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Ayelen

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Relatos publicado por Ayelen

  1. Ayelen
    Una de las grandes ventajas que tenemos Martin y yo en este viaje, es que contamos con todo el tiempo del mundo Como no tenemos una fecha de regreso establecida, tenemos la libertad de viajar tranquilos, sin apuro y de poder recorrer todos los lugares que tengamos ganas de conocer. Es por esto que un día surgió la idea de conocer Las Cataratas de Iguazú, un increíble lugar al este de mi país, en la parte selvática que, obviamente, no podíamos dejar de visitar. Claro que esto implicaba atravesar toda la Argentina a lo ancho, porque estábamos exactamente en el extremo opuesto. En el camino pasamos por varias provincias, pero sin lugar a duda, aquella que más nos cautivó fue la provincia de Corrientes.
    Una de las cosas que me motivó a salir de viaje fue sentirme realmente atrapada en una burbujita mientras existía todo un mundo a mi alrededor que desconocía por completo, y eso mismo me pasó con esta provincia. Nunca pensé en Corrientes como una provincia muy relevante… pero que equivocada que estaba! Sus paisajes y su absoluta paz nos cautivaron tanto que permanecimos varias semanas recorriéndola.
    Llegamos a la capital de Corrientes, que lleva su mismo nombre, a través de un enorme y macizo puente de gruesas columnas que cruza todo el ancho del enorme Rio Paraná desde la provincia de Chaco. Arribamos una tarde con un nublado cielo amenazante sobre nosotros (raro, no?) pero nos encontramos con una ciudad tan linda que nuestro ánimo no se derrumbó por el mal clima.

    Encontramos un club de pesca situado a orillas del Rio Paraná y allí armamos campamento. La idea era pasar solo una noche y continuar viaje al día siguiente, pero al final terminamos quedándonos allí unos 3 días porque el lugar es hermoso. Además, para mejorar nuestros ánimos, al día siguiente el cielo mostraba un cálido sol, así que luego de tantos meses de frío era momento de disfrutar de un poco de calor.

    Recorrimos la costanera de la ciudad de Corrientes que bordea el inmenso río y paseamos por sus calles, pero la verdad es que la mayor parte del tiempo nos quedamos en aquel tranquilo lugar verde, simplemente disfrutando de la naturaleza, y fotografiando aves (mi mayor hobbie).

    La segunda noche allí, decidimos ir al cine. Cuando vivíamos en nuestra ciudad, La Plata, teníamos la costumbre de ir al cine cada tanto y, aunque suene un poco banal lo que voy a decirles, aquel sencillo gesto de hacer algo que antes era rutinario para nosotros, fue todo momento que valoramos y disfrutamos después de tantos meses fuera de nuestras costumbres
    Durante nuestra breve estadía en la ciudad de Corrientes, muchas personas con las que hablamos nos recomendaron un lugar que parecía tener todo lo que buscábamos: Paso de La Patria era el lugar de las playas, la tranquilidad y naturaleza.
    A través de la Ruta 9, solo tuvimos que recorrer unos pocos 35 kilómetros, hasta que pudimos ver la indicación de la supuesta entrada hacia el poblado de Paso de La Patria. Tomamos aquel camino de tierra y comenzamos a travesar grandes hectáreas de campos verdes. Preguntamos un par de veces a algunos pobladores que nos cruzábamos si estábamos bien encaminados, porque aquel desértico camino nos desconcertó un poco. Pero aún así, luego de algunos kilómetros, comenzamos a ver algunas casitas y finalmente llegamos a una zona más residencial situada exactamente sobre las costas del rio.
    Como nos habían indicado, en aquella localidad reinaba la paz. Más tarde supimos que en realidad nos habíamos equivocado de camino e ingresamos por la vieja entrada, pero fue lo mejor, porque de esta manera llegamos a una punta del poblado, mucho más tranquila y donde solamente había casas de veraneo.

    Armamos carpa sobre la tibia arena, a escasos metros del río y eso realmente fue el paraíso. Los atardeceres en aquel lugar son únicos. El sol escondiéndose tras el horizonte del Rio Paraná, coloreando el cielo de tonos rojizos, mientras se escuchaban los últimos cantos del día de los pajaritos… era un regalo único de la naturaleza.

    A lo largo de toda la playa se pueden descubrir algunos barcitos y hasta una escuela de kitesurf. Sobre la calle que da hacia el río podíamos ver ostentosas casonas de veraneo, que realmente tenían una vista envidiable desde sus balcones, y algunos hoteles. Sólo unos pocos metros más adelante comenzaba el poblado con casa de residentes establecidos y un pequeño centro con algunos restaurantes y negocios.
    Las noches fueron todo un espectáculo, con una gran luna reflejándose en el calmo río y un cielo pintado de millones de estrellas, bajo el cual estábamos sólo nosotros dos, la carpita y la moto. El ulular de los búhos era lo único que irrumpía en el calmo silencio de las noches en Paso de la Patria.

    Los días que permanecimos en aquel lugar, no hicimos NADA. No hubo nada de paseos por la ciudad ni cine... simplemente pies descalzos sobre la arena, momentos de lectura y descanso total. Hasta pudimos ver un elegante lobito de mar que se paseaba tranquilamente por el rio, probablemente dirigiéndose hacia su madriguera.

    Cuando nos fuimos de aquel lugar lo hicimos por el camino correcto, y recién entonces descubrimos una gran ciudad con mucho poblado y negocios, pero como siempre, prefiero la tranquilidad y la soledad
    Nuestro siguiente y último destino dentro de la provincia de Corrientes fue la pequeña localidad de Ituzaingó. Llegamos allí con la intención de conocer la gigantesca Represa de Yaciretá, una hidroeléctrica que alimenta a varias poblaciones de Argentina.
    Recorrimos más de 100 kilómetros y llegamos al pequeño poblado. Aquella localidad fue construida para los empleados europeos que se establecieron en Corrientes para trabajar en la construcción de la enorme represa, por lo que es un organizado barrio de prolijas casas exactamente iguales unas con las otras y centros comerciales delimitados en el centro de Ituzaingó. Recorrimos algunos campings en busca solo de agua caliente, pero al encontrarnos fuera de temporada, eso no fue posible. No hubo más opción que aguantársela y bañarse rapidito con agua fría.

    Pero al final, acampamos en un gran camping de mucho verde y altos árboles, donde sólo estábamos nosotros. El camping contaba con una bajada directa a la costa del rio. Nunca imaginé que las playas de un rio podrían ser tan bellas como las playas del mar, pero caminar sobre aquella ancha costa de arena, al atardecer para mí fue un momento único.

    Mientras el sol se ocultaba tras la espesa vegetación que se continuaba con las playas, algunas pequeñas embarcaciones, pesqueras probablemente, iniciaban el regreso a las orillas.

    Durante las noches aparecían las simpáticas lechuzas vizcacheras, listas para la caza, y se las podía ver de a montones, sobrevolando por nuestras cabezas o en algún punto alto, acechando.

    Visitar la represa es un tour completamente gratuito y aunque debo confesar que en un principio me parecía una idea de lo más aburrida, pronto descubrí un sitio muy interesante por conocer.

    Desde un edificio de la represa, situado en el centro de Ituzaingó, partía una combi que nos llevaba hacia Yaciretá junto con una guía, completamente gratis. El edificio disponía de un pequeño recorrido informativo para hacer, donde se mostraban desde los antiguos pueblos originarios que habitaron la zona y la fauna y flora del lugar hasta la construcción paso a paso de la represa, y toda la explicación detallada de su funcionamiento.

    Tomamos la combi hacia el mediodía, junto con otras personas y una guía, pobladora oriunda de Ituzaingó. El mini bus tomó un camino restringido solo para las visitas y para las personas que trabajan en la represa y en poco tiempo llegó a la inmensa construcción.
    Aquella enorme y maciza barrera de cemento, atravesaba el río de costa a costa, y contra ella golpeaba fuertemente el oleaje produciendo un ensordecedor estruendo. Ingresamos, llevados por la guía hace la sala central, donde se encontraban los generadores de electricidad a partir del paso controlado del agua. Una construcción realmente impecable y admirable.

    Después de una resumida explicación del funcionamiento de las turbinas por parte de la guía, nos dirigimos hacia el lado exterior, donde se podían ver las enormes compuertas que contenían la fuerza del agua, aunque esta terminaba por sobrepasarla un poco en cada golpe que daba contra la represa y caía brutalmente hacia el otro lado, haciendo un gran ruido.

    Para alterar lo menos posible la fauna ictícola del río (aunque semejante construcción seguramente haya perturbado bastante todo el ecosistema de la zona) la represa dispone de un sistema de “ascensores” para los peces que migran en época reproductiva, en los que se los recogen de un lado de la represa, y se los transporta hacia el otro lado mediante elevadores… bastante interesante, no creen?
    Antes de dejar atrás la provincia, quisimos conocer los esteros del Iberá, porque la verdad es que Corrientes se caracteriza claramente por estos húmedos ambientes que se extienden sobre su territorio, de abundante vegetación y variada fauna. Intentamos acceder a una reserva, pero el camino, para hacerlo en moto, estaba muy malo. Con barro y muchos baches, la moto dio sus tropiezos varias veces hasta que decidimos volver. Estaba muy entusiasmada por ver reptiles y mamíferos de la zona, pero queríamos salir ilesos del lugar.

    Así que, lamentablemente nos quedó pendiente la visita a los esteros, pero también nos sirvió para confirmar que Corrientes tiene muchas cosas más que la convierten en una provincia llena de vida y belleza. Continuamos nuestro gran viaje velozmente por la ruta, ansiosos por llegar a nuestro próximo destino, la provincia de la tierra colorada Misiones.

  2. Ayelen
    Mi nombre es Ayelen, es un nombre de origen mapuche que significa “Diosa de la alegría”, y, si bien intento hacerle honor la mayoría del tiempo, admito que suelo tener un carácter bastante fuerte. Vivo en la ciudad de La Plata, una ciudad universitaria muy bella, ubicada al sur de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Estudio Biología, tengo muchos amigos, una linda familia y una gata preciosa llamada Luna. En definitiva, no puedo quejarme de la vida que llevo. Sin embargo siempre hubo algo que nunca había hecho: VIAJAR.
    Lo deseaba constantemente, pero siempre tenía el mismo inconveniente: cuando tenía dinero, no tenía el tiempo, y cuando disponía del valioso tiempo, no contaba con el dinero. Por eso, cuando mi novio, Martin, me propuso viajar con él y recorrer Latinoamérica, supe que era una oportunidad que no podía dejar pasar, aunque me costara unos cuantos sacrificios. Fue una decisión difícil para mí, ya que el viaje requeriría de mucho tiempo, así que me vi obligada a dejar el trabajo que tenía hacía cuatro años, cancelar mi contrato de alquiler, mudar mis cosas a la casa de mis padres (gata incluida ), dejar la universidad en pausa… en fin, decidí “quemar naves” e iniciar esta aventura. Valdría la pena.

    Los últimos preparativos antes de partir
    La particularidad de este viaje es que nuestro medio de transporte es una moto, una Honda Transalp modelo 89. Sí, la moto tiene casi mi edad, y es una reina en la ruta.
    Sólo podemos llevar lo esencial. La moto tiene dos valijas laterales donde guardamos nuestra ropa, un baúl donde llevamos herramientas y demás accesorios para la moto, mochilas con comida y utensilios de cocina, carpa, bolsas de dormir y aislantes. La pobre va realmente cargada, y así es como se convirtió en nuestro hogar en los últimos meses. Nos costó muchas horas de organización, muchas cuentas a realizar, algo de ahorro, trámites finales… pero al fin, a mediados de febrero, la moto fue cargada e iniciamos este increíble viaje que hoy me dispongo a compartir con ustedes.
     

    Nuestra pequeña
    Esa mañana cuando me desperté, el cielo estaba bastante nublado, y la humedad era realmente insoportable, lo que es normal para esa época en la ciudad de La Plata. Pero a pesar de la gris advertencia climática que se abalanzaba sobre nuestras cabezas, decidimos marcharnos. Fue un momento que no me voy a olvidar nunca, ya que la mezcla de nervios, ansias, y temor que se experimentan al iniciar un viaje es única. Me sorprendió no sentir melancolía al ver cómo dejábamos atrás la ciudad en la que había vivido los últimos 7 años, y a la cual no tengo idea cuando regresaré.
    Viajar en moto es una experiencia muy particular, quienes lo hayan hecho me entenderán y quienes no, intentaré transmitirles de la mejor manera lo que se siente.
    En una moto, uno es parte del vehículo. Uno es el parabrisas, las puertas, ventanas y demás carrocería a la que estamos acostumbrados si nos movemos en cuatro ruedas, por eso, sobre una moto, estas en estrecho contacto con el medio ambiente que se recorre. Dicho de otra manera (quizás menos poética), no hay nada que te proteja de lluvias, nevadas, vientos o eventuales caídas, como aprendí en este tiempo. Aun así, esta característica, que en climas hostiles pueden tornarse un verdadero calvario, también suma el extra de orgullo y satisfacción que uno siente cuando logra recorrer varios kilómetros y llegar finalmente a destino, porque les aseguro que no es lo mismo viajar 5 horas en la comodidad y calidez de un auto, que hacerlo arriba de una moto. Supongo que esa cualidad de SENTIR el viento golpeándonos, el aroma de la tierra cuando atravesamos grandes plantaciones, los pájaros volando al costado de la ruta, la lluvia mojándonos, la nieve congelándonos, la carretera pasando veloz debajo nuestro, sentir todo sin ningún límite que te separe del exterior, esa sensación de libertad es lo que más me gusta de viajar en moto y lo que más disfruto.
    Mi papel en este viaje es de copiloto y con ello corro con grandes ventajas, ya que no tengo que estar necesariamente concentrada en manejar, y tengo mucho tiempo para hablar conmigo misma. Porque eso es básico: a menos que tengas esos costosos cascos con intercomunicadores (cosa que no es nuestro caso); viajar en una moto te deja mucho tiempo para pensar y créanme, puede ser tedioso al principio, pero se ha convertido en una gran terapia personal.
    Fue entonces que el 19 de febrero iniciamos este viaje, hace ya casi cuatro meses. Nuestra meta inicial era llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, y lo haríamos viajando a través de la ruta 3, carretera que nace en el Obelisco de la Capital Federal de Buenos y finaliza en Bahía Lapataia, Tierra del Fuego, siendo un total de 3 mil km. interrumpidos únicamente en un punto: el estrecho de Magallanes. Es una ruta tradicional muy conocida y muy elegida por viajeros.
    Saliendo de La Plata, el paisaje va dejando atrás su apariencia de ciudad para convertirse en campo, extensas llanuras de pastura para agricultura y ganadería, donde cada tanto se divisa algún grupo de vacas u ovejas pastando. Ese sería nuestro paisaje durante los siguientes días.

    Los campos de Buenos Aires
    Los primeros kilómetros dentro de la provincia de Buenos Aires fueron bastante moviditos. Viajamos en dos ocasiones bajo una cortina de lluvia constante, tuvimos nuestro primer problema técnico con la moto, al romperse el sistema de trabavolante que posee por seguridad, y mi primera experiencia con un hostel, con el hostel de la ciudad de Bahía Blanca, para ser más precisa, dejó mucho que desear (ya está incluida en mi lista negra), por lo que uno podría concluir que claramente empezamos con el pie izquierdo.

    La primera tormenta que atravesamos en el camino
    Pero, frente nuestro se abría un mundo nuevo, lleno de lugares por descubrir y personas por conocer, experiencias por vivir, y eso nos daba el suficiente ánimo para seguir.
    Nuestra primera parada a pasar la noche fue aproximadamente a 300 km. de nuestro punto de partida, en la pequeña villa turística y balnearia Costa del Este, donde nos esperaban Pablo, el hermano de Martin y su novia Rita con unas ricas pizzas caseras. A pesar del cansancio que pesaba sobre mí por todo lo estresante de un primer día inicial de viaje, recuerdo haberme ido a dormir muy feliz esa noche. Era una sensación rara, después de haber estado años sumida en una rutina, sabiendo exactamente que me deparaba cada monótono día con el trabajo y las clases de la universidad, de repente no saber dónde íbamos a estar ni qué nos íbamos a encontrar en los siguientes días, donde todo podía pasar, me llenaba de una exaltación extraña y alegre.

    Costa del Este
    Los siguientes dos días, fuimos alojados en el departamento céntrico del padrino de Martin, Eddy, y su mujer Vivi, en la inmensa y ruidosa ciudad de Mar del Plata. Personalmente no es mi lugar favorito, pero debo admitir que es una city muy importante. Miles de propuestas culturales, teatros, cines, grandes peatonales con arte callejero, negocios, restaurantes ofreciendo diferentes delicias marítimas como plato principal, conforman el gran y MUY concurrido centro de la ciudad costera. También posee una costanera muy bella, entre altos edificios y hoteles glamorosos y extensas playas que conforman el conocido balneario turístico de la ciudad, un lugar muy lindo para salir de noche a tomar alguna cerveza o comer algo.

    Mar del Plata
    Recién al quinto día de haber iniciado el viaje, éste se pondría realmente animado y más interesante. Después de la parada obligada a pasar la noche en la ciudad de Bahía Blanca, dejamos atrás al fin la provincia de Buenos Aires, para ingresar a la provincia de Río Negro.
    El paisaje comenzó a cambiar de a poco. Ahora veíamos un poco menos verde, colores más apagados, arbustos más pequeños… de a poco íbamos adentrándonos en la famosa estepa pampeana. Nunca imaginé que sería tan aburrida! Prendida a la parte de atrás de la moto, me mantuve atenta hacia cualquier movimiento, quería ver aves nuevas o algún que otro animalito corriendo al costado de la ruta…. Pero nada. Luego de los primeros cien kilómetros realmente me resigné, fue un trayecto muuuy aburrido. Pero por suerte, el clima comenzaba de a poco a acompañarnos (aunque sería por poco tiempo) y ese día viajamos sin lluvia, al menos.

    La Patagonia
    Caída la tarde, llegábamos a la ciudad de La Grutas, buscamos un camping y rápidamente corrimos a la playa para aprovechar los últimos rayos de sol. Bordeadas por grandes paredes de piedras de diversas formaciones, producto de la erosión del agua misma, se encuentran las playas, a las que uno accede bajando por escaleras construidas entre las formaciones rocosas. Aun había gente bañándose y pescando, a las cuales nos unimos haciendo una pequeña caminata al costado de la orilla. Después de tantas horas de viaje, pisar la arena descalzos y correr entre las pequeñas olas que rompían era nuestra recompensa.

    Las Grutas
    Una rápida compra en un supermercado y al camping. Aun me da vergüenza recordar que apenas si sabía cómo armar una carpa, pero en poco tiempo la que sería nuestro hogar dulce hogar en los siguientes meses estuvo lista, con colchón inflable y bolsas, y tuvimos nuestra primer cena: unos deliciosos sándwiches.

    Las playas de Las Grutas
    A la mañana siguiente, emprendimos la marcha, luego de desarmar y guardar todo en su lugar como un rompecabezas, y tomamos nuevamente la ruta 3. Después de 150 km. de pura Patagonia pasando velozmente a nuestro alrededor, pasamos a la provincia de Chubut y de repente el paisaje se llenó de vida. Podíamos ver pequeñas aves, las martinetas correr entre los bajos pastos al costado de la carretera. Después empezaron a aparecer choiques (que son parientes lejanos del avestruz, mucho más pequeños y de plumaje gris) y muuuuchos guanacos observándonos pasar desde los montes. Al fin el paisaje se volvía interesante y yo era feliz!

    Guanacos
    Junto con los pequeños animalillos que le pusieron un poco de onda al paisaje, también apareció un fuertísimo viento. Ya habíamos sido advertidos de los fuertes vientos de esa zona de la Patagonia, pero realmente nos tomó por sorpresa. Si bien, en mi privilegiado lugar de la moto no me choco con el viento totalmente, porque Martin es quien maneja y es él quien, pobre, tiene que luchar contra las ráfagas de frente, tampoco es que voy encerrada en una burbuja y les aseguro que el viento soplaba realmente fuerte. Íbamos prácticamente a 45 grados y pasar camiones era una odisea, así como cada camión que nos pasaba de frente hacia la dirección contraria suponía un golpazo de viento. No hace falta aclarar que confío en las habilidades para manejar de mi novio, porque de otra manera hubiera muerto de pánico al notar como el viento nos arrastraba de un lado para otro.
    Finalmente, llegamos a nuestro siguiente destino. Un cartel al costado de la ruta nos indicaba que pocos kilómetros delante se encontraba Puerto Madryn. Paramos antes, en un mirador que se encontraba en lo alto. La ruta luego iba bajando hasta llegar a la inmensa ciudad que desde el mirador se veía completamente. Varios jotes de cabeza colorada nos daban la bienvenida planeando en lo alto.

    Jote de cabeza colorada planeando en lo alto en la entrada de Puerto Madryn
    Lo primero que se me vino a la mente era cómo semejante ciudad podía alzarse en el medio de la nada misma?? La estepa patagónica se extendía en todas direcciones, modificando apenas su relieve con ciertas ondulaciones, pero tan árida y opaca como había sido el paisaje en los últimos días, y de repente era cortado por esa gran ciudad, a la orilla del Atlántico.

    La ciudad de Puerto Madryn, vista desde el mirador
    Nos subimos a la moto y emprendimos los últimos kilómetros para entrar a la ciudad ansiosos. Martin trabaja en Informática y tendría que trabajar en unos proyectos, lo que suponía quedarnos varios días en Puerto Madryn, así que yo tendría tiempo de recorrer, conocer y sacar fotos. Además, muy cerca de de allí se encuentra la gran península de Valdés, famosa por sus áreas de lobería, elefantes marinos y avistaje de ballenas. Mi pequeña bióloga interior estaba deseosa de verlo TODO.
    Habíamos iniciado nuestro viaje con algo de mala racha, pero de a poco, nos íbamos encontrando con mejores aires y aun nos faltaban muchas cosas por vivir.

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  3. Ayelen
    Como ya mencioné en algún momento, toda esta aventura de viajar fue algo completamente nuevo para mí. Jamás había sobrepasado los límites de mi país en mis 26 años y apenas conocía algunas regiones cercanas. Contrariamente, Martin ya tenía experiencia en el asunto, ya había viajado por varios países vecinos y hasta vivió bastante tiempo en el extranjero, por lo que él era mi cable a tierra, por así decirlo, cuando no sabía cómo manejarme en ciertas situaciones.
     
    Más allá de que cuando uno viaja, naturalmente todo es desconocido: paisajes, lugares, costumbres, personas… Para mí también significaba adaptarme a esta temporal vida nómade, acostumbrarme a los continuos cambios, a no desesperar ante cualquier eventualidad, a tener paciencia y persistencia.
     
    Sin embargo, aunque suene raro, cuando un viaje se prolonga durante tanto tiempo, también se genera cierta rutina. Fue en ese momento cuando me di cuenta que la rutina, eso de lo que tanto nos quejamos y de lo que nos queremos desprender a toda costa, es sencillamente parte de nuestra naturaleza humana. A pesar de movernos continuamente había cosas que ya hacíamos automáticamente como por inercia: armar y desarmar la carpa, acomodar las cosas en el lugar exacto sobre la moto, parar cada dos horas y media a descansar y tomar agua… Fueron cosas que aprendimos e incorporamos. Al igual que prepararnos antes de entrar a una ciudad capital.
     
    Ya nos había pasado con algunas grandes ciudades de Argentina, nos había pasado al ingresar a La Paz, en Bolivia…. Pero no permitiría que nos volviera a pasar cuando llegáramos a Lima. Tomé todas las precauciones posibles para no perdernos y marearnos en esta ciudad que, sabía, debía ser gigante.
     
    Es por eso, que al pisar Lima, entrando por modernas autopistas, nos manejamos como si conociéramos el lugar de punta a punta.
     
    Había buscado exhaustivamente en internet, hasta obtener las direcciones de los hostels más económicos que pude encontrar. Y tuvimos suerte de que todos se encontraban por la misma zona: el ostentoso barrio de Miraflores.
     


     
    Llegamos en pocos minutos, gracias a las perfectas indicaciones que fuimos siguiendo a lo largo de toda la autopista y a pesar de que se nos complicó conseguir un lugar para resguardar la moto (el hostel donde nos hospedamos no tenía cochera), para la tarde ya estábamos instalados en una cómoda habitación.
     
    En Miraflores hay un hostel cada dos cuadras. Y cerca de donde nos hospedábamos había una enorme plaza de bellos jardines que era el territorio de un centenar de gatos. Gatos y gatos por donde mirase, en los bancos, tirados en el césped tomando sol, sobre los árboles. SI, para una amante de los felinos como yo, aquello era el paraíso <3
     


     
    Unas pocas cuadras más adelante, se abría un gigantesco acantilado, bordeado por prolijas callecitas de paseo empedradas y canteros y escoltado por una hilera discontinua de edificios de todos los tamaños y colores. Cuando nos asomamos pudimos ver una larga playa y un mar embravecido que sólo se atrevían a probar algunos surfistas.
     


     
    Hacia los costados, la ciudad se extendía en la cima de este acantilado, asomándose edificios entre manojos de árboles y vegetación.
     


     
     
    Caminamos muchísimo aquel día. Aún recuerdo cómo me ardían las plantas de los pies una vez que volvimos al hostel. Incluso visitamos el famoso Parque del Amor, que ya fue mencionado en otro relato de esta misma página, llamativo por su gran escultura de una pareja besándose, realizada (leería más arde) por un artista peruana, y a la que llaman “El Beso”.
     


     
    Por la noche un amigo de Martin que venía siguiendo nuestro itinerario y nos esperaba en Lima, pasó a buscarnos por el hostel. Augusto se ganó mi respeto desde el primer minuto que lo conocí y nos invitó a una deliciosa cena.
     
    Los contextualizo: nuestras comidas se reducían a económicos menúes que se servían en cualquier sucucho al costado de la ruta (riquísimos, no hay que negarlo, pero repetitivos en arroz y papa) y en cenas que nos hacíamos gracias a nuestra sencilla “cocina-móvil”: una ollita y un mechero con los que nos hacíamos fideos…. O más arroz.
     
    Por eso, cuando entramos a aquel restaurante Chifa, donde se respiraba un aire muy ceremonial, con enormes mesas circulares acomodadas prolijamente frente a grandes ventanales y elegantes meseros atendiendo, y vimos esa exquisita comida, fue imposible no amar a Augusto.
     
    El Chifa es una opción gastronómica altamente recomendada para quienes quieran viajar a este bello país sudamericano. Es el resultado del cruce de dos culturas: la china y la peruana. Las tradiciones culinarias traídas por los inmigrantes chinos a este país en el siglo XIX, fue adaptándose y evolucionado, tomando muchas cosas de la gastronomía peruana (conocida a nivel mundial por sus exquisitos platos) transformándose en una combinación exquisita de sabores y aromas.
     
    La mesa donde nos sentamos les puedo asegurar que era grande, pero fue tanto lo que nos pedimos que no cabían en ella los platos! Fideos salteadas en salsa de soja y verduras; carne de cerdo agridulce; arroz chaufa (arroz frito, verduras y tortilla de huevo); verduras al wok…. Lo recuerdo y aun se me hace agua la boca.
     
    Después de todo lo que habíamos caminado aquel día y luego de aquella majestuosa panzada gracias a nuestro amigo, la cama de dos plazas del hostel fue el mejor final para aquel día y dormí plácidamente como un bebé.
     
    Al día siguiente aprovechamos un bus que pasaba exactamente frente al hostel y que gratuitamente nos llevaría al centro mismo de la ciudad de Lima.
     
     


     
     
    Voy a ser honesto con ustedes, esta parte de Lima, definitivamente no se encuentra en mi lista de los lugares más lindos visitados. Su plaza central, la Plaza Mayor de Lima, ubicada en pleno centro histórico, posee algo de encanto. Pero, por lo demás, se parece exactamente a las callecitas de pleno microcentro bonaerense, en Argentina, por lo que no fue algo que me llamó mucho la atención.
     


     
    Con el cielo completamente tapado de un suave gris, y sin un rastro de cielo celeste, el único brillo del día provenía de una colorida muestra artística que se exponía en la plaza. Unas estructuras, similares a árboles habían sido pintados por diversos artistas de la ciudad y se exponían sobre los jardines.
     


     
    Frente a la plaza la majestuosa Catedral de Lima se erigía con sus dos torres de paredes trabajadas que contenían grandes campanarios.
     


     
    En Lima También conocimos a Germán, muy amigo de Augusto. Germán nos conoció un día que Augusto nos presentó e inmediatamente nos ofreció hospedaje en su departamento para ahorrar los gastos de hospedaje. De manera totalmente desinteresada y con el único objetivo de brindarle una mano a estos dos viajeros, una persona que acababa de conocernos nos abría las puertas de su casa y es algo que me llenó de asombro y gratitud.
     
    Nos dio algo de pena dejar el hostel en Miraflores que nos había cobijado durante un par de días, pero en vista de lo que podríamos ahorrar, nos fuimos sin dudarlo al departamento de German. Él vivía en un gran piso, en una zona aún más bonita y tranquila, de grandes y atractivas residencias y prolijos jardines.
     
    Desde su balcón podíamos ver ese particular cielo gris y blancuzco que Augusto y German nos contaron que llamaban “panza de burro” por su color grisáceo. Siempre es así en Lima, y nunca se ve un cielo celeste, lo que me pareció un tanto triste, para ser sincera.
     
    Lima fue el único lugar de todo Perú donde realmente nos dimos el lujo de probar de todo. Como ya conté, nos habíamos deleitado con la comida Chifa, pero los premios al mejor postre de la historia se lo lleva sin lugar a dudas el helado de lúcuma. Esta fruta de cáscara verde y brillante y carnosa por dentro que recuerda a un aguacate por su gran y redonda semilla, es utilizada para hacer postres de todo tipo y helados. Su gusto parece más bien como a alguna fruta seca, como nuez y sólo crece en Chile y en Perú. La vida es injusta.
     
    En Lima comí helado de lúcuma en todas sus presentaciones: artesanal, en palito, con chocolate, con caramelo…. Comí lúcuma hasta que me salió por las orejas y si hubiera podido resolver el problema del congelamiento me hubiera comprado una caja repleta de esos helados!
     
    Con German y Augusto también nos atrevimos al ceviche. Este plato de pescado cocido sólo con jugo de limón, que se preparaba junto con cebollas, camote o yuca y granos de maíz. Además el plato venía con una pizca de salsa de lo más picante que te subía rápidamente la temperatura corporal. Al menos teníamos un vaso de fresca chicha morada para calmar el ardor.
     
    Así, a pesar de haber permanecido pocos días en Lima, no podíamos quejarnos: le dimos todos los gustos a nuestras tripas, visitamos viejos amigos y yo, personalmente me fui con dos nuevas amistades forjadas.
     
    Ya faltaban pocos kilómetros para recorrer dentro de Perú, por lo que aquella mañana gris, como siempre, nos despedimos de nuestros amigos y partimos de Lima hacia las costas del norte.
     
     


     
     
     
     
     
     


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  4. Ayelen
    Cuando recuerdo el camino que debimos atravesar para llegar al Parque Nacional El Rey, mi pequeña contractura crónica del cuello se ríe maliciosamente de mí
     
    Habíamos sido aconsejados por un matrimonio danés que conocimos en el camping municipal de Salta para visitar este salvaje Parque, donde habían visto una gran cantidad de animales. Sólo ese comentario fue suficiente para mí para armar las valijas. Sin embargo hubo un pequeñísimo detalle que estos adorables amigos no nos dijeron: hacer el camino con las cuatro ruedas de una motorhome como la de ellos, no es lo mismo que hacerlo con dos, como las de nuestra moto.
     


     
    Salimos de Salta una mañana, y sólo a unos pocos kilómetros, tal y como nos habían informado, se encontraba lo que sería el camino a tomar para llegar al Parque. Al costado de la carretera se abría un ancho camino de tierra que bordeaba campos de pastura y varios asentamientos rurales.
     
     


     
    Hasta ese momento, el camino, a pesar de ser de tierra, era tolerable y estaba en buen estado. A sólo pocos minutos de viaje, dejamos atrás el sector poblado, y el camino comenzó a rodearse de tupida vegetación. Doblando en curvas y más curvas, fuimos avanzando tranquilamente y disfrutando del paisaje selvático que de repente nos había rodeado.
     
     


     
    No recuerdo ya cuantos kilómetros habíamos avanzado del trayecto, cuando de repente nos topamos con un arroyo que cruzaba de lado a lado el camino. Y no me refiero a un fino arroyito… esto era un verdadero canal de agua, de 10 o 15 metros de ancho, no muy profundo, pero con el fondo cubierto de rocas de todos los tamaños
     
    Si yo hubiera estado manejando la moto, probablemente hubiese pegado la vuelta en ese mismo instante (Sí, lo sé… soy una cobarde ), pero Martin estaba al mando y claramente no se iba a dejar amedrentar por un simple arroyito. Analizó con detenimiento el camino que podía tomar mirando a través de la cristalina corriente, mientras yo, asomándome sobre su hombro lo bombardeaba a preguntas desesperadas: “¡¿Estás seguro que vamos a poder pasar?! ¿Y si nos caemos? Se nos van a mojar todas las cosas! ¿Y si buscamos otro camino?!” (Sí, lo sé… soy muy molesta XD ). Finalmente puso primera y avanzó hacia el arroyo, haciendo caso omiso a mi miedo. La moto se metió de lleno en el agua y comenzó a avanzar dificultosamente por entre las rocas que cedían ante su peso. La Honda flaqueó primero hacia un lado y después hacia el otro, mientras yo me aferraba con uñas y dientes a la espalda de Martin quien terminó metiendo los pies completamente en el agua para mantener en pie a la moto y evitar que cayéramos de costado.
     


     
    El motor rugía mientras se forzaba por atravesar aquella superficie rocosa y finalmente llegamos a la otra orilla… sanos y salvos. El agua caía a chorros desde los plásticos laterales de la moto, pero lo había logrado perfectamente. Yo suspiré aliviada y aunque aún estaba bastante tensa, continuamos el camino.
     
    El sendero continuó haciéndose paso entre la espesa vegetación y fuimos avanzando a los tumbos sobre aquella carretera de tierra y rocas. Cuando de repente, ¡oh, sorpresa! Otro vado atravesando el camino. Igual de ancho que el anterior, con su fondo más rocoso aún. Nuevamente Martin se paró en seco sobre la orilla y luego de meditarlo por algunos segundos, avanzó cautelosamente sobre la corriente de agua, ayudando con sus pies a que la moto llegara a la otra orilla. Yo cerré los ojos mientras sentía que la moto se resbalaba hacia un lado y hacia otro y esperaba la caída, pero afortunadamente, la moto cruzó por segunda vez la corriente.
     
    Ascendiendo por empinadas lomadas y avanzando entre cerradas curvas, continuamos viaje, mientras el sol comenzaba recién a bajar. Y entonces, cuando apareció ante nuestros ojos el tercer vado yo no podía creer nuestra suerte. Ya no quería saber más nada con el Parque, sólo no quería caerme al agua y romperme las rodillas contra las rocas o que me aplastara la moto. Pero el amante de la aventura, el señor Martin, avanzó confiadamente. La moto tambaleó mientras avanzaba sobre aquellas inestables rocas que cubrían el fondo del arroyo y una vez más, airosa, llego a la orilla opuesta.
     
    Y así continuamos el camino, cada algunos kilómetros y para arruinar aún más mis nervios nos cruzábamos con algún arroyo rocoso que atravesaba el camino. En total fueron SIETE. Siete divinos y bellos vados que debimos cruzar con mucha dificultad, donde la moto se portó como una campeona, pero donde la tensión por una posible caída terminó por agotarnos a ambos.
     
    Cuando al fin cruzamos el último arroyo, el sol ya estaba casi oculto entre el monte frondoso que nos rodeaba. Nos dio la bienvenida un agradable guardaparques que no salía de su asombro, jamás había visto una moto por aquellos lados, porque claramente el camino NO está hecho para motos.
     
    Nos habíamos internado varios kilómetros campo adentro, y en aquel lugar de suaves montes, sólo se podía ver, hacia un lado del camino las oficinas de los guarparques y hacia el otro, el predio destinado para el acampe.
     
    Junto con el sol se desvaneció la calidez que habíamos disfrutado durante todo el día y la temperatura descendió en cuestión de minutos. Rápidamente armamos la carpa, inflamos el colchón y luego de calentarnos un poco junto a una pequeña fogata que otros visitantes habían armado, nos metimos en nuestras bolsas para pasar la noche. Fue una noche complicada, con mucho frio y algunos piecitos helados. Pero, para la mañana siguiente, nos despertamos con un radiante sol y un día completamente despejado.
     
    Al salir de la carpa, me encontré con la mirada recelosa de una pomposa pava de monte. Estaban por todas partes: rodeando la carpa, husmeando en un motorhome que teníamos como vecino, sobre las mesas del camping y se mostraron sobretodo bastante atraídas hacia nuestra mochila de comida. Con su singular cacareo y sus llamativos ojos color rojos, se paseaban por todo el terreno en busca de algo para el buche.
     


     
    Dentro del Parque Nacional El Rey hay muchos senderos para realizar, con variada dificultad y cada uno lleva su tiempo. El Parque es una de las más grandes reservas del norte argentino y en él habitan cientos de especies nativas, entre ellas, el más característico, el Tapir.
     
    Enorme herbívoro de prominente nariz, el tapir es un animal tranquilo pero escurridizo. Yo lo recordaba muy bien de mi trabajo voluntariado en el zoológico de mi ciudad, donde cada tanto me cruzaba a su recinto y le rascaba el cuello durante algunos minutos, cosa que adoraba que le hicieran. Para poder observar alguno debíamos ir despacio y sin hacer ruido.
     


     
    Emprendimos un sendero, entonces, hacia la “cascada de los lobitos”. El sendero iniciaba detrás de las oficinas de los guardaparques y continuaba introduciéndose en la espesa vegetación de la reserva. Sobre el camino todo era verde, una alfombra de hierbas cubría todo el sendero, y a los costados nacían bajos arbustos entre delgados árboles de tortuosas ramas que también estaban cubiertas de un brillante musgo.
     


     
    En el camino fuimos descubriendo la gran biodiversidad del lugar. Una variada flora nacía en cada rincón con hojas grandes y aplanadas o delgadas y afiladas. En los troncos muertos caídos sobre el camino que debíamos saltar, vivían gran variedad de hongos de todas formas y colores que nacían entre el musgo que allí lo invadía todo.
     
    Sólo bastaba detenerse un segundo y agacharse hacia la vegetación para encontrarse con todo un mundo. Mariposas de todos los tamaños revoloteando entre las flores, orugas de llamativos colores alimentándose de las hojas de alguna planta y hormigas laboriosas haciéndose camino entre las raíces de los arbustos.
     


     
    Cruzamos algunos arroyos y avanzamos a través de aquella húmeda vegetación, hasta que de repente el camino fue cambiando de aspecto y nos encontramos con un gran claro, donde la vegetación dejó de ser tan selvática para transformarse en flora más de llanura. Algunos pantanos se hallaban rodeados de arbustos espinosos y yo sabía que era el lugar perfecto para los tapires. Con los oídos y la vista agudizada, avanzamos lentamente y en silencio a la espera de alguno de estos maravillosos animales. Pero nada apareció.
     


     
    Finalmente el camino se introdujo nuevamente en un monte de espesa vegetación y descendimos por unos escalones de piedras y troncos hasta llegar a una pequeña cascadita que formaba un gran estanque de agua.
     


     
    En aquel lugar rodeado de los más puros sonidos de la naturaleza, se sentía una verdadera calma. Nos tomamos unos minutos para descansar y almorzar algo y, luego, emprendimos el regreso al campamento. En el camino continuismos cruzándonos con algunos insectos de los más llamativos.
     


     
    Y algunas arañas que dejaban mensajes un tanto escalofriantes con sus telas de araña.
     


     
    Regresamos al campamento un tanto desilusionados porque no habíamos podido ver ningún tapir, pero allí nos esperaban toda clase de aves que se habían juntado al atardecer en busca de algo para alimentarse. Las ya conocidas pavas de montes ahora estaban acompañadas de las elegantes chuñas de patas rojas, y también algunas urracas vigilaban todo desde las altas ramas de los árboles.
     


     
    Pasamos una segunda noche fría, y a la mañana siguiente a pesar de que dudamos muchísimo si irnos o quedarnos, nuestra falta de provisiones nos obligó a marcharnos. Mientras preparábamos la moto, yo ya había comenzado a prepárame mentalmente del camino que nos esperaba y de aquellos dificultosos cruces.
     


     
    Cuando iniciamos nuestra vuelta, cruzamos el primer vado y sólo a unos pocos metros tuvimos la gran suerte de poder ver al fin, un grupo de tres o cuatro tapires jóvenes al costado del camino, metidos entre la vegetación. Nos sorprendió tanto ese inesperado encuentro, que ni reaccionamos a tomar la cámara de fotos. Sólo pudimos admirarlo por unos segundos, antes de que huyeran miedosos, introduciéndose en el monte.
     
    Nos tomó unas largas horas regresar por aquel camino y con ansiedad fui contando para mis adentros cada uno de los vados, hasta que finalmente cruzamos el séptimo. Fue una travesía bastante difícil que nos dejó agotados, pero al menos nos íbamos del Parque El Rey felices de haber visto a los tapires.
     


     
     
     


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  5. Ayelen
    En todos estos meses de viaje, recorrí distintos ambientes: me congelé hasta los huesos con la nieve del sur, caminé por senderos entre bosques de pinos y montañas, acampé sobre las frescas costas de lagos y ríos, me sacié de tanta estepa patagónica infinita y jugué con arena y disfruté del sol a lo largo de anchas playas…. Pero, en lo personal, nada me fascina tanto como la selva. La selva es vida en estado puro. Sonidos, aromas y colores… la selva lo tiene todo!!
    Misiones es la provincia selvática de Argentina, hogar de las increíbles Cataratas de Iguazú. Para llegar a ellas, debíamos atravesar toda la provincia y dirigirnos hacia el este, hacia la ciudad de Iguazú, que limita con Paraguay y Brasil.
    Al ingresar a Misiones, un gigantesco arco nos daba la bienvenida a la Tierra Colorada. Y es que debido a la gran concentración de hierro en la tierra, allí todo se ve rojo… y les puedo asegurar que destiñe. Solo bastó que me bajara de la moto a tomar unas fotos y mis botas estaban completamente rojas y así le siguieron mis pantalones y remeras.

    Pero en fin, una vez que ingresamos a territorio misionero, todo explotó de verde. La vegetación de repente lo invadió todo. Árboles y arbustos, formando un manojo casi impenetrable, se asomaban hacia la ruta en todo el camino hacia Posadas, la capital de Misiones. Y claro que el clima allí es acorde con tanta flora… humedad y mucha. De repente las gruesas camperas que llevábamos encima comenzaron a volverse un poco sofocantes. El calor era bastaaante pesado

    Sólo pasamos velozmente por Posadas para cargar tanque y almorzar algo al paso y seguimos viaje. Estábamos a solos pocos kilómetros de Iguazú y yo era una bola de ansias terribles por llegar. Pero, como siempre, tuvimos algunas demoras en el camino.
    A sólo 60 kilómetros de Posadas, se encuentran Las Ruinas de San Ignacio Mini, que sinceramente yo no tenía ni idea de que existieran, pero nos pareció interesante y aún era temprano, por lo que decidimos hacer una breve parada y ver de qué se trataba.
    San Ignacio es una localidad sumamente tranquila, de anchas calles de tierra. Llegamos después del mediodía, horario de la siesta, como es costumbre en la mayoría de las provincias de Argentina, así que no había absolutamente nadie en las calles.
    Las Ruinas de San Ignacio son restos bien conservados y cuidados de un asentamiento jesuítico, que data del Siglo XVII. No quisiera comenzar un debate político-religioso en esta comunidad que en realidad está dedicada a viajes, pero voy a hacer honestas con ustedes: El sólo pensar que un grupo de personas llegó a estas tierras a imponer sus creencias religiosas a los nativos, me choca un poquito. Y esto sucedía en este sitio hace cientos de años atrás, cuando los jesuitas levantaban aquel poblado con el objetivo de evangelizar a los nativos guaraníes.

    Más allá, entonces, de mi opinión personal, la arquitectura conservada del lugar era realmente impresionante. Grandes columnas adornadas se alzaban varios metros, destacando por encima del verde, por su llamativo color rojo. Las edificaciones de las que sólo quedan restos, estaban construidas con asperón rojo, una roca de la zona que le confiere ese típico color rojizo.

    Aun 500 años después, se podía notar con facilidad la dispersión de las construcciones. Una plaza central alrededor de la cual se alzaban una iglesia, un cementerio, las viviendas y hasta un cabildo. En lo alto de las columnas se podían apreciar bellas adornaciones talladas prolijamente en la piedra, un trabajo admirable.
    Mientras Martin recorría las ruinas con cámara en mano, yo aproveché a sentarme en el pasto, bajo el potente sol que me estaba adormeciendo. Era tal el calor, que no quería ni moverme.

    Seguimos viaje, luego de habernos empapado de un poco de historia sobre las Ruinas de San Ignacio y entonces sí, yo iba emocionadísima, aferrada al hombro de Martin, esperando entrar a Iguazú en cualquier momento.
    Y de repente, y como nos suele suceder, una fuerte lluvia se desató sobre nosotros. No debería haberme sorprendido tanto, semejante selva debe mantenerse de alguna forma. Una cortina constante de agua caía sobre la ruta mientras avanzábamos entrecerrando los ojos detrás del casco y sintiendo como toda nuestra ropa se mojaba en pocos segundos.
    Como la cosa no paraba y se ponía cada vez más intensa, debimos hacer una parada de emergencia. Con la ropa chorreando agua y las botas inundadas, nos detuvimos al costado de la ruta, bajo un techo de una parada de colectivos. Como pudimos e imitando a otro motociclista que también había hecho una parada de emergencia, estacionamos la moto debajo del techo para evitar que se siguieran mojando todo nuestro equipaje.
    Mi humor comenzaba a flaquear…. Tenía calor, estaba toda pegoteada y encima estaba empapada y todas mis cosas estaban mojadas. Pero bueno, aún seguía pensando que en pocos minutos llegaríamos a Iguazú y encontraríamos algún camping u hostal con una buena ducha para poder sacarme todo aquel húmedo viaje de encima.
    Durante varios minutos permanecimos en nuestro refugio, viendo la incesante lluvia caer y esperando. Hasta que finalmente, luego de unos 10 o 15 minutos, de a poco la lluvia se fue convirtiendo en una leve llovizna y decidimos seguir viaje.
    Otra vez sobre la ruta rodeada de la espesa selva, viajamos varios kilómetros más viendo la reciente lluvia caída evaporarse del caliente cemento, formando una densa neblina sobre la carretera. Y entonces…otra vez lluvia. Un nuevo chaparrón cayó sobre nosotros como baldazos de agua. Decidimos seguir a pesar de la lluvia porque sabíamos que estábamos cerca de llegar a la ciudad. Pero la tarde cayó rápidamente y cuando nos quisimos dar cuenta, la noche se nos había avecinado y la ruta estaba cada vez más oscura. Enormes luces nos encandilaban cuando los grandes camiones pasaban al lado nuestro, seguidos de una inevitable ola de agua.
    Entonces, cuando divisamos una estación de servicio al costado del camino, decidimos parar allí. Mojados de pies a cabezas, entramos al coffe shop y nos comimos un chocolate mientras veíamos la lluvia caer y caer sobre la carretera.
    Martin tiró la idea de pasar la noche allí, simplemente armando la carpa en un despejado terreno que había detrás de la gasolinera. Nos dieron el permiso sin problema, pero yo no estaba para nada conforme con la idea. Sabía que estábamos a solo pocos kilómetros de la ciudad y realmente necesitaba una ducha. Pero afuera la noche ya había caído por completo y la lluvia no paraba y no daba señales de parar a la brevedad… así que simplemente tuve que resignarme.
    Y allí, en ese húmedo lugar, bajo la incesante lluvia, toda embarrada, mojada, y sucia… tuve el primero de varios colapsos que tendría desde aquel momento a lo largo del viaje. Sólo imagínense: ya hacía cuatro meses que había dejado atrás mi casa y junto con ello, todas las comodidades a las que uno, en una vida cotidiana, está tan acostumbrado que ni las presiente. Pero en ese momento, donde lo único que quería era una simple ducha, mis nervios colapsaron… habíamos viajado mucho (y sobre todo bajo lluvias o por las noches, el viaje suele tornarse un poco más estresante) ya estaba cansada y de mal humor, y todo se me mezcló. Recuerdo haberme encerrado unos minutos en el baño de la estación de servicio y no salí hasta que recupere la cordura. 
    Así que bueno, con resignación armamos la carpa, a pesar de que todas nuestras cosas (incluidas las bolsas de dormir) estaban húmedas o mojadas, y allí pasamos la noche. Al día siguiente nos queríamos mataaarrr…. La lluvia no había parado… ni un poquito. Sabíamos que estábamos cerca de la ciudad, pero con aquella tormenta no queríamos salir a la ruta. Aún así desarmamos la carpa y simplemente esperamos… y esperamos… y esperamos.
    Pasó el mediodía y la lluvia NO paraba! Me entretuve durante aquellas largas horas rescatando hermosas mariposas que caían por la lluvia y llevándolas a un lugar bajo techo. Como les dije antes, la selva está llena de colores, y ello es gracias en gran parte a estos hermosos animales. Desde que habíamos ingresado no parábamos de ver llamativas mariposas revoloteando por donde uno mirase y de los colores más hermosos de la naturaleza: rojos, azules, verdes, colores tornasolados que se encendían con la luz del sol, todo un espectáculo.

    Súper hartos de tanta espera, nos animamos a salir a la carretera cuando vimos que la lluvia aminoraba un poco. Mojadísimos, entonces, llegábamos POR FIN a la ciudad de Iguazú. La ruta ingresaba a la localidad, donde de a poco comenzábamos a ver enormes carteles publicitarios, y varios hoteles. Sin saber dónde hospedarnos con tanta lluvia, paramos en una oficina de información turística y “casualmente” un hombre se nos acercó ofreciéndonos hospedaje.
    Sin más opciones y sólo pensando que queríamos un resguardo para nosotros y nuestras cosas, aceptamos la oferta de este hombre y lo seguimos. Después de tanto viaje y tanta lluvia, aquella impecable habitación con baño privado, tele, aire acondicionado y una confortable cama, era todo lo que necesitábamos.
    A pesar de estas comodidades, nada nos prepararía para estar TRES días consecutivos encerrados en aquella habitación porque simplemente la lluvia no paraba. Jamás en mi vida había estado tantos días bajo agua, pero supuse que en aquel lugar tan húmedo, aquello era algo normal.
    Al segundo día, y casi caminando por las paredes del hospedaje porque ya no sabíamos más qué hacer ahí encerrados, más que jugar a encontrar gekos en los rincones del hospedaje, aprovechamos unos milagrosos minutos en los que el cielo se abrió y la lluvia cesó y pudimos finalmente recorrer a ciudad.

    Asentada sobre la selva, Iguazú es una gran ciudad de anchas calles y un centro muy concurrido. Enfocado a los turistas, los locales ofrecen productos típicos del lugar como la yerba mate o souvenirs de animales autóctonos como monos y coatíes. Claramente quería comprarme todo, pero siempre debo contenerme en lugares así. Durante la tarde visitamos el “Hito tres fronteras”. Tomamos una larga costanera que bordea el Rio Paraná y llegamos a una cima, desde la cual se puede ver las costas vecinas de Paraguay y Brasil.

    Luego de tres días de lluvia, el clima mejoró parcialmente. Recuerdo que nos despertamos asombrados de sentir el canto de los pájaros y de ver débiles rayos de sol entrando por la ventana. No apresuramos con temor a que aquel bello día durara poco, y fuimos a visitar un lugar recomendado: La Aripuca.
    Sobre la entrada a la ciudad se puede acceder a este curioso lugar que en realidad nace como un emprendimiento de una familia, con el fin de concientizar sobre la conservación de la flora y fauna autóctona.
    El nombre proviene de una trampa utilizada por los nativos guaraníes para cazar, que consistía en un hábil y simple sistema de pequeñas ramas que se activaban cuando un animal pasaba por el lugar correcto, quedando atrapado dentro de una especie de “canasto” hecho con troncos entrelazados. Lo llamativo de este sistema, es que no produce ningún daño al animal, dándole la oportunidad al nativo cazador de soltar la presa si lo cree conveniente, sin herir innecesariamente a un ser vivo.
    De hecho al ingresar a este lugar que consta de varias hectáreas de verde, lo primero que se puede ver es una inmensa estructura, gigante que representa esta antigua trampa. Esta imponente construcción de casi 20 metros de alto, sorprendentemente fue hecha con árboles nativos de la selva de Misiones, rescatados de comercio o talas ilegales.

    Fue una visita corta, pero totalmente recomendable. Sobre la entrada, y a modo simbólico, se encuentra una planta de yerba mate. Antiguamente, la yerba mate era utilizada por los pueblos originarios para elaborar infusiones, y actualmente de ella se obtiene la materia prima para la típica (y genial en varios aspectos) infusión argentina: EL MATE.

    Ya dentro del parque, hay grandes salas con muchísima información fotográfica de la fauna y flora nativa del lugar y su estado de conservación. Y, sin lugar a dudas, poder recorrer aquel lugar acompañado de la armonía del arpa, es una experiencia hermosa.

    Como no podía faltar, en el lugar hay una gran casa de souvenirs, en cuyos jardines colgaron bebederos para picaflores y el lugar está repleto de estas pequeñas aves. Lo mejor de todo? un pequeño puesto de helados artesanales de yerba mate y rosas... sublime!

    Como el clima había mejorado considerablemente, decidimos abaratar costos y mudarnos a un camping. Así, llegamos así al excéntrico camping “La Modista”. Recién allí nos enteraríamos que aquellas intensas lluvias que habíamos sufrido durante tres días, habían sido unas de las peores precipitaciones jamás registradas y que habían provocado la crecida de los ríos, generando inundaciones y destrozos en varios puntos de la provincia… y ahí llegaría una muy mala noticia: como consecuencia de estas lluvias, las Cataratas del Iguazú, estaban cerradas al público.
    (Continuará...  )
    Más fotos de Misiones AQUI!
  6. Ayelen
    Cuando quisimos comprar las entradas para visitar Machu Picchu, en la ciudad de Cusco nos encontramos con la sorpresita de que había un conflicto en la hidroeléctrica que se encuentra sobre el único camino que conduce a las míticas ruinas, y que a raíz de ello, la carretera se encontraba cerrada al paso en señal de protesta.
     
    No sabíamos cuanto tiempo iría a durar este corte de ruta, y si bien nos encantaba estar en el camping “La Quinta de Lala” y nos divertía ver a Rosita, la cachorra, correr a las gallinas todas las mañanas, decidimos que lo mejor sería aprovechar ese tiempo indeterminado con el que contábamos para visitar algunas otras ruinas.
     
    Así nos hicimos de un paquete de dos días con cuatro entradas para visitar las ruinas del Valle Sagrado al módico precio de 70 Soles cada uno.
     
    El Valle Sagrado está establecido a pocos kilómetros de Cusco, entre los pueblos Pisac y Ollantaytambo. Posee ciertas características que lo han convertido desde la época incaica en un lugar especial para la agricultura, por su geografía y su clima, y en la actualidad en uno de los puntos turísticos más bellos e interesantes para recorrer en Perú.
     
    Salimos una mañana con la moto cargada, prometiéndole a Olivia que volveríamos al camping de Cusco en un par de días y nos dirigimos rumbo a las ruinas. He aquí un pequeño resumen da cada una de ellas:

    Ruinas de Pisac:

    Estaba muy inmersa en mis pensamientos, mientras dejábamos atrás Cusco y nos metíamos de lleno en aquel enorme valle tapizado de verde vegetación con el cielo celeste y brillante a través de la ruta, cuando de repente tuvimos nuestra primera imagen de Pisac. Sólo 30 km separan esta ciudad de Cusco, cosa de la que no estaba informada, por lo que me sorprendió encontrarme tan pronto con nuestra primera parada.
     


     
    Apostada sobre la costa del rio Vilcanota, el pueblo de Pisac se extiende como un largo cordón, separado de una gran pared de cerros de picos puntiagudos y onduladas laderas por kilómetros de cuadriculados campos de cultivos.
     
    Cruzamos el rio por un puente e ingresamos a Pisac a través de irregulares calles de piedra que nos hicieron tambalear un poco sobre la moto. El camino cruzaba parte de la ciudad y después seguía a la par de un pequeño arroyo que corría por entre algunas rocas, antes de comenzar a ascender por la ladera de una de las sierras.
     
    Y justo después de subir ese ancho camino de curvas cerradas, nos encontramos de frente con las ruinas arqueológicas de Pisac. Las pendientes de las sierras que se levantaban frente nuestro, estaban prolijamente trabajadas en anchos escalones de cultivo. Y a los pies de estas colinas y en algunos otros puntos, en distintas alturas, se agrupaban restos de construcciones de piedras.
     


     
    Pisac fue un gran asentamiento incaico, con una superficie que abarcaba más de 4km cuadrados. Obviamente lo más llamativo de estas ruinas son los anchos andenes de cultivo realizados sobre las pendientes de las colinas.
     


     
    Subimos la sierra por un camino lateral a los balcones, hasta llegar a la cima, donde la vista era asombrosa.
     


     
    Las altas paredes de piedra que contenían los escalones de cultivo eran bien mantenidas, y hasta se podían apreciar hoscas escaleritas hechas con láminas de rocas.
     


     
    Siguiendo marcadas y antiguas callecitas uno podía transportarse de un punto hacia otro, pasando por los restos arqueológicos sobrevivientes, que habían sido diferentes barrios dentro de la antigua zona de Pisac. También se podían apreciar restos de acueductos, puentes y hasta un cementerio. Fuimos metiéndonos entre las ruinas de casas, de las cuales sólo quedaban en pie sus paredes de roca, y atravesando algunos túneles que cruzaban las colinas de lado a lado.
     


     
    Lo que me gustó de Pisac : Es una de las más grandes e imponentes ruinas de fácil acceso para visitar, y son mantenidas en excelente estado. La vista desde los ruinas es increíble, ni el mejor semipiso de lujo de cualquier ciudad podría superar la vista que tenían los incas desde sus hogares.
     


     
     
    Lo que no me gustó : Tener que subir las escaleritas XD Dios mío! los incas debían tener unos músculos en las piernas superdesarrollados para subir y bajar esas colinas diariamente.

    Ollantaytambo:

    Después de estar un par de horas recorriendo las ruinas de Pisac, volvimos a la ruta y nos encaminamos hacia Ollantaytambo, que se encuentra en la punta opuesta a Pisac dentro del Valle Sagrado, a unos 50km.
     
    Y así llegamos a las que, en lo personal, fueron las mejores ruinas que visitamos. Entramos al pueblo, atravesamos una gran plaza principal y cruzamos un corto puente que nos llevó hasta un extremo, donde se levantaban las ruinas. Al igual que en Pisac, las ruinas de Ollantaytambo estaban conformadas por los enormes balcones de agricultura y varias aglomeraciones de construcciones en distintos puntos. Pero, estas ruinas eran más ostentosas y las enormes paredes que aún se mantenían de pie, estaban construidas con enormes trozos de rocas prolijamente pulidas y trabajadas. Esto es porque Ollantaytambo fue un centro espiritual y militar, además de agrícola.
     


     
    Al pie de las sierras, en una planicie se encontraba la entrada a las ruinas, junto con un predio de ferias donde se vendían diversas artesanías. Ya dentro de la zona de las ruinas, lo primero que se puede apreciar es el sector ceremonial, donde hay diferentes estructuras que conformaban fuentes de agua que servían para el culto de Unu, deidad del Agua. Aun fluye agua de ellas!
     


     
    Hacia ambos lados de esta planicie se levantan varias sierras. Comenzamos el ascenso de una de ellas a través de los anchos balcones de cultivo. Hicimos varias paradas donde nos sorprendía ver la delicadeza con que estaban trabajadas y pulidas esas grandes paredes macizas, sobretodo en el llamado Templo de las Diez Ventanas.
     


     
    A medida que el sol bajaba, bañaba todo de un cálido amarillo, haciéndolo todo más mágico y bonito aún. Sin embargo, aquel lugar fue sitio de ejecuciones y grandes batallas de resistencia contra los españoles. Ollantaytambo revela su lado agresivo a través de sus restos de grandes murallas y de varias torres de vigilancias.
     


     
    Sobre la colina opuesta, podíamos distinguir una construcción un tanto particular, compuesta de tres bloques superpuestos en cada balcón, con ventanas. El Centro Pincuylluna servía como depósito agrícola.
     


     
    Pero si estas grandes ruinas me habían asombrado por su belleza, el pueblo me deslumbró aún más. El pueblo de Ollantaytambo está como detenido en el tiempo, los pobladores viven manteniendo las costumbres de sus antepasados. Obviamente todo tiene un tinte turístico, y alrededor de la plaza principal hay varios restaurantes y bares, así como locales de viajes y tours. También está lleno de hoteles y hospedajes.
     


     
    Pero si uno se adentra por las callecitas, se siente como viajar en el tiempo. Las angostas calles, o mejor dicho los pasillos empedrados que se abrían entre las casitas corrían hasta el final del pueblo, donde nacían las sierras y los canales de riego llevaban agua a todos los rincones del pueblo, como huellas intactas del legado de los antiguos habitantes de la zona.
     


     
    Cerca de las ruinas, existe un gran predio que sirve de estacionamiento y pedimos permiso para armar carpa allí en un rincón y pasar la noche, para visitar las últimas dos ruinas al día siguiente.
     
    Lo que me gustó de Ollantaytambo : Las ruinas son impresionante, pero aconsejo a quien vaya que se tome el tiempo para visitar el pueblo que, para mí, fue uno de los más bellos que recorrimos en Perú.
     


     
    Lo que no me gustó de Ollantaytambo : Aquel pueblo vive del turismo, por lo que es inevitable que éste termine contaminando todo lo genuinamente pintoresco del lugar, y además los precios de hospedajes y de la comida es un tanto elevado.

    Moray

    Cuando llegamos a Moray, realmente quedé desconcertada. Esperaba encontrar ruinas similares a las de Pisac y Ollantaytambo, con esos típicos escalones de cultivo enormes sobre la ladera de las colinas, pero, en vez de eso nos encontramos con balcones de cultivos circulares. Sobre un valle, se podía ver un balcón circular dentro de otro, con una circunferencia cada vez más pequeña, en descenso.
     


     
    Al parecer, el motivo por el cual los incas habían realizado estas extrañas estructuras era la investigación de distintos tipos de riego y cultivo de diversos vegetales. De esta manera, en la parte más alta se plantaban aquellas hortalizas que precisaban más agua y en la parte inferior aquellas que no requerían de tanta cantidad.
     


     
    Caminar por aquellos restos arqueológicos, subiendo y bajando por las viejas escaleras de roca, provocaba que en pocos minutos uno entrara en calor. Pero en aquella altura (unos 3400 metros sobre el nivel del mar) el clima era bastante fresco, sobre todo porque no muy lejos de allí se podían ver unas enormes montañas con sus picos completamente nevados.
     


     
    Lo que me gustó de Moray : Sin lugar a duda es algo distinto para visitar y para admirar el ingenio y las habilidades de los Incas.
     


     
    Lo que no me gustó de Moray: A diferencia de las otras ruinas, los balcones circulares es lo único que hay para ver en aquel sitio, y al estar alejada de cualquier pueblo, se convierte en una visita muy rápida.

    Chinchero

    Llegamos a nuestra última parada antes de regresar a Cusco, con la caída de la tarde. Tengo que admitir que ya estaba bastante cansada de ver ruinas y ruinas y llegamos un poco desganados a Chinchero.
     
    Aun así, entramos al pueblo, y subimos una empinadísima calle adoquinada que conducía a una plaza, donde había sólo una iglesia. A esa altura y para no agitarse demasiado, recomiendo caminar despacio y disfrutar de artesanías y textilería inca que se ofrece en los puestos apostados a lo largo de la calle.
     
    Desde la plaza pudimos apreciar las ruinas arqueológicas, dentro de las cuales lo que más destaca, sin lugar a dudas, son los restos del palacio inca, con grandes murallones.
     
    Pero además, nos llamó la atención ver mucha gente en la plaza, un tanto… “alegre” Cuando preguntamos, nos informaron que acabábamos de llegar para el final de una gran festividad, donde los habitantes de Chinchero se reúnen a tomar sus típicas bebidas alcohólicas, a entonar melodías y bailar. Por lo que quedaba de la fiesta, supongo que debió haber sido muy buena y lamenté habérmela perdido.
     
    Sólo nos separaban 30 km de Cusco, pero nos detuvimos unos kilómetros antes, y acampamos en un bello bosque al lado de un arroyo.
     


     
    Lo que me gustó de Chinchero : La plaza con su iglesia colonial del Siglo XVII, es una postal. Y las ferias!! Las recorrería por horas, aunque tenga que subir esas empinadas calles otra vez!
     
    Lo que no me gustó de Chinchero : Esto es más bien una crítica a nuestra organización, mu hubiera gustado no dejar Chinchero para lo último, ya que fuimos algo cansados y realmente vale la pena recorrerlo con tiempo y ganas.
     
     
     
     
     
     
    Y como ya es tradición, adjunto aquí el albúm para que vean el resto de las fotos! Ninguna tiene desperdicio!
     
     
     
     
     
     


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  7. Ayelen
    Entonces, los pongo en contexto: habíamos llegado a Iguazú, Misiones llevando con nosotros una terrible tempestad que obligó a cerrar el Parque por el que habíamos atravesado toooodo el país de oeste a este
     
    Fueron tres días de intensas lluvias que no paraban ni un segundo, donde estuvimos encerrados en la habitación de un alojamiento. Fue tan grande la cantidad de agua que cayó, que el río Paraná desbordó y provocó graves daños. La fuerte corriente se volvió tan poderosa que terminó por arrancar las robustas pasarelas de metal que posee el Parque en algunos sectores y por ello, el lugar estaba cerrado hasta nuevo aviso. Sí, realmente había sido una tempestad bastante grande.
     


    Lluvia en Iguazú
     
    Con esta agradable noticia llegábamos al camping “La Modista”. Después de tres días encerrados en una habitación, una vez que cesaron las lluvias, lo único que queríamos era disfrutar de un poco de sol y verde. Y habíamos llegado al lugar correcto. El camping se encontraba en un extremo, donde la ciudad terminaba y allí realmente uno se sentía en el medio de la selva. Pero la verdad era que este lugar no era más que el patio trasero de la casa de un matrimonio bastante excéntrico. La mujer, una señora mandona y charlatana, con un carácter bastante fuerte, y el hombre (Richard, como pedía que se lo llame) un hombre bastante loco, para ser sincera. Nos recibieron agradablemente, sin antes señalarnos todas y cada una de sus puntillosas reglas que iban desde no tocar instrumentos, no llevar niños ni mascotas hasta no fumar cualquier clase de hierba en el sector de la cocina. A pesar de sentirnos un poco apabullados con tantas normas, nos instalamos cómodamente en “La Modista”.
     


    Flora del camping en Iguazú
     
    No teníamos más opción que aguantar allí hasta que el Parque reabriera sus puertas porque no nos iríamos sin visitar las Cataratas de Iguazú bajo ningún punto de vista. Por suerte conocimos a los demás acampantes del lugar y al instante hubo mucha buena onda entre todos y se creó un grupo genial. Esteban era un talentoso artesano de Corrientes y hacía más diez años que viajaba por Latinoamérica, yendo y viniendo, vendiendo sus preciosas artesanías (yo caí en la tentación y no pude evitar comprarle algo ), y viajaba con la preciosa Gèlia, una catalana que luego de recibirse de medicina, decidió salir a viajar y ya tenía en su haber varios kilómetros y diferente rincones del mundo recorridos.
     
    Además el camping, a pesar de sus dueños que podían volverse bastante pesados con sus reglas (llegaron hasta a echar a un pobre artesano que osó ponerse a tocar su guitarra una tarde) era un lugar hermoso y lleno de vida. Mirase por donde mirase uno podían encontrar grandes tesoros.
     


    Naturaleza en acción en el camping "La Modista"
     
    El jardín donde se armaban las carpas estaba invadido de enredaderas y enormes plantas de bellas flores. Mariposas de todos los colores revoloteaban cada mañana sobre nuestras cabezas mientras recolectábamos algunos frutos como pomelos o limones de los árboles para prepararnos un buen desayuno.
     


    Mariposas en el camping en iguazú
     
     
    Un sendero de piedras descendía unos metros hasta un rústico quincho, donde había unas grandes maderas a modo de mesadas (debíamos procurar no apoyar ollas calientes sobre el mantel de la señora y no quemárselo porque pasaba a revisarlo todas las noches), y una sencilla cocina a leña. A día de hoy cada vez que siento ese dulzón olor a leña quemada me transporto inmediatamente hacia Iguazú.
     
    El sendero continuaba descendiendo algunos metros hacia otro quincho perdido entre la maleza de donde colgaban unas hamacas y donde también habían algunas mesadas. Aquel lugar se convirtió en mi oficina de trabajo donde me sentaba todas las tardes a escribir en mi computadora.
     
     


    Mi oficina en la selva
    En definitiva, la naturaleza allí lo invadía todo. Altos árboles atacados de enredaderas, troncos caídos tapizados de aterciopelado musgo verde y hongos, enormes flores rojas colgando de sus tallos, zumbantes avispas haciéndose un festín con ellas… hasta cuando uno iba al baño podía sentirse un poco observado por los pequeños gekos que se acercaban a la luz del techo para alimentarse de algunos insectos.
     


    Un geko cenando en el baño del camping
     
    Luego de algunos días allí instalados, oímos la noticia que tanto esperábamos: El Parque estaba abierto sus puertas al público nuevamente. Lamentablemente un sector del recorrido había sido dañado por la creciente y no se podía acceder a la famosa Garganta del Diablo, diría yo que el principal espectáculo de Las Cataratas, y tardarían meses en repararlo, pero aun así, una mañana salimos temprano con todas las recomendaciones de nuestro “amigo” Richard.
     
    En media hora estuvimos con la moto en el ingreso al Parque Nacional Iguazú. Por suerte, el clima supo que ya había sido demasiado malvado con nosotros y ese día nos regaló una mañana con sol y ni una nube negra amenazadora en el cielo. Al ingresar al Parque me sentí como si estuviera entrando a un importante zoológico.
     


    Ingreso al Parque Nacional iguazú
     
    Grandes calles adoquinadas bordeadas de un prolijo jardín nos conducían hasta una estación de tren. Se puede ir caminando hasta el comienzo de las pasarelas que recorren las Cataratas, pero el servicio de tren es gratuito y más rápido. Y cómodo.
    El tren de pequeños vagones con asientos enfrentados avanzó por entre los rieles que se internaban en aquella inmensa selva. Verde y más verde por todos lados, con algunas aves revoloteando entre sus hojas y el delicioso aroma a tierra que llenó mis pulmones.
     


    Viaje en tren!
     
    Una vez que descendimos del tren, comenzamos el camino hacia el circuito superior, el primero que habíamos planeado recorrer. Junto con un gran (GRAN) grupo de personas, comenzamos a ascender las escaleras metálicas y a caminar lentamente por las pasarelas de metal. A medida que nos acercábamos hacia aquel espectáculo, el clima se volvía más húmedo, y los insectos más abundantes (IMPORTANTE: llevar repelente!) y de apoco, podíamos notar el impresionante rugir de agua.
     


    Sendero hacia las pasarelas
     
    Y entonces, en el primer balcón de la pasarela tuvimos nuestra primera vista de aquel sensacional paisaje. Enmarcado por una tupida vegetación, ante nosotros se abría un enorme claro en el cual estaban las impresionantes Cataratas de Iguazú. Aquella primera imagen emociona a todos, sin excepción. Debido a la crecida, la corriente era bastante poderosa, con la peculiaridad de que el agua se veía de un color marrón oscuro.
     


    Primera vista de Las Cataratas
     
    Más adelante, la vista se volvía más panorámica y entonces se podía aprecia toda aquella media luna de escalones por el cual el agua caía con tanta fuerza que erizaba los pelos. El constante ruido del agua golpeando poderosamente contra el fondo tapaba cualquier bulla producida por los exaltados visitantes.
     
    Intentamos recorrer más el circuito pero había un pequeño detalle que no habíamos tenido en cuenta: la gente. El Parque estaba repleto de turistas . Las pasarelas eran un manojo de personas que se atascaban en cada balcón y cientos de cámaras en alto tirando constantes fotos. Empujones, apretones, la situación se volvió bastante insoportable, por lo que un poco malhumorados decidimos volver al principio y recorrer algún lugar menos transitado. Estábamos algo decepcionados pues pensamos que aquello sería similar a nuestra visita al Glaciar Perito Moreno, donde la paz y tranquilidad era absoluta, pero aquello era un quilombo* (palabra típica argentina que hace referencia a lío, embrollo, caos, etc. )
     
     


    Las Cataratas desde el circuito superior
     
    Entonces nos dirigimos rápidamente hacia el circuito inferior, donde había visitantes, pero en menos cantidad y menos apretados. Las pasarelas se internaban en la selva, por encima de la vegetación y yo me iba asomando cada tres pasos porque quería fotografiarlo todo.
     


    Pasarelas del Parque
     
    Sobre el camino, la selva tupida se cerraba en lo alto con las copas de sus delgados árboles y varias lianas colgaban de ellos. Sobre la rama de uno de estos árboles tuvimos la increíble suerte de ver un elegante tucán arasari fajado. Con su pecho amarillo brillante y su faja colorada nos observó pacientemente pasar desde las alturas.
     


    Arasari Fajado
     
    Desde el circuito inferior, la vista es diferente, ya que se puede apreciar la verdadera altura de esta poderosa caída de agua. Las pasarelas bordean el rio Paraná y se puede ver la orilla opuesta, donde la vegetación es tan espesa que todo parece un sólo manojo de hojas verdes.
     


    Vista desde el circuito inferior
     
    En el camino más mariposas de tantos colores y formas se nos cruzaron que yo parecía una loca corriendo de lado a lado de la pasarela. Hasta pudimos ver un tucán grande con sus llamativos colores y su enorme pico resaltando en aquel verde paisaje.
     


    Tucán grande
     
    El sendero llegaba hasta sólo escasos metros de la poderosa caída de agua y entonces venía la parte más divertida del recorrido: mojarse de pies a cabeza La cortina de agua caía fuertemente golpeando contra la pasarela, salpicando fuertemente. Sólo bastaba con acercarse unos metros, para sentir el poder de las cataratas cayendo encima de uno. En pocos minutos todos estábamos mojados. La cámara inclusive, pero fue increíble y súper divertido, y la verdad que un refrescante baño no venía mal con el día tan caluroso y pesado
     


    Mojándonos un poquito en Las Cataratas
    Para ese entonces, ya era el mediodía, así que decidimos hacer una pausa para almorzar antes de seguir el recorrido. Dentro del Parque hay un sector con baños, una enorme confitería, un restaurante (donde te cortan la cabeza) y varias mesas y sillas para descansar. Y allí, a la espera de algo para el estómago están ellos. Sin lugar a duda, los personajes más famosos de todo el Parque: los pícaros coatíes. Confiados a más no poder, estos simpáticos animalitos de larga cola anillada se acercaban tanto a uno que si quería podía tocarlos sin problemas. Y estaban por todos lados!
     


    Los confianzudos coatíes
     
    Ya habíamos sido debidamente advertidos por un montón de personas acerca de estos pequeños ladrones. “Cuiden su comida” “No dejen nada a su alcance”. Siempre que había escuchado estos consejos, me habían parecido muy exagerados, con sólo ver a estos adorables animales uno no puede creer que sean tan bandidos.
     
    Pero lo son.
     
    Nos sentamos en un banco aun emocionados, viendo todos los coatíes a nuestro alrededor y dejamos nuestra preciada bolsa con nuestros humildes sandwichitos que nos habíamos preparado para el almuerzo. De repente, la bolsa se hundió literalmente en el banco Desconcertados Martin y yo nos miramos, mientras la bolsa volvía a hundirse por segunda vez y entonces descubrimos un coatí sinvergüenza debajo del banco, metiendo sus atrevidas garras por entre las rendijas y robándose nuestra comida!!
     


    Tiene una carita tan tierna, pero son tan atrevidos!
     
    Con un rápido manotazo tomé la bolsa pero fue bastante tarde, aquel malvado ladrón salió corriendo contento con un enorme sándwich entre sus fauces. Aún estábamos sorprendidos por el robo, cuando otro de estos atorrantes se asomó por el respaldo del banco, por encima de mi hombro y tomó con sus garras la bolsa!! Y mientras me lo quitaba de encima, otro más ya estaba a punto de saltar al banco, mientras tres más estaban a la espera alrededor de nuestros pies. Almorzar fue bastante complicado… así que si pretenden ir, no subestimen las advertencia. Estos animales son de terror!
     


    Urraca común, también acechando nuestro almuerzo
     
    Espantando a las patadas y manotazos a los coatíes, terminamos rápidamente nuestro almuerzo antes de que fuera robado y decidimos realizar un sendero dentro del Parque llamado Sendero Macaco.
     


    Sendero Macaco, totalmente recomendado
     
    El sendero era un débil camino de tierra marcado sobre el suelo y cubierto de vegetación selvática. Avanzamos sin parar (Honestamente no por la emoción, sino porque si parabas eras violentamente comido por mosquitos ) por entre la espesa vegetación, saltando algunos troncos o esquivando largas lianas que colgaban de las copas de los árboles.
     


    Comunidad de hongos en el hueco de un tronco muerto, en el Sendero Macaco
    Mariposas de tornasolados colores se cruzaban en el camino y hasta un tranquilo Lagarto Overo se dejó fotografiar sin problemas mientras tomaba sol sobre el pasto.
     


    Lagarto Overo tomando solcito
     
    El sendero recorre la parte alta y baja de una pequeña cascada y si bien es corto, es completamente recomendable por toda la fauna y la exquisita flora que se puede ver.
     


    Desde lo alto de la cascada
     
    Si uno prestaba especial atención hacia el cielo cerrado por la selva, era capaz de ver traviesos monos caí saltando con ágil gracia de árbol en árbol.
     


    Mono caí en la copa de los árboles
     
    Ya caída la tarde y a pocas horas del cierre del Parque, decidimos retomar el circuito superior que habíamos abandonado. La mayoría de los visitantes ya habían abandonado el lugar y el circuito era todo nuestro, para nosotros dos y eso fue increíble.
     


    La poderosa caída del agua
     
    Con tranquilidad pudimos recorrer el circuito hasta llegar a la enorme vista panorámica de aquel espectáculo tan increíble de la naturaleza. Nos detuvimos varios minutos, apoyados sobre la baranda contemplando y sintiendo la poderosa energía del agua. Nos preguntábamos que habrá sentido el primer hombre que descubrió las Cataratas, porque la cierto es que es un espectáculo imponente.
     
    Entre la bruma que se formaba por la humedad, un marcado arcoíris se formaba por encima de la espesa selva y se perdía en el cielo. Otra postal del viaje que quedará por siempre grabada en mi mente.
     


    Increíble paisaje...no?
     
    Mientras unos Jotes de Cabeza Negra secaban sus alas sobre los árboles, el sol comenzaba a ocultarse y a teñir todo de un brillante amarillo.
     


    Jote de Cabeza Negra
     
    La corriente del agua corría velozmente por entre grandes y oscuras piedras y caía provocando una espesa espuma que se mezclaba con la bruma. La verdad es que no queríamos irnos más de aquel lugar, que (sin miles de turistas agolpándose) es INCREIBLE.
     


    La felicidad!
     
    Regresamos al camping exaltados y tan satisfechos que las lluvias que cayeron esa noche no opacaron nuestro humor. Permanecimos sólo un par de días más en Iguazú a la espera del regreso del buen clima y una mañana soleada partimos con rumbo a nuestro país hermano Paraguay.
     


    Un nuevo pasajero
     
     


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  8. Ayelen
    Viajar no es lo mismo que estar de vacaciones.
     
    A lo largo de todos estos meses de viaje, muchas personas cercanas, me han “envidiado sanamente”, otras tantas no se cansan de decirme que debo disfrutar TODO y pareciera que no puedo emitir queja alguna, algunas incluso han cuestionado mi situación laboral dejándome entrever, entre sus cuidadosamente seleccionadas palabras, que lo que en verdad querían era tildarme de holgazana o vaga por no tener a cuestas ciertas responsabilidades.
     
    Aprendí a no explotar de ira con el tiempo ante estos comentarios (que afortunadamente siguen siendo una minoría entre mi circulo intimo) porque, entendí que es difícil tener un solo punto de vista. Pero a veces me gustaría hacerle entender a todas estas personas lo que realmente significa VIAJAR.
     


     
    Viajar ha significado para mí adaptarse. Desde el primer momento que realmente tomé la decisión de iniciar esto (no cuando soñé, o me imaginé viajando, si no cuando REALMENTE me dije: “Es ahora o nunca”) comprendí que para tomar la decisión, debía hacer muchos sacrificios. Desde el primer momento, fue difícil.
     
    Fue terriblemente difícil decidir dejar mi trabajo, aquello que representaba lo estable, lo seguro en mi vida, porque simbólicamente era lo que estaba a punto de abandonar (todo lo estable y seguro) para lanzarme completamente “en bolas” (como diríamos en Argentina) a algo totalmente desconocido. Fue aún más difícil comunicarles mi decisión a mis padres, que creyeron que yo había enloquecido cuando les dije que iba a dejar todo y me iba a ir de viaje… en moto! Y fue muy duro y triste sostener mi decisión a pesar de no tener su aprobación en un principio. Imaginarán también lo difícil que fue cuando comenzó a acercarse la fecha de partida, despedirme de mi familia y de mis amigos sin saber cuándo volvería a verlos….. Nada de eso fue fácil… y aquello era sólo el comienzo.
     
    Después vendrían las demás complicaciones, propias de un viaje de esta magnitud: Las horas interminables de viaje que terminan agotándote y poniéndote de mal humor; soportar los fríos extremos sobre la moto y las tormentas más fuertes; llegar a una ciudad desconocida y lidiar con el tráfico y el tumulto y perderse mil veces; pasar noches de frio en una carpa helada; enloquecer realmente cuando el dinero no alcanza; pasar días acampando sin una bendita ducha; soportar los roces de una convivencia donde te ves la cara las 24 hs. del días con la misma persona; añorar las cosas cotidianas más banales como un baño caliente, o una almohada cómoda…
     
    Y así podría seguir horas. Pero… a pesar de todo eso, debe existir una razón que supere toda esa mierd* para que yo siga aun viajando… a miles de kilómetros de mi hogar y no haya regresado a los dos días de haber partido, llorando desconsoladamente.
     
    Y la razón es que…. Todo vale la pena.
     
    Viajar no me ha hecho ni mejor ni peor persona… ni siquiera creo que me haya cambiado como muchos suponen. Ha sido y es, simplemente una experiencia… una aventura y por lo tanto, las cosas malas, hasta los peores en las que uno realmente toca fondo, como las cosas más bellas forman parte de esa experiencia. Y uno aprende a vivirlas como tal. No todo es perfecto como para que se me envidie, porque hay que ser consciente de que se viven muchos momentos feos, y tristes. Tampoco puedo pensar que soy una “mal agradecida” por mis quejas porque esto lo busqué yo, y es algo que yo me esforcé por lograr, nadie me lo regaló. Y por último, nadie sabe cuántos dolores de cabeza le trae a un viajero el hecho de subsidiar su viaje y las miles de maneras que se encuentran para hacerlo.
     
     
    Viajar no es para todos y no es “bueno o malo”. Es una experiencia, con todo lo que ese concepto conlleva y todo SUMA.
     
     
    Fui procesando todos estos pensamientos aquella noche que acampamos en un baldío, aledaño a unos campos de unas casitas en el medio de las sierras bolivianas. La lluvia no cesaba y yo sufriendo de insomnio, veía como las gotas se iban filtrando de a poco por las costuras de la carpa y se acumulaba agua bajo el colchón inflable. Por debajo de aquel golpeteo incesante contra el techo de la tienda, escuchaba la leve respiración de Martin que dormía plácidamente. En aquel preciso momento estaba en crisis. Hacía seis meses que estaba moviéndome de aquí para allá, despertándome cada día en un lugar diferente, extrañado las comodidades básicas que uno (erróneamente) piensa que son universales. Los caminos de Bolivia (quienes hayan viajado por este país, me entenderán), sumado al cansancio del viaje y la dificultad para comunicarnos con los bolivianos me habían superado… había explotado.
     
     
    Pero esa misma noche ha sido una de las más importantes de este viaje, porque entendí que yo estaba allí por mis propias decisiones y que aquello que estaba viviendo era una gran experiencia y era algo que siempre había querido hacer.
     
     
    Tendría que adaptarme o volverme a mi casa. Decidí adaptarme.
     
     
    A la mañana siguiente (ya más repuesta de aquel quiebre emocional) debimos extender todas nuestras cosas bajo el sol y esperar que se secaran. Habíamos abandonado la idea de seguir viaje hacia Santa Cruz porque ya habíamos sufrido bastante los malos caminos por lo que no tuvimos más opción que regresar sobre nuestros pasos nuevamente hasta Sucre.
     


    Secando ropas y lágrimas
     
     
    Volver a hacer todos esos kilómetros por la ruta en mal estado, con tramos de tierra y piedra suelta no significaba el mejor de los panoramas, pero no había otra salida y debía comenzar a ver las cosas de una manera más positiva si quería sobrevivir a aquella experiencia de viajar.
     
     
    Quizás por ese nuevo pensamiento adoptado o porque ya estaba resignada, pude esta vez, disfrutar un poco más del paisaje a mi alrededor. Al menos ya no llovía, y aunque el cielo estaba completamente tapado por enormes nubes grises, el día se mantuvo seco.
     


    De regreso a Sucre
     
     
    Como si viviéramos una especia de deja vú ingresamos por segunda vez a Sucre y esta vez debimos hospedarnos en un pequeño cuarto y no en el hostel, para alivianar un poco los gastos de aquellas idas y vueltas. Al día siguiente sin perder más tiempo, salimos rumbo a Cochabamba. Lamentablemente Santa Cruz quedaría para otro viaje.
     
     
    Salimos confiados porque el hombre que atendía el hospedaje último donde estuvimos nos había dicho con total seguridad que todo el camino desde Sucre a Cochabamba estaba completamente pavimentado… y claramente no fue así
     
     
    En un principio el camino es todo lo que uno espera de una ruta, perfectamente asfaltada, bien señalizada, con la correspondiente protección hacia los costados, debido a la altura que íbamos atravesando. Genial. Yo iba sonriente dentro del casco, sorprendida de que eso de que “si tienes pensamientos positivos te ocurren buenas cosas” funcionara en verdad . Y además los paisajes que íbamos atravesando eran realmente extraordinarios. Una tras otras se elevaban grandes sierras que se superaban en tamaño, cubiertas de poca vegetación agreste, y alguna que otra casita perdida, con sus correspondientes campos trabajados.
     


    Camino a Cochabamba
     
     
    Y entonces, después de unos cuantos kilómetros de felicidad el pavimento de repente terminó y nos encontramos de frente con un antiguo camino que subía por entre las sierras. Completamente empedrado, de lado a lado.
     


    Caminito empedrado
     
     
    Sólo cerré los ojos, acordándome de toda la familia del aquel hombre del hospedaje de Sucre, y resoplé con fuerza.
     
     
    Comenzamos a ascender precavidamente por la ruta empedrada. Las piedras, colocadas prolijamente sobre la tierra, parecían trabajadas con sus superficies tan lisas y suaves. Aun así, era un trayecto complicado. Los protectores al borde del camino habían desaparecido y a medida que ascendíamos en altura, comenzaba a sentirse un poco el vértigo. De a tramos el camino se angostaba tanto que sólo permitía el paso de un vehículo, por lo que había que manejar con precaución en las curvas porque aún temíamos del boliviano al volante.
     
     
    Con un traqueteo continuo, recorrimos varios kilómetros hasta que la tarde comenzó a caer y decidimos acampar bajo un puente, sobre una especie de playa que se formaba al costado de unos delgados hilos de un arroyo que corría por aquella zona.
     


    Atardecer en el campamento
     
     
    A la mañana siguiente nos esperaba un largo, laaargo camino empedrado. Seguíamos y seguíamos ascendiendo por entre las sierras, hasta que ya podíamos ver algunas nubes desde arriba y sólo se observaban las cimas de las colinas brotando por toda aquella interminable extensión de verde. En cada curva que la moto se acercaba cautelosamente al borde de la ruta, me asomaba por sobre el hombre de Martin y observaba esa abrupta y alta caía.
     


    Subiendo por las sierras
     
     
    Luego llegó el momento de descender. Con paciencia y cautela, avanzamos a 60 km/h por aquel irregular camino, temblequeando sobre la moto hasta que, al final del camino, dimos con un pequeño y encantador pueblito, asentado en un valle entre las sierras.
     
     
    Descendimos de la moto, siendo curiosamente observados por un grupo de niñas que salían de una escuela y dimos unas vueltas por las calles de tierra del lugar, para estirar un poco las piernas.
     


     
     
    Ya nos faltaba poco para llegar, así que nos relajamos e hicimos los últimos kilómetros ya sobre camino asfaltado. De a poco comenzábamos a ver mayor cantidad de casitas al costado del camino, hasta que se fue convirtiendo en una verdadera comuna con negocios, grandes fábricas y finalmente estábamos en la entrada a Cochabamba. La ruta se volvió una ancha calle concurrida y simplemente guiados por nuestro instinto (porque la señalización es muy pobre) nos fuimos metiendo en el corazón de la ciudad.
     
     
    Tomamos algunas calles mientras preguntábamos a quienes nos podían guiar y de repente, no sé cómo exactamente nos vimos metidos en medio de una ENORME feria.
     
    Los puestos donde se vendían vestimentas, sombreros, equipos electrónicos, celulares, frutas y verduras invadían las calles y la gente corría de un lado hacia otro como las hormigas cuando uno pisa sin querer un hormiguero. Era tanto el movimiento, la gente chocándose y cruzándose por delante de la moto sin siquiera mirar, las bocinas de los autos sonando continuamente que nos sentimos espantados, atrapados en ese caos.
     
     
    Finalmente sobrevivimos y pudimos salir de aquel embrollo. Nos hospedamos en un hotel (ya para esa altura nos era difícil encontrar un hostel) y salimos a buscar algo para comer. Nos sorprendió notar que a pesar de que para nosotros era temprano (aproximadamente las 9 de la noche) todos los restaurantes o locales de comidas rápidas se encontraban cerrando. Terminamos en una pizzería y contando las monedas pudimos comprar dos porciones de la pizza más aceitosa que probé en mi vida.
     
     
    Al día siguiente, con luz natural y más movimiento en las calles, descubrimos que sin planearlo realmente, nos habíamos alojado en el casco viejo de la ciudad. A pocas cuadras del hotel, nos cruzamos con la plaza principal, la plaza 14 de Septiembre, ubicada en pleno centro antiguo.
     


    Plaza 14 de Septiembre en Cochabamba
     
     
    Mientras algunos vecinos del barrio se reunían a tener sus rutinarias conversaciones, y hombres y mujeres trajeados pasaban velozmente hacia sus trabajos, un grupo de personas congregadas en la plaza, justo en el centro, al pie de “La columna de los Héroes” (un alto mástil con un enorme cóndor de bronce en lo alto) celebraban ciertas tradiciones bolivianas, con música folclórica, exposiciones de típicas comidas y diversos juegos antiguos de niños. Como invisible espectadora, veía toda esta incesante actividad y me preguntaba cómo sería la vida de cada una de esas personas, en qué estarían pensado preocupadas, cuáles serían sus historias de vida….
     


     
     
    Hacia una esquina de la plaza se erguía una fuente de agua, donde tres bellas mujeres, talladas espaldas con espaldas y con largos vestidos que las cubrían hasta los pies, mostraban una leve sonrisa en sus rostros.
     


    Fuente de Las Tres Gracias
     
    La Fuente de Las Tres Gracias estaba justo enfrente de la catedral Metropolitana de San Sebastián que ocupaba todo el ancho de una calle con una galería adornada con altos y delicados arcos. Hacia lo alto, la torre de reloj de la catedral era el sitio elegido por las palomas para anidar.
     


    Catedral San Sebastián
     
     
    Si caminábamos por unas callecitas y tomábamos una avenida principal del centro histórico, llegábamos hasta una zona más moderna, con grandes edificios y varios restaurantes, donde la avenida se hacía doble y por el medio de la misma se extendía un ancho boulevard con jardines decorados. La avenida se abría en una rotonda, que funcionaba como una plaza de las banderas.
     


    Abrazando a mi bandera
     
     
    En Cochabamba nos esperaba Eduardo, el padrino de Martin que visitamos en Mar del Plata al inicio de nuestro viaje. Eduardo nos invitó a su casa y fuimos cálidamente recibidos por él y Mariana, su hija. Fuimos a cenar varias noches consecutivas a su casa. Estar en ese ambiente familiar fue más que un alivio para mí a todos los altibajos que venía viviendo.
     
     
    Nuestro último día en Cochabamba lo dedicamos a ascender con la moto la Colina de San Pedro, sobre la cual se alza el gigantesco Cristo de La Concordia, la imagen de Jesús más grande del mundo (incluso más grande que el famoso Cristo Redentor de Brasil). Con más de 40 metros de altura, aquella enorme figura se eleva con los brazos abiertos hacia la increíble vista panorámica de toda la ciudad.
     


    Cristo de La Concordia
     
     
    Sobre la colina había varios negocios así como también un museo, pero lo mejor, sin lugar a dudas, era aquella increíble vista de la ciudad limitada por esas enormes paredes montañosas a lo lejos.
     


     
    Aquella fue la última imagen que tuvimos de aquella hermosa ciudad antes de seguir nuestra ruta, hacia la capital de Bolivia.
     
     
     
     
    Nos seas tímido y entrá a ver el resto de las fotos
     
     
     
     
     
     
     


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  9. Ayelen
    Aun desconozco quién fue el irónico que bautizó como La Paz a la capital de Bolivia, porque de pacífica no tiene nada. Haber sobrevivido al tráfico de aquella ciudad fue claramente la prueba que necesitábamos superar para saber que podemos sobrevivir en cualquier parte del mundo sobre la moto.
     
    Llegar a La Paz desde Cochabamba nos tomó un día entero. Para ser sincera, ya estábamos bastante saturados del paisaje serrano. Desde el norte de Argentina veníamos empachados de sierras y montañas. Por eso, cuando ya pasado el mediodía ante nosotros se abrió un gran e inhóspito desierto, nos sorprendimos bastante.
     
    Nos faltaban pocos kilómetros para llegar a La Paz, pero la noche se nos avecinaba y de antemano habíamos decidido acampar al costado del camino. Pero este nuevo paisaje nos complicaba las cosas. Hacia los costados de la ruta se extendían varios kilómetros de tierra seca hasta toparse muy a lo lejos con unos enormes cordones montañosos, en el horizonte. Y no había nada, ni un árbol, ni un monte, ni un trecho con césped donde armar la carpa. Solo tierra y más tierra colorada que se levantaba en una molesta nube cada vez que pasaban pesados camiones a toda velocidad por la ruta.
     
    El sol ya comenzaba a ocultarse cuando nos cruzamos con un pobre camino marcado hacia un costado de la ruta que se internaba en este árido desierto y terminaba unos kilómetros más adelante, donde se elevaba un pequeño grupo de no más de 20 o 30 humildes casitas.
     
    Sin muchas opciones tomamos el camino decididos a encontrar un sitio para armar la carpa en aquella comuna. Nos internamos entre las casitas de adobe y paja, sintiéndonos en un pueblo fantasma, porque no había absolutamente nadie en las calles.
     


     
    Como siempre, yo ya había comenzado a impacientarme y a refunfuñar porque nuestra idea parecía haber fallado, cuando repentinamente se apareció ante nosotros una pequeña niña de 12, 13 años, de tez trigueña y rasgos bolivianos. Abrigada con un gorro de lana, porque la tarde comenzaba a ponerse cada vez más fría, se acercó a nosotros con una sonrisa gigante, como si nos hubiera estado esperando y se presentó como Trifonia. En sus brazos llevaba un bulto que mecía enérgicamente y al arrimarme a ella descubrí un pequeñísimo bebe de apenas días envuelto en aquella gruesa cobija, su pequeña hermanita.
     
    Al contarle que veníamos viajando desde muy lejos y necesitábamos un lugar para pasar la noche, sin dudarlo nos dijo que podíamos acampar en el patio de la escuelita del pueblo, ya que al ser fin de semana estaba cerrada. Nos acompañó hasta la escuela (que quedaba solo a una cuadra y media porque aquel lugar era realmente muy pequeño) y entramos a un patio de cemento a través de un gran portón. La pequeña escuelita se levantaba en una esquina, y en la otra, una parroquia, mientras que la mayor parte del patio era ocupado por una cancha de futbol.
     
    Tras Trifonia apareció su hermana que le seguía en edad, Roxana, acompañada de una más pequeña aun que llevaba de la mano.
     
    Mientras comenzábamos a armar la carpa, las tres niñas nos miraban asombradas y no nos creían cuando les decíamos que aquel iglú de plástico era “nuestra casa”. Y cuando inflamos el colchón… se armó toda una revolución. De repente nuestra carpa se había convertido en uno de esos juegos inflables que se alquilan para los cumpleaños de los niños, cuando las tres se metieron y comenzaron a saltar y a rebotar de un lado para otro. Temía un poco que el colchón no llegara a sobrevivir a la invasión, pero verlas tan maravilladas con algo que para nosotros era tan banal y hasta pasaba desapercibido, me generaba un sentimiento de complicidad.
     


     
    Trifonia, Roxana y Camila eran diferentes a mí y a los niños que conozco. Tenían sus pieles curtidas por el sol, las plantas de sus pies acostumbradas de andar descalzas por la tierra y sus mejillas quemadas. Ellas iban a la escuela durante todo el día, pero también ayudaban a sus padres en la venta de productos en la feria del pueblo más próximo, cuidaban la vaca de su abuelo, prácticamente criaban de sus hermanitas como una madre y tenían demás tareas de adulto. Y ahí estaban, fascinadas con una carpa, a carcajadas.
     
    En ese instante, me di cuenta de que teníamos algo en común. Cuando uno crece y se convierte en “adulto”, hace un gran sacrificio a cambio: termina perdiendo la inocencia. Con las vivencias cotidianas, la rutina de un trabajo, del estudio, preocupaciones sin sentido, es difícil prestar atención a ciertos instantes mágicos que suelen pasarnos desapercibidos. Viajar tiene un poco eso de volverse niño nuevamente. Todo es nuevo, todo es un estímulo. En una calle abarrotada de cualquier ciudad que visitáramos, donde la gente corría con sus preocupaciones en la mente, nos asombrábamos con cosas que para los demás ya forman parte del paisaje habitual. Una veja cúpula de una iglesia, un bello esténcil pintado en una arruinada pared, una enorme montaña elevándose entre edificios… como aquellas tres niñas, nosotros nos íbamos fascinando con esas cosas que para los demás pasaban inadvertidas.
     
    Se ve que la noticia de que dos extraños habían llegado al pequeño pueblito en una moto se propagó rápidamente, porque ya para cuando el campamento estaba armado y la noche había caído, varias cabecitas de niños comenzaban a asomarse curiosos por el portón de la escuela.
     


     
    En pocos minutos éramos el centro de atención de varios niños que se acercaban tímidamente a ver a estos dos que venían de tan lejos. Hasta la madre de las cuatro niñas se acercó preocupada buscando a sus hijas que se habían instalado en la carpa y no querían saber nada con salir de allí.
     
    Como uno de los niños sabiamente nos advirtió, la noche fue bastante fría en el pueblito (que descubrimos que se llamaba Calacota Baja) y nos despertamos varias veces en mitad de la noche, tiritando.
     
    Más temprano de lo que hubiéramos querido, la pequeña Roxana se acercó a la carpa a despertarnos y a traernos con Kola Quina (una gaseosa de cola artesanal). Nos ayudó a desarmar campamento y después de dejarle un anillito y algunas hebillas de pelo de regalo, nos despedimos de ella quien nos saludó con su mano desde una esquina y con lágrimas en los ojos, hasta que tomamos la ruta nuevamente.
     
    Aquel encuentro con estas tres pequeñas me había dejado algo embobada y risueña, pero todo se esfumó cuando ingresamos a La Paz.
     


     
    Nos habían advertido de varias cosas en cuanto al comportamiento de las personas que conducían en aquella enorme ciudad y una tras otra, fueron sucediendo. La entrada a La Paz no es más que una ancha avenida de mano y contramano por la que transitan autos, camiones, motos, buses y combis. Los vendedores se pasean por entre los vehículos con sus mercaderías en un acto algo suicida, y nadie respeta ni una norma de tránsito.
     
    Y sobre todo hay algo que termina estresando por demás toda aquella situación: los bocinazos constantes. Los “pi-pi” no paran de sonar ni un momento y llega un punto que ya pierden el sentido inicial porque ya todos están tan acostumbrados a que suenen constantemente que nadie los toma como un sonido de advertencia.
     
    Las combis llenas de pasajeros se mandaban por CUALQUIER lado, mientras uno hombre colgado de la puerta abierta, con medio cuerpo afuera gritaba con cantito el destino de cada línea. Por segundos carriles inventados, pasaban combis tras combis a toda velocidad, inclinadas con la mitad del automóvil metida en la banquina de tierra. Y cuando querían ingresar al carril real directamente le daban un manotazo al volante y se metían. Nada de perder el tiempo con una luz de giro ni mucho menos voltearse para ver si, por esas casualidades, alguien viene detrás!! Cada vez que algo así sucedía Martin debía clavar con fuerza los frenos y yo me estampaba contra su espalda.
     
    Y los semáforos realmente están de adornos. Si uno se para en rojo, inmediatamente es aplastado por una ola de bocinazos y maldiciones de parte de los conductores, mientras te pegan el vehículo atrás amenazadoramente para que avances. Ahí reinaba la ley de la selva, el más grande tenía el poder.
     
    Nos atascamos en un enorme embotellamiento, ya que un camión le había arrancado todo el lateral a una combi, como si fuera una lata de sardinas. Un accidente que dadas las condiciones de tránsito que reinan en aquel lugar, debe ser habitual.
     
    Una vez que salimos de aquel atascamiento, la avenida se transformaba en una autopista que comenzaba a ascender por entre unos cerros, bordeaba una colina urbanizada hasta la copa y de repente aparecía La Paz ante nuestros ojos.
     


     
    Creo que es una de las ciudades más enormes que vi a lo largo de este tiempo y su dimensión me impresionó bastante. Desde aquella altura podíamos ver algunos manojos de edificios agrupados por aquí y por allá en lo que serían los puntos más céntrico de la ciudad, y luego todo, absolutamente todo hasta donde los ojos pudieran ver, estaba invadido de casas y casitas bajas que se aglomeraban una junto a la otra y ocupaban todo el valle, las pendientes de las sierras y sus cimas. TODO.
     
    Una vez que ingresamos a la ciudad propiamente dicha, el caos disminuyó bastante y fue mucho más tranquilo y organizado de lo que nos imaginábamos. Dimos varias vueltas hasta que finalmente nos topamos con un hostel construido en una edificación muy antigua (como todo allí) de varios pisos. Todas las paredes de las habitaciones servían de paño blanco para los viajeros que en un arranque artístico dejaban su huella…. Había dibujos y frases muy hippies.
     


     
    Para activar la circulación en nuestras piernas después de tantas horas sobre la moto, nos fuimos a dar una vuelta caída la tarde. Aun siendo una enorme e importante capital, La Paz conserva (quizás en minoría) esa imagen tradicional de Bolivia, con las mamitas fácilmente detectables por sus vestimentas y largas trenzas, los mercados populares y las ferias.
     


    Sus 800 mil habitantes invadían en ese momento las calles, retornando a sus hogares después de la jornada laboral y a medida que la noche caía las sierras comenzaban a iluminarse como un árbol de navidad.
     


     
    La urbanización de la ciudad es bastante peculiar, con anchos puentes que cruzan de lado a lado las autopistas, pero que continúan por encima de calles y sobre los cuales se elevan grandes edificios comerciales. La ciudad está establecida en varios niveles, sobre estos puentes y en las cimas de las sierras conformando lo que sería “El Alto” al cual se llega a través de diversas líneas de telesféricos.
     


     
    Entre tantos edificios céntricos y calles grises uno puede encontrar algunos recovecos llamativos y bonitos como una pequeña peatonal que estaba a pocas cuadras del hostel, del estilo colonial con las fachadas de las casas pintadas de llamativos colores.
     


     
    O la importante Plaza Murillo, ubicada en pleno centro de La Paz, plaza de cientos de años, testigo mudo de todo el crecimiento del país, y de los principales acontecimientos históricos de la ciudad.
     


     
    Una tarde tomamos una gran avenida principal céntrica, que me recordó mucho a las típicas avenidas del microcentro porteño, salvo que en esta ciudad se podía ver una enorme montaña nevada entre las columnas de edificios. Como dije antes, ahí reinaba la ley de la selva: Cruzar las calles era todo un riesgo y uno tenía que estar atento a los buses, las motos que pasaban por la banquina en contramano, la turba de personas que te arrastraba o te chocaba sin piedad. Una ciudad bastante… ciudad.
     


    Las benditas combis que eran mayoría entre los vehículos que circulaban por la ciudad, paraban donde querían, así atascaran todo el tránsito y por encima de los bocinazos se podía escuchar el grito de los hombres desde las ventanas de estos minibuses, haciendo que la gente corriera de un lado hacia otro buscando aquel que la llevara a destino.
     
    Cruzamos una zona universitaria y llegamos a un enorme parque verde situado en pleno corazón céntrico, rodeado de edificios. Dentro del parque había diversas áreas recreativas y hasta habían construido un pequeño estadio y un mercado de comidas.
     


     
    Dentro del mercadito, había varios puestos, desde donde morrudas mujeres cocinaban en grandes ollas, mientras te invitaban a los gritos a pasar. Largas tablas estaban dispuestas como mesas donde te sentabas donde había lugar, codeándote con algún otro comensal.
     
    Aunque desde Sucre era más selectiva con las comidas, probamos una comida típica de Bolivia, el famoso Pique macho, en aquel mercado. Con arroz, y papas (cosas infaltables en cualquier comida boliviana) junto con verduras y carnes salteadas, este plato era una mezcla variada de todos los sabores.
     


     
    Cruzando aquel parque y subiendo por unas pasarelas que se elevaban por encima de la ciudad, se llegaba a un parque infantil, donde la vista me recordaba a una maqueta, con los edificios prolijamente armados y las casitas a los lejos sobre las sierras, rellenando el paisaje.
     


     
    Sólo estuvimos un par de días en aquella bulliciosa y concurrida ciudad y para mí, ya había sido más que suficiente y ya estaba ansiosa de continuar nuestro camino. Lo que no sabía es que Martin tenía planeado hacer El Camino de la Muerte.
     
     
     
     
     
    Mira! :O
     
     
     
     
     


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  10. Ayelen
    Hoy les escribo desde Copacabana, Bolivia, a las orillas del Lago Titicaca. Sentada en la empedrada orilla, y disfrutando de este hermoso día de sol, casi por despedirme de este peculiar país después de recorrerlo de punta a punta y a días de pasar a otro maravillosos país como sé que lo será Perú.
    Sin embargo, prometo hablarles de todas las travesías por Bolivia a su debido tiempo. La última vez que posteé, les contaba de mi llegada a El Calafate, después de la visita a una de las pingüineras más grande de Argentina, en Cabo Vírgenes. Sé que escribí hace apenas unos días, pero la visita al glaciar Perito Moreno me resultó tan impresionante, que no pude contener mis ganas de describirlo, para ustedes.
    Aquella mañana, luego de recorrer unos 300 kilómetros en la provincia de Santa Cruz, desde Río Gallegos, atravesando aquel trecho completamente desértico de la Ruta 40, divisamos un gigantesco espejo de agua del más bello color que haya visto alguna vez. Aquel era el Lago Argentino, sobre el cual se asienta la hermosa localidad de El Calafate, que debe su nombre al fruto de un arbusto muy extendido en la zona, de un intenso color morado con el que se preparan mermeladas, tortas y un sin fin de dulces exquisitos (según una tradición popular, quien come de este fruto vuelve sin duda a la Patagonia, por lo que hay que probarlo!)
    Después de tantos días de nieve y lluvia, de frío y viento constante en la carretera, cuando llegamos ese mediodía a la localidad de El Calafate, no podíamos creer el cálido y hermoso día que nos daba la bienvenida.

    Ingresando a la localidad de El Calafate
    Ingresamos al centro de la ciudad con un sol radiante en el cielo. Sobre la avenida principal se alzaban elegantes restaurantes, pintorescos negocios de venta de toda clase de souvenirs, modernos bares, y enormes ferias de artesanos. El Calafate es una ciudad dedicada verdaderamente al turismo…quizás en exceso, en mi humilde opinión. Muchísimos extranjeros se encontraban disfrutando de aquel hermoso día, haciendo compras o simplemente tomando algo tranquilamente sentados frente a finas confiterías. A medida que avanzábamos lentamente por la calle, podíamos escuchar un sinfín de idiomas, mezclado con la música de algún bar. La gente la estaba pasando bien y se notaba esa energía en el lugar.
    Instalamos nuestra carpa en un camping cerca del centro, y con un excelente humor, contagiado por esa energía tan alegre del lugar, y, por supuesto, porque por primera vez en mucho tiempo volvíamos a disfrutar de un caluroso día de sol, simplemente nos fuimos a caminar. Nos encontramos con una ciudad muy limpia y cuidada, de mucho verde y de hermosas construcciones en piedra y madera que le daban ese toque pintoresco.

    Los simpáticos duendes de las galerías de El Calafate
    A pesar de ello, nuestra intención al llegar a El Calafate, no era permanecer en la ciudad. El principal atractivo allí es el Glaciar Perito Moreno.
    El Glaciar Perito Moreno es el más importante de todos los glaciares que forman parte del Parque Nacional Los Glaciares, gigantesca área de miles de hectáreas que se extiende sobre el sudeste de la provincia de Santa Cruz.
    A la mañana siguiente, dejamos todo en el camping y, más livianos, tomamos la Ruta N° 15 que conecta El Calafate con el Parque, separados por aproximadamente 80 km. La primera parte del tramo fue sumamente aburrida, atravesando extensiones de la ya conocida estepa patagónica, donde veíamos grupos de choiques correteando al costado de la carretera y nuestros amigos los guanacos cruzándose arriesgadamente por delante de nosotros.
    Llegamos así a la entrada del Parque Nacional, donde debimos pagar una entrada de un valor de $50 cada uno (unos 5 U$S aproximadamente, aunque el precio para extranjeros es más elevado). A partir de ese punto, el paisaje cambió de una manera increíblemente abrupta. Lejos de parecerse a los kilómetros anteriores atravesando la estepa patagónica, frente nuestro se abría un frondoso bosque de montaña. El camino se extiende por la costa del Brazo Rico del Lago Argentino, que limita a lo lejos con gigantes cordones montañosos.

    Costeando el Brazo Rico del Lago Argentino
    Aquellos 35 kilómetros fueron realmente increíbles. El camino sinuoso atraviesa montañas cubiertas de bosque, costeando el gigantesco lago con sus imponentes montañas que contrastaban con el celeste profundo del cielo. Yo estaba muy entusiasmada, colgada del hombro de Martin, sacando fotos para retener la belleza de ese paisaje, cuando, con señas (nuestra manera de comunicarnos sobre la moto) Martin me señaló hacia el horizonte, entusiasmadamente. Creyendo que me señalaba las enormes montañas nevadas, asentí sin importancia, pero cuando Martin volvió a insistir presté realmente atención y entonces, lo vi.
    Planeando majestuosamente sobre el lago, casi a nuestra altura, un enorme Cóndor Andino sobrevolaba la zona con sus alas extendidas. ¿Cómo explicarles la emoción que me nació cuando vi aquel hermoso animal a metros nuestros? Casi me tiré de la moto en marcha y atravesé la ruta a zancadas, para poder verlo de cerca. Ni siquiera atiné a sacarle una foto…simplemente me quedé allí maravillada, contemplando aquel rey de las alturas, aquella enorme ave (una de las más grandes del mundo) con sus tres metros de largo sobrevolaba solemnemente, con su imagen reflejándose en el lago. Esa fue la primera vez que vi a este bellísimo animal y fue el momento más maravillosos de todo el viaje… lo puedo asegurar.
    El camino continuaba, hasta una curva, llamada La Curva de los Suspiros, donde tuvimos la primera vista panorámica del glaciar Perito Moreno. Una alfombra celeste de hielo macizo que se extendía infinitamente hasta perderse entre las cumbres nevadas. Con mucho entusiasmo, aceleremos la marcha hasta llegar hasta un gran predio que funcionaba como estacionamiento, junto con unas grandes confiterías. Sólo había algunos autos y micros de turismo.

    La Curva de los Suspiros, primera vista del Glaciar
    En ese punto, nacían las pasarelas que recorrían todo el frente del glaciar a diferentes alturas. Teníamos las opciones de llegar al primer balcón principal caminando (eran cientos de escaleras en subida) o bien tomar una combi, un servicio completamente gratuito brindado por el Parque. Escogimos la segunda opción y tomamos el minibús, que condujo por un camino pasando por entre el frondoso bosque y en pocos minutos descendíamos en la primera estación de todo el recorrido de pasarelas.
    Ansiosos iniciamos el recorrido, casi al trote, por la pasarela de metal que se elevaba unos metros por encima de la vegetación de la montaña. El glaciar se veía desde cualquier punto porque es un evento natural tan gigantesco, de casi 195 km2 que abarcaba todas las vistas panorámicas.
    A medida que íbamos acercándonos hasta el siguiente balcón, nuestra impresión crecía y nos íbamos quedando sin aliento. Al llegar nos apoyamos en la baranda y simplemente nos quedamos sin palabras. El silencio en ese lugar es condición tácita. La gente hablaba en susurros y solo se oía el piar de los pájaros y el susurro del viento gélido. Siendo el Perito un atractivo turístico tan importante y famoso en mi país, toda mi vida escuché hablar de él y vi cientos de fotos…. Pero créanme cuando les digo que nada, absolutamente nada de lo que imaginaba se asemejaba a la realidad.

    El Señor de los Hielos
    El manto de hielo gigantesco que se extendía delante nuestro con su puro color celeste, sus 5 kilómetros de frente y sus más de 60 (!) metros de alto nos dejó sin habla. No podíamos ver el final del glaciar porque se perdía a lo lejos entre los picos de varias montañas que se elevaban contra el cielo.
    A medida que íbamos avanzando por la pasarela, el circuito te acercaba cada vez más al Glaciar y, aunque pensé que no sería posible, el paisaje cada vez era más maravilloso. Creo que lo que más nos impresionaba era la paz infinita que se percibía en ese lugar, que sólo es interrumpida por los pequeños derrumbes que se producen en el frente del Perito. El Glaciar es mundialmente famoso conocido por sus rupturas. Cada algunos minutos uno tiene la suerte de poder apreciar este maravilloso evento natural, donde inmensas placas de hielo se desprenden del frente del glaciar y caen (como en cámara lenta) al Lago Argentino, produciendo un estruendo impresionante. Los visitantes festejaban estos hermosos fenómenos con aplausos y vítores, entusiastas. Es algo increíble, digno de ver alguna vez en la vida.

    Estos inmensos trozos de hielos, quedaban flotando y eran llevados por la corriente del Lago, así que podían verse como mini glaciares a la deriva sobre aquella azul inmensidad.

    Nos sentamos durante varios minutos en un balcón a descansar las piernas y simplemente a disfrutar de esa paz infinita brindada por la naturaleza. En la espesa vegetación que se abría a los costados de las pasarelas, uno podía observar pequeños pajaritos de gracioso copete acercarse curiosos, saltando velozmente de rama en rama.

    En la última pasarela, la más cercana al Perito, se sentía el entorno más helado (igual a esa refrescante sensación que uno siente un caluroso día de verano al abrir el refrigerador de la heladera), y una calma infinita. Un gran barco, que se veía como uno de juguete al lado del monstruoso glaciar, navegaba por el Lago Argentino, acercando turistas a una experiencia más cercana con el Perito. También hay excursiones para caminar sobre el glaciar, una experiencia que seguramente debe ser completamente increíble y quien pueda acceder a los precios, se lo recomiendo totalmente.

    La superficie del glaciar se extendía irregularmente, en suaves picos que a mi, personalmente, me hacía recordar a un gigantesco helado de crema! Con su puro color celeste, y de azul intenso entre las grietas, los rayos de sol colándose por entre las nubes en el cielo, el bosque y las montañas…. Era una postal, realmente.

    Regresamos, descendiendo por las pasarelas, maravillados con aquel lugar, cuando la naturaleza me regaló una segunda oportunidad y nuevamente un hermoso Cóndor Andino apareció en los cielos, planeando en lo alto. Y aquella vez, preparé la cámara y capté algunas bellas fotos de este maravilloso ejemplar que resultó ser una hembra, probablemente buscando carroña. Felicidad absoluta para miii!!!

    Cóndor Andino sobrevolando el lago Argentino
    Regresamos al campamento, donde encontraríamos un tercer pasajero para nuestro viaje, un peculiar oso de peluche al que bauticé como Ruperto, y que nos acompañaría algunos kilómetros, cómodamente sobre la moto. Al día siguiente, los tres nos despedimos de aquel bellísimo lugar y emprendimos viaje para llegar a nuestro siguiente destino.

  11. Ayelen
    Copacabana fue, sin lugar a dudas, la ciudad más bonita que visité de toda Bolivia. Sus casitas al pie de las sierras, sus coloridos mercados y sus espectaculares atardeceres en el Lago Titicaca la colocaron en el puesto número uno de las ciudades bolivianas en el mismo momento en que llegamos.
     
    Sin embargo llegar a Copacabana nos tomó más de un día. Habíamos dejado atrás la transitada ciudad de La Paz esquivando combis, vehículos y peatones y maldiciendo un poco aquel insoportable tráfico. La ruta, aunque menos transitada, igual se nos tornó bastante estresante por las maniobras (algo maliciosas) de algunos conductores que nos encerraban o nos pasaban casi rozando las valijas laterales de la moto.
     
    Por eso, con el sol cayendo, y ya teniendo la primera vista del Lago Titicaca, Martin completamente harto y exhausto de estas situaciones extremas, decidió que lo mejor era detenernos y pasar la noche a orillas del lago.
     
    Entre algunas casitas de pescadores que se alzaban a ambos lados de la ruta, había un llano rodeado de altos árboles en la costa donde armamos campamento y pasamos la noche.
     


    Acampando a orillas del Lago Titicaca
     
    No habíamos llegado a Copacabana aún, pero ya estábamos a las orillas del Lago Titicaca y el paisaje que teníamos delante difería bastante del altiplano boliviano. Al costado de un raído muelle descansaban algunos botes que se mecían con la corriente y que luego fueron ocupados por personas que llegaban (hasta familias enteras) se subían en ellos y cruzaban al otro lado, apresurados por la llegada de la noche.
     


     
    A la mañana siguiente fuimos despertados por una familia de patos que se había reunido ruidosamente a desayunar en el lago
     


    Patos en el Lago Titicaca
     
    Continuamos camino, ascendiendo por una sierra verde que nos regaló una vista panorámica increíble de aquel espejo de agua azul que se abría en un enorme valle. Los contrastes de colores hacían brillar de manera muy especial todo aquel lugar.
     


     
    Descendimos de aquella sierra y llegamos hasta un embarque. Copacabana está ubicada en una península dentro del Lago Titicaca, pero el acceso terrestre pertenece a Perú, por lo que, para llegar desde Bolivia se debe cruzar en balsa hacia la orilla opuesta. Cuando vimos “la balsa” que nos tenía que trasladar, me arrepentí de no haber tomado nunca clases de natación. Largas tablas se apilaban en tres niveles y de alguna manera eso flotaba y era una embarcación. Nos alivió un poco ver un gran colectivo sobre la balsa que cruzaría con nosotros, si eso no hacía que se fuera derecho al fondo, nos daba algo de confianza.
     


    Embarcandonos para cruzar el lago
     
    La embarcación fue avanzando con lentitud mientras blancas gaviotas revoloteaban alrededor en busca de algo para comer.
     


     
    El azul brillante del lago era lo que más me fascinaba, y mientras el viento me zumbaba en los odios, fui fotografiando todo el paseo.
     


     
    Cuando finalmente llegamos al otro extremo debimos pagar al balsero y un poco desorientados le preguntamos por el camino a seguir para llegar a Copacabana. Evidentemente el colectivero que venía con nosotros no tenía ganas de esperar, y sin previo aviso encendió el colectivo y empezó a descender de la balsa marcha atrás. Cuando Martin vio el colectivo venírsele encima aceleró rápidamente, pero las ruedas se trabaron en las rotas tablas de la balsa, por lo que el balsero debió saltar y empujar la moto para evitar que muriéramos aplastados por un colectivo. El balsero le gritó algunas barbaridades al colectivero que también contestó agresivamente y se marchó sin más. Con el corazón palpitándonos a mil, continuamos la ruta…. Hermosa bienvenida
     
    Sólo pocos kilómetros más adelante, cruzando por entre las sierras llegábamos finalmente a Copacabana. La ciudad baja en desnivel hacia la costa del lago y crece hasta los pies de los montes. Nos dirigimos directo a la playa y siguiendo las indicaciones de algunas personas a quienes preguntamos, bordeamos el lago, alejándonos un poco del centro y llegamos a un camping. Hacía tiempo que no acampábamos en un camping oficial!
     


    El pueblo de Copacabana
     
    El dueño del lugar nos recibió amablemente y con toda la buena onda, lo cual, después de tantos roces con los bolivianos, era algo que nos alegraba bastante el ánimo. Aquel lugar era muy tranquilo y era exactamente lo que buscábamos, estábamos decididos a quedarnos a descansar un par de días.
     
    En nuestro primer paseo por la ciudad, nos llevamos una gran sorpresa al descubrir que el 70% de los turistas o viajeros que llegaban a Copacabana eran argentinos. No podía evitar sentirme un poquito más cerca de mi casa cuando escuchaba algún “chee, boludo…mira que copado este laagoo!”
     


     
    Una de las construcciones que más llaman la atención de Copacabana es la Basílica de Nuestra Señora de Copacabana, la virgen más venerada de toda Bolivia. Como tal, es muy común ver multitudinarias peregrinaciones que llegan desde todos partes del país hasta aquella iglesia. Aquel fin de semana podíamos ver familias enteras que llegaban con sus autos a un ritual muy curioso donde se adornan los vehículos con flores, colores, guirnaldas y son bendecidos por un cura, para protegerlos de los accidentes en las vías… lo cual me parecía una excelente idea, ya que no exagero cuando digo que las carreteras de Bolivia son realmente peligrosas.
     


    Basílica Nuestra Señora de Copacabana
     
    La catedral destaca por su diseño tan contrastado con las humildes y coloniales edificaciones del pueblo. Pero había leído por ahí que justamente fue construida por lo españoles, allá por el 1580 de esta manera tan llamativa para opacar la cultura Aymara, el pueblo originario que habitaba esas tierras, e imponer el cristianismo.
     


     
    Como decía al principio, los atardeceres en Copacabana son dignos de un cuadro pintado al óleo. El cielo se tiñe de colores rosados y se esfuman como pinceladas, mientras el Lago Titicaca calma sus aguas y todo parece detenerse. Las balsas apenas se mecen en la orilla y algunos turistas dan un último paseo por la costa, porque, eso sí, las noches en Copacabana se tornan muy frías.
     


     
    Y entonces, cuando cae la noche, el pueblo se llena de movimiento y luces. Porque recordemos que Copacabana es uno de los puntos más turísticos de Bolivia. Restaurantes, bares y confiterías abren sus puertas, llenan las calles de músicas y de empleados a tiempo completo (por lo general viajeros…. Viajeros argentinos ) que suelen acosarte cada 10 pasos para convencerte de entrar a tal o cual bar. Entre las calles, más adentro del pueblo, se levantan ferias donde uno puedo conseguir de todo, como ya veníamos acostumbrados en Bolivia.
     


     
    Uno de los últimos días que nos quedábamos en Copacabana y también en Bolivia, fuimos a caminar por la orilla del lago, hacia el lado opuesto de la ciudad. Sólo se levantaban algunas pocas casitas y luego todo era arena, piedras y el inicio de una sierra que cerraba el extremo del Titicaca.
     


     
    Mientras mojaba los pies en el helado lago, y Martin se echaba una siesta bajo la sombra de un árbol, hacía un pequeño análisis en forma de conclusión de aquel gran país que pronto abandonaríamos.
     
    Bolivia quedaría marcada como mi primera experiencia de viaje fuera del país. Y como todo primer intento, había tenido sus altibajos. Al principio me había chocado bastante la forma de ser de sus habitantes y me había molestado mucho. Pero de a poco, uno va adaptándose como el invitado que es, a las “reglas de la casa” y, a fin de cuentas, yo podía identificarme en algo con Bolivia. Yo también actuaba bastante cerrada, recelosa y hasta algo tímida con todo esto nuevo que se me presentaba…. Quizás es como dicen: lo que te molesta de lo demás es lo que uno mismo no tiene resuelto, y sólo había que aceptar y entender cada situación en particular.
     


     
    Me abrumaba un poco pensar que, después de tantas cosas vividas en los últimos 5 meses, el ascenso por Latinoamérica recién iniciara y, no voy a mentirles, con aquellos colapsos que había tenido, también comenzaba a dudar de si realmente tenía las agallas para hacer aquel viaje
     
    Pero sólo bastaba alzar la vista y ver ese maravilloso lugar donde estaba para saber que si aquello era la recompensa de todos los tropiezos que podía tener en el camino, bien valdría la pena
     


     
    Al día siguiente desarmamos la carpa, nos despedimos de los demás acampantes (argentinos ) y encaramos para el paso fronterizo a Perú. Está de más describir la emoción que teníamos por cruzar a este país, después de todo lo que habíamos escuchado hablar de él. Pero, la emoción duró bastante poco al llegar a la frontera y encontrarnos con una larga fila de autos esperando. El paso estaba cerrado, porque los empleados estaban ALMORZANDO . Bueno, con los últimos vestigios de paciencia que aún nos quedaban esperamos hasta que finalmente todo se puso en movimiento y en pocos minutos ya estábamos esperando a ser atendidos en ventanilla para tramitar la salida de Bolivia.
     


    Nos vamos de Copacabana...o eso creíamos..
     
    Un policía de la aduana se acercó a nosotros en ese momento y con poca amabilidad nos pidió los papeles de ingreso al país. Le entregué todos los papeles que tenía en la mano, y manteniendo la misma postura arrogante los revisó uno a uno. Sin mirarme me los devolvió diciendo que esos no eran los papeles. Me puse pálida como una hoja…. ¿cómo que no eran? ¿De qué papeles me estaba hablando entonces?? Nerviosa, revisé todos mis bolsillos, billetera, cartera, en busca de ese “papel”… pero nada. Como habíamos hecho el cruce de Argentina a Bolivia simplemente con el documento de identidad, no teníamos un sello en el pasaporte. Entonces recordé lo desorganizado y confuso que había sido el ingreso, desde La Quiaca y supe de inmediato que el incompetente de la aduana nunca nos había dado ningún papel.
     
    Como era una de nuestras primeras salidas del país, para mi aun todo era confuso, que los papeles de entrada, de salida, de la moto, los sellos, las firmas…. Y evidentemente nunca había notado que no me habían hecho entrega del documento de ingreso al país.
     
    Cuando escuché al oficial de la aduana amenazarnos con que debíamos pagar una multa de 300 bolivianos CADA UNO (algo así como 120 DOLARES) por evasión de aduana, entré en desesperación y comencé a revolver las mochilas y las valijas de la moto en busca de ese $#@& papel! :eek: No podíamos pagar semejante suma de dinero, no con las monedas contadas como las teníamos para continuar nuestro viaje!
     
    El desagradable hombre nos dijo que la única opción que teníamos era viajar hasta La Paz, y dirigirnos al edificio de Migraciones para hacer la denuncia y pedir un duplicado. Pero, aclaró, si no estábamos registrados en el sistema, no podrían hacernos el duplicado y deberíamos pagar la multa.
     
    La amargura me cayó como un balde de agua helada. Le pedimos al oficial si no podían comunicarse en aquel momento con Migraciones de La Paz para verificar si estábamos o no en el sistema, lo cual nos ahorraría tiempo y plata. Pero el “adorable” hombre se negó a hacerlo. Sinceramente tenía ganas de destrozarles todas las oficinas y cortarles las gargantas a todos y cada uno allí adentro.
     
    Resignados y tragándonos toda la bronca, no nos quedó otra que volver “con el caballo cansado” de regreso al camping, donde nos recibieron sorprendidos, pero consolándonos con unas pizzas caseras hechas al horno de barro.
     
    Al día siguiente, nos despertamos a las 6 de la mañana! (me hicieron levantar temprano ) y nos tomamos una combi hasta La Paz. Hasta ese momento siempre nos habíamos manejado con vehículo propio, pero esta vez experimentaría en carne propia el famoso transporte público que tanta mala fama tiene en Bolivia.
     


    Camino a La Paz
     
    La combi se llenó hasta explotar (realmente me hacía recordar a esos pequeños autitos de las caricaturas del cual comienzan a salir decenas de payasos), e iniciamos el camino hasta La Paz. En cada curva que doblaba mientras avanzábamos por las sierras, yo sentía que las ruedas laterales quedaban en el aire y me aferraba al asiento mientras me estampaba contra la ventanilla. Pero supongo que estaba bastante somnolienta y en menos de lo que esperaba, ya estábamos en La Paz.
     
    Yo pensé que no volvería a aquella ruidosa ciudad, pero allí estábamos nuevamente. Nos tomamos otra combi que a las tres cuadras se detuvo por completo por una falla y terminó dejándonos a pie. En medio de aquel centro, en hora pico, fuimos cuasi corriendo entre la multitud de personas y cruzando por entre combis y vehículos hasta que, con la lengua afuera, llegamos a las oficinas de Migraciones.
     


    Las calles de La Paz
     
    Una muy estirada mujer nos atendió y antes de que pudiéramos explicarle por completo el motivo de nuestra presencia, nos cortó bruscamente diciendo que aquello era “evasión de aduana y que debíamos pagar una multa de 300 bolivianos”. La calma se me fue desquebrajando por dentro , pero Martin, más centrado, le explicó que debíamos hacer la denuncia y el duplicado y que no íbamos a pagar la multa.
     
    La mujer nos envió hasta la policía turística, que quedaba alrededor de 15 cuadras más abajo, así que salimos corriendo (sólo teníamos una hora antes de que Migraciones cerrara ), llegamos al destacamento, realizamos la denuncia y con todos los papeles correspondientes regresamos.
     
    El colmo máximo fue cuando el hombre que nos atendió en Migraciones, apenas al escucharnos decirle que veníamos a pedir el duplicado del papel de ingreso, tomó una ficha de un cajón y simplemente nos la dio para que completáramos nuestros datos. Ni chequeó en el sistema, ni siquiera miró las copias de la denuncia
     
    Sello y volvimos a Copacabana.
     
     
     
     
     
     
     
     
    Entrá a mirar el álbum
     
     
     
     
     
     
     
     
     
     


    <<<ANTERIOR *** SIGUIENTE>>>

  12. Ayelen
    Desde Parque Ischigualasto, recorrimos sólo unos pocos kilómetros hasta pasar a la provincia de La Rioja. Viajamos durante todo el día hasta el anochecer, cuando arribamos a la capital de la provincia. Como toda gran ciudad, ingresar fue bastante complicado, con mucho tránsito y movimiento en sus calles.
    Llegamos a un Hostel, a pocas cuadras del centro, bastante cansados y con la idea de acostarnos pronto a dormir, pero nuestros planes cambiaron un poco, cuando un grupo de hombres que se alojaban también allí nos invitaron a comer un asado con ellos (un asado!!… pueden creerlo???). Cuando uno de aquellos tres personajes se me acercó con un vaso de fernet (una típica bebida alcohólica argentina) y me invitó a unirme a ellos, claramente supe que habíamos llegado al lugar correcto Así que aquella noche se nos extendió más de lo que planeábamos, pero terminamos con nuestros estómagos llenos y felices.

    Plaza principal en La Rioja
    Permanecimos algunos días en La Rioja, y luego retomamos viaje para pasar a Tucumán, la provincia vecina. Luego de dejar atrás la ciudad, de a poco nos fuimos internando nuevamente en la calma de la carretera, atravesando grandes campos verdes con sierras en el horizonte.
    Al atardecer, comenzamos a buscar algún lugar paraarmar la carpa, y casualmente, luego de pasar un pequeño pueblito, vimos un cartel sobre la ruta que decía: ”campingÍndigo”. Asíque nos adentramos en el campo, por un ancho camino de tierra en mal estado hasta que llegamos a la sencilla entrada de una casa.

    Inciertos, bajamos de la moto e ingresamos al camping. Allí conoceríamos al personaje más extravagante de todo el viaje. Ante nosotros se presentó Eber, un peculiar hombre que vivía en aquella casa junto a sus hijos y su esposa. Eber había construido con sus propias manos su hogar y en aquel inmenso terreno había levantado un pequeño refugio, en el cual albergaba a acampantes. Este hombre nos apabulló bastante, porque era de aquellas personas que no paran de hablar ni un segundo y no terminaba una idea, que ya comenzaba con otra. En solo 5 minutos nos contó sobre su vida de peluquero en Estados Unidos, opinó sobre política, nos contó la historia del camping, de su mujer, de su pelea con un extranjero y no sé cuántas cosas más que ya he olvidado.

    Quedamos un poco desconcertados por la arrolladora presentación de Eber, pero decidimos quedarnos y pasar la noche. A pesar de que este hombreestaba un poquito loco, realmente había hecho un increíble trabajo con aquel refugio. Tenía una sala principal que era atravesada por un arroyito (así de bello como se oye), dondetambién había una cocina y una genial mesa de ping pong, en la que jugamos algunos intensos partidos con Martin. En un piso superior, estaban los dormitorios que disponían de camas y frazadas. Como la amante de las series policiacas que soy, realmente creía que Eber tenía algún tinte psicótico en su personalidad y que podría aparecer durante la noche y matarnos con sus tijeras de peluquero, pero dormimos bien! XD

    Al día siguiente seguimos camino. Ya dentro de la provincia de Tucumán, la ruta nos fue llevando por entre grandes cerros cubiertos de vegetación, por entre los cuales cada tanto veíamos correr algunos arroyos de cristalina agua. Además de los ya conocidos guanacos, ahora algunos burros y asnos levantaban sus grandes orejas, al costado del camino cuando pasábamos cerca de ellos. Nos encaminamos hacia las cumbres calchaquíes, que debíamos pasar para llegar hasta la localidad de Tafí del Valle, en Tucumán.

    Ya era tarde cuando comenzamos a ascender por entre las cumbres. El camino sinuoso bordeaba grandes cerros y allí vimos por primera vez los cardones. Decenas y decenas de cardones, por donde mirara, se elevaban con sus brazos hacia el cielo y sus amenazadoras espinas.
    No nos faltaba mucho para llegar al punto más alto del trayecto, cuando Martin decidió parar en un llano y acampar allí para pasar la noche. Faltaba tan poco para llegar a Tafí del Valle y en esa altura corría un viento tan frío, que para ser sincera la idea me pareció horrible y me puse de muy mal humor. Pero entonces supe que en realidad aquella había sido una parada de emergencia: oportunamente el cable del embrague de la moto había comenzado a cortarse y sólo “pendía de un hilo”, debíamos detenernos antes de que se soltara del todo y a la mañana siguiente, con luz, Martin le haría un arreglo provisorio para al menos llegar a Tafí.

    Desde aquel llano teníamos una vista privilegiada. Podíamos ver el camino que habíamos recorrido y las cumbres calchaquíes, cubiertas de cardones. Un par de burros se alejaron miedosos cuando nos vieron bajar de la moto, y nos observaron desde lejos mientras armábamos la carpa. Por entre los bajos arbustos que nos rodeaban corría un viento muy, muy fuerte, por lo que debimos amarrar la moto por miedo a que las ráfagas la voltearan durante la noche.

    A la mañana siguiente fue toda una odisea guardar la carpa, porque el viento era tal que nos volaba todo. Casi con las cosas en el aire, empacamos todo como pudimos y comenzamos el último trayecto del camino. Creíamos que sería sencillo y en pocas horas estaríamos arribando a Tafí del Valle… pero fue un poco más complicado que eso.
    Ya desde que habíamos arrancado, pudimos ver desde lejos una gran y espesa neblina estancada sobre el camino. Justo en un lugar llamado Infiernillo (nunca un nombre más exacto para ese momento) nos adentramos de lleno en aquella neblina húmeda.
    A varios metros de altura, y dentro de aquella helada nube la temperatura comenzó a descender drásticamente. Sólo podíamos ver a escasos dos o tres metros por delante de la moto, luego todo era neblina. Con sumo cuidado fuimos avanzando por la carretera mientras una molesta llovizna se agolpaba en los visores de los cascos empeorando aún más la visión. Martin debió levantar el visor de su casco porque decía que no veía nada, pero, para colmo, el casco que llevaba en ese momento ya estaba bastante destartalado y el visor no permanecía en alto, y con cualquier movimiento se caía. Por lo que yo tenía que sostenerle el visor desde atrás para que el pudiera ver y ….no morir en el camino, básicamente.
    El frio era tal que de repente comencé a notar que la humedad de la neblina que se acumulaba en los visores de los cascos y en nuestras ropas estaba congelada! :S Teníamos una fina capa de hielo sobre los cascos y sobre las camperas. Aquello se estaba tornando bastante heavy.
    Así como el hielo se formaba en nuestras ropas, también se estaba formando sobre el asfalto, y eso volvía el camino bastante resbaladizo y muy peligroso. Cuando pudimos divisar entre aquella neblina una pequeña casita, al costado de la carretera, Martin decidió parar y preguntar si no nos podíamos resguardar allí mientras pasara aquella molesta lluvia. Pero el hombre que viví allí nos aconsejó que siguiéramos camino, porque nos faltaba muy poco para llegar a Tafí del Valle y según él, aquella nevada recién comenzaba
    Atentos, fuimos avanzando por el camino. La neblina y la llovizna de a poco se fueron convirtiendo en copos de nieve, hasta que finalmente nos encontrábamos viajando bajo una nevada por segunda vez yasí descendimos por el camino hasta llegar a Tafí del Valle.

    Yo solía tener una contractura en la base del cuello, sobre la espalda que cada tanto me molestaba, pero con este viaje, aquella contractura ya se me está haciendo crónica. Con el stress de ese terrible camino, cuando legamos a Tafí del Valle casi no podía mover la cabeza. Martin tenía la cara roja, por el frío que le había pegado de lleno al ir sin el visor.
    Estábamos completamente desconcertados ante aquel clima… siempre creí que en el norte de mi país haría calor… no podía creer que una intensa nevada estuviera cubriendo todo de blanco a nuestro alrededor. Cuando llegamos a un hostel (porque ya sabíamos que era imposible acampar bajo esas condiciones), la dueña del lugar nos recibió con una noticia increíble: En Tafí del Valle solo nieva dos o tres veces por año y nosotros acabábamos de llegar con la primera nevada… una tan intensa que no se tenía registro de algo así en 35 años….  wiiii!
    Tafí del Valle realmente es una localidad muy bella. Me recordó a los pueblos patagónicos con su avenida principal empedrada y sus negocios pintorescos…. Y por la nieve. Cuando salimos a recorrerla al día siguiente, todo estaba blanco. Era realmente extraño ver grandes cardones que uno relacionaría con sitios áridos, llenos de nieve entre sus espinas. Las plazas, los bancos, los árboles, las calles, todo estaba nevado.

    Hicimos una travesía con la moto recorriendo un alto cerro que se encuentra cerca de Tafí, pero no fue tan bueno como creíamos. La nieve había hecho que el camino de tierra se convirtiera en una peligrosa carretera embarrada. Si bien el paisaje desde aquella altura era increíble porque podíamos ver grandes montañas blancas y a sus pies extensos campos y casitas pertenecientes a Tafí, yo iba más atenta al camino porque la moto se tambaleaba todo el tiempo.

    Hasta que en un momento terminamos cayéndonos. La moto perdió el equilibro en un tramo realmente embarroso y nos caímos de lado. Levantar esa pesada moto no fue tarea fácil, y logramos enderezarla gracias a la ayuda de un chico que justamente pasaba por allí, también en su moto. Embarrados y algo golpeados regresamos al hostel. Para levantar un poco los ánimos esa noche fuimos a cenar una típica comida a un restaurante de la zona: quesadilla con tomates y aceitunas y un estofado de llama.

    Luego de disfrutar tres privilegiados días de Tafí del Valle nevado, continuamos nuestro viaje hacia San Miguel de Tucumán, la capital de la provincia.
    En este viaje que estamos haciendo solemos cambiar de situaciones extremas de un día para otro, y en este punto pasó eso. El camino que va desde Tafí del Valle hacia San Miguel, atraviesa enormes montañas cubiertas de una espesa y húmeda selva. Aquella mañana habíamos estando jugando con nieve, y para la tarde un calor sofocante nos envolvía mientras el camino sinuoso atravesaba la selva.

    Para mí era maravillosos aquel espectáculo verde y no paraba de saltar de la moto cada vez que veía algún ave de llamativos colores volar por encima de nuestras cabezas. Ese camino fue uno de los mejores que hemos hecho, sin lugar a dudas. Sobre las grandes montañas tapizadas en verde se dispersaba una tenue neblina, mientras el camino de miles de curvas atravesaba la selva que se cerraba sobre él.

    Llegamos a San Miguel de Tucumán y al instante supimos que estábamos entrando a una gran ciudad cuando un colectivo casi nos arrolla cuando ingresábamos por una avenida principal. Después de la paz que habíamos disfrutada en aquel pueblito nevado, llegar a una ciudad es un cambio muy drástico.
    Nos instalamos en una gran y antigua casona que funcionaba como hostel y permanecimos algunos días en la ciudad de la Independencia. Lo mejor de aquel lugar, como lo serían las próximas provincias norteñas, era sin duda, su gastronomía. Aquel 25 de mayo (día patrio en Argentina) decidimos festejarlo como se debe comiendo una típica comida nacional: Empanadas y locro servido en pan casero.

    Recorrimos mucho el centro de grandes edificios y negocios de la ciudad, pero lo mejor fue ascender con la moto al cerro San Javier. Un gran cerro con una vegetación típica de selva de montaña. Grandes árboles se cerraban sobre nosotros mientras avanzábamos por el sinuoso camino junto a algunos ciclistas. En cada parada que hacíamos a medida que ascendíamos, la vista panorámica era mejor que la anterior. Hacia un lado se podía ver las miles de casitas que conformaban la gran ciudad de San Miguel, mientras que a nuestras espaldas el horizonte se perdí entre grandes cerros verdes.

    Después de disfrutar de las exquisiteces culinarias y los paisajes de Tucumán, seguimos viaje. Pero esta vez, haríamos un pequeño cambio de planes: en lugar de seguir camino hacia el norte, decidimos hacer un pequeño desvío hacia el este del país y visitar una las de maravillas naturales del mundo: iríamos camino hacia las Cataratas de Iguazú.

    Mira el álbum! Aqui :
  13. Ayelen
    Pasamos varios días en el pueblo de Humahuaca, en Jujuy, por lo que inevitablemente le tomé un cariño muy especial a este rincón norteño Como Martín debía trabajar utilizando una conexión a internet, nos mudamos del camping a un hostel ubicado a una cuadra de la plaza central. El Hostel Humahuaca tenía unas geniales camas, una cocina y un gran patio interno.
     


     
    A los pocos días de nuestra llegada, aquel lugar se convirtió en el punto de encuentro de viajeros que iban y los que volvían. En nuestra larga estadía allí, conocimos personas de todas las nacionalidades: brasileros, suizos, españoles y argentinos, obviamente, que viajaban hacia el norte o iban hacia el sur. La cocina se trasformó en el sitio de reunión donde uno escuchaba las anécdotas más disparatadas de todos los rincones del mundo. Muchos viajeros que ya regresaban de su paso por las ruinas de Machu Picchu en Perú, o aquellos que habían recorrido Bolivia nos llenaron de consejos para cuando llegáramos a estos destinos y a mí me llenaron de una ansiedad terrible por cruzar la frontera
     
    Recuerdo una noche en particular, donde todos quienes nos hospedábamos en el hostel hicimos una cena comunitaria y con todo el espíritu festivo que reinaba en nosotros, nos fuimos a una de las peñas de Humahuaca, donde una pareja de músicos interpretaba temas folclóricos con guitarra y bombo. Entre cervezas y brindis y dos suizos intentando bailar una chacarera, pasamos la noche más loca y divertido que puedo recordar (aún con baches borrosos ) de Humahuaca.
     


     
    Sin embargo si hay algo que me quedará grabado en mi mente por siempre, fue el festejo del Día de La Pachamama.
     
    Cada primero de Agosto, se realiza en toda la región norteña este singular rito, como agradecimiento a La Pachamama, la Madre Tierra, entregándole ofrendas como comidas y bebidas alcohólicas y pidiendo por las futuras cosechas.
     
    Los festejos habían iniciado la noche anterior, donde los vecinos de Humahuaca repartieron entre todas las casas y los negocios, incienso de aromáticas vegetales que se recogen directamente de las zonas aledañas. También se comienza a festejar con mucho, MUCHO alcohol.
     


     
    A la mañana siguiente todas las calles de Humahuaca estaban inundadas de ese aroma dulzón porque en todos lados el incienso era prendido para sahumar las casas, espantar los malos espíritus y atraer la buena suerte.
     
    Nos acercamos a la plaza principal cerca del mediodía, que estaba llena de gente y música, porque había una orquesta tocando sin cesar desde temprano.
     


    Los músicos en la plaza principal
     
    Habían quitado algunas baldosas y directamente en la tierra subyacente, habían cavado un pozo de algunos centímetros de profundidad. Todo alrededor estaba cubierto de papel picado de todos los colores y varias serpentinas, que representaban la festividad y las cosas buenas. Había muchos elementos y simbología que amablemente me fueron explicando cuando pregunté por ellas, curiosa.
     


     
    Los billetes de plata representaban el pedido de la buena economía para las familias, y como parte de las ofrendas dadas a La Pacha, se encienden cigarrillos que se clavan en la tierra y se esparcen hojas de coca y tiras de lana de colores.
     


     
    También había bebidas alcohólicas y comidas típicas preparadas en vasijas. En el borde del pozo se clavan cuchillos que evitan que los malos espíritus enterrados salgan.
     


     
     
    Una larga fila se había formado alrededor del agujero, y una mujer iba organizando todo el ritual. De a par, los pueblerinos (y algún que otro turista desubicado que lo único que quería era una estúpida foto… lo que me pareció una falta de respeto horrible) iban acercándose al pozo, se arrodillaban ante él y luego de persignarse comenzaban con el ofrecimiento de los regalos a La Pachamama.
     
    Mientras rezaban y pedían, iban echando al pozo un puñadito de papelitos de colores, un chorro de alguna bebida alcohólica como vino, agua bendita, y luego, juntaban un poquito de tierra y la esparcían dentro del pozo. Una vez que finalizaban con el pedido, sus cabezas eran cubiertas con papel picado.
     


     
    Desde temprano habían comenzado y de a poco, todas las personas de Humahuaca se fueron acercando a la plaza para realizar su agradecimiento a la Madre Tierra. Por detrás de las personas, mi cabeza curiosa asomaba cada tanto porque me llamaba la atención tantos colores alegres y tantos regalos a esta deidad que adoran los pueblerinos del Norte. Era especialmente llamativo ver cómo se habían mezclado estas tradiciones indígenas con simbolismos cristianos, como la persignación, el agua bendita o el rezo de un “Padre nuestro”.
     
    Ya caída la tarde, y cuando todos quienes quisieran participar se hubieran acercado, el pozo estaba prácticamente tapado. Para finalizar, la pareja que organizaba el ritual se arrodilló frente al agujero y luego de hacer sus pedidos, terminó por ofrendar los últimos elementos que se encontraban y vaciaron las vasijas de comidas.
     


     
    Taparon el pozo con la tierra que sobraba y luego, prolijamente fueron apilando en espiral todas las botellas de bebidas alcohólicas que habían utilizado y cubrieron todo con decenas de serpentinas de colores. Estoy segura que La Pacha había quedado completamente satisfecha con todas las ofrendas.
     


     
    Pasaron los días, los viajeros que se habían juntado en el hostel siguieron su camino y el lugar quedó casi vacío y en paz. Cada tanto algunos que otros llegaban y en su estadía en Humahuaca los veíamos hacer una excursión a un lugar al que llamaban Cerro de los 14 colores. Volvían tan deslumbrados con aquel lugar que en poco tiempo despertó en nosotros una gran curiosidad.
     
    Pocos días antes de dejar Humahuaca entonces, decidimos ver qué era eso tan maravilloso con tantos colores y nos dirigimos hacia aquel lugar siguiendo las indicaciones del encargado del hostel.
     
    Debimos salir del pueblo, por un camino secundario de tierra, que en un principio estaba en buen estado, lo que nos llenó de alivio (que pronto se esfumaría). Debíamos recorrer sólo 25 km. hasta la Serranías del Hornacal, el nombre real de este cerro de tantos colores.
     
    La carretera se interna de lleno en tierras de nadie. Fuimos atravesando campos desolados y agrestes, hasta que empezamos a ascender por entre los cerros. Humahuaca ya casi ni se veía mientras subíamos por aquel camino de curvas y curvas. Cuando superamos los 4000 metros sobre el nivel del mar, la cosa se puso bastante fresca y hubo que para a subirse la campera hasta el cuello y ponerse unos abrigados guantes.
     


     
    La vista desde aquella altura era realmente impresionante, con esas enormes cierras naciendo en todas direcciones, pero el camino comenzó a tornarse muy malo. Y no había nadie a kilómetros a la redonda. La moto fue traqueteando y esquivando baches, pero lo peor de todo eran los trechos con serrucho. Yo iba rebotando sobre la moto y fue tanto el golpeteo de mi cabeza contra el casco que terminó provocándome una jaqueca horrible.
     
    Pero a pesar de aquel camino, al cabo de una hora, hora y media, finalmente llegamos a la cima de una colina donde se abría una explanada y nos detuvimos. El paisaje que teníamos adelante, el famoso Cerro de los 14 colores fue una de las cosas más HERMOSAS que vi en mi vida e intentaré de la mejor manera posible, describirla como se merece.
     


     
    La planicie donde dejamos la moto terminaba en una cuesta que descendía algunos metros y luego se continuaba unos tres kilómetros hacia otro barranco. Algunos metros más adelante nacía este gigantesco cordón montañoso teñido de un intenso color violáceo que resaltaba completamente entre las bajas colinas marrones de la puna.
     


     
    En todo su largo, el Hornacal mostraba una geometría zigzagueante con betas de colores claros y oscuros que se intercalan como una explosión de color. En aquel lugar reinaba un silencio absoluto, a pesar de que junto a nosotros habían algunas personas más… pero es que aquel paisaje que uno se encuentra de frente, te deja sin habla.
     


     
    Contrastando con el celeste cielo, los colores profundos de aquella sierra resaltaban llamativamente, como si estuviese encendida en llamas! Rojos, rosados, lilas y violetas se continuaban con colores más claros como anaranjados, amarillos y grises hacia un extremo. Y eran impresionantes sus llamativas vetas en V que se repetían indefinidamente a lo largo de aquella enorme pared, y sus crestas puntiagudas… que daba la sensación como si de repente la montaña hubiera explotado y hubiera quedado petrificada en ese instante.
     
    Descendimos por la pendiente, a pesar de ver a la gente regresar casi sin aliento, y nos acercamos aún más al cerro. Martin decidió continuar hasta el final del camino, y yo prefería sentarme en la ladera de aquella colina a contemplar completamente absorta aquel paisaje.
     


     
    Mientras un fresco viento corría por entre las harban cercas que se mecían a mi lado, y algunas hormigas ya comenzaban a investigarme, trepando por mis zapatilla, me quedé durante varios minutos, tratando de tragarme por los ojos aquel espectáculo de colores que la naturaleza… que La Pacha, me regalaba. Intenté contar las bandas de colores y para mi fueron más de 14.
     


     
    Hacia la derecha, el Hornocal mostraba unas vetas curvadas como un pincelazo, con el mismo juego de colores. Lo enorme y gigantesco de aquella sierra, sus colores y belleza hacían sentir a uno completamente insignificante.
     


     
    Permanecí alrededor de una hora, escuchando “los sonidos del silencio” como quien diría, y disfrutando de aquello hasta que Martin regresó y emprendimos el regreso hacia la moto. A aquella altura y subiendo esa pendiente tan inclinada, mis pulmones casi colapsan, y llegué a la moto casi sin aliento.
     
    Contemplamos una vez más el cerro, porque para hacerlo aún más maravilloso, a medida que el sol se escondía y la luz pegaba en otro ángulo, uno podía ir descubriendo más colores sobre el Hornocal, y el contraste de las sombras en las vetas era magnífico.
     


     
    Regresamos por el mismo camino, mientras caía la tarde y luego de esquivar una familia de vicuñas que se nos cruzaron. Avanzamos con cautela descendiendo toda esa altura que habíamos escalado a la ida, mientras se me revolvía el estómago por el rebote continuo sobre ese camino ondulado.
     


    Vicuñas cruzando la puna
    Cuando nos faltaban algunos kilómetros aún para recorrer, vimos a lo lejos una gran manta de una ancha nube blanca y pomposa que se propagaba entre las colinas. Asombrados, nos detuvimos a sacar fotos de aquel paisaje y luego continuamos la marcha. Lo que no nos imaginábamos era que aquella enorme nube era en realidad una terrible helada que había bajado hacia Humahuaca. Lo descubrimos en el mismo momento en que nos metimos de lleno en aquella nube. Frío y mucho. Ya no sabía si mi cuerpo me temblaba por el camino en mal estado o por el abrupto cambio de temperatura que sufrimos llegando al pueblo. Llegamos al hostel con las manos entumecidas y estalactitas cayendo de nuestras narices.
     


    Nube helada :S
     
    Después de casi dos semanas en aquel pueblito que conquistó una parte de mi corazón, nos despedimos de Humahuaca con algo de melancolía y recorrimos los últimos 170 kilómetros hasta llegar a la ciudad norteña de La Quiaca, donde se encuentra el paso fronterizo con Bolivia.
     


    Camino a La Quiaca
     
    La Quiaca es una típica ciudad de frontera y para ser sincera, no es muy pintoresco como lo habían sido todos los pueblos de Jujuy que habíamos conocido, por lo que decidimos recorrer unos 17 kilómetros más hasta llegar a un pequeñísimo y humilde poblado, llamado Yavi.
     
    Yavi es un verdadero rincón inhóspito del mundo. El pueblito, muchísimo más pequeño que Humahuaca consiste solamente en una gran avenida principal de tierra, con no más de diez callecitas que la cortan en perpendicular. Sencillas casitas de adobe y paja, separadas por bajos muros de piedras apiladas conformaban Yavi, rodeado de colinas pardas y vegetación seca.
     


    Pueblito de Yavi, en Jujuy
     
    Esa noche, hospedados en un hostal, mientras escribía para esta página, terminé divagando por los archivos de mi computadora y me puse a ver fotos de mis amigos, y de mi familia. Yo creo que eso, sumado a la atmósfera algo melancólica de aquel perdido pueblito en que nos encontrábamos, de repente estrujó un poco mis sentimientos. Ya hacía casi medio año que había dejado mi ciudad y que no veía a mi familia y seres queridos Y también estaban todas las ansias y expectativas que venía acumulando por dejar mi país. Estábamos a horas de salir de Argentina y visitar lugares completamente desconocidos para mí, donde no sabía con lo que me iba a encontrar ni lo que me esperaría y eso me generaba algunos nervios y miedos.
     
    Toda esa mezcla de sentimientos se encontraron esa noche y (esto puede sonar algo estúpido), cuando me metí en la ducha para darme un baño relajante y descubrí que el agua salía helada… fue la gota que rebalsó el vaso y por tercera vez en el viaje, me quebré. Sentada en el inodoro, no pude contener el llanto que me brotó por todos lados. Sé que la imagen puede ser muy patética, pero hoy me abro y soy completamente honesta con ustedes, porque esto también es parte del viaje.
     
    Necesité esos largos minutos de descarga :crying: hasta que finalmente vi cómo salía un poco de vapor por encima de la cortina del baño y pude darme un baño caliente y relajante. Unas palabras de Martin complementaron el baño y logré reponerme de aquel quiebre. Debíamos continuar viaje.
     
     
    A la mañana siguiente, empacamos nuestras cosas y viajamos nuevamente hacia La Quiaca.
     
    Cuando salimos, aquel 19 de febrero, no teníamos ni idea de cuánto tiempo íbamos a viajar, o cuánto íbamos a soportar, pero allí estábamos. Habíamos recorrido casi 15000 kilómetros dentro de nuestro gigantesco país, recorriéndolo de punta a punta, de Ushuaia a La Quiaca. Nuestra primera meta había sido cumplida y estábamos tan felices y orgullosos de eso que no caíamos en la realidad
     
    Ahora debíamos ir por nuestra siguiente meta: recorrer Suramérica. Así que aquella tarde, con muchos nervios, impaciencia, ansiedad y emoción dijimos adiós a nuestro querido país, y cruzamos hacia Bolivia
     
     


     
     
    Mira todas las fotos de los hermosos paisajes de Jujuy!
     
     
     
     
     


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  14. Ayelen
    ¿Quién, en su sano juicio, tendría ganas de tomar una carretera que es conocida mundialmente como “El camino de La Muerte”??? Ya para esa altura del viaje, había comenzado a dudar de la cordura de Martin. Nos metimos a investigar en internet y las cosas que aparecían relacionadas con esta mítica ruta iban de trágicas a catastróficas: Trechos del camino derrumbados completamente, camiones accidentados, colectivos llenos de pasajeros que caían por el precipicio sin sobrevivientes, y un número de víctimas fatales que hacían honor a su nombre .
     
    Pero, estando en La Paz nos acercamos a un centro de información turística y la novedad que allí nos dieron a Martin lo llenó de decepción y a mí de un gran alivio.
     
    El famoso camino de La Muerte o Camino a Los Yungas (su nombre real) es una carretera conocida mundialmente por su alto número de accidentes. Y es que era la única vía que comunicaba los pequeños pueblos establecidos en las yungas de Bolivia, con el “mundo exterior”. Los pobladores de estos sitios no tenían más opción que subirse a esos destartalados y colmados buses que, con esa imprudencia que ya conocíamos y últimamente habíamos padecido de los conductores bolivianos, se mandaban por ese terrible camino . Son kilómetros y kilómetros de una vía de tierra y piedras, angosto al punto de permitir el paso de un solo vehículo en varios trechos, que asciende hasta los 4650 metros de altura y no tiene, claramente, nada de banquina. Son conocidos los accidentes que diariamente ocurrían en él. Vehículos desbarrancados, choques en curvas, caída libre a varios metros de altura. El camino de la muerte se ha cobrado más de miles de muertes! Claramente no me inspiraba ni una pizca de confianza.
     
    Pero resulta que el último gobierno boliviano consideró que esto era una locura y realizaron una nueva carretera, asfaltada y señalizada que une entonces los pueblos de esta zona con La Paz. De esta manera, el Camino de La Muerte actualmente (y lamento decepcionar a quienes ya se estaban apuntando para realizar esta aventura) sirve sólo para turismo. Únicamente grupos de bicicletas contratadas como excursión y motos pueden transitar por él.
     


    Ya no sonaba tan temerario, pero de igual forma una mañana nos encaminamos hacia aquella experiencia. A sólo pocos kilómetros de haber salido de la caótica ciudad de La Paz todo cambiaba abruptamente. El ruido constante de las bocinas y los motores de los vehículos y el murmullo de la gente que colmaba las calles urbanas fue reemplazado por un silencio total y los altos edificios pegados uno al lado de otro, ahora eran grandes colinas de suaves bordes que se elevaban hacia un cielo completamente limpio.
     
     


    Alejándonos de La Paz
     
    A medida que íbamos avanzando sobre el camino y éste ascendía, las sierras aumentaban en tamaño hasta convertirse en imponentes montañas de picos altos y blancos por las nevadas. El clima de montaña y nieve también comenzaba a sentirse en ese punto a pesar de que iba completamente abrigada y con varias capas de ropa encima.
     


     
    Una tras otra nos pasaban camionetas con varis bicicletas acopladas en su portaequipajes, y dentro de ellas, se podían ver nerviosas y ansiosas caras (mayoritariamente de europeos) por iniciar el tour.
     
    Compartía esos nervios, pero a diferencia de ellos, no estaba ansiosa por lanzarme a aquel mortífero camino, más bien estaba algo asustada. Nunca me gustó pasar por caminos de tierra o en mal estado con la moto. Las deplorables carreteras de Bolivia ya habían devastado mi psiquis pero habíamos tenido que pasarlas porque no había otro camino. Ahora, ELEGIR hacer El Camino de La Muerte era algo que a mi mente le parecía muy contradictorio, dado mi rechazo hacia cualquier ruta que no sea asfaltada.
     


     
    Con algo de resignación y animándome a “seguir la aventura” llegamos hasta una bifurcación del camino, donde un cartel amarillo indicaba el comienzo de la ruta. Pero, ya de antemano supe que, claramente, aquel trecho que estábamos por iniciar no iba a ser en nada parecido a aquellas historias que habíamos leído por internet donde motoristas contaban sus penosas experiencias por el Camino de La Muerte. El propio cartel, en inglés y castellano con una bicicleta pintada nos daba la bienvenida. Ya todo era completamente turístico, del Camino de La Muerte real y peligroso probablemente ya no quedara nada. Si hay algo que aprendí en este viaje es que todo lo que no sea turístico jamás te dará la bienvenida amablemente.
     


     
    El Camino de La Muerte, entonces, se abría hacia un costado de la ruta, internándose entre medio de grandes paredes de roca cubiertas con cortinas de lianas y helechos. Este angosto camino de tierra, corría zigzagueante, como una serpiente haciéndose paso por entre la espesa yunga. Aun así, puedo asegurarles que estaba en mejor estado que las rutas bolivianas oficiales que habíamos cruzado.
     


     
    Y lo mejor de todo el camino: la increíble vista que se obtiene desde cualquier punto del trayecto. Apenas habíamos hecho unos kilómetros y costaba creer que del otro lado de esa maleza hubiera una moderna ruta asfaltada que nos llevara a La Paz, porque sentía que nos habíamos transportado de repente a otro lado del mundo. Probablemente este sentimiento también se debiera a que aquel paisaje de montañas enormes cubiertas de selva espesa no tenía nada que ver con el monótono paisaje altiplano que habíamos estado viendo desde que entramos a Bolivia.
     


     
    Mientras algunas bicicletas nos pasaban velozmente, nosotros en cambio, decidimos ir tranquilos, disfrutando de la selva de montaña, con la neblina cubriéndolo todo varios metros por encima de nuestras cabezas.
     


     
    Como un enorme tajo abierto, el Camino de La Muerte cortaba el verde de las montañas mientras ascendía sinuosamente. Yo mantenía los ojos bien abiertos detrás del visor del casco, para intentar retener todos aquellos recuerdos fotográficos (lo que indica lo bueno que estaba el camino, porque de lo contrario, no hubiera podido disfrutar de aquel paisaje) y recordé la leyenda que nos habíamos cruzado mientras navegábamos en busca de información. Aquel camino había sido construido por prisioneros paraguayos, tomados por los bolivianos en la guerra por el Chaco. A pesar de que Bolivia no salió victoriosa de este enfrentamiento, cientos de paraguayos fueron obligados a trabajar arduamente en aquella carretera, y todo el rencor y odio por parte de los prisioneros terminó maldiciendo aquel camino durante los siguientes años.
     


     
    No era una bonita historia para recordar, y la verdad que en aquel momento, siendo nosotros solos los únicos que transitábamos por aquel lugar (con alguna que otra bici pasándonos esporádicamente) costaba creer que aquel bello sitio estuviera maldecido. Pero, si me imaginaba las mismas situaciones vividas en la ciudad, aquel sitio se me volvía un infierno. Al ver esas altas y vertiginosas laderas, e imaginarme un colectivo repleto de mujeres, hombres y niños rodar hasta el fondo, un escalofrío me corría por el cuerpo y la idea de una maldición ya no me parecía tan ridícula.
     
    Kilómetros tras kilómetros al costado del camino se elevaban cruces de todos los tamaños y formas, indicando el sitio exacto donde una persona había perdido la vida. Suele ser común cruzarse en cualquier ruta con estos símbolos, pero la cantidad que vimos en El Camino de La Muerte nos recordaba que, por una maldición o no, aquel lugar había representado algo mucho más oscuro en la población boliviana, que sólo un camino aventurero para turistas como lo era en la actualidad.
     


     
    Fuimos avanzando siguiendo la tradición antigua de conducir por la izquierda, porque años atrás, los conductores de los autos, camiones y autobuses debían poder sacar la cabeza por la ventanilla y asegurarse de que todas sus ruedas se mantuvieran dentro del camino al pasar a otro coche de frente o cuando el ancho se reducía peligrosamente.
     
    En nuestras paradas, cuando encontrábamos algún llano al costado de la ruta, podía entretenerme fotografiando toda la flora que nacía tímidamente por entre la enorme maleza selvática. De las grandes y rectas paredes de las montañas caían largas lianas y algún que otro hilo de agua como pequeñas cascadas se colaban por entre las rocas.
     


     
    El enorme valle tapizado de vegetación se abría a los pies de estas montañas que no dejaban de emerger hacia el horizonte ocultando sus picos tras la húmeda niebla.
     


     
    No todo el trecho fue perfecto, tuvimos que pasar por enormes lodazales que se atravesaban de lado a lado, o cruzar pegados al precipicio porque el ancho del camino no permitía otra cosa (no podía creer cómo hacían los buses antes para pasar por ahí). Pero fuimos avanzando tranquilos, sin prisa hasta que llegamos a una pequeña comuna donde un enorme cartel le daba la bienvenida a los ciclistas y los felicitaba por haber hecho el temerario Camino de La Muerte…….. vamos, me parece admirable lo de estos chicos, pero aquello ya era algo muy exagerado…
     
    Continuamos unos kilómetros más hasta llegar a un cartel que nos indicaba que ya estábamos cerca de arribar a Coroico, el poblado al que llega el Camino de La Muerte.
     


     
    Llegar al centro de Coroico implicaba ascender por una calle empedrada que se encontraba inclinada en un ángulo que a simple vista parecía físicamente imposible de tomar (¿Por qué todas las ciudades de Bolivia tienen estas calles imposibles?! ) Mientras ascendíamos y yo me agarraba a Martin de donde podía, ya podíamos ver casitas apareciendo por entre la selva, y después algunos hoteles, algunos comercios hasta que al fin llegamos a la plaza central de Coroico, esta pequeña ciudad situada en el medio de la selva.
     


    Coroico estaba en lo alto de una de estas montañas, por lo que llegar ahí significó introducirnos de lleno en esa neblina pesada y pegajosa (típica de la selva) que fuimos viendo desde abajo durante todo el camino. Todo a nuestro alrededor estaba húmedo, las calles peligrosamente resbaladizas y el barro acumulado en todos los rincones. Como habíamos llegado más temprano de lo previsto, barajamos la posibilidad de volvernos ese mismo día, pero cuando una fuerte lluvia empezó a caer sobre Coroico, cambiamos de opinión.
     


     
    Nos hospedamos en un hotelucho simple pero con la suerte de contar con una ventana en la habitación que daba a la plaza. Ya tener una habitación con ventana nos parecía un verdadero lujo, y si encima tenía esa vista no podíamos quejarnos, a pesar de que la neblina y la llovizna constante opacaban un poco la belleza de la ciudad selvática.
     


     
    Al día siguiente, emprendimos la retirada. Esta vez volveríamos por el camino nuevo, asfaltado para hacerlo más práctico y rápido. Pero no fue tan fácil como creíamos (de hecho, fue peor). Ya salir de Coroico fue bastante complicado porque debido a la lluvia incesante del día anterior, todas las calles empedradas del pueblo estaban cubiertas de barro, lo cual suponía ir resbalando de vereda a vereda mientras descendíamos por esa empinadísima calle, como si nos hubiéramos lanzado a un tobogán acuático con moto y todo.
     


     
    Salimos de aquel barrial, y nos internamos nuevamente en la selva tomando una carretera de tierra que por suerte estaba seca, y sólo unos kilómetros más adelante mi amado asfalto apareció. Seguía manteniendo esa belleza paisajística de ir atravesando la selva, pero claramente el camino nuevo se llevaba todos los premios con el asfalto en perfectas condiciones, todas las señalizaciones adecuadas y las banquinas al borde del risco.
     


     
    Pero de repente todo empeoró. Por empezar, nuestros compañeros de rutas ya no eran los inofensivos ciclistas, ahora teníamos enormes camiones de dieciocho ruedas arrastrando pesados conteiners a una velocidad completamente imprudente y volándonos los pelos cada vez que nos pasaban. Y a esto se le sumo una densa neblina que había comenzado a descender desde los picos de las montañas. De repente no se veía NADA, todo era blanco y borroso.
     


    Niebla en la carretera
     
    Martin fue avanzando con cuidado por la carretera, pero allí éramos los únicos con cautela porque esta niebla parecía no importar para los camioneros, que, sin ningún problema nos pasaban… en curvas… sin ver a diez centímetros por delante….
     
    No soy una persona muy religiosa, pero en aquel momento le recé hasta a Shiva cada vez que tomábamos una curva porque temía encontrarnos un camión de frente a centímetros nuestro! Y nosotros que pensábamos que el día anterior habíamos hecho el Camino de La Muerte…?? ESE era el verdadero camino de LA muerte!
     
    Cuando al fin superamos la neblina, recobré el aliento ya que ahora podíamos ver nítidamente al menos. Desde aquella altura, podíamos ver los picos de las enormes montañas asomándose apenas por entre una densa masa de niebla que cubría todo desde aquel punto para abajo.
     


     
    Finalmente descendimos hasta tomar el camino por el que habíamos llegado al inicio del Camino de La Muerte, donde el paisaje de aquellas robustas montañas enormes y grises nos volvió a maravillar como el día anterior. Retornamos a La Paz en busca de nuestro equipaje que había quedado guardado en el hostel para continuar viaje hasta Copacabana, la última ciudad que visitaríamos antes de dejar Bolivia.
     
     


     
     
     
     
     
    Aquí están las demás fotos de este increíble y mítica carretera, no dejes de mirarlas porque son realmente hermosas!
     
     
     
     
     
     


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  15. Ayelen
    Al dejar atrás la ciudad de El Calafate, el paisaje se vuelve inhóspito repentinamente, pero deslumbrante de belleza. Los apagados colores de la Patagonia se extienden al costado de la ruta con sus marrones, verdes y amarillos, para contrastar con el aguamarino del extenso Lago Argentino, el cual fuimos bordeando mientras avanzábamos veloz y solitariamente por la ruta 11, que nos conectaría nuevamente con la ruta 40.
    Sólo unos pocos kilómetros más adelante nos topamos con el cruce y tomamos nuestra meta principal, que rodea el extremo este del Lago Argentino, hasta que finalmente lo dejamos atrás, quedando envueltos nuevamente en la vasta estepa patagónica. Corría un viento helado, pero ya no hacía tanto frío como en las zonas más australes, y eso me dejaba disfrutar plenamente del paisaje.
    Aproximadamente 40 kilómetros más adelante, otro gran Lago hacia su aparición a lo lejos, mostrándose como un gigantesco espejo de agua cristalina escoltado por las infaltables montañas nevadas, teñidas de un azul que se mezclaba con el celeste limpio del cielo. La Ruta 40 comenzaba a costear el gigantesco Lago Viedma en ese tramo, en el medio de aquel desierto patagónico. A medida que el contador de millas corría en el tablero de la moto, las montañas que cortaban el horizonte a lo lejos, se volvían más puntiagudas y llamativas. Sobre todo, nos llamó la atención casualmente a los dos, ver un gigantesco conjunto de filosas cumbres a nuestra derecha, donde una cima en particular destacaba por su altura y sus imponentes picos.

    El Lago Viedma
    Tengo grabado ese corto tramo de la ruta como el viaje que más disfruté después de haber sufrido tanto frío sobre la moto. La ruta completamente solitaria y sólo nosotros dos, corriendo sobre el asfalto acompañados de aquel hermoso paisaje de la Patagonia argentina. Nuestra emoción aumentó cuando nos desviamos hacia la ruta 23, tomando una pronunciada curva, y nos direccionamos exactamente hacia donde nacían esas gigantescas sierras de picos como agujas.

    Camino a El Chaltén
    Cuanto más nos acercábamos, aquella imperiosa montaña se elevaba lentamente sobre el horizonte, y por detrás de ella se abría un abanico de nubes que le daba un aspecto aún más impresionante y nos hacía sentir pequeñitos ante semejante expresión de la naturaleza. El nuevo camino nos llevó hacia casi el limite montañoso del país, internándose entre grandes paredes de roca y entonces, pocos kilómetros antes ya pudimos divisar el pequeño asentamiento de casas: llegábamos a El Chaltén, y aquellos picos puntiagudos que nos había deslumbrado formaban, nada más ni nada menos, que la cumbre del cerro Fitz Roy.

    Primera vista de la localidad de El Chaltén
    Establecida dentro del Parque Nacional Los Glaciares, se encuentra esta pequeña y completamente preciosa villa turística. Su calle principal con un enorme boulevard de césped, sus casitas y negocios y, enmarcando la vista, la puntiaguda cima del cerro. El cerro Fitz Roy, en realidad se llama cerro “Chaltén”, al que debe su nombre el pueblo, y proviene de los Tehuelches, pueblo originario que habitó esas tierras, y significa “montaña humeante”, puesto que como mayormente se encuentra rodeado de nubes y bruma, fue erróneamente considerada en un principio por este pueblo como un volcán.

    La calle principal de la localidad
    El Chaltén es la capital del trekking, lugar famoso y predilecto en el mundo por miles de turistas amantes de largas caminatas por la naturaleza. El medio ambiente que rodea a esta pequeña localidad, con sus empinadas cumbres, bosques patagónicos rodeando arroyos, fauna y flora autóctona, lo convierten en el sitio ideal para practicar esta actividad.

    De todas las opciones que teníamos para realizar en los breves días que nos quedamos en aquel mágico lugar, elegimos visitar el Lago del Desierto, a aproximadamente 40 kilómetros de El Chaltén. Debimos tomar un camino de ripio, que iniciaba a pocos metros del mismo camping donde estábamos acampando.
    Al principio, el camino no ofrecía nada nuevo. Avanzábamos sobre la moto, costeando la ribera del Rio de las Vueltas, que discurre entre bajos arbustos y pálidos pastos amarillos, hasta desembocar en el ya mencionado Lago Viedma. Sin lugar a duda, los gigantescos cordones montañosos son los que más resaltan en aquel paisaje. Si se observa con atención, pueden vislumbrarse formaciones glaciares entre sus valles, que forman parte de la lista de glaciares pertenecientes al Parque Nacional.

    Camino al Lago del Desierto
    A medida que nos íbamos internando en el camino, la vegetación comenzaba a ser más abundante, hasta convertirse en un verdadero bosque de lengas y ñires, y el caudal de agua que nos acompañaba a nuestra derecha, ahora era un ancho canal que corría con fuerte corriente. Tuvimos la suerte de ver uno de los habitantes del bosque, un hermoso zorrino que se cruzó muy campante en el camino y al que pude fotografiar.
    Realmente el camino de ripio se llenó de vida en pocos minutos. A nuestro alrededor se alzaban cerros, tapizados de árboles con sus copas de colores verdes, naranjas y rojos, mientras el Río de las Vueltas corría ruidosamente con su agua cristalina saltando por entre las rocas, cuesta abajo. Nos detuvimos unos minutos, en un sitio particularmente hermoso, donde el rio descendía en una pequeña cascada, entre grandes rocas rodeadas de vegetación. El agua era increíblemente azul, y su espuma puramente blanca se alborotaba ruidosamente cuando la corriente golpeaba contra las rocas.

    Río de las Vueltas
    Llegamos finalmente, al cabo de algunos minutos de viaje, al Lago del Desierto que, claramente de desierto no tiene nada. Un gigantesco estanque de agua, de colores azules y verdes se abre entre las montañas y el bosque, extendiéndose hasta orillas rocosas y, más allá, el perdiéndose entre el bosque y las montañas. Un paisaje increíble.

    Lago del Desierto
    Recorrimos la playa, rodeaba de altos árboles, mientras el sol se reflejaba en el agua. El lago esta contenido por dos cordones montañosos que se abrían en el horizonte, para darle paso a enormes montañas nevadas. A escasos metros de allí, comienza un corto pero difícil sendero hacia el Glaciar Huemul, al que decidimos llegar.
    Como pertenece a terrenos privados (sí, la verdad que no entiendo aún como hay terrenos privados dentro de un Parque Nacional…) se paga una entrada de un valor insignificante que sirve simplemente para mantener algunos servicios. Motivados, ya que nos habían informado que el Glaciar Huemul es uno de los más bellos de la región, iniciamos la caminata.

    Sendero hacia el Glaciar Huemul
    El glaciar debe su nombre a un pequeño ciervo llamado huemul que habita en los bosques aledaños ocupando varias hectáreas que fueron designadas para su protección. Es muy difícil verlos, aunque alguna que otra vez, algunos afortunados caminantes han tenido el placer de toparse con estos bellos animales. No fue mi caso
    Al principio la caminata me pareció súper fácil y avanzamos confiados y de buen humor varios metros, caminando sobre una superficie plana. El sendero corría por entre los árboles de aquel mágico bosque, que de a tramos se cerraba sobre nuestras cabezas oscureciendo el día para luego volver a abrirse, dejándonos contemplar el celeste cielo.
    De improvisto, el sendero comenzó a ponerse un poco “inclinado”, y fue cuando debimos comenzar a subir. Yo, que ingenuamente creía que aquel iba a ser una caminata fácil, comencé a sudar y a hiperventilarme al subir los hoscos escalones que se marcaban por entre las raíces de los árboles. Es de mucha ayuda llevar consigo un bastón o bien una fuerte rama que nos ayude en este tramo. El paisaje también cambia, sectores de árboles marrones y secos, y otros de charcos y hielo conservado entre los arbustos van apareciendo a medida que uno avanza por el sendero.
    Después de recorrer esos 3 kilómetros que nos llevó algo más de una hora, llegamos al tramo final que nos exigiría aún más esfuerzo, al subir una pendiente particularmente empinada. Y así, con la lengua hacia afuera y los pulmones trabajando con todo, llegamos a un claro donde tendríamos nuestro premio.
    Hacia delante, se podía apreciar el gigantesco Glaciar Huemul, descansando entre dos grandes montañas. Aquella masa de hielo, que siempre me recordó a la crema helada por su color y su textura, pero que en realidad es una sólida manta congelada, se extendía en forma triangular por entre las grietas de rocas grises de las montañas que la escoltaban. Hacia el horizonte se podían ver los picos nevados de otras montañas vecinas.

    El Glaciar Huemul
    Avanzamos unos metros más por aquel claro y el paisaje se hizo aún más bello, cuando descubrimos la Laguna Huemul, donde discurre el hielo que se descongela del glaciar con el mismo nombre. La laguna, contenida en un estanque natural de piedra, estaba teñida de un bellísimo color esmeralda, debido a los minerales provenientes del glaciar. Lo más atractivo de aquel paisaje eran los colores que resaltaban: los verdes y rojos del frondoso bosque, el celeste del glaciar, al agumarino del lago, el gris metal de las montañas.

    El Glaciar y La Laguna Huemul
    Hacia nuestras espaldas, el lago discurría como un pequeño arroyo, cuesta abajo por entre rocas y se perdía entre el bosque.

    Martín (siempre más osado y aventurero) comenzó a caminar, esquivando rocas y arbustos, por la cumbre de una de las paredes que contenían el estanque de agua y yo (para no quedarme atrás en la aventura) comencé a seguirlo. Aquella muralla de piedra se elevaba algunos metros y con un poco de vértigo, avanzamos lentamente, pasito a pasito, por aquella angosta cima.
    Llegamos justo al inicio de la pared súper empinada de una de las montañas que contenían el gigantesco glaciar. Desde aquella altura, podíamos ver el lago con su precioso color en toda su extensión. Y a nuestro costado, varios metros más allá, teníamos una vista más de cerca de aquel gigante congelado.

    La Laguna Huemul y su precioso color esmeralda

    Martin (que ya pasa de ser un aventurero a un loco ) estaba empeñado en llegar hasta el glaciar y tocarlo. Y esta vez, no lo seguí. Él sin embargo, se aventuró a través de la inclinada pared, saltando gigantescas rocas y avanzando hasta acercarse bastante al glaciar. Yo simplemente lo observaba de lejos, pensando que en cualquier momento lo iba a ver rodar y caer al vacío. Sin embargo, el camino se tornó bastante dificultoso para él por lo que regresó, sano y salvo, aunque decepcionado de no haber podido llegar al glaciar.

    Martin (pequeñiiiito) intentando alcanzar el glaciar
    Desde aquel privilegiado lugar, podíamos contemplar los dos Lagos (el Huemul y el del Desierto) y era increíble ver sus colores contrastando, entre aquel collage verde y rojo del bosque.

    La Laguna Huemul y El Lago del Desierto
    Cuando el sol comenzó a caer, comenzamos el retorno hacia la localidad de El Chaltén.
    Entre sus casitas pintorescas y sus negocios dedicamos al turista, el que más destaca es, sin lugar a dudas, La Cervecería, restaurant bar con una hermosa ambientación y unas deliciosas cervezas caseras. Esa noche nos dimos el lujoso gusto de tomarnos unas cervezas en aquel cálido lugar y degustar unos increíbles sorrentinos con salsa de hongos…. Aun lo recuerdo y se me hace agua la boca! Si algún día deciden visitar este bello pueblo, además de estas caminatas no pueden perderse las delicias culinarias de este buen lugar.
    A la mañana siguiente, después de pasar una noche algo fresca (para esa altura comenzaba a acostumbrarme a dormir con los pies completamente congelados dentro de la bolsa), el cielo estaba celeste y limpio, salvo en la cumbre del cerro Chaltén, la cual, como ya dije, siempre se encuentra rodeada de densas nubes. Entonces, juntamos campamento y nos marchamos.

    Personalmente, no puedo explicar qué fue exactamente… quizás la belleza y la particularidad de aquel pueblo perdido entre los cerros, o sus increíbles paisajes al realizar las caminatas por entre los bosques típicamente patagónicos, o la extraña magia que rodea al cerro Chaltén… pero aquel lugar me dejó una sensación muy especial, muy diferente a todos los demás sentimientos que me han generado los diferentes sitios que hemos visitado. Me fui de allí, prometiéndome a mí misma volver en algún momento, a visitar nuevamente esos increíbles picos puntiagudos, coronados de nubes.

  16. Ayelen
    Nuestra parada inaugural en Bolivia había sido en Potosí, donde habíamos realizado aquel tour ingresando a las escalofriantes minas de Potosí. Una experiencia tan interesante como chocante.
     
    Potosí también fue escenario inicial de interacción con el pueblo boliviano, de costumbres tan distintas y, a la vez, tan similares a las nuestras. Nuestra primera impresión fue que Bolivia era un país que mantenía mucho sus tradiciones, legado de algunos de los pueblos indígenas que habían sobrevivido a la “colonización” europea. De a poco comenzábamos a conocer el ritmo de vida de esta gente. Quizás algo cerrados, de pocas palabras, lo cual complicaba bastante la comunicación a pesar de hablar el mismo idioma, con mucha historia encima y muy arraigados a sus raíces.
     
    Dejamos Potosí y partimos rumbo a Uyuni. Uno de los principales puntos turísticos que habíamos planeado visitar dentro de Bolivia era justamente el inmenso Salar de Uyuni, parada casi diría obligada para cualquier viajero.
     
    A partir de ese momento empezamos a sufrir lo que sería el calvario de las rutas de Bolivia. Contrariamente a lo que había sido el primer tramo que transitamos hacia Potosí, las rutas que tomaríamos desde aquel punto nos traerían muchos dolores de cabeza.
     


     
    A esto se le sumaría otro inconveniente: conseguir gasolina. En Bolivia, la gasolina es subsidiada por el Estado, y existe una norma que obliga a las gasolineras a vender sin subsidio, o sea, a un precio más elevado, a los vehículos de patente extranjera. O, lo que era aún peor, en algunos lugares directamente se prohíbe la venta a extranjeros. Nos volvimos locos con Martin recorriendo todas y cada una de las gasolineras en Potosí pidiendo, casi rogando que nos vendieran gasolina, a un precio más elevado aunque sea, porque necesitábamos llenar el tanque. Era bastante frustrante encontrarse con un NO rotundo y seco y la poca voluntad de los empleados de las estaciones de servicio, tanto que terminaban poniéndolo de mal humor a uno.
     
    Al final, pudimos cargar tanque en la última estación de servicio de la ciudad y tomamos la ruta. Los primeros kilómetros fueron tranquilos, con un día soleado, y un viento fresco golpeándonos de lleno, mientras avanzábamos por entre aquel pardo paisaje ondulado. Pero luego comenzaron los trechos en malas condiciones o directamente donde no había asfalto y teníamos que avanzar cautelosamente sobre tramos de tierra muy descuidados. Cada vez que volvíamos a tomar la ruta pavimentada suspiraba aliviada pero me duraba poco porque sólo algunos metros más adelante, el camino se volvía de tierra y piedras.
     


     
    Junto a insultos varios hacia el camino saliendo desde mi casco, recorrimos unos 200 kilómetros, hasta que en una curva tuvimos la primera vista del salar, que se veía desde lejos como un gran manto completamente blanco que se abría detrás de la ciudad, erguida sobre una desértica llanura.
     


     
    Y cuando digo desértica, es porque realmente no había nada más que las siluetas de cordones montañosos a lo lejos y la ruta que iba descendiendo por la sierra, se metía de lleno en aquella planicie y finalizaba en la entrada a la ciudad.
     
    La ciudad de Uyuni vive, obviamente, del turismo. En el centro, sobre una ancha peatonal sólo se pueden ver restaurantes, hoteles, agencias de viajes que ofrecían diversos tour hacia el salar, y extranjeros por doquier. Más allá el pueblo es simplemente un manojo de casillas e irregulares callecitas.
     
    Nos hospedamos en el alojamiento más económico que pudimos encontrar (Nosotros ya sabemos que el precio de alojamientos y comidas es proporcional a la cantidad de europeos que se encuentren en la zona ) y descansamos.
     
    A la mañana siguiente nos esperaba una mañana celeste y hermosa, así que con todo el ánimo descargamos la moto y nos fuimos rumbo al Salar. Con vehículo propio se puede acceder unos metros dentro del Salar, siempre teniendo mucha precaución ya que el lugar es realmente enorme y es mejor no internarse sin un guía porque es muy fácil perderse. Escuchamos tantas historias escalofriantes de familias enteras que habían sido encontradas sin vida dentro de aquel enorme lugar porque se habían perdido, que estábamos bastante advertidos al respecto. Existen tour de dos o tres días que te llevan con camionetas especiales y en donde acampas en aquel basto paraíso blanco, pero, como suele suceder, el precio excedía a nuestro presupuesto viajero.
     
    Así que salimos entusiasmados, dejamos atrás las calles pavimentadas y tomamos un ancho camino de tierra que salía de la ciudad y recorría unos 20 kilómetros hasta el Salar.
     
    Después de tantos meses de viaje y habiendo recorrido casi tres países, por lo general uno se acostumbra a transitar por caminos que no son de lo mejor, con tramos de tierra o piedras…o hasta arroyos enormes atravesándolo. Pero aquel recorrido desde Uyuni hacia el Salar nos hizo sudar como ningún otro.
     
    El camino no era de tierra, si no que parecía hecho de una especie de arcilla consolidada, donde se marcaban grandes huellas de camiones y autos que estaban peligrosamente cubiertas de una película de arenilla que el viento iba soplando, por lo que era muy difícil seguir algún surco y mantener el equilibrio dentro de él. Pero lo peor de todo fue el tramo interminable de “serrucho” o “calamina” como le dicen en Bolivia. Estas pequeñas y continuas ondulaciones en el terreno fueron una tortura.
     
    Fuimos dando incesantes tumbos, cortos y bruscos durante 30 o 40 minutos sin parar. El estrepitoso ruido de los metales y plásticos de la Honda vibrando violentamente, mezclado con el rugido del motor me hacía pensar que en cualquier momento empezaríamos a perder partes de la moto por el camino. Llegué a sentir que todos mis órganos se habían desprendido dentro de mí y estaban mezclándose como en una licuadora y tenía quizás un pulmón en lugar del estómago y el hígado en el pecho.
     
    Mientras sufríamos sobre la moto, enormes camionetas 4x4 nos pasaban por al lado como si nada y yo, admito, que los veía pasar con un odio y una envidia que no podía contener. Pero al fin, con todos los órganos en su lugar, aunque algo doloridos después de tanto traqueteo, arribamos a un pequeñísimo y lúgubre pueblito que atravesamos hasta que oficialmente estuvimos dentro del Salar de Uyuni.
     


     
    Aquel lugar sí que es deslumbrante. Avanzamos sólo algunos metros hasta donde vimos un grupo de personas y camionetas estacionadas, pero ya se podía sentir la inmensidad de aquel paisaje blanco infinito.
     
    Recorrimos unos metros sobre la moto, alejándonos lo suficiente como para que todo alrededor fuera blanco. Blanco total que se cortaba en una línea súper recta y luego, el cielo completamente celeste.
     


     
    Siempre corroborando, por encima de nuestros hombros, que aún podíamos divisar el pueblo como referencia para la vuelta, fuimos avanzando por la huella marcada de las camionetas hasta un punto al que llaman “El ojo del Salar”.
     


     
    En aquel punto, a sólo pocos kilómetros de haber ingresado, se formaba una pequeña laguna de irregular contorno. Lo llamativo era ese burbujear continuo que se podía ver en la superficie, como si se estuviera preparando algún brebaje maléfico. Según pudimos escuchar de pasada de un guía que estaba allí con un contingente de turistas, se trataban de los gases retenidos bajo la sal, que se escapaban por aquel punto.
     


     
    Nos animamos a seguir un poco más hasta el famoso hotel de sal. Levantados con macizos ladrillos hechos de sal, el hotel se encontraba… no sé ni cómo indicar, digamos que se encontraba en algún punto de esa nada absoluta, junto con un enorme escultura del Dakar también realizada en sal, con motivo del paso de los competidores por aquel lugar, el año anterior.
     


     
    Se puede ingresar al hotel, donde en un enorme hall principal circular, se exhiben diversas figuras todas realizadas en sal. Dentro del salar hay varios hoteles en funcionamiento pero aquél es famoso por ser el primero en asentarse en aquel inhóspito paraje y hoy en día funciona más como un punto turístico para visitar y no como alojamiento.
     


     
    Caminar sobre ese suelo donde curiosamente se formaban geométricas figuras hexagonales o pentagonales que se repetían por tooooooooooooodo el salar, mientras un viento fuerte arrastraba la sal y enredaba mis pelos, invadido todo de un silencio total, era como estar en algún extraño sueño de esos donde uno no reconoce donde está “el arriba y el abajo”.
     


     
    Es tan inmenso aquel lugar, con el horizonte tan alejado y blanco, que se puede aprovechar para explotar la creatividad y jugando con la perspectiva pueden conseguirse fotos muy graciosas.
     


     
    Recorrimos sólo unos pocos kilómetros más, siempre cerca del hotel, disfrutando esa total libertad de correr por donde queríamos sin seguir ningún camino marcado. Dimos algunas vueltas mientras la sal crujía bajo las ruedas de la moto y el viento fresco nos golpeaba de lleno, y luego emprendimos el regreso.
     


     
    Recién en ese momento caí en cuenta que deberíamos recorrer el mismo terrible camino que habíamos hecho para llegar y lo lamenté mucho. Y sí, fue bastante difícil. Nuevamente pasamos por toda esa calamina que terminó por obligarme a cruzar los brazos con fuerza sobre mi estómago para intentar disminuir el traqueteo en esa zona y el dolor punzante que había empezado a sentir en los riñones.
     
    Para empeorar la vuelta, el camino repentinamente se había llenado de grandes y pesados camiones que nos pasaban velozmente, llenándonos de arenilla y escupiéndonos piedras. Veía con temor pasar esas enormes ruedas tan cerca nuestro que instintivamente me inclinaba hacia el lado opuesto pensando que si llegábamos a perder el equilibrio en ese camino desastroso nos íbamos de lleno debajo de los camiones.
     
    Pero afortunadamente ninguna de esas tragedias que mi mente inventa sucedieron y llegamos al pueblo sanos y salvos aunque completamente exhaustos de tanta tensión. Ya podíamos tildar el Salar de Uyuni de nuestra lista de lugares a conocer.
     
     


     
     
     
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  17. Ayelen
    Luego de dejar atrás Puerto Madryn esa mañana a fines de febrero, el viaje por la ruta en moto se tornó realmente eterno. Kilómetros y kilómetros de Patagonia, costeando el Atlántico por la Ruta 3, atravesando la provincia de Chubut. Había que estar atento al camino porque los guanacos, que ahora se veían bastante de a grupos, se atrevían a cruzar la ruta sin medir peligro alguno. Más de una vez Martin se había visto obligado a pisar los frenos, cuando estos curiosos animalitos saltaban la cerca de los campos y cruzaban a trote en frente nuestro. También podíamos ver choiques, pero estos eran más cuidadosos y con sólo escuchar el ruido de un vehículo acercándose, corrían alejándose y agitando las alas de una forma realmente muy graciosa.

    La Ruta 3
    Pasamos frente a las entradas para ir a las reservas de Punta Tombo y Cabo Dos Bahías, loberías y pingüineras que recomiendo completamente visitar aunque yo no tuve el honor, y luego de casi 350 km. recorridos, llegamos a la ciudad de Comodoro Rivadavia. Si me había llamado la atención ver emerger la ciudad de Puerto Madryn en medio de la nada, esto fue aún más sorprendente. Entre las bajas colinas de la Patagonia eterna y al pie del cerro Chenque, un cerro muy alto que se destaca completamente de cualquier otro por su altura, nace esta gran ciudad.
    Yo nací y me crié en Buenos Aires, una provincia cuyas localidades se encuentran una al lado de otra, son kilómetros y kilómetros de urbanización, es algo que pareciera que nunca se termina. Supongo que por eso, estas grandes ciudades que se encuentran en el medio de algo tan inmenso y desolado como lo es la llanura patagónica me llaman tanto la atención. El hecho de pensar que uno sale de esa ciudad y se encuentra de repente con esa gran llanura de…. nada! me generaba una sensación extraña… como de “desprotección”. En Buenos Aires puedo caminar cientos de cuadras y no me voy a encontrar de repente con un desierto así! Pero comenzaba en entender que esas sensaciones que me provocaba cada lugar nuevo visitado, también era parte de salir de esa burbujita en la que sin darme cuenta, me había acostumbrado a vivir.
    Martin había vivido sus primeros años de niñez en esta ruidosa y poblada ciudad, así que hicimos un pequeño recorrido, trayendo algunos recuerdos de sus primeros años. Por entre las calles y los altos edificios, se podía ver, a lo lejos, el cerro Chenque, y yo no podía despegar mi vista de esa gran pared de roca que se elevaba en el horizonte.

    La ciudad de Comodoro Rivadavia
    Después de un par de horas recorriendo la ciudad, decidimos avanzar solo unos kilómetros más por la ruta para acampar en el pueblo de Rada Tilly, un lugar que nos recomendaron y realmente fue lo mejor que pudimos hacer. Rada Tilly es un pueblo de bellas y elegantes casas, de una población quizás de clase media alta, que se extiende sobre la costa del Atlántico. Un lugar muy tranquilo y encantador. Llegamos a un camping y, como ya se había convertido en tradición, luego de armar la carpa, fuimos a recorrer las playas. El atardecer comenzaba a extenderse sobre la costa, tiñendo el cielo de unos colores pasteles que nunca antes había visto. Un naranjado, rosado y después un celeste que se iba oscureciendo se extendían sobre nuestras cabezas mientras caminábamos por la húmeda arena, en la orilla.

    Rada Tilly
    A la mañana siguiente, luego de probar unas mediaslunas en una panadería de la zona (las mejores mediasluna de mi vida! ) seguimos viaje por la ruta. Pasábamos a la provincia de Santa Cruz. Cada vez faltaba menos para llegar a nuestro primer objetivo: Tierra del Fuego. Santa Cruz es la última provincia de la parte continental de Argentina. Para llegar a la isla de Tierra del Fuego, el camino obligado atraviesa territorio chileno, por lo que (aunque suene complicado y absurdo), para llegar hasta allí, uno debe salir de Argentina, entrar a Chile y luego volver a ingresar a mi país. A pesar de esto, las ansias iban en aumento. Como también el frio. Ya sobre la moto, debíamos empezar a abrigarnos bastante porque comenzaban a sentirse las bajas temperaturas australes. El paisaje comenzaba a tornarse más verde. Podíamos ver las extensas llanuras tapizadas con pastos verdes, desplazando un poco ese horizonte algo desértico al que veníamos acostumbrados. Aunque aún se mantenían los bajos arbustos y los colores amarillos, verdes y marrones, típicos de la Patagonia.

    Provincia de Santa Cruz
    Este tramo del viaje también fue bastante aburrido. Pasadas dos horas, quizás tres sobre una moto en marcha, debo confesar que la cosa comienza a ponerse incómoda. Las rodillas empiezan a molestar, y ni hablar de la parte de nuestro cuerpo que apoya sobre el asiento. Por eso, cada tanto debíamos parar al costado de la ruta a estirar las piernas. Fue en una de estas paradas que descubrimos un gran estanque al costado del camino, con varias poblaciones de aves acuáticas de la zona. Nos quedamos un tiempo, contemplando los rosas flamencos australes que compartían el lugar con patos barcinos y patos overos. Allí veríamos por primera vez a los cauquenes, que luego nos cansaríamos de ver a lo largo de todo el trayecto que nos quedaba por delante.

    Estanque al costado de la ruta
    Esa noche acampamos en un camping en la localidad de Comandante Luis Piedra Buena. El camping, ubicado en una isla rodeada por el rio Santa Cruz, era un lugar realmente bello, con un paisaje hermoso, pero lamentablemente repleto de gente. Para quien ama la naturaleza y disfruta de la tranquilidad y la calma, una muchedumbre así, con música fuerte y ruidos, puede tornarse un poco fastidioso. Aun así, acampamos y a la mañana siguiente, como ya se había tornado rutina, desarmamos la carpa y seguimos viaje. Solo estábamos a pocos kilómetros de Rio Gallegos, nuestra siguiente parada.

    Camping Isla Pavón
    Rio Gallegos es la capital de la provincia de santa Cruz, por lo que no nos sorprendió encontrarnos con una ciudad gigantesca y extensa en todas direcciones, con autopistas y constante movimiento. Aunque llegamos temprano, casi al mediodía, la verdad que tanto bullicio típico de una ciudad grande, nos quitó las ganas de pasar el día allí, quizás encerrados en un hostel, por lo que nos dirigimos a un centro de información turística para que nos indicaran algún camping o algún lugar agreste para acampar. Fue así como conocimos la Laguna Azul, una laguna ubicada en el cráter de un volcán inactivo.

    Apenas unos escasos kilómetros antes del puesto de frontera para pasar a Chile, se encuentre la reserva geológica Laguna Azul. Hay un sencillo y casi invisible cartel al costado de la ruta que indica la entrada por un camino de tierra. Tan poco visible el cartel que de hecho lo pasamos de largo y tuvimos que retomar la ruta para encontrar la entrada. El camino de ripio, entonces, nos llevaba unos kilómetros, adentrándonos en la estepa hasta llegar a un llano, que funcionaba como estacionamiento. Había algunos autos y personas alrededor. Intrigados, porque no veíamos nada a nuestro alrededor más que la misma llanura de siempre, dejamos la moto y tomamos un pequeño camino, que rodeaba unas bajas lomas. Y ahí lo vimos… frente nuestro se abría un gigantesco cráter con laderas de pendiente bastante pronunciada, y diez metros abajo se podía apreciar la hermosa laguna azul. El paisaje nos dejó anonadados

    Reserva Laguna Azul
    Había varias personas abajo, disfrutando del sol al costado de la laguna. Bajar fue bastante complicado. Había varios senderos muy estrechos marcados a lo largo de las laderas, pero se tornaban muy inclinados en algunos tramos, o resbaladizos cuando se debía pisar sobre piedras.
    Una vez abajo, el volcán, inactivo hace ya miles de años, nos mostraba un paisaje increíble y paradisíaco. Una alfombra verde se extendía por el cráter y en el medio, la laguna con su característico color azul marino intenso. Varios grupos de patos y cauquenes disfrutaban de la tarde, mientras que otras pequeñas aves revoloteaban sobre el agua. A nuestro alrededor se levantaban esas imponentes paredes de piedra, altísimas que cortaban el cielo celeste.

    El atardecer
    El lugar es realmente increíble, sin embargo, notamos que claramente, era un lugar que la gente elegía para pasar la tarde, pero no había ningún indicio alrededor que nos indicara que allí se pudiera acampar. Sin embargo, tampoco había nada que indicara lo contrario, así que decidimos esperar que la tarde cayera, para armar la carpa cuando la gente se hubiera marchado del lugar. Fue así como nos quedamos toda la tarde tirados en el pasto, viendo como de a poco, el sol se escondía tras los acantilados del volcán, y las personas poco a poco iban regresando a sus autos y abandonaban la reserva.
    Cuando ya no había más que un pequeño grupo de jóvenes en todo el gigantesco lugar, Martin decidió acercar la moto, por sobre la ladera, a un lugar donde al menos pudiéramos verla desde allí abajo (obviamente era imposible bajarla por esos caminos angostos e inclinados). Y yo me quedé sola, allí abajo, con la bolsa de la carpa y las mochilas.
    La completa calma y la profunda tranquilidad que reina en cada rincón de ese lugar son increíbles. Lo único que se escuchaba era el continuo graznido de los patos que aún permanecían al costado de la laguna y me miraban curiosos al pasar. Cuando las últimas personas abandonaron el cráter, me vi completamente sola en ese lugar y fue algo realmente intenso. Aproveché los últimos minutos de luz para comenzar a armar la carpa, sabía que Martin iba a tardar en volver porque subir y bajar esa ladera era difícil y llevaba su tiempo. Además, al contrario de lo que ocurría las primeras veces de acampe, ya tenía mucha más práctica en el armado y desarme de la carpa.

    Terminé de armar el campamento con los últimos vestigios de sol que se deslizaban por las altas pendientes y me senté en el suelo, maravillada con el lugar donde había llegado. Una pareja de liebres salió de su escondite en ese momento y corrió hacia la laguna y confieso que me sentí por un instante como Alicia en el país de las maravillas.
    La oscuridad empezó a inundar la laguna, y yo ya empezaba a fastidiarme porque Martin aun no volvía. Podía ver desde allí abajo la luz de la moto que iba y venía. ¿Qué está haciendo con esa moto? Pensaba, indignada de que se tardara tanto y se hubiera perdido ese atardecer. De repente la oscuridad lo invadió todo y me vi realmente en el medio de una profunda negrura. Aunque la oscuridad suele hacer más tenebroso todo, en este lugar eso no ocurría. Aun se podían escuchar los patitos en la laguna, y yo ya me había hecho con la linterna cuando al final vi aparecer a Martin bajando por la pendiente.
    Cuando llegó estaba pálido, sudado de pies a cabezas y casi temblando. Nervioso, me explicó que tratando de acercar la moto lo más cerca posible del precipicio para que pudiéramos verla, se le fue de control por la piedra suelta y la pendiente y casi se le va por el acantilado!!!! Hubiera sido una fantástica historia y el fin de este blog contar cómo mi viaje había terminado porque mi novio había tirado la moto a un volcán… pero por suerte, con ayuda de esas últimas personas que se retiraban del lugar que justo pasaron por donde él estaba, y que lo ayudaron a empujar la moto, pudo dejarla en un sitio seguro. Se notaba que la había pasado mal y le tomó unos minutos recuperar el aliento… se había asustado realmente mucho
    La noche se extendía maravillosamente sobre nuestras cabezas y de repente pudimos ver un cielo completamente estrellado. Uno que está acostumbrado a vivir en luminosas ciudades que ocultan vilmente este fenómeno, realmente queda impactado al ver este espectáculo. Se podía ver perfectamente la vía láctea extendiéndose de manera infinita, como un manojo de miles y miles de pequeñas y grandes lucecitas, tintineando armoniosamente sobre el azul oscuro y profundo del cielo de la noche. Permanecimos los dos boquiabiertos, con la mirada hacia el cielo, queriendo guardar ese recuerdo para que quedara eternamente en nuestra memoria.
    El frio comenzaba a hacerse sentir, y nos obligó a resguardarnos en la carpa. Y ahí pasamos la noche, en medio de ese lugar casi mágico, regalo de la naturaleza, completamente solos, rodeados solo de patos y liebres.
    A la mañana siguiente procuramos levantarnos temprano, para desarmar la carpa y guardar todo, antes de que las primeras personas llegaran a visitar el lugar. El amanecer en ese lugar es igual de hermoso que el atardecer. Desarmamos lentamente las cosas, y emprendimos la subida hacia la moto.

    Justo antes de marcharnos, vimos aparecer un guanaco en lo alto del acantilado, a unos metros nuestro y escuchamos su peculiar llamado por primera vez. Nunca antes había escuchado un guanaco y hacen un sonido completamente raro, como cósmico, con un eco agudo extraño.
    Como si de un saludo de despedida de ese lugar tan especial se tratase, el guanaco vociferó varias veces. Lo saludé agitando mi mano, antes de subirme a la moto y seguimos viaje. Debimos atravesar el territorio chileno y luego embarcarnos en una balsa que cruzaría el estrecho de Magallanes para al fin llevarnos a Tierra del Fuego. Nuestra primera meta estaba cerca de ser cumplida.
  18. Ayelen
    Hoy les voy a contar sobre el lugar que menos me gustó. Así es… siempre me preguntan por la playa que me pareció más linda, el país que más me agradó o el lugar más paradisíaco donde acampamos… pero nadie parece importarle que en el viaje también hubo momentos no muy gratos.
     
    Como no pretendo venderles ningún paquete turístico, sino más bien contar mi aventura sin tabúes, me gustaría poder hablarles de este lugar taaaan particular, ubicado en las costas ecuatorianas. De todas formas, vale aclarar que, si bien Montañita fue nuestra primera estadía dentro de Ecuador y no fue de mi entero agrado, todo el recorrido a través de este país fue fabuloso.
     
     
    Las tierras de Ecuador son espectaculares por donde se las vea. Playa, sierras, selva… todo al alcance, con mil cosas para hacer y gente de lo más linda
     
    Después de nuestra última noche en Máncora, aún en Perú, tomamos la carretera 1N que nos llevaría directo a la ciudad fronteriza Zarumilla.
     
    Pasaporte por aquí y por allá, papeles que iban y venían, documentos de la moto, seguro, bleble hasta que final y oficialmente estuvimos dentro de Ecuador. Nos esperaba una carretera rodeada de plantaciones de bananas y vegetación verde brillante.
     


     
    La primera parada la hicimos en la concurrida y gran ciudad de Machala. Disfrutamos de un cómodo y espacioso colchón y de un merecido baño caliente en un hotel y al día siguiente simplemente seguimos camino.
     
    Cruzamos la ciudad de Guayaquil y lamentablemente decidimos seguir. Digo lamentablemente porque luego nos enteraríamos que Guayaquil es una gran ciudad de arquitectura muy bella y llamativa, con cientos de atracciones para visitar. Será para la próxima
     


     
    Al llegar la noche, acampamos en un acostado de la ruta, en un predio que pertenecía a una gasolinera. Pedimos permiso y armamos nuestro humilde campamento. Cuando la noche cayó, la gasolinera cerró y nos quedamos sumidos en un silencio y una oscuridad compelta. Para ese entonces ya habíamos adquirido la costumbre de ver alguna película o serie en la computadora, porque ya estábamos acostumbrados que, cuando caía el sol no había mucho por hacer, más que resguardarnos en la carpa.
     
    A la mañana siguiente, temprano, Martin me despertó tan eufórico como siempre suele estar a las mañanas (algo que suele molestarme un poco), y desayunamos sentados al lado de nuestra casa/ carpa. Recuerdo que me llamó la atención ver algo grande…muy grande, recostado muy alto sobre las ramas de un árbol. Cuando advertimos que era una enorme iguana, muy tranquila tomando solcito, caímos en cuenta que estábamos en Ecuador.
     


     
    Entonces, después de dos largos días de viaje llegábamos finalmente a Montañita. No recuerdo exactamente quién o quienes nos recomendaron aquel lugar, pero me gustaría recordarlo
     
    Estéticamente hay lugares peores, claro está. Al arribar a Montañita nos encontramos con un pequeño pueblo de menos de 20 manzanas. Nace al costado de la ruta y sólo tiene 7 calles perpendiculares a la carretera y 3 paralelas, antes de terminar en playas sobre la costa.
     
    Lo primero que hicimos, como siempre, fue buscar un alojamiento. Y encontramos un camping con un gran terreno, parcelas para carpas delimitadas y techadas y una cocina compartida. Todo lo que necesitábamos.
     
    El día estaba completamente gris. Un manto blanco de nubes impedía que los rayos de sol llegaran a Montañita, pero aun así la temperatura era bastante agradable. Comenzamos a caminar por las calles adoquinadas cubiertas de arena del pueblo y al principio yo iba bastante entretenida con los grandes negocios de ropa, los locales de souvenirs y los puestos de artesanías. Pero entonces, empecé a notar que eso era todo el pueblo. Uno al lado del otro se amontonaban negocios, hospedajes de todo tipo, bares, boliches, y sobre esos negocios, más hoteles o bares. Ni siquiera sé dónde vivía la gente de ese lugar, porque nunca vi casas, hogares. Montañita es un lugar…ficticio, creado exclusivamente para el turista.
     


     
    Al parecer el bom de Montañita se debe a que sus playas presentan el escenario perfecto para competencias de surf, por lo que en los últimos años es el sitio predilecto por los amantes de este deporte. Además, con tanos negocios, Montañita tiene ofertas de trabajo constantemente, por lo que es elegido por los viajeros como el sitio perfecto para parar, juntar dinero trabajando de mesero, cocinero, promotora (…lo que sea) y seguir viaje con unos buenos dólares en los bolsillos.
     


     
    Con esto, empecé a barajar la posibilidad de sumarme a esa idea y buscarme algún trabajo temporal que pudiera ayudarme económicamente. Así fue como conocimos a nuestros compañeros del camping. La cantidad de personajes que albergaba aquel hospedaje era increíble. Ramiro y Sara, una pareja compatriotas nuestros, argentinos, que ya hacía varios días que paraban en Montañita buscando empleo; Noelia, una chilena que vivía recorriendo el mundo; Roberto, un chileno chef vecino de carpa, y varios colombianos y peruanos.
     
    Al día siguiente el clima estaba exactamente igual. Nublado y gris. Sin embargo, esa mañana nos esperaba una sorpresita inesperada. Aquel viernes era el inicio de un fin de semana largo para los ecuatorianos, y por lo menos el 45 % de la población parecía que había elegido Montañita para disfrutar de sus días de descanso.
     
    Cuando salí de la carpa, aquel día, de repente me vi rodeada de nuevas carpas, varios autos estacionados en el predio del camping y muchos grupos de jóvenes por todos lados, eufóricos por arrancar su fin de semana… jmm para una antisocial malhumorada como yo, aquello no pintaba un buen panorama.
     
    Como la anciana quejosa que soy, me fui maldiciendo a todos los que habían llegado con su barullo y su música bailable a todo volumen, y me crucé a comprar algo para el desayuno. Entonces, a los costados de un estuario que cruzaba la ruta de lado a lado y que terminaba en el mar, vi algo que cambió por completo de humor.
     
    Una por aquí, y dos más por allá… tres….no! toda una gran familia de iguanas descansaban sobre troncos y piedras, a la vera de aquel arroyo cubierto de una alfombra de musgo. Me acerqué tanto a ellos, que si estiraba mi mano podía tocarlos, aunque su mirada me advertía que fuera inteligente y no lo hiciera.
     


     
    Sin embargo, me permitieron hacerles toda una sesión fotográfica desde todos los ángulos que quise. Un macho enorme y corpulento, se mostraba un poco incómodo, estirando el pliegue debajo de su mandíbula amenazadoramente.
     


     
    El naranja de sus patas resaltaba con el verde del lomo, cubierto además por diminutas plantas acuáticas que se le acumulaban en su cresta, producto del último baño que se habría dado en el agua.
     


     
    Aquello cambió por completo mi día, y ya no me importó más el ruido, los adolescentes descarrilados o la música carnavalesca que escuché durante todo el día.
     
    Al caer la tarde, terminamos de comprender por qué Montañita es tan deseado y tan nombrado por la juventud ecuatoriana. Cuando el sol se ocultó, aquel pueblo ficticio de repente se convirtió en un pueblo de fiesta.
     
    Curiosos, nos acercamos a las calles céntricas y de repente encontramos un enorme festival montado en las calles. Un mar de gente, la mayoría jóvenes (sobre todo europeos y norteamericanos) se amontonaban en las puertas de bares y discos, desde donde se podía escuchar a todo volumen música del tipo reggaetón o cumbia.
     
    Sobre las calles y uno al lado del otro se apostaban puestos de tragos, donde podías pedir el trago que se te antojara. La gente bailaba en las calles, en los boliches, en las terrazas de los hospedajes y hasta la playa se había iluminado.
     
    Montañita es tierra de nadie, no sólo el alcohol es moneda corriente, aquella noche vimos correr mucha droga de todo tipo, y a medida que transcurrían las horas, el ambiente comenzaba a ponerse más pesado.
     
    Regresamos temprano a las carpas, pero la música estridente de cada boliche se mezclaba en el aire como una sola nota ruidosa y molesta y fue bastante complicado conciliar el sueño. Ni hablar de los rezagados que volvieron a las 5 de la mañana completamente ebrios y gritando al camping, despertando a todos.
     
    Si tu idea de viaje es irte con amigos al descontrol total, claramente te recomiendo Montañita. Sin embargo, entenderás que para mí, que deseaba conocer lugares y costumbres nuevas, aquello me parecía un espanto, un lugar armado sólo para extranjeros de fiesta.
     
    Con otro día nublado, Montañita se estaba tornando un lugar que ya nada tenía para ofrecernos. Por lo que aquel día, junto con nuestros amigos Ramiro y Sara decidimos visitar unas playas vecinas que nos habían recomendado.
     
    Caminamos costeando la ruta solo unos minutos y llegamos a una iglesia, construida sobre el borde de un acantilado y desde allí descendimos hasta el pueblo de Olón.
     


     
    Como si hubiéramos cruzado a otra dimensión paralela, Olón era exactamente lo opuesto a Montañita. Un pueblito (esto sí era un pueblo, con residencias) de desprolijas callecitas y plazas, con una de las playas más hermosas de todo ecuador.
     
    Una ancha planicie de arena blanca y una maraña de selva y vegetación. Los cuatro llegamos a la costa felices y emocionados en el momento en que el sol, que hacía varios días no veíamos, nos daba la bienvenida.
     


     
    Allí no había jóvenes ebrios, con música, ni mujeres “perreando”… toda la playa para nosotros y una paz inmensa. Eso era exactamente lo que quería.
     
    Caminamos largas horas sobre la playa y nos pegamos un chapuzón antes de volver a Montañita nuevamente. Al día siguiente nos despedimos de nuestros amigos y partimos hacia Puerto Lopez.
     


     
     
     

     
     
     
     
     
     
     
     


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  19. Ayelen
    Jamás me había sentido tan vívidamente en una película de terror, como cuando paramos aquel atardecer en Bajo Caracoles. Literalmente aquel lugar está conformado por sólo un surtidor de gasolina, un hotel y CUATRO casas, exactamente a escasos metros de la ruta, rodeado de la absoluta nada: tierra, más tierra y unos pocos arbustos.
    Aquel lugar subsiste porque es parada obligada para cargar el tanque y porque cerca de allí se encuentra un atractivo turístico antropológico bautizado como cueva de las manos, del que lamentablemente no puedo hablarles porque no lo visitamos
    En la habitación del cuarto de aquel hotel que nos asignaron para pasar la noche había un gran ventanal por el que uno podía ver la extensa llanura patagónica extenderse hasta el infinito, una vista bastante impresionante. Cuando cayó la noche y todo quedó a oscuras, yo ya esperaba que apareciera algún asesino con una sierra o algo similar, porque era la escena perfecta.
    A la mañana siguiente, nos esperaba una gran sorpresa (no, no había acontecido ningún asesinato), al encontrarnos con un amanecer con una intensa nevada. Afuera todo estaba cubierto de una gruesa capa de nieve. Hasta la moto, que había dormido fuera, estaba blanca y helada. Al preguntar al encargado del hotel (un hombre bastante apático) si eran frecuente ese tipo de nevadas por aquella región, imaginen nuestra resignación cuando nos respondió que por aquella zona nunca nevaba

    La moto cubierta de nieve en Bajo Caracoles
    Esperamos por más de una hora, pero la nevada no aminoraba, ni un poco, por lo que decidimos marcharnos de todas formas. Tendríamos una segunda sorpresa desagradable al descubrir que aquel oso de peluche, pasajero que recogiéramos en El Calafate, Ruperto, había desaparecido. Lo busqué intensamente, pero el oso jamás apareció. Hasta el día de hoy sospecho de aquel sombrío hombre encargado del hotel, pero en nuestra imaginación nos hicimos la idea de que Ruperto era un oso viajero que sólo necesitaba un aventón hasta Bajo Caracoles, y a día de hoy debe seguir viajando por el mundo.
    Nunca antes habíamos viajado por la ruta bajo una nevada, y fue una experiencia casi mágica. A pesar del terrible frío que obviamente empecé a sufrir, los copos de nieve descendían del cielo lentamente, como en una película, haciendo de aquella escena un momento único. Fuimos atravesando esa cortina blanca, hasta dejarla atrás algunos kilómetros más adelante.
    Nuestra siguiente parada obligada al caer la noche fue en la localidad de Gobernador Costa, en un sencillo hotel y al día siguiente continuamos viaje. Era evidente que la noche anterior había nevado sobre la llanura, porque todo a nuestro alrededor estaba cubierto con un blanco manto. Claramente, estábamos llevando la nieve con nosotros.

    La carretera cubierta de nieve
    Estábamos próximos a llegar a nuestro siguiente objetivo: El encantador poblado de El Bolsón, sitio predilecto por los viajeros natos, mochileros y artesanos…. Bueno, por los hippies en pocas palabras
    Habíamos estado viajando meses por la interminable llanura patagónica, asombrosa por su extensión casi infinita, por sus colores, sus curiosos habitantes y su total inmensidad que deja impresionado a cualquier viajante, cuando, de repente, todo explotó de verde.
    Fue casi inmediato. Cuando me quise dar cuenta, viajábamos a través de la ruta rodeada de frondosos pinos que cubrían las cumbres de las montañas en todas direcciones. Respiré hondo dentro del casco, para llenar mis pulmones de oxígeno fresco y de ese peculiar aroma a tierra y hierbas. Sentí que me llenaba de vida y de alegría al ver aquel horizonte celeste, con las montañas apareciendo por todos lados y el verde del bosque.

    Llegando a El Bolsón
    Y nos estaban esperando. Eduardo, el papá de Martin, y Nerina, su mujer, viven en un barrio residencial llamado Las Golondrinas, a escasos kilómetros de la localidad de El Bolsón. Para llegar a su casa, tomamos un empinado camino de tierra, que subía sinuosamente por una pendiente y se internaba en un espeso bosque. Y al fin arribamos a lo que yo llamaría sin lugar a dudas, un pedazo del paraíso en la tierra.
    Situada sobre un extenso terreno de inclinada pendiente que se perdía entre los árboles aledaños, la casa de Eduardo y Nerina se erigía en la cima de una suave colina, rodeada de naturaleza y paz. Mirase por donde mirase el paisaje era simplemente maravilloso. Gigantescos cordones nevados se elevaban a lo lejos y todo estaba invadido de aquel bosque con sus tonos verdes, y también rojos y amarillos, que indicaban que en breve iniciaría el otoño. Allí, el más importante es el Cerro Piltiquitrón, un gigante de roca, a cuyos pies nace El Bolsón.

    Las Golondrinas
    Debo admitir que llegué algo nerviosa a Las Golondrias, pues sería la primera vez que conocería a Eduardo y Nerina, pero fuimos tan bien recibidos por ellos y por sus tres adorables perras: Belcha, Yuri y “La Popi”, que inmediatamente me sentí muy cómoda y en familia…un sentimiento que ya venía extrañando a tantos meses de la partida de mi hogar.

    Tan cómoda me sentí que permanecimos allí por un mes! Jejejeje....un poco abusivo, no? Aunque, honestamente, yo me hubiera quedado a vivir en aquel lugar… simplemente intenten imaginar, despertarse cada mañana con el canto melodioso de decenas de aves distintas, poder apreciar la belleza de los Picaflores Rubí que se pasaban todo el día aleteando cerca de los bebederos dulces que Eduardo y Nerina habían tenido la fantástica idea de instalar en cada ventana de la casa, poder fotografiar las liebres que curiosas se acercaban a olisquear las bellas flores del jardín de Nerina… para mí, eso era un sueño.

    Picaflor rubí

    Liebre patagónica
    Durante el tiempo que permanecimos hospedados en Las Golondrinas, pudimos recorrer algunos de los más bellos lugares cercanos como Lago Puelo, Los Alerces y el mismísimo Bolsón, así que intentaré darles una breve pero detallada descripción de cada lugar para que puedan viajar conmigo por los maravillosos rincones de mi país.
     
    El Bolsón
    Ya había visitado este bello pueblo algunos años atrás, cuando hice un viaje con mi familia y en ambas ocasiones tuve la misma sensación: aquel lugar tiene una energía, una vibra muy especial, quizás proveniente del impresionante Piltiquitrón, y es por ello que es tan elegido por viajantes bohemios.
    Su calle principal se extiende sólo algunas cuadras, cruzando la enorme plaza principal. En el medio de la ancha plaza verde, hay un gran estanque donde viven una pareja de Patos Overos con un plumaje increíblemente tornasolado. También se pueden avistar hermosas aves como el tradicional Tero, o las elegantes Bandurrias. Una de las atracciones más importantes de la plaza es, en realidad, la inmensa feria artesanal que abre un par de días a la semana y donde uno puede encontrar una variada oferta de productos artesanales.

    Patos Overos
    Pero también es importante que les hable de las dos cosas más maravillosas del mundo: La cerveza y el helado artesanal. El Bolsón posee una magnífica fábrica de cervezas que lleva el nombre del pueblo y, si uno quiere degustarlas, puede acercarse al restaurante ubicado a algunas cuadras del centro principal, donde encontrará una variedad increíble de sabores: las típicas rubia, negra y roja, junto con algunas opciones más exóticas, como cerveza con frambuesa, con cerezas, con cassis, con miel, con chocolate y hasta una muy extraña que es la cerveza picante. Además sirven unas pizzas exquisitas!!!
    Y luego de darse esa panzada de pizza y cerveza, nada mejor que ir por el postre a la heladería Jauja, donde sirven los más ricos helados con frutas de la zona (como cafayate) y algunos sabores un tanto más….. “exóticos” como: “mate cocido con tres cucharadas de azúcar” o “Profundo y Contradictorio”. Un kilo de ese helado y una noche de scrabble los cuatro en aquella cálida casa en Las Golondrinas es uno de los maravillosos recuerdos que mantendré siempre en mi mente.
    Hay una sencilla caminata que se puede hacer simplemente a las afueras del pueblo, que nos lleva a una vista panorámica increíble de El Bolsón y sus alrededores, y a conocer la famosa “Cabeza del Indio”, una peculiar formación rocosa que recuerda a un perfil de un hombre.

    Cabeza del Indio, en El Bolsón
    El Bolsón es sencillamente uno de esos lugares que uno no puede dejar de visitar si recorre la patagonia argentina, ya que es un sitio ideal para renovarse de energía, respirar pura naturaleza y quizás hacerse alguna trenza hippie

    Lago Puelo
    A sólo 17 kilómetros de El Bolsón, se encuentra este bellísimo espejo de agua, al que dedicamos un día para recorrerlo. Rodeado de un espeso bosque de copas frondosas y verdes, y de irregulares colinas se encuentra el pueblo, a pocos metros del lago, que lleva el mismo nombre.

    El inmenso Lago Puelo
    El lago, se encuentra ubicado dentro del Parque Nacional Lago Puelo, área de reserva de animales autóctonos como el pudú y el ya mencionado huemul. Además, se caracteriza por poseer una flora única en la zona, ya que es un sitio de transición entre el bosque andino y la selva valdiviana.

    Existen varios senderos para recorrer el Parque, pero lo más impresionantes son las vistas al inmenso Lago Puelo, que realmente parecen postales.
     
    Parque Nacional Los Alerces
    Un día de aquel mes en El Bolsón, decidimos cargar nuestras mochilas e irnos un par de días a recorrer el fabulosos Parque Nacional Los Alerces. Separados por unos 130 kilómetros de El Bolsón, aproximadamente, se llega al Parque tomando la ruta n° 71.
    El Parque Los Alerces es una inmensa área protegida (el cuarto en la lista de los más grandes Parques Nacionales) creada para la protección de fauna y flora autóctona, especialmente para preservar el bosques de alerces o lahuán, una especie de árbol de los más longevos del mundo, los cuales pueden vivir entre 3000 y 4000 mil años! Y llegan a medir hasta 60 metros de altura…impresionante.
    Aquel día, concluimos que la mala suerte era nuestra tercera pasajera en este viaje. Al llegar al Parque nos informaron que tanto los senderos para realizar caminatas dentro del mismo, como los campings habilitados (y en los cuales pensábamos pasar la noche) se encontraban cerrados, debido a que CADA 75 AÑOS, florece la caña de colihue, lo que produce un crecimiento descontrolado de población de ratones que se alimentan de ella y como consecuencia, un aumento de peligrosidad del hantavirus… genial!

    Parque Nacional Los Alerces, Patagonia argentina
    Resignados, decidimos pasar el día recorriendo los caminos principales que se encontraban abiertos. A pesar de este pequeñísimo e imprevisto inconveniente, el recorrido fue espectacular. Ingresamos por un ancho camino de tierra, internándonos entre montañas teñidas de rojo y naranja.

    Los colores del otoño
    Nuestra primera parada fue en el Lago Verde, un gigantesco lago de arenosas playas, rodeado del espeso bosque y vigilado desde las alturas por robustas montañas. Corría viento, por lo que un leve oleaje podía percibirse en la superficie del agua.

    Lago Verde, Parque Nacional Los Alerces
    Al continuar nuestro camino, nos íbamos sorprendiendo aún más de los colores que íbamos apreciando, expandiéndose por entre las montañas. Los árboles, con sus copas encendidas de vivos colorados y anaranjados, cubrían y adornaban las colinas.
    El Lago Verde se comunica, a través del Rio Arrayanes, con el más importante de todos los lagos dentro del parque, El Lago Futalaufquen. Aquel gigantesco lago, limitado lateralmente por enormes y verticales paredes de roca y cortado a lo lejos por verdes cerros, era todo un espectáculo para la vista.

    Lago Futalaufquen, Parque Nacional Los Alerces
    En las orillas, varias especies de patos, como el Macá Gigante, se encontraban alimentándose. Un curioso chucao, una pequeña ave de bellos colores, se acercó tanto y con tanta confianza hacia mí, que literalmente se paseó entre mis piernas, mientras yo lo bombardeaba a fotos.

    Hermoso y curioso chucao
    Las aguas del Lago Futalaufquen eran increíblemente cristalinas, si uno prestaba atención, podía ver claramente el fondo y más allá, el hermoso color verde que lo teñía. Un robusto puente cruzaba el lago, desde donde uno podía tener una vista panorámica alucinante. Aquel lugar era un inmenso paraíso de naturaleza.
    Retomamos la vuelta, deteniéndonos cada algunos metros, porque todo merecía un momento de apreciación. Entre aquel colorido bosque tupido se veían decenas de cursos de agua, arroyos y ríos que discurrían entre la espesa vegetación.

    Vista desde la carretera principal del Parque
    Pasamos la noche en un poblado cercano al Parque, y al día siguiente decidimos almorzar en Epuyén, una bellísima y tranquila localidad patagónica. Ubicado en el valle del Rio Epuyén, aquel lugar es otro pequeño rincón mágico del mundo al que uno no puede dejar de ir.

    Rio Epuyén... corría mucho viento!
    Almorzamos en una confitería vegana, instalada en lo alto de una colina, con grandes ventanales que ofrecían una increíble vista al Rio. A pesar de que un brillante sol radiaba por entre blancas nueves en el cielo, corría un helado viento, pero aquel momento fue mágico, de todas formas.

  20. Ayelen
    Si son como yo y la Historia nunca fue su fuerte entenderán lo desconcertada que estaba cuando empecé a investigar un poco por las redes sobre las antiguas culturas que habían habitado las tierras peruanas. Mi conocimiento (muy pobre) se limitaba a la civilización Inca, pero de repente fui desasnada y empecé a conocer otras culturas anteriores e incluso contemporáneo a los Incas! Lo más nombrado en las redes fue la cultura Moche, tan interesante como macabra debido a sus curiosas costumbres de realizar sacrificios humanos
     
    La cultura Moche se estableció principalmente en el norte de Perú, en lo que hoy conocemos como el departamento de Trujillo. Aquella sería una de nuestras últimas paradas antes de dejar atrás el territorio peruano.
     
    En el trayecto desde Lima hasta Trujillo nos esperaban kilómetros y kilómetros de una desolada carretera que corría (por suerte para nuestro mínimo entretenimiento) paralela a la costa del Pacífico. Fuimos atravesando varios poblados pesqueros y hasta debimos pernoctar en una playa completamente solitaria que nos cruzamos al atardecer.
     


     
    Armar la carpa frente al mar puede sonar a plan romántico increíble, pero la verdad es que se tornó bastante complicado luchar contra el fuerte viento que corría mientras armábamos el campamento. Sin embargo, a pesar de que yo estaba convencida que íbamos a ser arrastrados por un ventarrón con carpa y todo en medio de la noche, logramos dormir y descansar bastante bien.
     


    Acampando en las playas del norte de Perú
     
    Al día siguiente emprendimos camino y unos kilómetros antes de ingresar al departamento de Trujillo, el paisaje fue cambiando paulatinamente. Ya nos veíamos tantos médanos con arena dorada volando por doquier al soplar los vientos. En su lugar se levantaban suave colinas verdes y algunos campos.
     


     
    Unos diez kilómetros antes de la capital de Trujillo, en la entrada al departamento se encuentra el Valle Moche, sitio donde se alzan las enigmáticas Huaca del Sol y de La Luna.
     
    Para serles honestas, no tenía idea con lo que me iba a encontrar en aquel sitio. Sólo llevaba conmigo las recomendaciones de varios para que visitáramos aquellas ruinas pero nada más, y creo que fue justamente eso lo que llevó a que quedara deslumbrada con aquellos restos arqueológicos.
     
    El Valle Moche es un sencillo pueblo sin mucha urbanización, rodeado de colinas y algunos campos verdes. Para llegar a las ruinas dimos varias vueltas porque el lugar parecía un pueblo fantasma, aunque lo que en realidad pasaba era que a esa hora de la tarde, con el sol radiante y fuerte en el cielo, muchos buscaban el reparo en sus casitas o quizás dormían siesta. Llegamos a un predio donde debíamos adquirir las entradas. Allí se encontraba el museo de la cultura Moche, exhibiendo todos los objetos encontrados en las ruinas que visitaríamos. Recuerdo que tenía un estacionamiento de por lo menos 75 plazas, enorme y estaba completamente vacío, me pregunto si realmente alguna vez se llenará porque en ese momento la visión de un lugar repleto y bullicioso me parecía imposible.
     
    Así que, entrada en mano, seguimos las instrucciones y algo dubitativos llegamos al sitio arqueológico. Junto con dos mujeres más, armamos un pequeño equipo que fue guiado por una mujer local a través de las ruinas. La guía nos explicó que en aquel vasto territorio de varias hectáreas que antiguamente habían pertenecido a la civilización Moche, existían dos templos enormes, La Huaca de Sol y La Huaca de La Luna. Los restos arqueológicos que visitaríamos serían de este último, ya que la Huaca del Sol aún estaba siendo investigada por los especialistas. Ambas construcciones estaban separadas por varios kilómetros, en donde estaba asentado el núcleo urbano de clase media alta.
     
    Ascendimos una alta colina a través de unas escaleras armadas y entramos al primer escenario, perteneciente a La Huaca de La Luna.
     


     
    Los Moche tenían una forma muy particular de organizarse. Durante el período del primer gobierno habían levantado enormes muros y habían construido el Templo de La Luna, que se considera el edificio de religión. Una vez terminado aquel mandato, los Moche rellenaban cada rincón del templo y prácticamente lo enterraban, expandían los límites del templo unos metros más y volvían a construir nuevamente La Huaca de La Luna, sobre los restos enterrados. Esto le confiere a La Huaca de La Luna la famosa forma de “pirámide truncada” que tanto nos mencionaba la guía.
     


     
    En aquel Templo, los investigadores habían descubiertos tres pisos superpuestos, pertenecientes a tres períodos de gobernación distintos. En el paseo, se ingresa por el segundo piso de los restos arqueológicos. En varios sectores se puede apreciar excavaciones que muestran restos de muros y habitaciones enterrados, que pertenecen al período anterior. Es realmente llamativo ver cómo se han conservado las ornamentaciones talladas en los murales de estas construcciones, así como los colores utilizados que, según se ha estudiado, fueron extraídos de minerales.
     


     
    La imagen de una cabeza roja de grandes ojos y dientes afilados se repetía a lo largo de todos los muros. Aquel simpático hombrecito era Ai apaec, más conocido como el Dios Degollador. Éste era el Dios que veneraban los Moches, ya que era su protector en las batallas y proveedor de alimentos.
     


    Mmm... que dientitos!
     
    Como mencioné algunas líneas más arriba, La Huaca de La Luna era considerado el templo religioso y allí se llevaban a cabo los espeluznantes sacrificios humanos. Cabe mencionar que sólo yo estoy poniéndole este tinte aterrorizador, porque la verdad es que, al parecer, los Moches se sentían honrados de sacrificarse para su Dios (aunque yo insisto en que deberíamos preguntarle a alguno si realmente estaba tan feliz )
     
    Primero se entablaba una lucha entre guerreros, el ganador era aquel que podía permanecer en pie, con su arma en mano y el que caía era considerado perdedor. Una vez que concluía la lucha, el abatido era despojado de sus ropas y su armamento y llevado por el mismo ganador hacia un sector del templo donde se cree que era “preparado” para el sacrificio, quizás suministrándole alguna sustancia alucinógena para minimizar la traumática situación.
     
    Luego era trasladado a un santuario donde era degollado. Sobre el altar que se intuye funcionaba para el sacrificio, existen unas canaletas donde al parecer corría la sangre del sacrificado. Todo esto se producía dentro del Templo y fuera de la vista de la población. Los únicos que podían presenciar esto, eran los sacerdotes.
     


    Altar de sacrificio
     
    Fuimos conducidos por la guía hasta un piso superior, que pertenecía al último templo construido en la Huaca. Allí se podía contemplar mejor la altura de los grandes muros adornados y el arduo trabajo de los constructores de estas magnificas decoraciones que tallaban un patrón continuo con ínfimas imperfecciones.
     


     
    Los Moches utilizaban muchas simbologías, de las cuales algunas se han podido deducir, como dibujos de guerreros, o figuras de animales. Sin embargo existen cientos más que siguen siendo un misterio, como el gran mural llamado Mural de Los Mitos, con decenas de figuras, y sin ningún significado aparente.
     


    El Mural...
     
     


    ...Y su esquema
     
    Hacia un costado en aquel tercer piso nacía una ancha rampa que bajaba hasta un enorme patio al aire libre que era concurrido por la gente del pueblo y al cual los sacerdotes se asomaban cuando debían comunicar sus predicciones.
     
    Desde aquella altura se tenía una vista panorámica que ayudaba a imaginarse aquella enigmática civilización. Desde las alturas se podían ver los trazados de lo que había sido la organización urbanística y más allá se levantaba la Huaca de Sol que continúa siendo investigada. Aunque aún no hay mucha información sobre ésta, se sabe que aquel era el templo de política, donde se llevaban a cabo tareas de administración y era utilizado como vivienda de la alta sociedad moche.
     


     
    Con una entrada de precio accesible, una guía completa y sin el hostigamiento de cientos de desesperados turistas, el recorrido de las ruinas arqueológicas de La Huaca del Sol y de La Luna es, sin lugar a duda lo que más recomiendo del norte de Perú.
     
    Después de tantos kilómetros recorridos, tantos nuevos amigos hechos en el camino, tantos desafíos (Como vender panes rocas en Cusco ), y después de tantas maravillas vistas en las tierras peruanas, saber que nos faltaban pocos kilómetros para dejarlas atrás me generaba una nostalgia horrible
     
    Pero aún nos faltaba un punto más por recorrer. No queríamos irnos de Perú sin haber disfrutado de al menos una de sus playas del Norte, de las que tanto habíamos escuchado hablar.
     
    Entonces, recorrimos unos 600 kilómetros por la Ruta Panamericana Norte atravesando grandes extensiones de campo verde y altos montes hasta arribar a la localidad de Máncora.
     


     
    Máncora es un pequeño pueblo que se levanta a los costados de la Ruta, a pocos kilómetros del límite con Ecuador, y en los últimos años su fama ha crecido por ser la playa elegida por cientos de surfers peruanos y extranjeros.
     
    Siendo una típica localidad de playa esperaba un insoportable movimiento y barullo turístico, pero la verdad es que era un pueblo súper calmo y tranquilo. De anchas calles completamente de arena que conducían a unas preciosas playas, fuimos paseando por Máncora hasta que nos topamos con un camping donde decidimos parar unos días.
     


     
    Los siguientes dos o tres días los dedicamos a dormir hasta tarde, pasear por las playas y comer la mayor cantidad de helados de Lúcuma Dolcetto que pudiéramos, para irnos con la mejor impresión de Perú.
     


    Sobre las calles paralelas a la Ruta, Máncora estaba atestada de ferias de productos artesanales, locales de ropa de surf, tiendas de accesorios y, sinceramente, lo quería todo, aunque mis bolsillos se negaban. Una vez que nos metíamos al pueblo por angostas vereditas de concreto que pronto desaparecían bajo la arena, ya no se veía tanto movimiento y reinaba una tranquilidad agradable.
     


    Boludeando en Máncora
     
    Por las tardes, cuando el calor aminoraba un poco, solíamos caminar por las playas, mientras el sol comenzaba a bajar y los surfistas se divertían con las últimas olas del día. Máncora funciona además como un centro pesquero, por lo que también se podía ver desde la playa la enorme flota de barcos pesqueros que se bamboleaban sobre el oleaje mientras eran custodiados por grandes fragatas que planeaban en el cielo.
     


     
    La vida en Máncora era tan diferente a lo que estoy acostumbrada. Claro que todos tenemos responsabilidades y preocupaciones de toda índole, pero en Máncora se respiraba otro aire, allí no existían horarios, ni embotellamientos ni gente apresurada y estresada corriendo de un lado hacia otro, realmente fue fantástico pasar nuestros últimos días allí.
     


    Hasta él parece relajado!
     
    Al tercer día, con una tristeza que no recordaba haber sentido antes, desarmamos campamento y volvimos a la ruta. Después de casi un mes recorriendo Perú era momento de decirle Adiós (o quizás un “Hasta Pronto!”) y seguir con la aventura.
     
    Ecuador nos estaba esperando y quién sabe las cosas que viviríamos allí.
     
     


    El perro peruano que nos despedía!
     
     
     
     
    Y ésta fue nuestra última parada en Perú, no dejen de entrar a ver las fotos.... o el perro de allí arriba les aparecerá a la noche para atormentarlos ¬¬
     
     
     
     
     
     
     
     
     


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  21. Ayelen
    Nuestra estadía en Humahuaca fue todo lo que me esperaba del Norte argentino. Un pueblito tranquilo, con gente sencilla y serena, fondo de sierras, algo de calor y muchos colores. Llegamos un mediodía, saliendo de Tilcara por la Ruta N°9.
     


     
    Las callecitas de piedra de Humahuaca casi no tienen vereda y son tan angostas que si pasa un auto, uno se tiene que pegar a la pared para darle paso. Los almacenes de barrio, las bajas casitas de adobe, el sonido de la música folklórica sonando de fondo y las ferias de artesanías le daban ese aire tan especial al pueblo.
     


     
    En el centro de Humahuaca hay una placita principal alrededor de la cual y, como ya es tradición, se encuentran el edificio municipal y una iglesia. Justo enfrente de la plaza se levanta una colina, la colina de Santa Bárbara, sobre la cual se encuentra el Monumento a los Héroes de la Independencia, una enorme escultura de bronce que representa el Ejército argentino del norte, en la lucha por la independencia.
     


     
    A sus pies se abre una ancha escalera de finos peldaños que termina en una explanada, donde las artesanías de los lugareños llenan todo de color. Varios puestos ofrecen tejidos hechos a mano que representan alguna situación cotidiana de esa zona: la mujer y el hombre trabajando en el campo, sus viviendas y animales.
     


    Artesanías de Humahuaca
     
     


    Tejedora
     
     
    Vasijas producidas y pintadas a mano, sombreros, carteras y hasta instrumentos musicales autóctonos como el charango y el pezuñero se exhibían y vendían a los turistas.
     


     
    Subiendo estas escalinatas y llegando a la cima de la colina, teníamos una vista panorámica de todo el pueblo, y la gran pared de piedra que se eleva a lo lejos: La Quebrada de Humahuaca.
     


     
    Los primeros días nos quedamos en un camping. Las noches fueron muy, muy frías y a pesar de que la amable mujer que atendía el lugar nos prestó frazadas para taparnos, fue difícil conciliar el sueño. Por eso ya para la tercer noche decidimos pagar una pequeña habitación. Cuatro paredes de concreto protegían mejor del frío que cualquier manta.
     
    Una tarde, Martín me comentó sus ganas de conocer Iruya. Yo no voy a mentirles: no tenía ni idea de que aquel lugar existiera. A pesar de mi ignorancia, Iruya es uno de los principales atractivos turísticos que posee el norte argentino y pronto descubriría por qué.
     
    Nos habían informado que el camino para llegar a este pueblito que sólo queda a 70 km de Humahuaca estaba en muy mal estado y después de mucho meditarlo, decidimos que lo mejor era dejar nuestras cosas en el camping, cargarnos las mochilas y llegar en colectivo. Así que una tarde compramos el boleto en la pequeña terminal de Humahuaca y a la mañana siguiente, MUY temprano y con bastante frío partimos hacia Iruya.
     
    Mientras esperábamos el bus en la terminal junto con varias personas (en su mayoría todos jóvenes viajeros) nos tomamos un chocolate caliente, porque el sol recién empezaba a salir y mis manitos estaban congeladas.
     
    Siendo sólo 70 km y acostumbrada al ritmo de la moto, pensé que en menos de una hora arribaríamos a aquel famoso lugar. JAMAS imaginé que el viaje nos llevaría más de tres horas.
     
    El colectivo tomó la Ruta n°9, asfaltada y avanzó unos 30 kilómetros hasta llegar a una bifurcación, donde tomó la Ruta N° 13, hacia la derecha, internándose de lleno en la puna norteña a través de un ancho camino de tierra.
     


     
    Fuimos saltando en nuestros asientos y zamarreándonos de un lado hacia otro, mientras la ruta asfaltada quedaba atrás y con ella todo rastro de civilización por poco. El camino era infinito. Cada vez que el micro ascendía por una colina, uno podía ver la marca de tierra que seguía y seguía entre colinas y montes.
     


     
    Avanzamos durante largo tiempo atravesando aquella inmensidad y yo estaba deslumbrada. Iba tratando de sacar fotos decentes (que no salieron movidas o el reflejo de la ventanilla) a aquel increíble paisaje. Las colinas y las sierras cubiertas de colores verdes y amarillos apagados y de repente, cada tanto… una humilde casita de adobe que aparecía perdida entre las colinas y el mismo sentimiento que días antes había sentido al ver esas viviendas en el medio de la nada en Salta… ¿cómo c*** vive esta gente acá??!
     


     
    Martin fue el que menos sufrió el viaje, porque apenas habíamos salido de Humahuaca cuando se acomodó en su asiento y se durmió. Yo admito que me entretuve bastante con el paisaje, pero después de unas tres horas arriba de ese micro, ya había comenzado a fastidiarme.
     
    Me sentí aliviada cuando divisé a lo lejos un pequeñísimo conjunto de casitas entre unas grandes colinas y escuché a algunos pasajeros señalar aquello como Iruya. Por fin habíamos llegado.
     
    A medida que el micro se acercaba, todos íbamos con las narices pegadas al vidrio compartiendo en silencio el asombro que nos provocaba ver aquel pequeño pueblito, casi como colgando de la montaña perdido en la inmensa puna.
     


     
    Bajamos del bus cuando se detuvo, justo en la entrada al pueblo, sobre una ancha calle que ascendía en una curva pegada a la enorme pared de montaña. Hacia el otro costado, la huella del paso de un rio que en esa época estaba completamente seco. Sobre este rio, colgaba un enorme puente de hierro que conectaba dos partes del pueblo.
     


     
    Lo primero que divisé, aun antes de bajarme del bus, fue un grupo de simpáticos burros debajo del puente. Imaginen mi emoción cuando al bajar, los burros se acercaron amigablemente en busca de algunas caricias y mimos. Sólo por eso, Iruya ya me había conquistado.
     


     
    Además de burros, había cóndores, y muchos. Una pareja sobrevolaba la sierra más próxima y mas lejos creí divisar un par más, alto en el cielo. Me llené de felicidad.
     
    Sin cruzar el puente, del lado donde nos había dejado el micro, comenzamos el ascenso por esa ancha calle de piedra. Iruya está a 2800 metros sobre el nivel del mar por lo tanto la fatiga se sentía bastante, sobre todo en una subida. Envidiaba a las pueblerina ancianas que iban cargando sus canastos de alimentos y subían como si nada!
     
    El camino terminaba en una plazoleta donde se erigía la iglesia de Iruya y desde donde nacían las callecitas que cruzaban todo el pueblo. Comenzamos a recorrer el lugar y realmente era como estar en otro mundo. Los pueblerinos con sus vestimentas y tradiciones, y la arquitectura de las sencillas casitas de piedra, adobe y paja conservaban algo de la cultura de los pueblos ancestrales con una mezcla de cultura hispana.
     


     
    Ascendimos por un estrecho sendero, por detrás del pueblo, hasta llegar a un mirador desde donde la vista panorámica era fantástica. Desde allí, aunque un poco agitada por el ascenso, pude disfrutar de la vista de todo el pueblo y los inmensos cerros que lo rodean. Montes de colores anaranjados, verdes y violáceos cercaban Iruya.
     


     
    Buscábamos algo para almorzar cuando nos topamos con una importante peregrinación. Varios lugareños caminaban lentamente, llevando delante una imagen de una virgen. Se dirigían caminando hasta la cima de una alta colina, como suelen hacer en cada día festivo de cada santo.
     


     
    Almorzamos unos exquisitos empanados fritos de queso de cabra que fueron una locura y luego continuamos nuestro recorrido. Por las callecitas nos cruzábamos con mujeres de pelo oscuro, con sus típicas y prolijas trenzas, y largas polleras que andaban con paso lento y sin ningún apuro llevando a cuestas grandes bolsos, y hombres arriando algunas ovejas por el camino.
     


     
    Nos alejamos por unas calles angostas hasta donde casi terminaba el pueblo y se continuaba el inmenso paisaje norteño con cerros de los colores más hermosos que puedo recordar. Un perro se nos sumó al paseo y nos acompañó incondicionalmente mientras caminábamos por aquellas empinadas calles rodeadas de sierras.
     


     


     
    Cuando estábamos por regresar puede divisar un grandioso Cóndor. Con sus alas abiertas de par en par y planeando como un rey, esa inconfundible imagen de tan majestuoso animal, sobrevoló el cielo por encimas de nuestras cabezas. Lo seguimos mientas se perdía entre las torres de piedras de las sierras bombardeándolo a fotos.
     


     
    Cruzamos por el puente hacia la otra parte del pueblo donde podíamos tener una vista increíble de los cerros y la iglesia que sobresaltaba. Era la típica foto de postal.
     


     
    Habíamos decidido quedarnos una noche, así que buscamos algún alojamiento y nos sorprendimos de los precios baratos del lugar, a pesar de ser un atractivo tan turístico.
     


     
    A medida que caía la tarde y el sol comenzaba a ocultarse, todo el pueblo comenzaba a brillar. Todas las luces de las calles y de las casas se encendieron y de repente fue lo único que se iluminó en esa inmensidad oscura que cayó sobre nosotros.
     
    Pasamos la noche en la habitación de un hostal, y a la mañana siguiente tomamos nuestras cosas, cruzamos el puente y nos dirigimos a la plaza a esperar el micro que nos llevaría de regreso a Humahuaca.
     
    Si el viaje de ida había sido largo, el de vuelta fue PEOR. Ya conociendo el camino, no estaba tan emocionada sacando fotos y el micro tardo taaaaanto en llegar que creo que el asiento y yo nos volvimos uno. Pero finalmente llegamos para el mediodía a Humahuaca, donde nos esperaba una gran sorpresa: La celebración del día de La Pachamama.
     
     
     


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  22. Ayelen
    Hola nuevamente a todos.
     
    Lamento haber estado ausente estos últimos largos meses, pero han sido tiempos ajetreados. Martin y yo retornamos a nuestra ciudad en Febrero del año pasado y volver a la rutina diaria fue un poco costoso.
     
    Pero bueno, regresar también es parte de un viaje y a pesar de que es algo algo de lo que no se habla mucho, para nosotros regresar fue un gran desafío. Después de tantos meses viviendo el día a día y sorprendiéndonos constantemente con nuevos destinos, volver al estudio, al trabajo y a todas esas cosas de una vida sedentaria puede significar un gran esfuerzo.
     
    Retornar a casa no es fácil, sé que los viajeros me comprenderán. Los primeros días uno se siente realmente exaltado y lleno de alegría, ya que se reencuentra con sus amigos y su familia, y vuelve a dormir por fin en su propia cama y a ducharse con agua calentita.
     
    Pero con el paso de los días cuando ya visitaste a toda tu familia, cuando ya contaste tus anécdotas más de 35 veces y las preocupaciones por encontrar un trabajo, por pagar cuentas o por dar exámenes comienzan a atormentarte, como en mi caso, es inevitable sentirse invadido por oleadas de melancolía
     
    Creo que cada uno maneja la sensación de volver como puede. En mi caso me dedique de lleno a la Universidad y a volver a reintegrarme en el mundo laboral. Muchas veces me encuentro soñando despierta con los lugares por donde anduvimos con la moto. Cualquier mínimo estimulo como un aroma particular, una canción o un sabor me traen constantemente recuerdos de la experiencia de viajar por Sudamérica, la más grande que he vivido hasta ahora.
     
    Sin embargo, no quiero ponerme dramática y prefiero evitar las lágrimas. Durante todos estos meses hemos aprendido a volver a la rutina, pero lo que me lleva a mí a seguir contenta es pensar que este regreso no significa el fin de un viaje. Digamos que simplemente nos tomamos una pausa.
     
    Ahora bien, no siempre regresar es malo. Hoy estoy regresando a este maravilloso sitio que me abrió las puertas de un nuevo mundo hace ya casi dos años. Para mí es un placer compartir mi historia con viajeros como ustedes y leer de sus propias aventuras. Así que hoy vuelvo a contarles sobre el resto del viaje y de los países que visité para revivir una vez más y con mucha felicidad mi experiencia de viajar.
     
    La última vez que escribí, les contaba sobre la estadía en Ecuador. Así que retomemos:
     
    Ecuador es un país impresionante. Ya habíamos conocido las peculiares playas negras de Mompiche, nos habían sorprendido las noches de fiestas en las calles de Montañitas y habíamos visto a escasos metros las ballenas de Puerto López. Sin embargo, puedo asegurarle que la experiencia más maravillosa que me regaló ese país fue ver de a una gigantesca tortuga de mar.
     
    Fue en una de las noches húmedas que pasamos en Mompiche, mientras preparábamos unos insulsos fideos para una rápida cena antes de ir a la carpa, cuando nos cruzamos con un viajero en la cocina del camping.
     
    Aquel muchacho era argentino también, por lo que la complicidad fue inmediata. Como solía suceder con todos los aventureros que nos cruzábamos por el camino, nos presentábamos contando sobre los lugares que habíamos visitado, y pasándonos consejos.
     
    Es así como escuchamos hablar por primera vez de este lugar llamado Portete. El viajero argentino tenía planeado ir a Portete en los próximos días ya que había escuchado de una organización llamada Equilibrio Azul que se dedicaba a la conservación local de las tortugas marinas y que aceptaban voluntarios por escasos días para realizar patrullajes nocturnos en busca de tortugas que salieran del mar a desovar en las playas.
     
    Mis ojitos brillaron ante la posibilidad de ver a estos animales en semejante acción, y Martin reconoció enseguida el próximo destino.
     
    Así fue como al día siguiente desarmamos campamento y provistos de un mapa mental con las indicaciones del compañero patriota para llegar a Portete, dejamos atrás el pequeño pueblo costero de Mompiche.
     
    Portete no se encontraba muy lejos de allí. Sólo debíamos retomar la ruta principal y volver a desviarnos hacia la selva unos kilómetros más adelante. Lo que este compañero argentino se olvidó de mencionar fue un pequeño detalle que nos tomó por sorpresa. El camino que debíamos tomar finalizaba bruscamente en el mar. Nos encontramos desconcertados con el asfalto metido de lleno en el agua, una pequeña construcción al costado y unos botecitos meneándose con la marea.
     
    Sólo unos pocos metros más adelante, sobre el mar se levantaba una gran isla verde: Portete. Si bien la información de que Portete era una isla nos hubiera sido útil, pronto descubrimos que aquella única construcción que se encontraba al lado del camino era un estacionamiento donde podíamos dejar la moto durante los días que visitáramos la isla.
     



     

    Coordinamos los días y el precio con el dueño del estacionamiento y tomamos solo algunas cosas para llevarnos con nosotros. Mientras descargábamos lo esencial, dos pequeños y flacuchos niños se nos acercaron a trote ofreciéndonos exaltadamente su bote para cruzarnos hacia la isla.
     
    Con el temor que le tengo al agua, que mi vida dependiera de un niño no era una idea que me encantara, pero pronto descubrí que aquel pequeñín podía hacer el tramo con los ojos vendados. El día estaba nublado, y una fina llovizna caía desde el cielo mientras el viento húmedo hacía tambalear el precario botecito que maniobraba con precisión el muchacho que no tendría más de 12 años.
     



     
    En menos de 5 minutos, el bote encalló en la playa de Portete y descendimos cargados de nuestras mochilas y carpa. Sólo había algunos pescadores y otro bote-transporte con un grupo de jóvenes visitantes en la playa. Desde allí nacía un camino de arena húmeda que contrastaba con el césped verde que cubría toda la isla, escoltado por flacas palmeras.
     
    Mientras caminábamos por la arena, siguiendo las indicaciones del niño que nos había transportado para llegar hasta el refugio de la Fundación Equilibrio Azul, nos cruzábamos esporádicamente con sencillas viviendas elevadas sobre pilotes para protegerlas de mareas altas.
     



     

    Llegamos a lo que suponemos que era la “calle principal” porque contaba con una escuela, un almacén y viviendas un poco más amontonadas, hasta que finalmente encontramos el refugio, una sencilla casucha de madera con un amplio jardín adelante. Nos recibió un muchacho alto de largas rastas y acento que delataba inmediatamente que nada tenía que ver con aquel lugar.
     
    Voluntario oriundo de Reino Unido, el joven Dean nos hizo pasar a la pequeña casilla donde paraban los voluntarios oficiales y sin mucho preámbulo le explicamos que queríamos participar de las salidas nocturnas. Evidentemente tenían este tipo de visita extranjera voluntaria de forma diaria, porque no fue algo que lo sorprendiera mucho a nuestro amigo de rastas. Coordinamos para vernos esa misma noche y nos despedimos para buscar algún lugar donde armar carpa.
     
    Llegamos así, guiados por los vecinos del lugar, a la casa que una joven compartía con su padrastro. De entre todas las humildes casitas que copaban la isla Portete, debo admitir que esa casona de dos pisos llamaba bastante la atención. Estaba ubicada justo al final de una solitaria calle de arena que se introducía por entre las palmeras y los pastos y era vecina de unas pocas casillas.
     
    La muchacha y su padre habían armado en la esquina de su terreno un sector con cocina, baño y parcelas para los acampantes. Éramos los únicos allí, así que teníamos todo a nuestra disposición. Coordinamos precio y días de estancia, cruzamos unas cordiales palabras con los dueños del lugar y salimos al trote a la playa a buscar un lugar donde saciar el hambre voraz que sentíamos. Entre una cosa y otra habíamos perdido por completo la noción del tiempo y el reloj ya marcaba las 2 de la tarde y nuestros estómagos rugían famélicos.
     
    Encontramos un rústico bar/restaurante sobre la playa, frente al mar donde un grupo de amigos comían un plato repleto de cangrejos, a los cuales machacaban a mazasos. Pedimos el menú marítimo del día y disfrutamos de sentarnos un momento después del trajeteo.
     

    Honestamente el día no acompañaba. Quizás con un poco de sol, Portete podría verse como el mismo paraíso. Pero aquella tarde unas nubes grises se amontonaban en el cielo y esa molesta llovizna no paraba de caer.
     
    Con los estómagos felizmente llenos, decidimos hacer un rápido paseo por la orilla de la playa antes de volver a la carpa. Desconozco si Portete es un sitio muy turístico, y de ser así claramente no estábamos en temporada alta porque no nos cruzamos con ningún turista.
     



     

    En aquella caminata simplemente éramos nosotros y el mar. Hacia el costado opuesto se levantaba altas palmeras y podíamos distinguir algunas que otras casillas de los nativos del lugar, pero no había ningún rastro de turismo, lo cual, pese a quedar como ermitaños, nos hacía muy felices.
     
    Ya estábamos por pegar la vuelta en nuestra solitaria caminata playera, cuando distinguimos a unos 15 metros más adelante una figura alta y delgada con largas rastras que nos pareció familiar. Efectivamente, allí adelante se encontraban Dean, de Equilibrio Azul con otras tres personas y algunos niños. Todos parecían muy interesados en algo que se encontraba tendido sobre la arena.
     

    A medida que nos fuimos acercando, aquello que se encontraba sobre la arena comenzó a tomar forma ovalada y oscura….como un gran caparazón. El corazón me dio un vuelco en el pecho: ”ESO es una tortuga!!!” le grité exaltada a Martin, mientras apuraba la marcha sobre la arena húmeda de la playa de Portete.
     



     
    Cuando Dean nos vio, agitó sus manos enérgicamente para llamar nuestra atención. A medida que nos acercábamos, pude confirmar que claramente aquello se trataba de una tortuga, una enorme tortuga golfina, moviendo perezosamente sus patas traseras, para tapar los huevos que acababa de desovar a plena luz del día!!!
     
    Las tortugas comúnmente salen por la noche a depositar sus huevos sobre la playa, en un hoyo no muy profundo que cavan y tapan una vez depositados los huevos. Que esta hermosa tortuga hubiera salido durante el día era algo sumamente extraño y una oportunidad única en la vida.
     



     
    Cuando llegamos al lado del animal que con sus últimas fuerzas terminaba su trabajo materno sin darle mucha importancia al público presente, me quedé sin palabras para expresar lo que sentía. Estaba a escasos centímetros de una gran tortuga golfina, siendo testigo de un fenómeno tan bello como la puesta de sus huevos! Era como estar viendo una película…pero no, no lo estaba viendo a través de una pantalla… yo estaba ahí! Me sentía como atrapada en un sueño.
     



     

    Dean estaba igual de emocionado que yo, con una sonrisa constante y tomándole fotos a la bella madre desde diversos ángulos. La señora tortuga terminó de cubrir con mucho esmero sus huevos y lentamente emprendió el regreso al mar.
     



     

    Pausadamente, la golfina fue dando hoscos aletazos en la arena y moviendo de a pocos centímetros su pesado cuerpo. Cada pocos metros se detenía, exhausta de la larga travesía que había realizado, y luego volvía a retomar la marcha.
     



     

    Nunca olvidaré el sonido de la tortuga arrastrándose sobre la arena pesadamente, y el golpeteo de sus aletas sobre la playa. Finalmente llegó hasta donde las olas se deslizaban sobre la arena. Al contacto de la espuma marina, la expresión de la golfina pareció cambiar: había logrado su objetivo, había logrado lo que instintivamente la llevo a sobrevivir a pesar de todas las amenazas: la perpetuación de su especie.... la Naturaleza es increíble
     



     

    En solo dos pasos más, la tortuga se internó de lleno en el mar, y la vimos desaparecer entre las olas. Y ahora debíamos encargarnos de los huevos. Portete, como me explicaban los chicos de Equilibrio Azul mientras desenterraban suavemente el reciente nido, es el sitio predilecto por varias especies de tortugas marinas para desovar. Sin embargo, allí los huevos corren riesgos. A veces por las mismas personas son pisoteados o los perros callejeros se los comen.
     

    Es de público conocimiento que las tortugas marinas son especies en peligro de extinción. Los ejemplares adultos son amenazados por la basura arrojada al mar, las redes de los pescadores y las astas de las embarcaciones que suelen lastimarlas e incluso provocarles la muerte. Por ello, la tarea de Equilibrio Azul es preservar cada puesta de las tortugas que llegan a aquellas playas.
     

    Para ello, si la tortuga desova lejos del centro urbano, los chicos dejan los huevos en su lugar, y simplemente rodean el nido con una red para evitar a los perros. Si la tortuga desova muy cerca del poblado, como era el caso de aquella tortuga golfina, los huevos son trasladados con mucho cuidado a lo que ellos llamaban “vivero”.
     



     

    Los viveros son parcelas de 2 metros por 4, que se encontraban apostados sobre la playa y cercados con vallas de madera y redes. Cada vivero se encuentra dividido en cuadriculas, donde son trasladados los nidos para su protección.
     



     

    Los chicos de Equilibrio Azul desenterraron con suma precaución el nido cavado por la tortuga golfina hasta llegar a los huevos. Con suavidad fueron retirándolos de la arena y los colocaron en un recipiente de plástico. 105 huevos!!! Fueron los contados.
     



     



     

    Una vez que se retiran todos los huevos, se mide el ancho y la profundidad del nido con exactitud y con estas medidas se produce una réplica del nido lo más exacta posible en una de las cuadriculas del vivero. Se depositan en el nido construido los huevos y se vuelven a tapar. De esta manera se trasladan a los viveros y se asegura su total eclosión.
     



     

    El trabajo de los chicos de Equilibrio Azul realmente es impecable y la dedicación y pasión que ponen en cada una de estos rescates es completamente admirable.
     



     

    Durante la noche y tal como habíamos arreglado, nos acercamos con Martin al refugio y desde allí junto con dos personas más, nos dirigimos hacia la playa. Obviamente pocas luces iluminaban el pueblo. Solo unas pobres luces se veían desde el interior de las casillas… pero la playa se encontraba a oscuras, iluminado únicamente por la blanca luz de la luna.
     

    Recorrimos de punta a punta la playa unas dos o tres veces, iluminando con luces rojas (la luz de las linternas puede asustar o despistar a las tortugas) pero sin ningún hallazgo exitoso. Martin, cansado, se volvió al camping antes de finalizar el patrullaje y yo me quedé hasta el final.
     

    No vimos nada inusual durante la noche, pero la verdad que después de haber sido tan afortunada en ver una tortuga en plena luz del día y apreciarla por completo, no me disgusté. En cambio me entretuve hablando con la chica que guiaba el grupo, una ecuatoriana local que vivía en Portete y divirtiéndome con sus anécdotas.
     

    Cuando el patrullaje terminó, retorné al camping. Me acompañó durante un trecho la guía y luego caminé los últimos metros sola, alumbrando con la débil luz de la linterna el camino. No había absolutamente nadie a mi alrededor. Podía escuchar claramente cada ola rompiendo contra la playa, los cientos de sonidos de los distintos insectos a mi alrededor y mis pasos apresurados sobre la hierba.
     

    Llegué completamente exhausta a la carpa, donde Martin dormía tranquilamente. Aquel había sido un día largo y con muchas emociones… me dormí a los pocos segundos y descansé como un bebé.
     



     
     
     
     
     

    Regresé!! con ésta, que fue una de las mejores experiencias que viví durante el viaje En nuestro próximo encuentro, les contaré sobre una de las capitales más bellas que visitamos: Quito!
    Mientras, no dejen de ver las fotos de esta bella tortuga en el álbum completo!!!
     
     
  23. Ayelen
    Llegar a la provincia de Tierra del Fuego es una gran travesía. Dada su posición geográfica, se debe salir de Argentina y arribar a territorio chileno, luego atravesar la Patagonia chilena, que parece un sitio olvidado en un extremo del mundo, después embarcarse y cruzar el estrecho de Magallanes para encontrarse finalmente con kilómetros y kilómetros de un camino ondulado de ripio. Es un recorrido muy particular.
    Esa mañana, luego de pasar la noche en el volcán de la reserva Laguna Azul, y a sólo pocos minutos de allí, asentadas en el medio de la inmensidad patagónica, nos encontramos con las oficinas del paso fronterizo y con el decepcionante panorama de una gran fila de autos. El trámite se hizo muy largo, al parecer ese fin de semana largo varios habían tenido el mismo plan de escape, y las oficinas de frontera se habían visto desbordadas de trabajo. Fueron tres horas de espera interminable, trámites, papeleos y documentos.
    Cuando al fin obtuvimos el permiso legal para ingresar al país vecino, continuamos por la ruta, cruzándonos en el camino con varios viajantes que también manejaban motos y que saludaban de manera cómplice al pasar. El camino no cambió mágicamente aunque ahora transitábamos por otro país (quizás debo confesar que inocentemente, esperaba encontrarme con algo novedoso..jeje), la estepa patagónica seguía extendiéndose a los costados de la carretera igual de vasta y llana que siempre. La temperatura ahora era aún más baja, ya comenzaba a encimarme ropa, calzas térmicas, sobre calzas de lana, pantalón, camiseta, campera y guantes…sobre la moto, el frio austral comenzaba a ser un poco complicado de soportar.
    La ruta asfaltada continúo hasta que llegamos al embalse en el estrecho de Magallanes. El camino terminaba básicamente en el agua. Varios autos esperaban en fila y justo en la orilla, una gran balsa con sus compuertas bajas aguardaba el ascenso de los vehículos. Arribamos, avanzando sobre la rampa que rugió metálicamente con nuestro peso y ubicamos la moto entre unos autos, sobre la ancha plataforma de la balsa. Mientras algunos vehículos continuaban subiendo, obedeciendo las indicaciones de un operario chileno, dejamos la moto y nos dirigimos a unas escaleras que ascendían hasta la parte superior de la embarcación, a un pequeño balcón desde donde se podía ver el estrecho de Magallanes en su totalidad. El día estaba nublado y gris y corría un viento bastante frio, que arrastraba ese peculiar olor a mar.

    El estrecho de Magallanes, desde la balsa.
    El operario se acercó a nosotros y nos preguntó por el viaje y la moto que había llamado su atención, pero apenas le presté atención. Todo alrededor me parecía tan extraño. Estar a punto de embarcarme para al fin llegar a Tierra del Fuego, el llamado “fin del mundo”… jamás había imaginado en mi vida que llegaría tan lejos, y mucho menos de la forma en que lo haría. Las compuertas se cerraron, y un movimiento brusco indicó el comienzo del viaje. La balsa se movía realmente rápido. Apoyada por sobre la baranda solo miraba maravillada el mar llano extendiéndose delante de nosotros, que se confundía en el horizonte con el cielo gris, mientras que el frio viento me pegaba en la cara. Por sobre el ruido del motor, y el ruido de la balsa rompiendo en el mar, me llegó la voz del chileno que seguía hablando con Martin y le aconsejaba que estuviera atento porque era probable que aparecieran toninas en el agua. Mi emoción llegó a un punto máximo cuando, por entre el oleaje del mar, quizás atraídas por el ruido o por su simple naturaleza curiosa, comenzaron a divisarse veloces manchas blancas.

    Toninas nadando al lado de la balsa
    Las toninas, delfines de llamativos colores blanco y negro, empezaron a aparecer de a pares, nadando velozmente al lado de la balsa, saltando por sobre el agua. Una hembra con su cría nadaba tan rápidamente que prácticamente se movía a la par de la balsa. Jamás había visto a esos bellos animales tan de cerca, y verlos nadar tan armoniosamente al lado nuestro, como dándonos la bienvenida a la isla, me llenó de una emoción que no pude contener y admito que se me escaparon algunas lágrimas de felicidad.

    El cruce duró apenas unos minutos, y cuando menos me lo esperaba, la moto estaba descendiendo de la balsa y llegábamos, al fin, a la isla de Tierra del Fuego, dentro de Chile aun. La alegría se percibía en nuestras caras, que, a pesar del frío y del día gris, no paraban de reflejar sonrisas inmensas de oreja a oreja.

    Descendiendo de la balsa
    Después de varios días de atravesar campos y caminos, finalmente habíamos llegado a Tierra del Fuego, nuestra primera meta en este viaje que tanto habíamos soñado los dos. Delante de nosotros se abría un camino desconocido para ambos, lo que nos llenaba de ansias y curiosidad.

    La ruta seguía asfaltada sólo hasta un pequeño pueblo llamado Cerro Sombrero, donde nos vimos obligado a cargar el tanque de la moto. Desde allí, nos esperaba un largo, largo camino de ripio.

    Camino de ripio, en Chile
    El camino de tierra no fue fácil, porque había mucha piedra suelta y la moto perdía el equilibrio fácilmente, por lo que había que avanzar despacio. Ese día conocí realmente lo difícil que es un camino de ripio y se convirtió en mi primer enemigo de la carretera (luego, se sumarían algunos más…). A pesar de que la moto, con sus cubiertas y demás, está preparada para este tipo de camino, también llevaba mucha carga encima, así que debíamos ser cautelosos. Además era una ruta muy poco transitada, y no había casi ninguna población en las cercanías. A los lados de la ruta, ahora veíamos inmensas extensiones de campos cercados, con pastos verdes ondeándose por el viento. Algunos pequeños arroyos corrían por entre la vegetación y a lo lejos podían verse inmensos cerros, elevándose en el horizonte y comenzábamos a ver las primeras montañas. El camino se fue convirtiendo en un interminable trayecto ondulado, donde cada tanto podíamos divisar alguna casita perdida en el medio de esos campos o algún rebaño de ovejas pastando, pero nada más. La moto vibraba intensamente bajo el irregular suelo y cada tanto resbalaba peligrosamente hacia los costados, haciendo que yo me aferrara a la campera de Martin y cerrara los ojos, esperando la caída, pero por suerte tengo un experto al mando y salimos ilesos de ese trayecto.

    El interminable camino de ripio.
    No recuerdo cuanto tiempo exacto nos tomó cruzar toda esa interminable ruta, pero se me hizo eterno, nosotros dos solos sobre la moto atravesando esos anchos campos en la zona más austral del mundo. Así fue como arribamos al fin al cruce de San Sebastián, donde luego del papeleo, rápido esta vez, volvimos a ingresar a Argentina. Para mi gran alivio, la ruta volvía a ser asfaltada y ahora podíamos ir más tranquilos y relajados.
    Sin embargo, aún nos faltaban varios kilómetros por recorrer hasta llegar a la primera ciudad de la isla, Rio Grande. El viento empezaba a soplar cada vez más fuerte y yo cada vez me hacía más pequeña para acobijarme tras la espalda de Martin. Para hacer la travesía más complicada aún, una fina lluvia comenzaba a caer desde el nublado y gris cielo. La ruta ya dentro de Argentina era mucho más transitada, sobretodo por grandes camiones de carga. Comenzamos a bordear la costa del mar, a pocos kilómetros de la entrada de la ciudad y de repente esa pequeña llovizna se transformó en una lluvia intensa y constante. De a poco empecé a sentir mis pantalones mojados y parte de la campera. Las gotas se acumulaban en el visor del casco y se filtraban hacia adentro, así que ya nada me protegía de estar mojada. El frio viento que nos golpeaba en la ruta empezó a hacerme tiritar, y ya no veía las horas de llegar.
    Empapados de pies a cabeza entramos en la ciudad de Rio Grande. Cuando nos cruzamos con la primera estación de servicio, bajamos en busca de reparo de la lluvia y de un poco de calor. Casi temblando y completamente mojados ingresamos al coffe shop de la estación, para cambiar nuestras ropas mojadas y elevar un poco nuestra temperatura con alguna bebida caliente.

    La ciudad de Rio Grande, en Tierra del Fuego
    Mientas esperábamos que la lluvia cesara, decidimos que luego de semejante día de viaje, lo mejor sería buscar un alojamiento para descansar bien, y al día siguiente buscar un lugar adecuado para acampar y volver a nuestra habitual carpa. Como si de una señal divina se tratara, un grupo de jóvenes se acercó a nosotros, curiosos de vernos llegar en la moto, y se ofrecieron a indicarnos los distintos hoteles de la ciudad. Esa noche conocimos a Gabriel y Melisa, y hasta el día de hoy agradezco ese encuentro.
    Esta adorable pareja era originalmente de Ushuaia, la última ciudad en la isla, pero estaban de paseo por Rio Grande. Amablemente, nos indicaron los distintos hoteles de la zona y luego de visitar cada uno (algo espantados por lo elevado de los costos), llegamos a un lujoso hotel que casualmente tenían una promoción económica de sus habitaciones.
    Aún recuerdo nuestras caras cuando ingresamos a la gigantesca suite del hotel Status. En la habitación se lucían un televisor plasma enorme, calefacción centralizada, elegantes muebles de madera y una cama exageradamente grande. Era muy irónico pensar que la noche anterior habíamos acampado en medio de un gigantesco cráter de un volcán, completamente solos, y que esa noche estábamos en una lujosa habitación de un hotel cinco estrellas que hasta tenía un teléfono en el baño (¡¡en el baño!!). A pesar de que ningún hotel puede superar la belleza de acampar en un lugar al aire libre, admito que esa noche descansamos muy bien.
    Al día siguiente nos trasladamos a un hostel, donde pasaríamos los siguientes días, porque lamentablemente en Rio Grande no hay campings habilitados. Martin debió tomarse unos días para trabajar desde su computadora, así que nos vimos obligados a permanecer en la ciudad más de lo deseado. Rio Grande es una enorme ciudad, mayormente industrial, pero que no posee muchas opciones a la hora de disfrutar de nuevos paisajes o actividades. Para ser honesta, me aburrí bastante.

    Del volcán a una habitación 5 estrellas
    Nuestra siguiente parada, antes de llegar a Ushuaia, la ciudad más austral del mundo, era un pequeño pueblo llamado Tolhuin del que nos habían hablado maravillas. Impaciente, aguardé durante tres días en Rio Grande, hasta que finalmente una mañana juntamos nuestras cosas y retomamos la ruta.
    Relato Anterior:
  24. Ayelen
    “Bolivia te curte”*
     
    Estas tres palabras, dichas por uno de los tantos viajeros que nos cruzamos en el hostel de Humahuaca, en Jujuy, Argentina, me quedaron grabadas en la mente. Era la frase que coronaba la larga lista de opiniones y consejos que veníamos recibiendo de todos quienes ya habían visitado este país. Estábamos algo confundidos porque, por un lado había personas que hablaban maravillas de Bolivia y por otro, viajeros que tenían una opinión no muy buena… Pero, con Martin siempre coincidimos en que lo mejor es ver la realidad de un lugar con tus propios ojos, y no dejarse llevar por comentarios de terceros, por lo que intentamos llegar a este país vecino con una postura neutral.
     
    Así que allí estábamos, ese mediodía a punto de cruzar hacia Villazón, la ciudad fronteriza de Bolivia. Había mucha gente, muy poco orden, y TODOS estaban apurados por pasar, por lo que el trámite fue rápido pero bastante confuso con papeles yendo y viniendo, documentos, firmas y sellos por todos lados. Este desorden en la aduana nos traería sus penosas consecuencias cuando quisiéramos salir del país, pero ya les contaré eso.
     


    Y llegamos a Bolivia
     
    Villazón es una ciudad puramente comercial. Las calles estaban invadidas de negocios uno al lado de otro, la gente se atropellaba en las calles, los autos y buses tocaban bocina a cada instante atascados en el tráfico y, por si esto fuera poco, vendedores ambulantes se paseaban con grandes carros vendiendo jugos de frutas. Todo ese movimiento y esa bulla constante me terminaron por aturdir a los pocos minutos de haber ingresado al país.
     
    En aquel lugar tuvimos nuestro primer encuentro con las “mamitas”, las típicas mujeronas de Bolivia vestidas con sus tradicionales polleras largas, sus sombreritos negros y sus largas trenzas. Las mamitas son las que mandan, ellas se encargan de los negocios, de sus hijos e incluso del campo, como veríamos más adelante, e imponen bastante respeto.
     
    Esquivando la multitud y el tráfico, dejamos atrás Villazón y tomamos la ruta hacia el norte. El camino de a poco se fue tornando más inhóspito hasta que sólo quedamos nosotros. Nosotros y las sierras. Colinas enanas y otras más altas cubrían todo el paisaje en todas direcciones. Bolivia es prácticamente un país fundado sobre las sierras por lo que nos esperaban muchas pendientes y caminos sinuosos.
     


     
    Cada tanto nos cruzábamos con alguna comunidad que vivía en aquellos desérticos parajes. Sencillas casitas de adobe, con su bandera boliviana ondeando y una pequeña iglesia.
     


     
    La ruta 14 estaba en perfectas condiciones en ese tramo y era evidente que era una construcción nueva. Subía y bajaba por las sierra, se introducía en túneles cavados en la montaña y rodeaba grandes paredes de piedras. Mientras corríamos sobre el asfalto los rebaños de ovejas o llamas levantaban al unísono sus orejas y nos miraban pasar atentos, mientras una solitaria mamita, sentada a unos pocos metros de ellos, bajo el sol, los vigilaba.
     
     


     
    Viajamos unos 90 kilómetros aquel mediodía hasta que llegamos a Tupiza, una pequeña ciudad por la que se accedía cruzando un puente sobre el rio Tupiza. La idea de Martín era desviarnos en aquel punto por la Ruta 21, camino que, según habíamos averiguado, toman los transportes públicos hasta Uyuni. Pero cuando la empleada de la gasolinera en la que paramos nos comentó que por aquella ruta esa misma semana habían volcado tres camionetas por el deplorable estado en el que se encontraba… cambiamos de idea.
     
    Así que, luego de almorzar algo rápido en Tupiza, continuamos por la ruta donde veníamos atravesando el mismo paisaje de colores anaranjados y verdes.
     
    Caída la tarde, subimos por una sierra particularmente alta y justo al rodearla en la cima, tuvimos nuestra primera imagen de la ciudad de Potosí, cientos de casitas que se expandían como las ramas de un árbol por entre aquellas desérticas sierras, a los pies del enorme Sumaj Orcko, palabras quechuas que significan Cerro Rico.
     


    El Sumaj Orcko
    El ingreso fue bastante difícil porque Potosí es un laberinto. Diagonales que nacen en cualquier punto, callecitas que se cortan o terminan en un gran paredón. Y tráfico. Mucho tráfico. Las combis que servían como transporte público nos pasaban a centímetros y las motitos se nos cruzaban por todas partes. Además nunca había visto calles tan empinadas en mi vida! Mientras tratábamos de ubicarnos, subíamos por esos empedrados caminos y yo me agarraba de la campera de Martin cuando nos quedábamos atascados en el tráfico, tan inclinados que sentía que en cualquier momento la moto se despegaba del piso y se daba vuelta.
     
    Dimos un sinfín de vueltas y volvíamos siempre al mismo lugar hasta que nos dimos por vencidos y terminamos parando en un hostal de mala muerte, del cual prefiero no describir detalles porque podría herir la sensibilidad de algunos.
     
    Potosí es una ciudad muy antigua, que se mantiene intacta desde la época colonial. Mientras caminábamos por sus súper angostas veredas, de altas y delgadas casas de techos de teja con pequeños balcones y colores pasteles, nos íbamos cruzando con antiguos edificios y viejísimas iglesias de altas torres.
     


     
     


     
    Subimos y bajamos esas empinadas calles adoquinadas durante toda la tarde del día siguiente, siempre vigilados por el enorme Cerro Rico que aparecía en cada esquina, elevándose sobre la ciudad.
     


     
    Visitamos el mercado, obviamente, donde las mamitas vendían insistentemente su mercancía llamándonos la atención constantemente “cómpreme... cómpreme, señor…”. Algunas mujeres ancianas, con sus pieles marcadas por gruesas arrugas bajo el tradicional sombrero comían sentadas al lado de bolsas de condimentos o verduras, y otras mucho más jóvenes se paseaban por el mercado con sus largas trenzas y sus robustos cuerpos tras las polleras.
     


    En el mercado de Potosí
     
    Esa misma noche, nos sorprendió cruzarnos con un espectáculo un tanto inusual para nosotros en una plaza cercana al hospedaje, un concurso de mamitas y cholitas. El lugar se encontraba repleto de gente, con una banda musical sonando a todo volumen, una tarima, una presentadora y un solemne jurado de gente que ni conocía.
     
    Nos arrimamos en el momento en que eran llamadas una por una a las mamitas. Bellas mujeres vestidas con sus tradicionales trajes iban bailando al ritmo de la música entonada por el conjunto, ondeando sus coloridas polleras.
     


     
    Sus camisas adornadas con enormes y brillantes piedras, sus costosos sombreros y sus prolijas trenzas se paseaban alrededor del público que aplaudía y vitoreaba con cada presentación.
     


     
    Luego siguieron las cholitas y el público masculino, sobre todo, estalló en éxtasis. Estas jóvenes y preciosas niñas con sus trajes entallados, cortas polleritas y altas botas fueron mostrándose al jurado mientras bailaban rítmicamente la cumbia tradicional de Bolivia.
     


     
    A la mañana siguiente, lo que temía ocurrió: Martin comenzó a insistir sobre realizar el famoso tour hacia las minas de Potosí. Yo aún recordaba a aquel viajero que nos cruzamos en Humahuaca hablándonos sobre ese recorrido, y me retumbaban en la cabeza las palabras oscuridad, angosto, ahogarse, claustrofobia, difícil…. Realmente no tenía ni la más mínimas de las ganas de vivir una experiencia traumática como esa.
     
    De muy mala gana terminé aceptando y esa misma tarde, una pequeña y algo destartalada combi nos recogió junto a unos 4 franceses que harían el tour con nosotros. La guía era una mujer oriunda de Potosí, que al principio poco se percató de nuestra presencia lo que aumentó notablemente mi mal humor.
     
    Nuestra primera parada fue en un pequeño almacén. Allí, la guía nos mostró los preciados tesoros que los mineros compran antes de una jornada laboral. Por empezar, las famosas hojas de coca. Es muy común observar a los pobladores de esas zonas de gran altitud mascar hojas de coca continuamente (que nada tiene que ver con consumir cocaína) ya que poseen activos, los alcaloides, que, entre muchos efectos, generan una vasodilatación que mejora la respiración e irrigación sanguínea. Para extraer al máximo estos activos de la hoja de coca, los pobladores suelen mascar bicarbonato o extracto de plátano. Simplemente se introducen unas hojitas dentro de la boca, en las mejillas y la mantienen allí, cada tanto masticándolas.
     
    El siguiente elemento era el alcohol. Nos sorprendió ver que lo que la guía nos mostraba no era una bebida alcohólica… era alcohol, puro. De ese que uno utiliza para limpiarse las heridas. Y nuestras caras fueron épicas cuando, sin mucha duda, la guía le dio un gran trago a esa botellita.
     
    Y por último, la dinamita. Utilizada para volar trozos de rocas de la mina, llevarlos al exterior y realizar la extracción de la plata en laboratorios, la dinamita era comprada como si fueran caramelos. Potosí es el único lugar en el mundo en el que se puede comprar este explosivo de forma libre.
     
    Nuestra siguiente parada fue para colocarnos las ropas adecuadas para ingresar a la mina. Unas altas botas y unos cascos con linterna completaban el traje. Me sentía disfrazada y claramente no quería estar ahí.
     


     
    Y así, partimos rumbo a la mina. La combi fue haciéndose paso a través de aquellas angostas y empinadas calles tocando constantemente bocina (sin desacelerar en ningún momento) para que las personas saltaran fuera de su camino. Dejamos atrás la ciudad y comenzamos a ascender por un destruido camino de tierra que llegaba justo a la entrada de la mina. La combi iba moviéndose de un lado hacia otro y si miraba por la ventanilla podía ver la altura que íbamos ganado y lo peligrosamente cerca que estábamos del borde. Pensé que íbamos a morir antes de llegar a la mina.
     


     
    Pero llegamos al asentamiento, sanos y salvos. Desde aquella altura se podía apreciar toda la enorme ciudad de Potosí. Pequeñas casillas de adobe y paja que eran utilizadas como bodegas de almacenamiento se extendían en fila hasta la entrada a la mina.
     


     
    Cuando vi esa pequeña abertura en la roca, tan a oscuras, mis nervios se dispararon. No sabía qué c*** estaba haciendo ahí y no quería saber NADA con meterme por ahí.
     
    Sin mucho preámbulo encendimos las linternas de nuestras cabezas e iniciamos el recorrido. Respiré hondo, antes de meter de lleno mis pies en un enorme charco a la entrada y me metí a la mina tras Martin.
     


     
    Siguiendo las vías utilizadas para sacar las rocas en carros, fuimos avanzando un poco a los tropezones hacia el interior de la mina, hasta que la luz de la entrada desapareció y quedamos en la completa oscuridad, sólo iluminados por nuestras linternas.
     


     
    Caminamos en silencio durante varios minutos, esquivando algunas estalactitas que colgaban del techo, hasta que el camino comenzó a descender. Era bastante aterrador mirar por sobre el hombro y no poder ver absolutamente nada.
     


     
    El camino fue complicándose lentamente. En algunos tramos el techo era tan bajo que teníamos que avanzar agachados y esquivando las vigas de madera que atravesaban de lado a lado el túnel.
     


     
    La temperatura empezó a aumentar a medida que bajábamos y repentinamente comenzamos a sentir ese fuerte y sofocante hedor que invadió todo. Provenía del sulfato de cobre que se formaba como una rugosa espuma sólida por encima de nuestras cabezas, en el techo. Era difícil respirar con ese ambiente tan pesado y con tanto polvo suspendido en el aire, pero uno se termina acostumbrando.
     


     
    Nos cruzamos con un minero trabajando. La verdad que no puedo decirles a edad que tendría aquel hombre porque ese trabajo insalubre lo había demacrado. Las jornadas laborales de los mineros podían extenderse hasta doce horas. Doce horas de trabajo físico extremo colocando dinamita o levantando enormes rocas, sin ver un rayo de sol y respirando todos esos gases y polvo. Era realmente chocante.
     
    Seguimos el recorrido, con la guía delante que nos fue llevando cada vez más profundo en la mina, hasta que llegamos a un tramo donde debimos trepar unas altas y precarias escaleras de maderas por un estrecho hueco. Una vez arriba, continuamos el camino hacia una bóveda excavada en la piedra donde visitamos a El Tío.
     


     
    Cuando los españoles llegaron a estas tierras y se encontraron con esta mina de plata, rápidamente sometieron a los indígenas de la zona a trabajar en la explotación minera. Tomando la idea de que existía un Dios en el cielo, a lo largo de los años ambas culturas se fueron mezclando hasta elaborar la creencia de que, bajo la tierra se encuentra El Diablo, a lo que los indígenas llamaban El Tío. Esta creencia ha perpetuado a través de los años y actualmente, El Diablo o El Tío es aquella figura a la que los mineros adoran y llenan de regalos a cambio de una buena jornada laboral.
     
    En aquel sector de la mina a la que nos había llevado la guía se levantaba esta aterradora figura, que hacía muchísimos años habían levantado los primeros en explorar la mina. Esta figura de tamaño más grande que un humano se encontraba sentada, con sus ojos brillantes y sus grandes y puntiagudos cuernos. De él colgaban coloridas serpentinas y en su falda y sobre su cabeza se amontonaban las hojas de coca que los mineros ofrendaban. También algunas botellas de alcohol y varios cigarrillos se encontraban dispersos alrededor de El Tío.
     


     
    Bastante abrumador era esa imagen, tanto que me costaba mirarlo fijo a la cara, porque realmente daba miedo. Nos sentamos alrededor de Él, para recuperar el aliento, mientras la guía contaba la dura vida de los mineros y, más sorprendente aún, de los niños que a muy temprana edad, debido a su pequeña estatura, comienzan a trabajar arrastrando grandes carros o ayudando a los mineros. Es normal en Potosí el trabajo infantil en la mina.
     
    Antes de emprender la retirada pasamos por un peculiar trayecto donde el sulfato de cobre se aglomeraba en cúmulos de un brillante color turquesa que colgaban del techo de la mina.
     


     
    Después de casi dos horas caminando por aquel oscuro y estrecho túnel, comenzamos el regreso que, supongo que debido a la ansiedad de todos por salir, se hizo mucho más rápido.
     


     
    Una vez fuera de aquel lugar, fue muy bueno volver a respirar aire puro. Despeinados y cubiertos de polvo, retornamos al hotel. A pesar de que había estado tan negada en hacer aquel recorrido, al final tengo que admitir que fue una gran experiencia.
     
     
     
     
    (*expresión que significa que te endurece, te fortalece mediante experiencias sufridas)
     
     
     
     
     
    Mira todas las fotos del Álbum Potosí, aqui!
     
     
     
     


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  25. Ayelen
    El clima no nos estaba acompañando desde nuestro arribo al país de las iguanas, pero de todas formas, aquel cielo completamente gris y blancuzco no disminuía en nada la temperatura. El calor pesado comenzaba a hacerse sentir en esta etapa del viaje.
     
    Habíamos dejado atrás Puerto López y luego de una rápida visita a la Playa Los Frailes considerada una de las más bonitas de la región, nos dirigimos a otra playa famosa de la costa ecuatoriana: el pequeño poblado de Mompiche.
     
    La Ruta del Sol o La Ruta del Spondylus como ya les mencioné antes, es una de las más conocidas y turísticas de Ecuador, ya que recorre toda la costa del Pacífico, conectando los pueblos y ciudades marítimas más importantes.
     
    Es una carretera completamente fascinante. En tramos recorre kilómetros y kilómetros de densa jungla que se amontona como dos murallas verdes a los costados del camino, cerrándote la visión. Lianas, palmeras y helechos por doquier tapizan desprolijamente los montes ecuatorianos. Y de repente y sin aviso, te encontrás con que el paisaje se abre inmensamente cuando la carretera se desvía hacia la costa. En esos trechos, la selva quedaba a un lado y hacia el otro, el inmenso mar que rugía con fuerzas contra la costa nos acompañaba durante el viaje.
     


     
    A sólo unos 370 km de Puerto López, al costado de la Ruta del Spondylus, se abría un sencillo camino que se internaba por entre la vegetación, en dirección al Pacífico, donde un cartel indicaba el ingreso a Mompiche. Con algo de recelo, tomamos aquel desvío y, efectivamente, en sólo unos pocos minutos, arribábamos al poblado, seguidos por la mirada curiosa de los pueblerinos.
     
    Pequeñísimo y súper sencillo, Mompiche parecía salido de alguna película sombría de Hollywood. Allí debía haber no más de 100 casitas o chocitas construidas en bambú o madera con techo de paja, distribuidas en pocas manzanas sobre la rivera del mar. Callecitas de arena trazadas sin ninguna cuadrícula se abrían desprolijamente por entre las cabañas y terminaban sobre una construcción, tipo rompeolas, hecha con rocas y hormigón, que separaba el poblado del mar y lo protegía de las altas mareas.
     


    Algunas casitas sobre las playas de Mompiche
     
    El camino que tomamos para ingresar se convertía en una especie de avenida principal ancha dentro del poblado, rodeada de algunos hospedajes y sitios para comer, y finalizaba en la costa.
     
    Como no podía ser de otra forma, el día estaba nublado y cerca del mar soplaba una brisa refrescante. Con el estómago crujiendo, antes de buscar hospedaje almorzamos en un restaurante al final de la calle principal. El menú económico incluía (sin falta) arroz y papas. Si pretenden viajar por Suramérica y alimentarse barato, sólo espero que les guste el arroz y las papas… y el pollo. Aunque en este caso, estando en un poblado cuya actividad económica principal es la pesca, obviamente en mi plato reposaba una buena rebanada de algún tipo de pescado.
     
    Desde nuestra mesa teníamos una vista panorámica de toda la costa de Mompiche. Se veía tan tranquila y desolada. Probablemente el día no era el ideal para tomar sol, por lo que aquel paisaje se veía bastante inhóspito, a pesar de que, luego, descubriríamos muchos turistas parando en el pueblo.
     


     
    Sólo unas cuantas embarcaciones reposaban sobre la costa, donde los pescadores acomodaban sus redes y anclas, realmente no supe distinguir si volvían o se preparaban para embarcar. Y todo este contexto rodeado de una espesa vegetación selvática que nacía justo detrás del pueblo y llegaba hasta la costa en acantilados.
     


     
    Terminamos instalándonos en un pequeño camping que, sinceramente, sólo era el patio delantero de una sencilla familia. Un poco más apretujados de lo que hubiera deseado, pero un buen lugar para armar la carpa, al fin y al cabo. Para colmo, hacia la tarde unos negros nubarrones se formaron sobre la playa y una tenue llovizna comenzó a caer desde el cielo. Para esa hora entendimos la practicidad de aquella muralla de hormigón porque la marea crece muy rápido en Mompiche y donde antes podíamos ver varios metros de arena blanca, ahora todo estaba cubierto por el mar.
     
    Al día siguiente, el cielo seguía cubierto, pero al menos no llovía. Así que, nos cargamos algunas cosas y, mochila en hombro, salimos a caminar por las playas de Mompiche. Por entre las pesadas nubles blancas que cubrían el cielo, cada tanto se colaba un tenue rayo de sol que nos mostraba un mar de un color esmeralda paradisíaco.
     


     
    Desde la avenida principal hacia la derecha, la playa se continuaba solitaria cercada por el muro de piedras, desde donde el cual nacía el pueblo con algunos restaurantes y posadas. Hacia la izquierda seguía varios metros hasta que era cerrada por un acantilado cubierto de vegetación. Nos dirigimos lentamente hacia allí, donde parecía más tranquilo.
     
    Debimos atravesar una gran cantidad de botes y embarcaciones sobre un trecho de la playa, donde los pescadores preparaban sus redes para adentrarse no sé cuántos metros hacia el mar. Varios perros buscaban entre los botes algunos restos de pescados desechados que pudieran servir para llenar sus estómagos, mientras que enormes pelicanos y hábiles gaviotas competían por lo mismo.
     


     
    Llegamos hasta donde finalizaba la playa. Más allá se podía continuar atravesando grandes rocas y piletones naturales. El mar estaba completamente planchado, como solemos decir. Esto significa que no había casi olas… parecía una piscina! Corrimos al agua en busca de un buen chapuzón refrescante y disfrutamos de las aguas templadas de Ecuador. Hasta tomé algunas clases de natación con Martin, aprovechando la inusual calma del mar.
     


     
    El sol apenas se dejó ver durante el resto de la tarde, pero aquel lugar es fantástico aun en días nublados. Algunos surfers se internaban en busca de olas pequeñas que les sirvieran para practicar, mientras veíamos a lo lejos los botes pesqueros alejarse hacia el horizonte.
     


     
    Hacia la noche, el pueblo apenas se iluminaba con algunos faroles sobre las calles y desde los negocios de comidas ya comenzaba a sentirse el típico aroma a fritura y pescado. Aquella noche sólo comimos unas porciones de famosas “salchipapas” un plato (o comida chatarra) más bien típico de Perú, que claramente no es más que salchichas y papas fritas…. Bien saludable.
     
    Mientras paseábamos por las callecitas de arena de Mompiche, recuerdo que un tumulto de gente y algo de exaltación llamó mi atención. Una niña sostenía en sus manos una enorme langosta que algún pescador había atrapado con sus redes. Pobre bicho.
     


     
    Un argentino que conocimos en el camping nos habló de unas playas que sólo se encontraban a pocos kilómetros de Mompiche, famosas por su arena negra. También nos comentó de una isla ubicada cerca de allí donde un grupo de personas trabajaban en el rescate de tortugas marinas. Completamente entusiasmados con estos nuevos destinos, nos fuimos a dormir. Mientras nos acomodábamos en la carpa esa misma noche, un inusual intruso con sus grandes pinzas trató de escabullirse dentro! Ya se nos habían metido varios insectos, algunos gatos y hasta perros habían intentado colarse a la tienda…pero jamás imaginé que un cangrejo quisiera dormir con nosotros.
     


    El pequeño intruso, agarrado in fraganti intentando entrar a la carpa!
     
    Al día siguiente tomamos el camino que nos había indicado el argentino para llegar a las playas negras. Debíamos caminar sobre la costa principal de Mompiche hasta el punto donde habíamos parado el día siguiente y tomar un camino que se abría paso por entre la vegetación.
     
    Atravesamos la jungla plagada de molestos mosquitos (nota mental: NUNCA olvidarse de repelente en estos lugares). Recorrimos algunos metros hasta que dejamos de escuchar el rugir del mar y sólo percibíamos nuestros pasos chapoteando en aquella mezcla de arena y barro que era el camino.
     


     
    El canto de algunos grillos, el débil piar de algunos pajaritos y luego un silencio abismal mientras atravesábamos la selva. El camino se desviaba finalmente hacia la ruta, por lo que había que costear un largo trecho la carretera hasta que llegábamos a la entrada de una cantera. Unas enormes maquinas cortaban el paso, pero ya nos habían informado que podíamos atravesar el camino.
     


     
    Cruzamos una gran planicie donde se acumulaban montañas y montañas de tierra oscura que probablemente aquellas maquinas hubieran juntado y el camino terminaba en un alto barranco. Desde allí tuvimos la primera visión de El Ostional como llaman a la playa negra. Desde aquella altura admito que no advertí nada diferente, aquella era otra playa más.
     
    Bajamos por un empinado caminito. Caminamos, caminamos y sudamos, hasta que finalmente llegamos a la playa negra.
     
    Allí el mar estaba un poco más bravo, con grandes olas. De hecho unos chicos (los típicos surfistas) llegaron detrás de nosotros con sus grandes tablas en busca de grandes olas. Sin embargo ahí la atracción principal no era el mar, si no la arena. Arena negra, con matices más claros sobre la orilla que bañaba el mar y más oscura hacia donde nacía la vegetación.
     


     
    Caminamos descalzos disfrutando la sensación de esta arena suave, de granos más finos que, en realidad, es producto de la erosión de rocas volcánicas. La arena blanca se encuentra formada por diminutos trocitos de conchas y crustáceos marinos, pero allí la arena no era de origen orgánico.
     


     
    Completamente solos en aquel lugar tan extraño (a excepción de los surfers), buscamos un sitio donde acomodar nuestras cosas y disfrutamos de un almuerzo a base de sándwiches, nuestro alimento principal en todo el viaje.
     


     
    Inmediatamente me llamó la atención ver pequeñas manchas azules sobre la arena, como cordones sinuosos a lo largo de toda la playa. Al inspeccionar mejor, descubrí que eras pequeñas medusas, de tentáculos azules que no me animé mucho a tocar porque ya he tenido malas experiencias con medusas de pequeña como para agregarle un condimento a mi pánico al agua. (De hecho, menos mal que no lo hice, ya que investigando por la red descubrí que, al parecer, eran pequeños ejemplares de la medusa azul Fragata Azul, cuya picadura puede provocar graves lesiones)
     


     
    Pero, sin lugar a duda, los personajes más divertidos que aparecieron en la playa fueron los cangrejos ermitaños. Estos pequeñitos que utilizan conchas de caparazones vacíos como hogar comenzaron a aparecer de a montones, escabulléndose a toda prisa hacia un lugar más seguro y alejados de nosotros.
     


     
    Nos entretuvimos durante la tarde haciéndonos baños de arena negra (es difícil quitarla después) y persiguiendo cangrejos anaranjados que salían de sus escondites y corrían a toda velocidad por la playa.
     


     
    Para la caída del sol, un bote pesquero llegó desde el mar arrastrando una enorme red. Varios pescadores aparecieron en ese momento en la playa y ayudaron a la embarcación a subir a la playa y a sacar la pesada red del mar.
     


     
    Al regresar a Mompiche, atravesando nuevamente la jungla, y como aún teníamos luz del día, decidimos adentrarnos más en la playa principal, por aquel sector de rocas y piletones naturales.
     
    Saltando inmensos peñascos cubiertas de corales y metiendo los pies en los cálidos piletones (con cuidado de no pisar los cangrejitos que asomaban cautelosos desde sus escondites), llegamos hasta el final de la playa donde un gran risco cubierto de árboles y jungla impedía seguir avanzando.
     


     
    Sobre la irregular pared rocosa del acantilado que nacía enfrente de nosotros y sobre las ramas de los árboles que se asomaban en altura, toda una gran y bulliciosa familia de piqueros patiazul descansaba y disfrutaba de los últimos rayos de luz del día.
     


     
    Entre estas aves de llamativas patas celestes que resaltaban sobre el fondo gris del acantilado, también descubrimos algunas fragatas que por primera vez veía descansando en alguna rama y no alto en el cielo, planeando con sus enormes alas abiertas y esa figura típica y oscura que forman al planear.
     


     
    Volvimos al camping cuando la marea empezó a subir y apuramos el paso porque no tenía ninguna intención de quedarme atrapada en aquel sitio con el agua hasta el cuello. Aquella noche preparamos una sencilla cena y aprontamos todas las cosas para poder partir rápido a la mañana siguiente. Mompiche había sido una gran parada dentro de las costas de Ecuador, pero la verdad era que no podía pensar en otra cosa que no fueran las tortugas de Portete que iríamos a visitar el día siguiente.
     


     
     
     
     
     
    Más fotos sobre este lugar tan especial con sus arnas negras, en Mompiche
     
     
     
     
     
     
     
    jejeje! son muy simpáticos
     

     
     
     
     
     


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