones servían de paño blanco para los viajeros que en un arranque artístico dejaban su huella…. Había dibujos y frases muy hippies.
     


     
    Para activar la circulación en nuestras piernas después de tantas horas sobre la moto, nos fuimos a dar una vuelta caída la tarde. Aun siendo una enorme e importante capital, La Paz conserva (quizás en minoría) esa imagen tradicional de Bolivia, con las mamitas fácilmente detectables por sus vestimentas y largas trenzas, los mercados populares y las ferias.
     


    Sus 800 mil habitantes invadían en ese momento las calles, retornando a sus hogares después de la jornada laboral y a medida que la noche caía las sierras comenzaban a iluminarse como un árbol de navidad.
     


     
    La urbanización de la ciudad es bastante peculiar, con anchos puentes que cruzan de lado a lado las autopistas, pero que continúan por encima de calles y sobre los cuales se elevan grandes edificios comerciales. La ciudad está establecida en varios niveles, sobre estos puentes y en las cimas de las sierras conformando lo que sería “El Alto” al cual se llega a través de diversas líneas de telesféricos.
     


     
    Entre tantos edificios céntricos y calles grises uno puede encontrar algunos recovecos llamativos y bonitos como una pequeña peatonal que estaba a pocas cuadras del hostel, del estilo colonial con las fachadas de las casas pintadas de llamativos colores.
     


     
    O la importante Plaza Murillo, ubicada en pleno centro de La Paz, plaza de cientos de años, testigo mudo de todo el crecimiento del país, y de los principales acontecimientos históricos de la ciudad.
     


     
    Una tarde tomamos una gran avenida principal céntrica, que me recordó mucho a las típicas avenidas del microcentro porteño, salvo que en esta ciudad se podía ver una enorme montaña nevada entre las columnas de edificios. Como dije antes, ahí reinaba la ley de la selva: Cruzar las calles era todo un riesgo y uno tenía que estar atento a los buses, las motos que pasaban por la banquina en contramano, la turba de personas que te arrastraba o te chocaba sin piedad. Una ciudad bastante… ciudad.
     


    Las benditas combis que eran mayoría entre los vehículos que circulaban por la ciudad, paraban donde querían, así atascaran todo el tránsito y por encima de los bocinazos se podía escuchar el grito de los hombres desde las ventanas de estos minibuses, haciendo que la gente corriera de un lado hacia otro buscando aquel que la llevara a destino.
     
    Cruzamos una zona universitaria y llegamos a un enorme parque verde situado en pleno corazón céntrico, rodeado de edificios. Dentro del parque había diversas áreas recreativas y hasta habían construido un pequeño estadio y un mercado de comidas.
     


     
    Dentro del mercadito, había varios puestos, desde donde morrudas mujeres cocinaban en grandes ollas, mientras te invitaban a los gritos a pasar. Largas tablas estaban dispuestas como mesas donde te sentabas donde había lugar, codeándote con algún otro comensal.
     
    Aunque desde Sucre era más selectiva con las comidas, probamos una comida típica de Bolivia, el famoso Pique macho, en aquel mercado. Con arroz, y papas (cosas infaltables en cualquier comida boliviana) junto con verduras y carnes salteadas, este plato era una mezcla variada de todos los sabores.
     


     
    Cruzando aquel parque y subiendo por unas pasarelas que se elevaban por encima de la ciudad, se llegaba a un parque infantil, donde la vista me recordaba a una maqueta, con los edificios prolijamente armados y las casitas a los lejos sobre las sierras, rellenando el paisaje.
     


     
    Sólo estuvimos un par de días en aquella bulliciosa y concurrida ciudad y para mí, ya había sido más que suficiente y ya estaba ansiosa de continuar nuestro camino. Lo que no sabía es que Martin tenía planeado hacer El Camino de la Muerte.
     
     
     
     
     
    Mira! :O
     
     
     
     
     


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  19. Ayelen
    ¿Quién, en su sano juicio, tendría ganas de tomar una carretera que es conocida mundialmente como “El camino de La Muerte”??? Ya para esa altura del viaje, había comenzado a dudar de la cordura de Martin. Nos metimos a investigar en internet y las cosas que aparecían relacionadas con esta mítica ruta iban de trágicas a catastróficas: Trechos del camino derrumbados completamente, camiones accidentados, colectivos llenos de pasajeros que caían por el precipicio sin sobrevivientes, y un número de víctimas fatales que hacían honor a su nombre .
     
    Pero, estando en La Paz nos acercamos a un centro de información turística y la novedad que allí nos dieron a Martin lo llenó de decepción y a mí de un gran alivio.
     
    El famoso camino de La Muerte o Camino a Los Yungas (su nombre real) es una carretera conocida mundialmente por su alto número de accidentes. Y es que era la única vía que comunicaba los pequeños pueblos establecidos en las yungas de Bolivia, con el “mundo exterior”. Los pobladores de estos sitios no tenían más opción que subirse a esos destartalados y colmados buses que, con esa imprudencia que ya conocíamos y últimamente habíamos padecido de los conductores bolivianos, se mandaban por ese terrible camino . Son kilómetros y kilómetros de una vía de tierra y piedras, angosto al punto de permitir el paso de un solo vehículo en varios trechos, que asciende hasta los 4650 metros de altura y no tiene, claramente, nada de banquina. Son conocidos los accidentes que diariamente ocurrían en él. Vehículos desbarrancados, choques en curvas, caída libre a varios metros de altura. El camino de la muerte se ha cobrado más de miles de muertes! Claramente no me inspiraba ni una pizca de confianza.
     
    Pero resulta que el último gobierno boliviano consideró que esto era una locura y realizaron una nueva carretera, asfaltada y señalizada que une entonces los pueblos de esta zona con La Paz. De esta manera, el Camino de La Muerte actualmente (y lamento decepcionar a quienes ya se estaban apuntando para realizar esta aventura) sirve sólo para turismo. Únicamente grupos de bicicletas contratadas como excursión y motos pueden transitar por él.
     


    Ya no sonaba tan temerario, pero de igual forma una mañana nos encaminamos hacia aquella experiencia. A sólo pocos kilómetros de haber salido de la caótica ciudad de La Paz todo cambiaba abruptamente. El ruido constante de las bocinas y los motores de los vehículos y el murmullo de la gente que colmaba las calles urbanas fue reemplazado por un silencio total y los altos edificios pegados uno al lado de otro, ahora eran grandes colinas de suaves bordes que se elevaban hacia un cielo completamente limpio.
     
     


    Alejándonos de La Paz
     
    A medida que íbamos avanzando sobre el camino y éste ascendía, las sierras aumentaban en tamaño hasta convertirse en imponentes montañas de picos altos y blancos por las nevadas. El clima de montaña y nieve también comenzaba a sentirse en ese punto a pesar de que iba completamente abrigada y con varias capas de ropa encima.
     


     
    Una tras otra nos pasaban camionetas con varis bicicletas acopladas en su portaequipajes, y dentro de ellas, se podían ver nerviosas y ansiosas caras (mayoritariamente de europeos) por iniciar el tour.
     
    Compartía esos nervios, pero a diferencia de ellos, no estaba ansiosa por lanzarme a aquel mortífero camino, más bien estaba algo asustada. Nunca me gustó pasar por caminos de tierra o en mal estado con la moto. Las deplorables carreteras de Bolivia ya habían devastado mi psiquis pero habíamos tenido que pasarlas porque no había otro camino. Ahora, ELEGIR hacer El Camino de La Muerte era algo que a mi mente le parecía muy contradictorio, dado mi rechazo hacia cualquier ruta que no sea asfaltada.
     


     
    Con algo de resignación y animándome a “seguir la aventura” llegamos hasta una bifurcación del camino, donde un cartel amarillo indicaba el comienzo de la ruta. Pero, ya de antemano supe que, claramente, aquel trecho que estábamos por iniciar no iba a ser en nada parecido a aquellas historias que habíamos leído por internet donde motoristas contaban sus penosas experiencias por el Camino de La Muerte. El propio cartel, en inglés y castellano con una bicicleta pintada nos daba la bienvenida. Ya todo era completamente turístico, del Camino de La Muerte real y peligroso probablemente ya no quedara nada. Si hay algo que aprendí en este viaje es que todo lo que no sea turístico jamás te dará la bienvenida amablemente.
     


     
    El Camino de La Muerte, entonces, se abría hacia un costado de la ruta, internándose entre medio de grandes paredes de roca cubiertas con cortinas de lianas y helechos. Este angosto camino de tierra, corría zigzagueante, como una serpiente haciéndose paso por entre la espesa yunga. Aun así, puedo asegurarles que estaba en mejor estado que las rutas bolivianas oficiales que habíamos cruzado.
     


     
    Y lo mejor de todo el camino: la increíble vista que se obtiene desde cualquier punto del trayecto. Apenas habíamos hecho unos kilómetros y costaba creer que del otro lado de esa maleza hubiera una moderna ruta asfaltada que nos llevara a La Paz, porque sentía que nos habíamos transportado de repente a otro lado del mundo. Probablemente este sentimiento también se debiera a que aquel paisaje de montañas enormes cubiertas de selva espesa no tenía nada que ver con el monótono paisaje altiplano que habíamos estado viendo desde que entramos a Bolivia.
     


     
    Mientras algunas bicicletas nos pasaban velozmente, nosotros en cambio, decidimos ir tranquilos, disfrutando de la selva de montaña, con la neblina cubriéndolo todo varios metros por encima de nuestras cabezas.
     


     
    Como un enorme tajo abierto, el Camino de La Muerte cortaba el verde de las montañas mientras ascendía sinuosamente. Yo mantenía los ojos bien abiertos detrás del visor del casco, para intentar retener todos aquellos recuerdos fotográficos (lo que indica lo bueno que estaba el camino, porque de lo contrario, no hubiera podido disfrutar de aquel paisaje) y recordé la leyenda que nos habíamos cruzado mientras navegábamos en busca de información. Aquel camino había sido construido por prisioneros paraguayos, tomados por los bolivianos en la guerra por el Chaco. A pesar de que Bolivia no salió victoriosa de este enfrentamiento, cientos de paraguayos fueron obligados a trabajar arduamente en aquella carretera, y todo el rencor y odio por parte de los prisioneros terminó maldiciendo aquel camino durante los siguientes años.
     


     
    No era una bonita historia para recordar, y la verdad que en aquel momento, siendo nosotros solos los únicos que transitábamos por aquel lugar (con alguna que otra bici pasándonos esporádicamente) costaba creer que aquel bello sitio estuviera maldecido. Pero, si me imaginaba las mismas situaciones vividas en la ciudad, aquel sitio se me volvía un infierno. Al ver esas altas y vertiginosas laderas, e imaginarme un colectivo repleto de mujeres, hombres y niños rodar hasta el fondo, un escalofrío me corría por el cuerpo y la idea de una maldición ya no me parecía tan ridícula.
     
    Kilómetros tras kilómetros al costado del camino se elevaban cruces de todos los tamaños y formas, indicando el sitio exacto donde una persona había perdido la vida. Suele ser común cruzarse en cualquier ruta con estos símbolos, pero la cantidad que vimos en El Camino de La Muerte nos recordaba que, por una maldición o no, aquel lugar había representado algo mucho más oscuro en la población boliviana, que sólo un camino aventurero para turistas como lo era en la actualidad.
     


     
    Fuimos avanzando siguiendo la tradición antigua de conducir por la izquierda, porque años atrás, los conductores de los autos, camiones y autobuses debían poder sacar la cabeza por la ventanilla y asegurarse de que todas sus ruedas se mantuvieran dentro del camino al pasar a otro coche de frente o cuando el ancho se reducía peligrosamente.
     
    En nuestras paradas, cuando encontrábamos algún llano al costado de la ruta, podía entretenerme fotografiando toda la flora que nacía tímidamente por entre la enorme maleza selvática. De las grandes y rectas paredes de las montañas caían largas lianas y algún que otro hilo de agua como pequeñas cascadas se colaban por entre las rocas.
     


     
    El enorme valle tapizado de vegetación se abría a los pies de estas montañas que no dejaban de emerger hacia el horizonte ocultando sus picos tras la húmeda niebla.
     


     
    No todo el trecho fue perfecto, tuvimos que pasar por enormes lodazales que se atravesaban de lado a lado, o cruzar pegados al precipicio porque el ancho del camino no permitía otra cosa (no podía creer cómo hacían los buses antes para pasar por ahí). Pero fuimos avanzando tranquilos, sin prisa hasta que llegamos a una pequeña comuna donde un enorme cartel le daba la bienvenida a los ciclistas y los felicitaba por haber hecho el temerario Camino de La Muerte…….. vamos, me parece admirable lo de estos chicos, pero aquello ya era algo muy exagerado…
     
    Continuamos unos kilómetros más hasta llegar a un cartel que nos indicaba que ya estábamos cerca de arribar a Coroico, el poblado al que llega el Camino de La Muerte.
     


     
    Llegar al centro de Coroico implicaba ascender por una calle empedrada que se encontraba inclinada en un ángulo que a simple vista parecía físicamente imposible de tomar (¿Por qué todas las ciudades de Bolivia tienen estas calles imposibles?! ) Mientras ascendíamos y yo me agarraba a Martin de donde podía, ya podíamos ver casitas apareciendo por entre la selva, y después algunos hoteles, algunos comercios hasta que al fin llegamos a la plaza central de Coroico, esta pequeña ciudad situada en el medio de la selva.
     


    Coroico estaba en lo alto de una de estas montañas, por lo que llegar ahí significó introducirnos de lleno en esa neblina pesada y pegajosa (típica de la selva) que fuimos viendo desde abajo durante todo el camino. Todo a nuestro alrededor estaba húmedo, las calles peligrosamente resbaladizas y el barro acumulado en todos los rincones. Como habíamos llegado más temprano de lo previsto, barajamos la posibilidad de volvernos ese mismo día, pero cuando una fuerte lluvia empezó a caer sobre Coroico, cambiamos de opinión.
     


     
    Nos hospedamos en un hotelucho simple pero con la suerte de contar con una ventana en la habitación que daba a la plaza. Ya tener una habitación con ventana nos parecía un verdadero lujo, y si encima tenía esa vista no podíamos quejarnos, a pesar de que la neblina y la llovizna constante opacaban un poco la belleza de la ciudad selvática.
     


     
    Al día siguiente, emprendimos la retirada. Esta vez volveríamos por el camino nuevo, asfaltado para hacerlo más práctico y rápido. Pero no fue tan fácil como creíamos (de hecho, fue peor). Ya salir de Coroico fue bastante complicado porque debido a la lluvia incesante del día anterior, todas las calles empedradas del pueblo estaban cubiertas de barro, lo cual suponía ir resbalando de vereda a vereda mientras descendíamos por esa empinadísima calle, como si nos hubiéramos lanzado a un tobogán acuático con moto y todo.
     


     
    Salimos de aquel barrial, y nos internamos nuevamente en la selva tomando una carretera de tierra que por suerte estaba seca, y sólo unos kilómetros más adelante mi amado asfalto apareció. Seguía manteniendo esa belleza paisajística de ir atravesando la selva, pero claramente el camino nuevo se llevaba todos los premios con el asfalto en perfectas condiciones, todas las señalizaciones adecuadas y las banquinas al borde del risco.
     


     
    Pero de repente todo empeoró. Por empezar, nuestros compañeros de rutas ya no eran los inofensivos ciclistas, ahora teníamos enormes camiones de dieciocho ruedas arrastrando pesados conteiners a una velocidad completamente imprudente y volándonos los pelos cada vez que nos pasaban. Y a esto se le sumo una densa neblina que había comenzado a descender desde los picos de las montañas. De repente no se veía NADA, todo era blanco y borroso.
     


    Niebla en la carretera
     
    Martin fue avanzando con cuidado por la carretera, pero allí éramos los únicos con cautela porque esta niebla parecía no importar para los camioneros, que, sin ningún problema nos pasaban… en curvas… sin ver a diez centímetros por delante….
     
    No soy una persona muy religiosa, pero en aquel momento le recé hasta a Shiva cada vez que tomábamos una curva porque temía encontrarnos un camión de frente a centímetros nuestro! Y nosotros que pensábamos que el día anterior habíamos hecho el Camino de La Muerte…?? ESE era el verdadero camino de LA muerte!
     
    Cuando al fin superamos la neblina, recobré el aliento ya que ahora podíamos ver nítidamente al menos. Desde aquella altura, podíamos ver los picos de las enormes montañas asomándose apenas por entre una densa masa de niebla que cubría todo desde aquel punto para abajo.
     


     
    Finalmente descendimos hasta tomar el camino por el que habíamos llegado al inicio del Camino de La Muerte, donde el paisaje de aquellas robustas montañas enormes y grises nos volvió a maravillar como el día anterior. Retornamos a La Paz en busca de nuestro equipaje que había quedado guardado en el hostel para continuar viaje hasta Copacabana, la última ciudad que visitaríamos antes de dejar Bolivia.
     
     


     
     
     
     
     
    Aquí están las demás fotos de este increíble y mítica carretera, no dejes de mirarlas porque son realmente hermosas!
     
     
     
     
     
     


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  20. Ayelen
    Hay varias preguntas que se fueron repitiendo a lo largo del viaje, de quienes nos vamos cruzando por el camino: ¿De dónde vienen? ¿Cuántos kilómetros llevan hechos? ¿Cuánto tiempo? Y ¿Cuál fue el lugar que más les gustó? Para responder ésta última, no tengo ni un dejo de duda: mi lugar favorito en Suramérica es la Reserva Madre de Dios, en la amazonia sur de Perú.
     
    Decir que aquel lugar, en el corazón de la selva peruana me fascinó, me queda chico.
     
    Sin embargo, cuando ingresamos a Perú, ni siquiera sabíamos de la existencia de este lugar. Después de todas las complicaciones que se nos presentaros para salir de Bolivia, por un documento extraviado y muchas corridas, sumado a todos los roces que veníamos teniendo hasta el momento con el país, honestamente llegamos a la frontera con un mal humor importante.
     
    Y para esta altura del viaje, en consecuencia de ello, había aprendido una lección muy importante, el trato que se recibe del otro mientras se viaja, es crucial.
    Nunca me gustó relacionarme directamente con personas. Sé que puedo sonar como una ermitaña, pero la verdad es que siempre preferí tratar con animales. En este viaje aquello fue una gran prueba para mí, porque quisiera o no, tendría que contactarme con otros seres humanos, y fue entonces cuando aprendí que cuando se viaja, sobretodo en otros países donde no se conocen las costumbres, los ritmos de vidas (ni decir si no hablamos el mismo idioma), uno depende mucho de la relación con otras personas y se encuentra más vulnerable o sensible a la actitud de los demás
     
    Unas palabras de ánimo o, por el contrario, unas palabras hoscas o agresivas pueden marcar una diferencia sustancial. El mal trato, la poca voluntad de darnos una mano o simplemente que pasaran de nosotros durante nuestra estadía en Bolivia, habían terminado por desgastar nuestro ánimo. Pero cuando ingresamos finalmente a Perú, y el empleado de aduana nos dio la bienvenida con una sonrisa, su trato fue tan cordial que tenía ganas de abrazarlo. Así que, ya lo saben, si alguna vez se cruzan con un viajero, eviten la mala onda, a veces un simple saludo y una sonrisa pueden hacer sentir más cómodo a un extranjero de lo que parece.
     


     
    Aun así y antes de continuar, es importante que aclare que esta sensación que me quedó de Bolivia fue transitoria. Luego, y viéndolo desde un punto de vista más distante, entendí que cada país puede ser un mundo completamente distinto a lo que se está acostumbrado y, algo muy importante que también aprendí es que lo que uno considera que esta bien o dentro de los parámetros de “normalidad” no es universal. Bolivia es un país sumamente interesante, al cual admiro por mantener tan vivas las costumbres de los pueblos que antiguamente habitaban estas tierras (algo que no se ve mucho en Argentina) y que posee una historia y una cultura muy rica. Uno sólo debe entender que es el invitado y debe adaptarse.
     
    Entonces, entramos a Perú. Sólo avanzamos unos 130 kilómetros hasta que llegamos a Puno, la ciudad peruana ubicada a orillas del Lago Titicaca. Siempre que ingresábamos a un país nuevo, yo sentía las mismas cosquillitas en la boca del estómago, una mezcla de ganas de conocer todo y algo de incertidumbre, y así me sentí durante los primeros kilómetros.
     


    Puno
     
    Nos detuvimos en Puno únicamente para hacernos de un valioso mapa carretero que nos guiara por aquellas nuevas rutas (que enseguida notamos que eran muchísimo mejores que las de Bolivia). En el centro de turismo nos llenaron de folletos y así, con nuestros bolsillos llenos de información seguimos viaje.
     


     
    En este tramo hay que admitir que el paisaje es un tanto desértico. Sólo extensos y llanos campos se extendían a nuestro alrededor y cada tanto debimos atravesar algún que otro pueblito. Pero no pudimos avanzar mucho porque una inminente tormenta se formó en el cielo con grandes nubesotas negras y amenazadores relámpagos.
     
    Nos detuvimos en una gasolinera, donde nos ofrecieron un cuartito que tenían improvisado con cama y todo, para no pasar la tormenta en la carpa (amo a los peruanos ). Esa noche, mientras el cielo rugía y el viento soplaba con fuerza colándose por los cientos de recovecos de nuestra precaria habitación, y con linterna en mano chequeamos la información que nos habían brindado en Puno y fue entonces cuando descubrí la existencia de Tambopata. Con sólo ver un par de fotos quedé emocionadísima y esa lluviosa noche cambiamos nuestra ruta planeada: Antes de ir a Cuzco, haríamos un desvío hacia la selva.
     
    Y por Dios que valió la pena.
     
    Con sólo desviarnos unos pocos kilómetros en dirección este, el paisaje cambió radicalmente. Ahora avanzábamos por una sinuosa carretera, la Ruta 30C , que corría por un valle escoltado por unas montañas eeeenoormes tapizadas de una vegetación aterciopelada color verde musgo.
     


     
    Fue tan sorprendente aquel brusco cambio de paisajes que Martin y yo estábamos exaltados señalándonos las cumbres más altas o las particulares formas de los riscos (a los gritos, porque somos muy pobres para acceder a cascos con intercomunicadores ). En el cielo, las nubes se desplazaban pesadamente, rozando las puntas de aquel enorme cordón de roca.
     


     
    Y cuando aún no podíamos salir de nuestro asombro, la cosa se puso muchísimo mejor. De repente ella hizo su aparición, con toda esa energía que la caracteriza: La selva explotó delante de nosotros.
     


     
    Las enormes montañas antes apenas tapizadas con unos bajos arbustos, de repente estaban invadidos de una tupida selva que se apoderaba de todo, desde a base hasta la cima. Las lianas y las ramas de los árboles, las largos pastos y las matas se asomaban sobre la carretera como reclamando territorio.
     


     
    Y las aves! Oh! ¿Cómo explicarles…? La emoción…. La emoción que sentí en mí cuando escuche aquellos cantos de aves que jamás en mi vida había escuchado fue lo más hermosos que viví en mis 27 años.
     


     
    Las oropéndolas cruzaban volando por delante de la moto, con su intenso color negro y su cola amarilla radiante, y a lo lejos un grupo de guacamayos azules se amontonaban en la copa de un árbol haciendo un barullo estruendoso.
     


     
    La humedad se volvía bastante sofocante a medida que nos internábamos en la selva, y las chaquetas comenzaban a pegársenos a la piel. Pero yo estaba tan maravillada que ni ese calor me molestaba.
     
    El viaje hasta la Reserva Madre de Dios nos llevaría dos largos días atravesando la amazonia peruana. La primera noche nos detuvimos a unos metros de un arroyo que corría por entre un extenso llano rocoso.
     


     
    A la mañana nos azotó una densa lluvia selvática que nos mantuvo prisioneros dentro de la carpa hasta casi el mediodía.
     


     
    El segundo día, armamos campamento en un claro que se abría al costado de la ruta y que terminaba abruptamente en una caída vertical de algunos metros de alto. Inmediatamente después comenzaba la selva, como una maraña de lianas, arbustos, y verde que nacía por todos lados. Unos roncos rugidos provenientes del interior de la selva nos sorprendieron en aquel lugar y nos animamos a bajar algunos metros para descubrir que era una gran familia de cerdos salvajes alimentándose en un pantano.
     


    El tercer día de viaje arribamos finalmente a la ciudad de Puerto Maldonado, capital de la región, situada en medio de la espesa selva. Algo sofocados y luego de algunas indicaciones, tomamos el corredor turístico Isuyama-Bajo Tambopata que se aleja de la ciudad y se interna directamente en la Reserva Madre de Dios. Este camino comenzaba siendo de piedras y luego se convertía en una verdadera pista de obstáculos de barro y grandes charcos. Con la moto cargadísima, la situación se volvió algo tensa, sobre todo cuando debíamos cruzar endebles puentecitos de madera que cruzaban pequeños arroyos.
     


     
    Al costado de este corredor turístico fuimos cruzándonos con diversos campings o alojamientos que integran la Red de Conservación del Bajo Tambopata, pero con uno u otro nos encontrábamos con algún impedimento: o no tenían agua, o los precios de alojamiento superaban nuestro presupuesto. Frustrados llegamos hasta casi el final de esta carretera, donde al querer girar para pegar la vuelta nos fuimos de lleno al piso.
     
    Ya estaba bastante de mal humor, con MUCHO calor y con un gran moretón en la rodilla, cuando finalmente y retrocediendo algunos kilómetros nos cruzamos con el lugar PERFECTO.
     
    El Parayso es, técnicamente hablando, una de las Áreas de Conservación Privada (ACP) de la Reserva Madre de Dios que están incluidas en esta Red de Conservación que nombraba antes. Son 16 hectáreas de este bosque amazónico que pertenecen a una bella familia y que se encuentra abierto al público, con el objetivo de conservar y recuperar los bosques.
     
    Percy Balarezo es el responsable de esta iniciativa, y él nos recibió cordialmente cuando arribamos con la Honda. Ese hombre tiene una calma y una paz interior tan perceptible que en el mismo momento que me saludó sonriéndome con una bonachona sonrisa que le ocupó casi toda la mitad de su cara, mi mal humor se esfumó automáticamente.
     
    Y junto a Percy, apareció un increíble personaje, saltando de rama en rama y curioso de nuestra llegada. Un simpático mono solitario que vivía por los alrededores saltaba de un lado para el otro extasiado por nuestra presencia. Cuando lo vi aparecer por entre las copas de los árboles casi se me cae la mandíbula de la sorpresa que me llevé. Aquel pequeñín tan simpático y curioso se acercó con tal confianza que hasta pude tomarlo de la mano y mi felicidad era tan, pero tan grande que hubiera podido saltar por entre las copas de los árboles igual que él.
     


     
    El Parayso se encuentra a la altura del kilómetros 4,6 del corredor turístico, sobre la costa del río Tambopata, y Percy había construido varios bungalows sobre un risco que se elevaba sobre el río. Nos permitió armar la carpa en la galería de entrada de uno de ellos y utilizar el baño, al precio del camping (obviamente hospedarse en el bungalow tenía otro costo).
     


     
    Hacía muchiiiisimo calor y la humedad era pesadísima. Y todos los que me conocen saben que odio el calor. Pero aquel lugar era tan increíble, tan lleno de vida que ni siquiera eso podía opacar mi alegría.
     
    Si existe el edén en algún sitio…. Claramente es allí. Un débil sendero de tierra cercado por altos árboles y arbustos conectaba las construcciones, inmersas en el bosque y mientras uno caminaba, decenas de veloces lagartijas de colores verdes y amarronados se escondían rápidamente entre la hojarasca.
     


     
    Por las mañanas mientras una espesa bruma emergía de la tierra y se desplazaba sobre el rio, uno podía recolectar naranjas directamente de los árboles frutales que Percy tenía en el terreno y hacerse un vitamínico desayuno natural y los atardeceres en aquel lugar, con el sol ocultándose y bañando de una intensa luz el rio, eran la gloria.
     


     
    Cuando caía la noche todo quedaba a oscuras, pues la electricidad no llega hasta estos lares, por lo que sólo nos alumbrábamos con algunas velas que Percy nos alcanzaba. Y así cenábamos, a la luz de las velas, oyendo la melodía de cientos de grillos alrededor y deslumbrándonos con el reflejo de la luna sobre el río que corría delante de nosotros. Una noche, además, tuvimos la sorprendente visita de unos monos nocturnos. Toda una familia de pequeñas bolas de pelos de largas colas pasó frente a nuestras narices brincando por los árboles y esa noche casi ni podía dormirme de la dosis de felicidad que tenía en mi
     
    El Parayso hace honor a su nombre.
     
    Habíamos planeado quedarnos sólo dos noches, pero aquel lugar rebosa de tanta belleza natural y la calma que se respira allí es tan única, que extendimos un tiempo más nuestra estadía porque sabíamos que difícilmente volveríamos a pisar un sitio similar a aquel.
     


     
    Solíamos visitar la ciudad de Puerto Maldonado aunque yo sufría muchísimo esas visitas porque estábamos tan lejos que debíamos manejarnos con los “toritos”. Este transporte no es más que una moto reformada, en cuya parte trasera tiene una estructura cubierta, con un asiento para dos. A modo de taxi, estos pequeñas moto/autos invadían las calles de Puerto Maldonado y era lo más económico que podíamos tomar para ir de un lado a otro. Cuando volvíamos por el corredor turístico yo creía que iba a morir en cada curva. Los toritos van a toda velocidad, dando tumbos y casi saltando sobre el camino y yo iba aferrada con uñas y dientes al asiento sintiendo que iba a salir propulsada en todo momento.
     


     
    Frente a Parayso, cruzando el corredor turístico se abría un angosto sendero que el propio Percy había abierto entre las matas, con un machete, y que nos invitó a recorrerlo.
     


     
    Corriendo lianas y ramas fuimos avanzando por el sendero, algo despreocupados hasta que un grito ahogado de Martin al ver que una enorme serpiente amarilla y naranja (nunca olvidaré esos colores) de metro y medio se deslizaba tranquilamente justo por el medio de sus pies, nos puso alerta de que debíamos estar atentos a cada pisada.
     


     
    Al regreso de la caminata un aliviador chapuzón en el río era la mejor manera de finalizar un caluroso día.
     


     
    Irme de Madre de Dios me costó muchísimo. Sé todo eso de que “hay que seguir viaje” y “nos queda mucho por recorrer”, pero la conexión que tuve con aquel lugar fue algo que nunca había sentido. Agradecí enormemente a Percy por permitirnos disfrutar de toda esa naturaleza y de alojarnos y prometí volver algún día.
     
    Y no tengo la menor idea de que algún día regresaré a aquel Parayso porque sin lugar a duda, la Reserva Madre de Dios ocupa el primer lugar en mi lista de mejores lugares del viaje.
     


     
     
     
    No dejen de ver el resto de las fotos que escogí para compartir con ustedes de este PARADISÍACO lugar en el mundo!
     
     
     
     
     
     


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  21. Ayelen
    Desde Parque Ischigualasto, recorrimos sólo unos pocos kilómetros hasta pasar a la provincia de La Rioja. Viajamos durante todo el día hasta el anochecer, cuando arribamos a la capital de la provincia. Como toda gran ciudad, ingresar fue bastante complicado, con mucho tránsito y movimiento en sus calles.
    Llegamos a un Hostel, a pocas cuadras del centro, bastante cansados y con la idea de acostarnos pronto a dormir, pero nuestros planes cambiaron un poco, cuando un grupo de hombres que se alojaban también allí nos invitaron a comer un asado con ellos (un asado!!… pueden creerlo???). Cuando uno de aquellos tres personajes se me acercó con un vaso de fernet (una típica bebida alcohólica argentina) y me invitó a unirme a ellos, claramente supe que habíamos llegado al lugar correcto Así que aquella noche se nos extendió más de lo que planeábamos, pero terminamos con nuestros estómagos llenos y felices.

    Plaza principal en La Rioja
    Permanecimos algunos días en La Rioja, y luego retomamos viaje para pasar a Tucumán, la provincia vecina. Luego de dejar atrás la ciudad, de a poco nos fuimos internando nuevamente en la calma de la carretera, atravesando grandes campos verdes con sierras en el horizonte.
    Al atardecer, comenzamos a buscar algún lugar paraarmar la carpa, y casualmente, luego de pasar un pequeño pueblito, vimos un cartel sobre la ruta que decía: ”campingÍndigo”. Asíque nos adentramos en el campo, por un ancho camino de tierra en mal estado hasta que llegamos a la sencilla entrada de una casa.

    Inciertos, bajamos de la moto e ingresamos al camping. Allí conoceríamos al personaje más extravagante de todo el viaje. Ante nosotros se presentó Eber, un peculiar hombre que vivía en aquella casa junto a sus hijos y su esposa. Eber había construido con sus propias manos su hogar y en aquel inmenso terreno había levantado un pequeño refugio, en el cual albergaba a acampantes. Este hombre nos apabulló bastante, porque era de aquellas personas que no paran de hablar ni un segundo y no terminaba una idea, que ya comenzaba con otra. En solo 5 minutos nos contó sobre su vida de peluquero en Estados Unidos, opinó sobre política, nos contó la historia del camping, de su mujer, de su pelea con un extranjero y no sé cuántas cosas más que ya he olvidado.

    Quedamos un poco desconcertados por la arrolladora presentación de Eber, pero decidimos quedarnos y pasar la noche. A pesar de que este hombreestaba un poquito loco, realmente había hecho un increíble trabajo con aquel refugio. Tenía una sala principal que era atravesada por un arroyito (así de bello como se oye), dondetambién había una cocina y una genial mesa de ping pong, en la que jugamos algunos intensos partidos con Martin. En un piso superior, estaban los dormitorios que disponían de camas y frazadas. Como la amante de las series policiacas que soy, realmente creía que Eber tenía algún tinte psicótico en su personalidad y que podría aparecer durante la noche y matarnos con sus tijeras de peluquero, pero dormimos bien! XD

    Al día siguiente seguimos camino. Ya dentro de la provincia de Tucumán, la ruta nos fue llevando por entre grandes cerros cubiertos de vegetación, por entre los cuales cada tanto veíamos correr algunos arroyos de cristalina agua. Además de los ya conocidos guanacos, ahora algunos burros y asnos levantaban sus grandes orejas, al costado del camino cuando pasábamos cerca de ellos. Nos encaminamos hacia las cumbres calchaquíes, que debíamos pasar para llegar hasta la localidad de Tafí del Valle, en Tucumán.

    Ya era tarde cuando comenzamos a ascender por entre las cumbres. El camino sinuoso bordeaba grandes cerros y allí vimos por primera vez los cardones. Decenas y decenas de cardones, por donde mirara, se elevaban con sus brazos hacia el cielo y sus amenazadoras espinas.
    No nos faltaba mucho para llegar al punto más alto del trayecto, cuando Martin decidió parar en un llano y acampar allí para pasar la noche. Faltaba tan poco para llegar a Tafí del Valle y en esa altura corría un viento tan frío, que para ser sincera la idea me pareció horrible y me puse de muy mal humor. Pero entonces supe que en realidad aquella había sido una parada de emergencia: oportunamente el cable del embrague de la moto había comenzado a cortarse y sólo “pendía de un hilo”, debíamos detenernos antes de que se soltara del todo y a la mañana siguiente, con luz, Martin le haría un arreglo provisorio para al menos llegar a Tafí.

    Desde aquel llano teníamos una vista privilegiada. Podíamos ver el camino que habíamos recorrido y las cumbres calchaquíes, cubiertas de cardones. Un par de burros se alejaron miedosos cuando nos vieron bajar de la moto, y nos observaron desde lejos mientras armábamos la carpa. Por entre los bajos arbustos que nos rodeaban corría un viento muy, muy fuerte, por lo que debimos amarrar la moto por miedo a que las ráfagas la voltearan durante la noche.

    A la mañana siguiente fue toda una odisea guardar la carpa, porque el viento era tal que nos volaba todo. Casi con las cosas en el aire, empacamos todo como pudimos y comenzamos el último trayecto del camino. Creíamos que sería sencillo y en pocas horas estaríamos arribando a Tafí del Valle… pero fue un poco más complicado que eso.
    Ya desde que habíamos arrancado, pudimos ver desde lejos una gran y espesa neblina estancada sobre el camino. Justo en un lugar llamado Infiernillo (nunca un nombre más exacto para ese momento) nos adentramos de lleno en aquella neblina húmeda.
    A varios metros de altura, y dentro de aquella helada nube la temperatura comenzó a descender drásticamente. Sólo podíamos ver a escasos dos o tres metros por delante de la moto, luego todo era neblina. Con sumo cuidado fuimos avanzando por la carretera mientras una molesta llovizna se agolpaba en los visores de los cascos empeorando aún más la visión. Martin debió levantar el visor de su casco porque decía que no veía nada, pero, para colmo, el casco que llevaba en ese momento ya estaba bastante destartalado y el visor no permanecía en alto, y con cualquier movimiento se caía. Por lo que yo tenía que sostenerle el visor desde atrás para que el pudiera ver y ….no morir en el camino, básicamente.
    El frio era tal que de repente comencé a notar que la humedad de la neblina que se acumulaba en los visores de los cascos y en nuestras ropas estaba congelada! :S Teníamos una fina capa de hielo sobre los cascos y sobre las camperas. Aquello se estaba tornando bastante heavy.
    Así como el hielo se formaba en nuestras ropas, también se estaba formando sobre el asfalto, y eso volvía el camino bastante resbaladizo y muy peligroso. Cuando pudimos divisar entre aquella neblina una pequeña casita, al costado de la carretera, Martin decidió parar y preguntar si no nos podíamos resguardar allí mientras pasara aquella molesta lluvia. Pero el hombre que viví allí nos aconsejó que siguiéramos camino, porque nos faltaba muy poco para llegar a Tafí del Valle y según él, aquella nevada recién comenzaba
    Atentos, fuimos avanzando por el camino. La neblina y la llovizna de a poco se fueron convirtiendo en copos de nieve, hasta que finalmente nos encontrábamos viajando bajo una nevada por segunda vez yasí descendimos por el camino hasta llegar a Tafí del Valle.

    Yo solía tener una contractura en la base del cuello, sobre la espalda que cada tanto me molestaba, pero con este viaje, aquella contractura ya se me está haciendo crónica. Con el stress de ese terrible camino, cuando legamos a Tafí del Valle casi no podía mover la cabeza. Martin tenía la cara roja, por el frío que le había pegado de lleno al ir sin el visor.
    Estábamos completamente desconcertados ante aquel clima… siempre creí que en el norte de mi país haría calor… no podía creer que una intensa nevada estuviera cubriendo todo de blanco a nuestro alrededor. Cuando llegamos a un hostel (porque ya sabíamos que era imposible acampar bajo esas condiciones), la dueña del lugar nos recibió con una noticia increíble: En Tafí del Valle solo nieva dos o tres veces por año y nosotros acabábamos de llegar con la primera nevada… una tan intensa que no se tenía registro de algo así en 35 años….  wiiii!
    Tafí del Valle realmente es una localidad muy bella. Me recordó a los pueblos patagónicos con su avenida principal empedrada y sus negocios pintorescos…. Y por la nieve. Cuando salimos a recorrerla al día siguiente, todo estaba blanco. Era realmente extraño ver grandes cardones que uno relacionaría con sitios áridos, llenos de nieve entre sus espinas. Las plazas, los bancos, los árboles, las calles, todo estaba nevado.

    Hicimos una travesía con la moto recorriendo un alto cerro que se encuentra cerca de Tafí, pero no fue tan bueno como creíamos. La nieve había hecho que el camino de tierra se convirtiera en una peligrosa carretera embarrada. Si bien el paisaje desde aquella altura era increíble porque podíamos ver grandes montañas blancas y a sus pies extensos campos y casitas pertenecientes a Tafí, yo iba más atenta al camino porque la moto se tambaleaba todo el tiempo.

    Hasta que en un momento terminamos cayéndonos. La moto perdió el equilibro en un tramo realmente embarroso y nos caímos de lado. Levantar esa pesada moto no fue tarea fácil, y logramos enderezarla gracias a la ayuda de un chico que justamente pasaba por allí, también en su moto. Embarrados y algo golpeados regresamos al hostel. Para levantar un poco los ánimos esa noche fuimos a cenar una típica comida a un restaurante de la zona: quesadilla con tomates y aceitunas y un estofado de llama.

    Luego de disfrutar tres privilegiados días de Tafí del Valle nevado, continuamos nuestro viaje hacia San Miguel de Tucumán, la capital de la provincia.
    En este viaje que estamos haciendo solemos cambiar de situaciones extremas de un día para otro, y en este punto pasó eso. El camino que va desde Tafí del Valle hacia San Miguel, atraviesa enormes montañas cubiertas de una espesa y húmeda selva. Aquella mañana habíamos estando jugando con nieve, y para la tarde un calor sofocante nos envolvía mientras el camino sinuoso atravesaba la selva.

    Para mí era maravillosos aquel espectáculo verde y no paraba de saltar de la moto cada vez que veía algún ave de llamativos colores volar por encima de nuestras cabezas. Ese camino fue uno de los mejores que hemos hecho, sin lugar a dudas. Sobre las grandes montañas tapizadas en verde se dispersaba una tenue neblina, mientras el camino de miles de curvas atravesaba la selva que se cerraba sobre él.

    Llegamos a San Miguel de Tucumán y al instante supimos que estábamos entrando a una gran ciudad cuando un colectivo casi nos arrolla cuando ingresábamos por una avenida principal. Después de la paz que habíamos disfrutada en aquel pueblito nevado, llegar a una ciudad es un cambio muy drástico.
    Nos instalamos en una gran y antigua casona que funcionaba como hostel y permanecimos algunos días en la ciudad de la Independencia. Lo mejor de aquel lugar, como lo serían las próximas provincias norteñas, era sin duda, su gastronomía. Aquel 25 de mayo (día patrio en Argentina) decidimos festejarlo como se debe comiendo una típica comida nacional: Empanadas y locro servido en pan casero.

    Recorrimos mucho el centro de grandes edificios y negocios de la ciudad, pero lo mejor fue ascender con la moto al cerro San Javier. Un gran cerro con una vegetación típica de selva de montaña. Grandes árboles se cerraban sobre nosotros mientras avanzábamos por el sinuoso camino junto a algunos ciclistas. En cada parada que hacíamos a medida que ascendíamos, la vista panorámica era mejor que la anterior. Hacia un lado se podía ver las miles de casitas que conformaban la gran ciudad de San Miguel, mientras que a nuestras espaldas el horizonte se perdí entre grandes cerros verdes.

    Después de disfrutar de las exquisiteces culinarias y los paisajes de Tucumán, seguimos viaje. Pero esta vez, haríamos un pequeño cambio de planes: en lugar de seguir camino hacia el norte, decidimos hacer un pequeño desvío hacia el este del país y visitar una las de maravillas naturales del mundo: iríamos camino hacia las Cataratas de Iguazú.

    Mira el álbum! Aqui :
  22. Ayelen
    Cuando recuerdo el camino que debimos atravesar para llegar al Parque Nacional El Rey, mi pequeña contractura crónica del cuello se ríe maliciosamente de mí
     
    Habíamos sido aconsejados por un matrimonio danés que conocimos en el camping municipal de Salta para visitar este salvaje Parque, donde habían visto una gran cantidad de animales. Sólo ese comentario fue suficiente para mí para armar las valijas. Sin embargo hubo un pequeñísimo detalle que estos adorables amigos no nos dijeron: hacer el camino con las cuatro ruedas de una motorhome como la de ellos, no es lo mismo que hacerlo con dos, como las de nuestra moto.
     


     
    Salimos de Salta una mañana, y sólo a unos pocos kilómetros, tal y como nos habían informado, se encontraba lo que sería el camino a tomar para llegar al Parque. Al costado de la carretera se abría un ancho camino de tierra que bordeaba campos de pastura y varios asentamientos rurales.
     
     


     
    Hasta ese momento, el camino, a pesar de ser de tierra, era tolerable y estaba en buen estado. A sólo pocos minutos de viaje, dejamos atrás el sector poblado, y el camino comenzó a rodearse de tupida vegetación. Doblando en curvas y más curvas, fuimos avanzando tranquilamente y disfrutando del paisaje selvático que de repente nos había rodeado.
     
     


     
    No recuerdo ya cuantos kilómetros habíamos avanzado del trayecto, cuando de repente nos topamos con un arroyo que cruzaba de lado a lado el camino. Y no me refiero a un fino arroyito… esto era un verdadero canal de agua, de 10 o 15 metros de ancho, no muy profundo, pero con el fondo cubierto de rocas de todos los tamaños
     
    Si yo hubiera estado manejando la moto, probablemente hubiese pegado la vuelta en ese mismo instante (Sí, lo sé… soy una cobarde ), pero Martin estaba al mando y claramente no se iba a dejar amedrentar por un simple arroyito. Analizó con detenimiento el camino que podía tomar mirando a través de la cristalina corriente, mientras yo, asomándome sobre su hombro lo bombardeaba a preguntas desesperadas: “¡¿Estás seguro que vamos a poder pasar?! ¿Y si nos caemos? Se nos van a mojar todas las cosas! ¿Y si buscamos otro camino?!” (Sí, lo sé… soy muy molesta XD ). Finalmente puso primera y avanzó hacia el arroyo, haciendo caso omiso a mi miedo. La moto se metió de lleno en el agua y comenzó a avanzar dificultosamente por entre las rocas que cedían ante su peso. La Honda flaqueó primero hacia un lado y después hacia el otro, mientras yo me aferraba con uñas y dientes a la espalda de Martin quien terminó metiendo los pies completamente en el agua para mantener en pie a la moto y evitar que cayéramos de costado.
     


     
    El motor rugía mientras se forzaba por atravesar aquella superficie rocosa y finalmente llegamos a la otra orilla… sanos y salvos. El agua caía a chorros desde los plásticos laterales de la moto, pero lo había logrado perfectamente. Yo suspiré aliviada y aunque aún estaba bastante tensa, continuamos el camino.
     
    El sendero continuó haciéndose paso entre la espesa vegetación y fuimos avanzando a los tumbos sobre aquella carretera de tierra y rocas. Cuando de repente, ¡oh, sorpresa! Otro vado atravesando el camino. Igual de ancho que el anterior, con su fondo más rocoso aún. Nuevamente Martin se paró en seco sobre la orilla y luego de meditarlo por algunos segundos, avanzó cautelosamente sobre la corriente de agua, ayudando con sus pies a que la moto llegara a la otra orilla. Yo cerré los ojos mientras sentía que la moto se resbalaba hacia un lado y hacia otro y esperaba la caída, pero afortunadamente, la moto cruzó por segunda vez la corriente.
     
    Ascendiendo por empinadas lomadas y avanzando entre cerradas curvas, continuamos viaje, mientras el sol comenzaba recién a bajar. Y entonces, cuando apareció ante nuestros ojos el tercer vado yo no podía creer nuestra suerte. Ya no quería saber más nada con el Parque, sólo no quería caerme al agua y romperme las rodillas contra las rocas o que me aplastara la moto. Pero el amante de la aventura, el señor Martin, avanzó confiadamente. La moto tambaleó mientras avanzaba sobre aquellas inestables rocas que cubrían el fondo del arroyo y una vez más, airosa, llego a la orilla opuesta.
     
    Y así continuamos el camino, cada algunos kilómetros y para arruinar aún más mis nervios nos cruzábamos con algún arroyo rocoso que atravesaba el camino. En total fueron SIETE. Siete divinos y bellos vados que debimos cruzar con mucha dificultad, donde la moto se portó como una campeona, pero donde la tensión por una posible caída terminó por agotarnos a ambos.
     
    Cuando al fin cruzamos el último arroyo, el sol ya estaba casi oculto entre el monte frondoso que nos rodeaba. Nos dio la bienvenida un agradable guardaparques que no salía de su asombro, jamás había visto una moto por aquellos lados, porque claramente el camino NO está hecho para motos.
     
    Nos habíamos internado varios kilómetros campo adentro, y en aquel lugar de suaves montes, sólo se podía ver, hacia un lado del camino las oficinas de los guarparques y hacia el otro, el predio destinado para el acampe.
     
    Junto con el sol se desvaneció la calidez que habíamos disfrutado durante todo el día y la temperatura descendió en cuestión de minutos. Rápidamente armamos la carpa, inflamos el colchón y luego de calentarnos un poco junto a una pequeña fogata que otros visitantes habían armado, nos metimos en nuestras bolsas para pasar la noche. Fue una noche complicada, con mucho frio y algunos piecitos helados. Pero, para la mañana siguiente, nos despertamos con un radiante sol y un día completamente despejado.
     
    Al salir de la carpa, me encontré con la mirada recelosa de una pomposa pava de monte. Estaban por todas partes: rodeando la carpa, husmeando en un motorhome que teníamos como vecino, sobre las mesas del camping y se mostraron sobretodo bastante atraídas hacia nuestra mochila de comida. Con su singular cacareo y sus llamativos ojos color rojos, se paseaban por todo el terreno en busca de algo para el buche.
     


     
    Dentro del Parque Nacional El Rey hay muchos senderos para realizar, con variada dificultad y cada uno lleva su tiempo. El Parque es una de las más grandes reservas del norte argentino y en él habitan cientos de especies nativas, entre ellas, el más característico, el Tapir.
     
    Enorme herbívoro de prominente nariz, el tapir es un animal tranquilo pero escurridizo. Yo lo recordaba muy bien de mi trabajo voluntariado en el zoológico de mi ciudad, donde cada tanto me cruzaba a su recinto y le rascaba el cuello durante algunos minutos, cosa que adoraba que le hicieran. Para poder observar alguno debíamos ir despacio y sin hacer ruido.
     


     
    Emprendimos un sendero, entonces, hacia la “cascada de los lobitos”. El sendero iniciaba detrás de las oficinas de los guardaparques y continuaba introduciéndose en la espesa vegetación de la reserva. Sobre el camino todo era verde, una alfombra de hierbas cubría todo el sendero, y a los costados nacían bajos arbustos entre delgados árboles de tortuosas ramas que también estaban cubiertas de un brillante musgo.
     


     
    En el camino fuimos descubriendo la gran biodiversidad del lugar. Una variada flora nacía en cada rincón con hojas grandes y aplanadas o delgadas y afiladas. En los troncos muertos caídos sobre el camino que debíamos saltar, vivían gran variedad de hongos de todas formas y colores que nacían entre el musgo que allí lo invadía todo.
     
    Sólo bastaba detenerse un segundo y agacharse hacia la vegetación para encontrarse con todo un mundo. Mariposas de todos los tamaños revoloteando entre las flores, orugas de llamativos colores alimentándose de las hojas de alguna planta y hormigas laboriosas haciéndose camino entre las raíces de los arbustos.
     


     
    Cruzamos algunos arroyos y avanzamos a través de aquella húmeda vegetación, hasta que de repente el camino fue cambiando de aspecto y nos encontramos con un gran claro, donde la vegetación dejó de ser tan selvática para transformarse en flora más de llanura. Algunos pantanos se hallaban rodeados de arbustos espinosos y yo sabía que era el lugar perfecto para los tapires. Con los oídos y la vista agudizada, avanzamos lentamente y en silencio a la espera de alguno de estos maravillosos animales. Pero nada apareció.
     


     
    Finalmente el camino se introdujo nuevamente en un monte de espesa vegetación y descendimos por unos escalones de piedras y troncos hasta llegar a una pequeña cascadita que formaba un gran estanque de agua.
     


     
    En aquel lugar rodeado de los más puros sonidos de la naturaleza, se sentía una verdadera calma. Nos tomamos unos minutos para descansar y almorzar algo y, luego, emprendimos el regreso al campamento. En el camino continuismos cruzándonos con algunos insectos de los más llamativos.
     


     
    Y algunas arañas que dejaban mensajes un tanto escalofriantes con sus telas de araña.
     


     
    Regresamos al campamento un tanto desilusionados porque no habíamos podido ver ningún tapir, pero allí nos esperaban toda clase de aves que se habían juntado al atardecer en busca de algo para alimentarse. Las ya conocidas pavas de montes ahora estaban acompañadas de las elegantes chuñas de patas rojas, y también algunas urracas vigilaban todo desde las altas ramas de los árboles.
     


     
    Pasamos una segunda noche fría, y a la mañana siguiente a pesar de que dudamos muchísimo si irnos o quedarnos, nuestra falta de provisiones nos obligó a marcharnos. Mientras preparábamos la moto, yo ya había comenzado a prepárame mentalmente del camino que nos esperaba y de aquellos dificultosos cruces.
     


     
    Cuando iniciamos nuestra vuelta, cruzamos el primer vado y sólo a unos pocos metros tuvimos la gran suerte de poder ver al fin, un grupo de tres o cuatro tapires jóvenes al costado del camino, metidos entre la vegetación. Nos sorprendió tanto ese inesperado encuentro, que ni reaccionamos a tomar la cámara de fotos. Sólo pudimos admirarlo por unos segundos, antes de que huyeran miedosos, introduciéndose en el monte.
     
    Nos tomó unas largas horas regresar por aquel camino y con ansiedad fui contando para mis adentros cada uno de los vados, hasta que finalmente cruzamos el séptimo. Fue una travesía bastante difícil que nos dejó agotados, pero al menos nos íbamos del Parque El Rey felices de haber visto a los tapires.
     


     
     
     


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