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AlexMexico

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  1. En México existen villas con la denominación de "pueblos mágicos", que poseen alguna característica patrimonial inminente. Es ahí donde se viven las mejores experiencias, entre la tranquilidad y autenticidad. Y qué decir de Argentina, en lo personal visité los pueblos del norte y me parecieron más que atractivos. Tilcara, Purmamarca y Humahuaca son algunos de ellos
  2. En México la costumbre es dejar propina, y de unos años para acá se ha hecho común que se deje el equivalente al 10%. El problema viene cuando algunos establecimientos, sobre todo los grandes restaurantes y bares quieren incluirlo en la cuenta, y le entregan al cliente el ticket con el monto desglosado y el total a pagar. Hasta abajo hay veces que se lee la leyenda "servicio 10%" o "IVA 16%", y eso ya va sumado en el total. Esto es una mentira, pues el servicio no se debe incluir, puesto que es decisión del cliente si fue bueno o no, y está en él dejar propina. El IVA es un impuesto del 16% que se le adhiere a todos los productos (supuestamente con excepción de los alimentos y medicinas), pero eso va incluido desde su compra en el supermercado o centrales de abasto. No tienen por qué sumarte otro IVA en los restaurantes. Así, puedo decir que la mayoría de las veces dejo el 10%. Pero hay ocasiones en que he dejado menos o simplemente no he dejado, porque el servicio no me ha parecido bueno. Puedes llevarte una mala cara de los meseros, pero no te pueden obligar a nada (ni siquiera en los grandes establecimientos).
  3. Con mis labios recobrándose poco a poco luego de tres días sin hidratarse en las heladas sequías del altiplano del viejo Perú, Asier y yo fuimos los últimos en subir al bus turístico que, sin darnos tiempo de comprar algo de comida, pronto arrancó hacia su destino, y mi próxima parada: la ciudad boliviana de La Paz. Antes de dejar el hostal en Copacabana para zarpar a la Isla del Sol, había enviado algunas solicitudes personales en couchsurfing, además de un viaje público, para probar suerte y ver si algún local capitalino podría acogerme por algunos días a través de esta maravillosa red social. Ya que era un poco complicado hallar internet en el pueblo, sumado al escaso tiempo que tuvimos para abordar el autobús, no pude revisar mi perfil antes de partir. Así que, nuevamente, me lancé a la aventura, sin una idea de qué me encontraría en esa monstruosa ciudad y, por supuesto, sin un lugar donde quedarme esa noche. Avanzamos solo unos kilómetros cuando el bus hizo una parada. Era la pequeña población de Tiquina. Este es el lugar donde el litoral del lago Titicaca se contrae hasta formar un estrecho en forma de embudo, y es la forma más rápida de llegar hasta la capital si no se quiere retornar y cruzar dos veces la frontera con Perú. Descendimos del vehículo y el conductor nos ordenó dirigirnos al muelle, donde por dos bolivianos podríamos tomar una especie de barca para cruzar al otro lado, sitio donde nos esperaría para volver a abordar. En lo que parecía ser la plaza central del pueblo se llevaba a cabo una manifestación, donde en una mezcla de español con quechua lanzaban insultos a las acciones del gobierno de Evo Morales, actual presidente del Estado Plurinacional Boliviano. Luego de chismear un momento con el resto de los pasajeros (muchos de los cuales probablemente no entendían ni una palabra de lo que el hombre con el megáfono gritaba), caminamos hasta el muelle, donde conocimos las dichosas barcas. Eran solo un montón de tablas de madera amarradas sobre una superficie de llanta de caucho. La verdad es que no parecían bastante seguras ni funcionales pero nos bastó mirar un gran autobús montado sobre una de ellas y navegando por el estrecho para darnos cuenta de que, si bien no muy cómodamente, cumplía su función principal por un módico precio. Luego entonces, corrimos a una de las embarcaciones antes de que las cholitas y sus múltiples retoños las atestaran, como era de costumbre esperarse. En la riviera de aquella especie de río, el viento frío hizo de las suyas otra vez, y nos golpeó sin piedad en todo el cuerpo. Poco tardamos en atracar en el otro lado, donde nadie apareció para cobrarnos. Y a pesar de una menuda búsqueda, tuvimos que partir sin haber pagado por el modesto servicio de transporte. Muchos de los otros pasajeros y el autobús aún seguían en el otro extremo, por lo que Asier y yo buscamos rápido un sitio para almorzar. En la concurrida calle principal parecía haber una especie de tianguis, donde supusimos que los precios de la comida se reducirían a muy poco. De pronto, un motín de cholitas alineadas bajo sus carpas comenzaron a gritarnos: ¡Pásele joven! ¡Tenemos trucha, fideo, pásele!... Los alaridos de comerciantes era algo a lo que ya nos habíamos acostumbrado desde Perú (realmente desde México). Pero era la primera vez que más de 15 mujeres intentaban venderme la misma cosa por el mismo precio Entonces me di cuenta de la lucha de esas mujeres y de toda una población por tratar de sobrellevar la vida: la trucha es el pez más abundante en esa zona del Titicaca, y es muchas veces la única fuente de alimento de muchas de las personas locales. No poseen ganado, no poseen dinero. Un pescado, unos granos de maíz, una papa negra y un poco de pasta son a veces su mejor camino a la sobrevivencia. Y fue precisamente eso lo que Asier y yo nos decidimos a probar. Sin bacilar mucho, elegimos a la mujer posada frente a nosotros para comprarle este delicioso y peculiar platillo, acompañado de un agua de piña. Completamente satisfecho, al final no supe si sorprenderme más por el escaso precio de 8 bolivianos (1.1 USD) o por la habilidad con la que la mamita utilizaba su teléfono celular Es algo de lo que uno se puede encontrar en este mundo globalizado. Un poco enchilado por la salsa de ají que puse desesperadamente sobre mi trucha, corrimos al bus cuando vimos al resto de los pasajeros subiendo en la esquina próxima. Despedimos de manera definitiva al lago Titicaca para adentrarnos en la selva de concreto. LA GUERRA Y LA PAZ. Nuestra Señora de La Paz fue la tercera ciudad boliviana fundada por el imperio español. Hasta entonces, era una zona habitada por aymaras y otros grupos indígenas andinos. Su nombre conmemora la restauración de la paz después de la guerra civil que procedió a la insurrección de Gonzalo Pizarro contra el virrey del Perú. Sin embargo, poco honor hace su nombre al pacifismo con el que la ciudad vive hoy en día. Después de dormir algunas horas en el bus, me desperté con la imponente vista que desde la carretera oeste la capital boliviana nos ofreció a mí y a los pasajeros. La metrópoli se abrió como un embudo frente a nosotros, deslavándose a través de las laderas en un enorme agujero dominado por las negras nubes y los picos nevados de la Cordillera Real Andina, cuyo símbolo inmortal es el Monte Illimani. Primera vista de la ciudad con el Monte Illimani al fondo Desde que aquella aglomeración de edificios se asomó por detrás de los árboles, la tranquilidad que se respiraba en el bus se vio interrumpida por una baraúnda que nos dio la bienvenida: coches, combis, camiones, microbuses, motocicletas, mototaxis, todos avanzando rápido y sin precaución Los vehículos nos rozaban por milímetros mientras éramos agobiados por el bullicio de los cobradores de transporte público, los pitidos de los clackson sin sentido y los gritos de los vendedores ambulantes que parecían entes traslúcidos capaces de traspasar cualquier obstáculo que se les pusiera en la calle. Habíamos llegado a la capital más alta del mundo: La Paz Tal caos pareció desconcertar un poco a Asier, quien al llegar a la estación de buses me dijo que no pensaba quedarse ni una sola noche, pues prefería seguir su camino al este y estar en Porto Alegre para navidad. Así que lo acompañé para buscar el boleto más barato hacia la población de Uyuni, por el que pagó unos 100 bolivianos. Faltaba alrededor de una hora para que su autobús partiera, así que se ofreció a acompañarme hasta el centro de la ciudad, desde donde pretendía encontrar un sitio con internet y buscar un lugar donde hacer noche. Antes de dejar la central, nos topamos con un argentino que habíamos conocido en Copacabana (y que había visto desde la ciudad de Lima; es gracioso cuando encuentras a la misma gente en el trayecto de una larga ruta ). El chico había llegado a la ciudad apenas una noche antes, y estaba listo para dirigirse al sur. Me recomendó un hostal barato y me dio su dirección, no muy lejos de la estación. Le di las gracias y caminé con Asier en busca de dicho hospedaje. Sumado a lo serpenteantes que son las calles del centro capitalino, no confiaba mucho en las confusas indicaciones que los bolivianos me daban. No obstante, sabía que la avenida por la que caminaba bajaba directo a la Plaza Mayor, y si no encontraba el hostal que el argentino me había dicho, desde ahí me movería para hallar otro. Plaza Mayor de San Francisco Luego de minutos andando, el hostal nunca apareció, y Asier me acompañó hasta la plaza central, donde nos despedimos para que cada quien siguiera su camino. Entre la muchedumbre que se aglutinaba en la concurrida explanada, identifiqué un letrero de información turística en un pequeño edificio comercial. Mi esperanza se esfumó cuando encontré las oficinas cerradas. Al acercarme a preguntar a un policía si sabía de algún hospedaje cercano, un coreano que compraba dinero en la casa de cambio se me acercó y me dijo: “yo conozco uno, me estoy quedando ahí”. Como el sol estaba a punto de ocultarse, seguí al simpático oriental dos cuadras arriba, hasta el cómodo y barato hostal Inti Huasi, donde sin pensarlo dos veces, pagué 25 bolivianos (3.5 USD) por una noche de estadía en una habitación compartida. Apenas tomé una ducha caliente y pude escuchar cómo afuera comenzaba a llover. Por suerte, una mujer me había vendido un poncho impermeable en la Isla del Sol aquella mañana. Aún así, no tuve muchas ganas de salir solo en una noche lluviosa. Me quedé en el hostal y aproveché la conexión de wifi. Había recibido dos invitaciones en couchsurfing: un tal David me había ofrecido quedarme en su casa, y otro chico llamado Maurice me había invitado a dar una vuelta por la ciudad. Acepté ambas propuestas y me quedé de ver con ellos al siguiente día. También contacté a René y Jennifer (los colombianos) y a Rocío y Nico (los argentinos), para saber si todavía estaban en la ciudad. Sólo éstos últimos se quedarían otra noche, así que de igual forma, hice una cita con ellos. El jueves desperté y tenía un mensaje de Maurice. El chico estudiaba turismo y quería tomar un poco de práctica. Me alisté para salir con él y dejé mi mochila en recepción, esperando volver por ella cuando me viera con David. Aunque era un poco desesperante y no dejaba de hablar, mi corta jornada con Maurice fue agradable. Dimos una caminata por el casco viejo de la ciudad, visitando una de las zonas más famosas y concurridas: el Mercado de Brujas. Se trata de un pequeño andador peatonal a unas tres cuadras detrás de la Plaza Mayor, donde decenas de comerciantes venden todo tipo de artesanía indígena y criolla. Pude comprar una pequeña llama tallada en piedra, la figura de la puerta del Sol inca y una de Pacha Mama, la Madre Tierra de los incas. Mientras me paseaba comiendo una salteña (empanada supuestamente argentina que se vende en las calles de Bolivia), escuché a alguien gritar mi nombre desde la esquina trasera. Era Nico, quien corría para saludarme y decirme que estaban en el café más próximo con su novia. Como ya eran las 12, y me había quedado de ver con David en la Iglesia de San Francisco, prometí reencontrarme con ellos en el café, y les pedí que no se movieran. Maurice me acompañó a la plaza, donde apenas saludamos a David y se despidió de nosotros, pues tenía cosas que hacer. Tras unos minutos de introducción simple con él, David y yo fuimos al café, donde nos reunimos con Nico y Rocío para platicar un rato. Ellos debían partir esa misma noche hacia Sucre, pero decidieron pasar el día con nosotros visitando la ciudad. Primero nos dirigimos a la zona de El Alto en uno de los nuevos sistemas de transporte y ahora atracción turística: el teleférico. Este complejo de cableados me pareció sumamente ingenioso para una ciudad como ésta. Sus empinadas cuestas y su forma de embudo con calles angostas provocan una aglomeración de vehículos alucinante, sobre todo en la zona central. Y no hay nada mejor que conectar los altos suburbios y el bajo centro que por el aire. En las áreas más elevadas de este departamento de la zona metropolitana, se puede llegar a estar hasta los 4000 metros de altura. Vista desde el teleférico rumbo a El Alto Una vez arriba, David pasó a su casa y cogió las llaves del apartamento donde me dejaría hospedarme esa noche. Cuando empezó a granizar, tomamos un taxi de vuelta al centro. Mientras Nico y Rocío iban a comer algo, recogí mi mochila del hostal y fui a dejar mis cosas al apartamento de David, una experiencia que jamás olvidaré: El chico me había tratado muy bien y, en cierta forma, había pasado todo el tiempo presumiéndome su sumamente atractivo estilo de vida. Se dijo a sí mismo ser un maquillista reconocido para los mejores artistas de La Paz y estar bien colado en el medio de la producción audiovisual. Me dijo que a su corta edad era alguien independiente, solvente y con muchas propiedades No obstante, en el momento en que llegamos a su apartamento, pude descubrir buena parte de sus mentiras. Se trataba de un diminuto cuarto con tablas de madera como piso, un techo de lámina, sin luz eléctrica, sin baño, sin muebles y con una ventana sin cristal Las únicas cosas a la vista eran un par de cojines en el suelo y un perro en el patio delantero. En ese momento me vi entre la espada y la pared. Quise dejar atrás mis prejuicios y hacer a un lado por un instante mi zona de confort. Me quedé completamente callado, sin decir un “sí” o un “no”. Pero no pude evitar pensar en cómo un chico tan “exitoso” y con tanto supuesto dinero podía vivir de esa manera. Simplemente no lo entendía. David me dio la llave y me dijo: “puedes venir cuando quieras, es tu casa”. Ante tal situación, no tuve las fuerzas para decir que no Después de todo, era yo quien quería obligarse a conocer en todo lo posible a Sudamérica. Dejé mi mochila en la habitación y nos reunimos de nuevo con Rocío y Nico, esta vez en el Mercado Lanza, donde por unos 8 o 10 bolivianos se recibía un menú completo que jamás pude terminar La pareja argentina debía irse, y como si me hubieran visto en apuros, me invitaron a seguir el viaje con ellos, primero a Sucre y luego a Uyuni, para después pasar la navidad con ellos. Pensé seriamente en partir en ese momento, pero me obligué a mí mismo a no dejarme invadir por los miedos momentáneos y decidí quedarme al menos una noche. Así que nos despedimos y seguí junto con David conociendo la ciudad. Caminamos primero por el Paseo del Prado, una larga avenida repleta de comercios, grandes edificios y vida nocturna. Lo interesante allí es que solía ser un río. Visitamos también una exposición de productos bolivianos en el Centro de Convenciones de La Paz, y finalmente cenamos en una cafetería. Al final del día David me acompañó de vuelta a la habitación, que encima de todo, se hallaba en una zona que de noche lucía bastante oscura y peligrosa Por si fuera poco, él se iría a dormir a su otra casa (que bien pudo ofrecerme, pero no estaba en posición de exigir). Eran cerca de las 10 pm y toda la ciudad había caído en una fría negrura. Intenté concebir el sueño enrollado en mi saco de dormir y arrullado por el crujir de la madera, pero el viento helado que entraba por la ventana no me dejaba descansar Como una decisión poco meditada, tomé mi equipaje y dejé la llave sobre los cojines. Salí de la habitación y corrí una cuadra hacia la avenida principal, que se encontraba entonces desierta. Afortunadamente, un taxi pasó rápido y le hice la parada. Me dirigí de vuelta al hostal, pretendiendo haber dormido ahí esa noche para no hacer sentir mal a mi anfitrión. Fue sin duda una experiencia bizarra y bastante incómoda EL VALLE DE LA LUNA. Dejando atrás un poco la odisea de mi día anterior y tratando de no encasillar a Bolivia ni a Couchsurfing por mis extrañas experiencias, decidí que dejaría el hostal y la ciudad ese viernes por la tarde, no sin antes dedicarle toda la mañana a uno de sus mejores atractivos: el Valle de la Luna. Tomé un microbús hacia el distrito de Mallasa, al sur de la metrópoli. Pasé casi una hora sentado contemplando el urbano paisaje por la ventana, que poco a poco fue cambiando para tornarse en grandes macizos de rojizos colores rodeados por arboledas verdes y serpenteados por pequeños arroyos. Por fin podría disfrutar de una verdadera “paz en La Paz” Paisaje de Mallasa Al subir por una de las carreteras, el bus giró a la derecha, dejando ver el letrero que anunciaba la entrada al valle. La zona parecía bastante vacía, con uno que otro turista. Si bien el relieve era similar a lo que venía viendo desde antes de entrar a Mallasa, la zona delimitada como el Valle de la Luna tiene su chiste: Es una plataforma de formaciones rocosas en tonos beige que se alzan en grandes y puntiagudos picos verticales, que parecen haber sido tallados como arcilla por algún sujeto desde el cielo La vegetación es ciertamente escasa en esta pequeña área, reduciéndose a pequeños arbustos y algunos cactus. La entrada es bastante económica, uno 15 bolivianos por persona. Además, el lugar es bastante amigable con el turista, con acceso a baños, wifi gratis, garrafones de agua y una galería de arte Pero lo mejor de todo es, sin duda, los tranquilos senderos marcados a lo largo del valle. Hay dos opciones: un camino corto de 15 minutos y otro de 45. Aprovechando mi tiempo libre, tomé el más largo para tener la mayor cantidad de vistas posibles de todo el complejo desde donde, por supuesto, saqué decenas de fotografías. Algunas de las formaciones han sido bautizadas con nombres que se asemejan a sus siluetas (con algo de imaginación). Algo muy curioso es que el sitio fue llamado así por Neil Amstrong, quien visitó el lugar por la cercanía con el campo de golf donde juagaba después de ver un partido en la ciudad. Según éste, el valle tenía mucha similitud con la superficie lunar, que sólo él conocía con exactitud. Después del mediodía, la sombra era todavía más nula, y luego de refugiarme un momento en la recepción, cogí el bus de vuelta al centro de la ciudad, donde tomé unos minutos más para conocer el resto de la zona vieja. Visité la Plaza Murillo, el zócalo de la ciudad, donde se yerguen la catedral de La Paz y el Palacio de Gobierno de Bolivia, que en ese entonces se adornaban por el árbol y el pesebre que anunciaban la pronta llegada de la navidad. Regresé al hostal para recoger mi mochila, con la que caminé cuesta arriba hasta la estación de autobuses. Una vez ahí, decidí dirigirme a Sucre para alcanzar a Nico y Rocío, quienes me dijeron que se quedarían una noche más antes de partir hacia Uyuni… Cuál sería mi sorpresa al encontrar todas las rutas hacia la ciudad blanca agotadas Pensé en otra posibilidad: la ciudad de Potosí. David me había hablado bien sobre ella, y René y Jennifer estarían ahí. Sabía que podría recorrerla en un día para salir por la noche hacia el sur. Pero vaya juegos del destino, también estaban agotados Los únicos lugares disponibles eran en primera clase, que por la llegada de la temporada vacacional habían subido bastante de precio. Tenía dos opciones: quedarme una noche más en La Paz, o probar suerte y dirigirme esa misma tarde al pueblo de Uyuni, donde podría reencontrarme con los argentinos. Alentado por la gran cantidad de jóvenes mochileros que abordaban hacia la nueva joya del sur boliviano, compré el pasaje más barato (en unos 120 bolivianos) y me dispuse a conocer otra maravilla natural: el Gran Salar de Uyuni. Pueden ver el resto de las fotos de la capital boliviana y el hermoso Valle de la Luna en este álbum:
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